DISONANCIA AFROCUBANA: AMADEO ROLDÁN Y JOHN CAGE [1]

Julio Ramos *

RESUMEN

Una reflexión sobre la interpretación de John Cage de dos piezas para percusión del compositor cubano Amadeo Roldán en el Museo de Arte Moderno de Nueva York en 1943. La interpretación de Cage lleva a cuestionar la relación entre la experimentación musical y el ritmo en la historia racializada de dos piezas afrocubanistas de Roldán: las Rítmicas V y VI (1930), en el contexto de una reflexión más amplia sobre los intraducibles del cosmopolitismo divergente y la circulación mundial de la música afrocubana.

Palabras clave: Amadeo Roldán – John Cage – Rítmicas V y VI – disonancia – Afrocubanismo – Carpentier – ritmo – percusión – experimentación – vanguardias – raza – ruido

ABSTRACT

A study of John Cage´s interpretation of Amadeo Roldán´s music for percussion, the Rítmicas V and VI (1930), at at the MoMA in 1943. Cage´s interpretation of Roldán´s Afro-Cuban inspired music lead to a critical discussion of the tensions between experimental music and the racialized history of rhythm in the context of the diverging maps of cosmopolitanism traced by the global circulation of Afro-Cuban music.

Keywords: Amadeo Roldán – John Cage – Rítmicas V y VI – Afro-Cubanism – dissonance – noise – avant-garde – rhythm – percussion ensemble – experimental – race

Sobrecarga sonora

En esta foto, tomada el 17 de febrero de 1943, John Cage se prepara con los once músicos de su Conjunto de Percusión para presentar un concierto de música nueva en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA). [2] Las dos piezas que Amadeo Roldán escribió para percusión en 1930, las Rítmicas V y VI, cerraron aquel concierto con una descarga de clave, quijada de burro, güiro, maracas, bongó, marímbula y cencerro. La sobrecarga pone en juego los límites de la música, la porosidad de sus fronteras, así como las cambiantes condiciones históricas o protocolos de un régimen de la escucha.

Este extraordinario concierto despliega la temprana afinidad de Cage con las exploraciones del ritmo en el afrocubanismo, a la vez que registra los límites de su interpretación. [3] Si interpretar la música implica un modo sensible de leerla, entonces es posible considerar el concierto de Cage como un performance de las dificultades de la traducción intercultural.

Pensaríamos que el concierto fue el estreno mundial de las dos piezas iconoclastas de Roldán aquella noche en el MoMA, donde Cage estrenó también una rara pieza afrocubanista de José Ardévol, si no fuera porque, según parece, ya había interpretado las Rítmicas antes, en 1940, con Lou Harrison en el Mills College de Oakland, California. (Hall: 35). [4]

Puede que el evidente reconocimiento que implicaba la presentación de las Rítmicas V y VI al final de aquel concierto nos sorprenda hoy en día, acaso porque no estamos acostumbrados a recordar los experimentos de Cage en diálogo con los ritmos del afrocubanismo. Pero seguramente el programa de aquel primer concierto de Cage en NY, aunque polémico, no tuvo el mismo efecto en 1943, cuando Amadeo Roldán era reconocido en los circuitos de la música experimental como uno de los creadores del género de música sinfónica para percusión. De hecho, varias de sus obras fueron un punto de referencia en los experimentos y las construcciones rítmicas del Cage de los años cuarenta, así como antes habían inspirado varias obras de Henry Cowell, B. Russell, L. Harrison o del mismo Edgar Varèse, quien presenció y comentó el estreno en París de la “Danza negra” de Roldán y mantuvo con él una intensa correspondencia desde el concierto parisino de 1929. [5]

El concierto de Cage en el MoMA es un punto de intersección transcultural que incita a repensar la relación entre estética experimental e inscripción racial en las poéticas divergentes de la modernidad. Sin llegar nunca a anular las tensiones ni a soslayar sus desencuentros, estas poéticas interactúan en las rutas desiguales, accidentadas, de la mundialización de la música cubana a partir de la década de 1920. [6] Por cierto, estas dinámicas y tensiones no son simplemente un efecto de las rutas de circulación cosmopolita de la música. De hecho, conforman una de las contradicciones distintivas del propio afrocubanismo como instancia de nacionalismo cultural y musical, en la medida en que sus inscripciones de la cultura local se encuentran ineluctablemente implicadas en las rutas y redes materiales de la universalización a la que Carpentier, Amadeo Roldán o Alejandro García Caturla someten sus interpretaciones de los ritmos cuando se ubican en la compleja red de mediaciones y tráfico entre centros y periferias. En otro contexto, Ángel Rama identificó esas relaciones con los procesos de transculturación de las formas regionales o vernáculas identificadas con los proyectos modernizadores de las vanguardias históricas latinoamericanas (Rama, 1982; Ochoa, 2006; Garramuño, 2007). Me parece, sin embargo, que el mismo Rama no insiste lo suficiente en las paradojas de ese sistema de mediaciones o en las aporías de la traducción. En las prácticas transculturadoras, la referencia a la cultura vernácula (de los ritmos populares, por ejemplo) no se reduce simplemente al registro sensorial de un mundo subalterno que hasta el momento de su inscripción musical permanecía fuera de los límites de la representación. Habría que añadir que la referencia a las formas vernáculas es también un recurso que –si bien se inscribe como el registro de una “fuente” originaria– resulta inseparable de la pugna por el poder simbólico sobre la “verdad” cultural que recorre las inscripciones y los traslados mismos. A su vez, estas disputas cobran intensidad durante la circulación que supone la nueva modalidad universal o mundial del mercado y de lo que Benjamin llamó la crisis del aura bajo el impacto de la reproductibilidad técnica en la materia sensible de mediación estética y de la percepción misma. Si en su conocido texto sobre la reproductibilidad Benjamin hablaba sobre las transformaciones de un “insconsciente óptico”, las discusiones recientes sobre la escucha apuntan al peso de un “inconsciente auditivo” en la historia cultural.

El viaje de la música de Roldán a los Estados Unidos y, de manera particular, el concierto o performance del MoMA que analizaremos en este ensayo nos sitúan ante el campo de las paradojas del afrocubanismo y del nacionalismo musical, y de su recepción en los Estados Unidos por parte de Cage y otros compositores y artistas de la vanguardia norteamericana entre los años 1930 y 1945. [7] Nos interesa aquí precisar algo más: ese tránsito o circulación desencadena un diálogo tenso en el que las postulaciones de la experimentación estética, más allá de Cuba, se topan con la inscripción racial y la pregunta por la identidad que suscita el afrocubanismo. Al reconstruir aquí, dentro de lo posible, el concierto en que Cage audiciona a Roldán en Nueva York, exploraremos los tensores de una relación entre estética y racialidad que sería posteriormente negada u ocluida tanto por la historia eurocéntrica de la modernidad cultural en los Estados Unidos [8] , como por las inflexiones testimoniales de los regímenes de la representación racial identitaria. Incluso cuando estos regímenes de representación identitaria reconocen un importante antecedente en los movimientos de vanguardia como el afrocubanismo, rara vez se discuten las tensiones que para el discurso representacional-identitario suponía el evidente compromiso afrocubanista con la experimentación y la mediación estética. [9] El concierto de John Cage en el MoMA despliega así algunas de estas paradojas y contradicciones a la vez que nos da una idea del tipo de intercambios desiguales, jararquizados, que constituyen la circulación panamericanista de aquellos años. [10] No hay que ignorar las relaciones de poder que atraviesan los mapas de las apropiaciones “interculturales” en las relaciones entre Norte y Sur, para reconocer en estos materiales ciertos aspectos que complican el significado de Cage en la historia de la música contemporánea. Su aproximación al afrocubanismo explicita una elaboración de materiales sonoros históricamente racializados que complica la identificación muy reducida que suele atribuírsele a Cage como la figura emblemática de un “whitecoded expirimentalism”, de una “experimentación blanca”, al decir del compositor y musicólogo afroamericano George Lewis (2009). De ahí que las interpretaciones que escenifica Cage en sus interpretaciones del afrocubanismo (y su relieve rítmico) permiten cuestionar la frecuente identificación de la experimentación como atributo de la cultura blanca hegemónica.

