Pan-Darío

Juan Manuel Fernandez *

Resumen

Partiendo de Prosas profanas (1896) -el pronunciamiento dariano, a la vez acrático y aristocrático, en defensa del Arte Nuevo- recuperamos una tensión entre las nociones de ruido moderno y armonía silénica para interrogarnos sobre una discusión estética que expone una crisis de percepción moderna en Latinoamérica, manifiesta también en la crónica de viajes. Mediante un trabajo contrastivo de diversas fuentes literarias y filosóficas, indagamos los alcances de la especulación estético-metafísica de Darío en torno a una unidad pánica, plena de armonía, utopía singular y colectiva de acceso a dimensiones trascendentes: la de la vida total, común al animal y al medio natural, y la de la supervivencia espectral en el símbolo, ambas amenazadas por un biopoder con potencia de regular los límites de lo sensible.

Palabras clave : Crónica, Modernismo, Prosas profanas, Rubén Darío, Utopía.

Beginning with Prosas profanas (1896), the acratic, and at the same time aristocratic Ruben Dario’s manifesto in defense of New Art, our work recover a tension between the notions of modern noise and Silenius harmony, to examine an esthetic discussion which exposes a crisis of modern reception un Latin America. This esthetic discussion is also evident in the travel chronicles. Comparing literary and philosophical sources, we investigate in Dario’s aesthetic-metaphysical speculation the significance of their speculations towards panic unity, harmony fullness, singular and collective access to transcendent dimension’s utopia: that of total life, for both animal and natural environment, and that of the spectral survival in the symbol, both threatened for a biopower that is potentially capable of regulate the limits of the sensible.

Keywords : Chronicle, Modernismo, Prosas profanas, Rubén Darío, Utopia.

*Doctorando en Letras, Becario de CONICET. Adscripto a la Cátedra de Literatura Latinoamericana I, miembro del equipo de Investigación de Literatura Latinoamericana radicado en el CIFFyH, UNC. Juan Manuel Fernandez [juanmanuelfernandezmino@gmail.com]

Enviado 25/07/2016. Evaluado 30/08/2016.

La gritería de trescientas ocas no te impedirá, silvano, tocar tu encantadora flauta, con tal de que tu amigo el ruiseñor esté contento de tu melodía. Cuando él no esté para escucharte, cierra los ojos y toca para los habitantes de tu reino interior. ¡Oh, pueblo de desnudas ninfas, de rosadas reinas, de amorosas diosas!

Cae a tus pies una rosa, otra rosa, otra rosa. ¡Y besos!

Palabras liminares de Prosas profanas-Rubén Darío

En esa suerte de manifiesto a pedido del modernismo que es “Palabras liminares” de Prosas profanas (1896), encontramos, en el final, esta sugestiva escena, en la que Rubén Darío contrapone los gritos ensordecedores del ambiente con la singular armonía musical del fauno, la poesía de su Arte Nuevo, en sintonía con el trino de un ave, el ruiseñor, con potencia de sondear los ecos de su Reino Interior. Partimos de esta tensión, entre el ruido y la armonía silénica, para interrogarnos sobre una discusión estético-literaria contemporánea a Darío, que expone una crisis de percepción moderna en Latinoamérica, manifiesta también en la crónica de viajes.

La oca, símbolo de esta multitud de voces disonantes, es la antítesis del silencioso y enigmático cisne, célebre por su canto postrero, con el que Darío asocia su poesía en “Yo persigo una forma…”. El ave doméstica, la oca, es, si se quiere, una síntesis de la experiencia de la Cosmópolis contemporánea; en su ruido, retorno del mito de la confusión originaria en la Nueva Babel. Este acento de la saturación sonora urbana está presente, incluso, en las dos primeras crónicas de Los raros (1896). En “El arte en silencio”, dedicada a Camile Mauclair, Darío describe a Francia, refiriéndose siempre a Paris, como el “país del ruido”. En “Edgar Allan Poe”, también acentúa de su experiencia en la ciudad de New York su ruido “mareador”, en el que se confunden, en una “trepidación incesante”, los gritos del vendedor de diarios, con el repiqueteo de los cascos y el “vuelo sonoro” de las ruedas de los carros, a los que compara, en su potencia, con el río y el alud, aunque de ritmo regular, exactos como la máquina. El grito de la oca replica, en este sentido, la voz del Calibán neoyorquino, aquel que “engorda y se multiplica” (1918:20) en la urbe moderna. [1]

La intervención literaria de Darío, como la de otros iniciados del Arte Nuevo, sirve tanto de alimento para esta oca calibanesca como de emético universal, farmakon [2] indigesto que la obliga a volver sobre lo asimilado, que le genera, a su vez, estados alucinógenos que descomponen su orden sensible. Las estéticas modernistas contribuyen, con relativa autonomía, con el proyecto democratizador del Estado y de la pujante empresa periodística, al mismo tiempo que elaboran singulares utopías sensibles, acráticas y/o aristocráticas [3] , con potencia de alcanzar al gran público. Julio Ramos, refiriéndose al período, destaca la importancia de los medios de comunicación en el proceso de modernización. Como mediador, el periódico fragmenta y privatiza la vida social, antes solo presente en los espacios públicos, a la vez que se autoproclama como la voz objetiva, racional, ética, en plena autonomización de su rol primitivo, el de tribuna del partido de origen (2003:97-101). En la crónica, el escritor modernista con frecuencia transforma los signos amenazantes de la modernización en espectáculos pintorescos (2003:114); frente a la fragmentación urbana, contribuye con la ilusión de una comunidad orgánica y saludable, o con una imagen estetizada de los desechos sociales. Sin embargo, el poeta modernista se presenta también como iniciador en un culto hermético orientado a una revolución sensible.

Los prólogos, las disertaciones y la crónica -por sobre todo- sirven a la elaboración de sus propuestas estéticas, con efectos, más allá de la poesía, sobre el régimen de sensibilidad contemporáneo, configurada como indagación estético-filosófica sobre el presente, en la que se contempla la supervivencia espectral del pasado y los signos agoreros del futuro. Desde la crónica, el escritor se presenta a sí mismo como portador de una mirada singular, que sintetiza el sesgo desconfiado de las miradas modernas, la del poeta simbolista, la del espiritista, la del policía, el detective y el asesino, la del pensador utópico y distópico, la del científico, la del estadista, la del psiquiatra social y, la del filósofo del martillo, en suma, la del Artista con mayúscula. Todas estas lentes, en superposición, contribuyen a la captura del acontecimiento, aquello que es tan nuevo que aún nadie ve y que, a través de su palabra, se volverá tendencia.

Susan Buck-Morss, en su lectura de la fantasmagoría en la teoría de Walter Benjamin, presenta a esta inundación de sensaciones variadas propia de la modernidad -el grito de la oca- como la causante del devenir anestésico del sistema sinestésico, manifestación de una crisis de la percepción, que es también una crisis de la experiencia moderna. Si a mediados del siglo XIX esta organización sensorial era una consecuencia de la adaptación involuntaria a un medio de producción y consumo, en el tramo final del siglo XIX deviene una técnica, que implica la manipulación intencional del sistema sinestésico para la elaboración de un nuevo tipo de hombre, incapaz de experimentar el dolor de la vida moderna. Rubén Darío, entre otros, si bien se manifiesta consciente de este estado anestésico contemporáneo, no reniega en su poética de esta inundación sensible, al contrario, propone recuperar su caudal y potenciarlo desde una singular concepción de la armonía, asociada a los misterios del dios Pan. Una propuesta estética coincidente, en este aspecto, con la de Buck-Morss, orientada a reanimar los sentidos adormecidos y a restaurar su “perceptibilidad” (2005:190).

