Rodrigo Javier Caresani *
Resumen
Junto a las categorías de “novedad” y “progreso”, la de “civilización” parece fundar los paradigmas que hacen inteligible el siglo XIX. Bajo esta noción y su contrario ineludible, la “barbarie”, nacieron las primeras estéticas americanas, trenzadas por las retóricas del neoclasicismo y el romanticismo. En esa corriente antinómica se formaron también los primeros letrados “autóctonos”, es decir, los que alimentaron los eslabones iniciales del largo proceso de construcción de las identidades nacionales una vez concluidas las guerras por las independencias. Bien entrado el siglo que nos ocupa, entonces, ¿cómo definir la relación del modernismo capitaneado por Rubén Darío con la antinomia civilización-barbarie y sus derivadas, campo-ciudad, naturaleza-cultura, oralidad-escritura, local-universal? Si bien puede resultar evidente el quiebre que esta nueva estética practica en el horizonte discursivo previo, los resortes de ese cambio permanecen escasamente explicados. La presente investigación indaga la temprana figuración del “salvaje cosmopolita” como antecedente del ideologema del raro, emblema que Darío emplea para rearticular una respuesta inédita al drama de la modernización latinoamericana.
Palabras clave
COSMOPOLITISMO - MODERNISMO LATINOAMERICANO - RARO - ROMANTICISMO - TRADUCCIÓN
abstract
Among the categories of “innovation” and “progress”, the notion of “civilization” seems to be the founding paradigm that makes intelligible the nineteenth century. Under this notion and its inescapable contrast, “barbarism”, were born the first American writers, guided by the rhetoric of neo-classicism and romanticism. Rubén Darío’s aesthetics fueled a crisis into that system, which redefined the basic antinomies of the nineteenth century, civilization-barbarism and its derivatives, rural-urban, nature-culture, orality-writing, local-universal. This research addresses the early figuration of the “wild cosmopolitan subject” as an antecedent of the rare ideologema, an emblem Darío used to re-articulate an unprecedented response to the drama of Latin American modernization.
KEYWORDS
COSMOPOLITISM - LATIN AMERICAN MODERNISMO - RARE - ROMANTICISM - TRANSLATION
América, otro doce de octubre
A pocos días de aparecida la primera edición en volumen de Los raros (1896) Juan Valera –quien fuera uno de los responsables de la temprana consagración mundial o al menos transatlántica de Rubén Darío- escribe una breve carta cargada de reticencias, que el mismo nicaragüense da a conocer a sus lectores del diario La Nación. Apunta Valera:
Mi querido amigo: Acabo de recibir la carta de V. del 12 y mucho contento de saber que está V. bien de salud. [...] Por lo demás, yo no puedo menos de confesar a V. que hay dos puntos en que discrepamos por completo. Soy yo grande admirador de la literatura francesa, pero disto infinito de la idolatría galómana que en V. noto. Y todavía me aparta más del modo de sentir y de pensar de V. en la afición a los raros. (1897: 3)
Con algo de sorpresa Darío adelanta en el párrafo introductorio a la carta la “profunda contradicción con manifestaciones anteriores, expresadas repetidas veces por él [Valera] en la prensa y en el libro” (1897: 3). De Azul... (1888) a Los raros la Francia de Darío, para Valera, migra de la mente al cuerpo, del significado al significante. Valera podía celebrar con timidez la francofilia mientras fuera espiritual, mientras quedara en el “galicismo mental” de Azul... Apenas unos años después, inoculado en la lengua y el cuerpo, el galicismo muta en galomanía. Sin embargo Darío había anticipado el disgusto del árbitro español, había previsto el rumbo de su argumento y le había ofrecido un camino alternativo, una vía quizá demasiado imprevista para que su interlocutor alcanzara a verla. Esa vía está señalizada en la carta del propio Valera, en un jeroglífico irreconocible para todo un horizonte de lectores. El crítico español responde –vale la pena subrayarlo- a una carta dariana del 12 de octubre, hoy perdida. Sólo un olvidado lector de Los raros, Miguel Escalada, comprendió de inmediato la insinuación dariana que Valera desoye. Mientras la carta de Darío a Valera cruza el Atlántico, Escalada concluye su reseña del libro recién aparecido en Buenos Aires en estos términos:
La casualidad ha querido que ese libro sea descubierto al público en el día de América -12 de octubre - Fiesta por fiesta. Un mundo nuevo a la humanidad, una América nueva a la intelectualidad. El visionario Darío arrastrará las cadenas como el visionario Colón. ¡Del borde de las carabelas legendarias gritaban tierra; del borde de esta lírica carabela anuncian cielo! La Poesía, la Gracia y la Armonía, naves gallardas, anclan en nuestro continente. ¡Salve! (1896: 6)
Quizá Darío supuso –no se sabrá hasta encontrar la carta perdida- que a su “descubridor” no hacía falta explicarle este otro descubrimiento. En todo caso, fue más preciso y explícito en las instrucciones para Escalada, uno de los encargados de rescatar los “raros” del “bosque espeso” de La Nación. En la reseña del “fiel amigo” argentino la explicación del gesto queda a la vista:
Rubén Darío en carta que nos dirigía, lo proclamaba bien alto y no sin cierto orgullo: «Somos ya Legión, decía, y contamos con 35 revistas en el continente. Bueno y malo, de todo eso va a salir la idea de América que Europa va a descubrir dentro de poco». (Escalada, 1896: 6)
Darío tendrá que insistir algo más para que esta profecía empiece a cumplirse. Sin embargo, fuera ya de los pormenores de ese devenir, la crítica contemporánea no ha dejado de preguntarse por las condiciones teóricas que permiten leer hoy esta mínima incisión –una entre tantas posibles- en el voluminoso archivo de la recepción inmediata de Los raros. ¿Cuáles son o cómo están siendo conceptualizados los alcances ideológicos de lo que Daniel Link llama, en su reflexión sobre el estado de una comparatística latinoamericana (2015: 76-145), la sutura dariana del mundo? ¿Qué impacto podrían asumir esas discusiones en una relectura del proyecto dariano en Los raros?