La relevancia de las Rítmicas V y VI

¿Cuál es la relevancia histórica de estas piezas y de su innovación rítmica? [11] Inseparable de esta pregunta básica, surge otra más compleja que apenas podremos sugerir en este ensayo: ¿qué nos dice la escucha de estas piezas sobre el papel fundamental de la música –en tanto forma de creación a la vez sensible e intelectual– en la historia de los tensores de un campo cultural? ¿Cómo se relaciona la música con los síntomas, traumas o conflictos históricos? Digamos, primeramente, que estas dos breves piezas del destacado compositor mulato, compuestas para un conjunto sinfónico de once percusionistas, presionan los límites de lo que se entendía por música “culta” o “erudita” en 1930, durante una época de profundas luchas políticas y raciales. La irrupción allí de la percusión popular suscitaba tensiones sobre el papel de la raza y del racismo en la formación de la cultura nacional cubana. Su intensidad no pasó inadvertida en Cuba, donde la obra de Roldán había desencadenó importantes debates sobre los "auténticos" contenidos de la música nacional y su relación con la experimentación desde el estreno de la Obertura sobre temas cubanos en 1926.

Por otro lado, aunque fueron escritas en 1930, es muy significativo que las Rítmicas V y VI no se hayan estrenado en La Habana hasta el histórico concierto de Argeliérs León en la Biblioteca Nacional José Martí de 1960 (Gómez, 1977; Neira Betancourt, 1997). Durante aquellos años inaugurales, la revolución estimuló, en varias de sus emergentes instituciones, la discusión sobre el cruce anticolonial entre modernidad alternativa y racialidad que el afrocubanismo había comenzado a explorar ya en los años veinte y treinta. La coreografía de las Rítmicas V y VI del Conjunto Nacional de Danza Moderna dirigida por Ramiro Guerra Suárez en 1961 –así como su estreno de los ballets de tema afrocubano de Roldán y Carpentier, La rebambaramba y El milagro de Anaquillé– comprueban el carácter emblemático que gradualmente cobran las Rítmicas y la obra de Roldán (y de Caturla) en aquellas discusiones revolucionarias que conjugaban la experimentación artística con una reinterpretación anticolonial de la historia y del pasado esclavista. [12]

Por cierto, es muy probable que el propio Roldán contribuyera en vida al silenciamiento de las Rítmicas V y VI: rechazó varias ofertas de N. Slonimsky, el afamado director y miembro de la Pan American Association of Composers, quien quiso estrenar las piezas en NY en 1934, sin respuesta de Roldán, quien en cambio sí le cedió a Slonimsky varias de las Rítmicas anteriores (compuestas para piano, instrumentos de viento y percusión), aunque postergara indefinidamente el envío de las Rítmicas V y VI, piezas dedicadas exclusivamente a la percusión popular. [13] ¿Tendría esto que ver solo con las dificultades técnicas que implicaban las dos piezas escritas para instrumentos vernáculos como la quijada de burro, la marímbula o las maracas, de cara a cuya incorporación Roldán tuvo personalmente que elaborar un sistema bastante práctico de notación musical, según ha comprobado con lucidez L. Neira Betancourt? En efecto, la entrada de la percusión afrocubana a la música sinfónica trastocaba los límites de la escritura y la interpretación musical. A esta pregunta habrá que volver luego, porque, de hecho, cuando Paul Price acompañado por el mismo John Cage graba las Rítmicas V y VI con la Manhattan Percussion Ensemble en 1961, su interpretación de la descarga percusiva de Roldán delata una tendencia al ruido que es distintiva de la búsqueda de Cage y sus seguidores. [14] La tendencia al ruido contrasta de manera significativa con la meticulosa interpretación del timbre agudo de la clave y de los otros instrumentos típicos que se escuchan con precisión en la versión grabada por la Orquesta Sinfónica Nacional de La Habana bajo la dirección de Manuel Duchesne Cuzán en 1970. Por otro lado, tampoco está de más recordar que mientras la interpretación clásica de Duchesne Cuzán sustituye discretamente la marímbula por el contrabajo (tomando una opción que la partitura de Roldán dejaba abierta), Price y Cage, en cambio, en su grabación de las piezas de 1961, se deciden por la marímbula, instrumento de origen afrocubano distintivo de los conjuntos típicos del son.

No toda la obra de Amadeo Roldán –celebrado Director de la Orquesta Filarmónica de La Habana, quien había sido entrenado en Francia y en Madrid como un virtuoso joven violinista– se ajusta a la imagen estereotipada de una iconoclasta pose de vanguardia. Está claro que no interesa subordinarlo a lo que representa Cage en la historia musical de siglo XX, aunque sí nos interesa considerar, en cambio, cómo el punto de intersección de las Rítmicas V y VI con la experimentación de Cage contribuye a elucidar aspectos poco conocidos de ambos compositores y su divergente cosmopolitismo. Me parece que al ser interpretada por Cage, la obra de Roldán cobra relieves disonantes inusitados; y, a la vez, el antecedente de Roldán permite repensar a Cage fuera del contexto de la vanguardia euroamericana al que habitualmente se suscribe.

Estas dos piezas de 1930 dislocan el horizonte de inteligibilidad de la música sinfónica nacional mediante el diálogo y la incorporación de ritmos y de un saber musical proveniente de mundos subyugados y excluidos. Inspirada, en parte, por la contramétrica de ritmos de variado origen afrocubano, las Rítmicas sacuden los principios convencionales de la armonía y anulan la prioridad melódica que dominaba en la tradición sinfónica de Occidente y de Cuba. Las Rítmicas V y VI potencian la dimensión radical de un experimento compuesto para un conjunto sinfónico que aparece ahora sin instrumentos melódicos. El colapso de la melodía suscita en primera instancia la pregunta sobre el relieve cultural del ritmo como principio ordenador de cultura y de vida. Pero, también, surge ahí otra pregunta sobre el papel que cumple en esta irónica pieza la huella o fantasma de la melodía. Veremos luego cómo el ritmo de la clave en ambas piezas elabora una aproximación a la huella melódica, lo que se relaciona con todo un discurso sobre el ritmo nacional y su condensación en el pequeño instrumento cubano de la clave que ha ocupado la reflexión de diversos intelectuales cubanos y caribeños. La reflexión sobre la clave y su relación con el tiempo es fundamental para un análisis de la ideologización del ritmo en los discursos caribeños. En la reflexión sobre la clave coinciden tanto Fernando Ortiz como José Lezama Lima, entre muchos otros, que han postulado el ritmo como una especie de condensación o esencia donde convergen los tiempos múltiples y heterogéneos de la historia cultural antillana.

Baste por ahora decir que nos equivocaríamos si pensamos que se trata meramente de una inversión rápida, esquemática, de la clásica jerarquía entre ritmo y melodía: no solo la melodía, sino también la estructura métrica/contramétrica del ritmo, como parámetro musical, ha sido trastornada en estas dos piezas de Roldán. Como señala Alejo Carpentier, más que formas rítmicas orgánicas o codificadas bajo el modelo de alguna tradición identificable, Roldán elabora modos rítmicos (Carpentier, 1946/2004: 200). Aunque mantienen la referencia a células o compases reconocibles (por ejemplo, el compás de la clave del son y de la rumba), estos modos rítmicos no siguen un patrón métrico continuo o predeterminado. Los cambios abruptos en la frecuencia y en la velocidad del pulso en el tempo de las Rítmicas V y VI añaden complejidad a la categoría clásica del “ritmo”, al menos si pensamos el ritmo como un parámetro musical orgánico capaz de regular el devenir continuo del pulso métrico identificado con medidas (entre los acentos débiles y fuertes) codificadas culturalmente. Roldán trabaja incluso los timbres particulares de los distintos instrumentos de percusión, estableciendo, sobre todo, un contraste entre la agudeza de la madera y la vibración de la quijada. Llamarle “síncopa” a la saturación que ahí escuchamos nos deja insatisfechos: revela una inefectiva reintegración de la sobrecarga sonora en el régimen normativo de la métrica occidental, cuando se define la divergencia rítmica como una (sincopada) excepción, irregularidad o anomalía en un marco normativo occidental. La saturación sonora que produce Roldán mediante la multiplicidad de los repiques simultáneos, levemente desacompasados en el tempo cambiante de los once percusionistas, también dificulta que hablemos en este caso de una “polirritmia”, concepto tan caro al caribeñismo de A. Benítez Rojo. Por eso Carpentier se ve obligado a recurrir al concepto de modos rítmicos , nominación que comprueba asimismo una lucha por transformar el vocabulario de los “saberes” en pugna que se disputan el sentido de la música, ya sea para sancionar la innovación o para desautorizarla y excluirla de su campo normativo. [15]