Un principio pánico

En el libro El modernismo y los poetas modernistas (1929), Rufino Blanco Fombona, al referirse a sus caracteres distintivos, señala a la estética panida como una variante frecuente de exotismo. “De preferencia un exotismo francés y helénico, siglodieciochesco y ninfático o panida” (1929:27-28). Al referirse a Darío, el autor de Cantos de la prisión y del destierro (1911) repara en un tramo de su autobiografía (1913), más precisamente de La historia de mis libros (1916), en el que reconoce, en una alusión velada, sus propias objeciones al autor de Prosas profanas en defensa de una estética criollista. Una cita que sintetiza, en gran medida, varios principios de esta singular concepción estético-filosófica en torno al símbolo del fauno:

En la serie de sonetos que tiene por título Las ánforas de Epicuro hay una como exposición de ideas filosóficas: en La espiga, la concentración de un ideal religioso a través de la Naturaleza; en La fuente, el autoconocimiento y la exaltación de la personalidad; en Palabras de la satiresa, la conjunción de las exaltaciones pánica y apolínea, que ya Moreas, según lo hace saber un sensor más que listo, había preconizado, ¡y tanto mejor!” (Darío en Fombona, 1929:184-185)

Al margen de esta lectura paranoica y autorreferencial de Blanco Fombona, es sugestivo reparar en el ideal religioso que enaltece Darío en la serie, de acuerdo con el primer poema, aquel que religa un estado de percepción abierto al “signo sutil” de los fenómenos de la naturaleza, en el que se halla “el misterio inmortal de la tierra divina” (Darío, 1961:691). El segundo poema, ofrece al joven poeta un singular camino de ascesis, sobre el que volveremos más adelante. El tercero, evoca una satiresa que entrega un don al poeta, el secreto del ritmo de la celebración pagana “Tu que fuiste –me dijo- un antiguo argonauta, / alma que el sol sonrosa y que la mar zafira, / sabe que está el secreto de todo ritmo y pauta / en unir carne y alma a la esfera que gira, / y amando a Pan y Apolo en la lira y la flauta, ser en la flauta Pan, como Apolo en la lira.” (1961:692). En estas “Palabras de la satiresa”, Darío presenta su particular concepción de la armonía poética, una articulación de la flauta y la lira, de la tradición dionisíaca con la apolínea, con potencia de integrar al poeta en “carne y alma” al ritmo del mundo, a la coreografía de la mecánica celeste. Bajo esta clave leemos también su concepción, en La historia de mis libros (1912), de “El coloquio de los centauros” “Y bajo un principio pánico, exalto la unidad del universo en la ilusoria isla de Oro, ante la vasta mar.” (1991:146). En las palabras de este “tropel vibrante de fuerza y harmonía”, fenómenos sentidos por la montaña, el aire y el laurel-rosa, se expresa “el triunfo del terrible misterio de las cosas” (1961:642), los himnos de la sagrada naturaleza, el secreto de las bestias y la supervivencia espectral de sensibilidades anacrónicas, manifestaciones a las que Darío presenta como propias de un estado pánico, proyectado en una isla utópica en la que es posible la unidad sensible con el todo.

De la lectura de Blanco Fombona sobre este exotismo panida en El modernismo y los poetas modernistas (1929), vale volver también sobre su lectura de Castalia bárbara (1899) de Ricardo Jaimes Freyre, con su canto a las teogonías germánicas y al advenimiento del cristianismo, obra a la que postula como la excepción que confirma la regla, un concepto sobre la joya del vate boliviano que es todavía una convención. Más que como una rara avis, el poemario de Jaimes Freyre puede leerse como una elaboración más de este exotismo panida, o mejor pánico, que incorpora, a este devenir primitivista franco-helénico, la mitología nórdica pre-cristiana [4] . Jaimes Freyre, incluso, elabora esta sensibilidad en su única novela Los jardines de Academo (1904-1907), de la que se publican por entregas algunos capítulos en la Revista de Letras y Ciencias Sociales de Tucumán, valiosas ruinas, hoy en día, de una obra que nunca se publicó completa y de la que no quedan copias [5] . Esta novela dialogada que recuerda, entre otras referencias, a “El coloquio de los centauros” –poema al que Jaimes Freyre considera una “maravilla” (2015a:182)- ofrece, en su primer capítulo una erudita descripción de “La pompa de Dionysos”, relato de la llegada a Atenas de agrupaciones en representación de los diversos burgos del Ática para la celebración de las fiestas en honor del “amable dios” (2015a:485), acompañados de instrumentos musicales asociados al sileno (el resonante tímpano, la flauta armoniosa y el crótalo), con trajes distintivos y disfraces simbólicos que hacen presente, entre ellos, al dios Pan y a los sátiros.

En torno a la figura del fauno, los poetas modernistas articulan múltiples fragmentos, textos e imágenes, arcaicas y contemporáneas. Los jardines de Academo, al igual que “El coloquio de los centauros”, está compuesto por una trama de fragmentos que recuerda las indagaciones contemporáneas de Aby Warburg sobre el arte renacentista (2005). Jaimes Freyre, al referirse a Darío en su discurso del funeral cívico en Buenos Aires (1916), destaca su obsesión por las fuentes clásicas a la que considera ni fetichista ni iconoclasta sino propio de un poeta de la antigüedad, de un vate helénico que busca extraer del mito el sentido oculto de los misterios y los ritos (2015a:177). Describe al nicaragüense como un espíritu abierto y universal en cuya poética renovada pueden oírse los ecos de voces del pasado. Sitúa a Darío en un devenir estético en torno a las visiones y los sueños, tras los renovados enigmas del inconsciente y la imaginación.

Es interesante, en este sentido, valorar también la conferencia de Jaimes Freyre en el Ateneo de Buenos Aires, un análisis de la estética del poeta brasileño Cruz e Sousa que es, además, una introducción al simbolismo [6] . Raúl Antelo, quien reconstruye a partir de este texto poco frecuentado la recepción del autor de Missal (1893) en Hispanoamérica, señala que la conferencia de Jaimes Freyre tiene el doble mérito de ser una cabal interpretación de la poética del gran simbolista brasileño, así como también una proyección del programa modernista rubendariano en el que puede reconocerse, incluso, el de Lugones y el del propio Jaimes Freyre (Antelo, 2015:244-245). En su disertación, excursión al alma de Cruz e Sousa “entre los crepúsculos visionarios de su bosque de harmonías” (Jaimes Freyre, 2015a:93), Jaimes Freyre advierte que, si bien el vate negro no ha dejado más que brumas en su obra, es posible vislumbrar en sus “extrañas y nebulosas visiones” los principios de su criterio estético.

El análisis de Jaimes Freyre se basa primeramente en el apartado “Intuiciones” del libro Evocações (1898), celebrado desde el principio de su disertación. El énfasis de su reconstrucción crítica está puesto en valorar la labor del poeta frente a la verdad de la vida, una intervención que impugna los principios objetivistas contemporáneos. Para Jaimes Freyre, la verdad se manifiesta en cada temperamento sincero, como el de Cruz e Sousa, en el que puede hallarse una revelación, un secreto de la vida, preservándose intangible la verdad última. Descalifica, de este modo, la pretensión positivista de una realidad consensuada, objetivable. Los recursos propios de la indagación materialista y psicológica pueden ser una base para el artista, pueden servir a la abstracción, pero no significar el fin último de su arte. La observación, determinada por las matrices teóricas, “es demasiado evidencial, demasiado física, tiene mucho de notas y de informaciones subsidiarias, y participa demasiado de la naturaleza de los trabajos de investigación material y de detalles, para poder representar la fuerza magna del pensamiento humano” (Jaimes Freyre, 2015a:105). Para Jaimes Freyre, sin embargo, el poeta debe cuidarse también de los desequilibrios de la sensibilidad, de las hipertrofias y de los vicios de la percepción, para preservar la “visión interna”, que “debe quedar perfecta y profunda” (2015a:105). Se configura de este modo, el concepto de una percepción incontaminada que propiciaría una zona de contacto con lo desconocido, comparable a aquello que Darío asocia con al Reino Interior. Casi con palabras textuales de Cruz e Sousa, Jaimes Freyre repara en diversas manifestaciones en las que advierte una sensibilidad liminal con otra dimensión trascendente.

