Tierra Blanca. Los zapatos de Elvin (notas sobre el refugio)

Julio Ramos *

Con 16 años recién cumplidos, Elvin, viajero hondureño, relata su historia mientras repara las zapatillas de un amigo en el Albergue Guadalupano de Tierra Blanca, Veracruz, cerca de las vías de Ferrosur donde los migrantes se encaraman al tren de carga rumbo al norte. Conversamos el 4 de diciembre de 2016, un mes después de las elecciones presidenciales en los Estados Unidos de América. Elvin todavía no tenía un plan definido de ruta, pero viajaba con un sentido bastante claro de las dificultades del cruce y anticipaba nuevos controles en la frontera norte. Le había tomado una semana llegar en bus de Tecucigalpa hasta el Río Suchiate que hace frontera entre Guatemala y Chiapas, de ahí en tren de carga por tramos y a pie a Tierra Blanca, donde los migrantes paran a descansar y a recuperar fuerza.

Su relato, algo elíptico y entrecortado, fluye en sincronía con los giros de la aguja y el ensarte del hilo que asegura el remiendo de la suela de la zapatilla. La sobrevivencia en el viaje requiere una precaria economía (y una poética) del remiendo, el reciclaje y la improvisación. En esa economía, las zapatillas, como las mochilas, no son cualquier cosa : son objetos que trazan y portan huellas. Durante la travesía, según comenta uno de los jóvenes que viaja con Elvin, no se sabe cuándo habrá que saltar para huir de los garroteros del tren, o de las maras y asaltantes que se confunden frecuentemente con la policía, ni cuándo tendrá el viajero que recorrer a pie largas distancias, a veces durante días y noches, para evadir los retenes de la migra y de los asaltantes. Ahora sí ya voy armado, dice el amigo de Elvin con la zapatilla en mano, listo nuevamente para el camino. Las zapatillas universales de los jóvenes viajeros (sin duda ensambladas por trabajadores en una fábrica del sur global) son un disparador de historias singulares y comunes que sacuden cualquier distinción tajante entre vida material y simbólica.

Mientras remienda las zapatillas, al comienzo de su relato, sin elevar la vista a la cámara, dice Elvin: Esto me lo enseñó mi papi. A él se lo enseñó mi abuelo, su papá, y él me lo enseñó a mí: a esto, a costurar zapatos. Si el viaje desde Taulabé, Honduras, de donde provienen Elvin y dos de sus tres acompañantes, está puntualizado por la discontinuidad de la violencia y los desvíos inesperados en la ruta, en cambio, el hilo de los zapatos hilvana la imagen de un tiempo anterior al viaje. Se trata de una destreza ligada al cosido del zapato y a la narrativa misma que el joven Elvin, de origen campesino, identifica con el hilo de un saber heredado, transmitido por varias generaciones de hombres de su familia. Llama la atención su insistencia en el relevo paterno porque el breve testimonio de Elvin, como el de muchos jóvenes desplazados, menores de edad, entreteje el drama de la formación de una masculinidad vulnerable, inseparable ahí de los peligros y amenazas --incluido el riesgo de secuestro y violación-- que confronta el menor durante la travesía hacia los Estados Unidos. El relato de Elvin se inserta (se ensarta) en una economía de la dislocación y de la destrucción de la infancia, pero consigna también cierto empoderamiento, el potencial de una parcial reparación, emplazada por el acto de contar la experiencia, de transformar la pérdida y la discontinuidad de un viaje infernal en una narrativa de experiencia personal con unos pocos momentos de proyección heroica. A su vez, la escena de la escucha de esa experiencia –en el encuadre audiovisual del relato del menor– supone el cuestionamiento de una serie de traslados la mediatización de la voz, es decir, su inscripción en los encuadres o regímenes audiovisuales que habitualmente le imprimen valor ejemplar o legibilidad mediática a la experiencia multitudinaria del desplazamiento, asignándole sentido a la pérdida del lugar o coherencia a la dispersión de la vida. Entre la voz y el encuadre surge entonces una pregunta crítica que ahora no concierne tan solo los límites de la representación del otro, sino sus efectos políticos o jurídicos en un horizonte pragmático o performativo.