Arqueología: el cosmopolitismo del pobre o el amuleto de Caupolicán
Pues no se tenía en toda la América española como fin y objeto poéticos más que la celebración de las glorias criollas, los hechos de la Independencia y la naturaleza americana: un eterno canto a Junín, una inacabable oda a la agricultura de la zona tórrida, y décimas patrióticas. No negaba yo que hubiese un gran tesoro de poesía en nuestra épica prehistórica, en la conquista y aun en la colonia; mas con nuestro estado social y político posterior llegó la chatura intelectual y períodos históricos más a propósito para el folletín sangriento que para el noble canto. Y agregaba, sin embargo: «Buenos Aires: cosmópolis. ¡Y mañana!» (Rubén Darío. “Historia de mis libros”, 1909)
Mucho antes de que en 1899 el célebre reclamo de José Enrique Rodó –“no es el poeta de América”- sellara la lista de misreadings indicadores de una discontinuidad en el siglo XIX latinoamericano, Rubén Darío ensaya en el poema “Caupolicán” (1888) una articulación entre lo autóctono y lo universal que perturba la tradición romántica del viaje importador americano. En lo que va del neoclasicismo de lasSilvas americanas de Andrés Bello al romanticismo del Facundo de Domingo F. Sarmiento –dos contundentes umbrales para el soneto de Darío, pues las publicaciones de estos exiliados coinciden en Chile en el año 1845-, estudios críticos ya clásicos demostraron cómo la figura del “bárbaro” en tanto otro funcionó en estas obras como sinécdoque de una naturaleza “caótica” que era preciso someter y transcribir al código de la civilización para fundamentar los límites todavía vacilantes de los estados nacionales. [1] En ambos textos el pasaje involucró la sumisión de la particularidad americana a la biblioteca universal-europea, aunque no debemos olvidar que la lectura de Sarmiento y Bello como intelectuales estrictamente importadores del capital simbólico europeo no termina de hacer justicia a la complejidad de sus maniobras. En todo caso, si la operación de Bello –como explica Graciela Montaldo- “consiste en insertar a las jóvenes repúblicas en lo mejor de la tradición occidental legitimando su lugar en ella y creando las condiciones simbólicas necesarias para lograr un reconocimiento” (1994: 13), la de Sarmiento se juega –y el sutil deslinde le corresponde a Julio Ramos- en ocupar deliberadamente el lugar de subalterno “necesario para representar el ‘mundo nuevo’ que el saber europeo, a pesar de sus propios intereses, desconocía” (2009: 72). Caupolicán, el refinado salvaje de Darío –un bárbaro artificial al cuadrado, mucho antes post que pre-cultural-, ya no se deja sujetar al uso letrado de la alteridad que retumba en buena parte del XIX con Bello y Sarmiento, ya no aspira a esa extendida y previsible estrategia de culturización de la naturaleza. Frente a La Araucana (1569-1589) de Ercilla –de donde Darío admite extraer su asunto- y lejos ya del “¡Oh Patria! ¡Oh Chile!” del Canto épico a las glorias de Chile (1887), la forma-soneto practica una condensación que diluye las dimensiones épicas del relato integrable a la gesta patriótica, si bien el poema no renuncia a cierto impulso heroico, redirigido ahora hacia otra comunidad, de límites más difusos y de existencia todavía más virtual que el Estado. [2] Caupolicán –no es osado afirmarlo- hospeda al héroe cultural dariano de la comunidad modernista por-venir. Tan particular como universal –o tan americano justamente porque universal-, el guerrero autóctono adquiere escala planetaria o se “mundializa” en el símil (“cuya fornida maza / blandiera el brazo de Hércules o el brazo de Sansón” y “lancero de los bosques, Nemrod que todo caza”), pues los tres campeones que encarna, uno clásico, uno bíblico y uno oriental, suturan el mapa posible del “mundo” finisecular. Sobre el final, el primer terceto sugiere dos extensiones más del guerrero americano que, desde esa nueva subjetividad de un “bárbaro cosmopolita”, impactan en la promesa del artista (modernista) como demiurgo:
Anduvo, anduvo, anduvo. Le vio la luz del día,
le vio la tarde pálida, le vio la noche fría,
y siempre el tronco de árbol a cuestas del titán.
