RECORRIDOS DE LA VIOLENCIA EN LA LITERATURA ARGENTINA DEL SIGLO XXI: NICOLÁS CASULLO, SERGIO BUFANO Y OTROS

Marcela Crespo Buiturón *

Resumen:

En torno al año 2010, fueron apareciendo diversas novelas que presentan personajes intersticiales, confusos, cuestionadores, dislocados, que imprimen un crudo derrotero de la violencia por las calles de Buenos Aires, imposible de precisar, con cruces peligrosos y muchas veces insospechados. Estos personajes no intentan desacreditar ni traicionar ninguna ideología, sino reflexionar sobre la complejidad de los fenómenos de violencia urbana y sobre la construcción dogmática de los discursos que pretenden leerlos y explicarlos.

Palabras clave

CRIMINALIDAD, DOGMATISMOS, IDEOLOGÍA, VIOLENCIA, URBE

Abstract:

 Around the year 2010, different novels appeared that present interstitial characters, confused, questioning, dislocated, that print a crude route of violence through the streets of Buenos Aires, impossible to specify, with dangerous and often unsuspected crosses. These characters are not intended to discredit or betray any ideology, but to reflect on the complexity of the phenomena of urban violence and on the dogmatic construction of the discourses that claim to read and explain them. 

Keywords:

CRIME, DOGMATISM, IDEOLOGY, VIOLENCE, CITY

El mapa como ejercicio de violencia

Un mapa es una representación simbólica que generalmente encubre bajo su tersura alguna violencia, lejana o soterrada, y la atracción que ejerce radica en una belleza cuyo límite es el horror.

Ana María Zubieta, Otro mapa de la violencia

Hace tiempo que se está reflexionando desde todos los puntos del orbe y desde múltiples enfoques disciplinares, sobre el fenómeno de la violencia, tanto política como criminal –si es que esta diferenciación tiene algún sentido ya-, que parece haber llegado a un punto álgido durante los últimos años.

Recientemente, hemos concluido una investigación al respecto, dirigida por la Dra. Ana María Zubieta, de cuya presentación he extraído las líneas del epígrafe, en la que elaboramos varios abordajes a esta cuestión. En mi trabajo, he intentado reflexionar sobre la violencia política en la obra de Sergio Bufano, escritor exiliado por la última dictadura militar, y cómo su concepción de la misma propone un cuestionamiento radical a los discursos identitarios hegemónicos del exilio en Argentina.

Partiendo de este trabajo y del fructífero intercambio con los colegas que participaron en el volumen, pensé una conexión posible entre aquel escritor y varios narradores que fueron publicando sus novelas en torno al año 2010, como Nicolás Casullo (uno de sus compañeros de exilio), Álvaro Abós, Sergio Olguín y Guillermo Saccomanno, entre otros. Entiendo que todos ellos plantean en sus textos no tan diferentes imágenes de la violencia, creando escenarios dialógicos sobre este fenómeno: Bufano elabora en su última novela, Una bala para el comisario Valtierra (2012), un conflictivo dibujo de la violencia política durante la última dictadura; Olguín y Abós vuelven a transitar las calles de Buenos Aires, pensándolas como un mapa de la violencia criminal desatada, entre otras razones, por la crisis económica y el estado de exclusión social que ha supuesto para determinados sectores poblacionales, en sus novelas Oscura monótona sangre (2010) y Kriminal tango (2010) respectivamente; Casullo y Saccomanno, imaginando un futuro mapa de guerra –perturbadoramente no tan utópico como quisiéramos- de la misma urbe, en el que entrelazan los dos enfoques anteriores y dejan de manifiesto –sobre todo, Casullo- que no pueden pensarse desligados, en sus novelas Orificio (2011, publicada póstumamente) y El oficinista (2010).

No fue por azar, queda claro, que estas novelas fueran publicadas ya avanzado el siglo XXI, un tiempo de reformulaciones, cuestionamientos a los dogmatismos y recrudecimiento de la violencia en el mundo.