La historia de la musicología cubana a partir de los trabajos fundadores de Fernando Ortiz y Alejo Carpentier registra –en varias de sus zonas más productivas– el devenir de una pugna por sacudir la musicología de su eurocentrismo, creando estrategias para transformar la configuración misma del archivo, y así dar cuenta de prácticas musicales legadas de la conflictiva historia de la esclavitud y del colonialismo. Hasta las reflexiones de Leo Brouwer la musicología cubana no cesa de buscar modos de entender la porosidad de los límites entre la música culta y la popular que descuadra los protocolos habituales y las fronteras establecidas por las disciplinas e instituciones musicales distintivas de otras sociedades (Ortiz, 1969; Carpentier, 1946; Brouwer, 1982). En este sentido, no es casual que el revival de Roldán a partir del concierto de 1960 –que implicaba asimismo un replanteo del debate sobre la experimentalidad del afrocubanismo musical– se diera en parte por el estímulo del músico y musicólogo Argeliérs León, figura de relevo de la transculturación del saber musicológico en los años sesenta. A partir de ese momento, Roldán estuvo una vez más en el centro de una crítica sobre la historia eurocéntrica del saber musicológico.

El problema de las «fuentes» vernáculas

Pero a su vez la radicalidad de la obra de Roldán problematiza cualquier ilusión de un reencuentro simple de la fuente o recurso popular percusivo. No cabe duda de que Roldán, al subtitular las piezas “en tiempo de son” y “en tiempo de rumba”, introduce una especie de guía o de instrucción para la escucha de las obras. Esa guía insiste en identificar o fundamentar la experimentación con los dos géneros paradigmáticos de la música popular nacional en 1930. Pero no hay porqué aceptar los subtítulos como un marco único o definitivo para la interpretación; podríamos tomar sus indicaciones, más bien, como una estrategia de autorización y control de la música nueva. Así parecería que el compositor responde a la marcada resistencia de algunos sectores del público, tras la audición de las primeras Rítmicas (por Pedro de Sanjuan) poco antes de que escribiera las V y VI en La Habana aquel mismo año de 1930. En las palabras de un reseñista anónimo: “Las (primeras) ‘Tres Rítmicas’ de Amadeo Roldán, por su carácter futurista, nos resultaron incomprensibles [...] Nuestra percepción forjada en viejos moldes no se acomoda a esos acrobatismos imaginativos que crispan los nervios”. [16] Hay indicios de cómo Roldán intenta apaciguar la perplejidad que su obra causa entre algunos críticos, incluido Jorge Mañach. Remite la experimentación al horizonte reconocido de los dos géneros populares, aunque no cabe duda de que la referencia a estos ritmos en una sala sinfónica también levantaba ronchas. En efecto, en una zona significativa del público cubano, norteamericano y europeo de aquellos años, la experimentación produce perplejidad y sorpresa por un aspecto ininteligible de estas obras estimuladas por una tendencia al quiebre de las convenciones socio-musicales, ruptura de las pautas canónicas que aseguran el reconocimiento efectivo de la obra artística en un marco institucional. Está claro que la estética moderna no funciona a partir de la reproducción de las convenciones o protocolos del reconocimiento “artístico”. Todo lo contrario; esta música elabora modos para desnaturalizar la dimensión convencional o reconocible de su arte, lo que por momentos produce una tendencia al experimento antimusical (bastante atenuado, por cierto, en el caso de Roldán). Entonces, no es casual que la dimensión negativa (como la llamaría T.W. Adorno) de la experiencia estética, estimule en una figura como Roldán, al mismo tiempo, la búsqueda interna de rearticulaciones, tematizaciones de un sentido social restaurado, como esas mismas que surgen en los discursos afrocubanos sobre el folclor y las formas populares.

Aunque no puedo comentar aquí, con la atención que ameritan, los problemáticos argumentos de T.W. Adorno (2008) contra las tendencias “regresivas” de Stravinsky en La consagración de la primavera, conviene, aunque sea de paso, mencionar que Adorno critica el retorno artificioso del compositor de origen ruso a formas “heterónomas”, arcaicas o sacrificiales (tematizadas en el segundo movimiento del ballet), donde la “regresión” se manifiesta a través de la disrupción rítmica. Por otra parte, es muy conocida la relevancia que esta pieza tuvo en Carpentier, quien señala, en cambio, una diferencia fundamental entre la búsqueda de Stravinsky y las maneras en que los afrocubanistas cubanos se aproximan al folclor como un acervo vivo:

La presencia de ritmos, danzas, ritos, elementos plásticos tradicionales, que habían sido postergados durante demasiado tiempo en virtud de prejuicios absurdos, abría un campo de acción inmediata que ofrecía posibilidades de luchar por cosas mucho más interesantes que una partitura atonal o un cuadro cubista. Los que ya conocían la partitura de La consagración de la primavera –gran bandera revolucionara de entonces– comenzaban a advertir, con razón, que había en Regla, del otro lado de la bahía, ritmos tan complejos como los que Stravinsky había creado para evocar los juegos primitivos de la Rusia pagana. (Carpentier, 2004: 204).

El argumento de Carpentier sobre la presencia contemporánea de los ritmos de afrocubanos de Regla es paralelo a su discurso sobre lo real maravilloso y su crítica del artificio retórico de los surrealistas en el Prólogo a El reino de este mundo (1949), novela contemporánea de La música en Cuba. Sin duda las investigaciones sobre el folclor afrocubano y la música popular implicaban una crítica frontal del racismo de otras versiones de la cubanidad que le negaban a los hombres y mujeres afrodescendientes su participación en la historia nacional. Por ejemplo, no cabe duda del estímulo polémico que tuvo en Carpentier y en Roldán la visión del folclor nacional que promovía Sánchez de Fuentes (1928) en su postulación de los orígenes indígenas e hispánicos de la cultura nacional. En palabras de esta otra figura fundacional de los estudios etnomusicológicos en Cuba: “cometemos el delito de extranjerismo cuando trasplantamos íntegros a nuestras producciones diseños melódicos monótonos y rutinarios de cualesquiera de las sectas africanas conocidas en nuestra Isla” (Sánchez de Fuentes: 80).

Sin embargo, a la vez que constatamos la crítica del racismo en el discurso afrocubanista de Roldán, Carpentier, Guillén y otros (frecuentemente inspirados por los estudios críticos de F. Ortiz) quisiera sugerir que su versión alternativa de la cultura nacional es inseparable de las pugnas por el poder simbólico y la legitimidad intelectual de los que la investigan y la escriben, incluso cuando sus discursos busquen dar cabida a los sujetos subalternos que constituyen el fundamento o el recurso “local” de los modulantes pactos del nacionalismo popular.

