Carlos Martín Rodríguez [*]
Resumen
El presente trabajo abordará el capítulo XIV de La novela de Perón (1985), del escritor y periodista tucumano Tomás Eloy Martínez (1934-2010), en el que se destaca una íntima relación con las entrevistas que éste realizó a Juan Perón durante 1970 y la presencia del propio autor en la trama, quien asume el rol de personaje y narrador.
Nuestra hipótesis sostiene que en el capítulo XIV Martínez hace uso del recurso autoficcional para introducir en la narración su experiencia vital y cuestionar la representación de Juan Perón en tanto sujeto históricamente incólume.
De esta manera, dos ejes de análisis guiarán y se interrelacionarán en nuestro trabajo. Por un lado, la íntima relación que se establece en el capítulo en cuestión entre literatura y periodismo; mientras que, por otro lado, vincularemos el texto de Martínez con lo que la crítica contemporánea ha denominado autoficción, en tanto redefinición del pacto autobiográfico. Ambos nodos de sentido se cruzarán de forma constante dando cuenta de una relación tríadica estructuradora entre ficción, periodismo y autobiografía.
Palabras clave :
AUTOFICCIÓN. PACTO AUTOBIOGRÁFICO. POSMODERNIDAD. LITERATURA. PERIODISMO.
Abstract
This investigation works with chapter XIV from La novela de Perón (1985), written by Tomás Eloy Martinez (1934-2010), in this chapter the author takes the role of both, character and narrator, and it is possible to perceive the proximity with the interviews that the writer and Juan Perón had during 1970.
The hypothesis holds the idea that in chapter XIV Martínez introduces in the text his life experience by using autofiction, and also he interrogates the configuration of Perón as a person who remains unblemished despite History.
There are two main ideas that guide this research, first the close relation between Literature and Journalism, and second the connection between the text and the contemporary notion of Autofiction. Both ideas will touch each other illustrating a structure built with the notions of Fiction, Journalism, and Autobiography.
Key words :
AUTOFICTION. AUTOFITCIONAL PACT. POSTMODERNISM. LITERATURE - JOURNALISM
Introducción
En 1985, el escritor argentino Tomás Eloy Martínez publica La novela de Perón la que sería, junto con Santa Evita (1995), su novela más importante. Una década antes, en marzo de 1970, Martínez consigue entrevistar a Juan Domingo Perón en su quinta madrileña de Puerta de Hierro. Lo vertido por el líder justicialista durante los cuatro días que duraron las entrevistas fue luego, en abril de 1970, publicado en la revista Panorama y unos años más tarde en Las memorias del general (1996) y Las vidas del general (2004).
Diez años antes de la publicación de La novela de Perón (1985), y ante las insistentes amenazas de la Triple A, Martínez emprende el camino del exilio que lo mantendrá fuera de la Argentina hasta 1983. Durante los años que forzosamente debe permanecer fuera del país, el escritor sufre la angustia de quien es arrancado de su entorno, familia y afectos, lo cual lo somete a un estado de nostalgia y extrañamiento que sólo encontrará sosiego en el regreso al terruño natal.
El capítulo XIV de La novela de Perón (1985) titulado “Primera persona”, recupera las sensaciones de Martínez durante los aciagos años de su exilio. Estas impresiones, a diferencia del resto de la novela, son relatadas por el propio autor que aparece en la obra desde la primera persona narrativa para relatar las experiencias asociadas a su exilio y los pormenores relacionados con la entrevista que a comienzo de los años setenta el escritor tucumano le hiciera a Juan Perón.
Esta coincidencia nominal entre autor, narrador y personaje nos remite al concepto de autoficción empleado por Serge Doubrovsky en su novela Fils (1977) y previamente abordado en su dimensión teórica por Philippe Lejeune en El pacto autobiográfico y otros estudios (1975).
En las páginas que siguen, nos propondremos analizar la relación que se establece en el capítulo XIV de La novela de Perón (1985) entre literatura y periodismo, a la vez que vincularemos dicho texto con lo que la crítica contemporánea ha denominado autoficción, en tanto redefinición del pacto autobiográfico. Este abordaje procurará dar una respuesta a los interrogantes que nacen de nuestra hipótesis de trabajo, la cual sostiene que en el texto que nos ocupa Martínez hace uso del recurso autoficcional para introducir en la narración su experiencia vital y cuestionar la representación ideal de Juan Perón en tanto sujeto históricamente impoluto e incuestionable.
La Posmodernidad y sus características: contextos productivos del recurso autoficcional y de La novela de Perón (1985)
Dos de los rasgos característicos de la narrativa de fines del siglo XX y comienzos del XXI son la hibridación y la mixtura que operan en su configuración genérica.
Resulta fundamental a la hora de entender esta particular configuración estética atender a la transición operada durante el siglo XX entre la Edad Moderna y la Posmoderna, en tanto cambio propiciatorio de la aparición de una variedad de nuevos paradigmas [1] que distanciarán radicalmente las producciones teóricas y estéticas de uno y otro período. Diferentes investigadores del campo histórico datan este pasaje [2] en torno a la década del 70, la cual se traduce en una serie de cambios epistemológicos que influyeron de forma decisiva en los modos de representación del campo literario y que dan origen a la Posmodernidad en tanto conjunto de expresiones artísticas, culturales y sociales que caracterizan dicho período. De esta manera, la narrativa posmoderna presentará un conjunto de rasgos que la distanciarán radicalmente de la narrativa realista canónica imperante en el siglo XIX y primera mitad del XX.
Podemos pensar, en consonancia con el grueso de la crítica, la Posmodernidad como el declive del movimiento moderno, el cual se pone de manifiesto en el “final” de las ideologías [3] , del arte, de las clases sociales, de la socialdemocracia, del Estado de bienestar, entre otros. A partir de este nuevo marco histórico y epistémico se opera una fuerte ruptura con las aparentes seguridades y el afán de progreso dominante durante la Modernidad [4] , la cual pensó al Hombre en tanto instrumento constructor y mejorador de la sociedad y la historia. Torres en “La Posmodernidad o el peligroso espacio de percolación de lo banal” (2004), sostiene que “La visión postmoderna o la actitud postmoderna, acuñada desde la filosofía, nace en ese intento de interpretar la problemática de la sociedad después de la muerte de las utopías” (Torres, 2004: 3), lo que equivale pensar en la Posmodernidad -en tanto temporalidad- y al Posmodernismo -en tanto expresión cultural y social posmoderna- como espacios atravesados por una conciencia que asume la Modernidad y sus fracasos como punto de partida hacia un nuevo marco de intelección y producción.
Resulta claro que, si bien no puede definirse como la simple contracara de su antecesora, a la hora de reflexionar acerca de las especificidades de la Posmodernidad la alusión a la Modernidad y sus características constitutivas adquiere un papel sumamente relevante. Desde luego, el abordaje de dichas especificidades excede ampliamente los límites de este trabajo, lo cual no implica la omisión de algunos puntos particularmente relevantes del fenómeno moderno que puedan ayudarnos a la mejor aprehensión de la Posmodernidad y sus características.