Jaimes Freyre, al igual que Cruz e Sousa, asocia esta concepción estésica con Hamlet: a todo hombre, sea culto o salvaje, le es dado percibir, como al famoso príncipe de Dinamarca, la dimensión ominosa de la realidad, poblada de espectros y fantasías. Cruz e Sousa describe a Hamlet como la ansiedad del sueño, un sueño hipertrófico que se dilata como una serpiente celeste sobre la esfera del dolor y que se transfigura en sombras “neurohistéricas” de la duda (Cruz e Sousa: 1898:166), como un hombre signado por las oscilaciones pendulares de su alma (1898:165). Una caracterización que evoca la clásica imagen del arcángel melancólico, si bien Cruz e Sousa destaca también una faz voluptuosa del personaje en la que fulgura una aspiración insaciable, soberbia, de ser el polvo de la nada (1898:167). Una actitud a la que describe como propia de un demonio divino, de quien siente vivir dentro de sí el absoluto, una actitud beata, patética y medio sonámbula, serena y silenciosa, figuración de un “fauno-sacerdote”, que el poeta simbolista brasileño asocia a la poesía de Verlaine (1898:183-189). Jaimes Freyre destacará también esta faz demoníaca de la poética de Cruz e Sousa

Ve el Mal inspirando los sueños. El mal es el Satán de los hagiógrafos, Caprípede, con los cuernos fabulosos en la real frente; y su frente está adornada, como la de Dyonisos, con pámpanos. Es un dios triunfador de los justos. Pero el poeta no le cantará las letanías de Baudelaire; reserva sus preces para la Santa Virgen, y para la mujer, para las claras y rosadas carnes femeninas (2015a:99).

“Capro” es el título de otro de los apartados de Evocações (1898), un estudio de la naturaleza de Cruz e Sousa en el que la bestia se vuelve el medio para actualizar una estética lúbrica pagana, la del fauno mítico, cuya voluptuosidad se manifiesta en una sensorialidad abierta, gozosa de los estímulos que ofrece el medio natural. Una caprichosa y exquisita sensibilidad, educada por las liturgias simbolistas de Verlaine y los satanismos de Huysmans (1898:44), cuyo acento es el goce de la pura manifestación de la carne, en el que se cifra también un ansia de trascendencia. Lo que distingue a esta sensibilidad dionisíaca es su apertura a la totalidad de los estímulos: el vate caprino “olfatea todo”, “toca mentalmente todo” para ver si encuentra en las cosas el rastro de dimensiones desconocidas (1898:48-49).

Entre Los raros, son dos los escritores que Darío asocia con frecuencia a los misterios del dios Pan: Paul Verlaine y Leconte de Lisle. En Verlaine, Darío advierte la supervivencia de la lujuria primitiva del sátiro, que se evidenciaría, no sólo en su obra, en el propio aspecto físico del Pauvre Lelian. Señala que “Se extraña uno no ver sobre su frente los dos cuernecillos, puesto que en sus ojos podían verse aún pasar las visiones de las blancas ninfas, y en sus labios, antiguos conocidos de la flauta, solía aparecer el rictus del egipán” (1918:55) y destaca que “Al andar, hubiera podido buscarse en su huella, lo hendido del pie”, lo cual, no sólo sugiere una pezuña, sino también el rastro de una renguera característica del poeta”. Desde el principio de la crónica, Darío señala que la muerte le permitirá descansar, que ya no tendrá que arrastrar una pierna lamentable y anquilótica, ni padecer el mal de la vida, producto de una maligna influencia de Saturno (1918:53). Lo describe también entrevisto entre las hojas del bosque, identificado por su “cadera de Kalixto” (1918:57) [7] . Darío advierte también que esta lujuria primitiva de Verlaine tiene, como faz complementaria, una concepción católica de la culpa, cuya contradicción no deja de ser productiva. Rubén Darío describe a Verlaine como un sátiro santo “mitad cornudo flautista de la selva, violador de hamadriadas, mitad asceta del Señor” que le recuerda las viejas narraciones hagiográficas renovadas por Anatole France, en las cuales hay sátiros que adoran a Dios [8] . En esta misma clave, podemos leer la caracterización que realiza Jaimes Freyre de Cruz e Sousa. Esta religiosidad ambigua, en que se trama una convivencia de un culto dionisíaco o panteísta con el cristiano, puede atribuírsele también al mismo Jaimes Freyre de Castalia bárbara o al propio Rubén Darío.

De Leconte de Lisle, Rubén Darío destaca la supervivencia de antiguos cultos de la naturaleza. Lo compara con un dios Pan que, nacido en una isla (como Cruz e Sousa), lleva a la capital los “harmoniosos sones” que traducen las misteriosas voces de la selva y de espectros de tiempos abolidos. Un cosmopolitismo insular respecto de los grandes centros culturales europeos que sería común a la mayoría de los modernistas. Darío advierte también que, para el poeta nacido en la isla de Reunión, “las formas nuevas son la expresión necesaria de las concepciones originales” (1918:36), una estética que lo consagra, a los ojos del nicaragüense, como el más griego entre los modernos poetas, aquel que ofrece su canto a las musas primitivas, palabras que pueden atribuirse también a Castalia bárbara: “Atraíale la aurora de la humanidad, la soberana sencillez de las edades primeras, la grandiosa infancia de las razas, en la cual empieza el Génesis que él llamara con su verbo solemne ´la historia sagrada del pensamiento humano en su florecimiento de harmonía y luz´; la historia de la Poesía” (1918:34). Para Darío, este tráfico cultural sería una respuesta a Víctor Hugo y, en él, a la poesía francesa; el poeta de la colonia ultramarina es presentado como el Prometeo que trae a la capital las supervivencias espectrales de los antiguos fulgores de la sensibilidad clásica, que todavía iluminan el presente desde las periferias de la gran Cosmópolis. “Al llegar Las orientales a sus manos, al ver esos fulgurantes poemas, la luz misma de su cielo patrio le pareció brillar como un resplandor nuevo; la montaña, el viento africano, las olas, las aves de las florestas nativas, la naturaleza toda, tuvo para él voces despertadoras que le iniciaron en un culto arcano y supremo” (1918:35-36).

Este paisaje de obnubilación que evoca la poesía de Leconte de Lisle (1894), del que la Isla de Oro del “Coloquio de los centauros” (1896) es un sugestivo retorno, vuelve a su vez en el Frontispicio del libro de los raros, un texto de Darío publicado en 1895 en la Revue Ilustrée du Rio de la Plata, una suerte de introducción a la serie de Los raros que, posteriormente, no fue incluida en el libro. Alfonso García Morales, en su análisis del texto, advierte que la palabra frontispicio, además de representar la fachada de un templo, designa, en el vocabulario técnico de las artes gráficas de fines de siglo XIX, una composición dibujada o pintada, destinada a reproducirse por medio del grabado con el fin de adornar el título o la primera página del volumen (1997:51). El vínculo con la imagen se hace más evidente al señalar que el texto es una écfrasis de un grabado de Thomas Sturge Moore (1870-1944) titulado Pan Mountain (1893), publicado originalmente en la revista The Dial. Este relato introductorio, describe un Pan espectral en forma de montaña que recuerda la descripción de Darío del paisaje africano de Leconte de Lisle, un escenario natural que incita a la iniciación a un culto primitivo (Darío, 1918:35-36). Es esta una montaña pánica en la que se visibiliza el espectro del dios Pan muerto -y, si se quiere, el espectro del propio Verlaine si recordamos su descripción en la crónica de Los raros-, una faz terrorífica a la que se expone el poeta joven que quiere iniciarse en los misterios, representado como un caminante que, desoyendo las advertencias del narrador, un iniciado, no detiene su ascenso al encuentro con las visiones.

Pan, el divino Pan antiguo, se alza en primer término. Mas como las voces que un día anunciaron su muerte no mentían, ese Pan que se alza en medio de la noche, en la negra montaña hechizada de luna, es el dios-aparecido… Mirad su cabeza sin ojos, sus secas mandíbulas en donde algún resto de las barbas salvajes queda adherido, semejante a vegetación sepulcral; su boca que tanto supo de risa, de beso y mordisco sensuales, y que sopló tan soberanamente los más bellos cantos de la flauta, lanza hoy un aliento frío en el muerto instrumento, del cual brotan desconocidos sones, extrañas músicas de sueños, melodías de misterios profundos.

