NOVELA, EXPERIENCIA E IMAGINACIÓN EN LOS ENAMORAMIENTOS DE JAVIER MARÍAS

Marcelo Topuzian*

Resumen: Desde que Walter Benjamin la formuló, la contraposición entre narración e información ha tendido a servir como herramienta de legitimación teórica de una concepción estética diferencial de la experiencia literaria. Javier Marías vuelve sobre esa oposición para edificar una muy ambigua defensa de los vínculos que la literatura tendría con la experiencia, a diferencia de la prensa y los medios masivos de comunicación. Los enamoramientos explora las condiciones bajo las cuales la literatura sería capaz de sobrevivir en un campo literario y cultural transformado. Pero estas condiciones implican asumir el carácter constitutivamente imaginario del apego actual a la literatura.

Palabras clave:

IMAGINACIÓN, INFORMACIÓN, FICCIÓN, MEDIOS MASIVOS, NARRACIÓN

Abstract: Since Walter Benjamin, the contrast between narration and information has tended to serve as a tool for theoretical legitimation of a differential aesthetical conception of literary experience. Javier Marías returns to the opposition to build a very ambiguous defense of the links between literature and experience, unlike the press and mass media. Los enamoramientos explores the conditions under which literature would be able to survive in a transformed literary and cultural field. But these conditions involve taking on the constitutively imaginary nature of the current attachment to literature.

Key words:

IMAGINATION, INFORMATION, FICTION, MASSMEDIA, NARRATION

En su novela Los enamoramientos, Javier Marías construye una figuración de las relaciones entre información y narración en la actualidad que retoma algunas caracterizaciones históricas de esa distinción e intenta, sobre todo, explorar a partir de ella las condiciones de la narración novelesca y literaria en el presente.

Será difícil, sin embargo, proponer en este espacio, como introducción de este trabajo, una descripción teórica acabada de la problemática que desde larga data ha tendido a contraponer la narración a la información en el amplio campo de las humanidades, y sobre la que se puede citar una ya amplia bibliografía específica (además de los trabajos de Walter Benjamin que mencionaremos enseguida, Ricoeur, 1983-1985; White, 1987 y 2010; MacIntyre, 1981; Nussbaum, 1995; Lyotard, 1979). Nos interesará más bien explorar cómo la novela de Marías se sirve novelesca y narrativamente de esta contraposición clásica para explorar la autorrepresentación de lo literario en un escenario cultural como el contemporáneo, en el que el desarrollo exponencial de los medios de comunicación –especialmente los de naturaleza audiovisual– ha terminado por desdibujar los límites entre información y narración (literaria).

*Doctor en Letras, Profesor Asociado Interino de Literatura Española Moderna y Contemporánea, Facultad de Filosofía y Letras, UBA. Recibido 5/11/2016. Evaluación 14 y 25 de febrero de 2017. mtopuzian@gmail.com

Narración, información y novela

A pesar de esto, puede comprobarse que, al menos con seguridad para los autores, críticos e investigadores literarios, los señeros ensayos de Walter Benjamin “El narrador” y “Sobre algunos temas en Baudelaire” todavía constituyen un mojón de ineludible referencia a propósito de estos problemas (Lunn, 1982; Gagnebin, 1994; Felman, 2002); se disculpará por tanto, a continuación, la breve mención de algunas de sus proposiciones, dado que, aunque históricas, las consideramos un antecedente ineludible de la doxa crítica acerca de las relaciones entre novela y medios masivos de comunicación sobre la que opera Los enamoramientos.

El propósito de la información y la prensa se cumple –indicaba Benjamin en los años 30– al “sellar los acontecimientos respecto del ámbito en que podrían afectar la experiencia del lector” (1939: 610) [1] ; por esto una noticia debe ser “comprensible en y por sí misma” (1936: 109), agotarse en su carácter de reporte aparentemente puro de un hecho acaecido; es decir, vedar, en su posibilidad misma, cualquier germen de desarrollo, elaboración o interpretación posteriores. Por el contrario, la narración –inicialmente al menos, solo en sus manifestaciones tradicionales– “no se propone transmitir el puro en sí de lo ocurrido (como lo hace la información); ella sumerge el asunto en la vida de quien cuenta para dárselo a quienes escuchan como experiencia” (1939: 611, 1936: 111); es decir, deja una vía eminentemente abierta al despliegue, la interpretación y la aplicación a su circunstancia vital a lo largo del tiempo por parte del receptor –como en la conmovedora historia de la irrefrenable manifestación de dolor del vencido rey Psamenito, no por su hija humillada, ni por su hijo condenado, sino por su viejo criado prisionero, contada por Herodoto y usada por Benjamin como ejemplo clásico (1936: 109-110). Pero esto se debe también a que “la huella del narrador se adhiere a la narración como la mano del alfarero al cuenco de barro” (1936: 111, 1939: 611), dado que “el narrador toma lo que narra de la experiencia, la suya o la que le han transmitido. Y la vuelve a la experiencia de aquellos que escuchan su historia” (1936: 111). La aparente concreción misma del ‘en sí’ del hecho informado supone una abstracción cosificante respecto de un plano en el que ese hecho podría ser vivenciado e integrado en el contexto vital de los participantes.

Sabemos que la concepción de la narración de Benjamin en estos trabajos de los años treinta es bastante excluyente respecto de formas que también describimos como narrativas: es el caso explícito de la novela moderna, que Benjamin liga plenamente a la era del predominio de la información: “En medio de la plenitud de la vida y a través de la representación de esa plenitud, la novela manifiesta la profunda perplejidad del viviente”, es decir, su imposibilidad de asumir lo narrado como experiencia, como enseñanza para su vida. Las virtudes de Don Quijote, que es uno de los ejemplos privilegiados por Benjamin, han sido “completamente abandonadas por el consejo y no contienen la más pequeña chispa de sabiduría” (1936: 107); al contrario, propician un vagabundeo sin sentido trascendente, puramente abierto y sin destino presente, en tanto ficcional –es decir, solamente como mera “representación” de la “plenitud de la vida”.