La Modernidad ha sido caracterizada como un período signado por la pretensión de pensar la historia como un proceso unitario, lo que equivale decir que la unicidad era condición sine qua non a la hora de concebir el fenómeno histórico. Si bien es cierto que el estudio “científico” de la historia comienza a desarrollarse en Europa a mediados del siglo XIX, estos estudios, fuertemente influenciados por el paradigma positivista, pensaron los acontecimientos históricos desde una mirada que pretendió un ansia totalizadora, explicadora y predictiva que, en el plano fáctico, jamás fue del todo posible.
Julián Casanova en “Historia, progreso y la invención de la Modernidad” (2013) sostiene acerca de la noción de historia durante la Edad Moderna:
La modernización de la historia en el siglo XIX descansó sobre una concepción del tiempo que derivaba de los planteamientos científicos de Isaac Newton (1642-1727). El tiempo llegó a ser real y secuencial, y los historiadores se presentaron como aquellos que podían medir, a través del progreso, la evolución hacia el tiempo moderno (occidental). Esa historia científica, acompañada de la idea de modernidad, comenzó a desafiar al absolutismo del trono y del altar y a todas esas historias concebidas para mostrar la mano de Dios sobre santos y gobernantes. La idea moderna del tiempo histórico fue lineal frente a la visión cíclica, secular frente a la religiosa, universal más que particular de cualquier época, nación o fe (Casanova, 2013: 3)
Tan importante resulta el afán totalizador de la historia durante la Modernidad que Giovanni Vattimo sostiene que este período concluye en el mismo momento en que deja de ser posible hablar de la historia como un algo unitario (Solernó, 2013).
De esta manera, la Posmodernidad viene a romper con las pretensiones de la Modernidad en torno al campo del análisis histórico, ruptura que puede advertirse en algunas expresiones literarias que, desde una particular conjunción entre ficción y realidad, operan un corrimiento en la tónica hasta entonces dominante en torno a la historia y sus acontecimientos. Un ejemplo paradigmático de esta mirada es la denominada Nueva Novela Histórica. En Memorias del Olvido… (1996), Pons aporta una caracterización de la novela histórica desarrollada a partir del siglo XIX como un medio de difusión de los valores modernos, mientras que a finales del siglo XX esta configuración resulta transmutado a partir de nuevas “condiciones de existencia” y de pensamiento:
(…) la novela histórica ha venido cumpliendo a lo largo de su trayectoria una función de la afirmación de los valores de la Modernidad. En el momento actual, la novela histórica latinoamericana de fines del siglo XX, por su parte, se produce en un contexto donde lo posmoderno se presenta como un cambio radical del pensamiento y de las condiciones de existencia, fruto del capitalismo multinacional tardío, y que justamente niega el proyecto de emancipación propuesto por la Modernidad; los proyectos de la Ilustración burguesa y el marxismo pierden toda legitimidad. (Pons, 1996: 23)
En el artículo “El secreto de la historia y el regreso de la novela histórica”, Pons caracteriza la Nueva Novela Histórica como:
En términos generales, esta novela histórica, tan en auge a fines del siglo XX, se caracteriza, ante todo, por una relectura crítica y desmitificadora que se traduce en una reescritura del pasado encarada de diverso modo: se problematiza la posibilidad de conocerlo y reconstruirlo, o se retoma el pasado histórico, documentado, sancionado y conocido, desde una perspectiva diferente, poniendo en descubierto mistificaciones y mentiras, o en un movimiento casi opuesto, se escribe para recuperar los silencios, el lado oculto de la historia, el secreto que ella calla.
Por otra parte, sostiene Pons, resulta de gran importancia la discusión iniciada en Europa durante las décadas del 70 y del 80 que puso en tela de juicio los “grandes discursos” del siglo XIX y, con ellos, la Modernidad en su conjunto. Esta naciente Posmodernidad trajo aparejadas consecuencias sumamente importantes para la novela histórica ya que cuestiona el lugar de la historia y su posición de “gran” relato, a la vez que se acerca a los acontecimientos históricos desde una posición indagatoria negándole la cualidad de texto objetivo y remarcando su naturaleza textual y subjetiva.
Por su parte, Beatriz Sarlo en Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión (2005), afirma que de forma paralela al denominado “giro lingüístico”, durante los años 70 y 80, se desarrolla lo que denomina como giro subjetivo, caracterizado como un “reordenamiento ideológico y conceptual” del pasado y sus actores que implica una primacía de la subjetividad y el punto de vista en contraposición al tradicional objetivismo que ha caracterizado a la historiografía oficial.
En la especificidad del campo artístico la Posmodernidad también ha desarrollado características particulares. Walter Benjamin (1973) destaca como común denominador una especie de “explosión” que distancia los fenómenos artísticos de las instituciones tradicionales. En esta misma tónica, Solernó, retomando a Benjamin, piensa en tres puntos básicos a la hora de analizar el arte posmoderno:
En esta “explosión” podemos reconocer las tres siguientes características: en primer lugar, la negación de los lugares tradicionales asignados a la experiencia estética, como las salas de conciertos, los teatros, las galerías de pinturas, los museos y los libros. Lo que se ofrece hoy en día es el land art, el body art, el teatro de la calle, la acción teatral, etc.; en segundo lugar, el éxito de la obra consiste ahora en hacer problemático el ámbito de los valores estéticos y superar sus confines, tal es así que al observar una obra de arte de vanguardia se pone en duda su condición como obra de arte; y en tercer lugar, hay una supresión de los límites de lo estético en la dirección de una dimensión histórico-política de la obra. (Solernó, 2013:144)
En “De la Vanguardia a la Posmodernidad. Hitos configuradores de la Literatura en español.” (1992) Víctor Fuentes considera que el reconocimiento de la otredad y el ocaso de “las oposiciones binarias” tales como cultura elevada y cultura de masas, países centrales y periféricos, mayorías y minorías, masculino y femenino, historia y ficción, significante y significado, es el caldo de cultivo que propició el surgimiento de diversas y plurales tendencias artístico-literarias, las cuales no se encuentran sometidas a ningún credo estético o ideológico dominante.
Siguiendo esta tónica y profundizando en el ámbito específicamente literario, el escritor y crítico británico Donald Shaw, en Nueva narrativa hispanoamericana. Boom. Posboom. Posmodernismo (1999), piensa los años 70 como el período en el que los registros discursivos correspondientes a la Nueva Novela Latinoamericana comienzan a apagarse, con la consecuente “crisis de representación” que esto trajo aparejado, debido a la “tendencia de ciertos escritores a cuestionar su propia capacidad de observar, describir e interpretar la realidad mediante el empleo acrítico del lenguaje referencial” (Shaw, 1999: 253).