La interpretación habitual del nacionalismo musical (y de la música vanguardista) como una elaboración culta de formas populares con frecuencia esquematiza y homogeniza los términos “culto” y “popular”; y corre el riesgo de naturalizar o confundirse con las propias explicaciones que elaboraron los afrocubanistas mismos –el propio Roldán, por ejemplo– para autorizar el valor social o político de su compleja y experimentadora práctica musical, y su relevancia social como un acto de mestizaje. En este sentido, no está de más enfatizar la cuestión del efecto performativo y político de la mediación intelectual que inscribe el nacionalismo musical cuando redefine la relación entre lo popular y lo culto, entre lo local y lo universal. En la jerarquía de valores que renuevan estas dicotomías, lo “local” es finalmente sometido a un proceso de estilización, de depuración o traducción que posibilita su inteligibilidad en términos “universales”. El estado universal de la música presupone la previa estilización del cuerpo popular, el traslado o conversión de lo popular de acuerdo con un recorte culto, lo que comprueba asimismo un disciplinamiento de la práctica popular o su sublimación “estética”. Por ejemplo, en su extraordinaria carta a Henry Cowell, incluida por Cowell en su American Composers on American Music (1933), volumen colectivo y especie de manifiesto del panamericanismo musical (que incluyó también sendos trabajos de Chávez y de Caturla), Roldán explica la urgencia de incorporar los instrumentos locales, pero a la vez insiste en “depurarlos” y “desnacionalizarlos”; es decir, en transformar su particularidad vernácula para asegurar su sentido o valor universal. A pesar de su tono indudablemente crítico y alternativo, este discurso sugiere que lo local y lo universal son dos extremos de un mismo mapa, puntualizado por la circulación y los intercambios transnacionles. La mediación del estilo, o sea, de la evidencia estética en tanto elaboración de la materia sensible de sustrato popular, es un requisito para garantizar el proceso de traducción o conversión del valor local en valor universal. Desde las primeras reseñas de Jorge Mañach y Carpentier de la Obertura sobre temas cubanos, hasta el escrito de Carpentier tras la prematura muerte de Roldán en 1939 (Carpentier, 2012: 611-617), los comentaristas insistieron en el valor universal que la estilización mediante la elaboración de las formas locales o populares. Así expone Carpentier la transubstanciación del folclor en las Rítmicas de Roldán: “Roldán trabaja ahora en profundidad, buscando, más que un folclor, el espíritu de ese folclore” (Carpentier, 1946: 210). Jorge Mañach (1926) había señalado en su reseña: “convendría oponer el parecer de estos cultos musicales nuestros que afirman el cubanismo de la Obertura de Roldán con un cubanismo ‘estilizado’. El distingo es evidentemente muy serio. Amadeo Roldán no se propuso agraviarnos los oídos con una chambelona o con un son sublimizado. Su obra es una obra no solo artística, sino de arte superior, y los elementos formales de la expresión artística no pueden menos que revestir un carácter universal: son comunes al arte de todos los países” (Mañach, 1926). La discusión es seguramente con el propio Carpentier, quien, por su parte, lejos de cuestionar el valor de la estilización, también la afirma como la condición requerida de un arte a la vez moderno y cubano. La respuesta a Mañach que Carpentier publica en la revista Carteles en 1927, titulada “Amadeo Roldán y la música vernácula” insiste en la estilización como transformación de lo local a la vez que proclama que “Europa está sedienta de ritmos” (Carpentier, 2012: 602).

La relación entre la obra de Roldán y las fuentes populares es compleja, e inseparable, no solo del carácter crítico y polémico de su obra, sino también de las dinámicas internas del poder y de la autoridad que transitan los discursos del nacionalismo popular y del afrocubanismo. Las Rítmicas V y VI de Roldán son el producto de un doble movimiento. Por un lado, desarticulan la noción rígida de la estructura musical, y cuestionan la posibilidad de una resolución superior de la disonancia de las partículas sonoras puestas en movimiento. Por otro, elaboran una serie de mecanismos formales y discursivos (los subtíltulos) para integrar el experimento estético en el marco reconocido del sentido social. Es indudable que Roldán comienza a desdibujar los límites de lo musical, las garantías de su inteligibilidad en sus obras más radicales, cuando expone o abre la forma a la sobrecarga percusiva; pero, al mismo tiempo, no cesa de reestablecer estrategias musicales de reintegración formal, modos de contener musicalmente la tendencia a la dispersión sonora. Conviene entonces contrastar sus búsquedas con las ideologías de la ruptura en Cage, particularmente el Cage de las investigaciones sonoras sobre la indeterminación aleatoria. Roldán vuelve una y otra vez a recrear formas de reincorporación cultural o rescate de las sonoridades al borde de la dispersión.

Esta será, por ejemplo, como veremos pronto, la función del extraordinario contrapunto en la fuga a cuatro claves que multiplican el compás de tres por dos en una secuencia rítmica que Roldán ubica en el centro de la Rítmica V. Pero antes de llegar allí, conviene ahora retomar el viaje de las Rítmicas V y VI a Nueva York y al histórico concierto del MoMA en 1943 donde Cage las interpreta.

El (des)concierto de Cage y los objetos sonoros

¿Cómo pensar el paso de la sobrecarga rítmica de Roldán a la exploración del ruido en la obra de Cage? ¿Qué nos dice la interpretación de las Rítmicas V y VI, puestas de relieve al final del concierto de 1943, sobre la relación entre Cage y las dimensiones históricas del ritmo en los extremos caribeños de la modernidad?

El programa de Cage en el MoMA respondía más a una lógica performativa que a los protocolos de un concierto tradicional. Los instrumentos percutores y objetos sonoros que Cage puso en escena –láminas de acero, marímbula, aros de rueda de auto, quijada, latas de conserva vacías, tazas de porcelana china, bongós– manifiestan un trabajo con una heterogeneidad de materiales que desborda el concepto del instrumento y de la autonomía musical. La participación de varias mujeres percusionistas acentúa el elemento iconoclasta de la performance.

Detengámonos brevemente en esta importante dimensión de la innovación de Cage en la década del 1940: la creación de objetos sonoros y su mezcla con los instrumentos tradicionales de culturas asiáticas, y caribeñas. La contigüidad de los objetos sonoros en el concierto del MoMA en 1943 implica la problemática de la contemporaneidad o “coetaneidad” (J. Fabian) de sonoridades ligadas a la era industrial, por un lado –correspondientes al tiempo segmentado del ensamblaje y la repetición fordista–; y, por otro, a los contenidos antropologizados de los instrumentos tradicionales, frecuentemente relacionados con la función ritual de la música en otros contextos. ¿No será este uno de los sentidos de la música contemporánea, es decir, de su contemporaneidad, no sólo ya en el sentido de su actualidad como en el de la coetaneidad de los tiempos múltiples y asincrónicos que objetos como el aro descartado de un carro Ford comparten con una quijada de burro?

La selección de los instrumentos y objetos sonoros de por sí es reveladora. Su lógica responde más a la de una colección de objetos encontrados ( objets trouvés) que a las necesidades convencionales de la orquestación musical. Como le habría gustado a Duchamp y a los primeros surrealistas, los objetos sonoros, provenientes de la vida diaria, son materiales resignificados –liberados de la lógica instrumental de la producción industrial o del consumo doméstico– y transformados en dispositivos musicales. La operación selectiva de los objetos responde a un principio paralelo de incorporación de instrumentos de percusión provenientes de los extremos de Occidente. Cage estaba muy consciente de esta genealogía múltiple de sus instrumentos y objetos sonoros:

Los instrumentos que se usan son en muchos casos los mismos de la sección de la percusión de una orquesta sinfónica, de conjuntos típicos orientales, cubanos o de jazz caliente. Otros objetos no habían sido creados con fines de uso musical, como por ejemplo partes de automóviles, tubería de hierro o láminas de metal que usamos. En algunos casos la palabra percusión es un modo equivocado de nombrarlos, porque el sonido no siempre se produce mediante el golpe de un objeto sobre otro (“For More New Sounds” en ed. Kostelanetz, 1970: 62. Traducción nuestra).

Cage re-ensambla esos objetos y sus temporalidades múltiples con la meticulosa y lúdica audacia de un bricoleur. Tal como comprueba la división de los movimientos o secuencias de Amores, la composición propia que Cage estrenó en el MoMA, el ensamblaje frecuentemente responde menos a una pregunta por la procedencia de sus objetos que a una selección de acuerdo con el material del que están hechos: madera, cuero, metal, lo que tiende a reducir el efecto de los códigos musicales a un estado material de la sonoridad. Como si una motivación central de su intervención performativa, con la venia de los surrealistas, fuera emancipar la sonoridad reprimida en estos objetos mediante el corto circuito de su circulación habitual, utilitaria, y su resignificación por medio de las técnicas del montaje o del collage sonoro. Se trata evidentemente de un procedimiento paralelo al principio de reciclaje artístico que aparece teorizado de manera fragmentaria por Walter Benjamin en los apuntes de El libro de los pasajes, donde el tema de la colección y del montaje de fragmentos empalma con la cuestión de la memoria y la investigación del pasado en la modernidad. (También está claro que conviene salvaguardar las distancias entre el Benjamin de aquellos apuntes y la tendencia a la pose juguetona, algo mediática, que supone el vanguardismo performativo de Cage).

