FICCIONES TERRITORIALES. FORMAS DE UN ALTAS LATINOAMERICANO.

Nancy Calomarde [*]

RESUMEN

El artículo se propone interrogar los modos en que la noción de territorialidad ha ido transformándose en el contexto de las escrituras latinoamericana a partir de la segunda mitad del siglo pasado. Para ello recorre una parte del debate teórico, especialmente el enmarcado en el proyecto del latinoamericanismo crítico para detenerse finalmente en análisis de algunos textos de la antología de ficciones latinoamericanas publicada bajo el título de Región (2011). El artículo se centra en pensar las escrituras a partir de las nociones de territorialidad y ficción territorial.

Palabras clave : Latinoamericanismo crítico - escrituras – territorialidad - ficción territorial

ABSTRACT
The article intends to interrogate the ways in which the notion of territoriality has been transformed in the context of the Latin American writings since the second half of the last century. In order to do so, it covers a part of the theoretical debate, especially the framing of the project of critical Latin Americanism, in order to analyze the texts of the anthology of Latin American fictions published under the title Region (2011). The article focuses on thinking the scriptures based on the notions of territoriality and territorial fiction.

Keywords: Critical Latin Americanism – scriptures – territoriality – territorial fiction 

“Hacer un mapa es reconfigurar el espacio, redistribuirlo, desorientarlo: en suma dislocarlo allí donde pensábamos que era continuo, reunirlo allí donde pensábamos que había fronteras”. (Didi-Huberman, 2010: 3).

Una constelación de nociones espaciales –región, nación, territorio– ha sido profusamente resignificada en los últimos años. Desde diversos paradigmas se ha señalado el modo en que los procesos de globalización, el impacto de las políticas neoliberales en los sistemas culturales regionales, los complejos procesos de migraciones, el reforzamiento o construcción de nuevas fronteras han interpelado al arte, a la política, a la producción científica y promovido esa proliferación teórica. Si bien la teoría, la crítica y la literatura han venido señalando los crecientes desafíos epistemológicos (Mignolo, 2003; Castro Gómez, 1998) que arroja la idea de un mundo globalizado por las comunicaciones, el mercado y la tecnología –a la vez interconectado y desconectado, simultáneo y yuxtapuesto por temporalidades muy diversas (al mismo tiempo premoderno, moderno y postmoderno), vertiginoso y profundamente desacompasado– la radicalidad de estas experiencias están poniendo en jaque buena parte de los sistemas teóricos y las metodologías que hasta fines del siglo anterior nos resultaron adecuados para pensar las escrituras. En este contexto, cabe preguntar ¿cuáles son las transformaciones que se operan en la noción de territorialidad, en tanto que núcleo teórico denso –atravesado por las ideas de cultura regional y nacional– que había definido el latinoamericanismo del siglo XX? Una pregunta, por otra parte, que importa tanto para el arte como para una tradición de pensamiento transdisciplinario que piensa las cartografías del mundo reciente.

Si revisamos dicho núcleo podemos advertir que la noción misma de literatura latinoamericana y las estrategias con la cuales se constituyó su canon hasta el siglo XX tuvo una potente referencia a la experiencia del territorio y al territorio como correlato de la identidad. Así, la idea de una identidad latinoamericana se forja en la articulación de nociones clave: territorio, sujeto cultural y escritura. El sujeto cultural latinoamericano, heterogéneo y migrante (Cornejo Polar, 2001) remite a una serie explicativa donde temporalidades, lenguas, imaginarios y discursividades convergen para dar cuenta de “lo latinoamericano”. De modo que territorialidad/temporalidad, identidad y discurso forman parte de un sistema de simbolización en cuya dinámica sus términos se reenvían y resemantizan. En este marco, las nociones de barroco como programa cultural o de realismo mágico se derivan de una concepción de historia regional capaz de engendrar un imaginario común, un sujeto rebelde americano (Lezama), una experiencia temporo-espacial peculiar y una textualidad propia. Por ejemplo, para Carpentier el barroco, se define como un estilo ligado a los requerimientos de la materia de lo americano; como la manifestación no solo a nivel geocultural sino también en nivel transhistórico. De allí que para el cubano “El barroco en nosotros es una cosa que nos viene del mundo en que vivimos” (Carpentier 2006:58). Todo ello, se presenta como un conjunto susceptible de abstracción para componer un sistema explicativo y la noción de territorialidad, como un dispositivo central en la construcción de la literatura. Desde las orillas de Borges, el Macondo de García Márquez, o Comala de Rulfo la expansión de la literatura latinoamericana del siglo XX y su desarrollo teórico crítico complementario estuvo sólidamente estructurada sobre una serie cuyo componente central se configura en torno a la experiencia territorial.

En suma, la tríada identidad, territorialidad, escritura se compuso como una de las matrices nodales del pensamiento cultural. Esa trama de referencias ha venido exponiendo su agotamiento. Los procesos de transnacionalización de las culturas, el estallido y diseminación de los escenarios de migrancias, exilios y diásporas en los últimos veinte años, las comunicaciones planetarias que obligan a la redefinición de lo global y lo local, de las culturas nacionales y de los nacionalismos continentales, las comunidades virtuales, todo ello en conjunto ha puesto de manifiesto no solamente inusitados descentramientos espaciales y temporales en la experiencia de “lo latinoamericano” sino la sospecha acerca de que ese constructo todavía pueda significar una experiencia cultural diferenciada.

En este artículo, me propongo reflexionar metacríticamente a partir de algunas nociones de territorio elaboradas desde la teoría y la crítica en los últimos años para ponerlas en diálogo con la propuesta de la Antología del cuento político latinoamericano. Región (2011) editada por Juan Terranova y Enzo Maqueira. Sin embargo, para visualizar cómo estas escrituras operan el “giro territorial” (Calomarde, 2017) referido a las nociones teóricas construidas por la modernidad crítica latinoamericana –y en especial la de territorialidad como operación cultural diferenciada–, será preciso revisitar someramente algunas modulaciones de este proyecto. El contrapunto –entre el proyecto de la modernidad crítica y las ficciones territoriales– me permitirá relevar los modos en que la territorialidad funciona en las escrituras contemporáneas como una operación compleja, relacional, que proyecta la intemperie de diversas experiencias culturales del presente y la opacidad del deseo de representación de los mapas. En este marco, me interesa interrogar las relaciones entre territorio y escritura, territorio y subjetividad, territorio y cuerpo que abren estas ficciones territoriales.

El territorio latinoamericano en la modernidad crítica

Designamos como “Proyecto crítico de la Modernidad latinoamericana” a aquel programa de integración continental que se llevó adelante en la segunda mitad del siglo XX. Se concentró en la construcción de una literatura para la región, en la tarea de delimitación, recorte y periodización de sus rasgos peculiares y de sus relaciones intrínsecas y procesuales. Integrado por un grupo de intelectuales que desde las academias latinoamericanas, o fuera de ellas, desde América Latina o desde el exilio elaboran una sólida reflexión a partir de la asunción de las condiciones geopolíticas e históricas la praxis cultural, este programa se propuso la delimitación de las principales problemáticas culturales y epistemológicas de las literaturas latinoamericanas y el recorte de sus nociones teórico-críticas más relevantes. En diversos trabajos, se observa la construcción de un proyecto integrador basado –no sin tensiones– en la noción de nacionalismo continental, una idea de nacionalismo que interpela a la comunidad internacional desde el lugar de “lo latinoamericano”. Precisamente, esa operación es la que se define como práctica, crítica, teórica e ideológicamente situada (Moraña, 1994, 1997, 2010).

Entre finales de los 60 y de los 80, en un contexto político de dictaduras y exilios en el continente latinoamericano, y en un contexto social de crecientes dificultades para establecer redes intelectuales, un grupo de intelectuales y académicos [1] construye un programa cultural, estético y político que procura dar cuenta de la “especificidad” de la experiencia latinoamericana, rompiendo con los modelos coloniales y neocoloniales que ubicaban a nuestras literaturas en un lugar ancilar dentro del sistema cultural. El proyecto en conjunto se propone forjar cierta unidad cultural en la extrema diversidad del continente, a partir de nociones transversalizadoras tales como “sistemas heterogéneos” o “sujeto cultural migrante y heterogéneo”. De este modo, y más allá de sus divergencias, buscan establecer conceptualizaciones en vistas a una más adecuada aproximación a lo latinoamericano. Desde una base historicista y culturalista, el programa delimita y reelabora las nociones de experiencia cultural vinculada a la región, asumiendo de manera compleja la historia colonial y sus conflictos. En consecuencia, produce una vigorosa operación de relectura de conceptos clave como ciudad, frontera, región, nación, entre otros.

A partir de dichos supuestos, el proyecto en conjunto reconfigura la noción de un continente o región con rasgos comunes, devenido de una afinidad de experiencias e historias tan convergentes como divergentes. Así, esta comunidad heterogénea se manifiesta en su cultura, devenida de la historia, de la condición colonial y de las estructuras sociales, culturales y económicas que dejaron las luchas por la independencia política y cultural. En síntesis, el proyecto de la modernidad crítica latinoamericana tuvo como base la configuración de nociones que se resemantizaban al interior de un sistema de referencias claramente reconocible, forjando una poderosa tríada –territorio, sujeto cultural o imaginario social y literatura– que permitía dar cuenta de la especificidad cultural de América Latina. La crítica chilena, Ana Pizarro, lo define con claridad:

Unidad diversificada, el discurso de la literatura latinoamericana no constituye sino la plasmación a nivel estético de la organización que estructura históricamente al continente y que se expresa en la cultura a través de toda una red de mediaciones. La respuesta al interrogante de qué es la literatura latinoamericana necesita pues ubicarse dentro de los parámetros, de las significaciones culturales comunes que allí se han desarrollado y que renuevan en cada instancia sus respuestas. Es en el ámbito de una semiología cultural donde puede situarse entonces la observación de la pertenencia de un discurso literario al ámbito de nuestra historiografía. La literatura es, lo sabemos, patrimonio universal, y la experiencia estética no conoce fronteras, pero las obras literarias surgen en una determinada cultura y se insertan en el tejido de la sociedad que las ve emerger. Este es el sentido de nuestra preocupación. Para situarlas y llegar a su comprensión cabal necesitamos observar el sistema donde se insertan y el imaginario social que plasman, Porque si “la crítica no construye las obras, si construye la literatura” –es la enseñanza que dejó Ángel Rama– y la labor de la crítica historiográfica en América Latina para la literatura es generar conocimientos sobre los modos de funcionamiento y el desarrollo de nuestros sistemas literarios como proceso. Es en este afán que situamos y delimitamos (Pizarro, 1985: 18)

Por su parte, otro crítico fundamental, Antonio Cornejo Polar ( 1994), funda la prolífica noción de heterogeneidad (no asimilable a nociones como diversidad, hibridez o sincretismo) para reflexionar sobre los sujetos, las producciones y las culturas. De este modo, su estudio produce un giro en las concepciones que venían tallando en el discurso crítico y postula la idea de una literatura y cultura concebidas como “totalidades contradictorias”. En otro de sus trabajos (1996), el crítico peruano acuña la noción de “sujeto cultural migrante” para pensar la identidad latinoamericana en el proceso de las migrancias múltiples y las tensiones entre imaginarios y prácticas culturales que entrañan la experiencia de las ciudades latinoamericanas en la modernidad. Concibe un rasgo fundamental en esa dinámica mediante la cual expone de qué modo operan esos sujetos relocalizados en diferentes escenarios, portando diversas experiencias; sujetos no solamente situados sino múltiplemente situados, que actualizan en su migrar experiencias territoriales diversas, muchas veces en conflicto. Por otra parte, en “Mestizaje e hibridez; el riesgo de las metáforas” realiza la reevaluación de las operaciones de la crítica latinoamericana luego del impacto de ciertos paradigmas metropolitanos (especialmente de los Estudios Culturales). Advierte allí acerca del nomadismo proliferante de las metáforas que circulaban en la discusión teórica:

Me interesa reflexionar un momento sobre cómo y porqué la búsqueda de la identidad, que suele estar asociada a la construcción de imágenes de espacios sólidos y coherentes capaces de enhebrar vastas redes sociales de pertenecía y legitimidad, dio lugar al desasosegado lamento o a la inquieta celebración de nuestra configuración diversa y múltiplemente conflictiva (Cornejo Polar, 2000: 10)

A partir de estos desarrollos, el “Proyecto crítico de la Modernidad latinoamericana” puede entenderse como el último programa colectivo de pulsión continentalista y utópica que tuvo la potencia de nuclear a críticos y estudiosos de la cultura latinoamericana de diferentes áreas a pesar de sus trayectorias no siempre coincidentes. Se configura como el exponente de las hipótesis de la modernidad crítica latinoamericana por su confianza en la búsqueda de sistemas y nociones propios que permita abordar las especificidades culturales y en pos de una autonomía relativa. La noción de territorio que subyace remite a un sistema de referencias triádico compuesto por las nociones de identidad, territorialidad y discurso cuyos términos se reenvían y resemantizan al interior de un sistema heterogéneo, la cultura y literatura latinoamericanas. De este modo, los estudios críticos dan cuenta de una experiencia territorial situada, donde el locus de enunciación se formula en la pregunta por lo latinoamericano, y se proyecta como tarea colectiva. Los programas teórico-críticos de relevo, a partir de los años 90, expondrán el agotamiento de ese paradigma.

Ficciones territoriales postreras

“El color de un verano que nos difumina y enloquece en un país varado en su propio deterioro y locura, donde el infierno se ha concretizado en una eternidad letal y multicolor” (Lage, 2011: 22)

En 2011, Intezona publica una antología de cuentos latinoamericanos reunidos bajo el provocativo título de Antología del cuento político latinoamericano. Región. Luego de las irreverentes batallas de los jóvenes de McOndo y del Crack, la pulsión literaria por volver a reunir a jóvenes narradores en torno a los tópicos de la territorialidad y la política latinoamericana pude ser visto como un gesto anacrónico o, tal vez, como un gesto algo excéntrico que aspira a horadar los sitios de las certidumbres teóricas. También podría ser vista como una apuesta fuerte en pos de rediscutir las relaciones entre escritura, territorio y cuerpo, especialmente después de la profusa teorización y revisión de finales del siglo pasado en torno a las herencias de la modernidad y los procesos de globalización, transnacionalización y las nuevas formas de lo global y lo local. Leyendo al sesgo ese debate, me propongo interrogar tres relatos reunidos en la antología desde la pregunta por la construcción de experiencias de territorialidad en dos áreas muy distantes del continente latinoamericano: Cuba y Argentina. Es precisamente esa lejanía lo que vuelve fructífero el contrapunto.

En los cuentos seleccionados es posible postular que el imaginario espacial construido por el aparato nacionalista se marca sobre los cuerpos, los textos y las subjetividades. O mejor, diríamos que la ley (física) territorial ubica a los cuerpos en las narrativas oficiales que demarcan el espacio común, lo segmentan, lo ficcionalizan estableciendo zonas de confort, de modernidad, de urbanidad, tanto como zonas de naturaleza o de barbarie, zonas de vida y de muerte, zonas dignas de ser vividas o abandonadas, zonas de fronteras o de tránsito. Todas estas microficciones territoriales reelaboran los discursos de la tradición (sus desvíos, incoherencias e inestabilidades). Los relatos exponen diversas ficciones del mapa, a la manera de un Atlas (Didi-Huberman, 2011) de esos proyectos y diseños territoriales, y señalan su precariedad e inconsistencia. En ese juego extremo –que no es ya el mapa borgiano tan grande como el espacio que procura expresar, ni el punto territorial mínimo del Aleph capaz de contener al espacio infinito– se configura el artificio territorial como un work in progress , una mesa de trabajo que expone su carácter de maqueta, de interrogación, de ensayo en torno a las relaciones entre territorios, sujetos y escrituras y su carácter ficcional, vale decir su protocolo metafórico y por ello diseminante que juega con la experiencia espacial porque ella abre un espacio eminentemente relacional.

Me propongo, entonces, leer dos relatos que integran la antología: [2] “Aquí yace cualquier hombre” del cubano Michel Encinosa Fú y “El piquete”, del argentino Hernán Vanoli. Ambos autores, nacidos entre mediados de los 70 e inicios de los 80, no parecen haber forjado otra convergencia más que la “azarosa concurrencia” [3] en este atlas. Sin embargo, podría postularse como hipótesis que sus relatos escenifican la supervivencia en el cuerpo y la subjetividad de las marcas producidas por las narrativas territoriales después del agotamiento del modelo del Estado-Nación que las había prohijado. Desde la perspectiva de la experiencia liminar del cambio de siglos (XX y XXI), los relatos exponen el fracaso de las narrativas territoriales que sostienen los diferentes proyectos culturales, económicos y políticos y producen algo así como la parodia de los sueños desarrollistas (de dominación y exterminio) y de las utopías inmanentes o expansivas que marcaron la modernización regional. De este modo, los cuentos deconstruyen los paradigmas territoriales de la modernidad latinoamericana en un proceso que en las escrituras del Sur expresa tanto el fracaso de los paradigmas civilización y barbarie, como el de los proyectos democratizadores, progresistas o neoliberales del siglo XX; entretanto, en el caso cubano, exponen tanto el fracaso de teleología insular como de los mitos del barroco y de las identidades calibánicas. En ocasiones, el proceso de deconstrucción que exhiben las ficciones se reduce a la marca/tatuaje del territorio en el cuerpo y arroja a estos sujetos desterritorializados a una experiencia de vida excluida, de semi-vida, separada de la communitas, una demarcación que en su versión trágica conduce al espacio donde la vida humana cambia su registro para volverse contigüidad de la muerte y de la condición animal. Así, la escritura –al volverse forma de la distopía, de la no vida– se torna atlas de la experiencia contemporánea de miles de latinoamericanos desterritorializados, que escenifican modos “de extranjería” [4] (García Canclini, 2009), una experiencia cultural no necesariamente vinculada a un desplazamiento físico sino más bien a formas del extrañamiento cultural propio de nuestro tiempo. Dicha escritura, al grabar en los cuerpos la pérdida de territorialidad se vuelve poética de la dislocación, y en este sentido, política de la territorialidad latinoamericana del presente.

Si estas escenas enmarcan la operación ficcional que he denominado “giro territorial” (Calomarde, 2017) –en tanto que recurrencia teórica, crítica y ficcional sobre las experiencias de la territorialidad en los complejos escenarios contemporáneos–, podríamos afirmar que a ese giro acompaña también una dimensión ética, el deseo de expurgar el peso muerto del mito y las teleologías latinoamericanas de la modernidad del siglo XX; un gesto que es, además, político y estético, y al que Iván de la Nuez ha denominado “reconstrucción de la conciencia geográfica” (De la Nuez, 1997: 140). [5]

Como latinoamericano, cubano o como habitante estrávico de un mundo que se figura sin fronteras –pese a haber reproducido a escala industrial los muros, los controles aduaneros– a todas luces se hace prioritario construir otro modo de entender la carta de ciudadanía, (el vínculo entre espacio, sujeto, ley). Es allí donde el Mundo soñado –el título de la obra de Tonel (Antonio Eligio Fernández) [6] , que se expone en el Museo de Arte de la Habana– se instala como una ficción espacial, como la metonimia de ciertas ficciones de la insularidad basadas en la teleología de lo nacional como totalidad pero también de la ficción transnacionalizadora (su pulsión internacionalista) de la utopía insular revolucionaria. Se trata de una paradójica utopía donde la pequeñez de la isla se reproduce saturando todo el espacio planetario, haciendo un mapamundi de islitas. Entre la experiencia del mapa propuesta por Tonel y la de Atlas por Didi-Huberman es posible trazar una serie que problematiza no solamente los imaginarios espaciales de la contemporaneidad sino también las relaciones entre la subjetividad, la escritura y la ley. Entre 2010 y 2011 el Museo Reina Sofía de Madrid expone la muestra Atlas. ¿Cómo llevar el mundo a cuestas?, con curaduría de George Didi-Huberman. La introducción al catálogo –elaborada por el filósofo francés–, hace foco en la operación de construcción de un Atlas, tal como había sido propuesto por Aby Warburg en los años veinte del siglo pasado. Esa metáfora espacial, el Atlas, funciona como otro modo de conocimiento visual elaborado a partir de una afinidad imagética operatoria que disloca las relaciones causalistas y las lógicas cronológicas del pensamiento occidental dominante. Así, la forma del atlas funcionaría en la clave de una lógica otra (respecto de las relaciones de las cosas, los espacios y el tiempo.), donde las imágenes toman posición para otorgar legibilidad a nuevas formas de organización del relato.

Didi Huberman abre su “Atlas” [7] recuperando la función del personaje homónimo, capital en la mitología griega. Atlas y su hermano Prometeo procuran subvertir un orden preestablecido: robarles el poder a los dioses del Olimpo para dárselo a los hombres. El castigo de los dioses fue proporcional al peso de su desafío: mientras Prometeo era sometido a la devoración de su hígado por parte de los buitres, Atlas fue condenado a sostener la bóveda celeste. Prometeo (en el Este) y Atlas en los confines del Oeste (Marruecos, Andalucía) pagan su culpa. Según el curador, sostener ese peso le hizo a Atlas adquirir virtudes en el borde de lo humano, “un conocimiento infranqueable y una sabiduría desesperante” (1). Dicho relato invita a pensar espacialmente el lugar del conocimiento: esa zona de borde donde se entrecruzan órdenes diversos y donde interviene lo político, lo estético, lo subjetivo. Allí, se ubica Atlas como metáfora de la escritura crítica: en la inflexión sobre el modo de habitar, transitar, circular, devenir y morir de los cuerpos en los territorios. Como un pensamiento que roza y se desliza –por cuerpos, territorios y fronteras– y trama imágenes, el pensamiento territorial se yergue en apetito de conocimiento y episteme transdisciplinar. Recordemos que Atlas “Fue precursor de astronautas y geógrafos, incluso algunos dicen que fue el primer filósofo. Dio su nombre a una cordillera (el Atlas), a uno océano (el Atlántico y a una forma arquitectónica antropomórfica (el Atlante) que sirve como columna de soporte” (1).