Lógico corolario de lo hasta ahora expuesto es que la narrativa posmoderna presenta una serie de rasgos que la distancian radicalmente de las producciones realistas canónicas imperantes en el siglo XIX y la primera mitad del XX. La ruptura con la pretendida objetividad de la narrativa decimonónica es el rasgo más revelador de este apartamiento. Lejos de mostrar un sujeto unívoco y objetivo, la narrativa posmoderna presenta un sujeto fragmentado que no intenta dar cuenta “fiel” de la realidad, sino que se anima a pensar lo real desde su subjetividad fragmentaria e inacabada.
Carlos Luis Torres en “La Postmodernidad o el peligroso espacio de percolación de lo banal” (2004) afirma en torno a las características propias de las producciones literarias posmodernas:
En lo literario, las actitudes postmodernas se evidencian en la sobre-intromisión del autor, la presencia visible del narrador, los experimentos tipográficos, las listas absurdas, el retorno infinito, el rompimiento espacial y temporal del texto, la auto-reflexión (sic) materializada en la inclusión de la crítica literaria, la contradicción, la discontinuidad, el exceso, la aleatoriedad, la permutación, las vacancias, el hurto selectivo y explícito de otros textos, los diálogos absurdos, la combinación de artes y de géneros, entre otros recursos que garantizan la simulación. (Torres, 2004, § 9)
Algunos de los rasgos presentados por Torres como “la intromisión del autor” [5] , “el rompimiento espacial y temporal del texto” [6] , “la autorreflexión”, “el hurto de otros textos” y “la simulación” aparecen en mayor o menor grado en La novela de Perón (1985) y en buena parte de la narrativa de Tomás Eloy Martínez, hecho que nos permite advertir la actualidad de dicho texto en relación a un contexto de producción atravesado por procesos posmodernizadores.
En el artículo antes citado, Torres sostiene:
Un estudio de la literatura postmoderna obligatoriamente tiene que plantear una serie de bases conceptuales que le permitan acotar el objeto de estudio, entre las que se señalan: a) la escritura es el modelo del mundo, b) si bien lo real está más allá de los textos y de las escrituras, sólo es accesible por textos y escrituras, c) la literatura opera bajo las consecuencias de una “estética de fuerzas“, según la cual la obra literaria la hace el lector, de ahí que se requiera que éste posea nuevas y mayores competencias. Según J. Rodríguez dichas competencias son doble productividad, capacidad de determinación de la indeterminación, relaciones no ligadas al sentido o a al idea y grado cero de la interpretación, entre otras. (Torres, 2004: 10)
Francisco Orejas en su libro La metaficción en la novela española contemporánea; entre 1975 y el fin de siglo (2003) afirma que en la literatura contemporánea se acentúan los rasgos de discontinuidad, dispersión, fragmentariedad, ruptura de códigos, provisionalidad, ambivalencia, heterogeneidad y desorden frente al canon modernista del siglo anterior. Estas nuevas expresiones literarias horadan el concepto tradicional de mímesis en cuanto rechazan los principios de verosimilitud y representación, lo cual propicia una marcada indefinición a la hora de discernir los límites entre realidad y ficción.
La autoficción: algunas especificaciones teóricas
Una de las expresiones que ilustran el cambio estético y representativo de la Posmodernidad es la autoficción [7] , recurso que si bien no es absolutamente propio de este período histórico [8] , comenzó a hallar su lugar en la crítica especializada a partir de los años setenta.
Manuel Alberca es uno de los críticos que más ha ahondado el fenómeno de la autoficción en Hispanoamérica. En El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción (2007), realiza un acercamiento a las condiciones sociales e históricas de la Posmodernidad [9] y afirma que a partir de la década de los setenta la autoficción se relaciona estrechamente con las condiciones propias de su contexto al cuestionar la noción unívoca de verdad y ficcionalizar la realidad. Dicha premisa nos permite inscribir el recurso autoficcional en un contexto de fuertes y categóricos cambios en la representación artística en general, y literaria en particular, operados a partir del surgimiento de la Posmodernidad y sus paradigmas subvertidores del arte como experiencia unitiva.
A la hora de pensar en las características de la autoficción podemos reconocer -al unísono de la crítica especializada- la concomitancia nominal entre autor, narrador y personaje como uno de sus ejes definitorios. La sola mención a esta conjunción identitaria nos permite pensar en la autoficción como un recurso que subvierte tanto los principios de los relatos novelescos como los supuestos de lectura que rigen el texto autobiográfico. De esta manera, por medio del recurso autoficcional el carácter intrínsecamente textual de los relatos que se acogen al pacto de ficción o la pretendida veracidad con que se presentan los textos sometidos al pacto autobiográfico serán puestos en un plano de indefinición y constante tensión. Las autoficciones, entonces, establecen un pacto narrativo regido por una constante ambigüedad que deshace cualquier certeza en torno a la veracidad o ficcionalidad de lo narrado.
José Amícola en “Autoficción, una polémica literaria vista desde los márgenes (Borges, Gombrowicz, Aira)” (2008) caracteriza la autoficción a partir de un mecanismo de “reflejo” que permite introducir al autor dentro del texto de forma similar a la técnica pictórica “in figura” por la cual los pintores del Barroco podían introducirse en sus producciones artísticas [10] :
La autoficción moderna tiene entonces como artimaña narrativa un mecanismo especular por el que se produce un reflejo (sesgado) del autor o del libro dentro del libro. Eso implica, claro está, una clara orientación hacia la fabulación y refabulación del yo autorial, que recuerda la técnica pictórica del Renacimiento y el Barroco llamada "in figura", por la que el pintor aparecía en el lienzo ocupando un margen del cuadro pero travestido en un personaje afín al tema pintado, bajo atuendos religiosos o simbólicos. No ajeno a este gusto sofisticado se encuentra el caso más memorable de la historia del arte, como lo es "Las meninas" (1656) de Velázquez, en las que el cuerpo del pintor produce un llamativo descentramiento del tema. De todos modos, hay que recordar que ni los artistas renacentistas ni los barrocos tenían todavía un verdadero dominio del género autobiográfico, de tal modo que hay que esperar todavía bastante, en mi opinión, para que el subgénero literario que aquí se discute llegue a ser lo que es hoy, dando por sentado que sin verdadera autobiografía no habría posibilidades ni para la novela autobiográfica ni para la autoficción, que dependen de la primera para su constitución (Amícola, 2008: 7)
En otro pasaje de su trabajo, Amícola destaca el carácter subversivo de la autoficción en tanto instancia que, en el marco de paradigma narrativo proclive al “borramiento” del autor y sus rasgos diferenciales, propone la aparición de éste en una forma “desrealizada” aunque no por ello menos auténtica:
(…) a partir de Flaubert y, luego, de Henry James la novela europea se viene construyendo como ocultación progresiva de la instancia narrativa, ingeniándoselas para disociar al escritor de su voz, y dando prestigio así a un ideal estético de borramiento e impasibilidad del autor. Ese proceso terminó, al fin y al cabo, por crear una novela con un escenario imaginario del que su principal tramoyista sería no sólo invisible sino que estaría completamente ausente. Por ello, con la eclosión de la autoficción moderna uno estaría tentado a afirmar que si el autor salió por la puerta, no hizo sino volver a entrar ahora por la ventana. En este cambio el artista pierde, con todo, sus contornos reales, pues se halla fabulando a partir de una base vital o, por el contrario, se desrealiza inventándose una nueva existencia desconectada de su pasado. Este proceso puede producir movimientos, en realidad, contrarios: alguien introyecta la "fábula" en su propia vida o, en cambio, proyecta un yo dentro de la "fábula". (Amícola, 2008: 10)
De esta manera, podríamos pensar el ocultamiento del autor señalado por Amícola como un procedimiento típicamente moderno de objetivación concordante con los paradigmas cientificistas imperantes a partir del Positivismo en boga desde el siglo XIX. Con los cambios históricos y paradigmáticos de la Posmodernidad, dichas pretensiones se diluyen permitiendo la voz del autor no como una “presencia” que mira desde lo lejos su creación sino como un actor conciente de su papel activo tanto en la elaboración del texto como en su participación actancial en algunas de las acciones por él creadas. Resulta importante remarcar en la cita de Amícola, como rasgo estético de especial desarrollo en la Posmodernidad, tal como se analizó en las páginas precedentes, el carácter fragmentario de los sujetos que apareces en el texto de forma “desfigurada”, “desrealizada”, sin pretensión totalizadora alguna.
