FIGURAS DEL ENTRE: PENSAMIENTOS Y ESCRITURAS CONTEMPORÁNEAS

Gabriela Milone *

gabymilone@gmail.com

Ana Levstein *

analevstein@gmail.com

Franca Maccioni *

franca.maccioni@gmail.com

Ana Neuburger *

ana.neuburger@gmail.com

Paula La Rocca *

paularock24@gmail.com

Javier Martínez Ramacciotti *

ramacciottijavier76@gmail.com

Belisario Zalazar *

belazalazar@gmail.com

Anuar Cichero *

anuar.cichero@gmail.com

Sofía Benmergui *

lsbenmergui@gmail.com

Resumen

El presente artículo reúne las notas de clase del seminario de grado “Figuras del entre: pensamiento y escrituras contemporáneas”, dictado por integrantes de la cátedra “Hermenéutica” (Escuela de Letras, FFyH, UNC) y del Proyecto de Investigación “Escritura, imagen y cuerpo en experiencias poéticas contemporáneas” (Secyt, UNC). Esta propuesta docente tuvo lugar durante el primer cuatrimestre de 2015 en la Escuela de Letras, FFyH, UNC. En cada uno de los apartados que conforman este trabajo figuran las reflexiones teóricas y críticas que se desplegaron en cada clase, ante un gran número de alumnos que asistieron a los encuentros. Desde figuras como parergon, profanación, montaje, imagen, máquinas, aparatos, escritura, instantes-entre , entre otras, propusimos cuestionar y reflexionar en torno a los múltiples “entre” que acontecen en la vinculación del pensamiento con las escrituras contemporáneas.

Palabras claves: Figuras – Entre – Pensamiento contemporáneo – Escritura

Abstract : This article gathers the notes of class of the bachelor’s Seminar "Figures of the between: contemporary thought and writings", taught by teaching members of the course "Hermeneutics" (School of Letters, FFyH UNC) and the research project "Writing, image, and body in contemporary poetic experiences" (Secyt, UNC). This teaching proposal took place during the first four-month period of 2015 in the School of Letters, FFyH, UNC. Each one of the sections of this article includes the theoretical and critical thoughts that were deployed in each class for the many students who attended the meetings. With the figures of parergon,desecration, montage, image, machine, devices, writing, instants-in-between, among others, we aimed to explore and examine the multiple “betweens” that take place in the relation between thought and contemporary writings.

Key Words: F igures – Between – Contemporary thought – Writing

I Encuentro. Obertura (Gabriela Milone)

Acercarnos a las fronteras o umbrales de la escritura y el pensamiento, sin duda nos conduce a problematizar los límites de la literatura entre las artes y de las artes “entre” la filosofía, la estética, el psicoanálisis, la historia y la política. Y nos lleva también a interrogamos estos “entre” en tanto zona donde se cuestionan sistemas de opuestos y donde se problematiza lo espacial y lo temporal, el sentido y lo sensible, el adentro y el afuera, la historia y sus ruinas, lo público y lo privado, el cuerpo y la escritura.

Buscamos abrir esta cuestión del “entre” precisamente como una “cuestión”, esto es, como indagación, interrogación, enigma, cuestionamiento incesante. Por este motivo, no buscaremos categorizar ni conceptualizar definitivamente, de una vez y desde el inicio, algo así como una noción de “entre”; sino que nos esforzaremos por mantenernos en laplasticidad de su extensión, para poder el “entre” cada vez que una “figura” nos convoque a recorrerlo.

Cabe destacar que esta problemática extendida del “entre” ocupa un lugar importante y destacado en el pensamiento contemporáneo. Una exposición exhaustiva y al mismo tiempo sintética es la que podemos leer en el trabajo “Pensar el entre, contribuciones para una crítica de la razón intersticial” de Iván Flores Arancibia. En este trabajo, el investigador busca realizar un catastro de lo que denomina “trama intersticial” del pensamiento reciente, haciendo especial foco en las “figuras intersticiales” o inter-conceptos que diagraman un “espacio de saber” específico. Lo que el autor destaca, y que resulta especialmente importante para nuestro trabajo, es el peligro de “pensar el entre” en términos de “entridad”, vale decir: haciendo de la zona siempre inestable del “entre” un concepto metafísico, una categoría general (lo cual conduciría a pensar en “entridades” en lugar “entidades”). Si cuando nos proponemos reflexionar sobre “entre/s” nos arrojamos a una zona de indecisiones, de interposiciones, de umbrales y pliegues, es por demás importante tener en cuenta que entramos a un tipo de reflexión que se sabe compleja, por momentos paradójica. Flores Arancibia apunta que la lógica que guía el pensamiento de “entre/s” es la “lógica del tercer término”, ese tercer término que es el que generalmente se presenta como lo débil, lo excluido, lo rebajado (entre=antro).

Esta lógica fue pensada fundamentalmente por Barthes en su seminario sobre Lo Neutro (2004), mostrando un tipo de reflexión que se enfrenta a lo interpuesto, a lo que “desbarata el paradigma”, a lo “sincategoremático”. Y es Derrida (1999) quien afirma que pensar en este tipo de “entre/s” (aquellos que abren y muestran una fisura, como por ejemplo el sincategorema “y” lo hace en la lengua) “hieren la saturación categoremática”. Vale decir que ante estos elementos, lo que deberíamos siempre tener en cuenta es la paradoja de un devenir categoría de los sin-categorías, cuestión que buscaremos evitar para así poder mantenernos en un terreno reflexivo que encuentre maneras (figuras) para pensar (moldear plásticamente) un intermedio como posición, o mejor: como ex-posición, como un modo de estar ex-puesto. Buscamos pensar “entre/s”, entonces, de manera modal y plástica; intentando siempre avistar los peligros de postular un “Entre metafísico”, vale decir, evitar esa manera de conceptualizar “Lo intersticial” en tanto espacio definido y definible de una vez y para siempre.

Cada vez , una figura nos permitirá entrar en un entre, entrar que más bien es un salir, o un ex – ponerse, o un pasar (por) un umbral. Y cuando pasamos un umbral, ese movimiento implica tanto una entrada cuanto una salida: en esa indecibilidad de un espacio es como buscamos pensar estas figuras de “entre/s”.

El umbral es una imagen recurrente en varios pensadores convocados en nuestro recorrido. Por caso, en Agamben es visible el uso de esta imagen al menos en dos textos: Idea de la prosa y La comunidad que viene. En el primer caso, “Umbral” se llama tanto el apartado que abre el libro cuanto el que cierra, haciendo un visible juego respecto del umbral de una puerta: hay que atravesarlo tanto para entrar cuanto para salir. Lo que Agamben propone justamente pensar es eso que se nos presenta en tanto “impensable”, “inexpresable”, “inexplicable”, pero que no podríamos tematizarlos en cuanto tal (dado que si postulamos “lo inexpresable”, por caso, dejaría de serlo por el mismo hecho de postularlo, dejando en evidencia así el haber caído en la trampa o el peligro de categorizar lo sin-categoría, como decíamos con Derrida). Acaso sólo podamos pensar en estas cuestiones en términos de “área”, “superficie”, zona ex- tendida y ex-tensa: un umbral, precisamente. Vale decir, una imagen espacial que nos habla de lo indefinido de un espacio, de una entrada que es también una salida, de un comienzo que es también un límite, de un borde que es también un filo.

Por otro lado, Didi-Huberman nos habla del umbral en su texto Ser cráneo (2009). Uno de los apartados de este libro se denomina, justamente, “Ser umbral”. Pero hay que aclarar que en francés el apartado se titula “Être aître”, que literalmente significa “ser atrio”. Es interesante esta imagen del “atrio” en tanto explanada, apertura, extensión que se emplaza en el comienzo de una edificación (en general, una iglesia) y que pertenece y no pertenece a la misma, funcionando tanto de entrada cuando de salida. El traductor al español elige la palabra “umbral”, que no es lejana ni imprecisa, aunque no es literal; y que aunque hubiera usado “atrio” de todas maneras seguiría perdiendo el juego fónico que propone Didi-Huberman, vale decir: la palabra “aître” (que el autor dice es anacrónica en francés) es convocada en tanto permite, fonéticamente, asociar la noción de ser [“être”] con la de un lugar [aître”]. En francés, ambas palabras suenan igual, y lo que busca pensar Didi-Huberman con este juego de palabras es precisamente el lugar del pensamiento.

Didi-Huberman recuerda a Durero y su cuadro de San Jerónimo, donde vemos que el santo es representado con la mano izquierda posada sobre la calavera y la derecha en la sien. Ambas manos “tocan” los lugares del pensamiento, y lo que es más interesante, según Didi-Huberman, es que gracias a los artistas (que crean nuevos contactos y relaciones) podemos asociar el pensamiento con un lugar, con un “entre” (entre ambas manos, en ese hueco que la imagen abre, podría ser pensado el lugar del pensamiento: no como un punto delimitado, único, específico, dado de una vez, sino como una zona, un área, un pasaje, un umbral , un entre). Y otra cuestión: no dejemos pasar tan rápidamente que San Jerónimo es el traductor de la Biblia del hebreo y el griego al latín. No lo dejemos pasar porque si hay un lugar por demás interesante para pensar “entre/s” es precisamente la traducción. Pablo Oyarzún (2001: 152) dice que “traducir es, ante todo, traducirse a ese Entre, en que el sentido y el tiempo –el sentido del tiempo y el tiempo del sentido- están en suspenso”.

Jean-Luc Nancy, en su libro Ser singular plural, afirma que el sentido se da entre uno y otro, en esa dis-posición del “entre”; y que el lugar del pensamiento, en su clásica representación del cogito cartesiano ego sum, debería repensarse como ego cum, es decir: un ser-con-otros, un ser-con-varios. Es ese ser-con el que para Nancy “agrava el discurso del concepto”, ese discurso que busca definir y conceptualizar siguiendo el paradigma del sentido como único y absoluto. Para Nancy, el sentido debería ser pensado en cuanto “dirección”, así como decimos que seguimos un camino en tal o cual sentido. El sentido implica, de este modo, un espaciamiento, una expansión, una extensión.

De ahí que Nancy (2006: 54) afirme que esta forma particular de entender el sentido como forma del ser-con (ser que es singular en tanto es plural, vale decir: es uno- singular en tanto y en cuanto es con otros-plural), “no indica tanto la participación de una situación común como la yuxtaposición de puras exterioridades (un banco con un árbol con un perro con un paseante).” Acaso desde este modo yuxtapuesto es como proponemos pensar las figuras de “entre/s” a lo largo del seminario, reflexionando sobre la singularidad del cada vez pero en lo plural del con: leer las figuras como lo singular-plural del cada vez en el con, en el entre. Esto es posible, sostenemos, en tanto tomamos la noción de “figura” de Barthes, cuando en Lo Neutro piensa las “figuras de lo Neutro” como un trozo limitado de discurso, un fragmento textual determinado e identificable; pero también como una figura coreográfica, como esa imagen que se forma en movimiento. Y afirma que con cada una de sus figuras busca “crear un espacio proyectivo, sin ley del sintagma”. Así, moviéndose según otro modo que no es el de la lógica conceptual, paradigmática, la figura será “del entre” y al mismo tiempo ella misma será un entre más: entre texto e imagen, entre fijación y movimiento.

