Entrevista a Isidro Herrera
Carolina Villada Castro
(entrevistadora) [*]
Giacometti
Maurice Blanchot además de diseminar entre sus trabajos un pensamiento del lenguaje y la escritura como movimientos de desobramiento (desoeuvrement), ineludibles en cualquier proceso de traducción, también ensayó traducciones de Celan y le dedicó varios pasajes de su obra ( La part du feu 1949 L´Amitié 1971). Para Blanchot, la traducción consiste en un acto de escritura en el intervalo (écart) de las lenguas en diferir y el desdoblamiento de la alteridad de la obra. Para seguir estas reverberaciones, pasamos ahora a una conversación con Isidro Herrera en torno a la experiencia de traducir ese "desobramiento" en acto de los textos de Blanchot. Isidro Herrera es filósofo y editor de Arena Libros, con una importante trayectoria en la traducción, que nos permite acceder en español a trabajos imprescindibles de filósofos como: Klossowski: Nietzsche y el círculo vicioso (2004); Bataille: Acéphalo (2015); Foucault: De lenguaje y literatura (1996), Siete sentencias sobre el séptimo Ánjel (1999); Deleuze: Nietzsche (2000), Francis Bacon: lógica de la sensación (2002, 2005, 2009); Lévinas: De la evasión (2000); Mascolo: En torno a un esfuerzo de memoria. Sobre una carta de Robert Antelme (2005); Bident: Reconocimientos: Antelme, Blanchot, Deleuze (2006). Su dedicación al pensamiento de Blanchot va desde su tesis doctoral intitulada "La Experiencia de la ausencia. Maurice Blanchot" y se prolonga con la serie de traducciones de textos de Blanchot como: La conversación infinita (2008), la Comunidad inconfesable (2002), La parte del fuego (2007), Una voz venida de otra parte (2009), El último hombre (2001). Agradecemos a Isidro Herrera su disposición y gentileza para colaborar con esta entrevista y compartirnos los murmullos que deja la traducción des-traducción que exigen los textos de Blanchot.
- En sus trayectos de trabajo cómo llega la traducción de los textos de Blanchot y cómo se articula a ella?
"Llegar a traducir y traducir textos de Blanchot han sido para mí la misma experiencia. Esta experiencia, con el azar que llevaba consigo, ha sido —lo digo sin énfasis, simplemente para ser justo con ella— uno de los momentos más afortunados de mi vida. Sucede que uno está interesado en ciertos autores, en ciertos libros, en cierto pensamiento, y los lee, los estudia, los hace, en la medida que cabe, suyos. Y sucede a la vez que un día, en España, en Madrid, uno entra en una librería a la que nunca va porque está bastante lejos de donde vive y de donde suele pasar habitualmente. Es una librería francesa, que tiene un buen fondo y en sus estanterías libros de los autores amados. Pero en francés, lengua que uno nunca estudió y que por tanto no conoce sino muy precariamente. Puede leer unas líneas, un par de párrafos, enterarse más o menos de lo que dice un libro, pero no puede ni soñar leer un libro completo. Eso es la experiencia de la frustración. Pero, de repente, uno se encuentra con un libro de un autor que ya ha leído en español y que aprecia por encima de muchos otros, aunque no sabe bien por qué, ya que lo conoce pobremente: Maurice Blanchot.
Estamos a principios de los años 80. En esa mañana, en medio de un mar de libros desconocidos para él, uno se encuentra con un libro que no sabía que existía. Se titula De Kafka à Kafka, publicado en la colección Folio de Gallimard. Uno lo hojea, recuerda haber leído ya en otro libro dos o tres capítulos de éste. Es una recopilación. Pero se encuentra en ese libro un capítulo que uno no conocía, del que no había oído hablar nunca. Se titula «La littérature et le droit à la mort». ¡Qué título! ¡Qué expectativas a partir de él! ¡Qué suerte haberlo encontrado! Comprado, imperiosamente deseado, pero muy difícil de leer. Su destino es quedar sepultado en una biblioteca que se llena con otros libros más accesibles. Pero sucede que uno va afinando sus gustos y sus intereses —también sus pasiones literarias—, de modo que no olvida que tiene por ahí ese texto que sabe que le espera.