Por un lado, en el titán que carga a sus espaldas el peso del mundo se intuye la figura de Atlas, ya no el im-portador sino, literalmente, “el portador” (Ἄτλας). Es decir, a distancia de un sujeto que traduce o media entre órdenes opuestos –civilización y barbarie, naturaleza y cultura, campo y ciudad, etcétera-, se trata de la concepción quizá sin precedentes de una necesidad mutua según la cual sólo es posible sostener el mundo desde una posición de autoctonía y viceversa. [3] Por otra parte, el peregrinaje de Caupolicán evoca el calvario de Cristo –que lleva atado sobre sus hombros el madero transversal o patibulum-, de modo que al cacique indígena se le sobreimprime una nueva representación de alcance planetario, en la figura del mesías responsable de la redención universal. No sería forzado pensar este singular multiculturalismo –tan diverso del que manejaron los “letrados” tradicionales del XIX- desde la categoría de “cosmopolitismo del pobre”, acuñada recientemente por Silviano Santiago (2012: 322-323) para explicar las lógicas emergentes en los migrantes campesinos de las megalópolis o los marginados posmodernos de los estados-nación. Como ellos, Darío se ve obligado a adoptar forzosamente la cultura dominante para subsistir, pero la articula en variantes irreverentes y la proyecta sobre nuevas formas de comunidad. Una salvedad se impone, no obstante. Si al componer su Caupolicán “Darío leyó la Araucana y aprovechó las notas en la curiosa ‘edición para uso de los Chilenos, con noticias históricas, biográficas i etimológicas’ de Abraham König (Santiago, 1888)” (Marasso, 1954: 328), es probable que la definición del nombre indígena ofrecida por el erudito editor chileno llamara su atención:
Caupolican.- De queupu, una especie de ágata, i lican, piedra tambien [...]. Es difícil comprender lo que significa la reunion de estos dos sustantivos tan análogos, i los indios mismos no aciertan tampoco a penetrar su intelijencia. Sin embargo, procediendo por analojía, se puede suponer que uno de los nombres hace de complemento ordinario del otro, i así Caupolican [...], suponiendo el complemento colocado en primer lugar, como es lo mas comun, equivaldria a amuleto de ágata. (Ercilla, 1888: XLIII)
Si Darío erige a “Caupolicán” como el más americano de sus sonetos y lo incorpora a la segunda edición de Azul... (1890) –en probable respuesta a la imputación de “galicismo mental” del español Valera, quien en la primera “carta americana” dirigida al nicaragüense (1889) arroja la frase que pronto se volvería uno de los latiguillos antidarianos por excelencia-, el gesto admite una conjetura. Para transformar al salvaje en un cosmopolita ya no hacía falta adornarlo y recubrirlo con esa pedrería que la mundialización del mercado permitía importar porque la joya-ágata modernista esperaba al escritor americano incrustada –desde antes de la “civilización”- en los sedimentos de su nombre.
¿Transatlántico o mundial?
En el estado actual de los estudios sobre el fin de siglo dos poderosos paradigmas interpretativos recientes, surgidos ambos al amparo del relativismo posmoderno y poscolonial de los estudios culturales y de la obsolescencia geopolítica de los estudios por áreas tras el fin de la guerra fría, se reparten el horizonte de inteligibilidad del modernismo hispanoamericano y le asignan valor y sentido a su tarea de costura. Tanto para la agenda de un latinoamericanismo enfocado en la discusión sobre la “literatura mundial” como para el articulado desde los “estudios transatlánticos” el modernismo aparece como el germen de una internacionalización de la cultura que reordena el mapa literario, al desplazar la preocupación por los límites y las identidades nacionalitarias hacia la idea de un “mundo” compuesto de flujos asimétricos entre centros y periferias y de un sistema también desigual de relaciones de legitimación y de configuración estética. Sobre esta base común la sutura dariana asume valencias discordantes que es preciso describir.
Para Julio Ortega, por ejemplo, principal impulsor de la perspectiva transatlántica, sólo un “modelo de lectura procesal”, radicalmente intercultural y multidisciplinario, permite captar la singular hibridez de los objetos culturales latinoamericanos que “se leen mejor a la luz de ambas orillas del idioma, en su viaje de ida y vuelta, entre las migraciones de las formas y las transformaciones de los códigos” (2003a: 115). Trasladado al fin de siglo, el modelo descubre en Rubén Darío al primer escritor americano plenamente atlántico, cuya “modernidad translingüística” Ortega reconduce hacia los límites de un hispanismo de nuevo cuño, capaz de “rehacer las prácticas literarias hispánicas y devolverle la creatividad del español a España” (2003b: 22). En la otra línea de indagación y menos preocupado por restablecer las prerrogativas del diálogo hispánico, Mariano Siskind se sirve de la actualidad del debate sobre “literatura mundial” para repensar el cosmopolitismo modernista “como un intento estratégico, autoconsciente, calculado, por contestar y reorientar la hegemonía global de la cultura moderna en una dirección deliberadamente contraria a las formas locales del nacionalismo, la hispanofilia o la raza” (2014: 21; trad. propia).
Fuera de las objeciones –por demás justificadas- que ha cosechado el neohispanismo de Ortega, su perspectiva recupera el intercambio colombino como condición del cosmopolitismo dariano, factor que explica una parte del proyecto político de Los raros. [4] En cuanto a Siskind, es probable que su categoría de “modernidad en traducción” contribuya a destrabar el atolladero en que persiste la crítica dedicada al fin de siglo cuando ensaya el comparatismo y aterriza sin más –por la vía de la dialéctica centro versus periferia, homogeneidad versus heterogeneidad o plenitud versus desencuentro- en lo que Miguel Rosetti llama “el complejo de una modernidad deficitaria” (2014: 80). Si para Julio Ramos –por mencionar una posición fundante y aún vigente- la crónica dariana constituye una variante del viaje importador cuyo efecto no es otro que la borradura de las zonas amenazantes del progreso con una retórica del consumo, en Siskind el cosmopolitismo modernista asume una doble potencia negativa según la figura de un quiasmo teórico-crítico. [5] Mientras universaliza la particularidad americana –en un movimiento desafiante hacia el eurocentrismo de la modernidad, que siempre condenó la particularidad al margen-, Darío particulariza la modernidad global –en un movimiento que conjura los patrones nacionalitarios de automarginación. Pero aun cuando esta lógica doble habilita una salida al tapón crítico del cosmopolitismo como exclusiva “importación cultural” –importador es quien parte de una inferioridad que debe recubrir apelando a una zona exterior de capital simbólico pleno-, el componente lacaniano en la categoría de “deseo de mundo”, clave del planteo de Siskind, bloquea otro deseo dariano simultáneo, que ya no quiere –o no quiere solamente- lo que le falta. [6]
Los raros, una manada