La imagen de mapa, como eje para pensar determinados derroteros de la literatura argentina de las últimas décadas, no deja de ser fructífera, pero, al mismo tiempo, supone una indeseada reafirmación de un fenómeno de violencia, como sostiene Zubieta: “Las clases de geografía de la escuela argentina no solían enseñar que un mapa no es solo esa superficie tersa, bella sino que, lisa y llanamente, es el producto de luchas, guerras, supresiones, trazado de fronteras o su avasallamiento” (2017: 12), que dialoga con la visión de Edward Said (1993) de mapa como estrategia de violencia geográfica, pero también como instrumento de control.

Arte e intelectualidad frente a los fenómenos de violencia

Coja un periódico/

Coja unas tijeras/

Escoja en el periódico un artículo de la longitud que cuenta darle a su poema/

Recorte el artículo/

Recorte enseguida con cuidado cada una de las palabras que forman el artículo y métales en una bolsa/

Agítela suavemente/

Ahora saque cada recorte uno tras otro/

Copie concienzudamente/

En el orden en que hayan salido de la bolsa/

El poema se parecerá a usted/

Y es usted un escritor infinitamente original y de una sensibilidad hechizante, aunque incomprendido/

Del vulgo.

T. Tzara, “Dadá manifiesto sobre el amor débil y el amor amargo”

En este breve ejercicio, me interesa especialmente pensar ese mapa como cuestionamiento a la proyección del imaginario nacional elaborada por el poder hegemónico. Entiendo que los autores seleccionados, cada uno con sus peculiaridades, agrietan la superficie lisa de los trazos de aquel poder y proponen una visión crítica que, de alguna manera, me impele a repensar una cuestión que parece haber quedado no sé si silenciada, pero sin duda fuera de la esfera de discusión actual: la función del intelectual en los fenómenos socio- políticos de un colectivo que, desde Montaigne, no deja de resultarme motivadora.

No pretendo reflotar una discusión muy transitada ya y que algunos entienden como agotada, aunque no me quede claro que así sea, ni tampoco hacer un relevamiento de las diferentes posturas referidas a esta cuestión, en cuyo centro, sin duda, seguiría ubicando a Sartre, pero me parece necesario recordar una arista a la que Adorno le da un giro interesante. Como mencioné anteriormente, Montaigne había afirmado, en el ya lejano siglo XVI, la perentoriedad de la unidad entre el hombre y su obra. Siglos después, Auerbach reinstala la cuestión en su obra Mímesis, recordando este antecedente y resumiendo la posición del ensayista francés de esta forma:

No me pasará lo que suele ocurrirles a muchos especialistas: que el hombre y su obra no concuerdan, y que mientras se admira la obra, se encuentra al autor muy mediano en el trato, o viceversa. Un hombre instruido no lo está en todas las cosas, pero un hombre cabal o entero es cabal y entero en todos los aspectos, hasta en ese en el cual es ignorante. Mi libro y yo somos una y la misma cosa, y quien hable de uno no puede menos de hablar de otro. (Auerbach, 1942: 276)

Y en una exhaustiva reflexión, el filólogo alemán concluye que, frente a una posición como ésta, los lectores, entre los que se incluye él mismo, no pueden permanecer inactivos: deben colaborar, pensar, discutir, completar las palabras del autor.

Unas décadas antes de aparecer el trabajo de Auerbach, Batín había publicado, en 1919, un pequeño artículo en la prensa: “Arte y responsabilidad”, que era parte de un texto más amplio sobre filosofía moral, en el que sostiene una idea bastante solidaria a la de Montaigne:

¿Qué es lo que garantiza un nexo interno entre los elementos de una personalidad? Solamente la unidad responsable. Yo debo responder con mi vida por aquello que he vivido y comprendido en el arte, para que todo lo vivido y comprendido no permanezca sin acción en la vida. Pero con la responsabilidad se relaciona la culpa. La vida y el arte no sólo deben cargar con una responsabilidad recíproca, sino también con la culpa. Un poeta debe recordar que su poesía es la culpable de la trivialidad de la vida, y el hombre en la vida ha de saber que su falta de exigencia y de seriedad en sus problemas existenciales son culpables de la esterilidad del arte. (Bajtin, 1995: 11)

A la propuesta de unidad entre autor y obra, Bajtín le agrega lo que seguramente Montaigne había pensado: la importancia de la responsabilidad.