Y podemos sostener esta reflexión, creemos, esto en tanto pensemos laplasticidad de la figura, y las características de lo plástico. Desde las reflexiones de Malabou (2010) y Didi-Huberman (2013) podemos decir que a lo plástico se asocian dos sentidos opuestos: tanto la recepción cuanto la donación de la forma. Decimos que las “artes plásticas” trabajan con la arcilla o la cera, materiales elásticos y maleables, que son susceptibles de cambiar de forma; y decimos que la “cirugía plástica” da forma a algo que recibirá y conservará otra forma. De aquí podemos pensar que ante lo cerrado, lo clausurado, lo cumplido de una categoría (de “la ley del sintagma” como decía Barthes) proponemos pensar desde la plasticidad de las figuras en tanto espacio y espaciamiento, en tanto umbral (entre=antro, entre=atrio) que abre y cierra, en tanto frontera que no indica un límite sino un área de pasaje ( zona franca) donde la yuxtaposición exponga todos los “con” que la con-forman.

Cada figura, cada vez: un umbral, un entre para pas(e)ar.

II Encuentro. Parergon y unheimliche: preguntas al borde (Ana Levstein)

El objetivo de esta clase es dar cuenta de la búsqueda de posibles nexos entre dos núcleos y nudos conceptuales, el unheimliche freudiano (lo "ominoso", "inquietante"," siniestro", "secreto", "oculto") y elparergon derrideano (que nos llega vía Kant) en La verdad en pintura, como aquel "afuera" o "marco" "al lado de" la obra, (el ergon) es decir, lo secundario y derivado de la obra considerada un "adentro" o "interior".

Nos interesa interrogar la indecidibilidad de la frontera que separa el adentro del afuera en el parergon, así como la que separa lo hogareño y la intemperie, lo incluido de lo excluido, lo mismo, lo otro, lo habitual de lo sorpresivo y desasosegante, la oportunidad y la amenaza, lo evidente y lo oculto, en el unheimliche, en tanto posibles claves de lectura aporéticas de la literatura en particular y de los textos de la cultura en general. La interrogación de esta frontera o "entre" que es, como la différance derrideana, a la vez espacial y temporal, ya que diferencia y difiere sentidos ad infinitum, nos sitúa en el borde, en un doble genitivo, donde el borde es a la vez sujeto y objeto, la instancia agente y paciente de una pregunta, de una question (pregunta y cuestión en francés). Esta frontera o "entre" nos cimbronea, conmueve, arranca y descoloca de la cotidianeidad para abandonarnos en estados inhóspitos y de locura. El unheimliche fue señalado por Jacques Lacan como la "clavija fundamental para abordar el tema de la angustia", por lo que sus planteos orientan un posible rumbo de una búsqueda de la que esta clase es apenas un bosquejo.

Ya que la cuestión que Derrida encara en La verdad en pintura es en torno a si eso que Kant llamaba el parergon (marco u ornamento) pertenece o no a la obra, nos pareció productiva la conexión de este texto de Jacques Derrida con Marcos de guerra. Las vidas lloradas de Judith Butler por las derivas a que dan lugar estos pensadores de los bordes, los marcos y los entres, en referencia al tema siempre candente y fundacional del derecho a la vida.

Consideramos que el parergon (del griego para: al lado de", "contra" el ergon: "obra" "trabajo") es una figura del "entre" ya que cuestiona las ontologías duales, los esencialismos de la filosofía occidental y aquel centramiento violento que clausura la infinitud del juego desde la oposición fundado/infundado, centro/margen, sentido/sinsentido. La lógica paradojal del parergon responde a la cadena suplementaria que Derrida señala en sus textos para la différance, el pharmacon, el don, lo autoinmune, el espectro y tantas otras nociones que cuestionan la metafísica de la presencia, evidenciando y problematizando la contingencia de las oposiciones y la impureza constitutiva de las oposiciones. El parergon, aquello que permitiría discernir tranquilamente el marco de un cuadro, o el exterior del interior muestra que, como dice Derrida en "La ley del género": "a la verdad no se la puede pensar sin la locura de la ley". Todo supuesto exterior está contaminado del también supuesto interior y viceversa en un doble vínculo económico y aneconómico a la vez que manda por un lado, no franquear el límite, no mezclar, y, por el otro, convierte dicho mandato en una apuesta imposible ya que, en el corazón de la ley hay una impureza, una contra-ley que enloquecería el sentido, el orden, la razón.

El parergon es un "figura del entre" en la medida en que permite un pensamiento de las fronteras y los límites, todo aquello que en el límite "participa sin pertenecer", es decir una ley que instituye algo, funda algo que no pertenece al orden de lo fundado. Derrida llama "cláusula de género" a esta participación sin pertenencia que enuncia una clausura que se excluye de lo que incluye, un "exterior constitutivo" que por tanto no es exterior ni interior sino una vacilación, un parergon o mixto de adentro y afuera, una ambivalencia que permite la no-clausura, la incompletitud, la indeterminación. Siempre hay un "resto" que "resta" (en francés rester significa a la vez permanecer y restar o sustraer). Si el parergon es necesario es porque al ergon algo le falta. Esa falta da origen a la lógica suplementaria que suplanta pero excediendo, alterando, deteriorando. El parergon habrá estado desde siempre parasitando al ergon, deconstruyendo así toda certeza de presencia, dislocando, desajustando e indecidiendo lo esencial de lo accesorio. Ese resto inapropiable, intraducible de la frase de Cézanne "le debo la verdad en pintura y se la diré", (leit motiv del texto derrideano sobre el parergon) desquicia el logo-fono-falo-centrismo. En una economía impura que transacciona y se disemina entre, de un lado, el deber y la deuda y, del otro, la promesa de un performativo imposible.

La actividad deconstruccionista, la crítica infinita, el deutero-pensamiento que invita no solo a pensar sino a pensar cómo pensamos es parergonal en la medida en que es una puesta en abismos, una aneconomía de aquello que "la verdad en pintura" tendría de economía de una transparencia o restitución fiel de un supuesto real.

Judith Butler, por su parte, recupera la noción derrideana de "marco" en Marcos de guerra para referir a un enmarque que a la vez que delimita y determina a través de un plan normativo, perturba nuestro sentido de la realidad al representar también la derribabilidad de la norma, una norma que funciona gestionando la perspectiva de su deshacerse. Dichos marcos en su perpetuo auto-rompimiento constituyen campos donde solo determinados sujetos son ontológicamente posibles y llorados, susceptibles de duelo.

Por último, se ha hablado de la deconstrucción como filosofía unheimlich. En el marco de las figuras del "entre" nos ha parecido que aquello que Freud definiera como lo siniestro, ominoso, perturbador, se asocia al parergon respecto de los límites entre lo familiar y lo extraño, el fantasma del doble (vínculo) y porque ambas figuras implican sorpresa y excepción, es decir apertura, incalculabilidad, resistencia y una paradojal relación de obra-desobra con la alteridad, con lo infinitamente Otro.

III Encuentro. Entre poesía política y política de la poesía: Paraguay de Martín Rodríguez (Franca Maccioni)

Para pensar la relación entre “poesía y política” en la escritura del último libro Martín Rodríguez, deberíamos comenzar por deslindar un espacio de pensamiento que se figure en un entre poesía política y política de la poesía. Se trata, en primer término, de un problema de relación que queda al menos esbozado en la sutil diferencia que distancia ambos sintagmas. Mientras que en el primer caso –“poesía política–, la política aparece, en su calidad de adjetivo, para indicar algo que corresponde a un modo contingente de la poesía (que podría ser política o no serlo, esto es: que podría ser política o barroca o lírica, o mala); en el segundo caso, en cambio, la preposición “de” en la expresión “política de la poesía” estaría indicando más bien una politicidad inherente a la poesía, a su procedimiento, una politicidad que le “co-pertenece”, aunque no la homologa a la política sin más.

Se trata de un entre que, a su vez, reenvía a otro: aquel que se demarca entre dos modos diversos de leer lo poético en su relación con lo político, así como también la historia de lo poético y la historia de lo político. Dos modos que encuentran en estos sintagmas su punto de tensión más álgido, violento quizás, toda vez que de lo que se trata es de pensar la violencia inherente a cada uno de estos procedimientos (poético, político) y a la posibilidad de su relación. Me refiero a un abordaje historiográfico de la poesía, por un lado, y a un pensamiento estético-filosófico de lo poético, por el otro.

Partamos de una hipótesis inicial: el último poemario publicado por Martín Rodríguez en 2012, titulado Paraguay, es político o se sitúa entre lo político en el doble sentido que hemos delineado. Tiene a la vez un acontecimiento histórico-político como referente y despliega una politicidad inherente a su procedimiento. Una politicidad que podemos pensar se expone como una toma de posición: unatoma de posición literaria, una toma de posición en la escritura y por la lectura en el contexto general ampliado de una violencia soberana fundadora que encuentra en la guerra su modo de aparecer ejemplar.

Porque Paraguay es un poemario sobre la guerra y es, él mismo, una “máquina de guerra” (Deleuze, Guattari, 2002) que hace de la violencia su tema y su procedimiento, no solo de escritura sino también de lectura de su tiempo. Es decir, es un libro que recupera la guerra (en tanto modo de interiorización estatal de lo marginal) y la lectura de la misma, pero para extraer de allí una máquina de guerra que propone una fuga tanto de la guerra estratégica (soberana y jurídica), cuanto del modo como su lectura inscribe sus conquistas y derrotas al interior de un régimen teleológico, arborescente y jerarquizado de poder.

Paraguay viene a decir, recuperando las palabras de Alberdi que titulan uno de sus poemas, que no “existe sobre la tierra autoridad alguna, por justa y liberal que sea, que no haya comenzado por ser despótica” (Rodríguez, 2012: 85). No hay comienzo que no haya sido violento y quizás tampoco haya violencia que no funde un comienzo. Toda violencia empleada como medio, ha sido y es, a la vez fundadora y conservadora de derecho y la guerra, de nuevo, es su expresión paradigmática. Por eso, para este poemario, la guerra no termina en la guerra. “La guerra es la continuidad de la guerra” (Rodríguez, 2012: 74), la supervivencia latente que perdura en el presente y opera en aquello que funda como la “conciencia etérea de una riña”. Separada del campo de batalla, la contienda continúa en una guerra mental que “se libra ‘más allá del tiempo’, en nuestras imaginaciones” (Rodríguez, 2014: 155), en nuestros modos de lectura y de pensamiento, mientras hacia afuera “extendemos el campo de la paz, del orden, de la administración” (Rodríguez, 2014: 155), otro modo de violencia soterrada.

La escritura de este libro se obstina en decirnos que “Hay que hacer la guerra para entrar al mundo”. “Cada caído una cruz de palo. Bienvenido al mundo”, así se lee en otro de sus versos (Rodríguez, 2012: 32). ¿No fue acaso eso la guerra de la triple alianza? ¿una guerra contra los mundos en nombre del mundo, de ese nuevo único mundo mundial y liberal que supo trazarse en el territorio que dibuja la complicidad entre la guerra y la acumulación de capital? En este libro lo que la guerra funda es un mundo, este mundo, el mundo que habitamos y del que somos herederos. Y lo funda por fundición. Una gran fundición para ir hacia. Y el problema aquí son las preposiciones. El para, el hacia del cántico guerrero del “último «marchemos», y el dedo índice apuntando a un lugar porque, de fondo, había que huir hacia adelante” (Rodríguez, 2014: 152) Y adelante, lo sabemos, no hay nada. El progreso, si aún tiene algún sentido, si lo tuvo alguna vez acaso, sólo ha sido el de justificar la marcha. Y la guerra. Hacia adelante solo resta el territorio que disputamos en el imaginario. Territorio que se figuró virgen, desierto, como la posibilidad inédita de fundar un mundo nuevo. Y quizás sea eso lo único certero sobre la guerra. Conocemos su movimiento pero no sus móviles. O quizás el móvil coincida con el deseo de seguir la marcha hacia un territorio imaginario y nuevo. El deseo de un burro valiente que se llevó consigo a todos los niños en su delirio. Como dice el poema: “Tu hijo fue a la guerra al lomo de un burro: el Mariscal./ Un burro de la historia./ Leyó todo mal. Todos los signos mal./ Fue al muere” (Rodríguez, 2012: 66).