El hilo del relato de Elvin –el tiempo anacrónico de un pasado familiar que se actualiza como destreza en el manejo de las cosas (las pequeñas cosas que sobreviven el viaje accidentado y catastrófico del sujeto)– es un conjuro contra la desposesión y el desarraigo radical desatado inicialmente por dos amenazas de daño extremo (de muerte o tal vez de violación, no queda claro) cuando tenía 9 y 12 años de edad, mientras vivía con sus padres en un barrio semirural llamado Jardines, en el municipio de Taulabé, Comayagua, donde la violencia del crimen organizado y el narcotráfico ha impactado la zona campesina, de historia indígena y mestiza, como el poblado de donde vienen Elvin y sus acompañantes. Ahí las “fábulas del menor” (llamémosle así tentativamente, para recordar un libro extraordinario de Adriana Astutti, Andares clancos) cobran una urgencia que obliga a reconsiderar las discusiones postestructuralistas, deleuzianas, sobre el nomadismo, la desterritorialización o la minoridad ahora puestas en el horizonte de una pregunta impostergable sobre el derecho al refugio y la destrucción de los atributos esenciales que por varios siglos se le asignó a la infancia.

Está claro que la designación del refugiado, en ese punto de los desplazamientos donde interviene el vocabulario (y las agencias) de la "crisis humanitaria", supone el colapso de las categorías básicas de pertenencia e identidad jurídica, ciudadana, de la persona (peligro de usurpación de los derechos ciudadanos específicos contra el que advierte Hannah Arednt en un ensayo clásico sobre la abstracción y las paradojas de los “derechos humanos” titulado “La perplejidad de los derechos humanos”, un antecedente clave de la discusión de Agamben sobre la vida desnuda). A lo largo de las rutas de los desplazados centroamericanos en México se pone incluso en duda su condición de desplazados, y por ende, su derecho al refugio, lo que sólo puede ser un síntoma ya sea del colapso de las categorías y de la "gobernanza" bajo la crisis actual, o del cinismo y la discriminación rampante en las instituciones que administran la "crisis humanitaria".

Ante la ley, Elvin es un "menor que viaja solo". En función de las clasificaciones, el chamaco, como menor que viaja solo, antecede los límites de la categoría de la persona en función jurídica. Dentro de esa lógica, su movimiento fuera del territorio desborda los marcos de la representación política. La dislocación del menor complica tanto el vocabulario y la efectividad de cualquier expectativa de la patria potestad (de la familia en el lugar de origen nacional) como de cualquier vestigio de la historia cosmopolita de la hospitalidad que en el pasado le garantizaba, bajo ciertas condiciones, el derecho al viaje y al asilo. El desplazamiento de Elvin desborda incluso la categoría del "migrante" (habitualmente definida por la motivación económica del viaje), pero también excede los límites históricos del derecho de asilo o de refugio por razones políticas (estipuladas por la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de la ONU en 1951), en la medida en que la violencia contemporánea en Honduras, ligada al crimen organizado y al narcoestado, sacude los modos convencionales de pensar la cuestión del territorio estatal (como traza geopolítica del monopolio sobre la violencia) y de la crisis de la soberanía.