La Montaña de las visiones, impregnada del aliento de la noche, alza sus torres de oscuros árboles poblados de espíritus errantes y sollozantes… La vasta y arcana montaña guarda sus hondos secretos, y tan sólo pueden saber las voces sin palabras de las visiones, los que han oído, perdidos, ay, en la peregrinación, lo que brota de la boca sin labios de Pan espectral.

La luna hechiza con su pálido riego de luz, el temible, misterioso, peligroso recinto, en donde suele verse danzar, al fulgor enfermizo, a la Locura que deshoja margaritas, y a la Muerte, coronada de rosas…

Yo veo venir al caminante joven, con la alforja y la lira… Viene con la hermosa cabellera húmeda todavía porque ha sabido guardar en ella el rocío de la aurora; las mejillas rosadas de besos, porque es el tiempo del Amor; los brazos fuertes, para apretar los torsos de carne marmórea: y así viene, camino de la negra montaña!

Corro, corro hacia él, antes de que llegue al lugar en donde se alza, en el imperio de la noche, la cabeza sin ojos: ´Oh, joven caminante, vuelve; vas equivocado: este camino, tenlo por cierto, no te lleva a la península de las gracias desnudas, de los frescos amores, de las puras y dulces estrellas; vas equivocado: éste es el camino de la Montaña de las visiones, en donde tu hermosa cabellera se tornará blanca, y tus mejillas marchitas, y tus brazos cansados; porque allí el Pan espectral, al son de cuya siringa temblarás delante de los enigmas vislumbrados, delante de los misterios entrevistos…´

El caminante joven, con la alforja y la lira, cual si no escuchara mi voz, no detiene su paso, y a poco se pierde en la Montaña, impregnada del aliento de la noche y hechizada por la Luna” (Darío, 1938:79-80)

García Morales nos advierte que el dios Pan que predomina en la obra de Darío es el habitante del bosque, ninfomaníaco y musical, símbolo de la vitalidad de la naturaleza, en tensión con el de la leyenda de Plutarco en la que se anuncia su muerte, central, esta última, en este relato ecfrásico . Retoma una etimología popular que relaciona a la palabra Pan con el todo, que sería recurrente entre las filosofías panteístas. También asocia esta concepción del dios a la participación de Darío en centros teosóficos, ocultistas y espiritistas. En gran medida, esta lectura concuerda con la que ya había propuesto sobre el Frontispicio Alan Trueblood al analizar sus vínculos con el Responso a Verlaine (1970), poema de Darío en el que también retorna esta Montaña de las visiones. Ambas lecturas hacen énfasis en la advertencia del narrador (el poeta iniciado), en la que reconocen al Darío supersticioso de los documentos biográficos, aquel que confiesa abandonar, por consejo de médicos y amigos, los estudios ocultistas a causa de su “extrema nerviosidad”, una propensión a la “perturbación cerebral”, por la que el autor de Los raros, entre 1895 y 1896, se toma vacaciones e incluso se recluye en un hospital [9] .

Desde esta advertencia del Frontispicio, ambos críticos presentan un Darío temeroso de romper con la autoridad y lo establecido, con la jerarquía y los límites, cauteloso frente a los pedagogos de la juventud, desmarcándose en sus textos de quienes lo pudieran señalar como un Sócrates corruptor, explicitando sus diferencias respecto de los autores decadentistas que consideraba modélicos. Una operación recurrente en Los raros, entre otros textos, como advierte Silvia Molloy (2012). Antes que volver a leer el Frontispicio como una prevención de Darío al joven poeta, tal como lee la advertencia García Morales (1997:60) en la línea de Trueblood, nos interesa asociar el Frontispicio, que es una suerte de prólogo, con las “Palabras liminares” de Prosas profanas, en las que vuelve a aparecer un silvano, vivo y en pleno contacto armónico con la naturaleza. Esto implica reparar no sólo en la advertencia experimentada del viejo poeta sobre este limen, sino también en el no hacer caso del joven poeta, tal como el silvano de las “Palabras liminares” con los ruidos ensordecedores de la Oca. Su marcha rumbo a la montaña de las visiones expone, en este sentido, una mecánica profunda que sería universal, tanto al joven como al viejo poeta. La experiencia aterradora de la montaña se configura como una intensidad riesgosa, sensual y macabra, que hace del sujeto un holocausto de sí mismo: los cabellos se vuelven blancos, las mejillas se consumen, los brazos no tienen fuerza. Algo expira en el proceso de una metamorfosis a la apertura sensible. En el límite que deja entrever el narrador, el cuerpo tiembla al son de una siringa que acompaña los más profundos misterios, apenas entrevistos, de la danza, de la locura y la muerte. Todas experiencias en las que se sublima una sinestesia extrema, cargada de erotismo, que difiere de la experiencia de los “frescos amores” que el joven poeta puede hallar en el valle.

Esta concepción afirmativa respecto de este camino de ascesis, retorna también en Prosas profanas, en uno de los poemas antes mencionados de la serie Las ánforas de Epicuro, adicionada al libro en 1901. En La fuente, vuelve a aparecer este diálogo entre dos edades del poeta y la misma mecánica de atracción por los misterios del Reino Interior:

Joven, te ofrezco el don de esta copa de plata

para que un día puedas calmar la sed ardiente,

la sed que con su fuego más que la muerte mata.

Mas debes abrevarte sólo en una fuente.

Otra agua que la suya tendrá que serte ingrata:

basta su oculto origen en la gruta viviente

donde la interna música de su cristal desata,

junto al árbol que llora y la roca que siente.

Guíete el misterioso eco de su murmullo;

asciende por los riscos ásperos del orgullo;

baja por la constancia y desciende por el abismo

cuya entrada sombría guardan siete panteras:

son los Siete Pecados las siete bestias fieras.

Llena la copa y bebe: la fuente está en ti mismo.

(Darío, 1961: 691-692).

Con este concepto de sensibilidad pánica, contribuye el análisis de Sigmund Freud en Psicología de las masas y análisis del yo (1921), en el que considera al pánico un fenómeno angustioso mejor representado en las multitudes, en las masas militares, pero que también puede observase en un individuo. La dimensión de esta angustia proviene de la ausencia de las ligaciones libidinosas que constituyen el grupo, al aflojarse esta trama, sin importar si se está frente a un verdadero peligro, cada uno de los individuos, como por contagio, se pone a cuidar de sí mismo y, ya solos, experimentan esta angustia con intensidad creciente (1992:91-93). El sujeto, desprovisto de la armadura que compone la trama simbólica, su ligación libidinosa, experimenta la angustia de su no diferenciación respecto del todo que lo rodea, la cosa.

La concepción dionisíaca que elabora la poética de Darío, como también la de Cruz e Sousa y Jaimes Freyre, reconduce la angustia de este terror pánico a una apertura estésica, a un estado de goce pánico en el cual el lenguaje es mediación simbólica, un limen desde el que se accede a una zona sensible en la que se desdibuja, en éxtasis, el límite entre el yo y la cosa. Friedrich Nietzsche, en La visión dionisíaca del mundo (1870), hace precisamente este énfasis sobre los diversos lenguajes artísticos como mediación simbólica para alcanzar una apertura sensible. Una lectura filosófica contemporánea que llega a los autores modernistas de la mano de los alemanes, en particular Richard Wagner, con Friedrich Nietzsche como su filósofo, devenir en el que, incluso, puede inscribirse a Sigmund Freud. Es a través de Wagner que Rubén Darío llega hasta Nietzsche, sobre quien escribe una crónica para la serie Los raros, posteriormente descartada del libro.