Pero es en los años sesenta cuando esta discusión adquiere la trascendencia que todos recordamos. En ¿Qué es la literatura? (1948), entre otros muchos escritos e intervenciones públicas, Sartre sostiene:

… la literatura es, por esencia, la subjetividad de una sociedad en revolución permanente. En una sociedad así superaría la antinomia de la palabra y de la acción. Verdad es que en ningún caso será asimilada a un acto: es falso que el autor actúe sobre sus lectores; lo único que hace es llamar a sus libertades […] la obra escrita puede ser una condición esencial para la acción, es decir, el momento de la conciencia reflexiva. (Sartre, 2008: 149)

Es sabido que esta función de la literatura, para Sartre, sólo podría cumplirla la prosa: “… el imperio de los signos es la prosa; la poesía está en el lado de la pintura, la escultura y la música” (Sartre, 2008: 45). No voy a detenerme aquí a reseñar la polémica surgida a partir de esta afirmación, porque es harto conocida, pero sí quisiera referenciar parte de la respuesta de Adorno, porque es el punto desde el que quiero partir para pensar la obra de los escritores que abordaré en este trabajo.

Luego de revisar puntillosamente el trabajo de Sartre e ir refutando algunas cuestiones que le parecían fundamentales (la prosa como único imperio de los signos, la supuesta posición apolítica de algunas manifestaciones artísticas asociadas a l’art pour l’ art, etc.), Adorno rescata:

… obras que, sin obedecer a ninguna consigna política, por su mero enfoque dejan fuera de combate el rígido sistema de coordenadas de los autoritarios, al cual éstos se aferran tanto más contumazmente cuanto menos capaces son de una experiencia viva de algo no ya aprobado. (Adorno, 2003: 396)

Desde esta idea, entonces, pienso la obra de estos escritores, quienes creando un peculiar mapa de recorridos de la violencia en sus obras, apuntan, entiendo, a cuestionar ese “sistema de coordenadas” al que alude Adorno, creando un discurso literario que horada la superficie lisa de ese mapa violento mencionado anteriormente, aunque tal vez, este nuevo mapa también deba ser, en algún sentido, también violento…

Primera rasgadura al mapa: los falsos opuestos, las fronteras difusas.

… concebir una “sociedad politópica y flexible”, capaz de resistirse a la soberanía de la forma nación sin por ello repudiar su autoridad regulatoria y administrativa, y ofrece[r] una perspectiva útil al “drama del reconocimiento”, tal como tiene lugar en las condiciones sociales e institucionales de la alteridad –lo extraño, lo extranjero, lo forastero-, que dan forma a ese real alienante que suponen los asentamientos de migrantes y minorías…

Homi Bhabha, Nuevas minorías, nuevos derechos.

No es la primera vez que Bufano instala en sus textos la ciudad de Buenos Aires como escenario de la violencia política. Ya en cuentos como “Simón en la ciudad”, entre otros -publicado el volumen Cuentos de guerra sucia (por el que le otorgaron el Premio Bellas Artes de Literatura, de México, en 1983)-, y luego incluido en una compilación hecha por Humberto Constantini, poco después de recuperada la democracia en Argentina, bajo el título Cuentos del exilio, su personaje transita las calles de la ciudad en un derrotero entre fantasmal y onírico. En este cuento, el narrador acompaña a Simón, que regresa a Buenos Aires tras años de exilio, recordando junto a fantasmas de desaparecidos por la última dictadura, el horror de la violencia desatada en los años setenta. Otro cuento en la misma línea es “Los juegos de Luciana”, que transcurre en la costanera sur de la ciudad de Buenos Aires, un escenario fantasmal, y en el que los protagonistas son también militantes políticos que participaron de la lucha armada.