Al mismo tiempo, está claro que la condición des/territorializada del menor lo expone a la intervención de otras "potestades" y lo somete a diversos tipos de máquinas de captura. Por eso, ya en el albergue --un pequeño oasis a la orilla de las vías del tren de Tierra Blanca, uno de los pueblos más violentos de Veracruz-- a Elvin se le informa sobre sus derechos en la oficina de la directora, Sor Elizabeth: ¿O sea, que a mí me adoptarían aquí en México?, pregunta Elvin. A lo que Elizabeth, con la mejor intención de informar al muchacho sobre cómo exigir su derecho de refugio en México, le responde: Te darían un papel de refugio y ellos te buscarían donde quedarte. Yo no sé si con una familia o en una institución hasta que cumplas los 18 años. Hay una organización que dirige Solalinde para adolescentes [Hermanos del Camino, en Ixtepec, Oaxaca]. Probablemente te tendrían allí hasta que cumplas 18 años . Si no cae bajo el control de las maras y el crimen organizado, la dislocación del menor exige una intervención burocrática (el papel) y el consiguiente relevo entre las instituciones y significados posibles de la adopción en México. La referencia ahí a "Hermanos en el Camino", albergue-escuela fundada por el un sacerdote y activista, Alejandro Solalinde, en Ixtepec, Oaxaca, lo que a su vez pone de relieve el papel crucial que tienen en estos mapas de los desplazamientos masivos, los albergues y las organizaciones no gubernamentales (en su mayoría católicas, frecuentemente disidentes) de apoyo y protección a los migrantes. No hay que ignorar la función de lo que Foucault llamaba las intervenciones pastorales en la administración del abandono ni el efecto posible del disciplinamiento de las vidas de los desplazados, para reconocer la importancia que tienen los albergues como lugares de refugio, donde los migrantes encuentran, a lo mínimo, alimento, cuidado básico si están heridos, y un tiempo descanso y tranquilidad. Los albergues cumplen también una función importante en la producción del saber y el registro estadístico de las migraciones. Las labores de la Red de Documentación de las Organizaciones Defensoras de Migrantes (organizada por los jesuitas), por ejemplo, publica desde hace varios años un anuario con amplia documentación y análisis basado en entrevistas bastante detalladas con los miles de migrantes durante su paso por los albergues. De este modo los albergues se transforman en archivos provisionales para la producción de un saber sobre las “migraciones en tránsito”. Lo que si bien tiene efectos (institucionales) en el gobierno de la vida (y la subjetivación) en las zonas cada vez más amplias del abandono contemporáneo, no deja de producir condiciones básicas de apoyo a la sobrevivencia y cuidado de los migrantes, así como vínculos no partidistas, solidarios, de un activismo alternativo.

De cualquier modo, sin titubeos, Elvin se resiste al trámite burocrático y a la opción institucional que le describe Elizabeth. Su objetivo era descansar en el albergue y continuar el viaje hacia los Estados Unidos. A contramano de la pregunta por la adopción que Elvin le hace a Elizabeth –de lo que esta pregunta supone sobre el colapso de la patria potestad – cobra mayor sentido el recuerdo familiar de Elvin y su relato sobre la destreza (narrativa) que ha heredado de su padre y de su abuelo.

¿Qué supone el refugio o la adopción del menor? ¿Cuáles son los poderes y las categorías de identidad que moviliza la adopción? ¿Qué nos dice una política de la adopción sobre el gobierno de la vida, sobre su postulación de la norma o de la “naturaleza” (la “familia biológica”) y la ley, sobre lo “propio” y lo “foráneo”? La discusión sobre la adopción supone las modulaciones y estrategias de incorporación del menor en una serie de discursos e instituciones que ponen en juego las relaciones “naturales” o biológicas de parentesco y llevan a interrogar las condiciones para la incorporación del menor como elemento "foráneo" en las redes de a/filiación, disciplina y formación del sujeto.

En el caso de los menores desplazados, las políticas de la incorporación al nuevo territorio/régimen todavía operan de acuerdo a los protocolos de un legado cosmopolita de los “derechos de refugiados”, de larga y prominente tradición en México, pero ya inefectiva, cancelada por los cambios globales en las políticas migratorias donde el vocabulario cosmopolita de historia ilustrada y la gestión de los derechos de asilo se encuentran profundamente trastornados por la redefinición de estas migraciones muy pobres y racializadas como una amenaza a la seguridad de los territorios nacionales.

