EXOTISMOS. SOBRE EL ABSOLUTO, DE DANIEL GUEBEL

Nancy Fernández *

Resumen :

En el presente artículo trato una historia donde las relaciones culturales entre literatura, arte, política, ciencia y religión, dan lugar a una perspectiva descentrada y paradójica, donde la identidad nacional y familiar se vuelven los disparadores más auténticos del exotismo.

Palabras clave:

EXOTISMO-LITERATURA-ARTE-CIENCIA-LENGUA

Abstract :

In this work I attempt to read a story where the cultural relations between literatura, art, politic, science and religión, seems that uncentered and paradoxical perspective, where the national and familiar identity are the authentic motives of the exotism.

Keywords:

EXOTISM-LITERATURE-ART-SCIENCE-LANGUAGE

En cierto modo, si evocar distancias promete figuraciones en torno de mundos y actores extranjeros y desplazados, las imágenes (fragmentos de espacio-tiempo cruzados y asimétricos) traman el proceso de una escritura y la historia de una filiación, donde el motivo del viaje plantea la incógnita central y diferida de la Forma, tanto como acto como posibilidad de creación. Novela de impronta artística, el texto de Guebel fabula herencias y apropiaciones, mediante figuraciones del universo que plantea su materialidad en una geometría ilimitada de puntos. Una serie de contingencias aleatorias trama las articulaciones de la acción. En parte, se trata de la búsqueda identitaria de lo nacional o en su versión más individualizada, del nombre propio. Una genealogía de artistas y hermeneutas; y una alquimia donde prima el misterio y la nomadía, cifra un punto de partida para perderse, hacia el final, en laberintos estelares sin caución nominal. Pero es en la extensiva durabilidad de cada personaje donde se juega el fulgor y la eficacia no solo de una estirpe sino la versión imaginaria de una nacionalidad. Como si la nación cifrara en el mundo la potencia del universo y la creación, en base a los periplos de una lengua familiar o lejanamente conocida. Una familia que para Guebel, es la compuerta invertida del Génesis, la mitología desplazada del tiempo en reversa del mismo Big Bang. En cierto modo, el origen del nombre de los protagonistas se forja entre los destinos lejanos durante las travesías tan materiales como simbólicas; así también, esos nombres encarnan historias de linajes asumiendo sus versiones más duraderas en las motivaciones de la política y del poder, de la mística y la religión, el arte y sus diversos modos de saber. Podría decirse que la Historia es el modo sesgado y suspendido (con los vaivenes de las digresiones) para pensar una idea (y una experiencia) del tiempo. Y en ese vaivén se delinean las éticas y las estéticas que acatan un modelo de narrativa donde la cosmología es la vía láctea del origen.