El prólogo a la Antología, “Relatos y geopolítica” –escrito por los editores Juan Terranova y Enzo Maqueira–, traza una zona de diálogo entre tres nociones: escritura, política y territorio. El texto parte de una premisa condicional, si todo es una cuestión de modos de leer, cualquier texto podría concebirse como un cuento y –redoblando la apuesta– como cuento político. De este modo, la política como el relato y la geografía se vuelven territorios de exploración y construcción, desagregados de las ficciones épicas y de la idea de representatividad alegórica. Lejos de la pulsión mitificadora de otras ficciones –y pese también a la noción de representatividad y cartografía que supone una antología sobre región– estos relatos proporcionan una clave dislocada. Imaginan una región sesgada por la experiencia subjetiva, desprovista de vocación representativa y desagregada de contenidos teleológicos y sociológicos. Esa zona menor y precaria se concibe en términos de “épica de la intimidad, guerra de un solo hombre”. Ello equivale a afirmar que se trata de otra ficción espacial, o giro territorial que lleva implícita la operación de reconstrucción de la conciencia geográfica a partir de diferentes procesos de individuación y desindividuación. En este sentido, leídos en red, proporcionan, en tanto forma (estética), otra modulación de la experiencia de la territorialidad en el contexto de las culturas contemporáneas.

Me interesa pensar estos textos desde el guiño del prólogo, como un juego paradójico de una ficción encabalgada en las nociones de región y de política que, como todos sabemos, fueron clave en la construcción del canon de la literatura latinoamericana. “Queremos un cuento político” afirman con inobjetable énfasis, los editores. Esa prospectiva implica asumir múltiples dimensiones (lo ideológico, lo estético, lo discursivo). Además de afirmar lo obvio –todo producto lingüístico implica una dimensión social– Terranova y Maqueira avanzan en la construcción de una maquinaria ficcional y espacial que les permite resemantizar ambos términos, o mejor, repolitizar la escritura, a partir de pensar la idea de región. Si bien es verdad que no todos los textos pueden ser considerados, en sentido estricto, “políticos”, la opción por un mapa- atlas que proyecta un territorio ficcional donde se entrecruzan experiencias disímiles permitiría trazar un territorio estriado –hacer un montaje como diría Didi-Huberman– donde la política se hace “épica de la intimidad” y donde lo doméstico, lo íntimo se vuelve zona de entrecruzamientos de dimensiones colectivas. En ese vórtice, lo político proviene de la operación lectora que, al inscribirlos en una genealogía, puede repolitizarlos:

La genealogía del cuento político latinoamericano marca escenarios, personajes, tramas y una larga y, a veces, tediosa tradición. En esta antología, esa tradición que puede incluir la denuncia y la acidez, los abusos del Estado y su ulterior condena, el levantamiento político y la injusticia están presentes de forma evidente (9).

El territorio que proyecta el texto colectivo se imagina como “nuestra región” distintiva de “Nuestra América” (Martí), puente tendido a futuro, teleología y utopía religadora. Este “nosotros” interpela más bien un mapa de las ruinas del proyecto neoliberal fracasado. La herencia de la fragmentación y las sucesivas crisis en la región dibujan, aún dentro de sus heterogeneidades, un desierto que deja ver el atravesamiento de los fracasos políticos en las reconfiguraciones territoriales y subjetivas. Deja ver, además, el oxímoron corroído de la vida contemporánea, la guerra de un solo hombre. En esa épica individual, lo privado y lo público, lo político y lo íntimo dejan de configurase como planos opuestos, para reelaborar una experiencia de lo éxtimo [8] (Antelo, 2008: 30) que no solamente funciona astillando las fronteras del afuera y el adentro, lo humano o lo animal, sino, en conjunto, la episteme moderna.

Por otra parte, el espacio de repolitización que propone este texto, anacrónico o desfasado pocos años más tarde, permite percibir, no solamente los restos de otra pulsión utópica sino también los drásticos cambios de rumbo de la política regional.

Algunas palabras que parecían fuera del imaginario colectivo de nuestras naciones, hoy vuelven a pronunciarse: “Socialismo”, “distribución, justicia social” y “patria grande”. Y por primera vez en la historia de muchos países son banderas levantadas desde el poder (11).

La cita, inconfundiblemente fechada, permite trazar un linde y mirar ese mapa desde un contexto de la primera década de dos mil durante la cual no solamente la insularidad cubana parecía promover gestos de apertura al devenir continental sino también México o Puerto Rico como desplazados de la corriente “emancipatoria” dominante. [9] Este escenario que la antología imagina como situación inédita respecto de cierta institucionalización regional de palabras que “parecían anacrónicas, y disposición de muchos países de liberarse de ataduras de los modelos de dominación” difícilmente hoy permitiría funcionar como marco de lectura territorial. Los procesos que se describen –crecimiento económico, de unidad frente cuestiones económicas, políticas, ideológicas, en definitiva el “nuevo impulso al viejo anhelo de hermandad latinoamericana” – no parece configurar –apenas un lustro más tarde– la experiencia geopolítica dominante. Antes bien, diríamos que América Latina observa con preocupación la derrota o debilitamiento de aquellos proyectos todavía posibles a inicios de los años dos mil. El texto de los editores reelabora un discurso en torno a la relación entre políticas públicas y subjetividad, en tal sentido se erige como otra mirada acerca de las dicotomías que enmarcan la experiencia moderna: lo individual y lo social, lo interior y lo exterior, la ficción y la realidad. En esta línea, trazan una red dentro de la cual a las propuestas, a las estrategias políticas les concierne cierto “modo narrativo”, “formas de contar ese flujo cotidiano que rara vez rescata la historia”.

Por último, proponen un texto concebido como mapa tridimensional que intersecta las ideas de comunidad, hipertexto e individualidad. La primera dimensión articula el espacio (nacional), las subjetividades y el relato. Se exterioriza en la forma de segmentación del texto donde los relatos se ordenan por país (actualizando un modo de nacionalismo), precedidos por una nota de presentación de autor –inequívocamente trazada desde la idea moderna de autoridad autoral– y criterio antológico. La propensión de toda antología a contribuir a la construcción de un canon (fuertemente anclado en la noción clásica de autor) funciona como remedo y a la vez como estrategia de ambiguación ya que, pese a que el texto introductorio ensaya una hipótesis disruptora de la noción de espacio (nacional) y sus vínculos con la escritura, su hechura formal lo contradice, reproduciendo la norma de elaboración de las antologías del pasado, su registro y economía formal. En una segunda dimensión, se diseña un mapa contaminado, hipertextual atravesado por otras cartografías locales y globales que actualizan el encadenamiento de lógicas diversas. Dicha hipertextualidad integraría los medios de comunicación gráficos, visuales, electrónicos, virtuales: diarios de cada ciudad, las redes sociales globales, wikipedia y g-mail. Incorpora otros estatutos de representación de lo real, otro registro de las imágenes, de lo sensible y lo inteligible de los territorios y sus vínculos adentro-afuera. Ya se trate de relatos gráficos o virtuales, ellos se yuxtaponen al mapa primero, configurando un atlas donde se cruzan los diarios de la ciudad, las redes sociales globales en su inscripción local y las versiones de wikipedia y g-mail. En esa trama, el dibujo expone las paradojas de la hiperconectividad y la incomunicación de un mundo saturado de discursos. En tercer término, el prólogo plantea la dimensión de los mapas de la individuación que integraría la dimensión estética e epistémica: el gusto y la capacidad de exploración como antídoto a la política de los consensos, vale decir al canon. Cabe agregar, entonces, que esta cartografía multidimensional expone su carácter de recorte abierto, provisional, incompleto. Se postula como una herramienta menor y como texto que reclama la complementariedad de otras lecturas y versiones, “una suerte de cápsula del tiempo donde quedarán encerrados los personajes que, desde el poder, trazaron su impronta en las ciudades de esta parte del mundo” (12).

Ficciones de la ínsula

El relato de Michel Encinosa Fú, “Aquí yace cualquier hombre”, narra el diálogo entre dos jóvenes artistas ante la inminente partida al exilio de uno de ellos. Dentro de un departamento de alguna ciudad cubana, La Habana muy probablemente, la conversación deriva en cuestiones diversas acerca del futuro de los artistas en una isla, sus complejos vínculos con la industria cultural transnacional, el presente individual y colectivo, el amor, el deseo y el cuerpo. El hilo invisible que une los diálogos es, sin embargo, la pregunta en torno a la decisión fundamental de vivir en la isla o marcharse al exilio. Articulado sobre un interrogante –a la vez político, existencial y vital–, el relato se construye como distopía , vale decir como metáfora de la dislocación –de la experiencia de extranjería de la contemporaneidad– y como ficción de la ausencia del lugar, en tanto que Patria (del “no hay tal lugar”, dispositivo a la vez antropológico, existencial o cultural). Si no es posible identificar un topos/locus, algún punto de referencia insoslayable desde donde situar la enunciación y la experiencia cultural, entonces, la condición de extranjería se instala como prerrequisito existencial, como criba discursiva entre este presente acéfalo y un extendido pasado de escrituras situadas. En tal sentido, el relato problematiza la experiencia múltiple de la cancelación de utopías, así como no hay lugar al que llegar en los expandidos e inciertos territorios de la diáspora tampoco lo hay en la experiencia insular, en la experiencia de los quedados, los “sembrados” (Lage, 2013), en el “yacer” de cualquier hombre. Esa inmanencia intrascendente de los discursos utópicos es el (dis)valor que la ficción recorre, disloca y suspende.

El texto invita a ser leído a partir de tres ejes: a) la deconstrucción de la teleología insular y simultáneamente de la utopía diaspórica; b) el envés del mito, su parodización y dislocación (el relato deconstruye la función política de la parábola didáctico moralizante para sustituirla por otra función escritural, la del rastro); c) la dislocación y parodización de los espacios liminares que conectan lo sagrado con lo profano, espacios que, semióticamente, funcionan como lugares de intermediación de planos, los lugares del “entre” donde lo terrenal se vincula a la esfera celeste.

a. Deconstrucción de los relatos teleológicos

La operación de deconstrucción de la matriz territorial funciona en el relato sobre el modelo de la Teleología Insular y de la Teleología Revolucionaria. Por una parte, el primero de estos se articula a partir de la idea de isla como la matriz espacial por excelencia en la cultura occidental y como organizadora de la reflexión territorial al interior de la frondosa tradición literaria y teórica cuyo epicentro se encuentra en la poética y ensayística cubana de mediados del siglo XX (especialmente en el grupo Orígenes). Esa matriz insular relee la tradición (literaria, artística, intelectual y política) en la clave de la búsqueda del “mito que nos falta” y de la excepcionalidad isleña. El relato de base que el cuento de Encinosa Fu discute se configura en torno a la reapropiación/domesticación que realiza Cintio Vitier sobre la poiesis lezamiana [10] aproximándola y haciéndola legible para su anverso discursivo, la Teleología revolucionaria. El relato opera también sobre esta segunda matriz de la teleología territorial, un artificio que transforma la excepcional insular en modelo de organización política, social y cultural. La isla se convertiría, así, en el nuevo lugar del deseo político, en la utopía continental latinoamericana con la potencia imaginaria de relectura de la tradición y de construcción de presente y de futuro.