Kristine Vanden Bergher en “Wasabi, de Alan Pauls: una lectura alegórica en clave autoficcional” (2015) retoma algunos aspectos contextuales de la Posmodernidad para pensarlos en concordancia con el auge de la autoficción a partir de la década de los setenta. “La muerte del autor” como reposicionamiento de la literatura frente al individualismo burgués; la dilución de la distinción tajante e inequívoca entre relato histórico y relato ficticio; y los modos de vida inestables y ajetreados que poco margen dejan para las decisiones de los sujetos parecen ser algunos de los contextos que influyen a los autores de autoficciones a la hora de, por un lado, cuestionar los criterios de realidad y ficción y, por otro lado, propender a la autoficcionalización “antiheroica” de éstos:
En 1968 Roland Barthes proclama la muerte del autor: lo consideraba como una figura que expresaba la ideología egoísta del individualismo burgués y que estorbaba la libre circulación de la obra y sus significados. Aproximadamente por las mismas fechas comienza a calar más hondo la idea postmoderna de que la distinción entre el relato histórico y el relato de ficción no es tan tajante como se solía pensar antes. Como tercer elemento contextual, Alberca apunta a la incidencia que tiene sobre los individuos la sociedad capitalista en su fase neoliberal [11] . Aunque a menudo se exaltan las posibilidades que se dan a los individuos, los cuales tienen cada vez más acceso a productos personalizados y disfrutan de la sociedad narcisista, otros observadores más críticos, entre quienes se encuentra el propio Alberca, advierten que esta misma sociedad fragiliza a los individuos.
El que cambiemos más que antes de trabajo, residencia o familia, así razonan, no significa necesariamente que seamos más libres sino que, todo lo contrario, se debe a que el capitalismo neoliberal necesita que se incrementen la movilidad y la fragilidad sociales para poder imponerse con la mayor autoridad posible. Según el razonamiento de Alberca, la fragilidad es el precio que el individuo debe pagar por ver triunfar sus deseos de consumo personificado y por no verse sometido a una conciencia moral demasiado exigente o un compromiso social importante. A partir de la década de los setenta la autoficción se relacionaría estrechamente con estos elementos contextuales no solo por cuanto cuestiona la verdad y ficcionaliza la realidad, sino también, lo que nos interesa ahora, porque presenta figuras del autor poco heroicas [12] cuya pequeñez propaga la idea de fragilidad del sujeto y, al mismo tiempo, da un suplemento de ficción literaria a este sujeto debilitado (Vanden Berghe, 2015: 35-36)
Jorgelina Corbatta (2009) sostiene que el “padre” de la autoficción –al menos en los términos actuales de dicha noción- es el escritor francés Serge Doubrovsky quien en su novela Fils (1977) plantea las características fundamentales de este recurso:
[Doubrovsky] La califica [a la autoficción] de escritura concreta (como en música) o de autofricción (acto pacientemente onanista que sin embargo busca compartir su placer con el lector). O de “texto a caballo” entre dos géneros, al subscribir a la vez y contradictoriamente, el pacto autobiográfico (Lejeune) y el pacto novelesco en un intento de abolir límites y limitaciones. Doubrovsky ve su filiación como el resultado de la reflexión contemporánea inaugurada por Marx, Nietzsche y sobre todo Freud. En Un amour de soi (1982), establece la distinción entre autobiografía (género de la gente célebre –estrellas de cine, deportistas, políticos) y autoficción, la que, al transformar su vida en frases, la vuelve interesante pero lo deja exhausto. (Corbatta, 2009: 2)
La idea de “texto a caballo” planteada por Doubrovsky para caracterizar la noción autoficción puede equipararse a la de “pacto ambiguo”, pensada por Manuel Alberca, para dar cuenta de la compleja relación que se establece en las autoficciones entre los “pactos” novelescos y autobiográficos:
La noción de “pacto ambiguo” que acuñara Alberca en sus primeros trabajos, sigue funcionando como bisagra que permite el paso entre lo novelesco y lo referencial, entre la novela y la autobiografía, entre lo factual y la manera novelesca de narrar esos hechos. Ese pacto de lectura se activa cuando se desmontan estrategias narrativas que cruzan datos empíricos con ficcionales. Depende, en gran medida, de momentos particulares en la recepción y tipos particulares de lectores. (Dalmagro, 2015: 2)
La autoficción en La novela de Perón (1985)
En el capítulo XIV [13] de su novela, titulado “Primera persona”, Tomás Eloy Martínez hace uso del recurso autoficcional al introducirse en el relato como personaje y narrador. La manera en que lo hace es más que sugerente:
He contado muchas veces esta historia, pero nunca en primera persona, Zamora. No sé qué oscuro intento defensivo me ha hecho tomar distancia de mí, hablar de mí como si fuera otro. Ya es tiempo de mostrarme como soy, de sacar mis flaquezas a la intemperie (Martínez, 1985: 261)
Ya en las primeras líneas del texto la necesidad del autor de hablar de sí y desde sí se hace explícita. Pero esta necesidad no pretende dar cuenta de la totalidad de su experiencia vital sino de un único acontecimiento que desvela al autor: la entrevista que le realizara a Juan Domingo Perón en marzo de 1970. Este hecho adquiere una importancia capital en su vida ya que es a partir del material recogido en dicha entrevista que el autor escribirá, años después y durante la década de los 80, La novela de Perón (1985), obra fundamental, junto con Santa Evita (1995) de su producción literaria caracterizada por una particular conjunción entre literatura y periodismo que encuentra ejemplos cabales en las obras ya citadas y en otras de igual importancia aunque de menor difusión como La masacre de Trelew (1973) y Lugar común la muerte (1979). Dos textos más, aunque no ficcionales, Las memorias del general (1996) y Las vidas del general (2004) también serán el resultado de aquel hecho medular en su carrera periodística y literaria. Dice Ezequiel Martínez, hijo de Tomás Eloy Martínez, en “La voces de la memoria”, narración preliminar al material multimedia editado por la Fundación Tomás Eloy Martínez titulado Encuentro en Puerta de Hierro. Tomás Eloy Martínez – Juan Domingo Perón : “Hace más de cuarenta años las vidas de ambos se cruzaron sin que la dimensión histórica del primero se alterara, pero cambiando de manera decisiva la trayectoria y el destino del segundo, un periodista para quien, a partir de entonces, las vidas del General se transformaron en una obsesión tan personal como literaria” (Martínez, Ezequiel, 2010: 12).
