María José Daona*
Resumen
En este trabajo analizo En el país del silencio (1987), del escritor chaqueño Jesús Urzagasti (1941-2013), a partir de la hipótesis de que la complejidad de su estructura refleja los conflictos que atraviesa la Bolivia de principios de la década del ochenta. Recurro a la figura del desmembramiento para dar cuenta de que los diferentes elementos que la componen, (división en cuadernos, voces narradoras, construcción de personajes, etc.) están marcados por el trauma social que repercute en las subjetividades. Es una novela fragmentada, atravesada por la disolución y la búsqueda de verdades profundas que permitan explicar el presente del país. A su vez, la figura de Tupac Katari, resignificada durante la década del setenta con el surgimiento de los movimientos kataristas, se erige como símbolo de la rotura y de la heterogeneidad.
Palabras clave: Bolivia, Jesús Urzagasti, alteridad, voces, mirada
Abstract
The work is centered upon En el país del silencio by Jesus Urzasgati (1941-2013), a writer from Chaco, departing from the hypothesis that the complexity of its structure reflects the conflicts Bolivia is going through at the beginnings of the 80s. The dismemberment figure (division in books; the use of narrators; characters building, among others) is used so as to evidence the different elements composing it, which are marked by the social traumas having effects on subjectivities. It is a fragmented novel, pierced by the dissolution and pursue of deep truth which enables it to explain the current country’s situation. At the same time, Tupac Katari’s resignifyed figure during the 70s with the emergence of “kataristas” movement, raises as a symbol of breakage and heterogeneity.
Key words: Bolivia, Jesús Urzagasti, otherness, voices, look
*Licenciada en Letras por la Universidad Nacional de Tucumán. Becaria doctoral del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONICET) dirigida por las Dras. María Jesús Benites y Aymará de Llano. Forma parte del Instituto de Investigaciones sobre el Lenguaje y la Cultura (INVELEC), del Proyecto de Investigación PIUT “Políticas de la literatura. Ficciones de espacio y archivo” dirigido por la Dra. Carmen Perilli y del Grupo de Estudios sobre Narrativas Bolivianas coordinado por Magdalena González Almada. E-mail: mariajdaona@yahoo.com.ar.
Recibido 13/12/15. Evaluado 12/04/16
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El saco [del aparapita] ha existido como tal en tiempos pretéritos, ha ido desapareciendo poco a poco, según los remiendos han cundido para conformar un saco, el verdadero, pues no es obra del sastre, es obra de la vida un saco verdadero. Los primeros remiendos han recibido algunos otros remiendos; estos a su vez han recibido todavía otros, y estos otros, todavía muchos otros más, y así (…). “El aparapita de La Paz”, Jaime Saenz. |
El aparapita es un singular personaje paceño aymara y migrante que carga un bulto sobre sus espaldas, aficionado al alcohol, bestia o animal para algunos, repugnante para otros, infernal para las abuelas, inexistente para poetas, folcloristas y sociólogos. Su saco es una metáfora dotada de una gran cantidad de interpretaciones que fue leída y releída por todas las generaciones críticas posteriores a la publicación del ensayo elegido como epígrafe de este trabajo. Si tuviésemos que imaginarlo, una serie de imágenes confluyen: los retazos, los hilos que suturan las diferentes capas, la superposición de telas, nuevas roturas, nuevos parches.
Dice Saenz, en Felipe Delgado (1979), que el saco del aparapita es una realidad total (129). Esta imagen me sirve para ingresar al análisis de En el país del silencio (1987) [1] , del chaqueño Jesús Urzagasti (1941-2013), a partir de la pregunta por la identidad nacional. La hipótesis de este trabajo es que el texto refleja en su estructura los conflictos del cuerpo social marcado por una diversidad de elementos que, al igual que el saco del aparapita, está roto, remendado y repleto de capas que van ocultando realidades.
Recurro a la figura del desmembramiento en una clara evocación al líder indígena Tupac Katari quien sirvió como símbolo para pensar el país en diferentes momentos de la vida intelectual y política boliviana. Su cuerpo despedazado y la promesa realizada antes de su asesinato (volveré y seré millones) tiene al menos dos grandes interpretaciones: la primera corresponde a la noción del mestizo como el sujeto en donde se concreta esa unión y corresponde, en términos generales, a la primera mitad del siglo XX; la segunda, surgida durante los años setenta, con la creación de los movimientos kataristas que suplantan esa unidad mestiza por el reconocimiento de la fragmentación y la necesidad de unirse en la lucha por la visibilidad del subalterno e invita a analizar la sociedad a partir de dos ejes visuales: el problema de las clases explotadas y el de las naciones oprimidas. Su rechazo a la mirada ciclópea del ojo de la razón occidental implicó un movimiento de acción y de recuperación de las experiencias vividas focalizado en la propia realidad. El primer caso corresponde a una interpretación dirigida desde la cúspide de la pirámide social; y, el segundo, da cuenta de la manera de ver del Otro (Sanjinés, 2014: 31).
En el país del silencio , escrita entre 1981 y 1982 y publicada en 1987, se inscribe en un contexto de golpes de Estado, crisis social, política y económica [2] pero también en la época del surgimiento de estos nuevos movimientos sociales. Mostraré, en estas páginas, de qué manera la novela se hace eco de estos elementos culturales emergentes y reproduce en el cuerpo textual los conflictos y contradicciones del cuerpo social.
El texto rompe con la noción tradicional de novela ya que en ella aparece lo autobiográfico, lo testimonial, por momentos asume la forma de ensayo, etc. Carece de narración dejando al lector inmerso en una confluencia de episodios y reflexiones aparentemente inconexos. Ana Rebeca Prada (2015) retoma un artículo publicado por Walter Vargas (2013) en el diario La Razón donde el crítico afirma que los libros de Urzagasti, en el caso de ser novelas, “son en verdad muy malas novelas” [3] . Para él una buena novela necesita al menos tres elementos: “un personaje o un grupo de personajes potentes y bien construidos a lo largo del texto, una historia interesante, y un narrador que se encarga de ambas cosas con una estrategia que seduce” (Ibídem).
Más allá de la cuestión genérica, esta discusión da cuenta de la complejidad del libro atravesado por un gesto que lo recorre y configura: la fragmentación. Si tenemos en cuenta lo señalado por Vargas vemos que en el libro más que personajes definidos hay voces que recuerdan o hablan de otros seres quedando desdibujada la acción. En cuanto a la historia es difícil dilucidarla y, en todo caso, se presenta el marco de una narración donde entidades inmóviles no pueden más que mirar. El último elemento es difícil de definir porque está en una continua búsqueda que enreda al lector en un constante intento por encontrarlo, ya que se disuelve en tres voces complejas e inestables. Lejos de seducir, las idas y vueltas, la narración ausente, la diversificación de voces conforman un texto arduo, difuso y, por momentos, impenetrable. Novela desmembrada, retaceada, donde los elementos que la constituyen aparecen desunidos y dispersos impidiendo que se pueda pensar en el texto como una totalidad.
I.
Dividida en un prólogo y cinco cuadernos se relaciona con las escrituras del yo. En este sentido, me interesa destacar que ese yo es un sujeto marginal y excluido que usa la palabra impresa para dar cuenta de una experiencia subalterna. La noción de novela queda solapada y disfrazada en este aparente relato de la intimidad constituyéndose en una estrategia de resistencia que utiliza el lenguaje del opresor para hacer escuchar las voces oprimidas.
Desde el prólogo ingresamos a un terreno donde todo pasa por el ojo y la mirada. Escrito en modo impersonal, queda afuera del campo visual de los narradores de los cuadernos subsiguientes. La tierra personificada asume diferentes imágenes según quién la mire: ella es parda y humilde tiene un tinte misterioso y se transforma cuando se “entrega al observador” (S/N). La imagen del guaraní contrasta con la del perverso no a partir de las distintas concepciones que estos puedan tener, sino en base al vínculo establecido con cada uno. Con el primero se convierte en una flor silvestre y asume las características de lo divino y de lo demoníaco mientras que al segundo “lo extravía hasta depurarlo” (Ibídem) tratando de mostrarle un camino de redención. El perverso y el degenerado corrompen el orden original donde los hombres eran capaces de escuchar el lenguaje primario, el silencio proveniente de la tierra. Se constituyen en elementos externos que ingresan al territorio para trocearla, saquearla y desgarrarla. La importancia de la mirada produce un quebrantamiento de las formas fijas y totales del mundo para entrar a un terreno determinado por la relatividad.
