CONSTELACIONES TERRITORIALES EN LA LITERATURA Y EL ARTE CONTEMPORÁNEOS DE AMÉRICA LATINA

Nancy Calomarde * y Florencia Donadi *

El “giro territorial” (Calomarde: 2017) que exponen la literatura, la teoría, la crítica y el arte contemporáneos vuelve visible el quiebre con los paradigmas que proveyó la modernidad para pensar los territorios. Al mismo tiempo, ese giro visibiliza la conflictividad de los escenarios del presente y nos coloca en el ambiguo horizonte de una experiencia territorial abierta, expandida y omnipresente pero también clausurada, surcada por muros y férreos controles aduaneros, en una frontería donde se juega la vida (y la muerte). Así entendido, este oxímoron de la espacialidad contemporánea se vuelve forma (estética), escritura de un modo de habitar y registro performático de un mundo “espacializado”, atravesado por una hiperconciencia del topos. El incremento y diversidad de procesos migratorios y las experiencias de espacialidad múltiple que concita nuestro presente, impone otro modo de percepción regido por la virtualidad y la multidimensionalidad. Este sensorium amplificado reclama otro “reparto de lo sensible” (Rancière, 2009: 34) y atraviesa la reconfiguración de la producción estética en tanto concepto y en tanto forma.

No parece imprevisible que, en este contexto, la preocupación por la territorialidad cobre cada día mayor vigor en las ciencias, las artes, la teoría, la crítica y la política, ni que la noción haya venido exponiendo su insuficiencia. Si revisamos las principales operaciones de la crítica literaria latinoamericana –al menos desde su configuración moderna, en la segunda mitad del siglo anterior– podemos observar la presencia de una extensa biblioteca que concibió al espacio literario como una categoría retórica, subalternizada a un esquema general de movimiento o escuela. Así, puede aparecer como un escenario (Realismo), como una proyección de la subjetividad (Romanticismo) o como un dispositivo estético relativamente autónomo que proyecta una poiesis (Modernismo o las vanguardias). Por el contrario, en la perspectiva de nuestras investigaciones actuales y en la que procuramos adoptar en el armado de este Dossier, no imaginamos territorios absolutamente exteriores al sujeto (ni proyecciones posibles) sino procesos de construcción y deconstrucción de experiencias de territorialidad; vale decir, de una performance que involucra la dimensión procesual, dinámica y creativa de las subjetividades en contacto abierto con el mundo. Esas experiencias se vuelven forma imagen/rastro/resto en la escritura, inscripción de la imagen en su deriva espacial, en su carácter de ficción territorial.

En una hiperbólica serie que podría trazarse dentro de la tradición occidental desde la Odisea (y sus reescrituras) a los mapas borgeanos (tan expandidos como el mismo territorio), advertiríamos que las nociones metáfora de escritura y territorio exhiben una genealogía crítica y teórica de apareamientos y dependencias. Es esa genealogía la que revisitamos con el afán de promover una reconstrucción del archivo y un giro desde la mirada de una epistemología poética. La serie otra podría abrirse con la contraseña deleuzeana: “Escribir no tiene nada que ver con significar sino con deslindar, cartografiar incluso futuros parajes” (Deleuze y Guatari, 2006:11) como advertencia a considerar que el proceso de escritura se produce en una relación de contigüidad creativa entre los imaginarios territoriales (colectivos, plurales) que funcionan en el archivo común y las experiencias de territorialización /subjetivación a las que abre el proceso de producción de un texto-obra. Es por esas razones que consideramos que si bien espacio, lugar, territorio, mapas, cartografías, paisaje, naturaleza han sido nociones muy reelaboradas, se trata ahora de eludir el sesgo de “lo dado” en la consideración del espacio literario porque “territorio no es objeto”, según afirma Raúl Antelo en este mismo Dossier. Se trata de pensar territorialidades desde un espacio dislocado, valga el oxímoron: no ya como un dispositivo conceptual ni material sino como un mapa de la subjetividad en tanto proceso de demarcación de zonas de sentido y de inscripción de modos de habitar el mundo. En suma, se trata de una grafía que configura el recorte aleatorio del espacio donde se ponen en juego las creencias, los valores, los concensos, lo individual y lo colectivo. Hacer un mapa y no un calco, advertía Deleuze, y hacer un atlas y no un mapa, Didi Huberman. Entre esos mapas desbordados y estos atlas de la yuxtaposicón y dislocación se abre un espacio teórico y poético para ensayar nuevas ficciones territoriales. De este modo, la experiencia territorial de la contemporaneidad inscribe una serie como grafo-performance que elude y cuestiona la lógica (historicista) de los diseños y los contenidos ideológicos de la demarcación.

Desde esta perspectiva podemos armar un archivo crítico para poner en diálogo las escrituras más recientes. Si Deleuze ha reflexionado acerca de esa idea de territorio como proceso que interpela no solamente al espacio físico sino más bien a una idea de territorialización de la existencia, el armado de mapas de sentido en los cuales se juega la construcción de las subjetividades, las comunidades y el modo de habitar; Nancy, en cambio, expone su negación, su abertura, exhibe la condición de abismo que convoca el territorio, y la percepción de lo que no es. En sus palabras:

Un nuevo punto de partida de la creación: Nada que se separa o que deja sitio o que da lugar a algo. Los lugares están deslocalizados y puestos en fuga por un espaciamiento que los precede y que, solamente más tarde, dará lugar a lugares nuevos. Ni lugares ni cielos ni dioses: por el momento es la declosión general, más todavía que la eclosión. La declosión: desmontaje y desamplaje de cancelas, cercas y claustros. Deconstrucción de la propiedad, la del hombre y la del mundo (Nancy, 2008: 228)

De este modo, el espacio es la nada y también el desborde, una abertura que a partir de topoi –topos y tropos del pensamiento– se percibe como salida de sí de la existencia, hacia la coexistencia (o la comparecencia). En ese entre-lugar los cuerpos, las figuras y lugares se confunden en su literariedad y metaforicidad como un umbral que afecta la noción misma de existencia porque “El hombre es eso que se espacia y que acaso jamás habita en otro lugar que en ese espaciamiento, en esa arrealidad de su boca” (Nancy, 2007: 183).