En uno de los textos más recorridos del fin de siglo latinoamericano –las “Palabras liminares” a Prosas profanas- Darío imagina una “novela familiar” que ilumina dos de los presupuestos básicos en el proyecto de Los raros. El primero admite el rótulo de “principio de la intermitencia o de la discontinuidad en la genealogía”; el segundo, el de “principio de la comunidad indeterminada”. La “novela” de Prosas profanas, que parte del “abuelo” concebido como el origen español de la lengua propia y culmina en la transgresión por adulterio –“Abuelo, preciso es decíroslo: mi esposa es de mi tierra; mi querida, de París” (1987: 87)-, produce una ruptura en la sucesión al dejar vacante el eslabón paterno-materno de la genealogía. Sin función materna de la que derivar una identidad por espejo –“Wagner a Augusta Holmes, su discípula, dijo un día: ‘Lo primero, no imitar a nadie, y sobre todo, a mí’. Gran decir” (1987: 86)-, ni ley del padre que guíe la integración a la cultura, este principio de intermitencia habilita la irrupción de una lógica del injerto cuya productividad desmesurada –“Bufe el eunuco; cuando una musa te dé un hijo, queden las otras ocho encinta” (1987: 88)- ya no se explica por el modelo de la descendencia sino a través de un erotismo heterodoxo, afín a la transmisión por contagio bajo los caprichos de la epidemia. En otras palabras, el relato dariano perturba la verticalidad del paradigma genealógico e instala, en su lugar, un patrón horizontal incompatible con la representación arborescente, una comunidad semejante a la que Gilles Deleuze y Félix Guattari pensaron como “multiplicidad de manada” desde el concepto de “rizoma”. [7] En tanto apropiación táctica de una biblioteca local y universal, el volumen de raros darianos alienta la vía de la intermitencia pues el perfil del raro se dibuja, de semblanza a semblanza, como una discontinuidad en la tradición heredada que desestabiliza las coordenadas de tiempo (originario versus secundario) y espacio (adentro versus afuera). Es decir, los raros no se relacionan entre sí según el par antes-después, causa-consecuencia, padre-hijo, origen-copia, fundador-epígono, como tampoco según la dicotomía autoctonía-extranjería. Una comunidad cuya unidad no viene presidida por la estabilidad de un ancestro, la de “los nuevos de América”, impone la pregunta por una identidad que ya no responde al imperativo nacional sino al de una polis americana difusa, virtual, por venir. De esta sospecha arrojada sobre el origen y su correlativa crisis del fundamento y del linaje se desprende una concepción del lenguaje literario como cita de citas o “navegación de biblioteca” que trabaja en las posibilidades de transculturación o traducción y pauta la distancia entre el importador –el General Mitre, fundador de La Nación, y Paul Groussac, director de la Biblioteca Nacional, por señalar dos umbrales en esa línea- y el modelo del portador inaugurado por el modernismo. [8]
En varios niveles los raros de Darío despliegan un antiesencialismo que estalla en una concepción del lenguaje ligada a lo fúnebre, al fantasma, a la desconfianza sistemática de la presencia o la re-presentación. Aunque resulte banal constatar que la mayoría de los retratos del tomo se escribe como necrológica, menos evidentes son las fintas narrativas encaminadas a evitar la cercanía del cuerpo, aun entre los raros del reino de los “vivos”. Una de ellas se destaca como ejemplo de este extendido culto a la ausencia en tanto pertenece a la crónica más antigua de toda la serie. Con un pie en el barco que lo llevará de París a Buenos Aires en 1893, Darío se sienta a escribir Los raros y presenta al primero de ellos, Georges d’Esparbès, con esta anécdota que recibe de una fuente anónima. La escena pertenece al banquete de homenaje a un muerto, Victor Hugo. Escribe Darío:
En la mesa, cuando el espíritu lírico y el champaña hacían sentir en el ambiente un perfume de real mirra y de glorioso incienso, en medio de los vibrantes y ardientes discursos en honor de aquel que ya no está, corporalmente, entre los poetas, después de los brindis de los maestros, y de los versos leídos por Carrère y Mendès, se pronunció por allí el nombre de Georges d’Esparbès. D’Esparbès no estaba en el banquete, él, que ama la gloria del Padre [...]. Jean Carrère, el soberbio rimador, se levanta y ausenta por unos segundos. Luego, vuelve triunfante, mostrando en sus manos un despacho telegráfico que acababa de recibir, un despacho firmado d’Esparbès.
¿Pero dónde está ahora él? Nadie lo sabe. Está en Atenas, dice Carrère. Y lee el telegrama, una corona de flores griegas que desde el Acrópolis envía el fervoroso escritor a la mesa en que se celebra el triunfo eterno de Hugo. Pocas palabras, que son acogidas con una explosión de palmas y vivas. Nadie estaba en el secreto. Cuando aparezca d’Esparbès no hay duda de que «reconocerá» su telegrama. (1905: 124)
El curioso acontecimiento que singulariza al raro no hace otra cosa que subrayar su desaparición. El raro escapa de “su” propia semblanza, la deja sin semblante. Pero además su escritura –ese poema secreto que el cronista no puede transcribir- queda a la deriva, a la espera de un reencuentro con la instancia de enunciación que no se producirá pues d’Esparbès se fuga al inicio de la crónica para nunca más regresar. A cada paso, tanto en la secuencia de acciones que traman estas crónicas como en los atributos de sus personajes, se tropieza con ejemplos que conectan al raro con el vacío, con el fantasma, con un cuerpo adelgazado hasta la desaparición y recubierto de interminables simulacros. [9]
Sin embargo, la dimensión fúnebre de Los raros no se agota en el nivel de la diégesis o de los atributos exteriores de sus protagonistas. Por un lado, si el libro sostiene un principio estructurante a gran escala que puntúa el pasaje de un capítulo al siguiente, esa constante se cifra en el nombre propio y la expectativa de su inminente ampliación o desarrollo. [10] Desde el título los capítulos prometen una persona, una máscara, pero –casi sin transiciones en la mayoría de los casos- la promesa se vacía y la máscara permanece sin rostro. Porque, instalada la incógnita del nombre, el retrato literario deriva rápidamente hacia la reseña bibliográfica y transforma en ese gesto al sujeto en objeto, al nombre en texto. Vale decir, el raro es –mucho antes que la vida íntima o pública de un escritor, o la intimidad o publicidad de su muerte- un libro o, en todo caso, un conjunto de libros. [11] Por otra parte, este efecto de libro-dentro-del-libro que convierte al “retrato” en un estante de biblioteca –a la vida de artista en “escritura”, en huella de huella sin presencia última o fundamento- se potencia en otro principio de composición congruente con una transmisión o traducción horizontal, por contagio antes que por herencia vertical-genealógica. Se trata del uso de un raro –de sus textos o libros, de sus atributos, del tono de su semblanza- como parámetro de juicio o valor para otro raro de la colección, funcionamiento que permite entrever el pasaje de la necrológica a la necro-logia, es decir, del culto fúnebre a la comunidad de muertos. Un raro remite a otro raro y a otro y así sucesivamente, en una telaraña inacabable de mutuas alusiones, de atributos compartidos, de citas que se deslizan de semblanza a semblanza. [12] El recurso, repetido hasta el cansancio en el tomo, transforma al raro en una suerte de shifter o deíctico que hace señas hacia una comunidad virtual o flotante, tejida en el vacío de tradición, bajo el principio de la acracia que tanto reivindica Darío.