Terminado el poemario, y la guerra, ésta aún continúa, continúa como “guerra mental” incluso, y sobre todo, en este imperio del comercio mundial que es, como reza otro de los versos, “el gran pacificador del mundo (después del cristianismo)” (Rodríguez, 2012: 32). Y quizás, la burrada, también continúa. Y es ahí donde Rodríguez, me parece, nos advierte de “leer mal” y de condenarnos nuevamente al muere. Porque no podemos dejar de indicar una co-pertenencia estructural, y por eso también política, entre un modo progresivo e historicista de leer la historia y un modo también historicista y progresivo de leer la literatura nacional y pensar a partir de ello su carácter político.

Si hay algo que aunó nuestras narrativas históricas y literarias, fue la idea de progreso o proceso. Un progreso hacia adelante que operó por excepciones violentas y fundacionales de nuevos proyectos, de nuevos mundos y de nuevas teleologías. El modo como elegimos contar la historia de nuestra nación o la historia de la literatura argentina comparten aún un procedimiento común y Rodríguez, creo entender, no cesa de advertirnos sobre sus riesgos. Aún proliferan las lecturas que inscriben las obras literarias en un proceso que avanza mediante operaciones de ruptura e innovación y en el cual encontramos los nombres ejemplares de quienes supieron introducir una excepción en la tradición y refundar a partir de ella un nuevo proyecto que otorgara un sentido teleológico al desarrollo de la literatura nacional.

En ese marco, la relación entre poesía y política no ha dejado de leerse en términos generacionales, como impugnación o recuperación de ciertas palabras paradigmáticas (como revolución o nación), como relación entre la escritura y la filiación política del autor, o bien como disputa entre escuelas estéticas diversas nucleadas en revistas o grupos de las cuales podría afirmarse que fueron más o menos políticas, de acuerdo al modo como articularon (o no) su relación con un referente extraliterario produciendo un nuevo proyecto emancipatorio que permita superarlo.

Si no queremos reproducir el mismo procedimiento violento, fundante y guerrero en la lectura, deberemos quizás pensar la politicidad, como dijera Jacques Rancière, más allá de un modelo de eficacia del arte. Una política de la poesía que no coincida del todo con una poesía política; esto es, que no conciba su politicidad, representativa o inmediatamente, en términos de compromiso o contenido emancipatorio sino que atienda al modo como las políticas estéticas modifican (o no) el reparto de lo sensible, es decir, los modos de distribución de las capacidades, visibilidades y decibilidades de una comunidad, asumiendo la indeterminación de sus intenciones, efectos y afectos.

Quizás se trate de pensar, como sugiere Sergio Villalobos en Soberanías en suspenso (2013: 24-25), contra la idea evolucionista de la historia y el relato de la excepción traumática, la continuidad de la violencia y sus efectos político-económicos; desocultar la relación inherente del derecho “con la violencia y su capacidad práctica para circunscribir la multiplicidad de la vida social, las formas heteróclitas de ser-en-el-mundo, a un relato interesado sobre el origen y el destino de la comunidad”. Desde esta perspectiva, se tratará de apuntar a la co-pertenencia entre el modelo historizante del estado y el del arte en un intento por interrumpir y re-imaginar ambos procedimientos:

interrumpir la economía significante de una tradición constituida en los términos ge­néricos de la innovación y la re-fundación permanente, pero también interrumpir la insistencia en los trascendentales estéticos propios de la metafísica occidental, tan determinan­tes para la historiografía y crítica del arte (autor, obra, sentido, decisión, política, etc.), obligándonos a una interrogación del “arte” (de sus prácticas) divorciada de los modelos genéticos e historicistas habituales (Villalobos, 2013: 111).

Deponer, entonces, las claves historiográficas y autorales para pensar las obras en su acoplamiento temporal, anacrónico, en su condición acontecimental, en suma, sin filosofía de la historia, asumiendo que “el horizonte post-mimético de suspensión del juicio y de la intención, interrumpe la circulación de la obra-mercancía, desde un montaje que no responde a las claves de lectura que definen y han definido la economímesis característica del contractualismo nacional-popular” (Villalobos, 2013: 153).

Contra la tradición historicista del excepcionalismo, la propuesta de Villalobos –en consonancia con la de Rancière– apunta a la posibilidad de producir desacuerdos, de inscribir una imaginación heterogénea, una “imaginación política ‘impolítica’” que no construya una nueva subjetividad emancipatoria según una agenda todavía inscripta en la estela jurídica del estado y “que no pueda ser sustantivada onto-teológicamente en términos de destino, determinación y proyecto” (Villalobos, 2013: 30-31); esto es, que desistan de cualquier ficción soberana, de cualquier violencia fundante. Ni crítica ni apología, entonces. En todo caso, imaginaciones plurales y de efectos incalculables, que usen la violencia para interrumpir y debilitar cualquier pensamiento enfático que se proponga otorgar un sentido a la vez verdadero, único y direccional; pero también que suspenda la euforia de un rupturismo militante. Apuntar al desacuerdo como:

forma de resistir el control biopolítico y neocorporativo actual, mostrando el límite del progresismo neoliberal no como un problema acotado y técnicamente corregible, sino como un elemento esencial de la relación entre derecho y vida, entre policía y política, entre el Estado como monopolio legítimo de la violencia y la violencia como efecto de la simple exis­tencia de dicho desacuerdo (Villalobos, 2013: 30).

Desde esta perspectiva, entonces, habrá que darse los medios para pensar formas de imaginación que se resistan a ser conjugadas en un orden fundante y soberano. Formas de imaginación heterogénea que no queden sustantivadas en un proyecto o destino. Jacques Rancière, por su parte, propone recuperar, como afirma en El reparto de lo sensible, la potencia de irrealidad, de montaje de palabras e imágenes, para construir con ellas heterotopías más que utopías, para reconfigurar lo perceptible y lo pensable bajo un nuevo régimen de significación que haga posible el diseño polémico de un paisaje otro de lo sensible (cfr. 2009: 52). Escribir imágenes, trazar entrelazamientos complejos de diversos regimenes de expresión sin una relación definida que garantice su eficacia o su interpretación. Proponer una lectura, una lectura polémica que figure y desfigure la historia a la vez. Adoptar en suma, como propone Didi-Huberman (2014: 93), una posición literaria, una posición ética, y estética para batallar en el vasto campo común de conflictos que es la lengua.

Pero quizás allí quede por pensar una sutil diferencia entre un toma de posición ética de la poesía y una política de la poesía, en cuanto al menos en esta poética a diferencia de otras, lo que se disputa es un empaste imaginario político entre violencia-guerra y nación en un intento por proponer un montaje otro de la violencia. Una violencia intransitiva, como aquella que liberan las imágenes heterogéneas en colisión. La violencia de una escritura que toma posición para, al mismo tiempo, exhibir la continuidad de una catástrofe sin excepciones y trabajar con la lengua para desunir las imágenes del horror, para des-figurarlas, para hacer surgir otra imagen de la imagen. Una imagen que deje pasar la presencia espectral de aquello que ha sido borrado de los archivos y que sin embargo nos asedia con su conciencia etérea. Hacer de la escritura una máquina de guerra, para trazar una línea de fuga a la vez de la guerra y de las representaciones soberanas que se la apropian. Trabajar sobre la violencia soberana pero para producir imágenes que fuguen y des-obren el trabajo de esa violencia fácilmente recuperable por el espectáculo o por la razón utilitaria, historicista, económica, jurídica o política.

IV Encuentro. Notas sobre el presente de la imagen (Ana Neuburger y Paula La Rocca)

¿Qué implicancias tiene para la escritura un presente donde el pensamiento de la imagen alcanza y complejiza la dimensión histórica? Las siguientes notas parten de la necesidad de explorar una zona de encrucijada entre tiempo e imagen. Quisiéramos traer un posible recorrido que se despliega desde mediados del siglo XX y que traza una dirección -siempre oblicua- cuyo cruce se define en la fricción del plano temporal con la noción de imagen como articulación central de los procedimientos compositivos en el marco de la estética y la filosofía contemporánea.

Comenzaremos por retomar algunos de los puntos más decisivos de la reflexión de Walter Benjamin sobre la historia. A partir de una búsqueda de nuevos modelos temporales, Benjamin emprende una fuerte crítica al historicismo que dominó la escena del S. XIX: la historia entendida en términos de progreso. Considerando que tal concepción percibe en el curso del tiempo una finalidad determinada –un punto hacia dónde dirigirse– la explicación de los hechos del pasado sólo comprende la lógica de la causalidad. Las tesis que conforman “Sobre la filosofía de la historia” (2002) arremeten principalmente sobre la configuración de una temporalidad homogénea en la que los hechos acontecidos, en tanto continuidad, sirven como comprobación de un fin ya dado. Tal concepción no comprende el movimiento de la historia. Benjamin dará lugar a un pensamiento histórico signado por las interrupciones y discontinuidades.

¿A qué se refiere Didi-Huberman cuando recupera, en términos benjaminianos, un materialismo propiamente histórico? Por un lado, el pasado no puede ser comprendido como hecho objetivo al que el historiador vuelve en afán totalizante, por el otro, la lectura de los hechos acontecidos tampoco puede ser concebida como puro gesto subjetivo. Este singular materialismo comprende un movimiento dialéctico, es decir, respeta la materialidad que guarda esa época a la que se cita al tiempo que asegura que no hay relación con el pasado que no implique un gesto constructivo del presente.

Quizás este sea el gesto que emprende Didi-Huberman en el marco de lo que llama una apertura de la noción de historia. Dotar de cierta plasticidad a la interrogación de la temporalidad que opera en la imagen. Esta apertura se encuentra de igual modo en una reflexión sobre el método –cuestión que atraviesa todo proyecto filosófico-. La pregunta por el modo de abordar el conocimiento de lo histórico cuanto también el de la imagen en Didi-Huberman alcanza la forma de un anacronismo. Implica comprometer a la historia y al arte desde los valores de uso del tiempo. “El anacronismo sería así, en una primera aproximación, el modo temporal de expresar la exuberancia, la complejidad, la sobredeterminación de las imágenes” (Didi-Huberman, 2011: 38). Pone al descubierto que no existe la concordancia entre los tiempos, que no hay pasados y presentes homogéneos. Hay tiempos impuros. Y aún más importante: el método se abre como un espacio de interrogación cada vez que tengan lugar las excepciones en la historia, cada vez que emerja un síntoma, un contra-ritmo, cada vez que irrumpan las latencias de un pasado que no ha caducado.