Si, como señalamos, la ínsula funciona en la tradición cubana como el espacio que condensa el imaginario territorial –en la medida en que se lo construye como el lugar simbólico que epitomiza las diversas zonas de la experiencia espacial: la relación de la tierra con el mar, de lo insular y lo continental, del límite, el confín, la relación entre lugar e imaginario– aparece asociada también a su contrarrelato desterritorializador: la experiencia de exilio. De modo relevante, dicha experiencia se condensa en la figura del “exislado” (Kraume, 2014: 320) como el epítome del encierro insular y al mismo tiempo del deseo de atravesamiento. [11] De este modo, la metáfora de la isla configura un paradigma del exilio, al decir de Kraume “La isla no es, por lo tanto, el lugar donde culmina el exilio, sino más bien la figura del exilio mismo” (223). De modo paralelo, si remite a la relación entre lugar físico e imaginario [12] –al u-topos de Tomas Moro y su utopía narrada–, también representa el paradigma del cuerpo-isla señalado por Deleuze (1950), quien lee la insularidad como la dinámica de la soledad estructural del hombre. Su función se remite, entonces, a revelar al hombre su condición de isla desierta, una función que recoloca a la isla como espacio privilegiado para la literatura y el mito.

Volviendo al espacio cubano, desde mediados del siglo pasado dos matrices territoriales en torno a lo insular atravesaron la reflexión política y estética. [13] Por una parte, la matriz de la teleología insular (origenista) y, por otra, la teleología revolucionaria. Aunque disidentes en varios aspectos, la operación Vitier ya señalada, produce una sutura imprescindible. Bajo el pacto nacionalista-revolucionario suprime el régimen hipertélico e hiperartístico de la poética del autor de La expresión americana (1957) para volverlo discurso protorevolucionario, profético y enclave perfecto de “ese sol del mundo moral” que vendría a inaugurar el movimiento 26 de julio. Al interior de la cultura cubana, el mito de la insularidad funciona como relato de base del discurso nacionalista al menos desde el texto inaugural de 1937, el Coloquio con Juan Ramón Jiménez, cuando en una ficcional escena urdida por Lezama Lima, ambos poetas conversan sobre la necesidad de construcción de la teleología insular a la que se abocaría el proyecto origenista en conjunto. En la base del relato, teleología e hipertelia se articulan en torno al “mito que nos falta” y a su necesidad de construcción: “(…) esas imágenes posibles con que parece divertirse Lezama, pero con las que en el fondo quiere penetrar, dentro de una sola resistencia, la poesía de la historia y la historia de la poesía” (Vitier, 1970: s/p)

El proceso de deconstrucción que elabora el relato de Encinosa Fú abisma esa pulsión teleológica y construye una ficción territorial como contrarrelato de la mítica isla donde “nacer allí es una fiesta innombrable” [14] –en sus versiones de la casa del Alibi o el espacio de apertura al diálogo de la isla con todo el Occidente. El espacio insular es ahora una “Orilla amurallada, que no te deja cruzar tierra adentro. Como inmigrante ilegal en tu propia casa” (22). Así, la ínsula implica al mismo tiempo prisión, extranjería (exilio-insilio) e ilegalidad. De este modo la isla se configura como la versión del insularismo carcelario, ya que no solamente remite a imposibilidad de salida, al aislamiento, a la soledad sino también a una doble frontera –la orilla amurallada– que la vuelve extranjera, “inmigrante ilegal” en su territorio. Sin posibilidad de salida ni de entrada, el cuerpo exiliado (exislado) de la mujer en sus “maltratados treinta y pico”, es una “palmera deshilachada”, que no habita la isla, sino que agoniza en un desierto y en cuerpo-isla en remisión y deterioro.

De modo paralelo, el relato ficcionaliza la ausencia del anverso de aquella utopía: la del exilio. Para el imaginario del migrante, fracaso y la cancelación del proyecto de quien ha abandonado (o perdido) su carrera en la isla es casi idéntica a la visión de futuro en la metrópoli. La deslocalización de la obra en los centros a los que se emigra hace más aguda y trágica la conciencia de la pérdida de sentido y de frustración. Como efecto residual de un proceso más abarcador, este “fuera de contexto” hace visible el procedimiento de la industria cultural global [15] que trasplanta sus productos, mientras la cultura local los fagocita y cancela los sentidos y la posibilidad de futuro:

-¿te llevas tus cosas? Proyectos, guiones y todo eso…

-¿para qué? No vale la pena- se puso a cazar hormigas en las rendijas entre las losas-. Nada de eso camina allá. Fuera de contexto. Es aquí donde debieron haber caminado (17).

El cuento de Encinosa Fú hace centro en la esterilidad de las vidas jóvenes, cuerpos que habitan un territorio que ha cancelado el futuro, encerrados en una isla que los ha desterrado. Habitan un mundo sin posibilidad de realización profesional –mera mercancía, el arte cooptado por el mercado o la burocracia estatal– ni personal (no es posible el amor, ni el sexo, ni la amistad). En ese espacio, los cuerpos envejecen tempranamente, en una materialidad áspera. Esos cuerpos-islas aparecen como un lugar propicio para la violencia y la destrucción donde la experiencia de los cuerpos gastados, impotentes se vuelve norma. La experiencia de la insularidad expone, entonces, no solamente el carácter de la soledad y precariedad humana sino también, el envés de la utopía insular: la doble experiencia geopolítica de la tragedia del vivir rodeado de agua por todas partes (Piñera) y la tragedia de la imposibilidad de salida. El futuro emerge solo como im-posibilidad de fuga, sin embargo, la misma utopía que articuló la pulsión transnacional de la revolución cubana a inicios de la década del 60, es la que vuelve como destino ineluctable a acabar con la vida de la joven. Como reelaborando la pulsión descolonizadora de las guerras de Vietnam y Angola –a las que Cuba no solamente apoyó desde el punto de vista ideológico sino militar y económicamente, además de cubrir con un informativo semanal del ICAIC (Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos) los avances de esa guerra– [16] el relato se ordena sobre el espacio simbólico de los fetiches que confirman el altar postmoderno y kitsch de la protagonista.

Si dicha experiencia cultural se encuentra, por una parte, atravesada por tópicos literarios, [17] esa configuración clásica aparece como territorio muerto, yermo, vaciado por la saturación de imágenes. Por otra parte, su anverso, las experiencias diaspóricas resultan socavadas de manera equivalente. De este modo, las dos hipótesis de atravesamiento de la condición insular vividas como experiencia histórica por los cubanos del último siglo están puestas bajo sospecha por el relato. El fracaso de las utopías de la internacionalización del proyecto político se escenifica junto a la imposibilidad de salida a través del proceso de las diásporas, que sobrevive atrapada en el exotismo funcional a las metrópolis culturales y económicas:

-Sensacional, visionaria e incisiva. La nueva puesta en escena de la realizadora cubana”- tosió- ¿Crees que metan lo de “realizadora cubana” en el exilio y toda esa mierda? (18)

Este juego de vínculos entre territorialidades diversas que entraman otro modo de relación intercultural, habilita la reificación de un nuevo imaginario territorial a partir de lógicas que rompen la clásica oposición centro-periferia para formular una forma de descentralización-concentración económica y deslocalización cultural. Barbero señala al respecto: “Lo que ahora está en juego no es la mayor difusión de los productos sino la rearticulación de las relaciones entre países mediante una descentralización que concentra el poder económico y una deslocalización que hibrida las culturas (Barbero, 1994: 17)

b. Reversión e inversión de la forma del mito

La operación ficcional se emparenta con el trabajo sobre el mito como forma estética que realizan otros cubanos en la diáspora. El ensayista Iván De la Nuez, en el marco del proyecto editorial y diaspórico, Encuentro de la cultura cubana [18] (1996-2009), relee la relación entre el mito Caliban, la cultura insular y la experiencia de las diásporas. En “El destierro de Caliban” regresa al emblemático texto de Fernández Retamar (1971) para ubicarlo al interior de un proceso de reescritura insular que culmina en el año 1991, año en que se inicia la llamada “diáspora” cubana. De la Nuez explica en su ensayo la necesidad de los cubanos de expurgar el peso de los relatos, el mito y la teología para ensayar otros modos del pensamiento creativo. “Desde su transterritrorialidad, los cubanos tienen hoy la posibilidad de vivir frente a la geografía. Comienza un punto en que el arte aparece como una geografía para circunnavegar, para entender ese punto delicado que es el saber estar en el planeta.” (De la Nuez, 1996: 140)

Si, como señalamos, el imaginario territorial de la ínsula está adherido paradojalmente al del exilio, el recorrido de los personajes míticos Ariel, Calibán, Próspero, Ulises y Aquiles expone ese vínculo. En el relato de Michel Encinosa Fú no se figurativiza el personaje simbólico de Caliban en tanto que barbarie monstruosa o espacio de identificación de lo insular latinoamericano, sino otro personaje que también religa a la isla con la diáspora: Aquiles. Ahora, desplazado del aura del héroe y de cualquier función la representativa, vuelve al relato como metáfora de paroxismo, del sinsentido y de la fugacidad de la vida. Rapidez, debilidad, tozudez “nadar y nadar sin alcanzar orillas” (22).

La transterritorialidad (Calomarde, 2012:40) se vuelve una estética y una política, la del rastro, una geografía ficcional que permite eludir el peso de los grandes relatos (la matriz teleológica) y tomar al imaginario espacial desde una nueva potencialidad creativa. Diáspora y envés de la trama calibánica se formulan, entonces, como una matriz, un recurso de las nuevas generaciones para romper con el peso agobiante de los mitos insulares. Ellas asumen la inutilidad de su lucha, como el Aquiles de la protagonista del relato, abandonan la gran batalla, reniegan de la teleología y la utopía, y se lanzan al mar con el único propósito de sobrevivir y, tal vez, dejar así algún rastro: “en el envés de la trama Calibán percatado de la inutilidad de su lucha (maldecir) opta por abandonar la ínsula y atraviesa el océano para explorar, sobrevivir dejando algún rastro en el mar” (De la Nuez: 142). La imagen del rastro –como toda huella acuática, casi inexistente– reniega del arquetipo a la larga carga fatalista y colonizada, “de un bárbaro que hace de la rebeldía una condición más que una estrategia”. En tal sentido, el gesto de abandonar, la isla, la teleología, por el de explorar y sobrevivir, implica inscribir la subjetividad en un territorio donde predomina lo abierto, lo incierto, donde cabe lo inesperado, el giro, y, finalmente, la dislocación del relato.

De modo que, haciendo sistema con esa operación de reversión del mito ensayado por los intelectuales de la diáspora cubana, el texto de Encinosa Fú reescribe el mito de Aquiles. Renegando de la carga fatalista del mito, lo inserta en otro relato que inscribe una huella: la forma estética de un modo de pensar el mundo y la propia subjetividad. En dicha forma, se religan dos mitos (Caliban- Aquiles) que, al enlazarse, producen su mutua cancelación como dispositivo onmiexplicativo y expurgan la carga didáctico-moralizante con las que se construyó la trama cultural. Vuelve, en su carácter lúdico, como ficción – “pura” literatura–; como el más serio de los juegos pero juego al fin, pensaba a Borges.

En el diálogo de los personajes se lee:

-Bueno, tú misma elegiste la vida de Aquiles.