La proliferación y los desvíos, la incidencia del azar, marcan los avatares de cada acontecimiento (familiar, artístico, sentimental). Afín a las delicuescencias estelares, Daniel Guebel deja ver una idea de lo nacional puntuado en su misma dilución, donde una suerte de modelo diaspórico no disuelve sino que extiende los límites esteparios de Rusia; Oriente y Occidente se vuelven así objetos macroscópicos de una cartografía monumental, donde los personajes son bisagras con los espacios de la familia y la creación. Es allí donde el Universo inscribe su ley, donde la dinámica expansiva de precursores y epígonos, lejos de inscribir itinerarios lineales que aseguren su perpetuidad, parecen regirse por el devenir que suspende lazos y herencias. Pero la narrativa de Guebel sincroniza la historia con un ritmo que se aviene a esa totalidad desmesurada, comenzando con Vladimir Deliuskin, siguiendo con la narradora femenina, nieta del último descendiente para concluir con el esquivo narrador autodenominado “yo”. Y en este sentido, son los ajustes de la cronotopía aquello que reclama todo el potencial de la técnica realista, no como concepto de representación que necesariamente debe hacerse cargo de la esfera pública; de lo que aquí se trata es más bien de un procedimiento donde cada escena en su detalle requiere igual intensidad de la mirada. Escritura de la macroscopía, el tiempo se realiza como zona de la intemperie donde la orfandad es el revés de las estancias familiares, el contrapunto donde la saga marca su trazo no en los rescoldos de la domesticidad, sino en el cielo abierto de puntos aleatorios. No es la reunión, entonces, lo que propicia el encuentro y la transmisión, porque no hay un adentro que preserve la posesión de nombre, ley o propiedad. Es la experiencia sensible del afuera, la deriva azarosa cuya pulsión ambulatoria marca el ritmo de su clave netamente exótica. Y es el epígrafe inicial, “¿Quién es Scriabin? ¿quiénes son sus antepasados? Igor Stravinsky”, la entrada que augura la primer cifra (la primer letra o el primer acorde musical), la abundancia plena de la totalidad, donde el rastro imperecedero del vacío, encuentra el máximo de eficacia. Vacío que se piensa, no como la nada sino como zona abierta, morada abismal. Decía que el realismo narrativo busca la medida de todas las cosas y su estrategia radica, en parte, en crear la ilusión de un todo puesto al alcance; entonces, el enfoque se concentra de igual modo en una piel, unos ojos, un semblante femenino cerrándose ante una mirada que se extingue, las chispas imaginarias desprendidas de unas agujas de tejer, una brizna de hierba o un falansterio. Precisión infinitesimal de la mirada detenida en las acciones y sus efectos, en la brevedad de las iluminaciones repentinas y en las reflexiones sostenidas en su abstracción. A medida que avanzamos en la lectura, no resulta extraño que el linaje de músicos, remonte una genealogía de hacedores, donde el arte y la especulación intelectual (la música mutará, hacia el final, en la física de los astros) inician el interrogante infinito sobre la apoteótica idea de creación, cuya única salida será el olvido en el desvío del nombre: Deliuskin-Scriabin. Si se realiza una concepción en base a un criterio estético, la condición será perderse, o extraviarse en un origen perdido. Es paradójica y no contradictoria la dialéctica alusiva entre la macroscopía y la miniatura, la fragilidad de los enlaces donde los vínculos evanescentes interrumpidos parecieran custodiar simientes futuras. Decía antes que lo nacional buscaba su sello, esto es, una historia privada y por momentos recónditamente íntima, de afectos y sucesiones, que encuentran en Rusia la letra de una herencia, los fragmentos legados de las pertenencias de la tradición popular (danzas, cantos, gastronomía) o saberes ligados a la religión, el arte, las ciencias, la política y la historia. Serán entonces, los sucesos eventuales los que cobran la forma de contingencia necesaria, la incidencia de una causalidad casi invisible en su mecánica de levedad y arbitrio: es una manera de entender los rastros que Andrei Deliuskin (el hijo de Frantisek) deja en la biblioteca de Riga, sobre Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola. Sus anotaciones lo convierten en objeto de lectura febril, tanto de Lenin, como, algunos años antes lo fuera para el sacerdote jesuita Bernard Stierli, atisbos de relaciones cuyos imprevistos –imponderables- ceden paso a uno de los elementos que nuclean los avatares narrativos en la poética de Guebel: la tragedia. Bien lejos de caer en preceptivas de géneros, lo trágico (porque la neutralidad se adecúa mejor) es un efecto iterativo que sesga la temporalidad. Lo que se repite no es un personaje (no hay escisiones); es el fundamento genial de un linaje lo que persiste en un continuo y construye el simulacro de una permanencia aquilatada en su deriva. Como un remedo del don divino, la pulsión realizadora persigue los signos en una heurística randomizada. Entonces, sin saberlo, Andrei, sus notas, provocan la muerte involuntaria sobre los tejados nocturnos de Riga (la de un asesino serial al encontrarse con Stierli en su paso clandestino). Como se ve, en El Absoluto, Guebel lleva la proliferación sistemática característica de su escritura, a una radicalidad que no solo empuja hacia una fuga acelarada sino que a su vez, reenvía hacia un pasado que pulsa todas las variaciones posibles de la historia. “La tragedia, ahora, es la política” sentencia Napoleón desde el epígrafe que abre el Libro 2. Y ese anticipo confirma en parte la referencia (real, entre otras tantas apócrifas) al clásico Tratado de la composición musical de Jean Baptiste Lully, quien además de aludir al saber universal análogo a una mente suprema, en su biografía constan las incorporaciones de lo que bautizó como “tragedias musicales”. En ese continuo hay una doble remisión. Dios y el propio bisabuelo de la narradora, Andrei, eje a partir del cual Napoleón será el personaje que procura hacer de Josefina, su conquista más renuente. Los personajes llegan a oficiar de engarces entre las sutilezas físicas y metafíscas, allí donde el amor será el motivo-núcleo que potencia los desvíos; en este sentido, para que Andrei emprenda su viaje primero (previo a incorporarse a las filas napoleónicas), antes tuvo que morir Marina Tsvetskaia, su madre sustituta y amada en la condena del silencio. Si el amor es motivo y materia que garantiza la continuidad filial, Napoleón y Lenin cruzan su relación con Rusia (uno, el conquistador foráneo que cae ante su inclemencia y el otro el revolucionario oriundo que en su exilio suizo llega a leer las notas de Andrei, al margen de los Ejercicios Espirituales. Se diría que los desplazamientos y separaciones que siguen a cada nacimiento, son rituales efímeros de uniones que preludian la pérdida o el abandono, cifrando de algún modo el signo de la intemperie y su primer sentido de orfandad. Allí se inscribe la letra y el sonido casi primordial del vacío materno, cuya falta primera instala la forma de una soledad esencial: la madre de Frantisek es una ausencia, y Jenka llega a serlo para Andrei, quien pierde también a Marina, su ama de leche. De alguna manera, las ceremonias de supervivencia elaboradas por Vladimir (quien consolida su fortuna entre la sofisticación de la técnica y los rudimentos de las necesidades por el congelamiento de mamuts) y el delirio febril por la composición sinfónica en su hijo Frantisek, evocan la falta matricial no solo desde la etimología sino desde la idea sobre un sistema de uniones y separaciones cuyas correspondencias y desplazamientos restituyen la presencia de una Forma (alguna idea de esquema, de sistema, de organización original). En parte, los libros, con su dejo de culto sagrado de la palabra, afirman la larga duración de una saga ancestral. Personajes pródigos y prodigios en arrebatos insomnes, van en pos de una combinación proteica que quiere volverse pentagrama universal.