Vale recordar, por otra parte, que Deleuze y Guattari en Mil mesetas ya habían repensado los vínculos entre territorialización y escritura a través de a la noción de rizoma. De modo tal que lo rizomático –en tanto que opuesto a raíz– remitiría a una lógica no genealógica y antimimética, dominada por la conexión, heterogeneidad y la multiplicidad, una ruptura a-significante, principio de la cartografía y calcomanía: “Todo rizoma comprende líneas de segmentariedad según las cuales está estratificado, territorializado, organizado, significado, atribuido, etc; pero también líneas de desterritorialización según las cuales se escapa sin cesar” (Deleuze, 2006:14)

En este desarrollo, el proceso de desterritorialización y reterritorialización se presenta a través de una serie imbricada en un sistema de relaciones-otro que elude la lógica causalista y se asienta en contigüidades, rupturas y fugas:

Al mismo tiempo se trata de algo totalmente distinto: ya no de imitación, sino de captura de código, plusvalía de código, aumento de valencia, verdadero devenir, devenir avispa de la orquídea, devenir orquídea de la avispa, asegurando cada uno de esos devenires la desterritorialización de uno de los términos y la reterritorialización del otro, encandenándose y alternándose ambos según una circulación de intensidades que impulsa la desterritorialización cada vez más lejos (Deleuze y Guattari, 2006: 37)

Esta reflexión rompe con la política de materialización espacial, en la medida en que las territorialidades dejan de ser contenido y objeto porque su construcción opera desde la emancipación de las series de atribuciones, de las significaciones fijas y miméticas para sustituirlas por otro registro: plusvalía, devenir y aumento de valencia en la fuga.

Entre la negación y la afirmación constructiva de la territorialidad, cada texto interroga formas no predeterminadas, imagina modos de vivir en un espacio fracturado, relocalizado o dislocado y violentado en la ficción global. Abrir y convidar a entrar en los textos, imágenes y afectos que convoca/reúne el Dossier que presentamos significa embarcarnos, o al menos dejarnos seducir en una constelación.

En el año 1961 John Cage escribe su pieza denominada Atlas Eclipticalis, en cuya composición utilizó mapas de estrellas y constelaciones. [1] Contrapartida de Winter music, el Atlas Eclipticalis encuentra su clave en el atlas de constelaciones de Becvar para trazar los tonos de su composición musical. Cage utilizó el azar deliberado para producir un calco de las estrellas sobre la partitura. Los trazos en el mapa determinaban asimismo la ubicación de los eventos orquestales (a los que llamaba ‘constelaciones’) en el tiempo de la composición (Prittchett, 2000). Ahora bien, este modo de presentar tonos, como eventos en un tiempo sucesivo, destierra, al menos, en este caso, la simultaneidad. Si bien refuerza la expansividad espacial ilimitada de una constelación, implica una atemporalidad, un estar fuera del tiempo, que se fija en una imagen galáctica como la de quien mira hacia el cielo en una noche cuajada de estrellas. [2]

John Cage había sido estudiante en el Black Mountain College (institución educativa experimental en Carolina del Norte), donde impartían clases Josef Albers y su esposa, Anni Albers. Es notable que en el período que va desde 1948 y hasta 1962, Josef Albers, pedagogo, artista y teórico del arte, produjo su serie Structural Constellations, en su búsqueda de “máximo efecto y medios mínimos” (Fox Weber, 2014). [3] Estas constelaciones, especialmente las de la década del ’60, se diferencian de la constelación de Cage en que, a pesar de la inmovilidad propia del medio pictórico, la tridimensionalidad moviente y las conexiones abiertas generadas por las líneas devuelven la temporalidad a la constelación que, considerada en sus características generales, conecta tiempos disímiles, pues estrellas que están a años luz de distancia son percibidas como en un mismo plano, y espacios disímiles, pues podemos contemplar las mismas constelaciones en diferentes regiones del globo. La mayoría de los cuadros que componen la serie Constelaciones estructurales produce un efecto de simultaneidad pues la tridimensionalidad se enfrenta con el delineado de objetos que no existen en la realidad, devolviéndolos a lo plano, es decir el volumen tridimensional que los puntos constelacionales unidos en líneas arman, como saliendo hacia afuera del cuadro, se aplanan posteriormente con la fuga de ciertas líneas que dejan espacios vacíos y volúmenes imposibles o inexistentes que nos desplazan nuevamente a las dos dimensiones; es allí cuando el tiempo ingresa en el cuadro que, entonces, palpita en un movimiento afuera-adentro. Estas constelaciones proponen el trabajo con el espacio como marca. En ese sentido, nos recuerda Raúl Antelo, en el artículo aquí incluido, “Territorio no es objeto”:

(...) el concepto de territorio presupone ciertamente el de espacio, pero no consiste, absolutamente, en la delimitación objetiva de un lugar geográfico preciso. En efecto, Deleuze y Guattari nos han mostrado que el territorio no es anterior a la marca cualitativa; al contrario, es la marca lo que produce un territorio. Tampoco las funciones en un territorio son fundantes; presuponen una expresividad que decanta territorio. Por lo tanto, la territorialización es el acto mismo del ritmo hecho expresión o componentes de medios tornados cualitativos y, en ese sentido, el territorio sería el efecto mayor del arte. (Antelo)