Bastante tiempo después, en 2007, Bufano publica Harpías y Nereida. Pasiones y muertes en los setenta. Todo parece preanunciar la llegada de la novela, pero esta vez, el enfoque desde el que se narra la violencia política se desdobla: por una parte, tenemos al Inglesito, un universitario cordobés que es entrenado por sus compañeros para participar de la ejecución de un comisario de la Policía Federal; por otra, este último, Valtierra, represor adiestrado en Centroamérica. El intelectual y el policía. Supuestamente, los representantes de dos bandos opuestos, pero sospechosamente cercanos en sus dudas y cuestionamientos, que recorren las calles de la ciudad imaginando (añorando) otros mundos posibles entre tanta violencia.

Algunos compañeros del Inglesito creían que “de seguir tomando vuelo en su papel de dirigente, en algún momento, en un futuro mediato, ese liderazgo podría llegar a estimular una fracción que cuestionaría la línea oficial. Además, el Inglesito nunca había participado en una operación militar…” (Bufano, 2012: 34); mientras que Valtierra, siempre incómodo, sentía que desde que lo habían ascendido y tenía que investigar a posibles colaboradores de esos “muchachos alocados”, cumplía “el deber con la misma buena disposición de siempre, pero no le gustaba ese asunto” (Bufano, 2012: 48). Con ecos de esa expresión (muchachos alocados) y de las dudas del intelectual militante, termina la novela, con un diálogo que denuncia el cuestionamiento de los discursos hegemónicos de ambos bandos:

Llegó hasta Valtierra y levantó el brazo con el arma, que ahora pesaba mucho más. Con el pulgar montó el percutor. El comisario alzó el rostro y lo miró. Alguien gritaba a lo lejos.

-Usted es un torturador –dijo, por decir algo.

-Y vos un mocoso de mierda [1] . (Bufano, 2012: 140)

Ni el comisario está convencido de que esos mocosos sean el enemigo, ni el Inglesito, de que algo se resuelva con esa ejecución, pero ambos se ven impelidos por una corriente violenta que los arrastra irremediablemente y que solo puede presagiar más fríos (muertes), en un “invierno que amenazaba con no terminar jamás” (p. 140).

Abós podría ser la bisagra: sin abandonar del todo la violencia política, poniendo como principal protagonista de su novela Kriminal tango a un inspector de la Policía Federal –institución harto cuestionada durante la dictadura militar por su participación en la represión: “¿Cuánto faltaba para que le tiraran el sambenito de la brutalidad policial?” (Abós, 2010: 33)-, pone sobre el escenario de la ciudad de Buenos Aires el gran negocio de la basura, con todo el mundo delictivo que lo soporta, frente a su espéculo: el lavado de dinero en las oficinas del centro porteño. En esta novela, la supuesta víctima (el contador asesinado) termina siendo un criminal de guante blanco, mientras el siempre victimario –o sospechado de serlo-, el policía, se descubre como un romántico músico de los arrabales, sin afán de limpiar ninguna mala reputación de la institución a la que pertenece. Asimismo, los espacios del poder y de la basura –con un notorio componente de abyección (Kristeva) en ambas partes- se mezclan perturbadoramente “en la ciudad de los Fétidos Aires” (Abós, 2010: 51).

Esta complejidad de los espacios y sujetos atenta, crudamente, contra cualquier orden impuesto desde el discurso del poder hegemónico, no porque subvierta las categorías (eso no supondría ningún cuestionamiento a las coordenadas del poder autoritario, sino su versión a viceversa), sino porque pone su claridad en permanente sospecha. El mapa se vuelve, así, borroso: “basurópolis” (Abós, 2010: 146) se extiende más allá de la zona de la Quema, en realidad, ésta “no tenía límites precisos” (Abós, 2010: 148) y sus ciudadanos “de profesión ciruja, de raza ciruja, de nacionalidad ciruja” (Abós, 2010: 147) circulan por doquier; sus zonas de conflicto se vuelven itinerantes; y la mano que traza las fronteras cambia su rostro incesantemente.