Cabe recordar que las políticas vigentes de control de la frontera, si bien llevadas al paroxismo racista por Trump durante los últimos meses, comenzaron bajo la administración de Barack Obama y sus contradictorias respuestas a la llamada Crisis Migratoria del 2014, cuando en la frontera de los Estados Unidos aumentó notablemente el número de menores centroamericanos, muchos de ellos con condiciones legítimas para pedir refugio en los Estados Unidos. Si bien en el 2012 Obama había actualizado y ampliado el alcance del Dreamer´s Act (DACA) para proteger a los menores indocumentados que ya residían en los Estados Unidos, la crisis migratoria del 2014 lleva a la administración de Obama al diseño del Plan Frontera Sur, un acuerdo con el presidente mexicano Enrique Peña Nieto que incrementó el control de la frontera con Guatemala y el tránsito de los migrantes por México mediante la inversión de recursos norteamericanos en los aparatos de seguridad y en las tecnologías del control aplicadas a la detención y deportación de “ilegales” centroamericanos desde el inicio de su travesía.

No es nada casual que la “crisis migratoria” del 2014 tuviera que ver con los “niños que viajan solos”. En la frontera de las categorías del derecho (de la política misma), “el menor que viaja solo” suscita preguntas clave sobre las obligaciones del estado ante la vulnerabilidad de un sector de la población mundial “en riesgo”. El niño que viaja solo se confunde pronto en el “niño perdido”, instancia extrema de la vida vulnerable, expuesta a la violencia y a la explotación (ya sea en los regímenes laborales, el reclutamiento (para)militar y el narcotráfico) tras el colapso o anulación sistemática de las garantías ciudadanas. El menor que viaja solo cae en un limbo jurídico en torno al cual proliferan las discusiones y respuestas políticas e institucionales, frecuentemente fóbicas (o inmunológicas) sobre el control de las migraciones y la delincuencia juvenil, las detenciones y deportaciones en la frontera entre México y los Estados Unidos.

Entre las respuestas a la cuestión del menor, no faltan tampoco las respuestas literarias y culturales, donde la cuestión del menor se convierte pronto en escenario de un cambio en los regímenes de la autoridad literaria (y de las representaciones culturales) en el mundo contemporáneo. Para concluir, voy a referirme muy brevemente a un libro de publicación reciente, titulado Los niños perdidos (Un ensayo de cuarenta preguntas) (2016) de Valeria Luiselli, donde la escritora mexicana, nacida en Sudáfrica y residente en Nueva York, reflexiona sobre la dislocación de la infancia y la violencia burocrática y legal durante la Crisis Migratoria Norteamericana del 2013-2014, cuando se calcula que entre 150 ó 200,000 menores de origen centroamericano, particularmente hondureños, guatemaltecos y salvadoreños, intentaron cruzar la frontera de los Estados Unidos, muchos de ellos huyendo de la violencia en sus países y, por lo tanto, con los antecedentes necesarios para pedir refugio. El libro de Luiselli se publicó casi simultáneamente en español y en inglés, aunque significativamente con títulos muy distintos. Mientras el título del volumen publicado por la Editorial de Sexto Piso de México, Los niños perdidos (2016) aludía a toda una constelación de obras y discusiones sobre el destino de los niños solos/perdidos de las migraciones africanas de las últimas décadas, el título en inglés, Tell Me How It Ends: A Story in 40 Questions (2017), particulariza la incertidumbre de los relatos sin destino ni cierre definido de los niños y la perplejidad que sus historias de vida producen en la hijita de la autora, cuya infancia protegida por el privilegio de una familia de clase media sirve de contrapunto en el ensayo sobre el colapso de la infancia como valor universal.

En 2015 Luiselli trabajó como intérprete y traductora de menores en casos de petición de asilo en una corte del Estado de Nueva York. Su ensayo se arma como un comentario sobre la rejilla burocrática de las 50 preguntas de un cuestionario que le ayuda a los defensores de los niños a determinar la validez y el potencial de los casos y decidir así las estrategias de la defensa. Como intérprete, Luiselli servía de intermediadora entre los niños y los abogados, en una escena jurídica donde la cuestión de las políticas de la lengua empalma con los desplazamientos de la traducción de la palabra-otra del menor.