Los cinco cuadernos están narrados por las tres voces que conforman a un sujeto desmembrado y que, de manera equilibrada, se reparten la palabra y las miradas. Jursafú, El Otro y El Muerto son tres caras de un mismo personaje. Dice Urzagasti en la revista “Nueva crónica y buen gobierno” (2013) que cada uno muestra una faceta diferente sobre la realidad: el primero es un intelectual, el segundo es la contracara de Jursafú y el tercero es un “personaje intemporal, que ya no está influido por los avatares de la vida, es una suerte de gurú, de maestro, de sabio” (Ibídem) [4] .
El primer cuaderno comienza con una intervención de El Muerto y se abre con el epígrafe “Habla la voz sonámbula del Urundel” (3) donde se prefigura el lugar que aquél ocupa en el mundo novelesco. Al menos tres aspectos sobresalen: primero, el que habla no es un sujeto sino una voz, con lo que se acentúa su carácter incorpóreo; segundo, es una voz sonámbula. Si tenemos en cuenta la definición del Diccionario de la Real Academia Española (un sonámbulo como una persona que “mientras está dormida tiene cierta aptitud para ejecutar algunas funciones correspondientes a la vida de relación exterior, como las de levantarse, andar y hablar”) El Muerto se posiciona en un estado de latencia, entre el estar y el no estar. Sus acciones no forman parte del mundo “exterior” pero tienen injerencia en él. Asimismo, se levanta, anda y habla a lo que agregaría, ve, escucha y piensa. Y, tercero, es una voz localizada a través de la imagen del Urundel [5] . En el cuarto cuaderno se lo describe al árbol como rústico, duro, tosco, de una indescifrable belleza y se dan una serie de características que sirven para pensar en el sujeto que evoca. Es solitario y no florece a la vista del hombre. De la misma manera, El Muerto se mantiene oculto de los ojos de Jursafú y de El Otro que, cuando lo miran, no hacen más que referirse a sí mismos.
El heroísmo del Urundel consiste en crecer en tierra estéril y “conseguir del fondo de la tierra lo que necesita para estirarse con provecho en el calcinante mediodía” (248). Esto último puede leerse como una condensación de la función de El Muerto a lo largo de la novela que pasa por tres momentos: la desaparición física, la búsqueda de verdades profundas y el entendimiento de la realidad. La aparición inaugural de su voz relata, en tercera persona el episodio de un hombre, que carece de nombre, asesinado en las calles de La Paz tras mantener relaciones sexuales con una mujer. Algunos elementos, como la mención de sus cuarenta años de edad, permiten pensar que ese hombre podría ser El Muerto. Sin embargo, sólo al final de la novela lo escucharemos hablando sobre sí mismo en primera persona. Todo sucede el 31 de diciembre de 1980, fecha que indica el cierre de un año y el comienzo de otro, es decir, la posibilidad de que emerja la esperanza de la cruda realidad política en donde se enmarca la acción. Su cuerpo, junto al de otras personas, asesinados por los tiroteos de los militares que tienen a la ciudad sitiada “están mudos sobre un barranco que se pierde en la noche, a la orilla de un río de ciego caudal” (6). En este momento inicial, la desaparición física se relaciona con la mudez y la ceguera. Paradójicamente, en los capítulos siguientes, se recuperará la capacidad de hablar y de ver no la realidad inmediata y palpable sino que, al igual que el Urundel, se buscará indagar en lo profundo, en lo que existe en el fondo de la tierra para elevarse hacia la superficie. La tierra estéril, de un calcinante mediodía se homologa a la destrucción provocada por la dictadura militar que se inició el 17 de julio de 1980.
El primer cuaderno continúa, de manera alternada, con las voces de Jursafú y El Otro quienes muestran diferentes maneras de representar el mundo. En el caso de El Otro hay un intento de autodefinición. Su voz no está contextualizada y la única anécdota que cuenta es cuando, de niño, sus padres le preguntaron qué estudiaría y él respondió, para satisfacerlos, que sería doctor. El espacio onírico es su morada, lugar que le permite ver lo oculto del mundo diurno y posibilita la relación entre los hombres. Es allí “donde se traba amistad con seres que no dependen de nuestra realidad tan altanera” (11). Cerrar los ojos implica ingresar a territorios invisibles, de comunión con el prójimo, donde lo que importa es lo perdurable e inmutable.
Dos elementos me interesan destacar de este sujeto: la afirmación de la experiencia y, la configuración del espacio rural. En cuanto a lo primero, se da una oposición entre el mirar el mundo y el pensar. Lo que reivindica El Otro, es la experiencia inmediata a la que los hombres se aproximan con los sentidos. Él afirma que es “adepto al lenguaje cabal de la realidad” (17) localizado en el monte. La piedra, las abejas, la luna son algunos de los elementos de los que aprende este personaje. Un ejemplo lo observamos cuando dice: “De haber sido aplastado por un genio maligno no me hubiera dolido nada. Pero me espanté cuando de repente apareció un duende sombrerudo” (Ibídem). Si el genio maligno es uno de los símbolos de la filosofía occidental y racionalista, el duende sombrerudo representa las leyendas y creencias de los rurales. El subjuntivo de la primera parte de la frase contrasta con el pretérito perfecto simple del indicativo, el cual denota que dicha aparición verdaderamente ocurrió. Lo probable se enfrenta a lo acaecido y el sujeto se ubica en el territorio de lo concreto, lo conocido, lo verificable. En la misma dirección, El Otro reproduce las palabras de un paisano que aseveraba: “Lo que se aprende en los libros, se recuerda. Lo que enseña un porrazo, no se olvida nunca” (16).
La configuración del espacio rural supone una relación indisociable entre el sujeto y el territorio que habita. La llamada provincia de la infancia aparece como un lugar de plenitud definida por El Otro como un mundo fundado “en una insignificante parcela terrestre por linyeras reducidos a la ilusión de no tener nada” (26), donde está presente lo simple, el monte inacabable y la vida familiar. El conflicto se plantea cuando la aldea se relaciona, en su conciencia, con la totalidad del país; cuando se da cuenta que es boliviano y que, según Pascual Medina, iba a desaparecer por la precaria economía y sería repartido entre las naciones vecinas. Este conocimiento hace evidente una interpretación de los sujetos del campo enfrentada a los hombres de ciudad. La clásica oposición entre ignorantes e ilustrados se resignifica en la voz de El Otro. Reafirma la ignorancia de los rurales desde la positividad. Estos son hombres auténticos, ajenos a conjeturas y artificios, al estudio de la historia y las matemáticas, todos “atados a la leal realidad” (29). Dice este sujeto que los dos caminos posibles eran “hacerse explotar o ilustrarse” (27); lo segundo implica migrar y también “reventar a los demás” (Ibídem) y es por eso que él decide conservar la ignorancia como marca definitiva de su alma.
Jursafú incorpora al texto un nuevo lenguaje y una mirada diferente sobre la realidad. Es una voz anclada en el presente del enunciado. Desde su primera intervención nos sitúa en la ciudad de La Paz durante la noche del 31 de diciembre de 1980, y especifica la situación política y social de la Bolivia de aquel tiempo, no desde la historicidad, sino a través de sus percepciones:
Presiento que alguien es torturado esta noche, la última de 1980, mientras temibles y esporádicas ráfagas alteran el silencio de Bolivia. (…) La Paz es una ciudad gobernada por el terror, pero aquí asumo el destino de pelear como un ciego con la estéril fatalidad (9).
El universo presentado por Jursafú está atravesado por el trauma que implica la dictadura, pero también en él se reviven escenas del pasado colonial que impuso la violencia como una marca en las relaciones interpersonales. Para Dominick LaCapra (2005), a partir de las propuestas freudianas, existen dos maneras de afrontar estos acontecimientos, el acting out y la elaboración aunque no necesariamente se oponen sino que puede darse una mixtura entre ambos. En el primer caso, la experiencia traumática posee al sujeto que queda atrapado en la repetición compulsiva de los acontecimientos sucedidos. La elaboración en cambio es un proceso que intenta separar el pasado del presente para evitar el retorno constante del hecho. Algunos de los procesos de elaboración son
el duelo y los distintos modos de pensamiento y quehacer crítico, (los cuales) entrañan la posibilidad de establecer distinciones o desarrollar articulaciones que, aunque reconocidas como problemáticas, funcionan como límite y posible resistencia a la indecibilidad (46).
Durante la mañana del 31 de diciembre de 1980 el diario donde trabaja Jursafú es asaltado por un grupo de militares, episodio relatado en el cuarto cuaderno en la voz de El Otro, o sea que su primera intervención sucede el mismo día de la embestida aunque no la menciona. Por un lado vemos la evasión del suceso y, por otro, asistimos a la recurrencia de enunciados cuyo significado común es la muerte, lo inerme, lo estéril e inmóvil. Se siente asfixiado en el “ronco desfallecimiento de las calles desiertas” (9), se ve difunto, encaminado hacia la disolución, habitando una ciudad sitiada que, paradójicamente, se llama La Paz. Queda planteado, en términos de Ernst Van Alphen (2011), un síntoma de discursividad, es decir, un obstáculo entre la vivencia del acontecimiento y la posibilidad de representarlo a través del lenguaje como una marca textual del acting out. Dice El Otro, en una de las últimas partes de la novela, dando cuenta de ese obstáculo que Jursafú “se alimenta de la esperanza cuando piensa que algún día dejará que su experiencia hable con todo el ñeque de que sea capaz” (338).