Sin embargo, también es cierto que Benjamin indica que En busca del tiempo perdido de Marcel Proust –a quien en esa circunstancia llama, expresamente, “poeta” y no novelista– “da una idea de qué medidas requirió restaurar la figura del narrador para el presente”: explicitar que la posibilidad de dar cuenta de la propia experiencia –de la propia infancia, por ejemplo– solo puede ser hoy resultado de un encuentro azaroso e involuntario con su propio pasado por parte del individuo aislado, dado que aquel se ha desgajado por completo de la experiencia colectiva y de sus rituales conmemorativos (1939: 611), que anteriormente le servían de marco y soporte sociales. El individualismo que caracteriza y diferencia el mundo de la novela respecto de los géneros narrativos tradicionales y que lo vuelve, como la información, impermeable a la experiencia, al hacer de la relación con el pasado un hecho fortuito y personal, parece por esto mismo haber podido dar lugar, sin embargo –siempre según Benjamin–, a una restauración posible de algunos rasgos de la narración tradicional aun en las circunstancias de la más completa de las clausuras de sus condiciones antiguas. La posibilidad de la experiencia en la narración ‘novelesca’ se recupera –parece sugerir Benjamin– con la condición de que ella misma se vea atravesada reflexivamente por la pérdida de su relación tradicionalmente constitutiva con lo colectivo, con la vida de la sociedad. Por lo tanto, ya no puede considerarse que la narración novelesca sea “plenitud de la vida” hecha experiencia, sino solo, en última instancia, azar, casualidad, contingencia y vacío, aunque, de todos modos, representados, ‘narrados’ en una ficción según los requerimientos, límites y procedimientos característicos de un género bien establecido dentro de una institución literaria autónoma. Así, la narración se desgaja de la experiencia colectiva comunitaria, se vuelve mera (re)construcción formal de acontecimientos y combinación inmanente de motivos narrativos –y, además, bajo esta condición, también objeto pasible de escrutinio crítico–, pero por esto, al mismo tiempo, se puede también hacer cargo de una experiencia de condición marcadamente moderna: la de la desorientación y la dificultad, por parte del sujeto, para adueñarse y apropiarse de algo como la ‘experiencia social compartida’. Es nuestra hipótesis que Los enamoramientos de Javier Marías se ha impuesto la grave tarea de volver a sopesar el valor de este modo de resolución del desfasaje entre experiencia, narración y novela a partir del cual Benjamin fue capaz de ‘salvar’ a Proust –y, por extensión, a una parte de la novelística del siglo XX– de las objeciones críticas a propósito del género tal como había terminado de conformarse durante el siglo XIX.

Conocimiento y experiencia

Sostenemos que este viejo debate sobre la novela moderna y la experiencia es reactualizado, en la novelística de Javier Marías, a partir de una problematización generalizada de los vínculos entre ficción literaria y conocimiento. A propósito de su obra, la crítica ha destacado la profundidad de sus reflexiones cognitivas, puntualmente acerca de las relaciones entre narración, pensamiento y saber (Herzberger, 2001 y Herzberger, 2011). Resulta habitual encontrar en el punto de partida de sus novelas una escena a la que el narrador o el personaje solo pueden acceder inicialmente en términos sensoriales –y, podríamos aquí decir, estrictamente ‘informativos’: sonidos, una conversación oída a medias, una escena entrevista o una imagen fotográfica. Esos ‘datos’ dan lugar a una primera percepción de los hechos que, a continuación, el desarrollo de la novela se encargará de complejizar, de profundizar y, más a menudo, de cuestionar radicalmente. El discurso de la novela en Marías se edificará en torno del intento y el deseo –no necesariamente realizados– de hacer, de aquello entrevisto o entreoído, experiencia e, incluso, una sabiduría moral y un consejo a los que suele apuntar el estilo meditativo cuidadosamente construido por la prosa del novelista –aunque, en última instancia, infructuosa e irónicamente. Como resultado, la función de la narración y los propósitos de los narradores, siempre implicados en aquello que narran, terminan por ocupar el centro de atención de sus novelas más allá del saber y la información que, finalmente, de un modo u otro, al fin y al cabo terminan adquiriendo y proporcionando.

Ken Benson, interesado en establecer las líneas de continuidad y diferencia entre las obras de Juan Benet y de Marías, afirma que, a partir de la problematización de los alcances y poderes del lenguaje en general para conocer y dar cuenta de la realidad en la obra del primero –y en el experimentalismo literario de los años sesenta en su conjunto, según Benson–, se pasa, en la del segundo, a una interrogación de la narración concebida como relato personal, individual, de la experiencia vivida (2001: 52-53). Frente a las preocupaciones lingüísticas, epistemológicas e históricas de gran escala del experimentalismo novelístico de los años sesenta y setenta, en la obra madura de Marías el hecho capital de la narración es que se presente como completamente atravesada por la experiencia del narrador alrededor de una problemática general que tiene que ver con qué puede saberse y qué no desde ella acerca de sí mismo y de la propia historia. Pero, como ya hemos indicado, la experiencia de la narración, asumiendo la lección proustiana de Benjamin, no puede constituirse ya en la novela como un punto de vista real- –y no solo formalmente– omnisciente garantizado por su inmersión previa en algún tipo de colectivo, en alguna comunidad más amplia. Al contrario, un relato atravesado por la experiencia de un narrador individual hoy solo puede testimoniar su propia desorientación y, también, su falta de credibilidad. Los narradores de Javier Marías no pueden entonces sino testimoniar el fracaso de la omnisciencia novelesca en sus alcances cognitivos últimos: ella no puede garantizar ya la adquisición de verdadera experiencia.

Sin embargo, Marías es capaz de desprender, como consecuencia de esta imposibilidad, una tarea que adjudica a la literatura y, más precisamente, a la narración literaria en la contemporaneidad: el establecimiento de un límite y una resistencia frente a la apariencia de inmediatas e instantáneas omnisciencia y comprensibilidad de suyo de la realidad que promueve el predominio de la información en el panorama mediático actual, sobre todo en lo que tiene que ver con la llamada ‘cultura audiovisual’. Gonzalo Navajas ha llamado tempranamente la atención sobre cómo la obra de Marías ha tenido centralmente en cuenta, desde el principio, las transformaciones de la cultura escrita –a la que toma “como punto de referencia esencial”– como resultado de “la nueva tecnología de la comunicación” que “ha magnificado la disyunción entre la letra y la imagen” (2002: 119). La novela haría así justicia al espesor narrativo de todo saber, en contra de cualquier privilegio cognitivo concedido a la inmediatez y evidencia solo aparentes de la representación audiovisual. Y no solo a partir de declaraciones temáticas explícitas, sino sobre todo de sus mismos presupuestos constructivos y formales, basados, precisamente, en la dificultad, la diferencia y el diferimiento temporal (narrativo) de la comprensión y del conocimiento.