Del mismo modo que lo entenderá Walter Benjamin, Nietzsche plantea que “Símbolo significa aquí una copia completamente imperfecta, fragmentaria, un signo alusivo, sobre cuya comprensión hay que llegar a un acuerdo: sólo que, en este caso, la comprensión general es una comprensión instintiva, es decir, no ha pasado a través de la conciencia clara” (2009:266). Más que interpretado, este símbolo presente en las artes en forma de gestos y sonidos es “sentido” en una “inervación simpática” (2009:266). El arte, en su retorno, recobra de la sensibilidad del ambiente la fuerza originaria del símbolo, renovándolo y aumentándolo en sus dimensiones (2009:270). Para Nietzsche, la exaltación dionisíaca implica una excitación que intensifica de modo supremo todas las capacidades simbólicas. Algo jamás sentido aspira a expresarse: el aniquilamiento de la individuación, de la unidad en el genio de la especie, o más allá, de la naturaleza. Esta aspiración se sublima en un nuevo mundo de símbolos que pueda aprehender y liberar esta intensificación. La poesía alcanza de esta forma una nueva esfera que, con la sensibilidad de la imagen, como en la epopeya, y con la embriaguez sentimental del sonido, como en la lírica, puede aprehender este desencadenamiento global de todas las fuerzas simbólicas (2009:271-272). De acuerdo con Nietzsche, a partir de esta sensibilidad pánica se podía pensar, incluso, otro concepto de multitud, la dionisíaca, distinto al que proyectan las concepciones apolíneas de las capitales modernizadas. Sin embargo, Nietzsche también advierte que “el servidor ditirámbico de Dionisos es comprendido únicamente por sus iguales” (2009:272). Esta apertura sensible se proyecta primeramente sobre los iniciados, en este caso, en el culto a la belleza del Arte Nuevo.

Darío Argonauta

En las “Palabras de la satiresa”, Darío presenta a este principio pánico como un saber sensible que se revela al viajero experimentado, al “cosmopolita extremo” como lo llama Graciela Montaldo (2013), en el que sobrevive el “antiguo argonauta”: “alma que el sol sonrosa y que la mar zafira, / sabe que está el secreto de todo ritmo y pauta / en unir carne y alma a la esfera que gira” (Darío, 1961:692). En su intenso peregrinar [10] , Darío encarna al Atlas que, como el de Warburg (2010), procura cargar la memoria sensible del mundo. En su experiencia del viaje, median siempre los símbolos que hacen presentes a los diversos espacios y tiempos, que tornan a esa experiencia singular del viaje una experiencia de unidad pánica -a la vez temporal y atemporal, territorializada y desterritorializada, histórica y ahistórica- con el todo. Los símbolos, para el poeta, son la puerta de acceso a las múltiples dimensiones que componen la realidad.

La crónica de viajes de Darío, se inscribe en una aristocrática tradición narrativa del siglo XIX y principios del XX, de la que participan importantes figuras de la política y la literatura latinoamericana. Entre los trabajos críticos que la abordaron, vale mencionar la lectura de David Viñas (2005) y la de Beatriz Colombi (2004). “Viaje estético” llama Viñas al que realizaban las clases dirigentes argentinas como parte de su educación sentimental, también un rito consagratorio, del que era parte sustancial el relato, causerie de salón, publicada en libro como memoria. El escritor profesional, recupera este género para un público masivo. Estos relatos, contemporáneos a otros franceses, sirven a la construcción de una autoridad estética y moral, con potestad de participar de la regulación sensible de la comunidad. En viaje (1884) de Miguel Cané, es una interesante referencia de la crónica anestésica. En su descripción panorámica de Rio de Janeiro, desde un “punto perdido” de la Tijuca, su fobia higienista elabora un artificio imaginario que lo salva del shock. En respuesta a los efectos repugnantes de su experiencia de la “ciudad infecta”, su crónica torna al paisaje, a medias urbano y selvático, un “diorama gigantesco”, dispuesto para la contemplación. Vale recordar que su libro es contemporáneo de À rebours (1884) de Joris-Karl Huysmans. A contrapelo, la experiencia de ambiente se torna objeto y queda subordinada al confort, como en la garçoniere de Des Esseintes.

Enrique Gómez Carrillo, en la crónica “El viaje” de El encanto de Buenos Aires (1914), repara nostálgicamente en otro acontecimiento anestésico, la pérdida irreversible de la experiencia del viaje marítimo: “Por una absurda fantasía, los arquitectos navales se proponen, desde hace unos años, hacer olvidar a los que se embarcan que se han embarcado. Nada de lo que constituye la antigua forma marina se descubre en los bien llamados palacios flotantes” (1914:9). Juan José de Soiza Reilly, en su crónica sobre Rio (1920), evocando la de Cané, opta también por la perspectiva panorámica, pero desde el teleférico, del que destaca, también a contrapelo, su goce anestésico de apreciar los peligros de la ciudad y la floresta desde un ambiente artificial, ilusoriamente seguro. De acuerdo con la crónica de Soiza, la tecnología ofrece al espectador una experiencia farmacológica del entorno, una atmósfera de ensueño en la que impera el silencio, solo interrumpido por el ruido ominoso de los componentes y la música marcial que, al llegar hasta él, despierta una memoria hipertrófica que obnubila su experiencia del presente. El diorama panorámico de Cané se torna en la crónica de Soiza un teatro propio de la perspectiva divina, en el que su lectura paranoica descubre figuras icónicas modernas en los accidentes del paisaje.

Rubén Darío, en su crónica sobre Rio de Janeiro, desde la misma perspectiva de Cané, la Tijuca (1912), es el primero en explotar esta contemplación lisérgica del paisaje, abordada posteriormente en la crónica “Edgar Poe y los sueños” (1913). En ella, advierte que la naturaleza es, para el autor de La Esfinge (1846), el espacio de descubrimiento de la dimensión onírica y supraterrenal, a la cual el poeta accede en el insomnio, o por medio del opio, o los excitantes alcohólicos que estimulan, en su sensibilidad singular, estados hipnagógicos, entre la vigilia y el sueño, como el de la “alucinación panorámica”, con el que descubre relieves fabulosos, animalescos, donde antes solo veía lo más evidente (Darío, 1968:321-322). Este concepto, alucinación panorámica, un intertexto de La locura en la historia (1895), el denostado ensayo del psiquiatra argentino José María Ramos Mejía, visibiliza el interés de Darío por la psicología. Su uso, sin embargo, contribuye con la despatologización de este estado lisérgico, valorándolo como vía de descomposición de la objetivación positivista. Estos fármacos, propician también una apertura sensible que alcanza los ecos visuales y sonoros de otras dimensiones menos evidentes.

João do Rio, escritor brasileño receptivo a la estética de Darío, también ofrece en la crónica “Os animaes na exposição”, incluida enCinematographo (1909), una escena de embriaguez, de griserie, ante la presencia de un gran número de canarios enjaulados, asustados, silenciosos, de variados colores, los cuales despiertan en el narrador el sentimiento de ser enteramente animal. Para João do Rio, la exposición universal se presenta como oportunidad para el sujeto urbano de hallar estésicamente una sintonía con el animal, en la que se cifra también una utopía “tudo se ligava para infiltrar nas anemias urbanas e nas neurastenias presentes a griserie de uma outra vida, o desejo de ter muita saúde, de não conhecer perfumes e fatuidades, de viver como os tratadores dormindo no feno, amando livremente, refocilando com os bichos” (1909:308). Rodeado por el reino animal, si bien encerrados en jaulas, João do Rio presenta como alternativa a la neurosis moderna una obnubilación primitiva, animal, pánica, bucólica, en la que el hombre conquista, despojándose de los ropajes sensibles de la cultura, la soberanía de las bestias.

Rubén Darío, alude también en sus crónicas a esta experiencia de griserie, propia del contacto con la floresta o los animales. Son interesantes, en esta clave, sus crónicas de abordo, a las que suele llamar “Films de viaje”. Una de ellas, titulada Ménagerie (1912), narra el tráfico de animales salvajes latinoamericanos a Europa. Un coleccionista descripto como un marqués, en el que retorna el espectro de Sade, expone en sobrecubierta, para Darío, las distintas fieras de su zoológico personal. El relato contrapone el deseo de disciplinar la bestia propia del coleccionista, en la que se elabora un goce perverso, manifiesto, incluso, en sus propias palabras “Le he de hacer comer de mi mano… No quiero que me siga como un perro, no tanto, pero le he de domesticar en absoluto. Y encuentro bello contemplar, en pleno océano, los animales del bosque” (Darío, 1968: 269), contra una sensibilidad abierta a la gracia del propio animal, atenta, particularmente, a su dimensión simbólica, en la que sobrevive una densa espectralidad.