Sin embargo, existe un proceso de elaboración en el personaje que se traduce en un posicionamiento crítico y reflexivo cuyo objetivo es recordar diferentes momentos atravesados por la violencia. En estos casos, Jursafú cumplirá el rol de testigo y portavoz de los oprimidos. En el primer cuaderno cuenta la historia del asesinato de un hombre, mataco o guaraní, presenciada durante su niñez y asegura que, de cualquier manera, “este nativo no hubiese durado mucho desde que lo tenían por extranjero en tierras que siempre fueron suyas” (10). Menciona también a Adrián [6] , amigo del narrador, geólogo devenido guerrillero y asesinado por defender a las masas explotadas.
El presente traumático genera que Jursafú reviva acontecimientos del pasado donde lo que se impone es el trauma fundacional, aquel que desorganiza y desorienta la vida de los pueblos pero que a su vez se convierte en el cimiento sobre el que se construye su identidad (LaCapra). Me refiero a la Conquista y Colonización de América como un hecho que fracturó la vida colectiva e impuso modelos identitarios excluyentes.
Me interesa señalar que la intervención de Jursafú, en este primer cuaderno, sirve para pensar en la totalidad de la estructura de la novela. La ruptura de la trama genera una discontinuidad temporal y espacial. El argumento del texto podría resumirse diciendo que, durante la noche del 31 de diciembre de 1980, un sujeto es asesinado por militares después de tener un encuentro sexual con una mujer; otro mira por la ventana pensando en los nefastos acontecimientos que suceden en la ciudad y un tercero camina por las calles de Villa Fátima para encontrarse con Laura, Orana y Constanza [7] . A su vez, los tres sujetos representan diferentes facetas de un mismo hombre. Las reflexiones y recuerdos que completan estas más de cuatrocientas páginas, también se inscriben en el presente de la enunciación produciendo el quiebre de los marcos narrativos y de la sucesión temporal. El antes y el después se pierden en un presente continuo y difuso. La consecuencia de esta escritura atravesada por el trauma es la renuncia a la posibilidad de la novela total.
A pesar de esta situación inicial, las diferentes voces narradoras buscarán a lo largo del texto la manera de suturar estos hechos. Nuevamente, será Jursafú quien vislumbre una alternativa y, con ella, cambiará la estructura del libro. En la última intervención de Jursafú en este cuaderno se problematiza la posición egocéntrica donde cada uno de los sujetos hablaba de sí mismo. El epígrafe “He oído decir que el prójimo es el espejo de nuestra patria invulnerable” (31), funciona como un primer desplazamiento de la mirada donde la presencia y comprensión del prójimo se torna imprescindible para relacionarse con el mundo. Dice Jursafú que “tamaña comprensión es esencial para mirar con provecho la espalda de una pulga o la imagen de una estrella” (34) y resalta que en la figura de Narciso más que el exceso de amor a sí mismo sobresale la ausencia del prójimo.
II.
En el segundo y tercer cuadernos cada una de las voces será vista por otro, por ejemplo Jursafú visto por El Muerto o El Muerto visto por El Otro. Ninguno de los tres escapa a la mirada de los demás y, a su vez, todos miran a alguien. Sin embargo, los posicionamientos, los tonos y la forma de cada sección son variables.
La voz de El Muerto es la más particular de las tres ya que, si bien abre y cierra el libro, se mantiene en una suerte de meseta en el resto de la obra. Cuando su rol es mirar a otro de los personajes cuenta anécdotas de ellos y va reflexionando sobre diferentes temas evitando hablar de sí mismo. En los fragmentos en que Jursafú o El Otro lo miran hablan ellos aunque hay en las dos secciones algunos elementos que remiten a la figura del personaje observado. Uno de estos temas es la intención de autodefinirse a partir de la narración de su historia personal; más puntualmente, el relato de los primeros años viviendo en La Paz. Hay coincidencias entre lo que cuenta El Otro y Jursafú: por ejemplo, los dos se definen como un provinciano llegado de la frontera, ambos dicen haber sido corrector de pruebas y posteriormente escritor, hablan de Cranach y Adrián, entre otras cosas. La pregunta que orienta estos apartados es ¿quién soy? Sin embargo, la respuesta está orientada a que otro sujeto pueda entenderla. En el caso de El Otro se hace evidente cuando dice “no quiero dar una idea errónea sobre mi persona” (173), es decir, hay una noción relacional y vincular del sujeto que ya no se mira para sí sino que intenta insertarse en un contexto donde prima la percepción del prójimo. Surge el interrogante quién es ese prójimo al que se dirige, ¿es el lector o El Muerto? Me inclino a pensar que el destinatario directo es el segundo ya que en el último cuaderno, su intervención comienza con la afirmación “sé perfectamente quién soy” (379) y, entre otras cosas, definirá a las demás voces narradoras como si rondara esa idea durante toda la novela para concluir con el texto.
La pregunta quién soy va acompañada de ¿qué es Bolivia? acentuando la imposibilidad de escindir sujeto y territorio. Jursafú señala que hay
un secreto pacto entre nuestro cuerpo y la geografía que se lo otorgó. La nuestra es anchurosa, de altísimas montañas, diversa y contradictoria, buena desde sus cimientos hasta sus cúspides heladas, dueña de una escritura que mientras no la descifremos nos tendrá en condición de esclavos, como sucedió desde la fundación de la República, por decir lo menos (75).
Existe una tensa relación entre espacio y tiempo, entre la geografía invariable que vive en la tierra donde se inscriben las verdades primigenias y el tiempo histórico que irrumpe en ese espacio y le quita los significados que tiene para el nativo. Bolivia será pensada desde el caos y la catástrofe, dueña de una historia de violencia desde la llegada del hombre blanco que pervive en el paisaje. Cuenta Jursafú que, mientras filmaban una película en la Isla del Sol, junto a Patinuk y Arciles, sintieron habitar una “atmósfera opresiva” (79). El miedo les impedía salir a colinas y pampas durante la noche y más tarde supieron que, en el mirador de la isla, habían sido inmolados los últimos descendientes de la nobleza incaica lo cual explicaba los “continuos susurros que nos hurgaban donde duele” (Ibídem).
Con esto pretendo mostrar que la geografía no puede ser pensada desde su presencia física objetiva e invariable. No es el paisaje desde la perspectiva de Milton Santos (1995) quien lo define como una cosa que permanece, algo pasivo cuya existencia depende de la mirada del hombre, distinto al espacio considerado como la sumatoria del paisaje más la vida social que allí se desarrolla. Dice el geógrafo que este último es siempre presente mientras que el paisaje es siempre pasado [8] . En el país del silencio inserta el tiempo histórico en el paisaje produciendo una suerte de subjetivación donde la tierra siente y transmite los conflictos pretéritos. La naturaleza funciona como un espacio de memoria que hace vivir el pasado en el presente siempre y cuando el hombre sea capaz de descifrar esa escritura secreta.
En oposición a la naturaleza aparece la ciudad de La Paz como una síntesis del drama del ser nacional. Tanto Jursafú como El Otro tratarán de dar cuenta de éste a partir de sus historias personales en un continuo gesto de ir de lo particular a lo general. El origen rural de ambos es clave para entender la situación de incomunicación y marginalidad que describen.
Antes de abordar esto quisiera hacer una salvedad en torno al lenguaje utilizado por estas dos voces. Jursafú es portador de un discurso mucho más elaborado y complejo que el de El Otro. Si bien sus reflexiones giran en torno a la realidad vista y concreta hay un proceso de elaboración explicitado en el texto. Es decir, sus observaciones parten del mundo conocido y, desde allí, ingresan al terreno del pensamiento. En el caso de El Otro, este proceso está ausente y él se limita a mostrar el mundo sin sacar conclusiones. Todo permanece en un plano previo dejando al lector el rol de darle sentido a esas experiencias. Sus afirmaciones siempre están vinculadas a refranes y referencias a la vida animal. Por ejemplo, para mostrar las diferencias que existen entre La Paz y el Chaco recurre al guanaco. Su lenguaje es simple y directo, sin rebusques poéticos lo que queda de manifiesto cuando dice “corría un aire suave que los poetas confunden con la brisa vesperal de los vientos alisios” (158). Sin embargo, en la mitad del fragmento donde este sujeto mira a El Muerto ocurre un giro en el estilo de su escritura y, por momentos, su voz será muy parecida a la de Jursafú. Es un cambio paulatino que comienza cuando describe su presente, encerrado en una habitación con ventanas clausuradas [9] como una metáfora del momento político por el que atraviesa el país. Su voz se volverá más reflexiva sobre todo cuando habla del presente de Bolivia aunque nunca abandonará la experiencia como motor de la escritura.