De la Quema a la Villa 21: Sergio Olguín busca, tal vez con poca esperanza, un espacio de negociación de la alteridad (Bhabha). Ni el centro del poder económico y financiero de Buenos Aires, ni la villa miseria: Lanús, el barrio de la infancia, en el conurbano bonaerense. Un lugar donde puedan encontrarse los opuestos, verse y traducir sus lenguajes.

Aunque atraído por la villa, por la facilidad e impunidad con la que puede matar y disfrutar de una prostituta adolescente, por su ardor irresistible, escapa torpemente hacia el otro espacio, el de los negocios tan lucrativos como turbios y de la prostitución de alto nivel, para comprender que tampoco allí está su lugar, a pesar de que viva allí su familia. La respuesta debería estar en su fábrica de Lanús. Allí puede ser uno y otro: el hombre de barrio y el jefe; en ese espacio amasa la fortuna para mantener a su familia y esconde a la pequeña Daiana, la prostituta que se lleva de la villa.

Así como el inspector Muñecas, de Abós, se refugia en la música, en sus silencios creadores, Andrada, el empresario de Olguín, se evade con la belleza de imágenes tan dispares, pero a la vez tan cercanas: un magnífico cielo estrellado… los tatuajes del brazo de un cartonero que recorre con las yemas de sus dedos como se acaricia un sueño. Pero la sangre, la mugre (en todos los sentidos posibles) de la ciudad no desaparece. Ya no hay fuerza ninguna que detenga la guerra que no reconoce reglas, que avanza caótica sobre los habitantes dislocados.

Son los preludios de la ciudad apocalíptica que tan bien ficcionalizan Casullo, en Orificio, y Saccomanno, en El oficinista.

Segunda rasgadura del mapa: construir desde las ruinas

Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán lo empuja irresistiblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso.

Walter Benjamin, IX Tesis de Conceptos de filosofía de la historia

Casi podríamos narrar la historia de la violencia a través de las calles de Buenos Aires: de los barrios siniestramente tranquilos y “ordenados” de la novela de Bufano, con un ocasional episodio que perturba la supuesta calma; pasando por las ya agitadas y descubiertas (sin vallados ni muros) vías de Abós y Olguín que, por momentos, avanzan o retroceden desde y hacia el basural o la villa, sin esconder el peligro que representan los sujetos que la habitan, resquebrajando el artificio de las diferencias que en otras épocas se percibían tan nítidas y ahora se vuelven sospechosas; llegando a la antesala apocalíptica de las calles que transita temerosamente el oficinista de Saccomanno; hasta culminar en la ciudad devastada de Casullo.

Saccomanno nos muestra una Buenos Aires salvaje. Prácticamente es imposible identificar bandos. Es la guerra de todos contra todos. Si las novelas anteriores cuestionaban las supuestas diferencias entre un grupo violento y otro, ésta las elimina: un clima infernal lo invade todo; la violencia y la miseria están tanto en las calles como en las casas de familia y en las oficinas:

Qué es más infierno, se pregunta. El infierno como un subsuelo de uno mismo, tal como lo imaginó hace un rato, o este que tiene delante de su nariz, la miseria, los cuerpos acurrucados en un umbral, abrigados con diarios o cobijas orinadas junto a sus únicas pertenencias contenidas en una bolsa o en un carrito del supermercado. Al menos, quien ha caído tan bajo, ya no tiene que velar angustiado y obsecuente por la conservación de un escritorio y queda libre de la paranoia, las maquinaciones y los pálpitos de complot. (Saccomanno, 2010: 22)

Un ciudad sin esperanzas de retorno… sin refugio, sin descanso posible: “El oficinista no tiene dónde caerse muerto” (Saccomanno, 2010: 199).

Más devastadora parece la imagen de Buenos Aires que presenta Casullo. Una urbe dividida en barrios-fortines, donde se instalan diferentes grupos en guerra.