El concierto de 1943 desplegaba las posiciones de Cage en el disputado campo de las políticas de la escuchapero también cierto posicionamiento suyo en discusiones más amplias sobre la relación entre la cultura norteamericana y el mundo, sobre todo el mundo no occidental que cobraba cada vez más importancia en aquellos años de crisis del viejo orden imperial europeo que culminan en la Segunda Guerra Mundial y las consiguientes guerras anticoloniales. No por casualidad el concierto se celebró en el MoMA y no en una de las salas habituales del establishment musical. Aunque está claro que el museo no era un espacio “marginal” en términos estéticos ni sociales, al menos desde la exitosa exhibición individual de Diego Rivera en 1931, las curadurías del MoMA manifestaban la relativa apertura de un cosmopolitismo alternativo que había cobrado auge en Nueva York en 1930 y que llegaba a un límite durante la Segunda Guerra Mundial (la misma época del concierto), cuando comienzan a clausurarse las fronteras y a ampliarse las distancias de un país encaminado al régimen de la sospecha macartista y a la xenofobia de la Guerra Fría. La lógica performativa de Cage se comprendía mejor en el escenario de aquel cosmopolitismo que a su vez empalma, artísticamente, con los cruces formales e inter-disciplinarios distintivos de la cultura de vanguardia.

Pero tampoco allí, en el MoMA, pasó por alto el sentido polémico de la percusión en el concierto. De hecho, las reacciones que provocó el concierto de Cage en el MoMA pueden cotejarse en la mezcla de fascinación y repudio que manifiestan las crónicas sobre el evento publicadas en la prensa de la época. Por ejemplo, el reseñista (anónimo) de la revista Life que cubrió el evento titula su artículo “Percussion Concert: Band bangs things to make music [Banda golpea objetos para hacer música]” (15 de marzo de 1943: 42). Llamarle “banda” al conjunto de percusión de Cage era un modo de desautorizar el carácter musical y conceptual del concierto, aunque decir que la banda golpeaba objetos no era del todo un desacierto: la pieza del propio Cage que abre el concierto, titulada Construction in Metal –una de sus primeras en la línea percusiva abierta por E. Varèse, H. Cowell y el propio Roldán– convertía en instrumentos percutores unos aros de rueda de automóvil colocados entre otros instrumentos provenientes de tradiciones asiáticas, caribeñas o africanas: gongos, cencerros, tam tam, claves, platillos, etc., además del piano que Cage usaba para percutir sobre las cuerdas, activando, mediante el shock percusivo, el potencial rítmico del instrumento ejemplar de la hegemonía melódica europea del siglo XIX.

No habría que reincidir en una esencialización del ritmo, en su identificación con una naturaleza o con una especie de origen reprimido de la música occidental, para poder leer allí, en el gesto de Cage, el redescubrimiento moderno de la percusión que había proliferado en la misma Europa a partir de La consagración de la primavera de Stravinsky. Sin negar la importancia del ritmo como un parámetro musical, conviene repensar el proceso interpretativo y valorativo mediante el cual el ritmo se transforma en un símbolo o tropo cultural, sometido al tipo de idealización que encontramos en la difusa “cierta manera” del cuerpo afrocubano que rítmicamente conjura el apocalipsis nuclear cifrado en la mirada y la escucha de Benítez Rojo en La isla que se repite (1998, 2010), influyente ejemplo de una difusa metafísica del ritmo que atraviesa el discurso caribeñista contemporáneo (ver Ramos, 2010).

Ruido y percusión

Significativamente, en su reseña del concierto, el periodista de la revista Life identifica a Cage como un percusionista. Esto desliza de inmediato la reseña a un relato evolucionista, donde la percusión es manifestación de un mundo primitivo o salvaje:

La música de percusión se remonta a la época primitiva del hombre, cuando los salvajes incultos obtenían un deleite estético al golpear tambores muy crudos o troncos ahuecados. Cage piensa que cuando la gente de hoy entienda y aprecie su música, que es producida por medio del choque de un objeto con otro, encontrarán una nueva belleza en la vida diaria moderna que está repleta de ruidos producidos por objetos que chocan unos con otros ( Life: 42. Traducción nuestra).

El carácter divulgador de esta nota no le resta ni relevancia ni proyección a lo que dice. Por el contrario, esta reseña del concierto nos da una idea bastante clara de las disputas con que se enfrentaban la música nueva y las investigaciones del ritmo y de las sonoridades no occidentales en el campo de la cultura musical neoyorquina de la primera midad del siglo XX, donde las referencias caribeñas, sobre todo afrocubanas, tuvieron un papel fundamental. A pesar de que el periodista intenta desautorizar el concierto, su reseña registra una conexión entre la percusión y el ruido con la que el propio Cage probablemente habría estado de acuerdo. A la vez está claro que la aproximación de Cage a la sobrecarga rítmica como fuente de ruido desdibuja la procedencia (frecuentemente ritual) de la percusión, al convertirla en un dispositivo antimusical y antiestético, lo que supone un proceso de apropiación que da pie a la consabida discusión anticolonial sobre la autenticidad. Pero tampoco hay que perder de vista de manera apresurada la complejidad del gesto iconoclasta de Cage, quien, como para añadirle leña al fuego de los debates sobre los protocolos de la institución musical, había creado y llevado al MoMA una “banda” integrada mayormente por mujeres. Está claro que las percusionistas en la tradición sinfónica eran escasas. Según vemos en los detalles de las fotos de Life, una mujer toca la quijada, otra unas latas vacías, otra percute unas tazas de porcelana china. Los músicos de la “banda” de Cage aparecen vestidos de traje formal, tanto los hombres como las mujeres de frac, lo que a su vez contrasta con la procedencia heteróclita y popular de los instrumentos.

Cage interviene lúdicamente los protocolos de escenificación de la música culta o erudita. Por eso mismo este tipo de conciertos –probablemente un antecedente vanguardista de los happenings de los años sesenta– inspiraba en sus reseñistas y seguramente en muchos de sus contemporáneos la duda que había expresado unos años antes Arnold Schönberg sobre la obra temprana de su alumno de Los Angeles, a quien Schönberg consideraba “un inventor de genio” más que un compositor (ver Hicks, 1990). Le reprochaba, entre otras cosas, la introducción de nuevos instrumentos u objetos sonoros de procedencia irreconocible. A lo que Cage respondía que los nuevos instrumentos –que bien podían ser materiales descartados de la sociedad industrial– no buscaban simplemente ampliar la escala tonal de la música, sino que intentaban emancipar la materia sonora del régimen de la tonalidad y de la estructura de las “notas musicales”. De tal modo, su trabajo implicaba un cuestionamiento radical de un modo de entender la música que para Cage era inseparable de una moderna programación sensorial inscrita en la historia del poder.

De su irónica investigación de los límites convencionales de la inteligibilidad del objeto y de los parámetros musicales se desprende la distinción entre la música y el nuevo arte de exploración sonora. En los propios términos de Cage: “si esta palabra, música, es sagrada, y reservada a los siglos XVIII y XIX, nosotros podemos sustituirla por otro término más significativo: la organización del sonido” (Cage, “Credo”: 56, trad. nuestra). Asimismo: “si en el pasado el punto del desacuerdo había sido entre la disonancia y la consonancia, en el futuro inmediato la disputa será entre el ruido y los llamados sonidos musicales” (p. 55). Está claro que bajo “ruido” Cage confunde las referencias a fuentes sonoras múltiples, incluidas las músicas asiáticas, africanas y caribeñas, con cuyos instrumentos y, en ocasiones, células rítmicas trabaja. De hecho, esa indiferenciación descontextualiza las fuentes y las transforma en objetos de una marcada pulsión exotista.