Así, como si se tratase de un destino ineludible, vuelvo al libro, al texto que funciona para mí como un abismo con su atracción fatal. Casi sin darme cuenta, busco el diccionario, una gramática y me armo de paciencia. Comienzo a traducir con enorme dificultad —aún hoy, después de varios miles de páginas traducidas me cuesta, aún hoy no he llegado a estudiar nunca francés, aún hoy soy bastante ignorante en esta lengua que no hablo y que, cuando la escucho, tampoco la entiendo—, pero avanzo en la traducción. La acabo. La leo. Es un verdadero pastiche. Quizás por enmendar ese pastiche desde entonces no he dejado, sin embargo, de traducir. Nunca me propuse hacerlo. Se puede decir que nada ni nadie me sugirió que lo hiciera. Simplemente lo hice. Ahora bien, Nunca lo hubiera hecho sin la necesidad de leer a Blanchot."
- ¿Qué diferencias experimenta entre leer los textos de Blanchot y "pasar" a traducirlos?
"Es obvio, dicho lo anterior, que para mí no hay ninguna diferencia. Dado que mis primeras lecturas lo fueron de textos inconexos y —ahora lo sé— bastante mal traducidos, puedo decir que sólo empecé a leer a Blanchot cuando lo empecé a traducir. Lo traduje para leerlo, sin darme cuenta hasta mucho después de que — en mi caso, quiero subrayarlo— sólo podía leerlo traduciéndolo.
Si ahora que me pongo a ello, ya que es el momento de «confesar», debo decir que, para mí, traducir ha sido dos cosas: la primera, traducir a Blanchot; la segunda, traducir siguiendo el camino abierto por una experiencia que lo ha dominado todo. Porque no he llegado a traducir por amor a la lengua francesa, de hecho, creo, el francés en cuanto tal no me interesa (no lo estudio, no lo hablo). Me interesa mi lengua, el español, la lengua en que pienso, aunque no sólo. Me ha parecido decisivo poner a Blanchot a hablar mi lengua, a decir palabras que he buscado y que he elegido. Mis palabras… ¡Qué vértigo!
Únicamente debo añadir que no lo hago por vanidad. Traducir —que es una manera de escribir— es un trabajo que corre todos los riesgos de la escritura. Uno de ellos es el de no ser leído. Pero ¿qué le puede importar al escritor el no ser leído? ¿Es que acaso escribe simplemente para ser leído? La satisfacción de haber traducido tal o cual texto va mucho más allá de esa necesidad. Mis traducciones están publicadas. No todas. Pero muchas de ellas se hicieron sin la intención de su publicación. No hubiera cambiado nada si no se hubieran publicado."
-¿cómo reverberan entre sí el pensamiento del afuera y la poética del desobramiento en el momento de traducir y qué exigencias plantean al traductor?
"Todas. El traductor está exigido por todas partes, por todas las instancias que se pueden distinguir en la producción del lenguaje. Su responsabilidad está en ser fiel a todo lo que enfrenta. Por eso, si, por ejemplo, ha de traducir eso que tiene tratos con el afuera o eso que cuestiona de arriba abajo cualquier clase de actividad —y que por tanto está atravesado de desobra—, su responsabilidad es ser fiel a eso traducido."
- ¿hay discontinuidades entre traducir conceptos y traducir ficción en el trabajo de Blanchot?
"Aparte de que siempre que se traduce ficción se traducen forzosamente conceptos, dando por hecho que es posible diferenciar entre la obra ensayística de Blanchot y sus relatos —distinción que por lo demás se pierde en la obra fragmentaria, que existe en primer lugar para perderla—, y teniendo en cuenta que traducir es sencillamente leer, habría que decir que sustancialmente es lo mismo. Dicho de otro modo y en forma de pregunta: ¿cambia de algún modo la experiencia de la lectura si se lee un ensayo o si se lee un relato? La impresión puede no ser la misma, pero la experiencia del lenguaje, al leer, es decir, al traducir, debe ser la misma".