El paso de Luiselli a las formas de no ficción, luego de la publicación de tres novelas muy bien recibidas internacionalmente, merecería un trabajo aparte, donde uno podría preguntarse sobre el tránsito de una escritora profesional a las formas de una literatura expandida o postautónoma (como la llamaba Josefina Ludmer). Como vemos al final del ensayo de Luiselli, ese tránsito o pasaje de la ficción al ensayo y a la narrativa documental reconoce un correlato universitario en la propuesta de la práctica pedagógica (del español en los Estados Unidos, para Luiselli) como forma de un difuso activismo social o político.

En términos de la historia de Elvin en Tierra Blanca, el libro de Luiselli nos ayuda destacar algunos aspectos del “encuadre” de otro tipo de relato ejemplarizante del menor como instancia de la transformación más general del sentido de la infancia que acarrea el desplazamiento de los menores. A Luiselli el problema se le plantea, primero, como una disolución de cualquier sentido general de la ley (cada vez más abstracta e insensible) en la corriente subterránea de las historias que proliferan como experiencias de vidas ilegibles desde la ley; segundo, para Luiselli, la disolución del valor universal de la infancia (y el reclamo de refugio y protección del menor), guarda una relación fundamental con el problema de los intraducibles de la traducción, problema que empalma con cierto reclamo de autoridad política de la representación literaria o cultural:

Las palabras que escucho en la corte salen de bocas de niños, bocas chimuelas, labios partidos, palabras hiladas en narrativas confusas y complejas. Los niños que entrevisto pronuncian palabras reticentes, palabras llenas de desconfianza, palabras fruto del miedo soterrado y la humillación constante. Hay que traducir esas palabras a otro idioma, trasladarlas a frases sucintas, transformarlas en un relato coherente, y reescribir todo eso buscando términos legales claros. El problema es que las historias de los niños siempre llegan como revueltas, llenas de interferencia, casi tartamudeadas (15-16).

El ensayo de Luiselli es una reflexión sobre el entre-lugar imposible de la traducción que intenta "reescribir" coherentemente las palabras "confusas" o "revueltas" del menor en "términos legales claros". Está claro que se trata de la camisa de fuerza del trabajo de Luiselli como voluntaria de la defensa de los niños en la corte. Pero hay algo más en ese despliegue de esta historia de "interferencia" que constata el colapso de un acto de mediación fundamental en la historia moderna de la autoridad literaria: la literatura como traducción (imposible) de un diferendo recurrente, constitutivo, entre la particularidad (o exceso) de la experiencia y los “términos legales claros” de la universalidad de la ley. La vida de los menores desplazados comprueba el agotamiento de ese reclamo de legibilidad universal de la ley, incluso de la ley como instancia particularizada por la representación cultural. Dos observaciones finales: primero, Luiselli interpreta el relato del menor en términos de una etimología universalista de la infancia, que sobredetermina la historia del menor como un “pre-relato” del fundamento de la humanidad y del acceso al orden simbólico universal de la lengua (y de ley). No hay por qué pensar que el relato del menor ante la ley es siempre "confuso" o "tartamudo", ni que la literatura sea un modo privilegiado o excepcional para la “escucha” eficaz del quiebre o de la herida que se intensifica en esa experiencia. Segundo, si no recurrimos a una interpretación etimológica, lingüística, de la infancia (como estado transitorio que precede el orden simbólico y a la “coherencia” de la ley), acaso podríamos evitar una genealogía moderna de la infancia como horizonte universal y así dar cuenta de las diferencias o escansiones entre la vida y los discursos de los menores, no ya en función de su incapacidad de verbalizar el derecho sino en términos de su acceso o falta de acceso a las protecciones y garantías ciudadanas que finalmente, más que un derecho, aparecen ahí como un privilegio.



* Profesor Emérito de la Universidad de California en Berkeley. Es autor de varios libros sobre literatura y cultura latinoamericana, entre ellos, Ensayos próximos (2014) y editor die un importante volumen de escritos de la anarquista puertorriqueña, Luisa Capetillo, titulado Amor y anarquía: los escritos de Luisa Capetillo (1993). También ha dirigido varios proyectos documentales, entre los que figura Detroit´s Rivera (2017).

[ramosjuliox@gmail.com]

Recibido: 20-04-2017 Aceptado: 30-05-2017.