Desde esa habitación escucha el suave bramido de un río que le recuerda a otro ubicado en Narváez donde se le apareció un hombre petiso de pelo verde y le dijo “no sé por qué quieres ir donde no debes” (167) ofreciéndole corzuelas, loros y las artes que desee. Él, sin embargo, partió y su presente está inmerso en una “soledad sin remedio” (Ibídem), en una ciudad que lleva “una máscara lúgubre” (167), desbaratado y desamparado. El país, en manos de hombres feroces, es un verdadero infierno que observa ahora con “ojos incógnitos” (181).
En páginas anteriores, citando a Urzagasti, me referí a Jursafú como la contracara de El Otro. A partir de una parábola recordada, este último dirá que
una cosa es mirar llover y otra muy distinta recibir los granizos en el lomo. El primero piensa, el segundo siente. Sólo el que ha experimentado simultáneamente las dos cosas sabe cuál es el camino correcto (165).
Remitiéndonos a los dos fragmentos en cuestión, podemos afirmar que en la cita anterior están definidas las tres voces narradoras. Jursafú sería el que piensa, El Otro el que siente [10] en un gesto de complementariedad, para poder mostrar una realidad más amplia sintetizada en El Muerto quien experimenta las dos cosas. Siguiendo esta lógica, es Jursafú el que da un panorama más completo del presente boliviano y muestra la fractura social. Realiza una crítica vinculada a la marginalidad del hombre nativo y muestra las grandes diferencias existentes entre los nueve departamentos bolivianos donde hay una gran cantidad de lenguas que no se comprenden entre sí, lo que acentúa la incomunicación y, con ello, la fragmentación. Si la cultura puede ser un “sistema de vasos comunicantes” (74), en su país ha sido
un remedo de lo ajeno, en el mejor de los casos variantes atrasadas de lo logrado en Europa o en Estados Unidos; en la peor de las circunstancias, hipócritas reivindicaciones de los valores nativos (…) a los que habitualmente se desprecia (Ibídem).
La figura del mestizo es vista negativamente como un extraño que negó el legado de los pueblos originarios por copiar la cultura occidental. Este personaje opone los distintos sujetos que habitan el país y siempre se posiciona del lado del subalterno: los que nunca pierden la fe, los seres silenciosos, los auténticos héroes, las mujeres quechuas y aymaras, los que se fueron al más allá de los cerros frente a los que buscan el triunfo, los que cierran los ojos delante de la presencia andina y clausuran la memoria, los ciudadanos ilustres, profesores eméritos e ingenieros.
En los fragmentos que analizo Jursafú dice habitar un “presente perpetuo” (92) y El Otro un “presente invulnerable” (171) denotando la fractura temporal que mencioné anteriormente. En El Muerto se restaura dicha secuencia dejando abierta la posibilidad de suturar el trauma fundacional. El Otro recuerda sus primeros acercamientos al cementerio y rememora las enseñanzas de algunos amigos que perecieron, entre ellos se refiere a Adrián, Vallejo y Victorino Guzmán. Para Jursafú, El Muerto es el que “transforma la vida en un antes y un después, es obra suya el tiempo vital” (84). Observar a sus difuntos implica para él restablecer los lazos que lo unen a la vida.
La mirada puesta sobre El Otro remite a un universo donde lo que se pretende es dar cuenta de la alteridad. Ambos observadores comienzan sus fragmentos con una reflexión que posibilita situar al observado históricamente y continúan contando episodios de su vida. En el caso de El Muerto, dice mirar con su “ojo ciego, que sólo los ingenuos desprecian o descartan” (40). Es inevitable relacionar este enunciado con la teoría de los dos ojos del Movimiento Revolucionario Túpaj Katari (MRTK) surgido a fines de los años setenta. Esta propuesta destaca la necesidad de observar la realidad dejando de lado los modelos de la modernidad (tanto capitalistas como socialistas) y formula una epistemología de la acción. Es decir, el ojo mental y la mirada monocular, que domina las formas de comprender la realidad en los modelos occidentales, queda desplazado para incorporar la experiencia del subalterno. Dice Javier Sanjinés en El espejismo del mestizaje (2014):
Este movimiento gnoseológico, que no se mueve más de la abstracción institucional a la realidad concreta, sino que, por el contrario, parte de la intersubjetividad concreta para sólo después plasmarse en política abstracta, muestra que el sujeto-cuerpo de la colectividad nace del actuar concreto y no del a priori racional trascendental (179).
El Muerto inaugura el discurso de lo invisible en un movimiento que recupera la experiencia para poder así mostrar la vida del subalterno. Para él, el pasado esplendoroso que existía antes de la conquista, pervive como “historia negada e influencia subterránea” (41). Mirar con un ojo ciego implica colocarse en un lugar de enunciación diferente al que predominó en la versión del vencedor donde lo que se quiere recobrar es una “dimensión de profundidad” en términos de Homi Bhabha. Si, para el teórico poscolonial, el encuentro con la identidad conlleva la elisión de la mirada, la noción de “ojo ciego” nos coloca en un lugar inestable que, por un lado afirma la existencia del sujeto y, por otro, niega la posibilidad de contemplarla. Frente a esto, es necesario indagar en diferentes formas de mirar que permitan auscultar lo invisible.
A modo de paréntesis, quisiera destacar que en esta estructura vinculada a lo visto, se busca un reconocimiento del yo que sólo se concretará en el quinto cuaderno tras la relegación de El Otro y de Jursafú por la afirmación de El Muerto que abre esa sección. Este narrador único que cierra el texto se transforma, en novelas posteriores [11] , en un sujeto unificado que escribe en primera persona.
El Muerto ubica a El Otro en el devenir histórico y toma a la conquista como el momento en que emerge el subalterno. Este episodio del pasado implicó el choque de dos culturas de donde “sale inculto y aturdido el tercero” (41) quien está situado en una posición intermedia entre el español y el habitante ancestral de estas tierras, extraviado frente a un mundo extraño. Si bien, el planteo inicial de la novela (repetido en algunas zonas) muestra un universo dividido en dominantes y dominados, frente a la presencia de El Otro esas dicotomías se van desdibujando debido a la imposibilidad de pensar la identidad de este sujeto de manera radical, en uno u otro extremo. Lo que se abre es un espacio de incertidumbre, de idas y vueltas, de ser y no ser.
Según la mirada de El Muerto, el proceso de colonización implicó la ruptura entre el hombre y la naturaleza y la imposición de una cultura artificial que se llamó “arte, geografía, ciencia, filosofía, pensamientos” (43). Una idea clave que aparece en este fragmento es la de sedimentación. Una serie de capas, como los retazos superpuestos de los que habla Jaime Saenz, con forma de conocimientos humanos, se van depositando sobre la tierra y la van transformando y ocultando. Lo que queda debajo es esa autenticidad arrasada que sólo puede verse con un ojo ciego.
Es interesante tener en cuenta que esta posición de El Otro se evidencia por el viaje que realiza del campo a la ciudad. El espacio rural es pensado (me atrevo a decir que en toda la escritura de Urzagasti) como el lugar en donde perviven las culturas ancestrales y aún es posible el encuentro entre el hombre y la tierra, un sitio en el que “la vida aparece desnuda, sin adornos ni estorbos” (49). Sin embargo, los seres que allí habitan son marginales y no tienen derecho a la palabra. Su imagen está mediada por los hombres de la ciudad quienes lo definen como un bruto que vive en “provincias aletargadas” (47). Dice El Muerto:
Tal el escenario de El Otro. Tal su personalidad. Un país arcaico, cruzado por ventarrones de inexorables profecías. Un ser atado a hábitos ancestrales, que en su alma cobraron forma de recuerdos, memoria inaudible para quién sólo escucha las incitaciones de los ruidos contemporáneos. Un organismo de semejantes características debe permanecer en su terruño, si no quiere despeñarse (46).
Se va construyendo, en el transcurso de la novela, un mundo existente aunque vedado, el espacio de lo que no se puede ver ni oír, de lo que habita como una grieta en la memoria, lugar sepultado y ajeno. La función de El Muerto, en este fragmento, es relatar y develar la experiencia de la otredad. El destinatario del relato se devela en un pequeño párrafo donde se explica el significado de una palabra propia del campo: “Como es de dominio público, se dice orejano al ganado que no lleva marca ni tiene dueño y, en consecuencia, es libre” (45) [12] . A pesar de la simpleza de la frase, y la interpretación más directa que se puede hacer de ella (es una explicación para sujetos ajenos a la vida rural) hay cierta ironía en “de dominio público” ya que connota la no pertenencia del rural a lo público, a lo que le pertenece a todos, acentuando su lugar al margen del Estado.