Cabe mencionar, además, la íntima vinculación entre la entrevista a Perón de 1970 y el exilio que a partir de 1975 y hasta 1982 mantendrá a Martínez fuera del país. De acuerdo a los dichos del propio Martínez, el último día de entrevistas con Perón en la residencia 17 de Octubre en Puerta de Hierro, el periodista cuestionó al expresidente el hecho de haber sido atendido con la constante presencia de José López Rega, a quien calificó de “sirviente”, hecho que, según Martínez, obstaculizaba el normal desarrollo de las entrevistas. Sin siquiera corregir el epíteto que el escritor utilizó para calificar a López Rega, el general Perón asintió y le solicitó a su secretario personal y exmucamo que fuese a ayudar a “la señora” en la cocina. A poco tiempo de la muerte de Perón, Martínez comenzó a recibir amenazas cada vez más insistentes provenientes de la Triple A, hecho que provocó el exilio del escritor en Venezuela.
La dolorosa instancia del exilio es el motor fundamental de esta especie de “ansia confesional” que acosa al autor tucumano, hecho que queda explícitamente plasmado en el capítulo XIV de su novela: “Quisiera tener a mis amigos un poco más cerca. Los extraño. Y a mis hijos. Viven lejos de aquí. Hoy me gustaría saber que me aguardan en el cuarto de al lado para levantarme y besarlos. Ninguno está. Me hacen falta” (Martínez, 1985: 261-262).
Su exilio, en estrecha vinculación a la entrevista realizada a Juan Perón, puede advertirse de manera alegórica cuando en el mismo capítulo Martínez describe que estando en París, a pocos días de encontrarse con Perón, ve cómo un anciano se suicida arrojándose de una de las torres de la catedral de Notre-Dame, aplastando en su caída a una pareja que se encontraba de luna de miel. No resulta imposible asociar el peso del anciano que termina con la incipiente felicidad de una joven pareja al efecto devastante que a corto plazo tendrá la entrevista a Perón en la vida de un joven Martínez. Este episodio puede ser pensado, además, como un claro ejemplo de la tensión que la autoficción produce entre los pactos autobiográficos y ficcionales ya que en ningún momento el lector tiene al menos una mínima certeza de que dicho evento pertenezca al plano de la ficción o de la realidad.
La entrevista de Tomás Eloy Martínez a Juan Perón no tardó en convertirse en las memorias “canónicas” del líder justicialista [14] , hecho que indefectiblemente entrelaza la historia pública del general con la historia privada de su improvisado biógrafo. Una vez más, la dimensión textual y la circunstancialidad de lo real parecen conformar un entramado de difícil disociación favorecido por la inexactitud que rodea los límites de una y otra instancia.
Por otro lado, hay un dato más que se suma a este análisis. Dice el propio Martínez en Las vidas del general (2004): “Cuando compaginé las grabaciones, advertí que Perón había omitido hechos importantes y que, en algunos casos, los había tergiversado, ordenándolos bajo una luz más favorable” (Martínez, 2004: 17). De este fragmento podemos inferir que la historia “oficial” contada por Perón en la entrevista de Martínez por momentos no es más que una mera construcción tan arbitraria como cualquier producción ficcional. En efecto, es esta “tergiversación” de las vicisitudes que conformaron la vida del expresidente lo que mueve a Martínez a publicar en 2004 Las vidas del general, en donde los datos recabados treinta y cuatro años antes son contrapuestos con los aportes documentales y testimoniales que muestran a un Perón otro. Si la vida hecha relato de Juan Perón resulta una creación más o menos apócrifa, la experiencia vital del escritor tucumano, atravesada por el exilio y la angustia, en cambio, está muy lejos de serlo, aunque será plasmada en el capítulo XIV de su novela a partir de una construcción narrativa que oscila entre lo real y lo ficticio.
Se establece, entonces, un entrecruzamiento de los planos de lo real-ficticio con los de la historia-testimonio para propiciar una subversión de esquemas que transmitirá lo real a través de lo novelesco —usualmente asociado a la ficción— y la historia por medio del testimonio en primera persona. De esta manera, el sujeto Martínez [15] se introducirá en el plano narrativo con el objetivo de descorrer los velos de la historia y descubrir su verdadera historia, la de su vida, la que nunca contó: “Quiero contar lo no escrito, limpiarme de lo no contado, desarmarme de la historia para poder armarme al fin con la verdad” (Martínez, 1985: p. 262).
A la hora de pensar, al menos de forma somera, la relación que Martínez establece entre realidad y literatura, vale mencionar un fragmento del prólogo a Ficciones verdaderas. Hechos reales que inspiraron grandes obras literarias (2000):
Corregir la realidad, transfigurarla o, al menos, disentir de la realidad, es uno de los deseos centrales del narrador. Pero para que la corrección tenga sentido, debe haber una realidad previa pensando, ejerciendo su fuerza de gravedad, sobre la imaginación del narrador: una experiencia de vida, una lectura, algo que lo excita, que lo saca de quicio. (…) la literatura es (…) otra realidad, diferente pero no adversaria de la realidad del mundo (...) Todo acto de narración es, como se sabe, un modo de leer la realidad de otro modo (…) Y todo narrador, a la vez, es una esponja que absorbe lo que ve y lo que lee para devolverlo transfigurado (Martínez, 2000: 12)
Martínez no concibe la literatura como una mera reproducción mecánica de la realidad, sino más bien como una instancia que la interpreta y la devuelve transmutada. El narrador, por su parte, es el artífice que produce esa transformación, es el creador de una nueva realidad, de una “ficción verdadera”, es decir, de un texto que, en palabras del escritor tucumano, responde a dos estímulos: “llenar un vacío de la realidad (…) o bien rehacer la realidad.” (Martínez, 2000: 13). Cabe insistir que en el capítulo en cuestión Tomás Eloy Martínez ocupa, junto al de personaje y autor, el lugar de narrador, es decir, que es él mismo quien asume la tarea de llenar los vacíos que deja la realidad, zanjando así la distancia entre lo dicho y lo no dicho, entre la realidad y la ficción, entre la creación literaria y el periodismo. El entrecruzamiento de los planos de lo real y lo ficticio que propiciarán la creación de “una nueva realidad”, en el capítulo XIV de La novela Perón (1985), entonces, se materializa a partir del recurso autoficcional en donde autor, narrador y personaje se entrelazan en una misma dimensión.