El protagonista, Orificio, es un cazador de la ciudad-jungla, un espacio en el que se borraron hace tiempo los significados de una cultura de paz y progreso:

… afuera había vida. Reptaba muy cerca y en algún momento se haría ver.

Los años de cazador le habían enseñado que ellos no sabían esperar. Aparecían en pequeñas bandadas detrás de los carteles con leyendas que nunca supieron qué decían. Con sus cuerpos cubiertos de reliquias conseguidas en iglesias tapiadas, creyendo que con esos disfraces despertaban a los muertos de los barrios sin nadie. Estaba seguro: surgirían para enarbolar pancartas y tararear tonadas cuyas letras se habían extraviado para siempre. (Casullo, 2011: 8)

Sin embargo, paradójicamente, Orificio, el cazador violento de una ciudad violenta, termina convirtiéndose en un posible agente de recuperación de lo perdido:

Orificio se sentó en medio del círculo, dejó la Perra en el suelo y les habló más de tres horas mientras un cazador le alcanzaba el mate. Salvo al principio, las palabras fueron fluyendo como si viniesen de un sueño despierto. Les contó su historia, todas sus historias, las verdaderas y las falsas, porque en su historia estaban las imágenes de la ciudad que volvería. (Casullo, 2011: 198)

Las palabras recuperan su poder simbólico, las historias son diversas y todas valen, un poder casi onírico opera sobre la razón para reconstruir la ciudad desde las ruinas… Orificio, el agujero, puede convertirse en resquicio por el que escapar de la devastación, en ventana a otra realidad posible, el portador de la palabra reparadora.

Sacudiendo los hábitos mentales acríticos

El Inglesito, Valtierra, Muñecas, Andrada, Orificio y el oficinista… Personajes intersticiales, confusos, cuestionadores, dislocados, que imprimen un crudo derrotero por las calles porteñas, imposible de precisar, con cruces peligrosos y muchas veces insospechados. Estos son los personajes de cinco novelas que no pretenden desacreditar ni traicionar ninguna ideología, sino reflexionar sobre la complejidad de los fenómenos y sobre la construcción dogmática de los discursos.

Dos décadas después del anteriormente citado texto, en 1967, Sartre concede una entrevista a Claude Lanzmann, redactor de la revista Le Temps Modernes, en la que sostiene que “un intelectual […] es aquel que es fiel a un conjunto político y social, pero no deja de discutirlo”. Más concretamente:

… un intelectual tiene un doble aspecto. Es, a la vez, un hombre que hace determinado trabajo y no puede dejar de ser ese hombre. Tiene que hacer ese trabajo porque no es en el aire que él descubre sus contradicciones. Es en el ejercicio de su profesión. Y, al mismo tiempo, denuncia estas contradicciones, a la vez, en su propia interioridad y en el exterior, porque se da cuenta de que la sociedad que lo ha construido, lo ha construido como a un monstruo. Es decir, como alguien que custodia intereses que no son los suyos. Que son opuestos a los intereses universales. En ese momento es un intelectual.

Quisiera, entonces, poner en diálogo esta afirmación, con la respuesta de Adorno que he comentado al comienzo de este trabajo y con los textos ficcionales publicados en estos últimos años por los escritores que me ocupan, para concluir que, tal vez pueda encararse esta línea estético-ideológica de la narrativa argentina como un discurso que pretende denunciar una contradicción en otros discursos políticos y sociales hegemónicos referidos a la violencia, a través de imágenes de la ciudad y sus sujetos que la habitan que cuestionan radicalmente las antinomias clásicas y que pretenden abrir un tercer espacio de reflexión, de negociación de la alteridad, de diálogo posible entre diferencias que logren construir un futuro sin violencia.

De alguna manera, el arte es el vehículo, el que cuestiona esas coordenadas de las que hablaba Adorno en “Compromiso”, el que denuncia el artificio del orden impuesto por los discursos hegemónicos hasta desnaturalizarlo y las contradicciones de una sociedad que nos construye como monstruos.