Dos necrológicas muy conocidas de la serie –Verlaine y Martí- condensan estos protocolos básicos del cosmopolitismo dariano en Los raros. Como paradigma de la apropiación táctica implicada en la navegación de biblioteca, “Paul Verlaine” exhibe el modo en que el encuentro fallido con “el más grande poeta de la Francia” –insinuado pero omitido deliberadamente del relato- prolifera en una multitud de fantasmas o simulacros, de citas y citas que recubren el cuerpo de un muerto al que ya no se pretende re-presentar o revivir. La crónica está montada sobre una doble ausencia. Verlaine acaba de morir, es evidente, pero otra falta resuena con más fuerza para el público americano de La Nación –es decir, para aquellos a quienes Verlaine podía resultar una suerte de deidad lejana e inaccesible. Porque el cronista escamotea, en un ademán escandaloso, “el” acontecimiento de la crónica, su propio cuerpo a cuerpo con el homenajeado. “A mi paso por París, en 1893, me había ofrecido Enrique Gómez Carrillo presentarme a él” (1905: 46), adelanta el narrador en uno de los primeros párrafos de la semblanza. Pero la presentación anunciada nunca llega. Darío narrará ese encuentro dos veces en textos posteriores pero aquí decide callarlo. Como si ese silencio fuera la condición misma para el avance de la escritura, la borradura del cuerpo explota en una maraña de citas. Desaparecido el cuerpo de Verlaine, la necrológica apila capas y capas de simulacros: referencias a los libros de Verlaine, citas librescas de otros que se han ocupado del maldito y finalmente el chisme anónimo, que Darío recoge de periódicos de la época. Se podría objetar que la crónica abandona hacia el final esta mecánica, cuando transcribe la propia voz del Maestro, una suerte de “aliento vital” de ese que acaba de morir. El último párrafo simula una escucha directa:
«Esta pata enferma me hace sufrir un poco: me proporciona, en cambio, más comodidad que mis versos, que me han hecho sufrir tanto! Si no fuese por el reumatismo yo no podría vivir de mis rentas. Estando bueno, no lo admiten á uno en el hospital.»
Esas palabras pintan al hermano trágico de Villon. (1905: 51)
La cita interesa, por un lado, en la medida en que vuelve a colocar a la enfermedad como un nuevo capital literario –contra el discurso del positivismo, que se apuró a condenar a Darío en tanto “decadente”. Pero lo que primero llama la atención es que la lengua de Verlaine viene traducida. En rigor, esas palabras no son más que una ficción de la voz, pues Darío está copiando la cita de una entrevista que Gómez Carrillo le había realizado a Verlaine algunos años antes. [13] Al cederle la palabra al muerto Darío lo hace hablar a través de la boca de otro y en “otra” lengua, con lo que refuerza la crisis del aura y potencia las posibilidades de una asimilación creativa.