El fragmento del tercer cuaderno donde Jursafú observa a El Otro es uno de los más citados de la obra urzagastiana. Se abre con la palabra aruskipasipxañanakasakipunirakispawa y se explican dos formas de acceder a su significado. Una está vinculada a la comprensión abstracta que surge de la traducción y otra a una interpretación visual. En el primer caso el narrador apela a la traducción de dicho término a diferentes lenguas. La versión en español sería “estamos obligados a comunicarnos ”; en francés, “nous sommes tenus a nous comminuquer”; en inglés, “we are forced to comunicate”; en alemán, “wir sollen zu mitteilen” y, en catalán, “necessiten comunicar-nos”. En todas las posibilidades su sentido está reducido y es imposible acceder al uso y valor que le da el pueblo aymara.
En el segundo caso, por la imposibilidad de comprenderla a través de la razón, recurre a la observación de la palabra escrita y destaca su parecido con una serpiente, es decir que, frente a la insuficiencia del ojo mental para dar cuenta de la realidad profunda, recurre a la experiencia para acercarse a un entendimiento del mundo. De esta manera, la palabra se torna “coherente desde la cabeza hasta la cola, articulada por treinta y seis resortes invulnerables” (130). Sólo después de mirar la continuidad de las letras Jursafú puede afirmar que
estamos obligados a comunicarnos (…) (es) la red donde quedaron atrapados los animales deformes que retozan en el lodazal de la vida, las criaturas sosegadas por la muerte, lo anterior y lo posterior, la tregua del presente, los escasos y jubilosos presentimientos que confieren sentido a la existencia, en fin, todo lo que la mano de la imaginación más exaltada no alcanza a tocar (Ibídem).
El narrador de este cuaderno construye, a diferencia de El Muerto, un mundo dicotómico y, al hacerlo, define y posiciona tanto a El Otro como a sí mismo. Recurre al símbolo de la serpiente que se muerde la cola para demarcar la línea divisoria donde algunos quedan adentro y otros afuera. Como consecuencia, también se da una “bifurcación de la visión del mundo y la aparición de personas que encarnan con inocencia la enemistad de dos arquetipos” (130). Creo que este binarismo tiene que ver con el lugar de enunciación de Jursafú. A diferencia de El Muerto, él vive esa noche trágica del último día de 1980 y, por lo tanto, es víctima de la violencia epistémica (Bhabha) que quiebra su cuerpo y perturba su mirada impidiendo una contemplación de la realidad que supere los estereotipos construidos por el opresor.
La violencia es la marca de este discurso que divide a los sujetos en maniatados y verdugos y se detiene en el relato de una serie de asesinatos de “hombres vencidos”. El de Melquíades Suxo, aymara acusado de violar a una menor que no pudo defenderse por no hablar español; el recuerdo de un guaraní tirado en el piso, boca abajo, al que le dispararon en la cabeza; el asesinato en Teoponte de Adrián, herido por la espalda y la muerte del estudiante Northon Castillo ocurrida en una manifestación en La Paz.
Este mecanismo de aniquilación se reproduce en El Otro ya que la ciudad devela su carácter expulsivo para cualquier sujeto ajeno. La dificultad para conseguir trabajo durante sus primeros años de estancia genera que siempre esté por volver a su provincia lo que lo convertiría en un desaparecido. Se tensa nuevamente la relación entre lo vivible y lo invisible ya que, el regreso, implica salir del campo visual en un claro ocultamiento de todo lo que pertenece al centro. La decisión de quedarse se concreta cuando le ofrecen un trabajo en un periódico que no sólo le permitiría sobrevivir sino también le daría la posibilidad de saciar “su más caro deseo (que) es traducir en palabras su experiencia en la tierra” (147). La palabra hace visible lo invisible, es a través de ella que se puede dar cuenta de los sujetos otros que no fueron mirados durante el transcurso de la historia. Sin embargo, aparece la traducción cultural denotando que esa imagen será siempre incompleta e insuficiente. La realidad dicotómica que presentó Jursafú, comienza a quebrarse con la verbalización de la experiencia, y a emerger ese espacio intermedio que mostraba El Muerto.
Los fragmentos en donde Jursafú es visto tienen como eje sus viajes y están relacionados a la pérdida y al encuentro consigo mismo y a sus relaciones con El Otro y El Muerto. Se narran dos tramos de estos desplazamientos vitales: el viaje desde su provincia natal a Villamontes, Tarija, Salta y La Paz con el fin de estudiar y la visita a Madrid, París y Berlín. El primer tramo está contado por El Otro y, el segundo, por El Muerto.
La partida de la provincia de origen implica un quiebre y desencuentro en el interior del personaje, haciendo evidente la fractura entre el observado y el observador: uno parte y otro se queda. Cabe destacar que El Otro, cuando habla, se localiza en el Gran Chaco mientras que, cuando es objeto de un discurso ajeno habita un cuarto de Villa Fátima en La Paz. Lo que surge de esta contradicción es un sujeto fronterizo que está muy lejos de aquí y muy cerca de allá. Habitar este territorio colindante con otro, genera un conflicto en la representación de sí mismo el cual queda materializado en la voz del narrador cuando dice que “el solo hecho de estar en la banda ajena, por idéntico que sea, es distinto en lo fundamental” (53). Considero que, en este pasaje, está plasmada toda la complejidad del sujeto que se pregunta quién soy, encerrando en su interior tanto a la mismidad como a la alteridad. Lo idéntico y lo distinto conviven, no como objetos contrapuestos, y son un reflejo de una historia marcada por la escisión y el desmembramiento.
La palabra va a volver a constituirse en puente entre esos dos universos divididos a través del relato de un episodio vinculado a la escritura: durante su estancia en Salta escribe un cuaderno con poemas de su autoría, los guarda adentro de una botella verde y los entierra en un oscuro lugar del monte de su aldea natal. Él parte pero el verso se queda y se funde con la tierra. El lenguaje poético se define por estar “a trasmano de la razón” (100) y por buscar, no la comunicación, sino la comunión con el universo. Es una “totalidad ciega y callada” (Ibídem) lo que quiere decir, en este contexto, profunda e invisible.
La mirada de El Muerto, en el primer fragmento del tercer cuaderno, abre la posibilidad de comenzar a resolver las contradicciones y quiebres del sujeto. Su voz asume una forma diferente prefigurando el carácter protagónico que tendrá en el último tramo del libro. Si bien no llega a aparecer como un actor de las acciones narradas, se presenta como una sombra que dialoga con Jursafú rompiendo el silencio en el que estaba sumido y el lugar de mero observador.
En el viaje a Europa el personaje se encuentra con lo absolutamente desconocido, con lenguas incomprensibles que encierran misterios que no pueden ser develados por el boliviano. En su estadía se dedicará a recorrer calles, museos, a observar las ciudades, a leer autores europeos y, al identificar lo ajeno, comienza a reconocer lo propio lo cual no sería posible sin la intervención de El Muerto. El retorno al país se homologa al regreso a la tierra y al origen. Dice la voz difunta que “en tu país sentirás el porqué de las cosas. Nunca más razonarás que la tierra es redonda. Volverás a ser el fervoroso creyente del silencio” (124).
El diálogo entre los dos sujetos en cuestión no se da de manera continua sino que aparece retaceado a lo largo del texto. En el comienzo de este trabajo, enuncié que, el trauma de Jursafú podía identificarse con la estructura total de la novela y en esta sección ocurre algo similar ya que, esa conversación suspendida pareciera continuar hasta el final del libro. Esto se observa, por ejemplo, cuando Jursafú le pregunta “¿entonces quién eres tú?” (125) y tras el silencio del destinatario asevera “eres la encarnación de lo que no existe, eres la ética de un universo incorruptible, eres El Muerto que me acompaña con su inaudible melodía” (Ibídem). La respuesta esperada llegará en el quinto cuaderno con la afirmación, ya expuesta en páginas anteriores, “Sé perfectamente quién soy.”
Si los primeros desplazamientos introdujeron un proceso de separación entre Jursafú y El Otro, en este viaje lo que se produce es una asimilación entre las tres voces. El intelectual asume que El Muerto está en su pellejo y ambos dicen saber que El Otro es su reflejo. Esta incipiente unificación se refleja en el cuarto cuaderno a través de una mirada que verá a dos sujetos a la vez, desdibujando las diferencias que existieron hasta aquí.
III.
El primer fragmento de este cuaderno, donde El Otro y Jursafú, son vistos por El Muerto, comienza con un epígrafe que dice
Tú puedes ver, yo oír; yo hablar, tú escuchar; tú soñar, yo recordar; yo escribir, tú leer; tú cantar, yo pensar; yo actuar, tú añorar. Y así indefinidamente, hasta llegar donde el destino quiere llevarnos antes de despeñarnos (185).