A lo largo del tiempo he podido comprobar que cada vez que me prodigo en la actividad que estoy realizando, una parte de mi huye. Ahora bien: la ausencia en un lugar es presencia en el otro. Lo que me ocurre, y esto forma parte de mi preocupación, es que la presencia en ese otro lugar no es percibida por mi como tal, lo que en conclusión me deja vacío de mi mismo. Quiero curar me de esta irrealidad (Guebel, 2016: 42).

Inicios sinfónicos de una experimentación operativamente abstracta “de naturaleza a la vez, sensible e intelectual”, afirman el rito de artefactos que exhiben tiempos en ritmos polimorfos. Si Guebel constituye a la estética y la mística en dos núcleos de su poética, no deja de reconocer cierto peligro en la identificación entre arte creador y holocausto universal. Acaso el riesgo solo consista en un pletórico engranaje de tragedias y elegías salpicadas de instantes de una felicidad tan desmesurada como efímera. Todo en un instante es la intuición que adivinan los artífices de palabras y arpegios y que la narradora despliega en toda su fundamentada extensión. Exceso y proliferación restituyen la experiencia de una totalidad sensible y conceptual. Entonces el poema sinfónico “Universo” carece de puntos fijos aunque su modelo permita advertir la construcción de ideas melódicas sobre series consecutivas. Es en esas intensidades artísticas donde se juegan pausas y sucesiones, donde se revierte el concepto mismo de familia; y aquí comienza a realizarse la genealogía al revés, un linaje como resorte de dispersión entrópica, depositaria de un legado furtivo porque el exotismo no es la concentración sino el éxodo. Como si el punto de partida consistiera en la fuerza embrionaria que produce y transfigura los objetos cósmicos, y la historia familiar fuera su pasaje activo, la metáfora fragmentaria, señala la perpetuidad en el cuenco mudable de la memoria.