El autor también nos recuerda que Macunaíma, el héroe sin ningún carácter, acaba transformándose en una constelación, la Osa Mayor. El espacio literario se convierte en la escritura celeste. Pero, además, expresa una suerte de inversión del sur en el norte –pues Macunaíma es un héroe de las mitologías de pueblos de América y la Osa Mayor una constelación del hemisferio Norte. Cristalizaría entonces el viaje simbólico y real, la reterritorialización constelacional operada en el norte (léase la academia, las instituciones, los museos...) de procesos artísticos que en las tierras del sur han pasado ya por otras mediaciones e hilvanamientos territoriales, como los del nacionalismo. Esto es lo que Julio Ramos, en su artículo “Disonancia afrocubana” señala en otras palabras al recordarnos la importancia de Amadeo Roldán para los experimentos y construcciones rítmicas de John Cage, hacia la década del ’40. “El concierto de Cage en el MOMA [en 1943, en Nueva York presentando las Rítmicas de Roldán] fue un punto de enlace o de intersección transcultural que incita a repensar la relación entre estética e inscripción racial en las divergentes poéticas de la modernidad” (Ramos). Desentramar las contradicciones profundas que contiene el afrocubanismo –como instancia de nacionalismo cultural y musical–, “cultura local” reapropiada mediante operaciones transculturadoras (Rama) para formar parte de una “cultura universal”, será el propósito de las disquisiciones y las atinadas presentaciones de Ramos. Se trata de un gesto que se repite y cuya constelación merece ser entendida no sólo en términos de lo que brilla, sino de lo que ha permanecido olvidado u ocluido.

Esa trama que une la escritura como urdimbre y tejido, líneas que se entretejen, que van y vienen, fue asimismo a lo que Anni Albers se dedicó. Seducida tanto como Josef por la cultura mexicana pre-hispánica –especialmente la arquitectura de Oaxaca del Templo de Mitla– y del Perú, y los quipus, que unen arte y escritura, produjo tejidos inspirados en esas tramas: “Ancient Writing” (1936) o las diversas series que releen/reinterpretan las grescas de Mitla. Josef se deslumbró ante los colores y los patrones simétricos de Mitla, leyéndolos como arte abstracto, esos medios mínimos de su deseo y su trabajo. En 1940 realiza su obra “To Mitla”. La serie “Adobes” también encuentra sus colores en el arte pre-colombino.

En su conferencia “La honradez en el arte” (1937), [4] Josef Albers propone a la audiencia el análisis de “algunos retratos de Goya, luego unas fotografías de elementos escultóricos indios mexicanos (ornamentos); no tocaré, a propósito, su lado histórico, pero espero que consigamos establecer una estrecha conexión entre esas obras de arte y los problemas del arte moderno”. Albers enfoca las supervivencias del arte mexicano y valora sus características. Esa supervivencia de lo pasado en lo presente, o activar para el presente exploraciones consonantes realizadas, no implica una mera construcción de una “tradición”, pues esas manifestaciones son vistas con otros ojos y según otra concepción: los de la confluencia de tiempos y, por ende, la posibilidad de hacer irrumpir un evento disímil en lo contemporáneo, que se vuelve, por eso mismo, profundamente tal, al instalar en el corazón de lo moderno, la arritmia o los tiempos otros que lo habitan.

Escritura y viaje, trayecto, espacio –etimológicamente, lo que separa entre dos, el vacío, nos dice Antelo– y parataxis –lo que une al separar– se entretejen, como señala Haroldo de Campos en sus galáxias o Augusto de Campos en su “Pulsar” [5] (por mencionar sólo un caso más evidentemente constelar), remitiéndonos nuevamente al hueco, al agujero negro, al vacío, que son esos espacios entre las líneas imaginarias de la constelación. Así, ésta no sólo ha de ser pensada como el dibujo entre los puntos brillantes, sino en el umbral de lo que, opaco, no brilla y permanece ausente, lo que sería su modo de presencia.

Asimismo, en muchos textos Josef Albers hizo hincapié no sólo en lo visual, que se encuentra “supervalorado” sino en lo manual del trabajo artístico. [6] Lo que Albers llama “el sentido del material” se consigue con las “yemas de los dedos” (224). Entra en este juego lo táctil y la manipulación manual-corporal-experiencial que la única atención a lo puramente visual –si es que eso es posible– desconsidera. Lo táctil sería aquí lo ausente-presente de la visión, otorgándole movimiento –pendular como el del acento en la poesía de Augusto– a la constelación, movimiento que no consiste en el tiempo sucesivo, en la linealidad histórico-cronológica sino, utilizando palabras de Helio Oiticica, en singultaneidades: simultaneidades singulares que hacen surgir tiempos heterogéneos, heterocronías y heterotopías.

La huella mallarmeana se hace evidente, rápidamente, en este punto. Las reflexiones sobre las constelaciones del azar necesario para la poesía y el poema, la deconstrucción de la autonomización de éste como espacio cerrado y “sistema”, así como la producción de otros regímenes de lectura posibles a partir de la constelación lanzada de la palabra y la letra –y a menudo más allá de ella– son preocupaciones comunes de los autores que caminarán por estas páginas.

Algunos años después de la composición de Cage y Albers, aún en la década del ’60, Haroldo de Campos comenzaba a elaborar sus galáxias, “un libro de viajes donde el viaje sea el libro” (2011 [1984]) e intercambiaba cartas, conversaciones y experiencias semejantes con Hélio Oiticica, durante su residencia en Nueva York. Galáxias, que comenzó a ser escrito hacia 1963, es un libro sobre el libro, porque “el ser del libro es el viaje”, “un libro ensaya el libro” y “todo libro es un libro de ensayos de ensayos del libro” y por eso está en un constante comienzo y recomienzo, no concluido, abierto.