Por último, la necrológica de Martí introduce el problema de América que Darío otra vez enclava en el terreno de la herencia y del linaje. En la crónica, América aparece como el espacio de una pobreza congénita. Y Martí, como su redentor y mártir, instala una economía del exceso, similar a la alquimia. Así lo caracteriza Darío:
Quien escribe estas líneas que salen atropelladas de corazón y cerebro, no es de los que creen en las riquezas existentes de América... Somos muy pobres... [...] Quien murió allá en Cuba, era de lo mejor, de lo poco que tenemos nosotros los pobres; era millonario y dadivoso: vaciaba su riqueza a cada instante, y como por la magia del cuento, siempre quedaba rico. (1905: 218)
Esta economía poética martiana de quien entrega sus dones y los recibe multiplicados es la misma del prólogo a Prosas profanas, que deja bufando al eunuco (cuando una musa está pariendo, ya todas las demás vienen preñadas). Ahora bien, la caída de Martí interrumpe esa lógica del derroche y el cronista le reclama al muerto su entrega a la causa nacional. En el diagnóstico que hace la crónica Martí es el superhombre, el americano universal, que muere porque se particulariza, porque se somete a una rebelión menor y contingente. Pero Darío completa este circuito a través de una antinomia insular-caribeña que liga a Martí con su reverso exacto, Augusto de Armas (1869-1893), otro escritor modernista, muerto también, y además cubano. De Armas es en Los raros el polo riesgoso alternativo, el del aculturado, el americano que muere porque se universaliza hasta perder la particularidad. Su necrológica sugiere que la muerte, en este caso, adviene como un sucedáneo de la mímesis. Augusto de Armas “padece” el francés, aunque su mal no forma “manada” ni hace “rizoma”; es decir, no produce una terceridad a partir del contagio, sino que deduce una copia desde la asimilación pasiva. La crónica misma expone cómo su lengua “feminizada”, exclusivamente receptora, muere de mímesis o –por decirlo con el neologismo que Darío empleará más adelante- de “parisitis” o “parisiana”. [14]
Colofón: la biblioteca del mundo y el segundo “descubrimiento” de América
La sutura dariana del mundo, al menos en Los raros, se mueve entre estos dos polos, los desanda y recombina. Entre Martí y Verlaine, entre la Isla y Cosmópolis, entre lo local y lo universal, la autoctonía y la extranjería, Darío alienta una tercera instancia, todavía experimental en 1896. [15] Pero si el libro se deja leer como una vuelta al mundo –no la del importador sino la del portador, no la de quien trae lo que falta sino la de quien multiplica lo que sobra-, quizá un sentido olvidado despunte en el final de ese itinerario. Al concluir con el capítulo dedicado a Eugénio de Castro, el simbolista portugués, Los raros “acaba” a las puertas de España, la tierra del “abuelo” –Valera, por volver al diálogo epistolar del comienzo- que Darío decide no pisar. Sin embargo el paso se insinúa en un gesto radical, el colofón de la primera edición de la obra (1896), colocado estratégicamente en el margen del libro, a manera de guiño para el lector capaz de recomponer el sinuoso derrotero del escritor raro: “ Terminado el día XII de Octubre MDCCCXCVI / Talleres de «La Vasconia» / Buenos Aires ”. En ese signo –advertido tempranamente por Miguel Escalada-, en la superposición con el hito colombino escogido ahora para fechar el nacimiento de una nueva comunidad, Darío relee su propia literatura como un lozano descubrimiento de América, desde el español de América pero articulado mediante la síntesis disyuntiva o rizomática de la tradición universal. Con ese colofón Darío le da la vuelta al periplo colombino y prepara, además, su propio desembarco en España, su redescubrimiento de España, en el que constituirá, a partir de 1899, uno de los vuelcos más pronunciados en su estética.
Bibliografía
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* Profesor de Literatura latinoamericana I “A” en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Becario doctoral de CONICET con el tema “La traducción de poesía en el modernismo latinoamericano: de Rubén Darío a Julio Herrera y Reissig”. rjcaresani@filo.uba.ar
Enviado 05/04/2016. Evaluado 13/05/2016.
[1] Este presupuesto se remonta a la investigación de Julio Ramos, quien ofrece una pauta precisa para conceptualizar esos dos “umbrales” al poema que nos ocupa: “[s]i en Sarmiento prevalece un concepto de la escritura como máquina de acción, transformadora de la ‘naturaleza’ caótica de la barbarie y generadora de vida pública, en Bello constatamos el otro modelo de ‘literatura’ previo a Martí y el fin de siglo: el concepto de las Bellas Letras que postulaba la escritura ‘literaria’ como paradigma del saber decir, medio de trabajar la lengua (en estado ‘natural’) para la transmisión de cualquier conocimiento” (2009: 99).
[2] La primera versión del poema dariano fue dada a conocer como “El toqui” y se publicó en el periódico La Época de Santiago de Chile, el 11 de noviembre de 1888. El texto cerraba una trilogía titulada “Sonetos americanos”, compuesta además por “Chinampa” y “El sueño del Inca”. Una nota significativa de los editores encabezaba la serie: “Sonetos americanos.- Rubén Darío prepara un nuevo volumen de versos, con el título que encabeza este suelto. La obra constará de una serie de sonetos en forma nueva que serán otros tantos pequeños cuadros de la vida americana y especialmente de la época de la conquista” (Darío, 2013: 224). En 1890 y ya con el título “Caupolicán” el poema se integra a una nueva sección –“Sonetos áureos”- de la segunda edición de Azul... (Guatemala). En la nota XXVIII que agrega a esa edición, Darío escribe: “Caupolicán.- El asunto de este soneto es un episodio de la Araucana de Ercilla. Caupolicán es el indio heroico que dio muerte al gran conquistador don Pedro de Valdivia” (2013: 224). Así como Bello jamás concluyó su anunciado poema América –que recogería las Silvas americanas-, Darío dejó en ciernes ese libro fantasmal que en 1888 imaginaba como Sonetos americanos. Todas las citas del poema pertenecen a la edición de Azul... cuidada por Ricardo Llopesa (224-225).
[3] En este punto nuestro argumento coincide con el intento de Mariano Siskind por repensar el debate que entre 1896 y 1897 el nicaragüense sostiene con Paul Groussac. Se trata de “leer el modernismo de Darío como el proyecto cultural y político de construir una subjetividad a la vez universal y particular, capaz de participar de las mismas experiencias temporales y espaciales que Darío consideraba naturales para los sujetos europeos modernos de fin de siglo, sin resignar la particularidad cultural y estética de su latinoamericanismo” (2006: 355).