-Sí, igual de corta pero con la única gloria del intento, de la tozudez, de nadar y nadar sin alcanzar orillas” (22)

Es el envés de otra trama, la del relato heroico de Aquiles cuya única heroicidad (o mejor, tozudez y voluntarismo) consiste en el gesto de nadar sin posibilidad de alcanzar un lugar: No hay Ítaca, no hay orilla posible a donde llegar.

c. Dislocación y parodización de los espacios liminales

Ciertos espacios de alta condensación simbólica funcionan como epicentros del relato: el altar, la tumba y la función del epitafio. Se trata de lugares y discursos considerados por la cultura occidental como liminares, en tanto que espacio-médium y espacio-apertura al régimen celestial, trascendental o místico. La tumba, el altar, configuran esos lugares donde vida y muerte se reúnen merced a la convocatoria de un régimen del entre, del atravesamiento y la inestabilidad. Connotan contenidos diversos: religiosos, paganos, culturales. Esos lugares aparecen dislocados y parodiados en el relato. En primer lugar, reemplazan a las figuras y objetos de adoración que los prefigurarían por fósiles o restos: “Todos tenemos un altar, aun los que creen no tenerlo. En su caso era un secretaire repleto de trastes y basuras. Casi todos nuestros altares son así” (16). La desacralización de esos lugares a través del procedimiento de sustitución de objetos de culto por restos de botellas, latas y trastos viejos modula un punto de fuga cuya función se define en el vaciamiento del mito de base: la isla mítica de la revolución y el emblema de lo paradisíaco de la tierra americana.

Sin embargo, uno de esos objetos, condensa sentidos contradictorios, es fósil y también potencia de muerte. No solamente remite a la ruina, al resto-residuo de otra cosa que fue y que ya no es, sino que conserva su costado más oscuro, la pulsión de muerte y potencial de destrucción. La granada que el narrador entrega como presente a su amiga, y que ella deposita como souvenir en el altar barroco, será el objeto que le provocará la muerte y que se depositará, finalmente, en la tumba improvisada por trastos y latas viejas. El recorrido de la granada expone paródica –y trágicamente– la parábola de la utopía internacionalista de la revolución cubana. De la revolución nacional a la gesta insurreccional transnacionalizada, la épica produce su propio desvío hacia la deriva de la implosión, la autodestrucción ya la muerte sórdida y absurda. Los objetos (la granada, pero también los posters y fetiches de íconos musicales), dislocados de su funcionalidad, se rearticulan a otra lógica, una lógica degradada y absurda como los rituales profanos a los que convocan esos “lugares de culto”. Altar-granada-tumba, tres imágenes encadenadas reenvían al espacio sagrado del altar, ahora travestido en cachivache posmoderno. Ese espacio reúne materiales y objetos diversos, entre ellos la granada, y la memoria de Angola. De este modo, altar y tumba, los lugares que conectan lo humano con la trascendencia, la vida con la muerte, se religan a partir de un dispositivo de destrucción. En esa operación, se deslee paródicamente la ilusión transnacionalista de la revolución cubana. El narrador tras advertir la explosión que acaba con la vida de su amiga, hurga en un contenedor de basura:

Me puse a rebuscar, y saqué latas de coca-cola, Cristal, Heineken y Bucanero. Hice una pirámide en la acera, y le solté cuatro raspas y raspaduras a un niño que pasó corriendo y por poco me tumba.

Cogí una piedra y rayé la acera; “Aquí yace… (16).

El epitafio, cuya función consiste en nombrar para singularizar, no reinscribe el nombre; es, en cambio, el rastro de un hombre cualquiera, un hombre sin nombre. De este modo, la paródica inscripción sepulcral juega a desplazar la herencia fatalista del nacionalismo que equivaldría a inscribir una vida y una muerte en una familia y en una patria. Borra, inclusive, el rastro del nombre propio como una superlativa estrategia de desindividuación en el corazón de la escena final, la escena anónima de la muerte. La ausencia de nombre propio en el epitafio y en el relato asocia paródicamente la anonimia a la ignominia.

La granada se convierte en fetiche que trivializa la batalla revolucionaria para tornarla artefacto kitsch, parodia de su sentido heroico y trágico. En el altar posmoderno, en el pastiche que cancela sentidos, se reúnen, paródicamente, el maquillaje y la granada, en un ritual neobarroco y fútil. El obsoleto artefacto, como una humorada trágica, servirá de dispositivo de detonación y muerte.

De los cuerpos heroicos, de la utopía trasnacionalizadora, que había imaginado a la isla como paradigma político de descolonización a la experiencia de la migrancia contemporánea que abduce, aniquila a través de la construcción de formas prostitución cultural.

-Cambia de antena. Ya tuvimos a las Spice Girls y a Matallica.Natural Born Killers en vez de Easy Rider, The Wall y Hair. Espiral de desarrollo, selección de especies, evolución, dialéctica. Mercadotecnia básica para neonatos culturales.

-Y un pito- rezongó, mordiéndose las uñas, y mirando con los ojos entrecerrados un afiche de Portocarrero.

-Ok. Entonces “Fresa y chocolate segunda parte: El retorno de la Jedi”. También puedes limpiarte el culo con los pasajes y seguir rompiéndote la frente con el muro (16)

En síntesis, el relato se ofrece como la contracara de la teleología insular que, por un lado, configura una Cuba amurallada –el topos sin telos– al tiempo que focaliza en la experiencia de las orillas, las balsas, la fuga. Vale decir que si, en un sentido, el texto pone en escena una experiencia de la territorialidad clausurada (como cárcel geopolítica y cultural) [19] ; por otro, la yuxtapone a una territorialidad en fuga, diseminada, que invoca las experiencias del éxodo, la diáspora, el exilio. La isla, como el lugar de la casa del Alibi es la “orilla amurallada”, que cancela toda utopía, e inventa una nueva forma de la ficción:

Se trata de una literatura que cuenta historias futuristas, tecnológicas, globales o personales porque se produce desde nuevas comunidades conectadas e intercambiables, que ya no se piensan como aisladas o excepcionales. Hay una temporalidad nueva (…). Una temporalidad llamada “siglo XXI” o “generación año cero”, al decir de Orlando Luis Pardo Lazo , que absorbe los viejos contenidos territoriales que se atribuían a términos como “la isla”, “el exilio”, “la nación” o “la diáspora” (Rojas, 2014).

Ficciones territoriales de la pampa: “El Piquete” de Hernán Vanoli

“El mal de la Argentina es la extensión” (Sarmiento, 1845)

El relato de Hernán Vanoli narra las peripecias de un ex profesor de la UBA, ahora desocupado, quien realiza una expedición a la Patagonia junto a un grupo de extranjeros con el objetivo de llevar a cabo una experiencia turístico-deportiva en un coto de caza. Mientras el contexto de base configura el conflicto entre gobierno y campo por las retenciones de la soja, [20] los viajeros se encuentran sorpresivamente con un piquete en la ruta que interrumpe su camino. A partir de ese momento, se suceden una serie de episodios entre criminales y pesadillescos, incluida la mordedura de un puma a una joven y la carrera desesperada de los personajes por llegar al hospital más cercano para recibir atención médica. La moderna camioneta que trasporta a los turistas, heridos y guías intenta infructuosamente atravesar el piquete. En medio de los disparos, la carrera concluye en el vuelco del automóvil.

A lo largo de esta deriva, el relato escenifica una sucesión de disputas espaciales y de imaginarios territoriales en tensión. Dichas disputas se construyen en diferentes registros: relatos míticos, leyendas, relatos literarios, letras de canciones, discursividad mediática, entre otros. El discurso del diario La Nación (“órgano de la oligarquía”) adquiere una presencia inconfundible en el cuento, en la medida en que construye una versión acerca del conflicto gobierno y campo, una mirada que el relato, en su polifonía, interpela. De modo que el efecto estético y político que produce la yuxtaposición de versiones encontradas es el de forjar un abigarrado friso de territorialidades donde se dirimen cosmovisiones, proyectos políticos e intereses sectoriales, casi siempre antagónicos

Como matriz territorial, en la base de este relato funciona el proceso de deconstrucción del paradigma civilización barbarie, clave del proyecto modernizador decimonónico. Sin embargo, no resulta el único modelo interrogado, antes bien funciona yuxtapuesto a otros programas de significativa incidencia en el diseño histórico de las políticas territoriales de la región: el desarrollismo, el proyecto de “reorganización nacional” (eufemismo para la dictadura de 1976-1983) y fundamentalmente la utopía neoliberal de la década del noventa con sus sueños de globalidad e hiperconectividad. Atravesados por la isotopía del fracaso, dichos programas forjan una parábola perfecta desde el desierto construido discursivamente por el Facundo a la devastación del presente –otro modo de designar a la tierra inerme. Si de algunos de esos proyectos apenas sobreviven jirones desgarrados en objetos o dibujos, otros (el proyecto sarmientino tanto como el proyecto liderado por Carlos Menem) definen –continúan delimitando– una cartografía que atraviesa la experiencia de los sujetos que la habitan.

Casi todos los acontecimientos suceden en la “ruta de la muerte”. La ruta, si por un lado resulta una especie de “no lugar” (Auge), en términos de lugar de paso, de pura circulación, carente de coordenadas localizadoras de la experiencia; por otra, hace visible las operaciones de relocalización de los sujetos que –resituando los altares que recuerdan cada una de las muertes por accidentes automovilísticos– se reapropian del espacio. Como si la oposición entre la experiencia de desterritorialización (Deleuze) que supone el tránsito veloz por una ruta y la pausa –la demarcación reterritorializadora de tumbas y altares para recordar a los muertos (Escobar, 2010) – no fuera suficiente, el relato yuxtapone otra operación de reapropiación territorial: la del piquete, en tanto que performance que pone en acto diferentes sentidos de la legitimidad, la propiedad, la pertenencia y la comunidad.

Por otra parte, la experiencia territorial que permea la ficción es la del oxímoron ya que, por un lado, la experiencia del territorio se dirime en imágenes de despojo, peligro, abandono, atraso, anomia y por otra, se superpone a la presencia de automóviles modernos y veloces y prácticas transnacionalizadas de habitar el espacio, como el turismo, la ecología, el deporte y las políticas de inversión global en el territorio local. En esta constelación, las ficciones espaciales que construye el texto son la Patagonia o Pampa, la ruta, el piquete y el coto de caza. De ninguna manera se trata de espacios independientes sino de lugares contiguos, interdependientes, así como tampoco se trata de pura naturaleza sino de experiencias sobre espacios de factura humana. Sobre el territorio imaginado (producto de una invención) como Pampa o Patagonia, se superponen los (ostensibles) artificios: la ruta, el piquete o el coto de caza, las parcelas que introducen una micropolítica y un microrrelato al conjunto del texto.

En un sentido, y volviendo al título de la antología, podríamos pensar que el texto se propone como otra vuelta de tuerca al realismo regionalista desde una mirada desde y sobre la contemporaneidad. Esa perspectiva vuelve sobre las imágenes forjadas por la tradición para exponer su cara ficcional. Por los intersticios de la ficción se cuelan los discursos realistas para mostrar su precariedad. Es posible, entonces, concebir esa forma del realismo en términos de “realismo agrietado” [21] (Drucaroff, 2007:130) en tanto que estética que interroga los modos de construcción de la realidad territorial y su carácter ficcional.

a. Patagonia, territorio en disputa

“El desierto, inconmensurable, abierto, y misterioso a sus pies se extiende…” (Echeverría, 2003:3)

La Pampa, como espacio simbólico o límite geopolítico, configura la puerta de acceso a la Patagonia argentina. Los hechos narrados en el relato de Vanoli se ubican precisamente en ese difuso borde de un pueblo pampeano –General Acha– es decir, en la puerta de acceso al “desierto”. Para algunos usos, Pampa o Patagonia pueden funcionar de manera más o menos análoga, como en el caso del relato en cuestión donde es precisamente, esa indefinición y ambigüedad lo que marca su tono y los porosos bordes de su cartografía. La ambigüedad se torna aquí un dispositivo estético para nombrar lo indómito y, muchas veces, lo innominable de la frontera.