Por otro lado, tal como nos recuerdan Jacques Attali (1995) y José Miguel Wisnik (1989), no hay que tomar superficialmente la irrupción del ruido en la música del siglo XX. Para Attali, “si con el ruido nació el desorden y su contrario, el mundo”, entonces queda claro por qué la demarcación del ruido es una operación clave de la territorialización del poder. Por eso “una teoría del poder exige una localización del ruido y de su formación” (Attali: 16). En cambio, Wisnik insiste en “la lucha cósmica entre el sonido y el ruido” cuya “desorganización interferente” adquiere un papel clave en el arte, donde permite transformar los “códigos cristalizados” y provocar la creación de nuevas formas o lenguajes (Wisnik, 1989: 32). Ambos aspectos del ruido fueron importantes para Cage. [17] Y añadimos algo más: el trabajo con el ruido inscribe la huella de lo que históricamente había sido un exterior alborotoso, el afuera indómito de la música, para ubicarlo ahora en el espacio de la elaboración sonora, produciendo así una tematización irónica del proceso del corte y exclusión que históricamente había hecho posible la constitución del “adentro” y del “afuera” en el ámbito musical, su principio de autonomía y sus instituciones. [18] Esa frontera no estaba marcada solo por los ruidos de la sociedad industrial, sino también por las sonoridades de las músicas no-occidentales. Creo que este aspecto del trabajo de Cage y su gradual y problemática aproximación a la cuestión de la heterogeneidad sonora de la música moderna explica en gran medida su interés por Roldán y por el género de la música para conjunto de percusión que Roldán había contribuido a fundar con las Rítmicas V y VI.

Las Rítmicas V y VI y la cuestión de la racialidad del ritmo

En los archivos del MoMA no hay indicio de que el concierto de Cage se haya grabado en 1943. Sin embargo, en 1961 Cage colaboró con Paul Price en la dirección de la Manhattan Percussion Ensemble durante la grabación de un LP de música para percusión que retoma varias de las piezas que Cage había dirigido en el histórico concierto del MoMA.

Entre ellas se encuentra la grabación de las Rítmicas V y VI. Y todo parece indicar que esta fue la primera grabación de ambas piezas en los Estados Unidos. La grabación nos permite hacer la pregunta sobre la interpretación de la sonoridad de los instrumentos vernáculos fuera del contexto cubano. Al respecto, sería interesante trazar con detenimiento la historia de la incorporación de los instrumentos cubanos en la obra de compositores experimentales como Henry Cowell, Varèse, Russell y Lou Harrison anteriores a Cage o contemporáneos suyos. Todos ellos tuvieron contacto directo o indirecto con Roldán, cuyas obras más audicionadas en los Estados Unidos fueron probablemente los Tres Toques, la suite de La Rebambaramba, varias piezas de Motivos de son y las primeras cuatro Rítmicas. Las piezas de relieve afrocubanista de Roldán se convirtieron en los Estados Unidos en una fuente de musicalidad “folclórica” caribeña y muestrario de instrumentación “no occidental”. Es decir, vuelve a reinscribirse ahí una división del trabajo y la jerarquía entre la fuente folclórica y experimentación. Lo mismo ocurrió con las múltiples interpretaciones de Caturla; pero el punto de enlace más consistente en los 1930 fue la obra de Roldán. [19]

Nos interesa insistir aquí en los testimonios sobre los problemas técnicos que suponía la interpretación intercultural y la incorporación de los instrumentos vernáculos. Es importante señalar que esa incorporación en los espacios sinfónicos fue contemporánea (seguramente un poco anterior) de la entrada de la percusión afrocaribeña en el mundo del jazz analizada Jairo Moreno en su trabajo sobre Dizzie Gillespie y Chano Pozo (2004). Ahí constata Moreno la jerarquía y disputa entre dos nociones del ritmo afrodescendiente, así como la subordinación del inmigrante caribeño bajo el régimen interpretativo e institucional del jazz afroamericano. Por otro lado, al recalcar el desplazamiento que sufre la música durante su viaje del Sur al Norte, el propósito de Moreno no era interrogar los tensores que también atraviesan el lugar del origen del viaje. No hay que suponer un origen nacional estable que “luego” será sometido a esa dislocación viajera que expone la cultura considerada “propia” a la traducción y a la apropiación “ajena”. El origen al que remite el nacionalismo musical, como hemos sugerido aquí sobre el caso del afrocubanismo, también implica fracturas, escisiones, mediaciones jerarquizadoras “entre cubanos” y sus postulaciones de la verdad nacional.

Pero, a la vez, cuando escuchamos el alboroto al que tiende la interpretación de las Rítmicas V y VI de la Manhattan Percussion Ensemble dirigida por Price y por Cage en 1961, y la contrastamos con la precisión percusiva de la interpretación de la Orquesta Sinfónica Nacional bajo la dirección de Manuel Duchesne Cuzán en 1970, no podemos evitar la pregunta sobre la efectividad de unas interpretaciones y la inefectividad de otras. A propósito de esto, es particularmente revelador el contraste entre sus interpretaciones de la clave en la Rítmica V. Este contraste pone sobre la mesa la pregunta sobre la identificación de las tradiciones vernáculas con un saber que no tienen ni buscan obtener Cage y Price. ¿Se tratará de un saber del ritmo, de ese juego entre saber y sabor que Ángel Quintero Rivera (2009) ha identificado con las epistemologías cimarronas del ritmo en la historia de las músicas mulatas caribeñas? ¿Un saber pegado al cuerpo? Esto nos deja ante el espinoso problema de la relación entre la particularidad del ritmo, la raza y el nacionalismo musical.

Digamos de entrada que la paradoja del nacionalismo cultural y musical se traba en el lugar ambivalente que la particularidad y la physis del ritmo ocupa en sus elaboraciones musicales y discursivas. Lo particular del ritmo define una forma nacional (o caribeña y caribeñista) a contrapelo de la norma universal occidental; pero a la vez se topa con la necesidad de “depurar” nacionalmente lo que del ritmo aparece ligado a una particularidad de historia racial intraducible a la universalidad que busca para sí la cultura moderna. Esa es, por cierto, la historia del trauma y de la violencia histórica. La historia de la noción de las formas culturales mulatas, a partir del afrocubanismo, constata distintos intentos de superar esa tensión o aporía interna que nunca logra resolver bien la relación entre cultura nacional moderna y racialidad. A su vez, la particularidad, procesada ya en una primera instancia por la función simbólica o metafórica que cumple el ritmo en los discursos nacionales o caribeños –en tanto encarnación sonora de los tiempos múltiples de la desigual modernidad caribeña y su constitutivo legado colonial y esclavista– impone una necesidad de traducir lo particular (racializado) que define al discurso nacional tanto hacia “adentro” del territorio “propio” (el viaje mediador entre Regla y la Filarmónica, por ejemplo), como hacia “afuera” en la proyección “universal” del ritmo en las rutas de los intercambios y las transacciones (no solo simbólicas, sino mercantiles) del mundo musical.

Volvamos, entonces, al problema del alboroto en la interpretación de las Rítmicas por la Manhattan Percussion Ensemble dirigida por Price y Cage en 1961. Acaso esto explique la decisión de Roldán de no permitir que N. Slonimsky audicionara las Rítmicas V y VI en 1934. “Querido Amigo Roldán: ¿Dónde está su Rítmica de Ud. con la quijada de burro solo? [sic]. Me ha prometido esta Rítmica para el concierto. Desconsoladamente. N.S.” (Fondo Amadeo Roldán, MNMC). Y acaso la respuesta está implícita en la carta de otro importantísimo director de música nueva, Leopold Stokowski, quien tras ensayar los Tres Toques de Roldán en 1932 señala su frustración:

Hemos interpretado sus “Tres Toques” con la orquesta en varios ensayos y me he dado cuenta que las partes de la percusión presentan un problema tremendo. Tenemos buenos músicos pero tocan como hombres blancos. Aunque tocan todas las notas, el espíritu del ritmo no está en ellos. Como no sienten ni viven el ritmo, éste no es para ellos lo Real que realmente es. Voy a buscar algunos músicos negros que realmente entiendan la música porque creo que no estamos captando su verdadero espíritu. ¿Tiene usted actualmente alguna pieza más corta y sencilla, alguna que exprese la intensidad y el fanatismo de los rituales negros? Me interesa mucho su música, pero me resulta muy difícil tocarla con mi orquesta, que por su origen europeo, no puede comprender el espíritu de su música. (Carta de L. Stokowski, 1932-11-16, Fondo Amadeo Roldán, MNMC).