La ménagerie sirve al poeta, a diferencia del coleccionista o del científico (menciona a Clemente Onelli en la crónica), como un repertorio de la gracia animal, en la que la sensibilidad estética proyecta las pasiones humanas, los símbolos anacrónicos o los íconos modernos. En los animales, encuentra también correspondencias con las propias jerarquías humanas. En un tigre arisco, Darío halla al dandy y al asesino, autor de las bellezas artísticas que celebra De Quincey, entre los monos, los gestos satíricos, payasescos, tragicómicos, de los rostros de las multitudes urbanas. En una garza, la presencia de un símbolo dispuesto a la contemplación “de blancura lunar, como nevada, como de seda y azúcar, sobre sus zancos largos y el cuello en clave de sol” (1968:269). El animal como retorno simbólico ya había sido explotado por Darío en la crónica “Articles de París. Cónsul.” (1903) en la que se refiere a un famoso mono parisino, Cónsul, capricho de los decadentes, sobre el que escribe Jean Lorrain una crónica, de la que Darío traduce, incluso, algunos párrafos. El chimpancé, asociado al egoísmo y malos modales, es símbolo del rastacuero norteamericano, al que se tolera en París, con lúdicos reparos, por su dinero (1977:190-193).

En el contacto, más allá de su dimensión simbólica, Darío empatiza con la sensibilidad del animal. “Una llama, digna de conducir a una princesa de los incas, se deja acariciar y como que cuenta, con doctoras miradas el suplicio de la inmovilidad entre las tablas de su prisión, sobre este suelo de madera y hierro que se va moviendo” (1968:269). Expresa la misma desazón ante la contemplación de un tapir “con sus ojos pequeños, su frente fugaz y lisa, su belfo de modestas pretensiones elefantinas; oye ruidos de aguas y no sabe dónde, mira azorado con inquietud; es manso, deja su bosque paraguayo para ir a saber lo qué (sic) es la nieve en el chalet de cassé de su propietario…” (1968:268). La jaula torna al animal-símbolo una opacidad inquietante, que despierta, en el contacto, lo que Gabriel Giorgi llama un “contínuum orgánico, afectivo, material y político con lo humano.” (2014:12). Ante este destino común al hombre y la bestia, la obscena manifestación de este biopoder, Darío apela a la piedad cristiana y al consuelo moral de los antiguos, su lectura de Marco Aurelio. Las crónicas de Darío que abordan la animalidad aprehenden, como un negativo fílmico, los efectos de la modernidad sobre los misterios de lo vivo, como así también de lo inerte, sobre aquella dimensión no antrópica, espectral, más allá del hombre y de la vida (Ludueña Romandini, 2012).

Vale aclarar que si bien Darío se manifiesta en favor de la protección de los animales, como en la crónica “Los que dan de comer a los pajaritos” (1902), en la que reivindica este sentimentalismo fuera de moda y celebra las leyes belgas “contra la ferocidad, el egoísmo y la crueldad” a los animales, asociadas a “nietzchistas furiosos y danzantes”(Darío, 1977:125-130), también rescata esta violencia cuando es parte de un goce estético, aristocrático como la caza, en “Nuestros hermanos inferiores” (1913), o un goce popular como en la tauromaquia, en Films de París. I. Las mujeres y los toros (1913), sobre el que advierte que “más de un moralizante ha achacado a un placer completamente sensual, o mejor dicho sádico, el gozo de las españolas en esa casi bizantina fiesta de la sangre.” (1968:373), para celebrarlo como símbolo que fortifica los sentimientos nacionales. En un segundo apartado de la misma crónica titulado ¿Quién tiene la culpa?, además solicita penas más duras, inclusive la capital, para los crímenes “pasionales”, propios de “impulsivas fieras humanas” (1968:374-375).

La crónica más elocuente de Rubén Darío contra la violencia a los animales es “Soyez bons pour les animaux…” (1911) en la que critica el maltrato al que se ven sometidos en París, el cual replica entre ellos las jerarquías sociales. Repara particularmente en aquellos que sirven “al jardín de suplicios” de los fisiología, a los “horrores de la vivisección”. Se hace eco, para ello, de Qu´est-ce que la vivisection? (1912) de André Lichy y Gustave-Rene Laurent, edición ilustrada por Grandjean, libro de propaganda orientada a “sublevar aún a las personas menos sentimentales” en el marco de reformas legislativas francesas en favor de la protección de los animales. Es sugestivo que los brutales experimentos están orientados al estudio de los límites de la sensibilidad y de la supervivencia animal. Darío selecciona una serie de testimonios y casos para propagar la indignación también entre los lectores argentinos, atentos a las novedades europeas:

‘Los laboratorios de fisiología, dicen los dos escritores que acabo de citar, no son sino cámaras de tortura; los experimentos, verdaderos actos de barbarie’ La documentación que justifica tal severidad es profusa, y pondrá de parte de los que protestan al lector de menos nervios. Un experimentador, por ejemplo, County, narra con las siguientes palabras un experimento y su descripción parece ‘recit d’um apache qui vient de dégringoler une pante’: ‘Metí un cuchillico de hoja curva en el cerebro y lo hice bascular, echo al individuo por tierra y ahí queda, me acerco y no se mueve; le amenazo ante sus ojos, hago ruidos diversos, le toco, no reacciona; entonces le aprieto muy fuerte y agita violentamente todos sus miembros, o cambia de sitio, sin poder huir o ejecutar movimientos coordinados de defensa. En una palabra este individuo no ve, no oye, y salvo movimientos convulsivos posibles, y aun bastante frecuentes, no tiene movimientos espontáneos; sus funciones cerebrales están seguramente suprimidas; está en coma’. ¡Se trata de un mono; pero, con todo!

Pero para espantables, martirios suprachinos de nuestros ‘hermanos inferiores’, los que se enumeran es una copiosa y pavorosa lista; tortugas en in pace, emparedadas en yeso, para que mueran de inanición, dos meses de agonía; animales de otras especies, tenidos sin comer, para saber cuánto duran; conejos, trece días; gatos, veinte días; perros, treinta y tres días; caballos, veintiún días. Se computaron los nervios cervicales a gatos y monos, y días después se hizo la ablación del cerebro. Se abrió el vientre de perros, gatos y conejos y se les excitó los nervios con corrientes eléctricas. A un fox-terrier de tres años y nueve kilos, se le abrió y atenaceó de distintos modos; duró una hora y veinte minutos. A otros canes ‘se le arrancó los músculos de la laringe, raspándolos con un cuchillo’; a otro se le descubrió la parte del cráneo que se quería trepanar; se levantó la piel, se abrieron hasta cinco hoyos, y luego ‘con jeringuillas, cuya cánula se introdujo en los hoyos, se lanzó en la sustancia gris del cerebro y bajo una presión cuya fuerza variaba, uno o varios chorros de agua que rompieron y expulsaron la mayor parte de uno de los hemisferios’. ¡Y el perro vivió aún un mes! […]

Es Claude Bernard, que escribía: ‘El fisiólogo no es un hombre cualquiera; es un sabio que está dominado por una idea científica; no oye los gritos de dolor animal, no ve la sangre que corre, no ve nada fuera de la idea que lo ocupa’ Es Richet, que asegura no creer que haya un solo experimentador que al dar curare a un conejo, al seccionar la médula espinal de un perro, o al envenenar una rana, se diga a sí mismo: ‘He allí un experimento que aliviará o curará la enfermedad de algunos hombres’.