- En su ensayo dedicado a Benjamin: Sur la traduction (1960), Blanchot detiene el texto con una inevitable afirmación: "traduire est, en fin de compte, folie", ¿qué instiga a su experiencia de traducción?
"Algún escritor puede que escriba tanto para librarse de la locura como para caer en ella. Es más difícil que lo haga el traductor. Sin embargo, éste no sólo precisa de una pizca de locura sino de una dosis enorme. Aunque ciertamente no por proponerse algo que pudiera estar fuera de su alcance o por encima de sus posibilidades, sino porque, si quiere proponerse ese viaje imposible de una lengua a otra, él mismo se ha de encontrar fuera de sitio, fuera de tiempo y fuera de sí. No obstante es probablemente una de las formas más tranquilas que caben de vivir la locura."
- ¿Podría esbozarse una poética de la traducción desde los trabajos de Blanchot y a partir de la experiencia de su traducción? ¿Podría indicarnos algunos trazos?
"Traducir es un curioso subterfugio para escribir y para leer. Blanchot ha dicho de mil maneras que el escritor no sabe nada de lo que hace cuando escribe, que precisamente no debe saberlo si quiere simplemente empezar a escribir. Pero si no sabe por qué lo hace, menos aún sabe lo que hace cuando lo hace, puesto que, lo plantee como lo plantee, cuanto más escriba más se perderá él mismo como escritor y más perderá aquello que se supone que es el producto de su esfuerzo. Se escribe para poder hacer lo que ningún yo puede hacer: se escribe para morir, pero experimentando en ese trato con la muerte que lo mismo que nunca pudo empezar lo que no obstante ha empezado, tampoco nunca podrá acabar aquello que, al acabar, acabaría completamente con él. Lo que quiere, pero lo que nunca puede alcanzar. Por eso mismo, el escritor tampoco puede leer su obra, puesto que ésta, una vez en el mundo, le queda al lector —y el autor podría hacer de lector, pero mientras lo es, todo el tiempo que lo es, ya no es autor.
Es este sentido, traducir se convierte en una estratagema por la que se pierde algo importante, puesto que el traductor no tiene el texto traducido como obra de primera mano y, sin embargo, innegablemente él escribe y lee. Su mano nunca es la primera. Justamente por eso, y a diferencia de aquella que sí es la primera, el traductor se gana la posibilidad tanto de escribir como de leer. A través de un sutil juego de máscaras, e incluso de un notable intercambio de identidades, el traductor sin escribir escribe. ¿Cómo ignorar que este texto de, por ejemplo, Blanchot, escrito íntegramente en español, no ha sido escrito por Blanchot, sino por su traductor, mientras que al mismo tiempo si su traductor quisiera atribuírselo, haría el mayor de los ridículos, puesto que obviamente ese libro ha sido escrito por Blanchot? Esta experiencia de escritura —de verdadera escritura— le está reservada exclusivamente al traductor y, rigurosamente hablando, el autor original —el que realmente escribe— la ignora completamente.
Del mismo modo sucede con el leer. Cuando el traductor lee el texto que ha traducido, puede y no puede, al mismo tiempo, considerarlo suyo y leerse a sí mismo. ¿Por qué? Ahora no sólo por el citado intercambio de papeles frente al original y su copia traducida, sino por un motivo mucho más profundo: porque traducir es exactamente leer. El escritor, en cuanto autor, no puede leerse; el traductor, en cuanto lector, nunca hace otra cosa que leer y leerse."
- A propósito de la responsabilidad de la escritura, como se murmura en la Conversación infinita: "escribir, responder a lo imposible" y que tanto se invoca en los últimos ensayos y ficciones de Blanchot: ¿qué responsabilidad concierne al traductor, si consideramos, la traducción como re-escritura?
"Al traductor le corresponde algo incluso más grave que la tarea de responder y hacerse responsable con su respuesta, sino que a ello ha de añadir la necesidad de ser co-responsable de eso que, por haber sido traducido, ha sido escrito en una lengua de la que la escritura primera, propiamente hablando, ella no es en absoluto responsable."