Novela y narración

Los enamoramientos también explorará, por tanto, las maneras en que la novela es capaz de sobrevivir bajo las actuales condiciones culturales y mediáticas, aunque no se preste precisamente para una glorificación acrítica de la literatura y los escritores: así lo demuestra la mirada desacralizante a que los somete la narradora, que se desempeña, oportunamente, como editora literaria (2011: 31-41). La novela cuenta la historia de un crimen y, si no de su investigación, sí al menos del descubrimiento de mucho de lo que ese crimen oculta. La narración en primera persona de María Dolz pretende expresamente, desde el principio, dar cuenta de aquello de que la prensa –donde han aparecido las noticias sumarias y, sobre todo, una fotografía del apuñalamiento de Miguel Desvern– no ha podido hacerse cargo.

La novela explora, entonces, las condiciones de esa narración en directa ligazón con la vivencia de la narradora; se destaca desde el comienzo, por ejemplo, el papel central que en ella obran su mirada y su escucha. La novela comienza efectivamente así: “La última vez que vi a Miguel Desvern o Deverne fue también la última que lo vio su mujer, Luisa, lo cual no dejó de ser extraño y quizá injusto, ya que ella era eso, su mujer, y yo era en cambio una desconocida y jamás había cruzado con él una palabra” (11). Con Miguel y su esposa Luisa la narradora guarda inicialmente lo que reconoce son “frágiles (…) vínculos tan solo visuales” (26), es decir, basados en los datos perceptuales más primarios e inmediatos que surgen del hecho mínimo de compartir, regularmente, el mismo bar. Ellos son para ella, incluso, como “personajes de una novela o de una película por los que uno toma partido desde el principio, a sabiendas de que algo malo va a ocurrirles, de que algo va a torcérseles en algún momento, o no habría novela o película” (22). El acceso inicial, predominantemente visual, de la narradora a la materia de su narración, es el de una espectadora. Más allá de lo evidentemente problemático, aquí, de la equivalencia [2] , la novela o película de esta cita pueden homologarse a la novela tal como la describe Benjamin en “El narrador”: esa que, precisamente, atrae a su lector a través de “la esperanza de calentar su vida tiritante junto a una muerte de la cual lee” (1936: 120), es decir, que solo contempla de manera exterior. Pero debe tenerse en cuenta también que una mirada y una contemplación fascinadas como la de María Dolz y la del lector de novelas de Benjamin constituyen, en este texto de Marías, el medio más propio del enamoramiento, al trazado de cuya génesis y efectos se orienta, desde su mismo título, la novela. La singular construcción de la voz narradora, sincera y a la vez poco confiable, se convertirá en el foco de la operación novelesca de Marías, precisamente como consecuencia del enamoramiento.

Dado su esperable rechazo ético del deseo morboso de los lectores de la prensa periódica, la narradora declara haber pasado por alto la noticia del asesinato de Miguel –a quien inicialmente ni siquiera identifica con su habitual vecino de mesa en el bar– “sin leer el texto completo, precisamente por la ilustración de la noticia: la foto de un hombre tirado en el suelo en mitad de la calle” (27). La fotografía periodística, como reproducción técnica de una imagen, vuelve el acontecimiento impermeable a su apropiación en tanto experiencia, a su integración en un conjunto más vasto de circunstancias vitales. María no quiere sumar sus “ojos curiosos y horrorizados a los de centenares de miles cuyas cabezas estarán pensando mientras observan, con una especie de fascinación reprimida o de seguro alivio: ‘No soy yo sino otro, este que tengo delante’” (28). El efecto inmediato de la fotografía truculenta en la sección de información policial del periódico es la toma de distancia y la imposibilidad absoluta de identificación, es decir, de incorporación de lo acontecido al campo de la propia experiencia personal.

A la presentación de los simples datos del crimen tal como han aparecido en la prensa sigue esta declaración de la narradora, en la que resuena la retórica satírica, a la manera de Karl Kraus, del Benjamin de “Sobre algunos temas…” y de “El narrador”, y que vale la pena citar en extenso:

Luego la noticia había desaparecido por completo de los periódicos, como suele ocurrir con todas actualmente: la gente no quiere saber por qué pasó nada, solo que pasó y que el mundo está lleno de imprudencias, peligros, amenazas y mala suerte (…). Se convive sin problemas con mil misterios irresueltos que nos ocupan diez minutos por la mañana y a continuación se olvidan sin dejarnos escozor ni rastro. Precisamos no ahondar en nada ni quedarnos largo rato en ningún hecho o historia (50-51).

Como indicábamos, el punto de ataque principal a la información periodística tiene que ver con sus efectos constatativos, aquellos que hacen del acontecimiento algo que simplemente “pasó”, un hecho aislado de cualquier estructuración, jerarquización o modalización cualitativas, entre otros de que el mundo está más o menos serial o episódicamente lleno. El acaecer meramente fáctico del hecho es un efecto de su circulación como información, como noticia. Pero el objetivo último de estas manifestaciones de la narradora es contraponer la noticia y la información a la narración novelesca. Su desarrollo efectivo, en Los enamoramientos, implicará reconocer, en primer lugar, lo que puede haber de “misterio” en lo sucedido, y luego, en segundo, indagar, precisamente, “por qué pasó”, durante algo más de “diez minutos” de lectura. La demora y permanencia en el tiempo –“ahondar” y “quedarnos largo rato” con un “hecho o historia”– resultan, por contraposición, signo de la ligazón entre narración y experiencia, especialmente alrededor de lo que en ella supone la apertura a la interpretación –como lo señaló Benjamin a propósito de la historia del rey Psamenito en Herodoto. Siguiendo este razonamiento, la narradora de la novela indicará más tarde que “todo lo valioso que la literatura ha creado” es aquello “que el tiempo ha sancionado y autorizado milagrosamente a permanecer más allá de su brevísimo instante que cada vez se hace más breve”. Su trabajo en una editorial, sin embargo, le “impide [a María] conocer, paradójicamente” (179), estos valores literarios resultado de la duración y la permanencia en el tiempo –y en el interés de los lectores–, debido a que ella solo se ocupa de lo que se publica en el presente más inmediato y luego termina, en su mayor parte, desapareciendo de las librerías.