Es otra vez Claude Bernard: ‘El curare hace imposible todo movimiento, pero no impide al animal sufrir, ni tener conciencia de su sufrimiento. La muerte, que parece a los ojos de los asistentes tan dulce y tan libre de dolor, es, al contrario, acompañada de los sufrimientos más horribles, que sobrepasan todo lo que el hombre puede imaginar’. Es Elías Cyon: ‘El que siente repugnancia al disecar un animal vivo, el que hace una vivisección como cumpliendo con una necesidad desagradable, podrá repetir tal o tal vivisección pero nunca llegará a ser un artista en vivisección’. ¡Artista en vivisección! Frase a lo ‘divino marqués’ (1977:255-257).

Recusando la frecuente justificación en el progreso científico, Darío, indignado, llama a los fisiólogos “¡Torquemadizantes y sadistas!” (1977:256). Las citas que escoge, acentúan la concepción anestésica de la ciencia respecto de la sensibilidad animal sobre la que experimenta, sea a causa de la “idea científica”, o del uso de una droga como el curare [11] , que le evita al fisiólogo las expresiones del sufrimiento del animal. Darío denuncia, a su vez, un goce estético, propio del asesino-artista, avalado por discursos científicos, que pretenden sostener valores humanistas. Esta crónica es, quizás, la más terrible de las escritas por el autor. En ella, se expone la amplitud del sondeo de su indagación estética, que alcanza los límites de la experimentación de las ciencias médicas contemporáneas, sosteniendo el valor de lo vivo como sensibilidad insustituible. Es atendible también la demorada administración de detalles macabros que escoge para sensibilizar al lector; como cierre de la crónica extensa, prescribe, incluso, “para quitar las malas impresiones”, recordar “al asno y al sapo de aquel gigante de buen corazón que se llamó Víctor Hugo” (1977:258). La literatura, como en la crónica “Ménagerie”, sirve como referencia de los principios humanistas que, en los últimos años de su vida, Darío considera necesario recuperar tanto desde el arte de la antigüedad como en sus retornos modernos.

Esta intervención, sin embargo, no implica una negación antimoderna de la ciencia, muy usual entre los escritores modernistas. Al contrario, para Darío, la ciencia está tramada con el arte, tal como la entendían los renacentistas. El autor de Prosas profanas halla en la síntesis armónica entre arte, ciencia y religiosidad, el fundamento de una especulación metafísica superadora de las limitaciones de la ciencia convencional. Darío, al igual que Poe, considera que, para la obtención de certezas, la comprobación es secundaria frente a la intuición [12] (1968:246). Así lo advierte en la crónica “Thalassa Maternal” (1912), datada en el océano, una especulación acerca de los misterios del mar que parte de una eufórica lectura de La vie dans les océans (1912) de Louis Joubin, así como de las teorías del fisiólogo René Quinton y los recuerdos de su entrevista con el príncipe Alberto de Mónaco, todos oceanógrafos, miembros del Instituto de Francia. Su acento repara en la teoría de un origen común de la vida en el mar, una unidad que se sostiene, más allá de las diferencias, en todas las formas de vida. En un contexto descripto como pleno de armonía, Darío se demora en su entusiasmo por esta comunidad vital, prevista, antes que por la ciencia positivista, por el arte y las religiones.

Mientras navegamos en un mar tranquilo, bondadoso, la orquesta toca el vals Sobre las olas del desventurado mejicano Juventino Rosas. Leo la obra del doctor Joubin sobre la vida en los océanos y la meditación me conduce suavemente a la divagación. Desde las concepciones teogónicas hasta los últimos postulados científicos todo hace que en el agua amarga y divina se encuentre el origen y la potencia de la vida. Parece que una gran voz íntima clamase en la extensión del universo: ‘¡Thalassa! ¡Thalassa Maternal!’. Si en los comienzos de la Biblia el espíritu de Dios flotaba sobre la superficie de las aguas, las recientes teorías del doctor Quinton sobre el agua del mar como medio orgánico, y sus hoy ya comunes aplicaciones terapéuticas, hacen ver que nuestra esencia vital se mueve en la inmensidad azul que amaron los argonautas, los antiguos soñadores, los piratas, que aman y amarán siempre los poetas, los artistas y los que saben que la prodigiosa Venus brotó de su fecundidad, magnífica de desnudez y retorciendo sus mojados cabellos. El gentleman que se marea y el humorista de risueña hidrofobia que han visto las anteriores líneas, protestan. Dejémoslos protestar. (1968:245-246)

En las quejas del gentleman retorna la oca de Prosas profanas; dirigiéndose a los iniciados, Darío acentúa otro vértigo, aquel propio de la contemplación de una unidad de la que se es parte, el pánico gozoso ante “un mundo inmenso en el que se pierde el ojo del especialista”, ante la “obra común y cósmica” a la que se accede en la unión de “mentales energías, la poesía y la ciencia” (1968:248). Es sugestivo que esta articulación se sostenga sobre un pensamiento analógico por el cual, Darío poeta, se identifica con el oceanógrafo que trae con sus redes del fondo del mar, referente del origen, “las nuevas formas”, así como las supervivencias espectrales:

Y juzgo debe ser un placer singularísimo el del oceanógrafo que al recoger las redes, trampas, aparatos o anzuelos, ve salir del fondo de los mares nuevas formas, desconocidas especies, peregrinas, animales o vegetales de los abismos. Quizá se sueña en la realización del cuadro célebre de Boeklin: ver aparecer de pronto cogida de una recóndita cueva oceánica, una sirena…; o ver luchar al ser traído sobre las olas lanzando su voz relinchante a un hipocampo… (1968:248)

Esta asociación entre las “nuevas formas” advertidas en los peces marinos y los espectros que su memoria hipertrófica recupera de una dimensión simbólica, ya había sido elaborada por Darío, tal como lo rememora en la misma crónica, al referirse a los raros ejemplares marinos que encuentra en los acuarios de Berlín y Nápoles, variantes acuáticas de suMénagerie (1912). Del primero, en Tierras solares (1904), Darío describe a esta “fantástica vida submarina” como una escena de vivas formas abstractas, a las que asocia con escenarios infernales, hortalizas, elementos del tocador y expresiones monstruosas, inspiradoras de los cuadros macabros de Rops y Odilon Redon. “Con sus fantasías monstruosas e ilusorias, no han creado nada, pues todo lo que la imaginación del hombre más torturado de visiones infernales pueda imaginar, existe en los secretos misteriosos y en los profundos laboratorios de la naturaleza” (1917:235). Sea en el sueño o en el fondo del mar, es la sensibilidad pánica del artista iniciado la que logra recuperar los misterios del todo, en sus múltiples dimensiones, profanas y trascendentes.

Darío recurre también a este concepto de unidad pánica para referirse a una ansiada unidad política, global, latinoamericana, en el marco de políticas de asimilación de la inmigración europea y de integración pacífica regional, como el pacto ABC, que llevaba a cabo en ese entonces la diplomacia, el periodismo y la literatura de la región, frente a las cuales se autoproclama, con el reconocimiento general, embajador de las letras [13] . En una de las crónicas dedicadas a “Graça Aranha” (1911), escritor y diplomático brasileño, en la que alude a su novela Canaã (1902) y a sus discursos europeos, Darío celebra el concepto armónico de su propuesta pacifista, echado a perder unos años después al comenzar la Gran Guerra Europea, de la que Darío ofrece un lúcido análisis en sus crónicas para el diario La Nación

Lleno de su generosa pasión de amor humano, de amor universal, confiado en un destino pánico cuyo proceso ahonda su abarcadora conciencia, cumple el vibrante brasileño su misión, y dice dónde va la buena nueva de la esperanza. Tales fueron entre otros estos conceptos pronunciados en el Capitolio romano en una circunstancia memorable: “Las abstracciones cederán a las realidades. Compréndese que no hay dos mundos diversos, separados, uno físico y material, uno moral e inmaterial: llegóse al pleno monismo. El conocimiento se dilató y el espíritu humano fue juzgado como una fuerza en las fuerzas del universo… La fatalidad de la ley de la existencia manda que todo viva en infrangible armonía… ‘Yo te exhorto, a ti y a innumerable generación por venir, abandonemos nuestros odios destructores, reconciliémonos, antes que llegue el instante de la muerte’. (1977:246)

Darío le atribuye a Canaã la síntesis del “espíritu nacional brasileño”, que podría, además, proyectarse al resto de Latinoamérica en ese momento de inmigración masiva. En contraste con Os Sertões (1902) de Euclides Da Cunha, publicado el mismo año que Canaã, el libro de Graça Aranha ofrece un imaginario optimista, idealizado, de una nueva composición social en formación, que pone en segundo plano los conflictos sociales contemporáneos. Esta lectura sobre Brasil de Darío se adecua a los intereses compartidos por el ABC, el proyecto de integración del Cono Sur, y del panamericanismo. Son mediaciones acordes a su rol de diplomático cultural, en las que busca puntos de encuentro entre las diferentes hegemonías latinoamericanas, y, a la vez, una imagen “pujante” para su promoción en el exterior, que impugne las negativas concepciones deterministas del medio tropical, asociadas, por defecto, a todo el continente.