En lo narrativo, esta concomitancia entre los planos autorales, narrativos y actorales propiciará en cada uno de ellos una cierta indefinición identitaria [16] al no ser posible identificarlos de forma unívoca y nominalmente diferencial [17] . En su novela, Martínez jamás aporta ningún tipo de precisión acerca de la correspondencia histórica de su relato confesional del capítulo XIV que permita delimitar, por ejemplo, los alcances del plano autoral. Ni una referencia a pié de página, ni una nota aclaratoria al final del libro: ningún fragmento está destinado a esclarecer los alcances de una experiencia –la del encuentro con Perón en Puerta de Hierro- en donde lo real y lo textual se entremezclan inexorablemente.
La entrevista a Perón aparece en el capítulo XIV desmenuzada a partir de las apreciaciones que Martínez hace del líder justicialista luego de su encuentro en Puerta de Hierro. En un pasaje, Martínez da cuenta de estas apreciaciones: “Era como entrar en una fotografía de ningún tiempo (…) me pareció de pronto que lo estaba viendo en la pantalla de los cines, le oí voz de Pedro López Lagar y Arturo de Córdoba. Me sonó adentro de un tango de María Elena Walsh (…)” (Martínez, 1985: 262-263). La alusión a la fotografía, al cine, a dos reconocidos actores cinematográficos y a la letra de un tango nos remite a una dimensión en donde lo “real” se torna apariencia y representación: Perón, desde la lectura de su ocasional biógrafo, no es sino que parece ser. La dimensión identitaria del general, entonces, es tan poco precisa como el alcance de lo real en la experiencia del propio autor.
Pocos párrafos después de comenzar el capítulo en cuestión, Martínez insiste en su voluntad de contar su experiencia vital dentro del relato haciendo uso de la primera persona narrativa como recurso confesional: “Voy a seguir contándole todo en primera persona porque ya es hora que las máscaras bajen la guardia, Zamora” (Martínez, 1985: 262). Luego afirmará: “El periodismo es una profesión maldita. Se vive a través de, se siente con, se escribe para (…) Por una vez quiero ser el personaje principal de mi vida” (Martínez, 1985: 262). Si la literatura es el espacio dinámico y creativo que puede corregir la realidad, el periodismo parecería ubicarse más cerca del concepto canónico de historia, en tanto discurso que, pretendiéndose objetivo y verídico, subsume al sujeto que lo ejerce a ocupar el plano de un actor de reparto, un mero instrumento que reproduce una verdad ya dada, tan indiscutible como viciada.
Pero Martínez no se limita al mero plano crítico, sino que, a partir del recurso autoficcional, establece un puente que rompe con la pretendida objetividad periodística y con la esperable ficcionalidad novelesca para arribar a un plano en donde la experiencia vital del sujeto construye la trama del texto a la vez que el tejido ficcional actúa como una instancia indagatoria de la realidad. El autor expresa su voluntad de “ser el personaje principal de su propia vida”, lo que nos lleva a pensar la autoficción dentro de La novela de Perón (1985) como un recurso que trasciende el plano meramente estético para convertirse en una instancia que posibilita la emergencia del “autor” -en tanto sujeto empírico- y sus circunstancialidades en un plano narrativo que, a la vez de propiciar dicho emergencia, habilita una cierta “máscara” identitaria que mitiga el aluvión confesional que en sí encierra.
A la hora de dar cuenta de su experiencia vital, Martínez bien podría haberlo hecho desde la crónica periodística, por ejemplo, en donde el plano de lo real –sin perjuicio de los recursos estilísticos que la realzan- necesita ser plasmado de forma más evidente. Sin embargo, el escritor tucumano elige la narración. Esta elección no se realiza atendiendo al pacto de ficción propio del género, sino que éste es subvertido por medio del recurso autoficcional. Los límites difusos en la identidad de los autores, narradores y actores que propicia la autoficción nos hace pensar en la voluntad de Martínez de expresar su experiencia en un plano un tanto evanescente que, aunque lo explicita de forma categórica, lo exime del plano estrictamente confesional ya que subvierte un principio elemental de dicho plano: la certeza de lo veraz.
Así como nada hay en el capítulo XIV que nos permita aseverar de forma fehaciente las peripecias que el autor-narrador-personaje tuvo que atravesar hasta llegar por primera vez a la quinta 17 de Octubre, tampoco se plantean en el texto indicios concretos que den cuenta de la veracidad de la experiencia del autor a partir de las entrevistas a Perón. La confirmación de estas circunstancias pueden ser encontradas en otros textos posteriores a La novela de Perón (1985), pero no en el texto ni el capítulo que nos ocupa. La necesidad del autor de hablar de sí y desde sí se materializa aunque de forma solapada en el marco de una “ficción verdadera” que permite armar al lector “al fin con la verdad”. Esta “verdad”, sin embargo, no se escribe con mayúscula sino que se elabora a partir de fragmentos acomodados en una trama en donde los límites de lo real y lo ficticio se esfuman al igual que el carácter indiscutible y perenne de las identidades en ella plasmadas.
Martínez permea los límites de la ficción para emerger desde su subjetividad de exiliado que retorna a la patria, sujeto que necesita comunicar —vocación de todo periodista— su experiencia vital, aquella que podría quedar oculta tras los velos de la entrevista transformada en historia, barrera tras la cual se oculta una realidad múltiple, heterogénea y fragmentaria.
Conclusión
El recurso de la autoficción en el capítulo XIV de La novela de Perón encierra en sí mucho más que una simple estética, pues nos ofrece un resquicio para introducirnos en la singularidad vivencial de un autor para quien nada volvió a ser igual tras aquel marzo de 1970 en donde su destino se cruzó con “veinte años de la Argentina”, es decir, con Juan Perón. El dolor por la ausencia, la angustia de la distancia, el temor por lo que vendrá se conjugan con la representación de un Perón centáurico, tan idílico como humano, que, en un claro artilugio posmoderno, pone en jaque las nociones de “objetividad”, “verdad”, “historia” y “ficción”.