Michel Butor en “Le voyage et l’ecriture” (1972) se centró en ese vínculo entre viaje y escritura, y también entre viaje y lectura, como pretendía el mismo Haroldo de Campos, haciendo de la obra, además, una instancia de participación activa del lector y, por ende, viaje conjunto. Butor, que en su artículo, pero también en sus novelas, instaura al viaje casi como un contenido antropológico que se sublima en escritura o bien se expresa en una intensa interdependencia de esos conceptos, al proponer lúdicamente unaiterología y un arte del viaje, desplaza el términos, el punto de llegada, y es más bien el proceso –una errancia originaria y bárbara (por fuera del limes romano)– convergiendo hacia lo inacabado de una instancia siempre penúltima del viaje y de la escritura y su correlato –la lectura– que se pone de relieve. Coincidentes a este respecto son las preocupaciones de Barthes por esos años. Recordemos S/Z (1970) y su ensayo sobre “Escribir la lectura” (El susurro del lenguaje), ya posteriormente. Sin embargo, adquiere, asimismo, importancia –algo que aparecerá tempranamente en Variaciones sobre la escritura (1973)– la materialidad del trazo, la huella, la marca. Afirma Barthes respecto del escribir:

Hoy en día, veinte años más tarde, mediante una especie de remontada hacia el cuerpo, quisiera acercarme al sentido manual de la palabra, lo que me interesa es la “scripción” (el acto muscular de escribir, de trazar letras): ese gesto por el que la mano toma una herramienta (punzón, caña, pluma), la apoya sobre una superficie, avanza apretando o acariciando, y traza formas regulares, recurrentes, rítmicas... (87).

De modo semejante, al escribir, el viajero marca el lugar de su paso y se vuelve lícito, permitido y necesario trabajar esa marca, que es el libro. Si la lectura es travesía siguiendo las marcas de un dedo que escribe manchando con tinta o aceite la blancura de la hoja, la escritura es una travesía aún más intensa, dibujando sobre la superficie, en su espesor, un signo estable, una gramática que restituye el trayecto (Butor, 1972: 18-19). Una idea semejante describía Barthes:

El soporte de la escritura, la cosa sobre la que se escribe [es la] sustancia [que] se pone debajo de la mano, igual que el suelo se pone debajo de los pies de quien camina; y ese contacto de la piel con la materia no puede resultarle indiferente al sujeto; éste experimenta fatalmente su cuerpo (Barthes, 1973: 130).

El acento es puesto en el gozo y el placer del cuerpo –que en textos posteriores sería ahondado– y en lo inacabado, lo inconcluso –como su preparación para la novela– acercándose en ello al viaje y a la errancia primitiva: la horda se desplaza libremente, aísla puntos de referencia, jalona su espacio e inscribe sus tumbas: esa es la escritura de su territorio, lo que lo fija o, al menos, hace de la existencia misma una raya, una línea que se espera indeleble. [7]

No entraremos aquí en las tipologías de viajes que Butor elabora, cuyos ejemplos más interesantes están en el entre que tejen: entre el salir y llegar (sin retorno), o entre el partir y retornar (retorno circular, en que importan más los puntos intermedios y desvíos).

Las fotografías de Lela Martorano en “Longe, estado indefinido” inscriben en la fotografía ese entre, entre paisaje exterior y paisaje interior. El acto de ver es afectado por la distancia, la lejanía, la posibilidad de cualquier pertenencia. La fotografía obtura una escritura de la memoria que, como ésta, es falible: son las rayas, las heridas practicadas sobre la propia superficie fotográfica.

Remarcamos, sin embargo, la idea de trayecto, que debería devolvernos a la constelación que estas escrituras figuran.

La experiencia de escritura de Galáxias será parte fundamental del intercambio que Haroldo de Campos –y también su hermano, Augusto– mantuvieron con Hélio Oiticica, especialmente en la concepción y elaboración de la enciclopedia portátil a la que el artista da comienzo durante su autoexilio en Nueva York –eran años de dictadura en Brasil. Esa enciclopedia, obra inconclusa también, fue denominada por el mismo Oiticica “Newyorkaises ou Conglomerado”, y concebida, como explica Carolina Votto en su artículo “Série Heliotapes”, empleando un método constelacional que nos remite al trabajo benjaminiano de los Passagen Werk, el Libro de los pasajes y su montaje crítico.

José Emilio Burucúa señala que la noción de constelación en Benjamin aparece por primera vez en las “cuestiones preliminares” de El origen del drama barroco alemán:

Las ideas son a las cosas lo que las constelaciones son a las estrellas. Esto quiere decir, antes que nada, que las ideas no son ni las leyes ni los conceptos de las cosas. [...] Mientras que los fenómenos, con su existencia, con sus afinidades y sus diferencias, determinan la extensión y el contenido de los conceptos que los integran, su relación con las ideas es la inversa, en la medida en que la idea, en cuanto interpretación objetiva de los fenómenos (o, más bien, de sus elementos) determina primero su mutua pertenencia. (Benjamin en Burucúa, 2003: 8)

Burucúa pone de relieve la dimensión de historicidad que el propio Benjamin reivindica para esas configuraciones-constelaciones y para cada uno de sus puntos. No se trata de proponerlas como una dimensión abstracta y una mera construcción intelectual, sino de contemplar en ellas la “perspectiva histórica, sea en dirección al pasado o al futuro” entendiendo cada signo en su producción, pero asimismo en su “reproducción y reapropiación cambiante en el devenir” (Burucúa: 8), es decir, pensarlos en su rebosante vida presente (algo que Warburg conceptualizaría como “Nachleben”). Esa historicidad (que no es historicismo) es ese movimiento plástico que Albers inserta en la constelación (en el plano) y es, asimismo, el movimiento que realiza al releer el signo del arte mexicano pre-hispánico. Esa historicidad produce chispazos a partir de la reunión del tiempo del Ahora con el del Otrora en esa constelación que, entonces, nos permite captar la imagen de lo que, se otro modo, se fuga. Es contemporizar a Albers en Mitla y a Mário de Andrade en el Amazonas y escribiendo Macunaíma. La constelación aquí propuesta, sin embargo, no se acerca a la reinterpretación que hiciera Adorno de ese concepto al proponer que toda inmanencia (interna, individual) se expresa como objetividad histórica sedimentada a la que se ha de hacer consciente para transformarla, si se quiere, que manifiesta los pares oposicionales externo/interno, universal/individual y define por faltas, ausencias, progresos o repliques. El concepto de constelación benjaminiano deja oír lo simultáneo, la sensibiliza a las porosidades y, también, encuentra la barbarie en el progreso. No es un modelo, en todo caso es un método o un paradigma, tal como lo concibe Agamben (2010).