Entre el yo y el tú se configura una relación vital de complementariedad definida por una serie de acciones vinculadas a las voces en cuestión que se mencionan recién después de casi cincuenta páginas del inicio de la sección. Esta, a su vez, se divide en treinta y seis segmentos donde se relatan sucesos de diversos personajes y se describen algunos elementos de la naturaleza. Lo interesante es observar la estructura de alternancia entre elementos relativos al campo y a la ciudad.
Algunos de los personajes urbanos presentes son Adrián, Julián Tuercas, Germán Olivas, Cranach, Patinuk, Fonical, etc. Entre los rurales se destacan Leoncio Suárez, Pascual Delfín, José María Ruiz, Esteban, Pila Ramos, Fortunato Gallardo entre muchos otros. Dentro de este mundo campero se describen tres elementos: el urundel, el silbaco y el hornero. En los tres casos están destacadas sus relaciones con el silencio, con los espacios apartados y con la sabiduría propia de la naturaleza. No me interesa ingresar al análisis de estas descripciones aunque considero importante resaltar que de la ciudad no hay ninguna; omisión que deja vislumbrar un conocimiento, que tiene que ver con el lugar de pertenencia del narrador y también con la prefiguración de un destinatario. Otro dato a tener en cuenta es que la voz que habla no se involucra en el relato, permanece ausente y, por momentos, disuelta en una tercera persona.
Dos elementos quiero destacar de este fragmento: el primero es el encuentro entre El Otro y Jursafú donde se ponen de manifiesto algunas cuestiones vinculadas a la configuración del sujeto. El segundo tiene que ver con la escritura ya que se incorpora un texto titulado “De cabo a rabo” en el cual se exponen ideas sobre el lenguaje y su inscripción en el papel.
En el fragmento número veintiuno no sólo se menciona por primera vez a El Otro y a Jursafú sino que se encuentran y dialogan. El reconocimiento de que un individuo es muchos sujetos y de que la unidad no puede pensarse de manera lineal surge de esta conversación. El Otro descubre que “lo habitaban infinidad de seres, amaestrados y reducidos a tres individuos, a dos, rara vez al presentimiento de la unidad” (231). Ellos tres integran el presente del personaje ya que, en el pasado Jursafú, por ejemplo, no sólo fue Fielkho sino también Kinixio y Goter, entre otros. Sin embargo, esta explicación no es suficiente para entender la multiplicidad de voces en la novela. Si lo pensamos en el contexto de la obra del autor, vemos que son estos dos primeros textos los que juegan con esta diversificación. La primera novela, Tirinea (1969), tiene dos narradores que son el mismo sujeto: Fielkho y el Viejo. Los roles y características de ambos están definidos desde el comienzo y, a medida que avanza la escritura, se difuminan y llegan a invertirse. Este texto narra el conflicto individual del migrante que abandona el campo para vivir en la ciudad y la escritura aparece como una posibilidad de suturar esa fractura.
En los tres textos posteriores a En el país del silencio ya no hay sujeto dividido sino un narrador en primera persona que busca, de diferentes maneras, crear un espacio donde se anulen los compartimentos que caracterizan al mundo presentado en la novela que nos ocupa. Para esto se recurre a tres elementos: la memoria, el sueño y la muerte; todos ellos son territorios invisibles que sólo la literatura puede develarlos. Recién en El último domingo de un caminante (2003) habla una voz en tercera persona para contar el retorno al Gran Chaco de un personaje paceño y geólogo llamado Martín Gareca quien descubrirá las tierras vírgenes que no fueron corrompidas por la intromisión de la cultura occidental [13] .
Si leemos todas las novelas como un solo libro escrito en diferentes partes; posibilidad abierta por el mismo Urzagasti en Un verano con Marina Sangabriel cuando el protagonista dice que todos sus desplazamientos constituyen “varios viajes para componer uno solo, algo así como escribir un libro en varios volúmenes y con títulos diferentes” (57); vemos que la división aparece cuando el yo es parte de un conflicto (individual en el caso de Tirinea y colectivo en En el país del silencio) y que la unificación se concreta por la posibilidad de componer esas heridas. Es decir, que la fragmentación de las voces no responde sólo a una concepción de una identidad cambiante sino que también está relacionada al dolor y a la violencia que quebranta al sujeto y, aunque la unidad no sea posible, un hombre, tras elaborar el trauma, puede pensarse y decirse de manera unificada.
En el fragmento número doce un personaje bigotudo, del que no se dice el nombre, traduce un ensayo de un francés llamado Martín Solano que versa sobre la escritura. Ésta, para convertirse en un lenguaje poderoso, precisa de las reglas impuestas por el ritmo personal de cada autor. “Refleja la respiración del hombre” (208) ya que, en esa acción, se relacionan el universo interior y exterior a diferencia de la circulación de la sangre que “trabaja con las cortinas cerradas” (Ibídem). A su vez, la respiración permite imaginar lo más íntimo del hombre, y también su relación con el mundo circundante; en ella se plasma su procedencia, sus recuerdos o su “ardorosa lucha por sobreponerse a un ritmo colectivo que perdió el sentido de orientación” (210). Tomando este texto como gesto metaliterario vemos que cada una de las voces de la novela está marcada por una respiración propia y distinta aunque por momentos las diferencias se disuelven.
El gran creador del lenguaje es el pueblo, las palabras le pertenecen. Él las pone en continuo movimiento y va configurando un diccionario profano. Sin embargo, hay una elite, opuesta al hombre anónimo, que usa estas palabras para direccionar los destinos de la nación y, al hacerlo, “se atribuye el coraje de dar normas y crear el paradigma de una vida que es mero remedo de la vida verdadera” (211). Un modo de resistencia a este intento de domesticarla es la invención de metáforas y el uso de alusiones que necesitan del interlocutor ya que sin éste no puede existir el diálogo.
Si tratáramos de imaginar la respiración de este fragmento transitaríamos un camino zigzagueante que va y viene entre un yo y un tú, entre el campo y la ciudad, entre un Jursafú que oye, habla, recuerda, escribe, piensa y actúa y un Otro que ve, escucha sueña, lee canta y añora. Mientras tanto, El Muerto recurre a experiencias diversas porque en estos sujetos se refleja ese lenguaje colectivo y anónimo.
El fragmento siguiente, donde Jursafú y El Muerto son vistos por El Otro contrasta drásticamente con este ritmo apacible. En páginas anteriores, me referí a este episodio para dar cuenta del trauma que encarna Jursafú tras el violento asalto en el diario contado en la voz de El Otro. El narrador cuenta el suceso tratando de reproducir la experiencia del personaje y lo logra utilizando la primera persona con un gesto de omnisciencia ya que sabe todo lo que siente, lo que piensa y lo que acontece. El asalto mantiene un orden cronológico suspendido ya que se combinan con recuerdos y pensamientos del redactor del periódico.
La figura de Tupak Katari se menciona en esta sección para explicar la sensación de Miguel Tintaya, un colega aymara de Jursafú, tras la llegada de los militares. La escena del descuartizamiento del mártir andino reaparece constantemente en la historia del país como una “muestra de la resistencia del pueblo a ser dominado” (322). No es casual que se aluda al líder indígena justamente cuando se hace visible la cruda realidad que transforma el espacio en una “irrespirable atmósfera” (270) por una violencia que se reproduce y que ataca al cuerpo social desde diferentes frentes.
Otra manifestación de la violencia se observa en un diálogo que presencia Jursafú entre un dirigente sindical y unos “hombres de barbas y lentes”, representantes de intelectuales de izquierda que, desde la ciudad, opinan sobre la relación entre el campo y la urbe. Estos critican los mecanismos de reproducción del colonialismo tomando el modelo de la élite boliviana que se somete a las exigencias de la metrópoli de la misma manera que el minero hace concesiones en su comercio con la ciudad.
Aparece como un grupo inauténtico que imita tanto ideológica como culturalmente el mundo europeo. Dialogan en un espacio cerrado, mientras toman vino en copas y fuman cigarrillos gauloise, sobre la necesidad de insertarse, “aunque sea a palos” (326) en la corriente renovadora de América y concluyen que “el problema de los rurales no es de fondo” y por lo tanto “hay que ser drásticos: ya no podemos vivir como animales” (Ibídem). En esta cita la homologación del hombre rural con animales, acorde a la división clásica entre civilización y barbarie, se enfrenta a los postulados del dirigente sindical Policarpio Paucara quien afirma que “a nosotros nos separan hasta los vientos que nos soplan” (325). Él desenmascara a estos intelectuales que se atribuyen la defensa de los sujetos marginados del país ya que su experiencia rural le permite hablar sobre la situación concreta de exclusión y pobreza a la que están sumidos.