A partir de una trama poliédrica Martínez nos ofrece, por un lado, la posibilidad de acercarnos al artista y sus experiencias vitales, las cuales se trasformarán en el material de su arte; mientras que, a la vez, la historia argentina de la segunda mitad del siglo XX es retomada desde una perspectiva íntima aunque no por eso menos rigurosa.
Pensar la ficción, el periodismo y la autobiografía en la obra de Martínez es introducirnos en un eje que nos muestra en cada pliegue de la historia la figura de un escritor que hace de la realidad una multiplicidad de realidades.
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[*] Licenciado en Letras Modernas por la Universidad Nacional de Córdoba (UNC). Doctorando en Letras por la Facultad de Filosofía y Humanidades de la UNC. Miembro del equipo de investigación Escritura, género, otredad e identidad en el sistema literario argentino desde 1940 al presente .
Mail: rodrigueztrillo@gmail.com
Recibido 20/04/17. Aprobado 23/06/17.
[1] Podríamos mencionar, por ejemplo, las investigaciones posestructuralistas llevadas a cabo desde mediados de los 60 por intelectuales como Gilles Deleuze, Judith Butler, Jacques Derrida o Julia Kristeva; el denominado Giro Lingüístico desarrollado durante la década del 70 por autores posestructuralistas; y la Teoría poscolonial difundida con especial ahínco a partir de la década del 80 en donde se destacan autores de la talla de Homi Bhabha, Walter Mignolo y Gayatri Spivak.
[2] Cabe destacar que a la hora de pensar los comienzos de la Posmodernidad las discusiones teóricas son tan copiosas como la bibliografía dedicada a este período histórico. Algunos historiadores, como es el caso de Roa (1995) y Solernó (2013), suponen su surgimiento en la etapa posterior a la Segunda Guerra Mundial. Estos autores piensan el holocausto como “(…) un punto en la historia en donde los medios por los cuales la emancipación del hombre se hace posible están destruyendo al mismo hombre” (Solernó, 2013, p. 140). Para otros, en cambio, la Posmodernidad comenzó en la década del 60, con los movimientos estudiantiles, la revolución sexual y la cultura del hedonismo, de la libertad, el placer y el sexo como experiencia cotidiana, en la cual quedan abolidas las diferencias entre los sexos y entre las generaciones (Lipovetzky, 2002). Según Lipovetzky, la experiencia posmoderna estaría caracterizada por el predominio de lo psicológico sobre lo ideológico, de la comunicación sobre la politización, de la diversidad sobre la homogeneidad. Por su parte, Víctor Fuentes (1992) sostiene que es el filósofo español José Ortega y Gasset quien en 1951 inaugura la posmodernidad hispana decretando la “muerte” de la Modernidad representada en el fracaso de los ideales modernos de progreso y ciencia.
[3] Uno de los más acérrimos defensores de esta postura que aseguraba el aparente “final de las ideologías” fue el filósofo italiano Gianni Vattimo
[4] Según el filósofo italiano Gianni Vattimo (1990), la Modernidad fue la “época en la que el hecho de ser moderno es un valor determinante”.
[5] En el capítulo XIV de La novela de Perón (1985), Tomás Eloy Martínez se introduce en el texto como actor y narrador. Además, hay referencias a su persona en los capítulos IX, X y XV.
[6] Resulta ilustrativo a la hora de hablar de los rompimientos espaciales y temporales en los textos posmodernos el siguiente fragmento del capítulo titulado “Primera persona” en La novela de Perón (1985): “Me preguntó qué significaba para mí el peronismo. Qué recordaba yo de todo ese pasado. Lo único que recuerdo es lo que no he visto, respondí. Algo que jamás podré ver. Lo recuerdo a usted abriendo los brazos y saludando a las multitudes en la Plaza de Mayo. Veo los estandartes que flamean, los coros de obreros que no paran de cantar Perón, Perón, mientras usted sigue saludándolos, largo rato. Por fin, su mano contiene el vocerío. Nadie respira. Miles y miles de personas alzan los ojos en éxtasis hacia donde usted está, en los balcones de la Casa Rosada. En el hueco de aquel gigantesco silencio, se abre paso su voz: ¡Compañeros! Le oigo esa sola palabra y luego vítores otra vez, clamores. Mi recuerdo es algo que conocí en los cines, que oí por la radio. Nada que haya pertenecido a mi realidad.
Lo vi sonreír otra vez. Se me enredaron las imágenes y el General, en ese instante, volvió a tener cincuenta años.
Todo se puede recuperar, me dijo. Oiga el griterío de la plaza.
Lo sentí. Oí cómo se agitaba la multitud, encendiendo a la ciudad como un torrente de lava. Sobre mi memoria llovieron las cenizas incandescentes.
En el jardín se hizo de noche. El General abrió los brazos y exclamó: ¡Compañero! Su voz era ronca y joven, la de antaño.
Yo le estreché las manos. Y me fui de allí, como quien se desangra”. (Martínez, 1993 [1985]: 267).
[7] No es el único término con que se conoce a este recurso narrativo. María Cristina Dalmagro (2015) afirma:
Muchos son los críticos que han intentado trazar un recorrido y esbozar su “propia” definición del término y, al hacerlo, en varias ocasiones, crean un nuevo nombre que, en definitiva, solo aporta como novedad uno cuyo contenido no difiere del de los sustituidos. Podemos enumerar varios de ellos: “auto(r)ficción” (Vera Toro et al., 2010), “figuración del yo” (Pozuelo Yvancos, 2010), “autonarracción o autofabulación” (Gasparini, 2008), “ficción autobiográfica” (Lejeune, 1975), “autobiografía estética” (Nalbantian, 1997), por mencionar solo algunos de ellos. (Dalmagro, 2015: 2)
[8] Por sólo mencionar un ejemplo en el marco de la Literatura Argentina reciente, en 1953, Witold Gombrowicz publica Transatlántico en donde los límites de la ficción y lo autobiográfico resulta poco claros.
[9] Este punto no es compartido por el crítico argelino Vincent Colonna en Autofiction et autres mythomanies (2004), quien sostiene la utilización de herramientas autoficcionales en las producciones narrativas de diferentes momentos históricos anteriores a la Posmodernidad. Incluso afirma que pueden hallarse recursos autoficcionales en textos helenísticos.
[10] Sánchez en su reseña al libro de AlbercaEl pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción destaca que el autor, al igual que Amícola, también encuentra en expresiones artísticas ajenas a la literatura, como la plástica, ámbitos de desarrollo de la herramienta autoficcional: “En cuanto a las disciplinas tenidas en cuenta, el corpus que recorta el autor es literario, pero el análisis también apela a la autoficción en otro terreno, como el de la plástica. En ese sentido, Alberca piensa su objeto de estudio en tanto fenómeno cultural amplio y lo observa a la luz del ideario posmodernista, fundamentalmente en lo que concierne a la configuración de un sujeto centrado en sí mismo y a la equiparación entre lo real y lo simulado”. (Sánchez, 2009: 2).