El arte asume la función de la crítica, entendida en los términos que postulaba Butler:

… la tarea primordial de la crítica no será evaluar si sus objetos —condiciones sociales, prácticas, formas de saber, poder y discurso— son buenos o malos, ensalzables o desestimables, sino poner en relieve el propio marco de evaluación. ¿Cuál es la relación del saber con el poder que hace que nuestras certezas epistemológicas sostengan un modo de estructurar el mundo que forcluye posibilidades de ordenamiento alternativas? Por supuesto, podemos pensar que necesitamos certeza ideológica para afirmar con seguridad que el mundo está y debiera estar ordenado de una determinada manera. ¿Hasta qué punto, sin embargo, tal certeza está orquestada por determinadas formas de conocimiento precisamente para forcluir la posibilidad de pensar de otra manera? (Butler, 2002: 4)

Bufano pone en escena dos personajes que siempre se plantearon como enemigos, como opuestos: un universitario de Izquierda frente a un comisario de la Policía Federal, en tiempos de dictadura.

El Inglesito lee a Clausewitz con sus compañeros, es decir, discursos sobre teoría militar: “Había llevado los libros a su casa, los había revisado minuciosamente, frase a frase, sin alcanzar el entusiasmo que advertía en sus compañeros, aunque con un sentimiento de culpa que lo acosaba (Bufano, 2012: 76). La pregunta sin respuesta surge inmediatamente: ¿cómo ser parte del movimiento sin participar de la lucha armada? ¿Cómo estar en desacuerdo con la idea de que la violencia es la única manera de enfrentar el conflicto? Hay, en efecto, un discurso dominante en la Izquierda de ese momento que plantea su necesidad y ante el cual, la palabra y las dudas del Inglesito no tienen cabida.

Asimismo, el comisario Valtierra, entrenado para reprimir y torturar, para buscar y eliminar al supuesto enemigo, carece de esa misma convicción necesaria. El discurso de las Fuerzas Armadas no dejaba lugar a duda: quienes se oponían al gobierno militar eran enemigos de la Patria. Pero Valtierra solo parece ver “mocosos” entre esos grupos de jóvenes universitarios: “tuvo ganas de regresar a épocas en que todo estaba claro, los malos eran malos y las cosas estaban en su lugar” (Bufano, 2012: 135).

El comisario intuye un orden sospechoso que no desaparece en ningún momento de la novela, al igual que el Inglesito se siente incómodo, fuera de lugar, entre sus compañeros de lucha. Ambos, en el fondo, parecen ver una patria divida en amigos y enemigos, que no discrimina y no permite ningún discurso que no encaje en esta polaridad.

La ciudad iguala a unos y a otros con su lluvia persistente, sus inundaciones y el frío. La noche anterior a la ejecución del comisario, ninguno de los dos duerme: ni él, ni el Inglesito. Ninguno está conforme con el rol que le ha tocado, pero no son presentados por el narrador de manera ingenua. No se les quita responsabilidad, aunque en sus palabras persista un dejo de malestar y recelo frente a las explicaciones de los discursos de poder a los que cada uno responde.

La novela de Abós, por su parte, también nos presenta un policía fuera del estereotipo: “Él, Muñecas, al tocar, se sumergía en el tiempo, y a veces volvía a vivir episodios de su vida. Lloraba, también, Muñecas” (Abós, 2010: 41), dentro de una institución que no deja de ser cuestionada por ello. El inspector es una grieta, algo que no termina de formar parte.

En Kriminal tango también parece haber dos espacios opuestos: el centro financiero de la ciudad y la Quema, con personajes que no logran distinguirse tanto: “Y muchos años después existía el contador Levinski, ingeniero en cálculo financiero y guardián de riquezas. Sí. Y el señor Torcuato, el rey de la basura (Abós: 2010: 55). Un entramado sospechoso los une secretamente creando mundos paralelos que se entrelazan, conformando “un tejido espeso y consistente, un único y mismo cuerpo” (Abós, 2010: 315).