La principal forma de interpretar y ahondar narrativa y experiencialmente en el acontecimiento que la novela propone es –a diferencia de la actitud de los lectores de periódicos según la cita anterior– intentar identificarse ficcionalmente con las emociones y actitudes de la víctima para reconstruir en lo posible su vivencia. La narradora María –del mismo modo que la viuda de Miguel, Luisa– no podrá evitar evocar “lo que pasó por su cabeza en aquellos momentos”. Se trata de “pensamientos prestados”, pero que por su mismo carácter son difíciles de abandonar, dotados como están para desplegar toda una virtualidad interpretativa y, finalmente, narrativa en su impulso: “luego cuesta salir a veces, supongo que por eso tan poca gente lo hace y casi todo el mundo lo evita y prefiere decirse: ‘No soy yo quien está ahí, a mí no me toca vivir lo que le pasa a este, y a santo de qué voy a añadirme sus padecimientos’” (77). Este añadido, la capacidad para la evocación hipotética y transitiva de la experiencia ajena, es otra marca de este acceso singular a la realidad que es la narración, y particular condición de su configuración específicamente novelesca –por ejemplo, en la construcción verosímil de personajes por parte de un narrador (Margolin, 1990a y 1990b).

Estilo

Se puede pensar que la sintaxis –oracional y narrativa– plena de incisos, aclaraciones y explicaciones, la preferencia por las más diversas fórmulas hipotéticas y condicionales, y el uso virtuoso y a la vez engañoso de las distintas variantes –directas e indirectas– del discurso referido –características todas bien reconocibles de la prosa novelesca madura de Javier Marías (Herzberger, 2001; Navarro Gil, 2004)– realizan el propósito de que se vuelva imposible no “ahondar”, no demorarse largo rato en una historia o en la evocación de una experiencia ajena que en esa historia narrada alcanza su cifra. Sostenemos aquí que Los enamoramientos reflexiona metaliterariamente a propósito de su conformación estilística como aparato discursivo narrativo y novelesco a partir del vínculo amoroso que se establecerá entre la narradora María y Javier Díaz-Varela, el responsable último de la ejecución de Miguel Desvern en la novela. Con seguridad podrá impactar autorreflexivamente en las expectativas de un lector ya habituado –a la altura de la página 165 de la novela– a los meandros evocativos de la prosa de Marías que María, la editora literaria, describa de este modo el discurso de su amado Javier: “una fuerte tendencia a disertar y a discursear y a la digresión, como se la he visto a no pocos escritores de los que pasan por la editorial”.

No se escapará tampoco a esta altura al lector –pero al de este trabajo, en este caso– que el nombre de pila de este personaje, Javier, y el de la narradora y enamorada suya, María, componen un conjunto onomástico que no puede evitar remitir a la instancia autoral. Este desdoblamiento, que no es el único presente entre los personajes de esta novela, tiende, según nuestro punto de vista, a problematizar sistemáticamente la relación estructural entre narrador y autor y, correlativamente, la institución de cualquier sentido pretendidamente definitivo del texto, es decir, no sujeto a interpretación ulterior. Por otra parte, algunas operaciones formales de la novela apuntan a remedar en el personaje de Javier la omnisciencia del narrador novelesco: Díaz-Varela reproduce, por ejemplo, casi textualmente los razonamientos anteriormente expuestos por la narradora María cuando más tarde le describe a ella misma sus hipotéticas reacciones ante la revelación de su participación en el asesinato (284, 290, 316-317) –más adelante nos referiremos precisamente a cómo la novela concibe la seducción como inducción a la reproducción inadvertida de discursos ajenos, por lo cual aquello que María presenta como sus reacciones y actitudes originales podría considerarse ya, retrospectivamente, efecto del poder de convicción narrativa –y, podríamos decir, ‘pseudo-autoral’– de Javier. Que Los enamoramientos supone una exploración autorreflexiva de las funciones y de los alcances de la propia narración novelesca en la obra de Marías lo testimonia también la profusa reaparición de personajes de otros textos suyos, como el profesor Rico (de Negra espalda del tiempo y Tu rostro mañana), Ruibérriz de Torres (de “Mala índole”) y la omnipresente Luisa (de Todas las almas,Corazón tan blanco, Mañana en la batalla piensa en mí y Tu rostro mañana), habitual nombre de pila de las esposas de los narradores de varias novelas anteriores de Marías –y que en Los enamoramientos es, significativamente, viuda, explicitando la exposición del lector de este texto a la intemperie de su propia interpretación y juicio personales sobre lo narrado.

Seducción

En síntesis, la posibilidad de reflexionar, de ahondar en un acontecimiento y de asumirlo como experiencia que ofrecería la narración a diferencia de la noticia y la fotografía periodísticas –siempre según Benjamin, y también según las condiciones ficcionales de ejercicio del discurso de interiores a Los enamoramientos– dista sin embargo de cualquier plenitud. Por el contrario, ella supone inevitablemente, en el marco de la ficción novelesca y de sus operaciones metafictivas y metaliterarias, la apertura del campo de un conjunto de operaciones discursivas y retóricas de persuasión que hacen de la narración una forma privilegiada de seducción. De este modo, la novela termina asimilando los efectos de la narración (incluso los de la novelesca y literaria, si atendemos a los rasgos ‘pseudo-autorales’ con que se carga el personaje de Javier) a los de aquellas formas y medios –la noticia, la fotografía– que, al principio, parecían poder oponerse diametralmente a la narración. De este modo, la narradora María dirá de Javier Díaz-Varela en la novela:

Le miraba los labios mientras peroraba, se los miraba con fijeza y me temo que con descaro, me dejaba mecer por sus palabras y no podía apartar los ojos del lugar por donde salían, como si todo él fuera boca besable, de ella procede la abundancia, de ella surge casi todo, lo que nos persuade y lo que nos seduce, lo que nos tuerce y lo que nos encanta, lo que nos succiona y lo que nos convence (…). Me quedé perpleja al comprobar cuánto me gustaba y hasta fascinaba aquel hombre apenas conocido (137-138).