¿Y qué es usted, camarada, si no es un animal en auto? Por lo demás, a la fuerza, nada. ¿Qué tal si yo a palos le hago tragar una docena de sardinas podridas? (…) El campesino sabe que sólo le han traído las amarguras del engaño. (…) Los intelectuales y políticos dicen una cosa, mientras los rurales andan a contrapelo con su esperanza (326-27).
En contraste a estos hombres de barbas y lentes se erige la figura de Mauricio Santillán (quien encarna a Marcelo Quiroga Santa Cruz) que abandonó la clase social burguesa de donde provenía y se transformó en el portavoz de los desheredados. Fue asesinado por la dictadura de Luis García Meza Tejada por estar “llamado a compartir un destino común” (308).
En los hombres de barbas y lentes, está representado el modelo socialista criticado por el movimiento katarista y, en el contraste con Mauricio Santillán, se evidencia la oposición entre acción-reflexión donde la segunda implica un desconocimiento de la realidad profunda del país. Policarpio Paucara es la voz de la experiencia, el sujeto que sufre la dura realidad y genera un movimiento de resistencia desde los niveles más bajos de la sociedad ya que su vida no puede ser interpretada por el ojo mental de hombres ajenos a la marginalidad.
En el último fragmento Jursafú se prepara para narrar la historia de El Otro y su relación con la muerte aunque lo que hace es anticipar su desaparición. A pesar de haber hablado en primera persona y haberse asumido como el escritor de una novela, El Otro se muestra incapacitado para transformar en palabras su condición de oprimido, queda en silencio y solo puede “gruñir como un animal acorralado” (345). Sujeto sitiado, condenado a perecer por haber habitado el límite de la desaparición, está destinado a no poder representar el mundo.
La muerte en El Otro se vincula a la imposibilidad de diálogo; es decir, él posee un profundo lazo con la naturaleza pero no puede traducir esa realidad en palabras. En una conversación que mantiene con Jursafú, este le ofrece rescatar su voz a través de la escritura a lo que le responde: “Usted podrá llevarse mi voz, pero no mi palabra” (345) y, en páginas siguientes afirma
Para muchos el espejo es el símbolo mayor de la realidad (…). El ser que agoniza sigue con vida, por lo tanto, prolonga la magia de aspirar lo exterior y devolverlo transfigurado desde el interior. En cambio, si el espejo refleja la realidad radiante, es porque el agonizante murió (…). Quien vive en los límites (…), un día de estos no podrá empañar el espejo de la realidad; por el contrario, la realidad se le aparecerá tal como es y no como queremos que sea o nos parece que es (359).
El Otro es definido en este fragmento como un sujeto que encarna la pura pérdida de la existencia, frágil, habitado por recuerdos dispares a diferencia de su contraparte que busca recuperar el universo perdido, lleno de palabras y seducido por la metáfora.
Al final de este apartado el personaje saca un libro de su biblioteca titulado Los últimos sueños humanos, escrito en la letra de la familia Univers 67 [14] , que habla sobre “un hombre de cara curtida” (369). La ciudad aparece allí como un espacio asediado, acabado, empañado, caduco, grotesco y horroroso; él, es ajeno a esa realidad pero es portador de secretos que pertenecen a la historia de un pueblo. Las calles albergan a individuos diversos: una mujer judía, ancianos, un cuarteto de jazz, mulatos. Esta diversidad es un síntoma de vitalidad. El pueblo, con sus verdades y tradiciones, está afuera a pesar de la opresión de la historia. “La vida está en las calles” (372) es una frase que se repite y que introduce la idea de solidaridad que desarrollará El Muerto al final de la novela.
El texto que lee El Otro concluye con el relato de una mujer que tira de un puñetazo al piso a una adolescente, le da un puntapié en la cara y golpea su cabeza contra el cemento frente a un público estático. La víctima abre la boca y “da paso al más espantoso alarido, frío y cortante, superior a la desesperación humana” (376). Esta escena, reproduce la sensación de El Otro: mirado desde afuera, por sujetos que no hacen nada, víctima de la violencia y portador de un lenguaje sin palabras, un idioma de gruñidos y alaridos que refuerzan esta representación de la alteridad.
IV.
El último cuaderno de la novela es una suerte de proclama con forma monológica, donde la única palabra que se hace presente es la de El Muerto que, por primera vez, escuchamos en su plenitud. Mientras que Jursafú y El Otro estaban inmersos en una continua búsqueda que implicaba viajes en el tiempo y en el espacio, vaivenes y pérdidas, esta parte se abre con la afirmación del yo. Además, se ubica en un aquí y ahora concretos: la ciudad de La Paz durante la noche del 31 de diciembre de 1980 generando cierta estabilidad a los contantes movimientos tempo-espaciales que presenciamos.
Él afirma vivir en un “presente perpetuo donde no cabe la nostalgia por lo perdido ni se admite la inocua esperanza del futuro” (401). El tiempo que habita es un punto de inflexión que lo transforma de hijo de la destrucción a padre renacido. En torno a la presencia de los muertos, en La escritura de la historia (1993) dice Michel de Certeau que
Nombrar a los ausentes de la casa e introducirlos en el lenguaje de la galería escriturística, es dejar libre todo el departamento para los vivos, gracias a un acto de comunicación que combina la ausencia de los vivos en el lenguaje con la ausencia de los muertos en la casa: Una sociedad se da así un presente gracias a una escritura histórica (117).
Hacer vivir a los muertos a través de la palabra, se convierte en una manera de articular lo que está y lo que no está para resignificar el presente a partir de un acto comunicativo entre el ayer y el ahora. El Muerto renace en las últimas páginas de la novela para proponer un camino que permita suturar la herida colonial. Es un ser anónimo que forma parte de la colectividad donde se produce la síntesis de tiempos y espacios disímiles y se funde lo propio con lo ajeno.
El Muerto clarifica la situación por la que atraviesa el país y avizora un futuro diferente. Bolivia es un campo de concentración caracterizado por la separación, el exilio y el crimen. Las calles de La Paz, durante la víspera de año nuevo, se transforman en el espacio del encuentro. Es una especie de paréntesis en el dramático presente del país. A este festejo concurre el hombre común, almas desconocidas que hablan un lenguaje profundo.
Se identifica con el pueblo en un claro deseo de distanciarse de intelectuales y revolucionarios, absorbidos por un discurso que oculta una posición paternalista. El intelectual y el pueblo son representados a partir de dos fábulas: la del león y la del zorro. La primera cuenta la historia de un chivo que reposa en el centro de la selva y les dice a todos los animales ser el nuevo rey. Sin tardar, el león se dirige hasta allí y le pregunta, enojado, qué hace en ese sitio a lo que el burro contesta: “aquí estoy, mintiendo” (389). En este relato, lo que moviliza al león es la posibilidad de que otro animal ocupe su lugar y, a pesar de ser contada como la fábula del rey de la selva, este aparece recién en el final; el verdadero protagonista es el burro, sin embargo su figura está desplazada por otra más poderosa.
La segunda fábula habla sobre un zorro que coloca un poco de paja en su hocico y comienza a meterse en una laguna. Las pulgas, los piojos y las garrapatas que estaban en su cuerpo, presienten una inundación y se trepan primero al lomo y después a la cabeza del mamífero. Finalmente, cuando ven que las aguas no dejan de subir, se ubican todos en las pajas y el zorro la larga a la laguna y abandona el escenario. Los parásitos en este relato representan un peligro al que se enfrenta el animal. Dice El Muerto que el pueblo, a diferencia del intelectual, “no proclama su nacionalismo por boca de impostores, y (…) expulsa personalmente de su pellejo a los malandrines” (390-91). El dolor y el peligro funcionan como elementos unificadores que los sujetos comunes deben combatir cuando las palabras perdieron sus sentidos y sólo queda la experiencia compartida.
En las calles, en lo cotidiano, en la observación de la ciudad y de sus habitantes surge la posibilidad de resignificar algunos de los términos vaciados por el abuso de la palabra. El Muerto, que estuvo postrado durante mucho tiempo, retoma su camino y presencia una serie de situaciones simples que lo ayudan a comprender la realidad boliviana. Hay dos que quisiera destacar en donde se cuestiona la situación del indio y la oposición entre el salvaje y el hombre urbano.
Patinuk le recuerda un episodio donde se encuentran un hombre pálido y un aymara. Después de conversar, el primero compra un refresco y vacía media botella en la boca del segundo. La operación se repite, pero esta vez es el indio el que le da la bebida a su compañero. Este hecho se constituye para nuestro protagonista en un “hermoso ejemplo de la verdadera comunicación humana” (382) y lo lleva a preguntarle a su amigo cineasta, quien bregó por la liberación de los indígenas, “¿qué hará usted cuando en este país ya no haya indios sino seres humanos?” (383). El simple relato funciona como una constatación de la igualdad entre los hombres y, el problema del país, respecto a este sector étnico, tiene que ver con la imposibilidad de pensarlo en esos términos. El discurso lo posiciona al indio en un espacio otro, de diferenciación, mientras que la experiencia muestra que ese lugar es una construcción discursiva que generó la marginación histórica de este grupo social.