[4] La línea transatlántica aglutina una gran variedad de lecturas sobre el fin de siglo (para un panorama, si bien no exhaustivo, cf. Martínez), aunque quizá esa misma dispersión le haya ganado los reclamos iniciales a la “disciplina”, centrados en la escasa precisión tanto metodológica como en la definición del objeto de estudio. No obstante, las impugnaciones más contundentes aparecen en el plano de los protocolos políticos que subyacen al “nuevo hispanismo”. En esa dirección, Sara Castro-Klarén apunta que “este diálogo ‘recuperado’, pero acrítico, presupone muchas veces la preeminencia e influencia del acaecer dentro de España siempre como un ‘antes’, como una suposición que sigue atribuyendo a América Latina un ‘después’” (2010: 102). Más radical al respecto, Abril Trigo encuentra en esta rama de los estudios transatlánticos una “pirueta epistemológica”, la “sofisticada estratagema colonial” de quienes –con mayor o menor deliberación- no hacen más que reflotar “la ideología del Hispanismo, confusamente atornillada a los intereses superpuestos de las corporaciones españolas y el capitalismo transnacional” (2012: 42). Una sospecha análoga se yergue sobre la literatura mundial ya que, en palabras de Ignacio Sánchez-Prado, “tal como la plantean Moretti y Casanova, es parte de una autoevaluación de la literatura comparada, uno de cuyos elementos es el replanteamiento de la lectura de literaturas periféricas, la latinoamericana entre ellas, en términos de agendas que corresponden estrictamente a intereses intelectuales euronorteamericanos” (2006: 9).
[5] El libro de Ramos, lectura insoslayable para toda aproximación a la crónica finisecular, se ha reeditado en varias oportunidades entre 1989 y 2009 con agregado de prólogos y nuevos capítulos. En su análisis, fuera de los matices que admiten los textos martianos, la crónica modernista aparece como una forma sofisticada del viaje importador, la mediación del corresponsal entre el público local, deseoso de modernidad, y el capital cultural extranjero. En particular, la variante dariana del género se empeñaría en presentar una vitrina del mundo moderno que termina encubriendo los signos amenazantes de la nueva experiencia urbana con un espectáculo pintoresco, listo-para-el-consumo. A diferencia de las Escenas norteamericanas de Martí “ya en la época en que Darío, Nervo y Gómez Carrillo, hacia los noventa, son corresponsales modelos, las exigencias del periódico sobre el cronista han cambiado notablemente. En esa época el cronista será, sobre todo, un guía en el cada vez más refinado y complejo mercado del lujo y bienes culturales, contribuyendo a cristalizar una retórica del consumo y la publicidad” (2009: 215).
[6] Siguiendo a Lacan, el planteo de Siskind diseña “la figura de un intelectual cosmopolita marginal que se define tanto por una falta constitutiva traducida en términos de un significante de exclusión respecto del orden de la modernidad global como por la búsqueda de una pertenencia y reconocimiento universal que atraviesa sus prácticas discursivas y calibra la investidura libidinal que produce su imaginario ‘cuerpo-ego’ cosmopolita. [...] Aunque estos deseos universalistas nunca pueden quedar satisfechos, los latinoamericanos cosmopolitas pueden todavía constituir su identidad intelectual a través de la representación omnipotente y voluntarista de su universalidad imaginaria” (2014: 9; trad. propia).
[7] Tal como surge del desarrollo de Deleuze y Guattari, el rizoma no define una entidad exclusivamente botánica sino que permite caracterizar formas heterogéneas de vida en comunidad. La multiplicidad de “manada” –divergente de la multiplicidad de “masa”, aquella que persigue una relación especular con “lo uno” o el “líder”- aparece como rizomática pues su correlato se encuentra en lo múltiple-heterogéneo y su principio rector no ya en la identidad proyectada hacia un “origen” sino en la síntesis disyuntiva. En este sentido, la manada o la banda-pandilla supone la emergencia de una propagación sin filiación y producción hereditaria, una multiplicidad sin la unidad de un ancestro. Escriben Deleuze y Guattari: “oponemos la epidemia a la filiación, el contagio a la herencia, el poblamiento por contagio a la reproducción sexuada, a la producción sexual. Las bandas, humanas y animales, proliferan con los contagios, las epidemias, los campos de batalla y las catástrofes. [...] La propagación por epidemia, por contagio, no tiene nada que ver con la filiación por herencia [...]. La diferencia es que el contagio, la epidemia, pone en juego términos completamente heterogéneos” (1988: 247-248). Este planteo nos permite pensar no sólo el modernismo como proyecto colectivo sino también el modelo de relación “entre literaturas” operante en los textos de Darío.
[8] Bartolomé Mitre ocupa un lugar central en esa trama letrada finisecular promotora de un campo intelectual que recién se consolidará hacia 1910, en los debates en torno al centenario de la independencia argentina. No es difícil imaginar el circuito letrado de Buenos Aires en ese período como una biblioteca administrada culturalmente por el General Mitre desde el diario La Nación –en el que Darío publica a partir de 1889- y por Paul Groussac, una suerte de censor del sector más ilustrado de la burguesía porteña que tiene como órgano a la revista La Biblioteca.
[9] El carácter fantasmal como paradójica esencia del raro reaparece una y otra vez a lo largo del tomo. Vale la pena copiar algunos ejemplos para comprobar esa persistencia. A León Bloy, el “verdugo de la literatura contemporánea”, “la familiaridad con la muerte [le] ha puesto en su ser algo de espectral y de macabro” (1905: 67). Ante Lautréamont, el cronista advierte: “No sería prudente a los espíritus jóvenes conversar mucho con ese hombre espectral, siquiera fuese por bizarría literaria, o gusto de un manjar nuevo. Hay un juicioso consejo de la Kabala: ‘No hay que jugar al espectro, porque se llega a serlo’” (1905: 176). En el caso de Ibsen, “[s]u organización vibradora y predispuesta a los choques de lo desconocido, se templó más en el medio de la naturaleza fantasmal, de la atmósfera extraña de la patria nativa. Una mano invisible le asió, en las tinieblas” (1905: 205). En la poesía de Moréas “hay una atmósfera de duelo, de llanto, casi de histerismo, y una luz espectral sirve de sol, o mejor dicho de luna”, que repercute sobre el retrato de ese “malherido de desesperanzas” (1905: 104). Edgar Allan Poe es “el cisne desdichado que mejor ha conocido el ensueño y la muerte” (1905: 17). Por otra parte, la muerte deja un estigma gráfico persistente en la primera edición del volumen: todos los textos necrológicos colocan, a continuación del nombre propio del título, una gran cruz latina que duplica el tamaño de la tipografía regular. Así, en el primer capítulo del tomo de 1896, leemos: “LECONTE DE LISLE // † El martes 17 de Julio de 1894” (1896: 7).