Sobre lo simultáneo y lo poroso, escribió Benjamin en lo que podríamos llamar sus crónicas o miniaturas (Dirección única, Denkbilder). Recordemos el Nápoles donde afuera y adentro nunca se distinguen completamente, se está afuera y adentro al mismo tiempo, se está en un tiempo y en otro, se ve y se es visto, como en las constelaciones:

CIELO. En sueños salí de una casa y alcé la mirada al cielo nocturno. Un violento resplandor emanaba de él. Pues, al estar constelado, las figuras según las cuales se agrupa a las estrellas se hallaban ahí, físicamente presentes. Un León, una Virgen, una Balanza y muchas otras, compactos cúmulos de estrellas, miraban fijamente hacia la Tierra. De la Luna, ni trazas. (Benjamin, 1987: 68).

El Nápoles que Benjamin describe se despliega en la porosidad que impide delimitar, pues “nada se termina ni se concluye” (2011: 27), cuya presentación espacial más evidente es la proliferación de construcciones, la arquitectura que no separa público y privado, que “evita lo definitivo, lo acuñado” (26), expresión de la simultaneidad que seduce y sorprende al caminante-narrador. La música y la “magia atmosférica en forma de cohetes que imitan dragones” subrayan la presencia constante y la vida que bulle en cada punto de la ciudad. Y el cielo explota en colores que superan a la “pompa telúrica”, entre el cielo y la tierra, las calles de Nápoles que parecen galerías de tránsito y mercancías de todo tipo. La ciudad entreverada. Los fragmentos de “Moscú” presentan descripciones afiladas de los cambios que se vivencian en el día a día. Dos conceptos-imágenes (Benjamin destaca la “nueva óptica que se adquiere” en Rusia) nos interesan aquí: la noción de remonte y la superposición de tiempos y espacios: en puntos oscuros u ocultos de la ciudad se esconden aldeas. En Moscú “todas las ideas, todos los días y todas las vidas parecen estar puestos sobre la mesa de un laboratorio”, es un “método de ensayo” que Benjamin llama remonte o renovación, es un “método ruso” (46). “En esta pasión imperante hay tanto una voluntad ingenua para el bien como una curiosidad y un jugueteo desmesurados. Se trata de uno de los fenómenos más característicos de Rusia en la actualidad” (46). Es imperativo pensar ese remonte con el montaje de tiempos disímiles –aún más si pensamos que el cronista se encuentra en las tierras del gran teórico del montaje, Eisenstein–, de simultaneidades provocadas, de imágenes en fricción, que dan a ver, visualmente, aspectos de otro modo inadvertidos, como las luces que, en la noche de Moscú, Benjamin describe y que remiten a la constelación –no como fijeza, no como mapa de la inmovilidad, sino como apariencias, luces y oscuridades móviles, desplazadas, que reúnen disímiles puntos brillantes y, sobre todo, revelan innúmeros espacios vacíos o negras zonas levemente iluminadas por halos efímeros. [8]

La actividad teórica y crítica del intelectual alemán es, en diversas modulaciones, la que sostiene las elaboraciones en torno a las propuestas constelares que circulan en nuestro presente. En su obra inconclusa, en la que pretende ejercitar el montaje crítico, Benjamin se preocupa por las constelaciones, las estrellas y los astros. Tal es así que una referencia fundamental al respecto será La eternidad por los astros de Blanqui. [9] Imperativo es, asimismo, reconocer los puntos de contacto con la magnífica e interminable/ada obra de Aby Warburg: su Bilderaltas Mnemosyne. [10]

Atlas, que tanto espacio ocupó en las teorizaciones, las imágenes, las lecturas de Aby Warburg, reaparece revestido de una “advocación cristiana” entre los “Objetos desterritorializados” pertenecientes al escritor Severo Sarduy que nos presenta Silvana Santucci. Esta colección, que es convocada bajo la firma del escritor, también se dispone constelacionalmente en una “tensión dialéctica entre orden y desorden” para que haga emerger o advenir el sentido.

Una constelación puede, asimismo, asimilarse a la figura-imagen de la biblioteca. De ella nos habla Josimar Ferreira en una triple relación y relectura expansible entre Borges, la artista chilena Patricia Osses y Walter Benjamin, en clave de una fantasmagoría que activa la memoria trayendo a un primer plano (a través de la biblioteca y de la ciudad borgeana), en relámpagos, lo que quedó perdido o ausente, los vacíos, los agujeros negros de las constelaciones.