El tiempo es lo que termina por cuestionar las casualidades, o, en todo caso, concluye por ceder un sentido aleatorio a la contingencia. Cuando Andrei visita Riga, comienza su orfebrería espiritual frente al libro de Loyola, lo que implica el descubrimiento que marcará cambios de rumbos en la Historia universal. El estilo de Loyola no exige tanto una interpretación religiosa como política. Dios se transforma en un instrumento de consecuencias prácticas.

“De hecho, para el fundador de la Compañía de Jesus, Dios es la máscara bajo la cual se ocultaba una política de poder”. La pregunta enquistada a lo largo del texto, ¿qué es lo que trama un destino? ¿Cuáles son sus alcances? Puede leerse como el reverso de otra cuestión, esto es, la conquista de un mundo de acuerdo a un plan crípticamente concebido. Esa es la hoja de ruta de Napoléon y de Lenin. ¿Qué es lo que teje la conexión entre la decisión y la contingencia? ¿Qué señala la co-incidencia entre las notas de Andrei (su proyecto de “hacerse” a sí mismo, a las lecturas que darán lugar a la disposición de Lenin para gestionar milicias revolucionarias? La respuesta se aventura en otra de las referencias reales titulada ¿Qué hacer? Se trata de las heterocronías que urden la textura de los acontecimientos. Cuando hablo de conexiones, no me refiero a aquellas que funden la mecánica de causa-efecto, cuya teleología constituye la lengua matemática del enigma policial. Eso es parte del despliegue que Guebel pone en escena con El caso Voynich. Aquí, lo que plantea el relato es la radicalidad del misterio donde el continuo, de hechos y personajes, se suspenden en digresiones que perforan la sola posibilidad de la certidumbre. No es secreto a develar, sino la incógnita de lo incompleto, lo abierto del continuo. El interrogante donde las pistas son los indicios fallidos que desplazan la perspectiva práctica de los saberes. No en vano, la numismática, la economía, la arqueología, la filosofía y la religión, abarcan los rigores de la aspiración enciclopédica que, tal como sucede con las tramas y los desenlaces en la poética de Guebel, se disipan en la dilución o en el desvío.