La fascinación morbosa que la narradora deplora en los lectores de la prensa y sus fotografías reaparece aquí en otro contexto. Siguen a este, en la novela, otros muchos largos pasajes en los que se ahonda y reflexiona sobre la naturaleza de la experiencia del enamoramiento. De todos ellos corresponde retener esta vinculación reiterada entre la mirada fascinada, la palabra, la boca y los labios (repetida, por ejemplo, en 177-178). Como suele ser habitual en las tramas de las novelas de Marías (por ejemplo, y por excelencia, en Corazón tan blanco), la seducción narrativa es de carácter fundamentalmente discursivo y, en el plano textual, da lugar a la circulación y replicación efectiva del material verbal entre los diferentes personajes, que en el curso de la narración van reiterando inadvertidamente como propio lo que han escuchado decir a otros, como efecto de la seducción que estos han ejercido sobre aquellos, seducción que debe ser entendida siempre como inducción al pensamiento, a la palabra y, en última instancia, a la acción –o a su contrario.

En Los enamoramientos, esta operatoria alcanza un nivel especial de autorreflexión en una escena de lectura de la novela corta El coronel Chabert de Honoré de Balzac, es decir, al tomar posición acerca de la novela del siglo XIX, aquella que motivó el juicio tajante de Benjamin. Sobre El coronel Chabert, Díaz-Varela le dice a María que

lo que pasó es lo de menos. Es una novela, y lo que ocurre en ellas da lo mismo y se olvida, una vez terminada. Lo interesante son las posibilidades e ideas que nos inoculan y traen a través de sus casos imaginarios, se nos quedan con más nitidez que los sucesos reales y los tenemos más en cuenta (166).

La ficción novelesca desactiva o, al menos, relativiza lo meramente fáctico del acontecimiento narrado. Y en el medio imaginario de la ficción, la seducción y la inducción (la inoculación de “posibilidades e ideas”) se convierten también en el elemento mismo de la lectura, es decir, del tipo básico de experiencia y acceso cognitivo a la realidad que supone la narración novelesca. Se evidencia entonces una distinción de grado superior entre narración e información, y ahora también –pace Benjamin– entre novela y noticia: la que habilita el desvelamiento o no de estas operaciones implicadas de manera general por la lectura. En los casos de la noticia y la fotografía de prensa como géneros informativos, estas operaciones no dependen tanto de estrategias constructivas o estilísticas propias o internas a cada una de sus manifestaciones concretas –como aquellas que María, la editora, podía reconocer en el discurso de Javier, y luego, en consecuencia, también nosotros, como sus lectores, en Los enamoramientos–, sino más bien a la autorización y legitimación externas con que las sostienen el alcance, la difusión y el poder del medio en el que aparecen, que la autonomía relativa de sus formatos y su carácter serial tienden a dejar sistemáticamente en segundo plano.

Esta es la singular encrucijada en que Los enamoramientos pone a sus lectores: al fin y al cabo, la lectura de novelas es capaz de generar efectos imaginarios de inmediatez y espontaneidad similares a los de las noticias y las imágenes periodísticas, a pesar de todo su espesor narrativo. Vista exclusivamente a partir de sus efectos más inmediatos–por ejemplo los del relato que Díaz-Varela le hace a María–, la novela resulta –como indicaba Benjamin– indiferenciable de los formatos informativos de los medios masivos de comunicación, si se los considera en su pretensión de omnisciencia irreflexiva. Sin embargo, Los enamoramientos no se agota en esa indiferencia, sino que a partir de ella despliega el campo de la experiencia sobre el que se basa la respuesta de Marías frente a la desorientación y la falta de consejo del lector de novelas en la era de la información señaladas por Benjamin: el enamoramiento.

Enamoramiento

El final de la novela pone en juego con total evidencia su problematización de los usos y funciones de la narración, y del tipo y el valor del saber que su experiencia proporciona. La novela ya ha presentado antes al profesor Rico, figuración novelesca del acercamiento crítico-formal, filológico e historiador, a la narración literaria (basada en el académico del mismo nombre). Se trata, en efecto, de un “hombre de saber inmenso” (154), pero completamente desinteresado de cualquier uso presente y efectivo de ese saber (108, 154-155), que por esto no puede asemejarse a la sabiduría que, según Benjamin, proporcionaba la experiencia transmitida por la narración tradicional. Como indicamos más arriba en nuestro resumen de los planteos iniciales de “Sobre algunos temas en Baudelaire”, la crisis de la relación constitutiva de experiencia y narración es condición del acercamiento crítico, estilístico incluso, a la prosa narrativa; y el profesor Rico es, en Los enamoramientos, un buen testimonio de la desorientación del crítico literario, aunque se lo considere muy sabio.

María, la narradora de la novela, comparte, como editora, este acercamiento distanciado al hecho narrativo, pero en este caso no respecto de la literatura del pasado, sino de la que se escribe en el presente. También, como hemos señalado, es capaz de ejercer esta ‘lectura’ crítica y especializada sobre el estilo narrativo (y persuasivo) de Javier Díaz-Varela. Pero el testimonio último y la ratificación de la completa falta de sabiduría y de consejo en que la narración novelesca abandona a su lector tiene lugar cuando, en el final de la novela, María decide no contarle a Luisa, la esposa del fallecido Miguel, lo que ha llegado a conocer, subrepticiamente primero y gracias al relato de Javier después, sobre la participación de este último en la muerte del esposo de aquella, incluso tras descubrir con total evidencia que Javier ha suplantado a Miguel en el corazón de Luisa. ¿Cómo tomar esta autocontradictoria ‘moraleja’ final que María –a quien no en vano Luisa y Miguel apodaban “la joven prudente”– dice afirmar solo “como para justificarme” y entre comillas, refiriendo su propio discurso como una cita:

‘Tampoco quiero ser como los malditos libros entre los que me paso la vida, cuyo tiempo está quieto y acecha cerrado siempre, pidiendo que se lo destape para transcurrir de nuevo y relatar una vez más su vieja historia repetida. No quiero ser como esas voces escritas que a menudo parecen suspiros ahogados, gemidos lanzados por un mundo de cadáveres en medio del cual todos yacemos, en cuanto nos descuidamos. No está de más que algunos hechos civiles, si es que no la mayoría, se queden sin registrar, ignorados, como es la norma’ (400-401)?