¿En qué sentido enunciamos que el pasado no es un hecho consumado? El centro de esta idea lo constituye la noción de legibilidad. El pasado guarda la potencia de volverse legible, es decir cognoscible, en el presente. El ahora en Benjamin, en tanto instante crítico, ya “no es pasaje, sino que se mantiene inmóvil sobre el umbral del tiempo” (Agamben, 2007:146). Comprender el presente en términos de tiempo-ahora significa hacer emerger en la historia la noción de una temporalidad interrumpida. En palabras de Federico Galende: “es la dimensión del tiempo retenida en la hendidura” (2009:59). Es el instante en el que las cosas abandonan su curso. Lo que Benjamin expone al interior de la historia –y de la imagen- es el choque de tiempos que remite a una temporalidad discontinua. Un choque que no es vacío, sino que se configura como modo de habitar el entre de las heterogeneidades.

Para acercarnos a ciertos puntos fundamentales de la obra de Walter Benjamin en torno a la noción de imagen, volvemos a la lectura de las tesis. Inicialmente pensamos la que convoca directamente a una imagen plástica, esta es, la tesis IX sobre la filosofía de la historia en la que el Angelus Novus de Paul Klee (1879-1940) forma un pasaje por el cual texto e imagen se implican. De allí retenemos aquello que refiere a la crítica del progreso, su relación con la construcción de la ruina y, además, la latencia de lo alegórico que se sostiene a lo largo del fragmento.

La primera pregunta que surge a partir de esta lectura: ¿qué tipo de conocimiento permite pensar con imágenes? (y, a la vez, ¿qué tipo de conocimiento inaugura un pensar con imágenes?) Quizás aún no se haya puesto especial énfasis al rol fundamental que el pensamiento por imágenes tiene en la obra de W. Benjamin. Tal vez aún no se ha logrado dar con la clave de la imbricación entre imagen y escritura, o entre imagen y conocimiento. El carácter no-suplementario de la imagen tiene todavía que reivindicarse fuertemente frente a aquel pensamiento que insiste en atribuirle una función meramente accesoria, ilustrativa. Eduardo Cadava trabaja este aspecto tan decisivo en la obra de Benjamin al tiempo que poco explorado, el del rastreo de cierto lenguaje fotográfico en la escritura de Benjamin, haciendo foco en las reflexiones sobre la historia. Privilegiando el modo representativo de la tesis –“texto-cristal” en palabras de Didi-Huberman (2015:19)- la lectura sostiene que a la cesura del acontecimiento histórico le corresponde una escritura que acompañe tal movimiento de detención: “La tesis, una fotografía en prosa, nombra una fuerza de suspensión” (Cadava: 2014: 24).

Pero antes de avanzar sobre estas conclusiones deberíamos interrogarnos por cómo pensar la dimensión histórica en su vinculación con la reflexión sobre la imagen. Si Con Didi-Huberman podemos decir “La historia del arte está siempre por recomenzar” (2011:137) es porque, en primera instancia, el pensamiento se encuentra ligado a un modo de acceso anacrónico a los objetos de la historia. Siempre que podamos comprender el origen no como génesis absoluta sino como punto de anclaje de un devenir, podremos pensar cada objeto que emerge –aquí particularmente la imagen- como síntoma de un tiempo pasado que replantea el origen de toda la cadena cronológica. El origen como desplazamiento que nos reenvía a otro lugar. Así, cada objeto superviviente replantearía las relaciones con su pre y su post-historia. He aquí la relación con el motivo del despertar en la obra de Benjamin. La constelación que se compone a partir de la imagen del mecanismo que da lugar al paso entre sueño y vigilia –próxima a consideraciones en términos freudianos– permite pensar que las supervivencias de la historia actúan según la premisa de que habría un saber alojado en dichos objetos y que no se hace presente más que anacrónicamente. El despertar libera, entonces, una posibilidad de legibilidad que no es posible sino a través de la imagen. Benjamin hace del inconsciente un objeto para la historia.

En Ante el tiempo, Didi-Huberman lee la imagen como “centro originario y turbulento del proceso histórico como tal” (2011: 166). Indica, no la imitación de las cosas, sino el lugar de una fractura. No comprende un punto fijo en la historia, no tiene naturaleza propia, más bien la imagen está siempre en movimiento de desterritorialización.

Ahora bien, nos centremos en la potencia crítica de la imagen. En su dominio será fundamental la recuperación de las tensiones en tanto lugares donde se mantienen latentes los conflictos no resueltos. Se hace imprescindible partir desde allí para pensar los pasajes que transitan en dichos mecanismos. La imagen fulgurante es aquella que se hace visible y, en el instante, retorna a lo indiferenciado. Parece casi siquiera haber sucedido. Ese es el mecanismo propio de su capacidad disruptiva. Las imágenes -y sus potencias creativas- cristalizan y corren el riesgo de desaparecer completamente a menos que su presente cargue con la decisión de volverlas legibles por lo menos en parte. La imagen dialéctica, en cuanto imagen que fulgura, presentifica el choque de tiempos que funciona hacia su interior. Libera todas las modalidades temporales para que actúen en simultáneo. Imagen dialéctica es la que proyecta un plus de sentido en la experiencia sensorial. Puente –dirá Didi-Huberman (1997: 111)– entre los sentidos sensoriales (óptico, táctil, visual) y los sentidos semióticos o de significación. Puente entre la sensorialidad y la conmemoración. La imagen siempre es originaria y surge como síntoma. Interrumpe el curso normal de la representación, importuna el presente con sus modos anacrónicos de reaparición. Permite resurgir objetos olvidados, hace visible la convivencia de duraciones temporales múltiples. Pone en shock, manifiesta un conflicto instalado en la inmanencia del devenir.

La crítica de la imagen produce otra imagen (que se reconoce en el presente del que participa para intervenirlo). De este modo, resulta altamente operativa. Las imágenes fulgurantes ingresan en la historia cuando se figuran en el lenguaje. En cuanto torbellinos, revelan y acusan a la estructura de la que parte. No producen formaciones estables sino a la vez: formaciones, transformaciones, deformaciones; y la lengua -tal como afirmó W. Benjamin- es el único lugar desde donde es posible abordarlas. Lo inexpresable de la imagen dialéctica quiebra la totalidad de la apariencia y sobrevive. Su inmovilización corresponde a un momento productivo. Esa imagen que se transforma en cada presente que le habilita una nueva lectura, produce historia a partir de la interpretación crítica de la relación pasado-presente. La conflictividad que trae aparejado el acceso a las imágenes dialécticas guarda una relación especial entre discurso y objeto: “a imágenes sobredeterminadas corresponden saberes sobreinterpretativos” (Didi-Huberman, 2011: 46).

Cuando la imagen aparece como síntoma arroja a la confusión. El proceso que se desencadena es el de una deconstrucción estructural que supone la disociación de aquello que construye en torno de sí. La propuesta que resta tras este desmembramiento tiene que ver con un modo de conocimiento que se inaugura en la comprensión del montaje en cuanto técnica. El montaje hace del no-saber (la imagen turbulenta) su objeto y su lugar de constitución. Construye, a partir de los materiales disponibles (el desecho, el vestigio) una legibilidad por yuxtaposición. Tal como decía Raúl Antelo (2014) la operación de pensamiento que se produce al intervenir y cortar hace ingresar una differance que diluye la ilusión de las esencias. Todos los materiales ingresan en el mismo plano de visibilidad. El montaje difiere de las construcciones epistémicas convencionales al asumir un movimiento que resulta de la interacción de los polirritmos del tiempo en los objetos de la historia. Hace visibles, a su vez, las latencias que se acumulan en el inconsciente de la historia (sus márgenes y desechos) permitiendo ver aquellas recurrencias que no terminan de situarse en el terreno de lo muerto, sino que, cuando aparentemente estaban olvidadas, reingresan al dominio del presente que las redistribuye nuevamente.

El montaje como operación de conocimiento, pone en evidencia las singularidades pensadas desde sus relaciones, desde sus movimientos e intervalos. Si decíamos que el pasado se vuelve legible en el ahora, ese punto crítico no es otro que el momento en que las singularidades aparecen y se articulan dinámicamente unas con otras por montaje. En este sentido, el montaje es una operación de legibilidad. “No se muestra, no se expone más que disponiendo: no las cosas mismas (…) sino sus diferencias, sus choques mutuos, sus confrontaciones, sus conflictos” (Didi-Huberman, 2008: 97). No nos referimos a la creación artificial de una continuidad temporal a partir de planos discontinuos dispuestos en secuencias, sino que montaje es un modo de desplegar visualmente las discontinuidades del tiempo presentes en toda secuencia de la historia. Es por este motivo que cuando hablamos de montaje indefectiblemente problematizamos cierta noción de dialéctica. Visual y temporal. De destrucción y construcción. Una dialéctica que no busca componer una síntesis, más bien da lugar a las contradicciones no resultas. Expone las interrupciones, introduce una diferencia.

La legibilidad de las imágenes acontece en el montaje. Refundar la historia desde la mirada de la temporalidad interrumpida es apostar a un conocimiento por montaje. Hacer emerger en las imágenes de la historia la legibilidad que opera en cada trabajo de montaje. El montaje como “una operación doble –no sintética- de hendidura y de lazo, de separación y de continuidad” (Didi-Huberman, 2015: 129). Así, en la imagen, en el ahora de su cognoscibilidad, tienen lugar todos los tiempos de la historia. Todo presente, dirá Benjamin, se encuentra determinado por las imágenes que en él aparecen. Todo pasado se vuelve legible cuando las singularidades emergen y se articulan entre sí, -por montaje, por un acto de escritura- como imágenes en movimiento.

V Encuentro. Máquinas: hacer, entre la interrupción y el comienzo (Javier Martínez Ramacciotti).

Comencemos con una constatación: los últimos Cuadernos de Lengua y Literatura (Ortiz, 2013; 2014a; 2014b) nos producen un desconcierto, una incomodidad a la voluntad taxonómica. ¿Qué son? En las notas editoriales de los libros aparece inscripto en la colección de “novelas”, aunque el propio Mario Ortiz los ha clasificado como “poesía”, y la crítica no ha dejado de marcar a su vez la pertenencia plural tanto al ensayo, a la enciclopedia, la investigación, la biografía, etc. El desconcierto, sin embargo, no oculta una constatación igual de evidente: ahí hay algo, algo del orden del “hacer”; los Cuadernos hacen algo, producen algo, que no siendo fácilmente identificable con La Literatura- o sus géneros-, sin embargo amplía, recomienza la escritura. Hay que tomarnos en serio ese punto de partida- que es un punto de obturación, de suspensión-: entre los Cuadernos de Ortiz y sus principios de inteligibilidad hay una pausa, un entre, una desacuerdo (Ranciére, 1996) y un malentendido (Ranciére, 2011: 55-75). El interés en adelante será extraer una consecuencia de ese desacuerdo/malentendido, no para anularlo, sino para exhibir las condiciones de posibilidad (el “olvido” de la poiesis) y el montaje de una figura conceptual (máquina) que permita dar cuenta del funcionamiento de los Cuadernos y demás producciones artísticas que se encuentren en similar situación(en ese sentido, Ortiz funciona acá como punto de partida para la elaboración conceptual, ocasión de pensamiento, ejemplo de una Ley que debe inventar y que es extensiva a otra singularidades que entren en cadena).