La territorialidad patagónica o pampeana concebida como ficción espacial ha cobrado diversas formas en la cultura argentina. Sin lugar a dudas, su potencia imaginaria, condensada en una larga tradición que parte de los viajeros extranjeros y que se reescribe a lo largo de los siglos XIX, XX y lo que va del XXI, ha permitido rearticular diversos órdenes y afirmar ciertos contenidos que fusionan lo identitario (argentino o americano), lo político (las estrategias de inclusión y exclusión dentro del proyecto común, las estrategias de urbanización y colonización cultural), lo simbólico y las prácticas de racionalización y mensura de los espacios nacionales que quedan por fuera del orden urbano. En función de dichas marcas ha sido reinventado en diversas ocasiones y en estrecha vinculación con el programa ideológico en curso. Basta con recorrer sumariamente esos cortes para advertir que para el proyecto político cultural decimonónico de las élites letradas y criollas, la Patagonia estuvo configurada como desierto, el espacio físico y simbólico donde reside la barbarie, el indio, la anomia; un espacio sobre el que era necesario cartografiar una prospectiva con la finalidad de producir la borradura de sus oprobiosas marcas de atraso y la asimilación a los códigos de la modernidad civilizada. A fines del siglo siguiente, en el marco del proyecto neoliberal de la década del 90, la Patagonia se configura como el territorio del deseo neoliberal , el espacio se compartimenta imaginariamente en parques naturales aptos para turismo ecológico, en estancias exóticas y se objetiva en parcelas sujetas a la demanda de las intereses multinacionales (el mito Benetton), un proceso que culmina en una reconfiguración del estatuto desértico, ahora ya no como tierra virgen e inexplorada, sino en los términos de tierra devastada:

Por ambos lados, pastizales y yuyos se agitan con la fuerza de un chorrito de fuente enferma. Amarillos casi blancos, pelos de vieja que acarician el suelo de arenisca, suelo de desierto, piedras sin formas que ni siquiera sirven para hacer sapito porque no hay agua en la ruta de la muerte. Tampoco hay carteles ni alambrado. Solo autos viejos, un Falcón, un Fairline verde oxidado, sobre el capot un cráneo de vaca carcomido por el sol. Y altares. De piedra o de lata, hechos por algún familiar de los que chocaron (175)

Si este territorio se configura, entonces, como el desierto imaginado por el proyecto decimonónico, entretanto que como un territorio del deseo en los sueños proyectados por los intereses multinacionales en los 90, este deseo ha tenido un correlato histórico en las políticas de segmentación del espacio, gracias a las cuales, al menos en una parte significativa, la enorme extensión se compartimentó en cotos para el consumo turístico global. Este espacio montado sobre la desmesura (lo “inconmensurable, abierto y misterioso” del poema echeverriano) y la mensura es el lugar, el oxímoron, que ficcionaliza el relato. Como una tierra fantasmática, hecha sobre el exceso, la contradicción y el espanto, es un espacio donde la muerte impregna la experiencia territorial. Esa territorialidad viscosa se compone de pueblos (General Acha) a los que “la ruta de la muerte atraviesa como una guillotina”. Además, el oxímoron constituye una operación estética que profundiza su irreductible “irrealidad”: los emblemáticos automóviles de la dictadura de los años 70 (el Falcon verde) hacen visible no solo su anacronismo sino también su condición de registro de la “banalidad del mal” (Arendt), en esa inercia casi ignorante de su devenir merced a la cual atraviesan incólumes treinta años de historia y dolor. Dicha experiencia fantasmática se yuxtapone a otra, la de la decadencia del presente modulada a través de los accidentes viales en rutas precarias en las que conviven automóviles modernos y lujosos con los vetustos sustitutos de la infamia militar.

Señala el narrador acerca del auto de su hermano Damián: “El auto lo compró hace unos meses vía un plan del gobierno para fomentar la industria, el consumo y la felicidad del pueblo” (176). De este modo vuelve a otra de las contradicciones de la clase política que se hace ostensible en el diseño espacial. En el imaginario social y en el discurso de las élites gobernantes, la movilidad social ascendente se materializa en términos de acceso a bienes de consumo, principalmente, a los modernos automóviles cuya potencia simbólica radica en la capacidad de estimular la industria local (automotriz) y favorecer el aumento de la fuente laboral, al tiempo de otorgar a los ciudadanos la ficción, relativamente sencilla y rápida, de gratificación personal y familiar y consecución de metas económicas.

Sin embargo, esa pulsión de modernidad y ascenso entra en colisión con el desfinanciamiento de las rutas nacionales y provinciales, cuya precariedad y abandono provocan no solamente las cotidianas tragedias, que las dejan regadas de cadáveres y altares, sino la experiencia de temporalidades desiguales y contradictorias que no pueden sino ser un territorio fértil para la catástrofe.

Mi brazo crispado me recuerda esos cientos de brazos casi lampiños, sin reloj, manos transpiradas y laxas que en un acto reflejo volantean con estupor y con torpeza, drogadas de culpa. No es romántico. En un segundo estás dentro de trompo de la muerte, un espiral vértigo donde en el centro espera un camión Iveco de fabricación nacional, o un Toyota Corolla que paseaba la dignidad y la adrenalina de un jubilado del Ministerio de Economía (175)

La contradicción es la marca que vuelve una y otra vez al diseño territorial. Por un lado, la promesa de riqueza que la Pampa (vestigio debilitado del granero del mundo) atesora en su neo-versión de patria sojera, y por otra, la muerte, el despojo: “De regreso, di la vuelta para ver el amanecer sobre el horizonte de miles y miles de dólares en hectáreas sojeras regadas de animales condenados a muerte” (184)

El “realismo agrietado” del relato produce no un paisaje, en tanto escenario, sino una geografía indiscernible y vivaz, que discute los límites y los accidentes del espacio. En este sentido, lo torna ficción territorial. Por otro lado, esa ficcionalidad hace ostensible su condición de artificio, una condición que el territorio comparte con la hechura ficcional. La porosidad de los relatos contradice el carácter de verdad de cada uno de ellos y borra las fronteras entre los cuentos fantásticos y los cuentos realistas, entre la observación y la imaginación:

(…) nuestras ideas más estúpidas e irrealizables. Que incluían una larguísima escena de combate entre el ejército de sicarios de un magnate en telecomunicaciones australiano y el ejército de sicarios de un grupo internacional dedicado a la minería a cielo abierto, interrumpida por un ejército de aborígenes zombies sin orejas, o mejor dicho con las orejas cortadas por el largo sable del ejército argentino, o por sus propias hachas de pudiera en un desesperado y marchito intento por salvar sus vidas. Los pobladores originarios de la Patagonia se levantaban s de sus tumbas para armarse y alimentarse de carne blanca antes de avanzar sobre Buenos Aires, aunque la estatua del General Roca que adorna al corazón político del país había sido reemplazada por la de Facundo Quiroga hacía mucho tiempo (177).

Sobre esa territorialidad caótica, se continúan librando antiguas y nuevas batallas. La invención de la Patagonia se construye como un campo de tensiones que escenifica la puja entre diferentes nacionalismos, además del verticalismo, la violencia y arbitrariedad con que se forjaron esas ficciones territoriales: “Tus historias, toda tu basura sobre el campo y los granjeros argentinos son conversaciones de niñas, dijo Randy, y tú eres un izquierdoso que no ama su país” (190).

La imagen del desierto también funciona como un arcón, es el texto que guarda (saturadas) las memorias de la violencia (la campaña desierto, las dictaduras, la guerra de Malvinas), y es por ello que puede producir la parodia de los nacionalismos –“Ustedes tienen un gran país, me dijo, ustedes tienen todo lo que un gran país necesita tener: ustedes tienen campo y el campo es la sangre del planeta”(190) –, y de la condición de apátridas de la contemporaneidad, al producir el reemplazo de la experiencia fáctica de tierra por la experiencia de una virtualidad sin fronteras –“Deberías haber ido a las Falklands, me dijo Randy mientras encendía uno de mis cigarrillos. Deberías haber viajado por tu país, pero piensas que tu país no vale la pena y que Internet sí” (190).

b. El Coto de caza

Este espacio funciona a la manera de un dispositivo territorial que introduce un hiato en la planicie casi ilimitada de la pampa. Al interior de ese paréntesis rigen modelos y lógicas transnacionales donde la legalidad y la ilegalidad se alían en la configuración de un espacio posnacional que contradice las reglas de la política local, la soberanía y la comunidad. Domina la escena, las dinámicas del turismo internacional, la mercantilización y las experiencias de extranjería. Por otra parte, pone en escena una serie de narrativas que se contrarían entre sí, como las luchas ecológicas y el deporte. Por otra parte, demarcado y controlado, el diseño hace ostensible su carácter ficcional, o mejor de ficción cibernética devenida del exceso de internet y de sus efectos des-realizantes. [22] Al interior del coto se replican, como en una maqueta, las segmentaciones de la vida social, el confort para algunos, la austeridad para otros, haciendo visible su cualidad no natural sino artificial: “Los cazadores vivían en un complejo rectangular y pintado de gris, con molduras en verde agua y carpintería de metal alemana llena de propiedad térmicas” (180). El coto genera réditos económicos, es una “inversión” que proyecta un reducido futuro financiero, que, sin embargo, hace posible la supervivencia fuera de temporada (180). Es un lugar de paso, algo “falso”, aunque con reglas propias, una artificialidad que funciona como la caja de resonancia de las lógicas territoriales de la economía:

Los depredadores y habían salido de caza y mi hermano y Trini se iban a cenar a General Acha, al necesario restaurante gourmet proto-neoyorquino que hay en cada pueblo medianamente floreciente con la soja, el turismo, la minería, la exportación desenfrenada de combustibles o las cuatro cosas combinadas (183)

Allí se yuxtaponen historias de saqueos, muerte y exterminio, historias que nadie quiere recordar y que fisuran el territorio. El coto de caza, entonces, se dibuja como territorio montado en el espacio local para consumo global, un artificio que deja permear las voces del pasado, las batallas por la legitimidad de su posesión, por la delimitación de sus fronteras. Las lógicas del mercado económico global y la del turismo deportivo trasnacional se reaticulan al interior de un mundo que se reterritorializa en las luchas cotidianas de sus moradores y visitantes:

Según Ordóñez en la época de la Conquista del Desierto la zona donde estaba la estancia era una especie de cementerio Tehuelche, donde muchas veces los pumas hambrientos venían a disputarle la carroña a los perros cimarrones (...) en ese viejo cementerio donde la muerte se reconciliaba con la vida (188).

c. El Piquete

El piquete escenifica, como señalamos, la principal batalla territorial por la apropiación del espacio de parte de sectores en pugna, cuyos principales actores están representados por los chacareros, los automovilistas, el estado y los turistas. Los sucesivos y simultáneos cortes de ruta que se llevaron a cabo en la Argentina de finales de la década en protesta por la política kirchnerista en la cuestión de las retenciones agropecuarias, construyen una forma de la demanda que consistió en la apropiación provisoria del espacio común, especialmente las rutas nacionales. El cuento estetiza la disputa a partir de los documentos de la época, de los decires de las clases medias y de la clase política y produce la despolitización del sentido original del piquete y de su teleología. Si el corte de ruta que “inventan” los desocupados –actores urgidos por una forma de visibilidad en la contienda–, es reapropiado en el presente del relato por sectores heterogéneos que componen la cultura y la economía agropecuarias. La hipocresía de los actos y palabras de los piqueteros, la posesión de autos modernos, y su gestualidad (sentados cómodamente en el piquete) los vuelve personajes pintorescos y paródicos, acomodaticios y triviales:

Básicamente su versión (se refiere al periódico La Nación) era que los cortadores de ruta eran pequeños emprendedores entusiastas, leales a la esencia del país, y que las retenciones sobre las exportaciones de soja eran un ejército leonino de atropello por parte de un gobierno expoliador y guerrillero, enriquecido gracias a poco honrosos contubernios con las grandes exportadoras de granos (182).