En correspondencia con la amplificada versión que de sí mismo Andrei consigna para Napoleón (el parte informativo para alistarse como sabio experto en sus tropas), el tiempo, materia central de El Absoluto, parece transcurrir en dilaciones aquilatadas y horas desvanecidas en miríadas de segundos. Andrei no duda en presentarse como “polígrafo, filósofo, óptico y huérfano”, descripción que atañe tanto a las máximas aspiraciones iluministas (la última encarnación del homo universalis, luego del renacentista Pico della Mirandola, al decir de la narradora), como al minimalismo cósmico a que aludirá luego, el carcelero de Esau, el hijo genial de Andrei: Dios está en los detalles. Detalle que así entendido es menos el descarte de un supremo esquema trazado a largo plazo, que el relente del fulgor que contiene en sí mismo la fuerza condensada de una verdadera epifanía. Asimismo, y desde otra perspectiva, la referencia al saber y la condición elemental de su propio origen, delinea en paralelo la diálectica entre lo público y lo privado. Al menos, así lo expone Napoleón crispado por la difusión de una carta que le envía a su hermano, incriminando más de la cuenta la intimidad de su esquiva esposa. En parte, la textura genera una versión de lo real desde la condición aleatoria de los acontecimientos (cuya causa vertebral radica en las uniones que consolidan una historia de amor –o el amor divisible al infinito-); experiencia y enseñanza aprehendida en el lenguaje críptico de las decisiones, aparentemente fútiles en su fundamento y definitivas en sus efectos. De hecho, es tan arbitrario el embarque de Andrei como el proyecto conquistador de Napoleón, donde la hiperbólica dimensión de este, consagrado a la recuperación amorosa de Josefina, coincide con Deliuskin y descendientes, en la pregunta por el objeto de las creencias colectivas, en la pregunta por la sustancia posible que mantiene unida a las masas; en definitiva, ambos parecen interrogar el espacio que media entre acto y posibilidad de concebir un proyecto magno y llevarlo a la práctica con la consecuencia de la asunción general de las multitudes. Lenin pasa por el monasterio jesuita (cuya versión ya ha sido edita por Guebel como uno de los relatos de Los padres de Sherezade), Napoleón y su navío almirante llamado –significativamente- “L’ Orient” emprenden decodificaciones con su séquito de sabios y entre medio de jeroglíficos y piedras Rosetta –alquimia inaugural que leímos en La perla del emperador de Guebel-, mantiene una deliberación personalizada con Andrei en torno a las causas y consecuencias del liderazgo de Moisés hacia Tierra Prometida. El carcelero de Esau, luego del atentado austro-húngaro que lo involucra, imparte resueltas lecciones monoteístas que al recobrar su fuerza, Esau desplaza hacia el lado de la política y la revolución. Como es frecuente en Guebel, el humor es el elemento que corta el espesor de los planteos, adelgazándolos hasta el olvido o el paroxismo del delirio: las pirámides egipcias superponen los mecanismos de su construcción con pirámides humanas (ramo simétrico de muertos en vida, rémoras de los antiguos arneses montados por Vladimir), la indagatoria paranoica hacia la conducta de Josefina promueve el espionaje camuflado en una momia viva que expira por asfixia desesperada, en la oscuridad de un sarcófago olvidado. Sin embargo, el algoritmo de la forma, manifiesta, en gran medida, como fábula sentimental, es la paciente deconstrucción de la antigua prevalencia escolástica. La historia que cuenta Guebel es también la fábula de levedad intransitiva, durable en la ejecución del método (la forma), desvanecida en la instancia final del resultado. Si el tiempo tiene sus aristas espiraladas, lo que supone series de anversos y reversos en los modos de enfocar cada objeto de debate, las perspectivas abren sus fundamentos; así sucede con la revolución que el carcelero prusiano toma como punto de disquisición. Revolución o atentado contra órdenes de una estabilidad encargada de administrar –coartar- el deseo de masas, luego del golpe al archiduque, en la cárcel y los siguientes intentos de fuga, llevan a fraguar a la Revolución, vía religiosa, el lugar promisorio de la utopía o mejor, el sitio imaginario como el mejor de los mundos posibles. Cada rostro - y cada nombre- es la máscara debajo de otra. En el lento (o puntualmente veloz) instante que materializa el proceso de la secularización occidental, se construye la vía de aproximaciones, apropiaciones y traducciones parciales de Oriente desde Rusia y Egipto. Por ello es el tiempo de la Historia –de la modernidad,- lo que va de una disquisición religiosa a una visión de la política laica, de la revelación inefable (los Ejercicios Espirituales de Loyola por parte de Andrei, pasando por las tablas de Moises reeditadas por las visitas ecuménicas de Napoleón en calidad de dios secular, hasta las discusiones entre Groiselliere y Lenin en Lovaina sobre San Pablo, las especulaciones ideológicas y culturales derivan en una idea de control y dirección mediante la organización sistemática de la práctica de conducción. Lenin concluye su estadía en el monasterio luego de nueve meses para dar a luz el nuevo sujeto histórico del proletariado. Hay un tono común entre el jesuita de Lovaina y el prusiano, y es la distancia calculada de un pensamiento abstracto y conceptual, para medir los efectos contiguos entre teoría y práctica.