Como dijimos, los Cuadernos hacen algo aunque ese hacer no sea asequible por las matrices de reconocimiento disponibles; el riesgo es simplemente realizar un pastiche de esas matrices para ir explicando por sumatoria zonas de la escritura y, de ese modo, olvidar ese hacer cuyos contornos son irreconocibles. Entre la legibilidad y la ilegibilidad, parece, no hay nada; pero los Cuadernos no son ni legibles ni ilegibles. Exigen otra legibilidad, u otra cosa que legibilidad. La literatura, el arte, patinan en el vacío de su inocuidad al afrontar este hacer anómalo. ¿Pero no es esa la situación de la literatura, del arte general, frente a una multitud de producciones que sólo son “reconocibles” a expensas del soslayamiento activo de su hacer singular, de la materialidad de su práctica resistente a cualquier Idea? Los Cuadernos parecen, en consonancia con esta sintomatología general, exigirnos un diagnóstico: el agotamiento general de la estética como horizonte de pertenencia e identificación de las producciones artísticas. Exigen, a su vez, la constatación que ahí, en el agotamiento, entre su campo, hay, sin embargo, aún, algo: un hacer. Y exigen, por último, la elaboración de nuevas figuras conceptuales- entre ellas, la máquina- para pensar ese hacer en medio de la clausura estética. O, dicho de otro modo, relevar la poiesis sobre la sobredeterminación estética del hacer artístico.

A los fines de nuestro interés, tanto Agamben (2005) como Cacciari (2000) plantean en sus libros un paisaje en el que a un diagnóstico del “fin del arte/fin de la historia” se lo articula con la necesidad de repensar la poiesis, ya que en su olvido y/o impensamiento se ubicaría el misterio y el enigma de la clausura de occidente, de su crepúsculo. En la estela de la llamada de Nietzsche de un arte de los artistas, de los creadores- a diferencia de un arte para los espectadores-, ambos observan que sólo adjudicándole un rol central a la poiesis, y extendiendo su dominio por medio de ahondar en sus zonas impensadas, es posible una destrucción de la estética, es decir, de aquello mismo que obtura la posibilidad de recomenzar el arte y lo mantiene en su ocaso indefinido. Y por ello mismo permitiría atender a ese dominio del hacer que los principio de inteligibilidad, la esthesis, desatienden en nombre de lo hecho y su reproducción abstracta. Ambos cifran en la poiesis, en el repensamiento de la poiesis y en radicalizarla como modelo de comprensión del arte, ya no un carácter meramente estético(en la línea inaugurada por Kant) sino ontológico/productivo, es decir, el paradigma para pensar el paso, el pasaje, del no-ser a la existencia, de la potencia al acto y a su vez ese paso es un pasaje que se sostiene en cuanto techné, estableciendo una relación- obliterada, forcluida en la tradición-, una presuposición recíproca, una copertenencia entre arte y tecnología. La poiesis es, por lo tanto, paradigma ontológico del hacer como hacer-el-comienzo, e indisolublemente techné, hacer-técnico. La poiesis, el pasaje del no ser a la existencia, debe ser, al mismo tiempo, las condiciones tecnológicas de su posibilidad. En ese sentido, en la línea de Agamben-Cacciari, la posibilidad de un recomienzo de la producción artística- y por ella del hombre y la historia en total- está en repensar la poiesis como paradigma de comprensión del hacer, de la producción. Más contemporáneamente, y en términos análogos, Boris Groys (2014), en su libro Volverse público, sostiene que hay una primacía, al menos desde la modernidad, del "fenómeno estético" y de uno de sus polos, que es el polo del consumidor, cifrada en cristalización conceptual a partir de Kant y su juicio estético. El arte, entonces, se resume, se agota, en su consumo, en su apreciación, a la experiencia estética. Experiencia que es, siguiendo a Kant, desinteresada, ya que su objeto podría no existir, y que Boris Groys agrega que, de hecho, implica estructuralmente que no exista; en otras palabras, su materialidad inmanente, su ser así, su hacer, es prescindible. Esta experiencia estética, justamente, en cierto modo, y pensándolo en el horizonte de Cacciari-Agamben, es una consumación del "producto" artístico en la experiencia estética- la cual lo presupone, performativamente, prescindible- y es esta consumación lo que agotaría el arte, lo haría replicar indefinidamente en la vacancia de un comienzo. Boris Groys afirma que frente a esa perspectiva "estética", que él denomina "hermenéutica"(porque el privilegio está marcado en el intérprete), desde las vanguardias en adelante, se avizora otra línea- y que de hecho sería una línea más antigua, anterior a la estética- y que es la línea de "la poética". Pensar el arte desde la poética sería pensarlo desde la producción, desde el hacer. Pensar, por lo tanto, qué es lo que produce/hace el arte antes de "qué es lo que es el arte".

Insistir en la aproximación a la dimensión poiética del hacer artístico implica, de suyo, una interrupción de la sobredeterminación estético-hermenéutica del fenómeno, y explorar y radicalizar aquello que se exhibe en esa puesta en suspenso. A nuestro parecer, la consideración del arte desde su hacer, desde su producción, desde su techné, nos devuelve una imagen de sí que podríamos pensar como un clivaje fundamental en el intento de construir la idea de "máquina estética". A saber: el arte como artefacto. Hay al menos dos textos que podríamos abordar como ejemplos, como síntomas, en una posible genealogía de la emergencia y olvido del arte como poiesis-techné, y en los cuales el concepto de "artefacto" está plenamente en juego. El arte como artificio (1991: 55-70) de V. Shklovsky y El arte como hecho semiológico (1977: 35-43) de Mukarovsky. En el primer texto, y en consonancia con las experimentaciones de las vanguardias soviéticas, la palabra "artificio" captura un intento, exploratorio y precario, de pensar lo que sería el sustrato material-técnico del arte: el arte no es "expresión", no es un símbolo, es un artificio construido por medio de procedimientos con fines particulares. Sin embargo, y en un una operación a la vez de repetición y torcimiento del texto de Shklovsky, Mukarovsky, al pensar el arte, hace una diferencia entre el "artefacto artístico material" y "el objeto estético"; el "artefacto" es, en esa dicotomía, el sustrato material-técnico que permanece invariable y el "objeto estético" es ese objeto dinámico que se produce en la colisión del artefacto material con la cultura, un horizonte de recepción, etc: en resumen, un objeto experiencia significativo que utiliza al artefacto como su soporte. Esa división interna en la producción artística entre artefacto artístico y objeto estético es una réplica concreta de aquella forclusión de la poiesis que veíamos con Agamben-Cacciari; en efecto, el artefacto se configura como una suerte de X que se nombra para sostener que hay un sustrato material pero lo que se estudia es siempre el objeto estético, ya que en él reside la potencia significante, expresiva (la idea). El artefacto, entonces, como cifra posible de un pensamiento del arte desde su hacer, su producción, su materialidad técnica, se consuma, se agota, en su transmutación estética, es decir, en verse obligado a responder por la pregunta “qué es/qué significa” antes que por “qué hace/cómo lo hace”.

Interrumpir la interrupción estética, entonces, como medio de recomenzar el arte como vocación de porvenir, de inicio, requiere atender a aquello que en medio de su tradición se ha visto una y otra vez atribuido como presupuesto y olvido, a su vez pliegue inactivo en su latencia y reserva de porvenir, de recomienzo. Esto es: el hacer en su radicalidad ontológica, material y tecnológica; aquello que toda estética idealista desatiende más temprano que tarde. Este hacer, por su parte, no existe sino intersticialmente –habita el entre del agotamiento y el comienzo– y se declina pluralmente de acuerdo a los contextos o campos en los que emerja como operador de interrupción de la interrupción y recomienzo. Una de sus figuras, la que nos interesa acá, es “la máquina”.

¿Cómo recuperar la dimensión poética, técnica, artefactual del arte, y que sin embargo no se plantee con ello un nuevo privilegio de un polo sobre el otro, sino el momento operativo previo en el cual, insistiendo en la inversión, se despeje el campo a otra imagen del arte, ni pura poiesis ni pura hermenéutica, o las dos cosas indisolublmente? Ahí surge, a nuestro parecer, la fuerza del concepto de “máquina”, la cual figuro como un operador de exploración y despliegue de las dimensiones productivo-técnicas y expresivas simultáneamente. Desde esta perspectiva, la preocupación se traslada desde una interpelación por la especificidad (lo estético, la literaturiedad) hacia una pragmática experimental. En función del armado de la figura, podríamos marcar al menos dos tradiciones contemporáneas respecto a “la máquina”. Una que podría trazarse desde Furio Jesi hacia Giorgio Agamben, y la otra cifrada particularmente en los trabajos conjuntos de Gilles Deleuze y Félix Guattari.

En su libro Mito (Jesi, 1976) –en el cual se abordan diversas aproximaciones epistemológicas respecto del mito en el intento de despejar una concepción propia– hay un último apartado titulado "Máquina mitológica" en el cual expone de manera más sistemática su concepción de máquina mitológica y cómo la misma le permite trazar una transversal respecto a dos ideas respecto al mito, a saber: entre aquellas que sostiene que el mito es un puro artificio-estructura detrás del cual no hay ninguna realidad sustancial y aquellas que plantean en el mito la expresión de una realidad sustancial tales como arquetipos simbólicos, etc. Jesi exhibe cómo ambas perspectivas enfatizan tanto aquello que es o no es el mito, y tuerce el interés conduciendo la interrogación hacia "la operatividad del mito", es decir, hacia "la máquina mitológica". Lo que nos interesa es cómo la máquina es el nombre de un modelo que se aproxima y presta máxima atención sobre "la modalidad de funcionamiento", los "mecanismos de funcionamiento". ¿Y cuáles serían estos mecanismos, esta modalidad de funcionamiento? Continuando y renovando los avances de Jesi, Agamben utilizará el modelo de la máquina- ya sea pensando la máquina antropológica, la máquina de la infancia, etc- estableciendo de modo más claro aquella modalidad de funcionamiento que la constituye. En primer lugar, la maquina se configura como un dispositivo de captura (producción) de gestos, discursos y conductas, y el establecimiento de su interrelación. A su vez, ese archivo capturado/producido tiende a distribuirse en dos segmentos que se suponen como antagónicos y excluyentes (Animal-Humano, Lengua-Habla, etc), pero al mismo tiempo establece zonas de indiscernibilidad de esas antinomias, zonas en las que las dicotomías y sus elementos se indistinguen. Ahora bien, y éste es el punto más importante en Agamben- y que radicaliza de Jesi-: la máquina en su centro no tiene nada, son "gigantomaquias en torno a un vacío"(Agamben, 2005). ¿Qué quiere decir con eso? El centro de la máquina es insustancial, o dicho de otro modo, la máquina es inesencial: no hay una propiedad que la defina más allá de los mecanismos de su funcionamiento, su operatividad, su hacer. Aproximarse al arte como máquina estética sería, siguiendo a Jesi-Agamben, dar cuenta de sus modalidades, de sus capturas, de sus dicotomías instituidas y sus respectivas zonas de destitución. Pero sería también, partiendo del axioma de que no hay algo así como "no máquina", la prerrogativa de "interrumpir la máquina", es decir, exhibirla/confrontarla a su vacío insustancial, o sea, ponerla en su contingencia; la máquina estética, por lo tanto, se interrumpe a sí misma, es una hacer, podríamos decir, que se destituye inmanentemente, que exhibe sus puntos de des-sutura, de desobra: un entre la no-obra y la obra, un hacer con una soberanía en suspenso (Villalobos-Ruminott, 2013).