La violencia y crimen dominan la escena y configuran espacios de carácter privado que conduce, en el texto, a la pérdida de la potencia política del piquete como protesta social. El nudo del conflicto se desplaza de lo social a lo criminal, para concluir no solamente centrado el problema en un incidente aleatorio sino diseñando un espacio de trasgresión e ilegalidad donde funcionan otras normas, o mejor, donde se confunden diversas normas. Ni los piqueteros resultan los sujetos subalternizados del relato nacionalista ni la escena responde a los patrones de la épica social. La hibridez del piquete se reduce a “tres camionetas, un Citroen C4, un ciclomotor, una fogata y cuatro tipos que jugaban a las cartas en unas reposeras amarillas mientras otros repartían volantes a los automovilísticas resignados que hacían fila” (194).

Lo más relevante de esta operación es, sin dudas, su precariedad, (a)politicidad y capacidad para poner en escena intereses y visiones opuestas acerca del espacio. La toma del espacio público altera la vida de individuos que nada tienen en común. La contienda, invade, monta otra ley (privada o sectorial) sobre el espacio común, ellos deciden quién circula, cómo y cuándo, son sus dueños provisorios. En estos juegos, se escenifican nociones diversas de propiedad/legitimidad y al entrar en colisión los derechos/intereses opuestos (el reclamo por atención médica o por políticas económicas), la respuesta estética será la violencia. El piquete es, entonces, el lugar condensado de la conflictividad social, allí se resumen la historia, el presente y el futuro común y es, al tiempo, una estrategia de relocalización que se libra en el espacio y que hace del él, un instrumento, un escenario y un telos.

d. La ruta de la muerte

Casi todos los acontecimientos del relato (el piquete, el accidente, los enfrentamientos) suceden en la “ruta de la muerte”, un espacio liminar, contradictorio, lugar de puro tránsito, rasgos que lo convertirían de cierto modo en un “no lugar”, un espacio librado de las marcas visibles de apropiación y subjetivación. Sin embargo, ese puro tránsito sufrirá una serie de reapropiaciones que modificará su signo. Sobre ese territorio se montan dos estrategias de reterritorialización, no sólo el piquete, sino estrategias de reapropiación en la construcción de tumbas y altares que recuerdan las muertes en accidentes automovilísticos y nos reenvían a Deleuze y Guattari cuando plantean que:

El territorio es sinónimo de apropiación, de subjetivación fichada sobre sí misma. Es un conjunto de representaciones las cuales van a desembocar, pragmáticamente, en una serie de comportamientos, inversiones, en tiempos y espacios sociales, culturales, estéticos, cognitivos (2006:30).

Pero también Ticio Escobar cuando lee las formas de reterritorialización de la comunidad guaraní, asumiendo que el territorio no es sinónimo de terreno, sino el “señalado por las tumbas de los antepasados”. [23] Siguiendo este análisis, podríamos afirmar que en el cuento, la ruta de la muerte actualiza la conjunción siniestra de desiguales modernidades que atraviesan como una guillotina el corazón de las ciudades y despersonalizan la memoria familiar. Si la “ruta de la muerte” se asocia al mal, el peligro, el abandono, el atraso, la anomia, no son esas sus únicas señales. Allí rige la lógica de la yuxtaposición y el oxímoron. Por ejemplo, observamos la circulación de automóviles modernos y veloces en rutas abandonadas, sin mantenimiento e inadecuadas para el tipo de circulación. Observamos también la supervivencia de vetustos automóviles. De modo que ella se define como el enclave de diferentes y antitéticas temporalidades y espacialidades, y por ello, un espacio densamente resignificado. Pese a su heterogeneidad, la estrategia de la “toma” constituye una apropiación (i)legítima del lugar comunitario, su carácter disyuntivo traduce el punto de intersección de diferentes prácticas e intereses (el campo, el turismo, la policía).

Este espacio montado sobre la desmesura y la mensura es una tierra fantasmática, hecha con el exceso, la contradicción y el espanto. Esa territorialidad viscosa se compone de pueblos (General Acha u otros) a los que “la ruta de la muerte atraviesa como una guillotina”, de apropiaciones (i)legítimas y de violencias.

Desde detrás de una chata Dodge alguien gritó que si el gringo no bajaba el arma nadie se iba a mover. Pude ver cabezas reclinadas hablando en voz baja por celular, dentro de los autos. Y en ese mismo momento, mientras que gritaba por favor, mientras suplicaba atragantado por el llanto, sobre mi gemido se sampleó la sirena de policía (195).

En suma, y retomando el recorrido propuesto, podríamos afirmar que el prólogo y los textos exponen una ficción territorial configurada en el entrecruzamiento de diferentes relatos o imágenes en conflicto. Deconstruyen el peso de los grandes relatos de la tradición nacional y continental y leen al sesgo su fracaso, su precariedad y la marca territorial en los cuerpos devastados. Como lo expresaba en los primeros párrafos, se trata de una operación que proyecta la intemperie de diversas experiencias culturales del presente y la opacidad del deseo de representación de los mapas. Ya se trate de las modulaciones del insularismo, los proyectos civilizatorios e integracionistas, las utopías de los neonacionalismo y neoliberalismos de los años 90, las guerras del pasado y del presente, la escritura registra el fracaso de las utopías territoriales de América Latina. Al modo del Atlas de Warburg, las imágenes territoriales se yuxtaponen precariamente para exponer su artificio y fracaso. En tal sentido, reconstruyen “un conocimiento infranqueable y una sabiduría desesperante” (Didi-Huberman, 2011:1) y se tornan espacios de experimentación e invención donde se juegan el cuerpo, la escritura y las (re)territorializaciones.

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* Doctora en Letras, Profesora Adjunta de Literatura Latinoamericana II (UNC) e Investigadora del CIFFyH.. [ nancycalomarde@yahoo.com.ar ]

Recibido: 25-05-2017 Aceptado: 25-06-2017



[1] Ángel Rama, Hugo Verani, Mabel Moraña, Antonio Cornejo Polar, Susana Zanetti, Hugo Achúgar son algunos de los nombres imprescindibles para pensar ese proceso de renovación de la crítica y de búsqueda de un programa común que, dentro de su compleja heterogeneidad, atendiera a la especificidad de las prácticas culturales latinoamericanas.

[2] La antología organiza los cuentos de acuerdo a países. Entre ellos, solo tres están representados por dos relatos (Cuba, Argentina y Venezuela). Integran la selección: Cuba (Michel Encinosa Fu y Jorge Enrique Lage), México (Mayra Luna), Puerto Rico (Pedro Cabiya), Guatemala (Denise Phé Funcha), El Salvador (Georgina Vanegas), Costa Rica (David Cruz), Venezuela (Rodrigo Blanco Calderón y Slavko Zpcic, Colombia (Margarita García Robayo), Ecuador (Eduardo Varas), Perú (Diego Trelles Paz), Paraguay (Cristino Bogado), Bolivia (Giovanna Rivero), Argentina (Héctor Kalamicoy y Hernán Vanoli), Chile (Andrea Jeftanovic) y Uruguay (Inés Bortgaray).

[3] El azar concurrente lezamiano es una noción poética que trabaja en diferentes textos. Se vincula con otras nociones que integrar el Sistema poético del mundo mediante el cual configura una epistemología poética que rompe con las explicaciones causalistas dentro de una racionalidad cartesiana que domina la visión eurocéntrica del mundo. A ese paradigma, Lezama le opone una visión centrada en la tangencialidad, lo oblicuo y el azar como modos de construcción del conocimiento poético.

[4] Según el crítico argentino, “Las extranjerías metafóricas son las experiencias como extranjeros-en otros países y en el propio –en situaciones de extrañamiento ante lo ajeno. No ocurren sólo por desplazamientos territoriales sino también por nuevas formas de alteridad en la misma sociedad y por dificultades de adaptació n a nuevas condiciones” (2009: 5).

[5] Señala De la Nuez: “Dominados por La Revolución, La República, La Patria, El Exilio o La Causa, los cubanos hemos vivido hasta la saturación, demandados por los grandes problemas (los problemas con mayúscula). Es decir, se ha vivido de frente a la historia. Desde su transterritorialidad, los cubanos tienen ahora la posibilidad de vivir de frente a la geografía. Comienza un punto en que el arte aparece como una geografía para circunnavegar, para entender ese asunto delicado que es el de saber estar en el planeta. Y al revés, se torna al punto fundador del espacio cubano, en el que la geografía –una ciencia bastante despreciada por la modernidad insular– operaba como un arte para morar en el mundo. Así lo entendió nuestro primer cartógrafo, Martín Fernández de Enciso, quien en su Summa Geografica, escrita en el lejano siglo XVI, nos adelantó que la suya era una obra que trataba “largamente del arte de marcar”. Se clausura, en fin, el milenio con otra noción del espacio y de las fronteras cubanas. Sospechando, acaso, que al quebrar el férreo contorno de la frontera insular se desestabiliza la dictadura de la historia sobre la geografía. Y se desestabiliza cualquier otra dictadura, desde el Estado autoritario de la isla hasta el poder oligárquico del exilio”

[6] Nace en La Habana en 1970. Comienza su vida artística muy joven, haciendo fundamentalmente caricaturas y dibujos humorísticos, que publica en periódicos y revistas. Se gradúa de Historia del Arte en la Universidad de La Habana en 1982, y conjuga su labor plástica con la crítica de arte y la curaduría de exposiciones. Trabaja hasta 1990 para el Ministerio de Cultura de Cuba como especialista de arte plásticas. A partir de ese momento se dedica exclusivamente a su obra creativa.

A través del trabajo sobre la geografía insular, el artista reflexiona sobre el tema de lo nacional, donde parece sopesar con cuidado y a veces con nostalgia, las variantes que este sensible rasgo suscita en nuestra cultura, desde la sobrevaloración y el Kitsch, hasta la más acendrada concepción de nacionalidad.

[7] La muestra tuvo lugar en el Museo Reina Sofía de Madrid y reunió a autores contemporáneos de diversa nacionalidad. El catálogo, firmado en su totalidad por Georges Didi-Huberman, recoge la exposición que, con Warburg y sus paneles móviles como genius loci, recorre obras y artistas que, desde la Primera Guerra Mundial a la actualidad, se han entregado a esa pulsión de archivo.