¡Una verdadera revolución! ¡un verdadero teatro del pueblo! ¡En vez de emplear a unos pocos especialistas carísimos, multiplicaremos los gastos, no por costo aristocrático sino por cantidad democrática, volviendo actores a cientos, miles…a todo el populacho! Podemos empezar practicando aquí, quiero decir en la prisión, haciendo pruebas en nuestro microcosmos para evaluar la mecánica de funcionamiento. (Guebel, 2016: 301)

Pareciera tratarse de una experimentación (cultural, práctica, científica, artística, política y económica) donde el arco de lo posible extremara la tensión de sus alternativas en un único acontecimiento que, libre de la serialidad de lo idéntico, concluye, sin embargo, como efecto que contiene la potencia de una múltiple realización. Lo cual tampoco evita el doble enfoque, central en el texto, de lo religioso y científico acerca del origen y composición cósmica. En cierto modo, los diversos saberes ponen a prueba los alcances de la proliferación, allí donde cada esquema es una partícula que contiene el todo, el pliegue continuo de una versión posible del mundo. Y la pregunta por la especificidad de cada plano, quizá obtenga su respuesta en los funcionamientos concretos de cada diseño formal. Así lo muestra la dialéctica carcelero-cárcel-prisionero, organización trasladada a la de poder-oposición, allí donde las figuraciones tienden a preservarse en la fuerza resistente en el tiempo mientras que lo nuevo vacila en insistencias fallidas condenadas a la extinción. En cierto sentido, ese es el ideal que procura Esau, cuando entiende que su tarea consiste en abocarse al más alto grado del ideal político, tarea propia, en su diversidad, de la especie humana. Lo idéntico y la diversidad, repetición y desplazamiento donde el pliegue de la creación, de figuraciones y modelos teórico-prácticos, perpetúan su eficacia en diseños finitos, cuya construcción paradójica, decía, incide en un sistema articulaciones reticulares, de proliferaciones y condensaciones. Porque el diseño virtual del análisis contemplado por el director y prisionero, contemplan la máquina del poder trasvasado en los modelos del control-oposición, control-revolución, y el panóptico carcelario. Las opciones a tomar, las medidas a aplicar, asumen su materialidad de espacio y tiempo. Y por ello resulta lógico que hasta las fugas de Esau estén previstas por sus captores como trampas calculadas contra la indeterminación de su libre acción. Una suerte de libre albedrío cuyas consecuencias no son del todo previstas ni por el protagonista ni por los obstáculos que se le interponen. Esau, pasará la noche con una mujer y tendrá dos hijos, gemelos, a quienes no llega a conocer. De manera tal que lo ingobernable de algún designio, o alguna potencia suprema e inconcebible, permite la continuación de la suspendida progenie.

La totalidad de alternativas a que me refería, repara en la repetición que transfigura lo posible en la manifestación variable de lo real. Por eso, el proceso de secularización incluye en el repertorio de sus combinaciones al capitalismo, cuya mónada de representación simplificada es, precisamente, el sistema carcelario. Una nueva paradoja de la modernidad que especula, mediante el argumento sofista del director, en que la multiplicación de lo idéntico es el sustento comunitario destinado a combatir la supervivencia de lo único.