[11] Ana María Barrenechea no acordaba del todo con esta posición y así lo demuestra en “La crisis del contrato mimético en los textos contemporáneos” (1982) en donde asocia la denominada “crisis del personaje en la novela” a razones ajenas a los cambios en las sociedades de masas: “Algunos críticos proponen la interpretación de la crisis del personaje en la novela como espejo de la crisis de la persona en la sociedad de masas. Esto implica creer que la literatura es un reflejo de la sociedad en que se produce y que tal tipo de relación debe entenderse como nexo causal entre la vida del hombre en la sociedad de masas y la llamada disoluci6n del personaje. La relación sociedad-obra literaria es muy compleja y podrían ofrecerse otras interpretaciones. Citaré como ejemplo sólo dos entre muchas.
Una es la que atiende a la repercusión de los cambios que se han dado en el proceso de producción, comercialización y distribución del libro. Con ello ha variado la imagen que el artista se ha hecho de su función social, su diferente resistencia a ser incluido en una clase ocupacional, los signos o indicios de esa posición en su obra. Otra seria la que recuerda que la quiebra de los códigos y la articulación de nuevos códigos en el arte contemporáneo es paralela a la revolución en la física actual (teoría de la relatividad, teoría cuántica, aceptación de las relaciones de indeterminación), todo lo cual modifica la concepción de los nexos del hombre y la naturaleza “(Barrenechea, 1982: 1).
[12] A lo largo de buena parte de La novela de Perón (1985), Martínez presenta una caracterización antiheróica de Juan Perón y parte de su entorno. Su propia representación autoficcional también se encuentra atravesada por un halo de pesadumbre, dolor y nostalgia. María Cristina Pons en su artículo “El secreto de la historia y el regreso de la novela histórica” identifica este rasgo como un elemento propio de la Nueva Novela Histórica fuertemente en auge a partir de la década de los setenta: “En términos generales, esta novela histórica, tan en auge a fines del siglo XX, se caracteriza, ante todo, por una relectura crítica y desmitificadora que se traduce en una reescritura del pasado encarada de diverso modo: se problematiza la posibilidad de conocerlo y reconstruirlo, o se retoma el pasado histórico, documentado, sancionado y conocido, desde una perspectiva diferente, poniendo en descubierto mistificaciones y mentiras, o en un movimiento casi opuesto, se escribe para recuperar los silencios, el lado oculto de la historia, el secreto que ella calla”. (Pons, 1996: 74). De acuerdo a la autora, no es menor la influencia del contexto histórico de los últimos cuarenta años del siglo XX a la hora de pensar y valorar el auge de la Nueva Novela Histórica en Latinoamérica. Con el triunfo de la Revolución Cubana comienza a gestarse en Latinoamérica un discurso fuertemente utópico destinado a propiciar un cambio político y social en la realidad latinoamericana. Este sería el discurso en auge a lo largo de los años 70. Sin embargo, con el fracaso de las guerrillas urbanas y el advenimiento de los gobiernos militares que rigieron los destinos de buena parte de los países del Cono Sur, la década del 80 es atravesada por un afán de autocrítica al pasado reciente. Es justamente por la fuerte carga de este fracaso revolucionario que la Nueva Novela Histórica presenta el lado “antiheroico” o “antiépico” de la historia, aquellos dobleces que, ya sea por la nimia naturaleza de los acontecimientos narrados o por lo escandaloso o inapropiado de sus circunstancias, quedan afuera de la historia oficial, de la historia con mayúscula. Por otra parte, sostiene Pons, resulta de gran importancia la discusión desarrollada en Europa (aunque no tardó en llegar a Sudamérica) durante las décadas del 70 y del 80 las cuales pusieron en tela de juicio los “grandes discursos” del siglo XIX y, con ellos, a la Modernidad en su conjunto. Surge, entonces, la denominada “condición posmoderna” que propicia un descreimiento de la historia y sus aparentes lecciones. Esta naciente posmodernidad traerá aparejada consecuencias sumamente importantes para la novela histórica ya que cuestiona el lugar de la historia y su posición de “gran” relato, a la vez que se acerca a los acontecimientos históricos desde una posición indagatoria negándole la cualidad de texto objetivo y remarcando su naturaleza textual y subjetiva.
[13] Si bien este trabajo se centra en el capítulo XIV de La novela de Perón (1985), vale mencionar que a las referencias explícitas a la persona de Martínez no se agotan en este capítulo, sino que también encuentran eco en el capítulo IX, X y XV.
[14] La trascripción de esas entrevistas es publicada en 1970, en el semanario Panorama, y aceptadas por Perón como sus memorias canónicas. Incluso, tras la muerte del general, algunos pasajes de esas grabaciones se editaron en un LP titulado “Perón por Perón” (1974).
[15] Vale mencionar que buena parte de la obra de Martínez se encuentra atravesada por la experiencia vital del autor que se refleja, en mayor o menor medida, en el plano narrativo. Por sólo dar tres ejemplos, podemos pensar en La masacre según Trelew (1973), Lugar común la muerte (1979) y Purgatorio (2008)
[16] Leonor Arfuch, en Identidades, sujetos y subjetividades (2005), ubica temporalmente esta problematización identitaria en los últimos años del siglo XX: “En la última década, la problemática de la identidad y su despliegue plural (…) se tornó recurrente en diversos dominios académicos (…) Confluían en este renovado interés, por un lado, los cambios ocurridos en el mapa mundial (la disolución de bloques antagónicos este/oeste, la intensificación de los tránsitos migratorios, el debilitamiento de las ideas de nación y ciudadanía, la fragmentación identitaria y cultural que parecía, ya tempranamente, como contracara de la globalización), por el otro, la crisis de ciertas concepciones universalistas y sus consecuentes replanteos reconstructivos” (Arfuch, 2005: 21).
[17] Si bien es cierto que en la particular conjunción entre autor, narrador y personaje que plantea el recurso autoficcional la denominación del sujeto que desempeña este rol tripartito se encuentra debidamente señalado, también lo es el hecho de que al ingresar en el plano narrativo, en tanto personaje y narrador, el autor adquiere un nuevo estatus. Al introducirse en la trama de un género ficcional como la novela, los rasgos que conforman la caracterización identitaria del autor son construidos a partir de una elaboración narrativa, lo cual somete a dicha caracterización no tan sólo a un proceso de construcción –común a toda identidad subjetiva de acuerdo a algunos paradigmas sociológicos actuales- si no también a una necesaria, aunque a veces quizás inconciente, ficcionalización de los elementos que conforman la identidad del sujeto. De esta manera, al subvertirse los pactos ficcionales y autobiográficos, el autor ingresa a un marco de ambigüedad que lo confunde con dos elementos de su propia narración y lo despoja, en rigor de la elaboración ficcional que ha producido, de toda certeza acerca de la veracidad de los rasgos característicos de su persona.