Siguiendo los pasos de las diversas territorialidades borgeanas, María Elena Legaz nos recuerda nuevamente que éste es producido mediante la marca, las incisiones y los devaneos de la escritura. Además de los cronotopos borgeanos de las orillas y el Sur, la autora revitaliza otros territorios como la frontera, ese confín o ese umbral que se habita y que es la literatura misma, y los mapas, que nos reconducen nuevamente al Atlas. Al respecto, nos dice Didi-Huberman:

Atlas, guerrero vencido, obligado a inmovilizar su potencia, héroe desdichado y oprimido por el peso de su pena, acaba siendo algo inmenso y moviente, fecundo y rico en enseñanzas. En adelante, dará su nombre a una montaña (el Atlas), a un océano (el Atlántico), a un mundo submarino (la Atlántida), a toda suerte de estatuas monumentales destinadas a sustentar nuestros palacios (los atlantes), y pronto a una forma de saber que plasma en imágenes la dispersión –y la secreta coherencia– de nuestro mundo todo . De nuevo comprobamos aquí la pertinencia de las nociones aportadas por Émile Durkheim y Marcel Mauss, por Claude Lévi-Strauss después, sobre la fecundidad epistémica de los mitos, su notable función heurística y clasificatoria. (2010: 69. El destacado es nuestro).

El portante y soportante Atlas, su pathos, se presenta en ese imposible mapa borgeano que dada su “rigurosidad” aspira al control total, a la manera del peso portado y subordinante del Atlas que se revela en sus rodillas en tensa flexión, a punto de caer. La amenaza de un saber absoluto y de un conocimiento de dimensiones tales que inmoviliza y, en la escritura de Borges, llega a confundir mapa y territorio, es decir, que nos conduce a sospechar que podemos ser, como el primero, ficción, es el abismo de la indiferenciación. Se trata de una experiencia inquietante, semejante a la que describe el Atlas en Warburg, según Didi-Huberman: “Una manera de decir que la ‘fórmula de pathos’, en la figura de Atlas, atañe sin duda a la inmovilización –y también a la repetición indefinida, la eternización inconsciente– de un conflicto, su forma superviviente expuesta en todo momento al peligro de derrumbamiento” (70). Los momentos en que esa supervivencia se expresa como una memoria o una reminiscencia, presente y espectral, revisten ese carácter de inquietante extrañeza. (74).

Los artículos del Dossier van urdiendo así un Atlas en tanto que trama de preguntas a partir de diferentes recorridos textuales. Mientras Nancy Calomarde interroga los modos en que una antología de la última década disloca los contenidos y procedimientos con los que el proyecto de modernización crítica latinoamericana de la segunda mitad del siglo pasado abordó la territorialidad en el contexto de nuestras literaturas y culturas, María Fernanda Libro ausculta las formas en que el “nosotros mapuche” configura una territorialidad donde se conjugan el reclamo por la identidad en la diferencia y la reivindicación de una nación mapuche. Diversas formas de una ficción territorial que discute los contenidos asignados y el imaginario territorial que fundó la modernidad.

Javier Mercado aborda las representaciones de la Tierra Misteriosa en la literatura argentina, trazando un recorrido por diferentes momentos del siglo XX y XXI, que revela la importancia de esta imagen arquetípica y la conceptualización de una territorialidad sagrada en modulaciones diversas. Por su parte, César Correa nos conduce al siglo XIX para presentar un Sarmiento contemporáneo que se instituye en fundador de un proyecto geobiopolítico. Abrevando en los desarrollos foucaultianos, el autor analiza el proyecto sarmientino como la imbricación de la producción territorial y producción subjetiva en el diseño de la nación, orientada a su inserción en la matriz occidental y capitalista.

Cerrando esta sección, Florencia Donadi analiza las paradojas y aporías que la territorialidad amazónica produce en la configuración de la comunidad nacional a partir del concepto de contagio y mediante la puesta en funcionamiento de una operatoria espectral en la novela Nueve noches del escritor brasileño Bernardo Carvalho.

Grito y distancia, cuerpo y ausencia rodean las series fotográficas incluidas en este Dossier: las de Cirenaica Moreira y las de Lela Martorano. Las fotografías de Cirenaica Moreira, presentadas por el escritor Ahmel Echevarría, sugieren en su blanco y negro escenas e historias -incluso en movimiento- en las que el cuerpo femenino y sus territorios adquieren la potencia de un grito. En una sutil anacronía evocada por los atrezos (polvo de arroz, espejos, guantes de encaje, volados), las fotografías comportan trazos de lo efímero que, sin embargo, retintinea su peso metálico hacia el espectador: como una perla, que es “la enfermedad de una tumba” (como escribe Piñera en “Los desastres”).

Además de la sección “Imágenes a la intemperie”, el Dossier incluye “Notas”, un género híbrido que se mueve entre la crónica y el ensayo breve que aborda producciones artísticas heterogéneas como es el caso del libro Hábitat de Elian Chali, comentario escrito por Florencia Rossi y Amilcar Cantoni, y “Fragmentos de una trama ambivalente” de Marcelo Silva Cantoni. Ambas se concentran en las interrelaciones entre imagen y discurso, fotográfico en el caso de la obra de Elian y una escritura fragmentaria que se deja guiar por el caminar por las ciudades; imagen cinematográfica en el segundo caso, en el que se analiza la serie documental realizada por Julio Ramos en Tierra blanca, en la cual se hilvanan las historias de los centroamericanos que pasan por el Albergue Guadalupano para el Migrante, próximo a las vías del tren que los transporta en la ruta hacia el “norte” y los voluntarios que allí trabajan, en un tejido común. Santiago Esteso Martínez, por su parte, narra la experiencia migrante frente a la exposición Subversiones con curaduría de Didi-Huberman ofreciéndonos una reflexión en torno a las articulaciones entre subjetividad, experiencia y procesos de desterritorialización en la cultura del presente.

Este Dossier invita, asimismo, a adentrarse y atravesar el universo de las ficciones/escrituras de Marta Aponte y Ahmel Echevarría en su propia pluma y en las palabras de escritores por su propia voz, en la sección de entrevistas: Katia Viera conversa con el cubano Ahmel Echevarría; Florencia Rossi, en un encuentro durante la Feria del Libro de Buenos Aires, con el puertorriqueño Eduardo Lalo y Nicolás Jozami, en merecido homenaje, en el año que lo vio partir, escribe su diálogo con Abelardo Castillo.