La segunda línea de pensamiento, cristalizada en las reflexiones de Deleuze y Guattari, nos ofrecen al menos dos figuras o imágenes de la máquina que son útiles a los fines de ir precisando los alcances conceptuales y operativos del término (el cual puede alternarse, con funciones análogas o no, según el campo de aplicación, con otros dos términos: dispositivo y agenciamiento): máquina deseante (Deleuze-Guattari, 1998) y máquina de guerra (Deleuze-Guattari, 2004: 359-433). La máquina deseante les posibilita pensar y problematizar una cierta relación entre deseo y política, en reacción tanto al freudo-marxismo a lo Marcuse cuanto a la concepción de deseo-falta de Lacan; la máquina deseante enfatiza una "artificialidad" del deseo y su paradigma es la fábrica, es decir, no la representación teatral-fantasmática de una falta sino producción, producción de un real. Esta máquina fabril, artificial, del deseo produce en función de una relación con las codificaciones sociales que no se configura como antagónica sino que delinea un modo singular de relación: corte de algún flujo y acoplamiento. De este modo, la máquina deseante produce un "objeto de deseo" que no le falta ni es reprimido por lo social sino que extrae de ahí, de sus codificaciones, adjudicándole una intensidad, una novedad, una línea de fuga en función de sus imprevistos acoplamientos con otros segmentos de flujos y códigos. En resumen, a la máquina deseante no le falta nada, produce relaciones con el archivo de lo social por medio de una selección y articulación de esas heterogeneidades que "corta", y aquello que produce nunca conforma una "totalidad" y está siempre inminentemente a desarreglarse en función de otros acoplamientos. El problema de la máquina deseante no es, por lo tanto, "qué quiere/qué es" sino el de una táctica, una pragmática experimental: saber construir los procedimientos, entre los engranajes de las codificaciones y lo común, para experimentar nuevamente, más y mejor, cada vez. Es por ello que una máquina deseante es, también, una máquina de guerra, un litigio insistente y siempre recomenzado de fugarse de toda captura, de todo aparato de captura. En efecto, aquello que nos interesa de la máquina de guerra es la relación que establece con los aparatos de captura- la exterioridad-, la lógica que requiere esa relación y lo que termina produciendo una máquina de guerra. La hipótesis de la exterioridad de la máquina de guerra respecto al aparato de captura no alude a un "afuera intocado" que sería interiorizado dialécticamente por un adentro- El Estado-, sino que apunta a la figuración de un modo singular de relación: la máquina de guerra es el conjunto de los procedimientos de exteriorización, de desterritorialización, de los aparatos de captura, es decir, es el agenciamiento de los diversos puntos de fuga que los radicaliza haciendo fugar, en su acción, al aparato de captura mismo. Es exterior porque es inapropiable pero a su vez máquina de guerra y aparato de captura constituyen un ensamblaje que no se puede fracturar. Son inescindibles. Las máquinas, por lo tanto, son de guerra no porque tengan como objetivo la guerra sino porque, al no poder institucionalizarse del todo, las únicos efectos que tenemos de ellas son las huellas negativas que dejan en la historia: la máquina de guerra no sucede en la historia- pero tampoco más allá- sino que le sucede a la historia. ¿Y cómo (le) sucede? Generando un "delirio histórico-mundial", es decir, produciendo un nuevo espacio-tiempo fuera de surco, transversal a la cuadrícula que asigna lugares, roles y tiempos a los eventos. En resumen, las máquinas, en tanto máquinas de guerra, sostienen una relación de exterioridad con los aparatos de captura (El Estado, La Lengua, La Literatura: lo que bloquea el recomienzo, el hacer de nuevo como nuevo) que los pone en fuga trazando una transversal delirante en sus cuadrículas y, en la vacancia efectuada por ese desarreglo, produce un espacio-tiempo inédito.

Retomando, la figura de máquina como paradigma de aproximación a las producciones del arte posibilita exhibir en primer plano varias dimensiones que caso contrario pasarían desapercibidas, y a su vez les adjudica una articulación, un plano de consistencia: inescencialidad; carácter operativo; artefactualidad; su materialidad técnica es su expresión; operador de acoplamiento de series y elementos heterogéneos y principio de su consistencia; se realiza como táctica, vector de desterritorialización de los aparatos y ocupación de espacios-tiempos en sus transversales

Pensar a los Cuadernos como máquina, por lo tanto, implicaría desatender la pregunta por su pertenencia, acentuar su operatividad y campo de maniobras, los procedimientos de selección y acople que efectúa con el archivo disponible de lo común y exhibir el carácter táctico de esos movimientos, la politicidad de sus transversales y el espacio-tiempo que pone a disposición. Sería, en conclusión, habitar y habilitar su hacer y su desacuerdo con los principios de inteligibilidad, no para cancelarlo sino para agudizarlo. Porque las máquinas, a fin de cuentas, no son nada sino un plan de salida a toda captura; y quizá el hacer de Los Cuadernos de Lengua y Literatura sea el procedimiento maquínico, puesto a funcionar cada vez, para salir del agotamiento de La Lengua y La Literatura, por y en medio de La Lengua y La Literatura, hacia un recomienzo de otra Lengua y otra Literatura. ¿O hacia otra cosa que Lengua y Literatura? Acá la máquina se detiene… (pero las máquinas sólo se detienen para mejor reiniciarse).

VI Encuentro. Materialismo fantasmático o más allá del combate realismo-idealismo (Belisario Zalazar) .

El desafío es replantear una ontología que dé cuenta de la existencia de los objetos que constituyen el mundo material, el cual tiene entre sus entes al ser humano, cuya distinción con respecto a sus pares objetuales es la intensidad con la cual se sumerge en el mar de lo sensible, pudiendo no solo recibir las imágenes (Coccia, 2011) que dan vida al rumor colorido del mundo, sino producirlas poéticamente a través de potencias como la imaginación. Una antropología de lo sensible que nos permita vislumbrar el comercio que como animales inmersos en lo abierto mantenemos con las imágenes –la especie intencional de la que hablaban los filósofos medievales interpretando a Aristóteles- , de modo que los fantasmas de la materia son los responsables de la apertura de un mundo tal como lo pensara Heidegger por ejemplo. “Una intención [lo fantasmático diremos nosotros] es una astilla de objetualidad incrustada en el sujeto, a la inversa, esta expresa al sujeto en tanto proyectado hacia el objeto y la realidad exterior, no psíquica” (Coccia, 2011: 17). La disputa entre realismo e idealismo halla aquí una respuesta a las aporías entre la postulación, por un lado de una realidad objetiva a la que se acerca el sujeto cognoscente libre de prejuicios –formados por capas sedimentadas en las que confluyen el lenguaje coagulando sentidos a través de luchas por la significación, emociones y percepciones subjetivas, etc.– haciendo corresponder, o bien adecuar las palabras y las cosas, y por otro a la manera kantiana –herida abierta por Descartes y mal cosida por el hilo de su idea de Dios en El discurso del método– encerrando el mundo externo en la Razón pura de un Sujeto transcendental que con sus formas de tiempo y espacio y con sus categorías posibilitan el terreno firme por el que transitan los sujetos contingentes. Entre el objeto real, la Cosa, la materialidad muda dirán algunos, y el sujeto cognoscente, la percepción, los sentidos están los fenómenos, modo de ser del todo ente por el que deviene sensible, perceptible, imaginable, comunicable. “La física de lo sensible (…) no puede coincidir con la psicología, a la que precede y funda, pero tampoco puede reducirse a la ciencia de las cosas” (Coccia, 2011: 23). Ese entre es un lugar, un espacio ubicado más acá del sujeto y más allá del objeto, un espaciamiento que genera las imágenes que alimentan la vida de todo cuerpo animado, un medio fantasmático, no un vacío, ni una materialidad llena que imposibilitaría la acogida de aquello que ha salido fuera de sí para encontrar un abrazo donde morar, habitar pero aportando su existencia a su vez como materia para forjar un mundo en común.

Y que es el lenguaje humano, el repertorio multiforme de los nombres, o que son la imaginación y la memoria sino figuras que encarnan ese medio generador y receptor de fantasmas, imágenes, fenómenos, huellas que no son sino la forma que encuentra la materia muda de expresarse. Existe una fuerza que empuja a los objetos a comunicarse entre sí, a afectarse mutuamente, una potencia capaz de hacerlos trascenderse a sí mismo en el sentido de ocupar un espacio que les es originariamente ajeno. El objeto rompe la costra material y el alma contemplativa abandona su ascesis material, y ambos por un azar del destino que adviene sin previo aviso o providencia que lo justifique o funde, se encuentran en una esfera extranjera. Nace así la imagen, el fantasma en la sonoridad de los nombres, en el cuenco de la memoria, en las fantasías de la imaginación, nacen mundos a través de un vuelo compartido que aunque efímero no es banal ni catastrófico. Retomando la pintura exhumada por Sloterdijk en “Los aliados o: La comuna exhalada” que sirve de introducción a su Esferas I decimos para ilustrar estas aproximaciones a una ontología material fantas(m)eada:

La pompa de jabón se convierte para su creador en médium de una sorprendente expansión anímica. Juntos existen la burbuja y su exhalador en un campo desplegado por la simpatía de la atención. El niño que sigue su pompa de jabón en el espacio abierto no es un sujeto cartesiano que permanezca en su punto sin dimensión de pensamiento mientras observa un objeto con dimensión en su camino a través del espacio. (…) Todo él, ojo y atención, el rostro del niño se abre al espacio enfrente. Así, imperceptiblemente, mientras está ocupado en su feliz pasatiempo, surge en el jugador una evidencia que más tarde perderá bajo el influjo de los esfuerzos escolares: que, a su manera, el espíritu mismo está en el espacio. ¿O habría que decir mejor que lo que en otro tiempo se llamó espíritu significaba desde un principio comunidades espaciales aladas? (Sloterdijk, 2003: 28-29)

El espacio intermedial no es otra cosa que esferas –burbujas, globos y espumas según la filosofía psico-histórica de Sloterdijk– en las que se producen los choques de seres exógenos que abren y producen la permanencia de mundos co-habitados. Si es cierto que desde la época Moderna el ser humano ha venido experimentando oleadas de frío cósmico que vienen a corroborar un exterior que no le concierne, que el caos esencial que reina en el cosmos material es a-humano, no menos cierto es que las posibilidades de rebatir la mudez e indiferencia del universo transfinito residen en las capacidades para fantasear mundos a partir de las imágenes, de lo sensible. Si la destrucción gobierna la insignificancia del exterior visible, podemos pensar que a la melancolía paralizante, al tedio y la acidia que nace de la conciencia del carácter perecedero de lo bello, de todo intento por habitar el Caos, los releva la tristeza del lenguaje abierto al desierto de la inesencialidad de las cosas, de su mudez inapresable e incognoscible, pero cuya esperanza radica en la conciencia del fracaso de la representación, que sabe que no hay nada por perder porque nunca hubo Paraíso perdido, y por lo tanto la ruina deja de ser sello simbólico de un tiempo sepultado para transfigurarse en alegoría benjaminiana con potencial crítico y emancipador de la historia.

La libertad del lenguaje nace de la marca de su orfandad. (…) Precariedad es entonces la de la ‘cosa-en-si’ en la fiesta de la imagen y la del silencio de la naturaleza en el skandalon de los nombres. (…) La tristeza de las cosas presentándose a través del fenómeno o resonando como un eco lejano en la retahilla de los nombres implica la precariedad de nuestras imágenes y palabras, pero ese reflejo al infinito de lo triste en lo precario marca la caída de lo simbólico como inicio mismo de la promesa. De manera que ninguna lengua puede lamentar la caída de la referencialidad simbólica sin, por ese mismo acto, celebrar cierta promesa mesiánica. (…) Es decir que la precariedad de nuestra lengua consiste ya en su mesianidad (Galende; 2005: 100).