[10] La primera edición de la obra (1896) suma un epíteto enigmático a cada nombre, que le aporta un plus a la “incógnita a resolver”. La leyenda, presente en todos los capítulos salvo en el dedicado a Leconte de Lisle, fue suprimida en la segunda edición (1905) y en todas las posteriores. Transcribimos las más provocativas: “Pauvre Lelian. Paul Verlaine”, “El verdugo. León Bloy”, “El turanio. Jean Richepin”, “La Anticristesa. Rachilde”, “Histeria. Teodoro Hannon”, “El endemoniado. El conde de Lautréamont”, “La encarnación de Bonhomet. Max Nordau”.
[11] Es esta la diferencia más ostensible entre la aproximación de Darío y los tomos contemporáneos a Los raros pergeñados por Enrique Gómez Carrillo, siempre atentos a un registro obsesivo del cuerpo-a-cuerpo con el artista. En esta dirección Beatriz Colombi concluye que “[s]i Darío insiste en el carácter ‘imaginario’ de sus perfiles, Gómez Carrillo, en cambio, apunta a la precisión. Dos libros de Gómez Carrillo de esta época responden a este principio: Literaturas extranjeras (1895) y Almas y cerebros (1898). La mayoría de las notas son producto de una entrevista; de hecho, las reunidas en Almas y cerebros se titulan ‘Visita a...’ –donde tras la descripción física del personaje y su entorno, gabinete o cuarto de trabajo, sigue una interview o interrogatorio psicológico matizado con consideraciones y observaciones del cronista. La pretendida objetividad se refuerza con notas al pie, que confirman la fidelidad a las palabras vertidas por el entrevistado. En esto reside el resorte de su éxito: la presencia conspicua de un sujeto extranjero capaz de husmear en las intimidades parisienses, como un espía en busca de evidencias” (2004a: 76-77).
[12] Ejemplo de esto es lo que ocurre con Edgar Allan Poe en la edición en volumen de 1905. Poe ingresa en el capítulo inicial de Los raros dedicado a Camille Mauclair como uno de los objetos de El arte en silencio, libro que Darío reseña. Para Mauclair, según Darío, Poe es “el desgraciado poeta norteamericano [...] germinado espontáneamente en una tierra ingrata” (1905: 9). Sobre esta misma versión de la vida de Poe, Darío construirá su propia semblanza del poeta norteamericano en el capítulo siguiente de Los raros. Más adelante, en “Villiers de L’Isle-Adam”, Poe es la “influencia misteriosa y honda” (1905: 57) para la creación de Tribulat Bonhomet, el libro cuyo protagonista encarna al burgués ultrapositivista, personaje al que Darío se referirá varias veces como el “asesino de cisnes”. Poe vuelve en “Max Nordau” como uno de los decadentes condenados en Entartung (1892). A Nordau, Darío lo rebautiza como “Tribulat Bonhomet, profesor de diagnosis” (1905: 201). A manera de cita maestra con la que se arma el rompecabezas del raro, Poe relampaguea una y otra vez en la serie. La misma condición caracteriza a Verlaine (uno de los raros más citados en los demás raros), pero también, aunque en menor medida, a Moréas, Bloy, Mauclair, Tailhade, Nordau e Ibsen.
[13] El párrafo transcripto en la necrológica pertenece al capítulo “Una visita a Paul Verlaine”, en Sensaciones de arte, G. Richard, Paris, s. f. (¿1893?), p. 75. Si bien es esta la fuente que el propio Darío declara cuando apunta que “[e]ste amigo mío había publicado una apasionada impresión que figura en sus Sensaciones de arte, en la cual habla de una visita al cliente del hospital de Broussais” (1905: 46), el texto de Carrillo constituye uno de los primeros artículos que el guatemalteco publica al llegar a París (sale en El Diario de Centro América, Guatemala, el 13 de marzo de 1891 y luego lo recoge en Esquisses. Siluetas de escritores, de 1892, en las mencionadas Sensaciones y en Almas y cerebros, de 1898). Para una pormenorizada descripción biográfica del desencuentro entre Darío y Verlaine ver el artículo de Schmigalle. Arellano (1996: 131-137) ofrece un catálogo completo y comentado de todos los textos que el nicaragüense dedicó al “salvaje soberbio y maldito”.
[14] Aun cuando persiste en Darío el inicial embrujo de París, Augusto de Armas aparece como un temprano precursor del “parisianizado”. En el capítulo “Viaje y neurosis” Colombi trabaja sobre la retórica del desencanto, que le sirve a Darío –ya “dentro” de París- “para restañar las heridas y devolver, en reciprocidad, una imagen transformada de la ciudad amada e inconquistable” (2004b: 195).
[15] Ese latinoamericanismo en ciernes deja una huella muy marcada en la necrológica de Martí porque, de pronto y como nunca antes en el volumen, el cronista cambia la primera del singular por una primera del plural: “Quien murió allá en Cuba, era de lo mejor, de lo poco que tenemos nosotros los pobres” (1905: 217; mi énfasis). Tres años antes del “desastre español” del noventaiocho –ese mojón histórico que obliga a toda la intelectualidad americana a revisar el lazo con la Madre derrotada-, la crónica sobre Martí impulsa un precario “nosotros” latinoamericano que queda huérfano en el instante preciso de su entrega a la causa nacional pero, por esto mismo, abierto al porvenir, un nosotros en construcción o por construir.