En cuanto a la oposición entre el salvaje y el civilizado hay un contraste en el uso que ambos hacen del mundo. El primero lo cuida, lo respeta, lo considera su morada, mientras que el segundo, atraído por lo artificioso lo saquea. Esta afirmación surge de la simple observación que hace El Muerto del paisaje y da cuenta de que la expresión común en la ciudad que tilda de salvajada a cualquier bellaquería, es falsa si nos remitimos a la experiencia.
En esta voz habitan las verdades primigenias. A pesar de ser un hombre salvaje que entiende el lenguaje de la oscuridad y no “desentona con el himno del silencio” (386) aprendido de la naturaleza, opta por permanecer en la ciudad lo que implica en él una apuesta por la vida. Tiene la convicción de que el hombre “es bueno, noble y valiente. (Y que) Nada lo ha pervertido porque nunca ha renunciado a crear una sociedad a la medida de sus sueños” (401). La Paz es el espacio de las contradicciones, de la diversidad, el lugar en donde el idioma impuesto tras la conquista borró el idioma de la tierra, sin embargo, es allí donde renace la esperanza de la comunión con el universo a partir de la comunicación entre los hombre vencidos. Es a este sujeto a quien le habla El Muerto, a las “personas que pasan por la calle; porque entre ellos (entre nosotros) hablan (hablamos) de corrido y siempre” (396). Dice esta voz:
No soy El Otro que tal vez ya murió abrumado por la velocidad de un mundo al que no quiso subir, víctima de la violencia, convertido él mismo en el destino lúcido que genera la violencia. Tampoco soy Jursafú que aguantó batahola y media sólo por la ilusión de transformar en palabras la vida de El Otro, como si el rural fuese más redondo que argolla de cincha (402).
A diferencia de El Otro y Jursafú, El Muerto es el que sobrevive. No quedó encerrado en la marginalidad y la violencia, aislado en sus orígenes, ni tampoco apostó por el engañoso lenguaje impuesto. El silencio solidario, en este cuaderno-proclama, es la invitación a que el hombre se levante en armas y reemplace el idioma de la carencia por la “voz del pueblo que se rebela” (404) frente a este presente traumático.
Las ofensas tienen su límite y el silencio puede hablar. (…)Nuestra liberación empezó mimetizada en el sordo tronar de los camaretazos: los que vivían separados por el terror acaban de saludarse en la lucha solidaria. El tableteo de las ametralladoras y los disparos aislados han dado a la ciudad una voz atronadora (Ibídem).
La transformación del silencio solidario en la lucha solidaria revela una concepción existencialista de la vida. Resuena la voz de Albert Camus, a quien menciona en Tirinea (junto a Heidegger al que afirma no haberlo leído y promete no leerlo nunca), en la afirmación de que frente a la soledad del hombre existe una instancia mayor que reúne a todos. El reconocimiento de la solidaridad lo convierte en inmortal: este cuaderno se abre con un epígrafe que dice “el círculo es mortal para el profano” (379) y se cierra recordando que “ya no tengo nombre profano” (406). Entre ambas aseveraciones este personaje construyó un futuro diferente fundado en el caos del presente.
A modo de conclusión
En este trabajo analicé la estructura de En el país del silencio dando cuenta del desmembramiento que la caracteriza. La división en cuadernos pone en el centro del texto al yo pero también, al negarse a sí misma la pertenencia al género novela, se erige como una escritura de la subalternidad y una herramienta de resistencia. En ella se conjugan tiempos y espacios diferentes, tonos, experiencias en una compleja trama que se diluye, se resbala, se hace y se deshace junto a las voces escindidas que le dan forma. Jursafú, El Otro y El Muerto no son más que tres sujetos que comparten el pasado y el presente aunque cada uno lo asuma de formas disímiles, evidenciando así las contradicciones internas que se generan frente a situaciones traumáticas.
Cada una de las partes presenta retazos de una realidad que se ve, que se percibe con el ojo en un claro rechazo a los razonamientos abstractos que idearon un modelo de país tendiente a la unidad. El texto da cuenta de esta imposibilidad y expone un universo dividido, pero también devela lo imperceptible, lo oculto, las capas que quedaron enterradas en el transcurso de la historia. En este sentido considero que, si los relatos nacionales homogeneizantes crearon una realidad única, sin fisuras, donde el mestizo se constituyó en una síntesis identitaria, Urzagasti, a tono con el katarismo, propone mirar desde adentro y hablar desde nuevos lugares de enunciación rompiendo la fijeza de las identidades construidas a partir del deseo y mostrando los rostros del conflicto nacional.
Notas
[1] Urzagasti, Jesús (2007). En el país del silencio. La Paz: Creativa. Todas las citas corresponden a esta edición.
[2] El 17 de julio de 1980 comenzó el último período dictatorial del siglo con el Golpe de Luis García Meza, apoyado por Hugo Bánzer, y sucedido por Celso Torrelio. Éste se caracterizó por abusos de poder, vulneración de libertades individuales, suspensión de derechos políticos y sindicales, expansión del negocio del narcotráfico, hiperinflación, etc. En octubre 1982, tras el derrumbamiento de las Fuerzas Armadas, se produce la apertura democrática con Hernán Siles Suazo como jefe de Estado.
[4] Este artículo publicado por Norma Klhan y Guillermo Delgado recoge fragmentos de dichos del escritor. Se puede consultar su versión electrónica en http://www.nuevacronica.com/cultura/jesus-urzagasti-por-el-mismo-ii-la-obra-/
[5] El Urundel es un árbol que crece en la región chaqueña de Bolivia, Brasil, Paraguay y Argentina y se convierte en una potente imagen poética en la obra urzagastiana.
[6] Este personaje reaparece no sólo a lo largo de esta novela sino que será una presencia constante en gran parte de la obra urzagastiana.
[7] Las tres mujeres mantuvieron, en diferentes épocas, una relación con El Otro o con Jursafú. En ellas se reproduce la fragmentación del personaje y, en este caso, se genera una confusión materializada en la superposición de tiempos diferentes.
[8] Lo dicho sobre Santos Milton está tomado del libro Metamorfósis del espacio habitado. En un estudio posterior, La naturaleza del espacio (2000), el autor ya no se referirá al paisaje como algo pasado sino que acentuará su carácter transtemporal, que une elementos presentes y pasados, es decir una construcción transversal. Sin embargo, esta transversalidad está determinada por “la intrusión de la sociedad en esas formas- objetos” (88) que caracterizan al paisaje. Lo que los sujetos modifican son las funciones preexistentes; con lo cual el paisaje no deja de ser concebido como materialidad y, por lo tanto, este carácter transtemporal no modifica lo que afirmo sobre el rol de la geografía en En el país del silencio.
[9] A lo largo de mi investigación planteo una continuidad en las novelas del autor a partir de una serie de elementos que permanecen y se transforman. Esta habitación en donde está El Otro aparece nuevamente en De la ventana al parque (1992) y es el lugar desde donde el narrador, quien dice llamarse como el poeta Edgar Bayley, rememora e imagina aventuras de sus amigos muertos. La novela concluye cuando decide abrir las ventanas y dejarlos caminar por el gran parque latinoamericano.
[10] Si bien Jursafú es una voz mucho más reflexiva que El Otro, no es posible aseverar esto de manera radical ya que las funciones y sentimientos de estos dos sujetos se confunden a lo largo del texto. Ya nos aproximamos a la voz fracturada de Jursafú en el primer cuaderno y la veremos nuevamente en el cuarto. Creo que, desde el segundo cuaderno, cada vez que Jursafú se nombra a sí mismo intenta mostrar esta imagen, la cual se resquebraja cuando es mirado por otro. Esto acentúa el carácter desmembrado de la novela constituida por toda la complejidad de subjetividades en conflicto.
[11] Me refiero a De la ventana al parque (1992),Los tejedores de la noche (1996) y Un verano con Marina Sangabriel(2001).
[12] Destacado en el original.
[13] La última novela de Urzagasti, Un hazmerreír en aprietos (2009), no la tengo en cuenta en esas páginas ya que es un texto muy diferente a los demás y, aunque aparecen algunos de los elementos recurrentes en esta narrativa, problematiza otros temas y tiene una forma muy distinta a la que presentó hasta aquí el autor.
[14] Univers 67 fue uno de los posibles títulos que tuvo En el país del silencio.
Bibliografía
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