La pregunta pre-ocupada por el espacio, por los modos en que se construyen las esferas que cierran parcialmente las heladas del espacio infinito ajustando comunidades precarias, a su vez atenta a la historia del camino transitado por el homo ludens, una de cuyas faces es la destrucción del entorno, y de los pares bípedos en la lucha de poder por imponer qué invernadero custodia la verdad ya no del ser sino de la comuna existente, probable o posible, esa pregunta no es otra que el interrogante por cómo habitar el dónde de la mejor manera. Unas veces las técnicas elegidas intentan desactivar la entropía, suspendiendo la destrucción. Sin embargo, otras tantas a lo largo de la historia aceleran la destrucción y activan la catástrofe, ya no es la naturaleza pre-humana la que avanza hacia la muerte, sino que son las mismas esferas las que causan el daño al interior y exterior de ellas mismas, aniquilando vidas, borrando memorias, enterrando pesados y cancelando futuros. Ante las huellas del dolor, frente a experiencias traumáticas que buscan el olvido ya sea por omisión o presiones ejercidas por políticas que atraviesan el tiempo de una sociedad surgen complejas máquinas imaginales aparecidas para salvar ese pasado del olvido, tanto como para devolverlo al espacio fantasmático de un futuro posible emancipador, cancelado por tecnologías de violencia disfrazadas con máscaras de progreso, bienestar y desarrollo. A la marcha homogénea de la historia máquinas como el arte, y entre ellas contamos como ejemplos la literatura de Winfried George Sebald, o la filmografía de Andrei Tarkovski, suspenden el tiempo para centrarse en las ruinas que yacen ante un cuerpo incapaz de abrirse a esos fantasmas.

Esos restos supervivientes de una catástrofe accionada por mano propia, interpelan al caminante memorioso en Los anillos de Saturno, así como invaden los lugares del sueño, la memoria y las vivencias de los sujetos tarkovskianos. Las imágenes, los relatos son medios (Coccia, 2011; Sloterdijk, 2003) donde las ausencias que pueblan el presente se refugian para hablarnos desde su mudez, desde la imposibilidad material para testimoniar su tiempo. Fantas(m)ear la memoria quiere decir documentar el daño a la vez que se traza esa memoria en colaboración con la imaginación, pues lo que no está no puede desandar la muerte. Es un acto de resistencia donde la fantasía atiende al detalle dándole un espesor y una plenitud nueva, dislocando el presente que ahora como Hamlet mira a la calavera, le abre un espacio y se entrega a su mirada. Un interés, una atención que, como el niño juguetón de Sloterdijk, sale de sí mismo, de su confort para habitar el umbral de los fantasmas, cuya topografía oscila entre los extremos de la sensación de protección y el miedo. El horror de la masacre hace explotar el espacio esférico del presente tranquilizador, pero allí se filtra otra esfera mucho más compleja, asolada por una atmosfera melancólica. Dice Sebald:

La melancolía, el reflexionar sobre la infelicidad existente, no tiene nada en común, sin embargo, con el ansia de muerte. Es una forma de resistencia. Y, a nivel artístico, su función es por completo distinta de la simplemente reactiva o reaccionaria. La descripción de la infelicidad incluye en si la posibilidad de su superación. (Sebald, 2005. 12-13).

Materialismo espectral o fantasmático que aúna ausencias, presencias y posibilidades, un virtual mesiánico podemos pensar con Walter Benjamin. La historia natural, repleta de ruinas que gozaron alguna vez de un significado para los hombres pero que ahora tienden a adquirir un aspecto de mudez, a perder su lugar y su significación se presentan al ojo atento, melancólico como un enigma. Como dijimos anteriormente, nace así la alegoría como espacio de lucha por esa significación. Acuden los fantasmas y pugnan por resonar más acá de su ausencia, por entrar en la esfera ampliada del presente que imagina y sueña su futuro. “Una décima de segundo, pienso a menudo, y se ha acabado toda una época” (Sebald, 2002: 39).

No sólo es que se ha acabado una época, la Tierra misma en tanto lugar desaparecerá irreparablemente. Mientras, algunos escudriñamos la intemperie en busca de figuras que nos cobijen, no sin antes insistir en estar a la escucha de la lengua de esa Tierra cuyos ruidos y sonidos no lograremos inteligir por la vía de nuestro lenguaje. En ese punto dejamos de hacer hablar a las cosas, y lo que parecía exterioridad insignificante y brutal del sinsentido, comienza a hablar desde su silencio conceptual. Las formas del paisaje “salvaje” se convierten ellas mismas en palabras, en espacios pintados, pintados por el cedazo del tiempo que sopla sus colores sobre las rocas, los arboles, los edificios y calles de las ciudades modernas. Con respecto a esto, nos pregunta José Luis Pardo:

¿No podría ser concebible que, del mismo modo que ha sucedido con la lengua humana-histórica, la tierra misma se hubiese formado un lenguaje, a través de su propia historia, marcado por los acontecimientos y las fuerzas cruciales de sus tiempos que han contribuido a formar sus reglas geodinámicas y geomecánicas, una especie de relato-código de las formas de los primeros tiempos y que yace ante nosotros en forma del paisaje? (…) La idea de concebir el lenguaje como espacio se complementa en seguida con la idea de concebir el espacio como lenguaje (Pardo, 1991: 33-34).

Precisamente allí, en ese umbral viene a tomar su papel activo la fantasía, la imaginación mnémica, capaz de oír esa historia inhumana, superando el vértigo del universo abismal. Los Espacios son nuevamente esa piel que se pliega a nuestro cuerpo y nos empapa, afectándonos, con el placer, a veces doloroso, de una experiencia. Experiencia que nos pinta a nosotros, y no al revés como quisieron hacernos creer un Descartes o un Kant. Son las cosas, su potencial ek-stasis en un medio -entre ellos el lenguaje, la literatura, o la pintura- las que nos dan vida, las que nos producen. A esa geo-grafía, el homo ludens responde con la inscripción en la Tierra de sus signos creados, arando la tierra, descubriendo los frutos que ella guarda en su vientre, horadando las rocas para levantar hogares, trazando senderos de alquitrán e iluminando la noche con luciérnagas de vidrio incandescente: geo-poética. Geo-poética que en su descripción del espacio quiere habitarlo, instalarse en su seno, pero para ello debe abandonar la voluntad de dominio y control sobre ese entorno en donde todo es, para herir, hendir la Tierra inventando otros espacios pero sin destruir, dañar en lo posible esos Espacios que debemos escuchar. Pues sin ellos simplemente no podemos ser. Antes de seguir alimentando el espíritu del progreso y la modernización, quizás debamos demorarnos, aprender a darnos el tiempo para habitar las ruinas, exhumar los fantasmas que nos abrieron rumbos que fueron arrancados por la violencia y el terror, o bien por el simple hecho de que lo nuevo por lo nuevo mismo los empujó al descampado de los desechos. Esas “cosas viejas” se hacen notables, irrumpen, se trata de un aparecido que atormenta al urbano moderno, a la civilización tecnócrata occidental. Población heterogénea y barroca, sin embargo, mediante políticas públicas que acompañan ciertas maneras de entender la memoria histórica que borra el sufrimiento y la masacre para expiar las culpas y alejar el “mal del mundo” de la conciencia burguesa, las ruinas acumuladas por la historia que vigila la mirada del ángel melancólico de Benjamin son restauradas, maquilladas, embellecidas.

Los objetos así ennoblecidos ven que se les reconoce un sitio o una especie de seguridad en la vida, pero, como todo agregado, mediante una conformación de la ley de la rehabilitación. Se los moderniza. Esas historias corrompidas por el tiempo o salvajes, llegadas de quién sabe dónde, son educadas en el presente (De Certeau, 1999: 139).

Entre la política del patrimonio que museifica los espacios y objetos separándolos del uso cotidiano y profano, y el mercado que comercializa todo aquello urge pensar una poética de la memoria que fantasee usos más allá de un fin, medios sin fin diría Agamben. El patrimonio piensa Michel De Certeau no son sino todas las “artes de hacer” desplegadas por los habitantes o usuarios anónimos, colectivos que tienen sus estéticas expuestas en las calles a través del graffiti, o la ocupación de espacios deshabitaos para el ojo fiscal regido por la norma de los impuestos, mil maneras de vestirse, deambular hablar que escapan a la lógica plana del mercado. Esos poetas anónimos crean esferas aladas, comunidades variopintas que suspenden, ponen freno a la marcha lineal de la historia.

Las máquinas que hemos inventado tienen, al igual que nuestro cuerpo y nuestra nostalgia, un corazón que se consume con lentitud. Toda la civilización de la humanidad, desde sus comienzos, no ha sido más que un ascua que con el paso de las horas se torna más intensa, y de la que nadie sabe hasta qué punto se va a avivar o cuándo se va a extinguir. Por lo pronto nuestras ciudades siguen alumbrando, aún continúan propagando fuego en derredor (Sebald, 2002: 182).

VII Encuentro. Palpitar bajo la montaña, tocar-se (el) corazón. Exposiciones entre cuerpo y sentido en la poesía de José Watanabe (Anuar Cichero)

Podemos reconocer, en la escritura poética de José Watanabe, un gesto que nos entrega a un doble movimiento. Primero, nos acerca el mundo a los sentidos con una precisión que lo vuelve un tanto más posible. Pareciera que, por un momento, pudiéramos tocar, oler, escuchar, degustar, ver un poco mejor la materia sensible de las cosas. Luego, la escritura nos aleja del mundo hasta su fin (¿será acaso un fin del mundo ser sentido ?). Esas partículas que percibimos vuelven a desvanecerse en la interrupción del sentido –y de toda significación– que es sentir/decir que se siente. Watanabe (2008: 228) describe con tanto detalle como con desazón las formas que dibuja un bloque de hielo cuando se derrite por efecto del calor en “El guardían del hielo”; recorre y acaricia con precisión milimétrica el torso desnudo de su mujer en “El baño” (2008: 203), al punto tal de poder intercambiar un cuerpo por otro; siente, en el olor a transpiración de su madre, el punto más sensible de la ternura materna en “Desagravio (I.M.)” (2008: 207). En definitiva, los casos anteriores podrían hacer las veces de mínimos ejemplos para sostener la observación de que, en la poesía de Watanabe, particularmente, en Cosas del cuerpo (1998), el mundo se experimenta por medio de una estrecha vinculación entre el cuerpo y los sentidos; esto es, las experiencias sensoriales (tacto, vista, gusto, olfato y oído). Como indica el crítico peruano Fernández Cozman respecto del libro mencionado, en los poemas el conocimiento se produce por medio de “impresiones sensoriales” y “experiencias corporales” que le permiten a la voz poética relacionarse con el mundo circundante (cf. Fernández Cozman, 2011: 179). Un cuerpo, podríamos afirmar, se escribe así: expuesto en el mundo. Así expresada, la afirmación anterior es insuficiente; precisamos expandirla, extenderla, pensando el cuerpo como corpus. Ni logos ni signo, sino: cartografía, colección, reparto de lugares y aperturas, zonas umbrales por las cuales el cuerpo siente. Los siguientes apuntes de clase serán nuestro paso por dicha región, una entrada –una mínima colección de entradas– al corpus de los sentidos.