Ahora bien, ¿qué tipo de constelación hay aquí? Una que da cuenta de las fuerzas, de las multiplicidades, de las heterocronías o anacronías, que no se asienta en un modelo histórico-literario cronológico lineal, sino que se sostiene en la memoria, que es anacrónica, puesto que el pasado de la memoria presenta una organización impura, es un efecto de montaje de tiempos, además de inconsciente (y por eso, se pauta por síntomas, que son supervivencia, latencia y, al mismo tiempo, aparición repentina). Como sostiene Didi-Huberman (2005), no hay historia (fuera del modelo de continuidad o progreso) sin una teoría de la memoria y sin inconsciente del tiempo. Esas serán las dos coordenadas que organizan las constelaciones, en sus brillos y sus opacidades.

El método constelacional, que benjaminianamente se aproxima al montaje, produciendo conocimiento por montaje, es decir, desmontando la historia lineal y montando el conjunto de tiempos y espacios heterogéneos, nos conduce a lo contemporáneo. Porque ser contemporáneos es no sólo percibir las galaxias y los cuerpos luminosos de las constelaciones, sino sus oscuridades, sus agujeros negros, “esta luz que viaja velocísima en torno a nosotros y, sin embargo, no puede alcanzarnos” (Agamben, 2008: 4). Es contemporáneo, nos dice Agamben, quien “no se deja enceguecer por las luces del siglo y alcanza a vislumbrar en ellas la parte de sombra, su íntima oscuridad” (4).

(...) Filho da diáspora

e dos encontros fortuitos, o poema

me esclarece: toda origem é forjada

no caminho cujo destino é o meio.

(Cicero, 2012: 34)

El medio, como sugiere el poema de Antonio Cicero, es la emergencia, la intempestividad, lo que “urge dentro del tiempo” (Agamben) en el que se convocan otros tiempos que resplandecen y fulguran en un umbral inaferrable. Ni origen ni destino o bien origen y destino en cada emergencia, en cada tiempo que urge (ur: hacia arriba, gen: origen).

El Dossier que presentamos aborda la literatura y el arte contemporáneos desde una perspectiva que no se sostiene en la mera idea de actualidad, de aquello temporalmente inmediato, a lo que Jean Luc Nancy denominaría “arte hoy”, sino desde una mirada que se coloca en el medio, en la encrucijada –de tiempos, de escrituras, de espacios, de lecturas.

Retomando la pregunta de Giorgio Agamben y las respuestas que ensaya en “¿Qué es lo contemporáneo?” (2008), diremos que la contemporaneidad es un tempo, en el sentido rítmico –y, por lo tanto, no necesariamente melódico, melodía de la que Cage intenta escapar constantemente– que pone en contacto las matrices afrocubanas y caribeñas en la interpretación que Cage realiza de las Rítmicas de Roldán, instalando en el meollo de lo moderno la disonancia, la no-coincidencia que, justamente, por ello permite “a través de este desvío y este anacronismo” percibir el “propio” tiempo. Todo tiempo está, en hamletianas palabras, “out of joint”, descoyuntado, y, por lo tanto, en ese despedazamiento emerge la irrupción del tiempo que más nos pertenece. Lo contemporáneo, desde esta perspectiva, y como también señala Ramos en su artículo, no remite a la “actualidad”, a un tiempo cronológico y lineal, sino más bien a aquello que Benjamin llamaría el “tiempo del ahora” ese que reúne en una irrupción, en una imagen dialéctica, “tiempos múltiples y asincrónicos” (Ramos), una emergencia que reúne Otrora y Ahora, revelando sentidos ocultos, no dichos o que permanecían silentes, y que el montaje (crítico) permite advenir o aparecer (Didi-Huberman).

Referencias

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Agamben, Giorgio (2008) “¿Qué es lo contemporáneo?”. Disponible en: http://19bienal.fundacionpaiz.org.gt/wp-content/uploads/2014/02/agamben-que-es-lo-contemporaneo.pdf

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Rancière, Jacques (2009) El reparto de lo sensible. Estética y política. LOM, Santiago.



* Doctora en Letras, Profesora Adjunta de Literatura Latinoamericana II (UNC) e Investigadora del CIFFyH. [ nancycalomarde@yahoo.com.ar ]

* Licenciada y Profesora en Letras Modernas. Doctoranda en Letras, Facultad de Filosofía y Humanidades – Universidad Nacional de Córdoba. Becaria de CONICET. [ florenciadonadi@gmail.com ]



[1] “To compose this piece, Cage used the Atlas Eclipticalis 1950.0 (an atlas of the stars published in 1958 by Antonín Becvár [1901-1965], a Czech astronomer), superimposing musical staves over its star-charts.” http://johncage.org/pp/John-Cage-Work-Detail.cfm?work_ID=31

[2] Esta búsqueda de John Cage se aproxima de las teorizaciones de Roland Barthes sobre lo Neutro. Sin embargo, el teórico francés le realiza severas críticas a las búsquedas del americano. Sería posible, sin embargo, aproximar esa fijación constelar que se practica en Atlas Eclipticalis a la búsqueda del satori Zen, como el “súbito desembocar en el vacío” (Barthes, 2003: 357) o como acceso de incandescencia del momento en su pura excepción (356), de suspensión, congelamiento, atemporalidad. Esta interpretación se sostiene en el conocimiento de Cage, nos dice Barthes, de las filosofías de Oriente, especialmente del Zen (más que del Tao), a través de Suzuki (365, las traducciones del portugués son nuestras).