En esta historia donde el universo parece materializar su designio en cada molécula, lo insondable de su teleología, afianza la paradoja (lo visible y el misterio, lo individual, lo colectivo, la linealidad y el desvío), en cada una de las realizaciones que atañen al hombre y al mundo. Así, la identidad, como archivo genético de la memoria familiar, pone a prueba su fundamento genealógico, en la temporalidad desplazada del retorno. Entonces obra el accidente como espejo refractario de lo previsible, allí donde ya no es posible distinguir quimera o determinación. De cualquier modo el efecto acontece como extrañamiento, extranjería u otredad. Por ello, el fundamento de la filiación artística arroja su simiente potenciada en la diseminación. Se trata de la historia que Guebel imagina en el punto culminante de su inflexión, tensando la fuerza disruptiva del amor –la mujer fiel a su esperanza sin promesa- y la violencia –la huída (las de Esau y la mujer encinta), la soledad extrema, la prisión, la persecución, cuya radicalidad hace pensar en un sentido donde la lógica cumple el vaticinio de un sacrificio sin testamento. La fábula de un acervo sin tutores ni herederos o mejor, la errancia de una génesis donde lo trágico se disuelve en su ausencia y en su devenir. Sin embargo, decía, la genealogía no solo subsiste sino que se refuerza en su bifurcación, en una serie temporal que Guebel maniobra con la aceleración de sucesos, donde el desplazamiento hacia adelante no anula el motivo trágico. Entre esas opciones, la resultante es la madre que resiste las inclemencias de la fortuna aún con la pérdida de uno de sus pequeños hijos. Trenes, milicias, un vacío y la desaparición de Alexander. Sebastián abraza a su madre y en su locura la convence de un contacto que mantiene con su hermano Como si el elemento “trágico” consistiera no en el desenlace sino en la misma deriva. Y en algún momento, en un barco con destino en Buenos Aires, cambian los “cielos plateados de la tundra” para zanjar la bifurcación patronímica: en Argentina la lengua pone su acento en la alteridad, cuando el malentendido improvisa una traducción fónica. El apellido Deliuskin se pierde en la distancia fonética del indocumentado. Y aquí es donde Guebel tensiona los extremos de la contigüidad entre el humor y la fatalidad, como materia verbal vuelta amalgama sonora que cambia definitivamente la identidad original. En su auténtica improvisación en lo que respecta a cuestiones jurídicas, los argentinos mezclan confusión y desidia. Así, el arribo impensado del niño a esta “llanura del chiste” (sic Osvaldo Lamborghini) donde la separación en sílabas –De-lius-kin, es registrada como Scriabin, marcan un paso efímero por las orillas porteñas. Cuando decía que la extensión narrativa es necesaria para condensar y expandir un pensamiento sobre el tiempo, la novela sigue la aventura llevando a Alexander a trasvasar la guerra ruso- japonesa cuando es rescatado de las aguas para que, de vuelta en Rusia y en plena juventud, acceda a un encuentro casual y propiciatorio con el magisterio oracular de Madame Blavatsky. Pero el tiempo coagula además un repertorio de valores, creencias, fábulas y sentimientos, en parte colectivos, en parte íntimos. Entre las ficciones científicas que forman el intelecto de Alexander, la geometría divina, el fuego luciferino, las premisas pitagóricas sobre la música de las esferas, marcan el rumbo de su trayecto; entonces, Scriabin funde en un sueño el terror profético de un doble final: el de la dinastía Romanov y el de la familia que él mismo formó. Y ante lo que interpreta como un signo funesto, abandona el hogar para no volver atrás. Si los imaginarios de lo nacional y la familia construyen su relato atento a una prescripción homogeneizante y estabilizadora, Alexander Scriabin es la muestra renuente de un descentramiento sostenido entre pérdidas y ausencias. Menos la gema secreta atesorada entre las manos masculinas del linaje, cuyo pase de magia preserva el acorde último de la melodía celestial.

BIBLIOGRAFÍA

Adriansen, Brigitte y Maier, Gonzalo (Eds.) (2016) Todos los mundos posibles. Una geografía de Daniel Guebel. Beatriz Viterbo, Rosario.

Guebel, Daniel (2016) El Absoluto. Random House, Buenos Aires.



* Doctora en Letras por la Universidad Nacional de La Plata. Docente e investigadora en Literatura y Cultura Argentinas en la Universidad Nacional de Mar del Plata. Investigadora Independiente de Conicet. Recibido 13/06/17. Aprobado 26/06/17. nancy.fernández.cabj@gmail.com .