[8] “Este lugar ambivalente en el que afirmamos, alternativamente, que no somos animales pero tampoco nos comportamos como hombres del pasado, diseña una nueva condición que el psicoanálisis llamaría extimidad, un lugar simultáneamente externo-interno, metido en la cueva de lo propio pero abierto asimismo a la indefensión de la vida. En ese sitio-guión ni plenamente mimético, no totalmente mágico, sino ético, se esboza un más allá del sujeto y un más allá de lo moderno” (Antelo, 2008: 30)

[9] “Del mismo modo hay países que viven realidades escindidas de la coyuntura: es el caso de México, con una política supeditada al poder creciente del narcotráfico; o de Puerto Rico cuya soberanía se encuentra en disputa más allá de lo cultural o económico. También está el caso de Cuba que afronta cierta apertura de un sistema que, al mismo tiempo que se abre al mundo, ya no parece tan ajeno al contexto histórico” (11)

[10] Me refiero a la supresión de la visión hipertélica. y a la operación de disciplinamiento que construye Vitier respecto a una línea del pensamiento lezamiano que alimenta el discurso revolucionario, profético y teleológico funcional al nacionalismo posrevolucionario.

[11] (...)los ejemplos de Víctor Hugo y de Miguel de Unamuno muestran la íntima conexión que existe entre el modelo de la isla (entendida como lugar geográfico y como concepto cultural imaginario), por un lado y la noción de exilio, por el otro; relación enfatizada por Cris Bongie en su libro Island and Ecxiles (1998). Para este, la isla resulta el espacio más apropiado para el estudio del exilio, puesto que remite simultáneamente a la totalidad, haciéndola metáfora perfecta de la unidad, y a la fragmentación al ponerla en el contexto de un todo siempre incompleto del cual es y no es parte. Así, la relación entre isla y exilio se presenta como íntima y ambigua – en el espacio insular no solo se vislumbra el exilio mismo, sino también la esperanza constante de sobrepasarlo (Cf Bongie, 1998:18) Es justo por esta estrecha relación entre isla y exilio que la isla represente el espacio literario por excelencia. Su cuestionabilidad fundamental, resultado precisamente de la distancia que mantiene con el mundo compacto de los continentes, requiere narraciones, relatos y fantasías que la hacían accesible y abarcable en toda su ambigüedad (Kraume, 2014: 320).

[12] Esta tensión había sido explorada por Roberto Fernández Retamar en su Caliban (1971), la tensión entre realidad y ficción, entre imaginario espacial (que oscila en el movimiento de localizar y deslocalizar) y la experiencia situada: “(…) ya en 1516, Tomas Moro publica su Utopía, cuyas impresionantes similitudes con la isla de Cuba ha destacado, casi hasta el delirio Ezequiel Martínez Estrada. El caribe, por su parte, dará el caníbal, el antropófago, el hombre bestial situado irremediablemente al margen de la civilización, y a quien es menester combatir a sangre y fuego. Ambas visiones están enos alejadas de lo que pudiera parecer a primera vista, constituyendo simplemente opciones del arsenal ideológico de la enérgica burguesía naciente. Francisco de Quevedo traducía Utopía como “no hay tal lugar”. (…) De más estar decir la irritación que produce en esos sostenedores de 2no hay tal lugar” la insolencia de que el lugar exista, y, como es natural, con las virtudes y defectos, no de un proyecto, sino de una genuina realidad” (Fernández Retamar, 2004: 24)

[13] Para la profundización de este aspecto, reenvío al lector al prólogo que escribimos con Teresa Basile para el libro Lezama Lima. Orígenes, revolución y después (2013). También a Rojas, Ponte, Díaz.

[14] Lezama, en el poema “Noche insular: jardines invisibles”, señala la propiedad espacial de la noche insular que según Vitier indica “el movimiento giratorio de avidez unitiva”: “ciudades giratorias, líquidos jardines verdinegros, /mar envolvente, violeta, luz apresada” (Lezama Lima, en: Vitier, 1970).

[15] El texto reconfigura el territorio de cultura de masas global, sin eludir los lugares comunes de la escena latinoamericana, como el gesto vanguardista (y político) de ataque con dardos a la fotografía de Bill Clinton. La cultura pop y rockera transnacionalizada está reapropiada en el relato y naturalizada bajo una forma de nuevo cosmopolitismo: “Lenon ya está junto a Jesucristo discurriendo sobre quién más famoso. Los Rollings son monias. Hendrix y Morrisnon copulan con las parcas... ¿Quién se conecta ya a Rush, a Kansas o a Yes?” (15)

[16] El ICAIC fue creado en 1959 con el objetivo de promover la industria cinematográfica. Dirigido en sus inicios por Alfredo Guevara, actualmente tiene a su cargo la organización del Festival Internacional del Nuevo Cine latinoamericano. Lo integran varias instituciones ya que alberga tareas de doblaje y actividades de docencia. El Movimiento Nacional de Cine Aficionados, integrado por Raimundo Torres Díaz, Sergio Vitier García Marruz, Rolando Baute, Tomás Gutiérrez Alea entre muchos, creó la primera escuela de cinematografía de La Habana. El Noticiero ICAIC latinoamericano, ha considerado registro de la “Memoria del mundo” por la UNESCO y un primer conjunto de cintas que guardan aquellos emblemáticos noticieros han sido digitalizadas y restauradas en París durante 2013.

[17] “Aspirar. Retener. Líneas de Loynaz sobre el espejo grande, con creyón labial.: voy a medirme el amor con una cinta de acero, una punta en la montaña, la otra ¡clávala en el viento!” (16).

[18] La revista Encuentro de la cultura cubana fue fundada en Madrid en 2006 y se consolidó como un espacio de articulación de la diáspora cubana que contó con la colaboración de destacados escritores y artistas. Tuvo como directores a Manuel Díaz Martínez, Rafael Rojas y Antonio José Ponte. Las autoridades cubanas concibieron a esta publicación como parte de “la batalla cultural contra Cuba” (Para profundizar este debate, remito a un página oficial cubana: www.ecured.cu)

[19] Es interesante poner en relación esas formas dislocadas de la territorialidad que propone la ficción (cárcel, isla, muralla, piquete, coto) con los debates contemporáneos en torno a comunidad y territorio. En especial, me interesa la noción de comunidades inoperantes de Nancy (2001), ya que la noción de comunidad desobrada (comunidad inoperante) expone la crítica del mito comunitarista e imagina las posibilidades de otra forma de comunidad, en cuanto "aperturidad" originaria de todo existir es al fin "irrepresentable", puesto que por principio hay algo "fuera" o "más allá". No hay representación común ("representaciones colectivas") ni hay representación (legítima) de lo común. Dos sujetos que co-existen se representa cada uno esta coexistencia y no tiene sentido querer hacer valer una sola como la única válida o intentar formular una meta-representación. Por ende, en tanto la existencia es de modo necesario, coexistencia, no podemos tener de ella más que una representación incompleta. No hay dueño del sentido. Existir, coexistir es estar expuesto a un desgaste, a una pérdida (incluso económica). Esposito (2007) también ha aportado en este debate, al remitirse a otro origen de la palabra communitas (comunidad). Según su lectura, su raíz se encuentra en la palabra (latina) munus que significa “don”, “tarea”. Así, lo com-munus implica que la tarea se comparte entre varios. Vale decir, la comunidad no es del orden del ser sino del hacer; de alguna forma, induce a crear. Implicaría, así, un elemento contingente, irreductible o irrepresentable en la comunidad, una posibilidad peligrosa, ya que la comunidad (Bataille) supone una condición de cuestionamiento del sí mismo. Es una aventura y un riesgo. En consecuencia, comunidad implicaría no la oposición a sociedad sino a inmunidad. El ideal contrapuesto al comunitarista, no es el individualismo sino el “aislamiento”, y más aún, la asepsia. Sin embargo, la paradoja de la condición humana, es que los peligros son iguales en la inmunidad y en la comunidad. La “inmunización”, la obsesiva preservación y aseguramiento de la “salud” y de la “vida” puede llegar (quizá sea su ideal) al límite de la muerte: la única forma de estar limpio completamente. Vivir, convivir, coexistir implica riesgos, principalmente, el riesgo del contagio.

[20] El denominado conflicto Gobierno-campo consistió en un paro agropecuario, lock out y bloqueo de rutas en Argentina durante el año 2008. Fue un extenso conflicto en el que cuatro organizaciones del sector empresario de la producción agro - ganadera en la Argentina ( Sociedad Rural Argentina , Confederaciones Rurales Argentinas , CONINAGRO y Federación Agraria Argentina ), tomaron medidas de acción directa contra la Resolución nº 125/2008 del Ministro de Economía Martín Lousteau , durante la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner , que establecía un sistema móvil para las retenciones impositivas a la soja, el trigo y el maíz. La medida de fuerza se extendió por 129 días, desde el 11 de marzo hasta el 18 de julio de 2008. Al conflicto se le sumó un paro de los empresarios transportistas con bloqueo de rutas, que agravó la situación y el abastecimiento de las ciudades. El proceso tuvo una alta politización y el oficialismo denunció que tenía fines “golpistas”, mientras que los organizadores de la medida negaron terminantemente que existiera esa intención.

Durante el conflicto se produjo la renuncia de Martín Lousteau, autor de las medidas cuestionadas por los ruralistas. El 17 de junio de 2008, la presidenta, envió al Congreso un proyecto de ley sobre las retenciones a las exportaciones de granos y las compensaciones a los pequeños productores, con el fin de que sea el Poder Legislativo el que resuelva en definitiva la situación. Luego de ser aprobado por la Cámara de Diputados , el proyecto tuvo una votación empatada en la Cámara de Senadores , razón por la cual debió desempatar el Vicepresidente de la Nación, Julio Cobos , quien lo hizo negativamente en la madrugada del 17 de julio de 2008. Al día siguiente, la Presidenta de la Nación ordenó dejar sin efecto la Resolución 125/08.1

En octubre de 2008, las patronales declararon un nuevo paro por seis días con cortes parciales de rutas en caso de ser necesario, esta vez para reclamar la completa anulación de las retenciones a la exportación.

[21] Drucaroff lo define del siguiente modo: “Con importantes excepciones, la estética predominante [de la nueva narrativa argentina] discute el realismo. [...] Pero casi siempre se trata de un no realismo con grietas realistas, o de un realismo agrietado. En diferentes grados, en la escritura siempre hay algo que contradice las certezas del realismo: a veces remite a lo fantástico (...), otras al expresionismo, el esperpento, la desmesura... (130).

[22] “(…) teníamos ideas, una gran capacidad de dispersión, heredada de largas horas en Internet, y elucubrábamos con la ligera euforia que nos producía estar cerca de nuestro destino, el coto de caza La Tranquera” (176).

[23] Respecto de la noción de territorio que trabaja Ticio Escobar, señala lo siguiente: “Me gustaría partir de una distinción que hacen los guaraníes entre yvý, que quiere decir “tierra” —en el sentido de tierra física, de suelo, en la acepción geográfica de la tierra como un terreno demarcado—, y tekohá, que para ellos es el territorio, distinto de la tierra. Traducido literalmente —todo el guaraní es muy poético—, tekó es un sustantivo y significa “cultura”, nuestras propias maneras de ser, en su sentido más lato. Ha quiere decir “lo dispuesto a”; entonces, tekohá querría decir “la sede de la manera de ser”, o sea, el asiento de la cultura o, aventurando un poco, lo que está preparado para sostener la cultura (Ramos, 2012:28).