La racialización del ritmo no puede ser más evidente. Los músicos blancos pierden el espíritu del ritmo, según Stokowski, quien no ve otra posibilidad que la de ampliar la demografía de la orquesta y buscar más músicos negros. Esta carta explicita con candor una serie de preguntas que rebasan, por cierto, cualquier atisbo de racismo que se desprenda de la carta. Remite a una especie de división racializada del trabajo musical que reaparece, aunque con signo inverso, en las habituales oposiciones entre melodía y ritmo que prevalecen tanto en las historias europeas que identifican el ritmo como la función prevalente de las músicas llamadas primitivas, como en las historias alternativas postuladas por el nacionalismo cultural que invierten la oposición entre ritmo y melodía, cuerpo y mente, para luego idealizar o esencializar el ritmo como atributo esencial de la africanía de la música caribeña.

Contrapunto y clave

Para concluir quisiera retomar el papel de la clave en la Rítmica V y VI, sobre todo en la V, en “tiempo de son”, donde encontramos, casi en el centro de la pieza, una magnífica fuga de cuatro claves cuya estructura contrapuntística atisba el papel que las formas barrocas cumplirían en los debates sobre modernidad y tiempos múltiples unos años después (en el propio Carpentier de los años 40, por ejemplo). El pulso de las cuatro claves contrapunteadas que repican simultáneamente introduce en la pieza la cuestión de la polirrítmica; es decir, del polirritmo en tanto forma de ordenamiento y regimentación de la multiplicidad temporal y sonora, como estrategia para contener la dispersión.

La Rítmica V comienza con el registro de breves unidades mínimas de dos y tres notas dispersas. Estas notas se reiteran en una serie de repeticiones de acuerdo con la variación de diversos instrumentos de percusión (madera, metal, cuero). Comienzan con dos pares de claves casi superpuestas, seguidas de las mismas dos notas percutidas por tambores, quijada de burro y metales que gradualmente cobran movimiento y pasan de la dispersión inicial a intervalos rítmicos más complejos, regulados por cierta coherencia armónica que llega a su máxima expresión en el contrapunto de las cuatro claves en la secuencia rítmica que Roldán ubica en el centro de la pieza. Las notas iniciales sueltas, que los varios instrumentos repican en unidades de dos y tres, son fragmentos o restos del compás de la clave cubana. Es decir, son las notas fracturadas de una unidad musical y cultural. A partir de ese momento de corte o fractura inicial, la pieza gradualmente procede a juntar y a reunir las notas dispersas, a recomponer los fragmentos bajo una reconocible estructura contrapunteada que distribuye los acentos de acuerdo con el metro del pulso clásico del son (tres por dos) en una simultaneidad armónica donde también juega un papel importante, además del metro, el timbre agudo de la madera en contraste con la vibración de la quijada y el cuero grave de la batería. Pero, a la vez, en el centro de la pieza, el cinquillo se multiplica por cuatro, lo que sin duda nos impide especular sobre un centro orgánico, estable, en esta pieza cuyo devenir evidentemente motiva la relación entre la multiplicidad de las partículas sonoras y una estructura cultural.

El paso de la fragmentación inicial a la estructura del contrapunto excede su función musical y comprueba una instancia en que la articulación de las partículas de sonido deviene gradualmente en modelización cultural. Es decir, la pieza contiene una dimensión conceptual-sensorial, donde su propia estructuración de la materia sonora implica un trabajo que motiva la relación entre forma y fragmentación. Porque está claro que fragmentación y unidad no son exclusivamente problemas de la articulación sonora, sino que a la vez son dos aspectos opuestos de una lógica del sentido cultural. Podríamos decir, parafraseando a Lezama Lima –quien en Paradiso también convirtió al ritmo en la figura de un orden superior, es decir, en una metafísica del ritmo (“ritmo hesicástico, podemos empezar”)– [20] que en la pieza reordenadora de Roldán los fragmentos van hacia el imán de la función estético-musical. Fernando Ortiz, quien escribió el ensayo La clave (1929, 1995) hacia los años de las innovaciones rítmicas del afrocubanismo, acaso añadiría que en el caso de la Rítmica V los fragmentos no vuelven a cualquier imán estético-musical, sino al imán de las cuatro claves en contrapunto. Decimos, entonces, que la estructuración del sonido en la pieza está motivada culturalmente (e ideológicamente) porque tanto la clave, como el contrapunto, son formas que reconocen una densa historia cultural. La música interviene en esos debates culturales. Y, desde esta perspectiva, más que como un fundamento “ontológico” de la música cubana o caribeña, la clave opera como el instrumento ordenador de una poderosa interpretación cultural que proyecta en la particularidad del ritmo la resolución de profundas contradicciones históricas.

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* Julio Ramos. Profesor Emérito de la Universidad de California en Berkeley. [ ramosjuliox@gmail.com]

Recibido: 20-04-2017 Aceptado: 30-05-2017



[1] Una versión anterior de este trabajo se publicó en la revista Revolución y Cultura, n° 1, enero-marzo 2014, parte de un dossier sobre Roldán que coordiné para dicha revista. Mi agradecimiento a Jesús Gómez Cairo, Director del Museo Nacional de la Música en Cuba (MNMC) y a su equipo, por el generoso apoyo que me brindaron durante mi trabajo con el Fondo Amadeo Roldán en el archivo del Museo durante octubre y noviembre del 2012, y abril y junio del 2013. Quiero agradecer especialmente a Roberto Núñez por sus atenciones en el Museo.

[2] Foto publicada en la revista Life de fotógrafo anónimo (15-III-1943: 42). Sobre el concierto del MoMA véase en particular el volumen de materiales documentales y comentarios críticos editado por R. Kostelanetz (1970). También la entrevista de Nelson Rivera (2011) donde Cage comenta sobre el memorable concierto de 1943 y donde menciona a Roldán, Caturla y Ardévol. En el dossier de entrevistas que incluimos en el número de Revolución y Cultura hay una versión abreviada de la entrevista de N. Rivera a Cage. Recientemente, John R. Hall, en una valiosa tesis doctoral (2008), comenta sobre la importancia de estas piezas de Roldán u otras de Caturla y de Ardévol en la historia de los conjuntos de percusión en los EE.UU.

[3] La referencia básica al afrocubanismo musical sigue siendo Carpentier (1946, 2012). Véase también el magnífico libro de Zoila Gómez (1977) sobre Amadeo Roldán y el estudio general de Robin Moore (1997). Sobre Carpentier y los debates musicales del afrocubanismo, también resultan fundamentales los trabajos de Anke Birkenmaier (2006) y Mareya Quintero (2000).

[4] No he encontrado referencia alguna a estos conciertos en el Fondo de Amadeo Roldán del archivo del Museo Nacional de la Música. En cambio, la correspondencia publicada de Ardévol (2004) incluye una carta donde Cage le pide una colaboración para el concierto del MoMA y donde además menciona sus audiciones anteriores del Preludio y una Suite de Ardévol. Le agradezco a Nisleydis Flores la referencia a la correspondencia entre Cage y Ardévol. Tampoco he encontrado en la bibliografía cubana constancia de la audición de Cage de las Rítmicas V y VI en el MoMA. Hemos consultado, además del clásico estudio de Zoila Gómez (1977) sobre la vida y producción musical de Amadeo Roldán y las discusiones que generó su recepción nacional e internacional entre 1926 y 1939, los trabajos de L. Neira Betancourt (1997, 2006), Radamés Giro, J. Ardévol (1966) y Argeliérs León (1974), así como la guía preparada por José Piñero (1980). Agradezco particularmente las conversaciones con Radamés Giro y con Gómez Cairo sobre el concierto y otra pieza de Roldán, la “Danza negra”, basada en el poema afroantillano de Luis Palés Matos, un antecedente de las Rítmicas V y VI y de la musicalización de su musicalización de los Motivos de son (1932).