En uno de los momentos más cruda y concretamente autorreferenciales y metaliterarios de la novela, la narradora se resiste a convertirse, precisamente, en narradora de novela, es decir, en una “voz escrita” y por tanto “cerrada”, “repetida”, ofrecida al lector –como en la cita de Benjamin mencionada más arriba– como una “muerte de la cual lee”. Pero la voz de la narradora se torna improbable y constitutivamente ficcional, y su anterior negación resulta denegada, desde el momento mismo en que la leemos impresa, en un libro publicado bajo el nombre de autor de Javier Marías. Sin embargo, la certeza del distanciamiento del lector respecto de la “muerte de la cual lee”, a partir del registro, a pesar de todo, del mismo rechazo de la narradora a contar, de la conservación y el testimonio de esta omisión y de este silencio –aunque pagando el precio de la completa ficcionalización y ‘novelización’ de su voz– no alcanza a volver tranquilizador el desenlace de la novela.

La ficción en la forma novelesca es aun capaz de incluir, sin quebrar el verosímil y lejos del pathos existencial del antecedente unamuniano, esta patética declaración de rechazo a convertirse en personaje y narradora de novela. De este modo, sustrae también esta declaración, como es usual en el género, a su posible transformación en experiencia, porque la clausura impuesta por la certeza de la ficcionalidad de ese registro impone las mediaciones de la historia y crítica del género en cuanto tal y de la institución literaria en su conjunto, que han ido disponiendo roles sociales de características bien determinadas –individualidad, soledad, aislamiento, autonomía– tanto para el lector como para el autor de novelas –y también para el personaje, como María, que en este caso no puede comunicar directamente nada de lo que sabe o ha aprendido ni siquiera a sus improbables lectores. Estas mediaciones transforman todo apunte de experiencia en la novela en procedimiento que busca un efecto primordialmente literario sobre el lector. Pero cuando el lector de Los enamoramientos va a cerrar el “maldito libro” que efectivamente ha estado leyendo y que ella ha protagonizado y narrado, María reconoce que su decisión final de no contarle lo ocurrido a Luisa habría sido la contraria “de no haberme enamorado tiempo atrás, estúpida y silenciosamente” (401) de Javier Díaz-Varela. A esta conclusión llega, finalmente, Los enamoramientos: todo relato, incluso el de los textos informativos y el de la novela moderna –a pesar de la distinción trazada por Benjamin–, instala una dependencia (“se depende siempre de quien nos cuenta algo, éste decide por dónde empieza y cuándo para, qué revela y qué insinúa y qué calla” (303)) y una debilidad –definición última, en la novela, del enamoramiento: “sentir debilidad, verdadera debilidad por alguien, y que nos la produzca, que nos haga débiles. Eso es lo determinante, que nos impida ser objetivos y nos desarme a perpetuidad y nos haga rendirnos en todos los pleitos” (308). El simple hecho de aceptar que se nos cuente algo nos introduce en un horizonte de sujeción que echa a perder cualquier objetividad, cualquier pretendido ‘en-sí’ del hecho narrado. La pérdida de la experiencia que supone la cosificación fáctica impuesta por la información, que deja a los sujetos sin orientación, destruye cualquier sabiduría y convierte el cosmos de la narración tradicional en el mundo contingente, inmanente y azaroso de la novela moderna; implica un verdadero trauma, como el de los soldados que regresaban de la guerra, según Benjamin, “no más ricos, sino más pobres en experiencia comunicable” (1936: 104). La mudez generalizada del hombre moderno supone también una falta generalizada cuando –como ha seguido ocurriendo– de todos modos alguien decide contar algo: la ausencia de redes sociales colectivas de intercambio de experiencias pone a los sujetos, en tanto narratarios, en estado de total dependencia respecto de los narradores. De aquí, por supuesto, la soberanía de los modernos medios de comunicación –y de las llamadas “redes sociales” tecnológicamente dirigidas–, pero también la de Javier Díaz-Varela sobre María, reducida a escuchar el relato con el que aquel intenta ordenar el caos azaroso de la muerte de Miguel. Como hemos indicado, el enamoramiento es el nombre que la novela adjudica a esta dependencia del relato de otro, a esta fascinación con su fuente (la “palabra”, la “boca”, los “labios”) por el hecho de que, efectivamente, a partir de ella un mundo caótico, azaroso y privado de sentido puede sin embargo ser organizado en una estructura –aunque sea provisoria y ficcional, de todos modos coherente. El subproducto de cualquier relato en una época de adelgazamiento de la experiencia es el enamoramiento entendido como un afecto (Massumi, 2002), como esa dependencia y debilidad surgidas del trauma que aquella pérdida supone.

Por supuesto, señala la narradora, “hay quienes piensan que el enamoramiento es una invención moderna salida de las novelas” (309). Y en efecto, se puede pensar que, como indicábamos, la novela, como forma todavía narrativa privilegiada en una época de desaparición de la narración, es modelo por excelencia para la instauración del afecto postraumático resultado de esa desaparición. Pero sería un error pensar el enamoramiento como un mero efecto de los recursos constructivos de la novela como género literario o simplemente discursivo, es decir, como algo del orden de una retórica orientada a la persuasión –por ejemplo, a la instalación de estados emocionales específicos en el lector. María, en Los enamoramientos, está especialmente atenta, como indicamos, a la conformación estilística de las palabras de Javier Díaz-Varela, y se ha mostrado capaz de ‘leer’ con ojo clínico de editora y correctora –y, agregaríamos, de crítica e investigadora literaria– el relato final en el que Díaz-Varela confiesa los alcances de su participación en la muerte de Miguel. Así, ha podido dar cuenta de todo lo que en ese relato está retóricamente orientado a administrar, distribuir y dosificar el impacto emocional de su discurso: su tono (339), sus gestos (309), sus recursos argumentativos (310), su uso de los tiempos verbales (327) y, por supuesto, los efectos de todos estos procedimientos sobre la credibilidad general de su historia (303, 331, 341), que resulta más bien endeble –de hecho, la novela policial, como género altamente formalizado, proporciona los criterios básicos de verosimilitud de la, de otro modo, prolija y efectista narración de Javier. Pero la conciencia de estos mecanismos discursivos y sus efectos no eximen a María del enamoramiento, que por esto debe ser pensado en un nivel diferente al de la efectividad emocional de la ‘labia’ de Javier –y, podríamos agregar nosotros, de los recursos constructivos y retóricos del género ‘novela’ en cualquiera de sus variantes subgenéricas. Como lectora enamorada, María solo ansía convencerse, se autojustifica cuando decide no contarle a Luisa lo que sabe y, en el final, solo aspira a poder olvidarlo todo.