Ante el desastre de la guerra, Darío, desde España, ofrece la crónica “Un instante de poesía hace olvidar la guerra” (1914), en la que se reproduce su conversación con Santiago Argüello, poeta nicaragüense más joven que él, apóstol del modernismo dariano, en la que el propio Darío acentúa un ideal compartido, una misma experiencia respecto de las estéticas dominantes contemporáneas (parnasianismo, decadentismo y simbolismo), común al viejo y al joven poeta, que nos recuerda su relato del encuentro de diversas edades en el camino de ascesis del Frontispicio y en las Ánforas de Epicuro. Retorno de un mismo pánico embriagador ante la totalidad, orquestado armónicamente a través de la poesía, y de un mismo recogimiento, posterior al holocausto de sí a la intensidad estética

Y púseme a ´ser yo´

Y resultó lo que había de resultar; un colorista y un sinfonista. Me embriagué de sol y de montaña y de torrente. Me bebí el trópico, e hice De tierra Cálida, obra que huele a ubres porosas.

La música nueva, la factura admirable del Parnaso y la sutileza decadente me sirvieron para desmenuzar en tonos y armonías el alma pánica de aquella Nicaragua selvática y prodigiosa, que abanica su calor con palmeras, que se irriga en los chorros de sus saltos, que luce por las tardes su montón de crepúsculos y el collar de jade de sus lagunas verdes.

Puse el verso decadente junto al horno solar, y resultó en manos el verso ecuatorial.

Aún no habían pasado por mi espíritu los nublados del dolor. Nací en primavera, y no había visto sino flores. Mas en mí había una fuerza; una fuerza que pugnaba. Y brotó el color, y sentí en mis cuerdas el estremecimiento de una borrachera de fulguraciones. Fue cálido, no pudiendo ser sensible. Me senté en mis rodillas, en una (sic) escaño rústico, bajo las filtraciones de las peñas que sudaban perlas y de las altas copas que destilaban trinos, a la musa campesina, de redondeces flamencas, pudores huraños y frotes de pantera.

Y fue la cópula salvaje, bajo las calcinaciones del Sol. Y el himno de los versos chispeaba en aquel ambiente de canícula de mis nupcias de fuego.

Después de fatigar mis dedos en sabidurías y paciencias de un Benvenuto de la frase; después de conocer todo el secreto orquestal de la palabra; después de haber aprendido a tejer como una arácnida los tisúes del verbo, caí como otros muchos, el Ángel ya había volado, llevándose la humedad de sus lágrimas a fecundar otras liras (1977:292).

Más allá de los contextos distópicos y de la propia experiencia del escritor, afirmándose en la dimensión utópica de la literatura, el pánico propio de la angustia moderna, el grito de la oca que anuncia el Dios Pan muerto deviene con estas estéticas pánicas modernistas grito extásico ante el dios Pan redivivo, por el que el pánico, la sensibilidad del todo, augurada en el animal y la floresta, es, en el propio tiempo de la poesía, goce y utopía.

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[1] Cf. Jáuregui, Carlos (1998) “Calibán ícono del 98. A propósito de un artículo de Rubén Darío” En Revista Iberoamericana N° 184-185, Pittsburgh, Pp.441-450.

[2] El uso del láudano. Rubén Darío habla de farmakon en la crónica “Edgar Poe y los sueños”. P329 para referirse a drogas que “superexitan los sentidos” (319-331).

[3] “Ellos corresponden al período de ardua lucha intelectual que hube de sostener, en unión de mis compañeros y seguidores, en Buenos Aires, en defensa de las ideas nuevas, de la libertad del arte, de la acracia, o, si se piensa bien, de la aristocracia literaria” (1997:142)

[4] Cf. Fernandez, Juan Manuel (2015) “Entre faunos modernistas, la estética pánica de Jaimes Freyre” en Rocha Velasco (Org.) La prosa de Jaimes Freyre. Plural, La Paz. Pp. 257-289.

[5] Los cuatro capítulos que se conservan de Los jardines de Academo, publicados originalmente en los números 2 y 5 (1904), 11 (1905) y 37-39 (1907) de la Revista de Letras y Ciencias Sociales (Tucumán), han sido reeditados recientemente, con prólogo y agudas notas de Tatiana Alvarado Teodorika, entre otras joyas prácticamente inéditas del autor, en La prosa de Jaimes Freyre (2015a) a cargo de Ana Rebeca Prada.

[6] Esta disertación, publicada en principio en la revista El mercurio de América con el título “Letras brasileñas. Cruz e Souza” (1899), fue incluida también en la edición de La prosa de Jaimes Freyre (2015a).

[7] Es precisamente esta memoria hipertrófica del fisonomista la que rescata Walter Benjamin del escritor moderno al elaborar su concepto de imagen dialéctica en el Libro de los pasajes, aquella mirada que advierte en el presente el fulgor de un gesto arcaico.

[8] Tal como señala Silvia Molloy, en esta crónica de Los raros, Darío rechaza toda referencia a la homosexualidad de Verlaine o a la relación que éste tuvo con Rimbaud, a la que describe como “una nebulosa leyenda”, como una calumnia (2012:35).

[9] Ricardo Jaimes Freyre alude a estas supersticiones en su discurso del funeral cívico “Él nos ha hablado muchas veces de su fe religiosa; pero su fe era tan solo un vago misticismo, que se asemejaba a una superstición, con sus infantiles espantos, y que todo revestía la forma de religión positiva, porque su terror al misterio lo apartaba de las negaciones y hacía palidecer su rostro a la aproximación de la duda. Si en sus últimos días tuvo un recrudecimiento de fe, es preciso no atribuirle mayor valor que a las frecuentes crisis religiosas de los moribundos” (2015:181)

[10] Darío, poeta del Canto errante (1907), en un periplo de tres décadas que comienza y termina en su Nicaragua natal, ofrece un sinnúmero de crónicas de viaje como corresponsal del diarioLa Nación y editor de las revistas Mundial y Elegancias, entre otras publicaciones. Muchas de ellas, fueron reeditadas en memorias de viajes, entre las que vale considerar España contemporánea (1901),Peregrinaciones (1901), La caravana pasa (1902),Tierras solares (1904),El viaje a Nicaragua e Intermezzo tropical (1909) y Prosa política (1920).

[11] Sobre el curare, entre otras biotecnologías latinoamericanas, y los usos anestésicos de la ciencia médica europea del siglo XIX, Cf. Antelo, Raúl (2001) “Genealogia do vazio” en Transgressão & Modernidade. Editora UEPG, Ponta Grossa. Pp. 23-39. Ramos, Julio (2014) Ensayos próximos. Fondo Editorial Casa de las Américas, La Habana

[12] Para Poe, “la intuición es meta y punto de partida” (1972:47). Sobre Darío leyendo a Poe Cf. Fernandez, Juan Manuel “Rastros de la Esfinge. El devenir literario de una óptica enigmática” en Reales/Vélez Escalón (Org.) Cortázar, 100 anos. Letras Contemporâneas, Florianópolis.

[13] Cf. Fernandez, Juan Manuel (2012) “Ruben DaRio, una obnubilação brasilica” en Caracol, N°3, Editorial USP, San Pablo. Pp. 102-133.