[3] Fox Weber menciona que entre los estudiantes y visitantes del Black Mountain College se encontraban “el pintor y artista gráfico Robert Rauschenberg, el bailarín y coreógrafo Merce Cunningham, el poeta Robert Creeley, el director y productor de cine y de teatro Arthur Penn, el compositor y artista John Cage y el arquitecto e inventor Buckminster Fuller, entre otros.” (17).

[4] Conferencia inédita impartida en la Graduate School of Design de Harvard, Robinson Hall, el 11 de diciembre de 1937. Algunos textos inéditos de Josef Albers han sido publicados en el Catálogo de la exposición “Josef Albers. Medios mínimos, efecto máximo”, realizada entre el 28 de marzo y 6 de julio de 2014, en Madrid, publicado por la Fundación Juan March.

[5] El texto del poema concreto de Augusto de Campos, de 1975, dice: “Onde quer que você esteja/Em Marte ou Eldorado/Abra a janela e veja/O pulsar quase mudo/Abraço de anos-luz/Que nenhum sol aquece/E o oco escuro esquece”. Se evidencia el carácter constelacional al visualizar la organización del poema en espacio, que es el espacio celeste, en una coincidencia buscada entre forma y contenido.

[6] En uno de sus escritos, titulado “La enseñanza del arte como educación creativa”, de 1934, Josef Albers hace hincapié en esos dos aspectos: táctil y visual, a la vez que asemeja el arte al lenguaje y la escritura: “Aprendemos a observar de forma controlada y estudiamos sistemáticamente acortamientos, intersecciones e interrelaciones de la tectónica y del movimiento, la proximidad y la lejanía. Por lo que respecta al acto visual (comparable al pensar que precede al hablar), primero hay que aprender a ver la forma y, en concreto, como fenómeno manifiestamente tridimensional. Por lo que respecta al acto manual (comparable con la actividad lingüística), se trata de conseguir que la mano se doblegue a la voluntad de quien comunica. Para ello comenzamos todas las clases de dibujo con ejercicios técnicos generales: medir, dividir, evaluar, ritmo de dimensiones y de forma, ejercicios de disposición, modificaciones de la forma. Y nos servimos deliberadamente de la sensibilidad motora.” (Albers, 219-220) Las conferencias que entre fines de 1934 y comienzos de 1935 profiere Albers en La Habana también enfocan esta doble cuestión. Una de ellas se titula “Experiencias táctiles y ópticas: trabajo constructivo”.

[7] Cuando acercamos el viaje como contenido antropológico a la escritura, en Butor, nos referimos a la supervivencia que el autor encuentra tanto en la escritura como viaje así como en los vínculos entre ambas categorías de la errancia o el nomadismo primitivos (mencionados por el autor como “bárbaros” en relación con los romanos) y sus posteriores instancias de inscripción que funcionan como escrituras, pues el espacio recorrido puede ser definido como espacio de lectura. El autor lo deja entrever al mencionar el siguiente “proceso”: los pueblos cazadores seguían huellas de los animales, los pastores los signos de la vegetación, durante la trashumancia se reconocían puntos de referencia, se aislaban nombres y se los sacralizaba, así, el espacio deviene una página y dejamos en ella nuestra huella. En una dirección semejante, Barthes reconoce esas supervivencias en la escritura como gesto -partiendo de la hipótesis de una escritura desvinculada de la oralización de una lengua y de la comunicación- y en la escritura, en sentido amplio, como inscripción, que habilitaría el pasaje incesante entre regímenes heterogéneos: dibujos, letras, trazos, imágenes y que no necesariamente implica uniformidad u homogeneidad combinatoria, supervivencia de ideogramas, pictografías e inscripciones radiales (a partir de las cuales se distinguiría a posteriori el paradigma y el sintagma).

[8] “No es sólo la nieve con su brillos de estrellas, de noche, y sus cristales parecidos a flores, de día, lo que provoca nostalgia de Moscú. También la provoca el cielo. Porque, entre los techos bajos, siempre penetra en la ciudad el horizonte de las amplias llanuras. Sólo de noche se vuelve invisible. Pero, en ese momento, la escasez de viviendas que afecta a la ciudad produce un efecto asombroso. Si se recorren las calles cuando apenas anocheció, se ven iluminadas casi todas las ventanas de las casas (...). Si el resplandor de la luz que sale de ellas no fuera tan irregular, se podría pensar que se trata de una iluminación decorativa” (Benjamin, 2011: 68-69).

[9] Remito a la sección “D7; D7 a” y subsiguientes de “D. El tedio, eterno retorno”, en Libro de los pasajes de Walter Benjamin.

[10] En la presentación de la exposición Atlas. ¿Cómo llevar el mundo a cuestas? Didi-Huberman presenta el Atlas Mnemosyne de este modo: “No âmbito das artes visuais, o atlas de imagens, Atlas Mnemosyne, composto por Aby Warburg entre 1924 e 1929, que restou inacabado, constitui para todo his­toriador da arte – e inclusive para todo artista hoje – uma obra de referência e um caso absolutamente fascinante. Aby Warburg transformou o modo de com­preender as imagens. Ele é para a história da arte o equivalente a que Freud, seu contemporâneo, foi para a psicologia: incorporou questões radicalmente novas para a compreensão da arte, e em particular a da memória inconsciente. Mnemosyne foi sua pa­radoxal obra prima e seu testamento metodológico: reúne todos os objetos de sua pesquisa em um dispo­sitivo de “painéis móveis” constantemente montados, desmontados, remontados. Aparece também como uma reação de duas experiências profissionais: a da loucura e a da guerra. Pode-se vê-lo, então, como uma história documental do imaginário ocidental (herdeiro, nestes termos, dos Disparates e dos Caprichos de Goya), e como uma ferramenta para entender a violência política nas imagens da história (compará­vel, nesse ponto, a um compêndio dos Desastres)” (Didi-Huberman, 2010: 5. Traducción de Alexandre Nodari en Revista Sopro).