Sostenemos que a través de las relaciones que María establece entre la información fáctica limitada que le ofrecen la noticia y la fotografía de la muerte de Miguel, y el relato novelesco de Javier acerca de su participación en el crimen, Javier Marías explora en esta novela, mediante la figura del enamoramiento, un conjunto de aspectos –que decididamente habría que denominar ‘imaginarios’– de la narración en la contemporaneidad. Se trata de todo lo que en ella supone una verdadera implicación subjetiva, más del orden de la identificación o del afecto –en tanto dependencia o debilidad, según indicamos– que de la representación o la construcción narrativas de un verosímil genérico o discursivo codificado; es decir, finalmente, de aquello que mueve a que la narración, como tal, aparezca; de su fuente –en el caso de María y Javier, como explicación, excusa o “atenuante” (322) del crimen, pero precisamente porque siempre ella “deseaba oír más” (338). La novela denomina ‘enamoramiento’ precisamente a esta afectación imaginaria (Barthes, 1977) que las narraciones producen –tras la desaparición de la experiencia y la narración tradicional en el sentido estrictamente benjaminiano– en los sujetos implicados por ellas.

Cabe preguntarse –como lo ha hecho por ejemplo Eloy Fernández Porta en su libro Afterpop (2007) a propósito del propio Javier Marías– si este tipo de operaciones, en la novelística actual, no se orientan, en definitiva, a la delimitación, la rehabilitación y el privilegio arbitrarios, unilaterales y reactivos de un supuesto ‘modo específicamente literario de experiencia’, fundamentalmente narrativo y novelesco, en un contexto de cosificación mercadotécnica generalizada de las producciones culturales, precisamente en tanto improbable –e ideológica– garantía de que todavía es posible una experiencia diferenciada y de que existe una posición de sujeto capaz de sustraerse cualitativamente, en relación con aquellas producciones, a la posición de lo que, por otra parte, al mismo tiempo y correlativamente se postula como la figura de un consumidor puramente pasivo. Conmovidos muchos de los fundamentos ideológicos fundamentales de nuestra disciplina, en su delimitación tradicional, por estos movimientos en su horizonte cultural, social y económico más amplio, los críticos e investigadores literarios nos vemos ante crecientes dificultades a la hora de definir y, sobre todo, de valorar nuestros objetos de estudio. Cualquier intento de establecer una barrera metodológica o disciplinar respecto de fenómenos considerados hasta todavía no hace tanto tiempo extra-literarios e incluso extra-artísticos –desde el testimonio a la columna periodística, desde las historietas a las series de televisión, desde las letras de canciones a los videojuegos– choca con una dificultad mayor en su legitimación social amplia; y son cada vez menos los medios y herramientas teórico-crítico-institucionales hoy disponibles para edificar semejante muro.

Eloy Fernández Porta ha sostenido que la literatura de Javier Marías busca defender aún, contra toda evidencia, el privilegio superior concedido a una literatura definida como ‘alta’ respecto de un conjunto de manifestaciones culturales calificadas correlativamente de ‘bajas’ –como las provenientes de los medios masivos de comunicación, la publicidad y la cultura audiovisual, aun cuando puedan ser reapropiadas y reutilizadas con otros propósitos y en otros contextos–, a partir de la postulación ideológica, arbitraria y puramente voluntarista de un punto de vista pretendidamente estable, exterior e impermeable respecto de la cultura de masas contemporánea (2007: 18). Sin embargo, la elaboración de un punto de vista tal, que podría considerarse equivalente de la singular omnisciencia interna a la diégesis de la que hace gala el personaje de Javier Díaz-Varela, no es el foco de Los enamoramientos. Con la narración de María, desencantada editora de la literatura del presente y reacia a convertirse ella misma en escritora y en literatura, cualquier pretendida autonomía de la enunciación resulta problemática, y la novela avanza –como el personaje que en esta novela, como indicábamos, tiene el nombre que usualmente corresponde en las novelas de Marías a las cónyuges de los narradores, Luisa– viuda de cualquier perspectiva estable, fija e inambigua sobre cualquier acontecimiento o fenómeno. La credibilidad y la legitimidad de la voz de la narradora resultan explícitamente enturbiadas por su enamoramiento, condición que pasa a convertirse en el foco de la exploración de la novela. Lejos tanto de cualquier certidumbre colectivamente definida como forma socialmente sancionada de experiencia, como de la completa incertidumbre resultado del azar y la pura contingencia del encuentro con el propio pasado evocadas por Benjamin a propósito de Proust, el carácter irremediablemente individual e incluso aislante del enamoramiento como la novela lo define pone a sus lectores frente al espesor imaginario del simulacro que ha pasado a organizar sus relaciones con la cultura –literatura y novela incluidas.

Entendemos, entonces, que esta novela de Javier Marías asume de manera cabal el fin de una diferencia literaria y novelesca presupuesta de suyo, como valor inalienable, y lo hace a partir de una afirmación radical de una conversión cultural fundamental propiciada por el despliegue generalizado de la información y los medios masivos de comunicación, que concluye en la configuración del estatuto primariamente imaginario –más que sociosimbólico–, emancipado y autoconsistente, de lo social como tal, en el sentido de las elaboraciones que sobre este asunto ya han desarrollado las diversas teorías del simulacro. Mario Perniola, por ejemplo, ha hablado de “desrealización” y “culturización” de la sociedad (16) y, a la vez, de “socialización de lo imaginario” (69). Citando también a Benjamin –y a Guy Debord–, Perniola se refiere con ello a la suplantación, en los procesos de socialización, de “los principios, las ideas, las representaciones” por “los simulacros, las imágenes, las copias carentes de original”, cuya consecuencia fundamental es una disolución de “la oposición verdad/engaño y el pathos de la participación”, es decir, un quiebre de la idea de que la vida puede ser comprendida como una realización social y colectiva de lo que en primer lugar fue imaginación de los sujetos; por el contrario, desde el principio “los simulacros de la sociedad les imponen a estos su propia efectividad, disolviendo su realidad” (70) y haciéndolos así objeto de la mera imposición de efectos imaginarios. Perniola entiende que de las tesis de Benjamin sobre la desaparición de la experiencia –socio-simbólica– y la reproductibilidad técnica de las imágenes se sigue la completa imaginarización de las relaciones sociales, y que por esto el régimen estético del arte resulta clausurado.