Esta misma especularidad que plantea Abós se puede percibir en la novela de Sergio Olguín: un empresario que nace en Lanús, que va escalando posiciones económicas y sociales con recursos un tanto sospechosos, y que termina habitando los barrios del norte de la ciudad. Cada día, la recorre de norte a sur y viceversa. Contrata servicios de prostitutas a ambos lados (en la zona alta y en la villa), así como asesina en los dos espacios. Su fábrica, esa zona intermedia, parece ser la bisagra.

Andrada es ese personaje inclasificable, intersticial, que prueba el artificio de las diferencias excluyentes. Es una suerte de símbolo, que aloja en su interior a los opuestos.

El oficinista de Saccomanno transita una ciudad en guerra, sin posibilidad de escape. La violencia lo ha inundado todo: su casa (con una familia de bestias que solo se interesan porque traiga el dinero que costee su enfermizo consumo), la calle (con mendigos, delincuentes, perros clonados y otros tipos de seres tan humanos como infernales) y la oficina (con un jefe déspota, empleados humillados permanentemente y un sistema de control despiadado que asegure que: “… los cambios muestr[e]n su verdadero objetivo: que todo siga igual” (Saccomano, 2010: 69).

Así, la ciudad entera muestra que los diferentes modos de violencia responden al mismo modus operandi del poder y todo aquello que sea disruptivo debe eliminarse. El compañero del oficinista, que se atreve a leer libros prohibidos, que se permite la sensibilidad y la emotividad, que sueña y anhela un mundo diferente se confiesa ante él y logra que el autómata, adiestrado para la obediencia y la humillación, haga lo mismo:

El compañero lo abraza. La confesión los une, le dice. Abismarse en la confesión es la esencia del alma rusa. Que no quema, lo calma. También él es reservado, dice. No le dirá a nadie lo que le contó. Abrazados, los dos lloran. Pero no lloran por la misma razón.

El oficinista llora de miedo.

Más le vale urdir pronto cómo eliminar al compañero. (Saccomano, 2010: 103-104)

Finalmente, Orificio vive en un sótano, con luz de velas, rincones negros y de demonios. No desea recordar su nombre. Habita el barrio de los antepasados, de los espectros. Es un territorio vacío, en el año 2117, un mundo al que el Padre nunca volvió. Un mundo post-apocalíptico que parece haber extraviado el sentido de todo, que teme a la memoria del pasado, pero que haya en un cazador despiadado -que lee durante el día un libro sagrado y que reúne a los dispersos en pos de sus historias-, la esperanza por recuperar, desde las ruinas, aquel original perdido.

Así, el discurso literario propone una configuración de espacios que viola las fronteras de los mapas de poder, que difumina los trazos, y personajes de difícil catalogación, que cuestionan las certezas y el ordenamiento de cualquier discurso hegemónico, provenga de donde sea, sacudiendo los hábitos mentales acríticos (Williams) y visibilizando aquel lenguaje “que está generalmente bloqueado por el lenguaje dominante” (Adorno, 1962: 23), del que hablaba Adorno en “La crítica de la cultura y la sociedad”, porque queda claro que todo dogmatismo clausura la pluralidad de voces y el diálogo posible entre las mismas, es decir, anula ese tercer espacio posible que pensaba Bhabha, el que visibiliza al otro y permite la negociación de la alteridad.

Bibliografía

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ZUBIETA, Ana María [comp.]. .”Presentación”. Otro mapa de la violencia. Enfoques teóricos, recorridos críticos. Eudeba, Buenos Aires, 2017, 11-29.

Nota:



* Doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Lleida, España. Posdoctorado en Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Investigadora del CONICET (Instituto de Filología y Literatura Hispánicas “Dr. Amado Alonso”) y de la Universidad de Buenos Aires. Profesora titular de Teoría Literaria de la Universidad del Salvador. Correo electrónico: marcela_gladys_crespo@hotmail.com . Recibido 07/05/17. Aprobado 01/06/17.



[1] Las cursivas son mías.