[5] Significativamente, Cage no audicionó la clásica pieza de Edgar Varèse, Ionization (1933), en el concierto del MoMA. Es posible que esta notable ausencia se deba a que Cage solo se proponía incluir a compositores «panamericanos»; y, segundo, acaso también porque intenta enfatizar la anterioridad de las Rítmicas V y VI (1930), mucho menos celebradas que la pieza Ionization (1932) de E. Varèse. Cage traza así la genealogía de un canon percusivo alternativo con la referencia a la historia cubana. Sobre la relación entre Varèse, Roldán, Carpentier y el mundo cultural latinoamericano, véase el trabajo indispensable de Graciela Paraskevaídis, donde se discute la correspondencia entre ambos y debate sobre la exclusión frecuente de Roldán de la historia euroamericana de la vanguardia musical, donde Roldán aparece demasiado próximo al trabajo con el folclore nacional, lo que menoscaba la proyección de su experimentación en un marco eurocéntrico.

[6] Sobre la mundialización de la música cubana son muy importantes las crónicas parisinas de Alejo Carpentier de aquellos años, varias de ellas sobre Roldán, incluidas en Carpentier (2012); véase el trabajo de Viviana Gelado sobre estas crónicas (2008). Gelado explora el papel legitimador que cumplió el periodismo de Carpentier. En otro registro, véase también Jairo Moreno (2004) sobre la incorporación de los ritmos populares afrocubanos en el jazz neoyorquino, donde también considera los límites de la incorporación cosmopolita del ritmo.

[7] Sobre las paradojas del nacionalismo musical y su relación con las vanguardias ver los libros de Florencia Garramuño y de José Miguel Wisnik (1983). Garramuño (2007) condensa estas paradojas del nacionalismo musical bajo el oxímoron de “modernidades primitivas” en la Argentina y el Brasil. Wisnik trabaja la relación entre Villa-Lobos y el Estado Novo de G. Vargas.

[8] Véase el importante libro de Fred Moten (2003) sobre el legado experimental de la cultura afroamericana y sobre cómo ha sido excluida de la historia habitual de las vanguardias euroamericanas. Un ejemplo de la oclusión de la contribución afrodescendiente y de la participación caribeña en la historia de la modernidad musical se encuentra en Carol Oja (2000), quien al comentar sobre la importancia de las elaboraciones rítmicas de Cage y sus antecedentes no menciona a Roldán, Caturla ni al mexicano Carlos Chávez, otra figura muy próxima a Henry Cowell, a la Asociación Panamericana de Compositores, como antecedentes de Cage.

[9] En un trabajo reciente sobre experimentación y representación racial en el cine de Guilén Landrián he discutido críticamente el evolucionismo implícito en la distinción que propone J. Rancière (2011) entre un régimen representacional y un régimen estético (ver Ramos, 2013). Los usos de la poesía de Nicolás Guillén en varias películas de Guillén Landrián vuelven a poner de relieve la dimensión experimental de la poesía social de Guillén y nos llevan a cuestionar cualquier esquema fácil de oposición entre estética y representación identitaria.

[10] Como señala Zoila Gómez, las redes panamericanistas tendidas por Cowell y sus colegas de la Asociación Panamericana de Compositores promovieron la obra de Roldán y de Caturla en los círculos vanguardistas musicales en los EE.UU. a partir del 1929 y 1930, cuando Roldán entra a la Asociación.

[11] Un análisis detallado de la percusión en las Rítmicas V y VI, y de la notación que crea Roldán en las partituras para los instrumentos populares, es el de Lino Neira Betancourt. Véase también la lúcida nota introductoria que escribió Ardévol para acompañar la grabación de estas dos piezas por la Orquesta Sinfónica Nacional de Cuba en 1970.

[12] En 1959, Ramiro Guerra Suárez escribió un trabajo sobre “Roldán y la danza cubana” para el semanario Lunes de Revolución, donde reevalúa el papel histórico de la obra experimental de Roldán y renueva la discusión sobre el afrocubanismo (ver R. Guerra Suárez, 2010). Véase también la entrevista que le hicimos a Ramiro Guerra Suárez sobre sus coreografías basadas en las Rítmicas y en la obra colaborativa de Roldán y Carpentier en el número citado de Revolución y Cultura.

[13] Véase las cartas de Slonimsky a Roldán fechadas en 1934 en el Fondo Amadeo Roldán del MNMC de La Habana.

[14] Hay varios trabajos de Cage sobre la relación entre ruido y percusión incluidos en Silence (Cage 1961, 1973); y luego, en la antología editada por R. Kostelanetz (1970). Ver también la nota de Virgil Thomson, “Expressive Percussion” (en Kostelanetz 1970, 70-2). En “The Future of Music: Credo” señala Cage: “la música de percusión es la transición contemporánea para pasar de una tradición influenciada por el teclado a la futura música inclusiva de todo tipo de sonoridades” (Kostelanetz, p. 56, traducción nuestra).

[15] La elaboración de Carpentier del concepto de “modos rítmicos” introduce la problemática de las limitaciones del saber musicológico occidental ante la cuestión de la textura sonora de piezas experimentales o transculturales que Pablo Feissel (2010) ha identificado con la problemática de la simultaneidad y su corolario en la heterofonía que recorre el régimen musical europeo, y la crisis de la noción misma de música autónoma ante el ruido y la confrontación gradual o reconocimiento de las músicas no occidentales. También me ha resultado clave el análisis de la epistemología de la tonalidad y sus límites coloniales en los trabajos de Ana María Ochoa sobre los “aullidos” de los bogas y las políticas de la escucha en el siglo XIX en Aurality.

[16] Firmado por F.G.A., Heraldo de Cuba, 4-VIII-1930.

[17] En un lúcido trabajo para una historia del ruido, el compositor Marcelo Toledo (2004) identifica la relación entre ruido y percusión, aunque no problematiza la amplitud del ruido como categoría. Sobretodo cuando se refiere a la percusión y al ritmo, el ruido frecuentemente es el nombre que se le da a una dimensión intraducible de una experiencia antropológica “otra”.

[18] P. Fessel (2010) relaciona el desdibujamiento de las fronteras de la autonomía musical con la cuestión de la heterofonía y el descubrimiento de la “textura” sonora.

[19] La participación de Amadeo Roldán como representante antillano electo de la Asociación Panamericana de Compositores dirigida por Cowell (co-fundada por Cowell y Varèse) , contribuyó a promover las interpretaciones de la música cubana y latinomericana en los círculos experimentales de los Estados Unidos y Europa, tal como ha demostrado Zoila Gómez (1977).

[20] No ignoro los debates sobre Lezama Lima y los estereotipos raciales (ver A. Cruz Malavé, 1994). Pero precisamente en el contexto de la resistencia criolla (blanca) de Lezama al afrocubanismo, cobra relevancia la siguiente aparición de la clave musical que introduce el tema del ritmo y el cuerpo en Paradiso. Recordemos la estrategia de Baldovina, trabajadora doméstica a cargo de Cemí: durante un terrible ataque de asma del niño, “[s]e acordó de que en su aldea había sido tamborilera. Con dos amigas percutía dos grandes tambores. […] En la madera exterior de la cama [de Cemí] comenzó a golpear con sus dos índices y notó que de la talla se exhalaban fuertes sonoridades en un compás simplote de dos por tres […] El niño comenzó a dormir” (p. 13). Nótese cómo la madera “exhala” sonido, lo que condensa metafóricamente respiración y compás de la clave. Luego en Paradiso reaparece la referencia a la clave, pero sublimada, en el triángulo pitagórico y el “tintineo” del ritmo marcado en una taza en las palabras finales de la novela. “Tintineo” es la mismísima palabra que utiliza Fernando Ortiz para referirse al timbre agudo y metálico de la clave en su clásico ensayo sobre este instrumento.