Desde esta perspectiva, incluso la extensión poética proustiana de las tesis benjaminianas sobre la novela, sobre la desorientación moderna y sobre la pérdida de la experiencia resultan inviables –al menos en sus formulaciones originales en “El narrador”– para pensar la cultura y la literatura contemporáneas. De la total indiferencia, la desorientación subjetiva, el azar y la contingencia constitutivos de la ‘experiencia’ moderna según el Benjamin de “El narrador”, la novela de Marías hace surgir el enamoramiento como infatuación y diferencia puramente imaginarias, es decir, como postulación inmanente de un afecto que se sustrae a cualquier pretensión de reconocimiento socio-simbólico, de cualquier justificación de carácter colectivo o de cualquier precedente motivacional individual. La sustracción respecto de la experiencia, la falta de consejo y moraleja de la novela como género –si se la confronta con la narración tradicional– se convierten así en afirmación autofundada de un afecto, de una dependencia y de una debilidad respecto de ella.

Apego imaginario

La teoría y la crítica literarias del siglo XX acostumbraron a los investigadores literarios al paulatino adelgazamiento de una singularidad estética de la literatura previamente conquistada con gran dificultad a lo largo de los debates y los combates por la autonomía del arte durante el siglo XIX; y finalmente los obligaron a reconocer que la narración literaria o novelesca puede llegar a ser considerada, en última instancia, formal, constructiva y, sobre todo, valorativamente indiscernible –al menos tendencialmente– de un relato estimado –en algún momento anterior– no literario, como un testimonio, una investigación periodística, una historieta o una serie de televisión –del mismo modo que, en el mundo de Los enamoramientos, el relato de Javier Díaz-Varela puede ser tanto falso como verdadero, tanto un engaño como una expresión sincera, tanto una coartada como una confesión, tanto una ficción novelesca como un relato real, pero nada de esto es finalmente importante frente a la debilidad y la credulidad de base propiciadas por el enamoramiento. Jorge Carrión (2011), por ejemplo, ha venido señalando militantemente, desde dentro de los estudios literarios, que hoy la calidad de las series de televisión alcanza a emular la riqueza constructiva, semántica y hermenéutica de la novela. La pregunta que sigue a la declaración de estas transformaciones, ampliaciones, extensiones e inversiones del objeto de estudio de la crítica y la investigación literarias solo nos la podemos formular, en primera persona y dirigida a nosotros mismos, quienes efectivamente nos dedicamos a esos menesteres: ¿por qué lo seguimos haciendo? ¿Por qué un objeto de naturaleza ambigua e improbable, crecientemente deslegitimado socialmente, indiferenciable de otros que reciben la atención de otras disciplinas en apariencia menos conjeturales, como la historia, la sociología o la economía, sigue siendo capaz de concitar nuestra atención y dedicación? La respuesta es el enamoramiento, es decir, la pregnancia imaginaria que todavía poseen la literatura y la novela, y que nos coloca en una situación de debilidad y dependencia, más que de pretendida maestría crítica. La exploración, por parte de la novela de Marías, de las consecuencias de la creciente indiferencia entre información y narración exhibe los aspectos decididamente imaginarios que nos siguen ligando –a los lectores y a los críticos, a los investigadores y a los docentes– a las producciones culturales que más valoramos –provengan o no ya, actualmente, del fondo tradicional y canónico sancionado por su permanencia en el tiempo y por su condensación de los valores de la comunidad, respondan o no a los formatos y dispositivos, a los modos de circulación, legitimación y autorización, y a las condiciones de recepción que usualmente asociábamos con ellas. Frente a una novela como Los enamoramientos, el crítico se ve obligado a interrogar sus propias operaciones interpretativas, que resultan sacudidas, por la lectura de esta novela, de una manera inaccesible para los proyectos literarios que hoy apuestan simplemente a la incorporación directa y no mediada a la novela de la fotografía, la historieta, el blog, la red social y la serie de tv. El tipo de atención crítica concentrada sobre los aspectos intrínsecos del texto –como aquella de la que María hace objeto el estilo, los recursos constructivos y la forma del relato de su amado Javier– resulta particularmente comprometido, porque las razones íntimas –en tanto enamoramiento, es decir, debilidad e infatuación puramente imaginarias– de una atención tal se le escaparán siempre, como a María las definiciones últimas sobre los motivos de su conducta en el final de la novela.

Si algo tiene para decir esta novela a los lectores, críticos e investigadores literarios de la actualidad es que la tensión, los límites y los frentes de combate de la disciplina no pasan ya por la línea que separa lo legítimo o lo ilegítimo de elevar a la ‘dignidad literaria’ y de convertir, por esto, también en objeto de atención privilegiada, concentrada y ‘enamorada’, el testimonio, la no-ficción, la autobiografía, la crónica o las columnas periodísticas y los filmes y las series de televisión, para demostrar que ellos pueden estar tan bien escritos o elaborados como la literatura definida en sentido tradicional y evocar una experiencia igualmente singular e, incluso, estética y cabalmente literaria –lo cual, a esta altura, y tras décadas de intercambios fructíferos de nuestras disciplinas con los estudios culturales, la sociología y la antropología de la cultura, puede resultar algo bastante obvio. Es, por el contrario, la hora de volver a plantear una pregunta, especialmente en relación con el trabajo de los investigadores literarios académicos, sobre la naturaleza misma del enamoramiento que todavía son capaces de sentir por sus objetos, y sobre las maneras en que esta dependencia y esta debilidad imaginarias respecto de la literatura embargan aún la investigación y los estudios llamados literarios, aunque hoy ellos se permitan también leer, del mismo modo rendido y enamorado, fotografías, textos periodísticos, series de televisión o videojuegos. El estatuto imaginario de lo literario es, finalmente, bajo la figura del ‘enamoramiento’, el objeto crítico evanescente de esta novela de Javier Marías.

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Notas



[1] Las traducciones de Benjamin son propias.

[2] Marías se ha referido extensamente, en Negra espalda del tiempo (1998: 125-133), a los problemas que le provocó personalmente la adaptación cinematográfica de su novela Todas las almas, estrenada en 1996 con el título El último viaje de Robert Rylands. Por otro lado, Vicente Luis Mora ha teorizado este problema en su libro titulado, precisamente, El lectoespectador (2012).