- Finalmente, a partir de su experiencia de traducción, ¿cuál es su concepto de traducción?
"Hacer una teoría de la traducción es una cosa que me tienta. Pero no llevaré mi ambición muy lejos y me quedaré en unos pocos apuntes, a la espera de hacer lo que, con bastante seguridad, sé que no voy a hacer.
A este respecto cabe decir, siguiendo en esto muy de cerca a un buen amigo traductor, Hugo Savino, que el primer fantasma que hay que ahuyentar cuando se habla de la traducción es el de lo intraducible. Fantasma muy recurrente en estos tiempos (encarnado incluso por autores que admiro). No existe lo intraducible. Si la traducción es una especie de contrato suscrito por dos partes, dicho contrato sólo es posible porque sea posible traducirlo todo. Si no fuera así, si quedara en la reserva eso a lo que nos referimos con lo intraducible, el contrato, por la imposibilidad de cumplirlo, quedaría reducido a papel mojado y se invertiría completamente declarando que entonces nada puede ser traducido. Mejor o peor, todo puede y debe ser traducido. Recordemos que siempre puede haber buenas y malas traducciones.
Si no existe lo intraducible, a cambio sí existe, y está muy presente en cualquier traducción, lo intraducido. Es una experiencia que podemos —y en cierto modo debemos— hacer constantemente, poniendo una lengua al lado de otra, un texto frente a otro. Es apasionante comprobar entonces qué cantidad de matices, de insinuaciones, de obstáculos salvados o no, se abren entre uno y otro, de uno a otro. Y no se trata de repetir la vulgaridad de que se pierde mucho en la traducción. Si sólo sucediera eso, deberíamos perfeccionar el traductor de Google y dejarnos de monsergas, con el pensamiento seguro de que el contenido del mensaje debe quedar transmitido. Porque esto que llamo lo intraducido incluye tanto lo que se pierde como lo que se gana. Y muchas veces se gana, no tanto para mejorar el original, lo cual es una majadería, sino para abrirlo, ampliarlo, multiplicarlo, recrearlo. Por su parte, el autor o el texto que se declararan intraducibles no componen otra cosa que letra muerta. Allá ellos, porque no es que sea imposible crear un texto intraducible, sino que es una acción perfectamente insustancial.
Este trabajo por el que se explora toda una región que es en cierto modo tierra de nadie —ni de la lengua de origen ni de la lengua de recepción—, no puede ser un ejercicio de simple apropiación, puesto que ahí no reina ni uno ni otro. Es el trabajo del «neutro» en lo neutro de un espacio sin dueño.
Dicho esto, que obviamente recuerda a Blanchot, y en su sintonía, casi me voy a atrever a inventar una palabra que lo denomine, que lo diga sin perder la extrañeza de una operación que mayormente no obedece a otras reglas que las del placer, sin proponerse saber. Yo hablaría de destraducción. Destraducir es entrar en ese terreno que sólo ha sido posible por la existencia previa de la traducción: destraducir es traducir y retraducir. Pero sólo se constituye como tal gracias a la entrada en ese espacio de dispersión nunca limitado que es el de lo intraducido. Finalmente, destraducir es debatirse en ese espacio del que sabemos muy bien que ahí no estamos más que para contemplar el inatrapable fluir de las lenguas y dejarse atrapar por lo extraño que tiene ahí su tierra natal. Destraducir es atisbar ese momento.
Destraducir: labor únicamente reservada a los traductores, a aquellos que, desobrados, ya no tienen nada que hacer con el texto, ni con el original ni con el traducido. Pero que, sin embargo, sin fin, siguen con él, sin nada que hacer, sin quehacer.
Destraducir: la desobra en acto."
27 mayo 2016
[*] Profesional en filosofía Universidad de Antioquia Colombia, Estudiante de Maestría en Estudios de la Traducción UFSC-PGET Brasil. E-mail: carolina.villadacastro@gmail.com . Recibido 29/05/2016. Evaluado 06/06/2016.