Convocamos al pensador francés Jean-Luc Nancy (2002, 2003a, 2003b, 2006, 2007) para referirnos al corpus que aquí hace falta. No se trata de una enumeración empírica de partes del cuerpo o maneras de sentir, si no, al decir de Nancy, de una extensión, un espaciamiento del cuerpo que, partes extra partes, va dejando marcas, “señales desperdigadas” que nosotros, como visitantes –en este caso, lectores-visitantes–, tendremos que ir recogiendo en nuestro recorrido irregular por el país del cuerpo (Nancy, 2003a: 45). La noción de sentido, de la cual Nancy se ocupa largamente en varios de sus textos, puede resultarnos sumamente esquiva si nuestra intención es realizar una captura de sentido del ‘sentido’. Pareciera ser que su especificidad consiste, justamente, en la no-especificidad, en sustraerse a una fijación semántica, y por ello “el sentido de la palabra 'sentido' atraviesa los cinco sentidos, el sentido direccional, el sentido común, el sentido semántico, el sentido oracular, el sentimiento, el sentido moral, el sentido práctico, el sentido estético, hasta aquello que hace que sean todos estos sentidos y todos estos sentidos de 'sentido'” (Nancy, 2003b: 19). Por tal motivo, hacemos foco en el aspecto sensible, que comprende la experiencia sensorial en sus distintas variantes, y, en particular, lo que viene al sentido en primera instancia. Ahora bien, según Nancy, de todos los sentidos, el más inmediato es el tacto. Derrida recupera esta idea cuando se refiere a la jerarquía que establecía Kant en relación a la perspectiva pragmática de los sentidos: “de los sentidos externos, el tacto es el más importante o el más serio ( der wichtigste), en la medida en que es el único sentido de la percepción exterior inmediata y, por lo tanto, el que nos aporta la mayor certeza” (Derrida, 2011: 72). Esta clasificación jerárquica nos brinda la posibilidad de pensar los demás sentidos desde la “percepción exterior inmediata” del tacto. Así, para un corpus de poemas, pensamos un corpus de sentidos. Derrida nos indica que el sitio específico del tacto es la punta de los dedos; más precisamente, las terminaciones nerviosas que allí se encuentran. Ese sería, por así decirlo, un punto común entre cuerpo y sentido. Análogamente, los demás sentidos poseen, a su vez, sus respectivos lugares. De tal manera, se despliega ante nosotros un corpus de lugares limítrofes y fronterizos, extremos, bordes y aberturas.

El segundo aspecto que tendremos en cuenta, en relación al sentido , es aquel que lo considera como dirección, más precisamente, como refiere Nancy en El sentido del mundo (cf. 2003b: 69): a la orientación del mundo (hacia dónde marcha, que es una manera de decir hacia dónde marchamos con/en él) y a las articulaciones de singularidades que adquieren significación dentro de sus confines (qué hace sentido). Nancy (2003b:69) entiende esta noción como reparto del ex, es decir, aquello que está extendido por el mundo y que además remite tanto a sí mismo como a un fuera de sí. Ahora bien, para preguntarnos por el ‘sentido' del mundo, precisamos estar tanto en el mundo como en el sentido. Ya que el mundo es, para Nancy (2003b: 70), un mundo de sentido expuesto. De modo análogo, para referirnos al cuerpo podemos recurrir, con Nancy, a la exposición como figura del entre: ambivalencia e indecisión, entradas y salidas, pas(e)o fronterizo entre el cuerpo y el alma. Sea que asociemos, por un lado, el alma con el sentir, la emoción y/o el pensamiento, y la extensión con el cuerpo, por otro, encontramos que, según la reflexión nanciana, no se establecen jerarquías respecto de una entidad sobre la otra. Aun siendo cosas distintas, se experimentan en la exposición: en el toque entre la emoción del alma y la extensión del cuerpo (cfr. Nancy, 2003a: 48). Sin embargo, no accedemos de manera cognitiva a dicha exposición, si no que la experimentamos. Estar ex-puesto / habitar el entre: tocar el mundo de manera indistinta con el pensamiento y con el cuerpo.

¿Qué del cuerpo siente / cómo siente el cuerpo en la poesía de Watanabe? Esa pregunta abierta, lanzada hacia la atmósfera, arrojaría una multitud de respuestas y nuevos interrogantes. Podríamos catalogar cada porción del cuerpo como una partícula sintiente, cada movimiento del alma como una modalidad diferente del sentir. Pero nos habíamos propuesto hacer un corpus de los sentidos; de esa multitud de posibles, ocupémonos en estas notas de dos modos que están íntimamente ligados: tocar y palpitar, y de una exposición del cuerpo: el corazón. La propuesta, entonces, consiste en pensar dichas nociones con los poemas “Animal de invierno” y “La convicción”

ANIMAL DE INVIERNO

Otra vez es tiempo de ir a la montaña

A buscar una cueva para hibernar.

Voy sin mentirme: la montaña no es madre, sus cuevas

son como huevos vacíos donde recojo mi carne

y olvido.

Nuevamente veré en las faldas del macizo

vetas minerales como nervios petrificados, tal vez

en tiempos remotos fueron recorridos

por escalofríos de criatura viva.

Hoy, después de millones de años, la montaña

está fuera del tiempo, y no sabe

cómo es nuestra vida

ni cómo acaba.

Allí está, hermosa e inocente entre la neblina, y yo entro

en su perfecta indiferencia

y me ovillo entregado a la idea de ser de otra sustancia.

He venido por enésima vez a fingir mi resurrección.

En este mundo pétreo

nadie se alegrará con mi despertar. Estaré yo solo

y me tocaré

Y si mi cuerpo sigue siendo la parte blanda de la montaña

Sabré

Que aún no soy la montaña (Watanabe, 2008: 199).

El primer verso nos marca el ritmo cíclico del tiempo en el poema: el recorrido del sol se detiene en el solsticio de invierno. A la manera del kigo en un haiku, la primera estrofa nos ubica en el invierno, en uno de tantos. Como el movimiento cíclico del sol que va determinando las estaciones, el invierno le indica al animal que otra vez “es tiempo” de regresar a la montaña en busca de un sitio donde hibernar. Los versos siguientes nos remiten a Nancy: “Voy sin mentirme: la montaña no es madre…”. El macizo aparece expuesto como si tuviese un cuerpo animal: faldas, nervios, huevos vacíos donde es posible ovillarse. No es una madre, pero lo parece. A pesar de ello/ella, no es factible engañarse. En el calor de las cuevas, quizás un vientre de piedra, no hay posibilidad de origen porque esa extensión no es animal. No obstante, la imagen de la caverna sí nos envía a un espaciamiento de esa índole: la apertura de la boca. Esas cuevas podrían ser una boca que se abre para besar, para succionar el pecho materno o para pronunciar por primera vez: ego sum. En ese espaciamiento, a partir de la separación que se extiende entre el pecho y la boca, está la morada del hombre, el seno donde descansa el animal: “Pero el hombre es eso que se espacia y que quizá jamás permanece en otro lugar que en ese espaciamiento, en la arrealidad [aréalité] de su boca” (Nancy, citado por Derrida, 2011: 44). Allí un cuerpo duerme, hiberna y vuelve a despertar ¿Durante cuántas edades el animal habrá regresado a las cuevas para dormir y luego fingir su “resurrección”? Enésimas. Desde los huevos vacíos, el animal renace. La montaña mira desde ese sitial de indiferencia y parece intocable, permanece fuera de nuestro tiempo: ese que comenzó con el origen del universo y que se extinguirá el día que éste colapse –si esas teorías resultan ciertas. Pero, de ese tiempo de la ciencia, también está fuera la montaña, porque, como todos nuestros tiempos decibles, pertenece al lenguaje. Por eso, en el corazón de la montaña, así como en el corazón de las cosas, no hay lenguaje (Cfr. Nancy, 2002: 166). La montaña habla un idioma extraño en ese núcleo de no-lenguaje al cual no podemos acceder: “un idioma extraño de las cosas. Idioma en tanto que lengua reservada de la cosa en general, pero puesto que ésta no existe, idioma absolutamente singular de cada cosa” (Nancy, 2002: 167). Es interesante prestar atención al tiempo verbal en el cual se enuncia el toque: “me tocaré”. Mientras tanto, perdura la con-fusión entre el tocarse del animal y la piedra. Tocar implica una indecisión entre el que toca y lo que [él] toca, entre tocar y dejarse tocar. Si él, efectivamente, despierta y es lo blando de la montaña, entonces será un corazón que late bajo la roca. Esa acción cíclica es similar a los movimientos de sístole y diástole que realiza un corazón. En el interior de la montaña, un corazón animal bombea sangre “de criatura viva”. Pero volvamos al gesto del toque: es como tocar el pecho de otro para sentir su corazón; también, tocar el pecho propio. Nos auscultamos para comprobar si somos lo vivo o lo pétreo. Al pensar la exposición del cuerpo en “Animal de invierno”, advertimos que ésta se experimenta en el umbral que la cueva representa: ese espaciamiento limítrofe entre el adentro de la cueva y el afuera del cuerpo también es una zona fronteriza de la lengua, porque esa experiencia límite, que el cuerpo expresa, nos ubica ante el idioma extraño de las cosas. En ese sitio, el animal se toca; pero, allí, tocarse el cuerpo es tocarse (el) corazón: “tocar es, de todas maneras, tocar en el corazón, pero en el corazón en cuanto es siempre el corazón del otro” (Derrida, 2011: 387).

Por último, incorporamos a nuestra reflexión la lectura crítica del poema “La convicción” que, como indicamos, analizaremos desde la perspectiva del palpitar.

LA CONVICCIÓN

De pronto te sobrecoge

una convicción manuscrita

sobre una lápida con revoque de yeso:

Resucitaré.

Dice que resucitará. Es mujer, es mujer airada.

Ay gentes de Huanchaco, ¿cuándo fue

que su brazo

salió, giró en el aire nuestro y escribió en el yeso

esta amenaza?

¿Quién la ofendió? ¿O se fue

levantando su indignado dedo contra todos nosotros?

Dios, en este lugar los muertos te libran de la promesa:

fue alentador creer que volverían,

mas ya no les importa, están resignados

a sus huesos

que sólo quieren cuidar de la desnudez del aire.

Aquí lo único vivo

es la humana voluntad de la muerta

que palpita

y viaja por todas las materias trayendo su cólera

de mujer, y toma

su cráneo y sus huesos como oscuras piedras

de lanzar. Porque inexorablemente, puntualmente

resucitará (Watanabe, 2008: 235).

En primera instancia advertimos la presencia del sentido de la vista: el yo lee “Resucitaré” en la lápida de una tumba. Es evidente que podríamos referirnos a ese sentido. No obstante, nos ocupamos de(l) palpitar. Porque leemos que un cuerpo, o lo que queda de un cuerpo, palpita. Así, es factible vincular las modos de tocar y palpitar en estos dos poemas considerando la exposición del cuerpo como articulación. En ambos textos, el cuerpo se experimenta como la iteración de los sucesivos movimientos de sístole y diástole de un corazón; es la latencia subterránea de una emoción en espera de manifestarse. Bajo la montaña o bajo la tierra, un cuerpo o lo que queda de un cuerpo, palpita en el entre. Porque no estamos del todo seguros: ¿son los huesos de la difunta todavía un cuerpo o ya son cosas cuyo idioma, como afirma Nancy, nos resulta extraño?; cuando se toca el animal, ¿es materia viva o inerte? Para los dos casos el cuerpo es, en términos de Nancy (2007: 46), extensión emocionante y emoción extensa; es decir, se experimenta como exposición. Aunque lo más probable es que no hayamos salido airosos de la aventura que fue preguntarnos qué de un cuerpo siente y cómo lo hace nos encontramos con que algo se dice: el “animal de invierno” anuncia su eterno retorno a la montaña, un brazo imaginario nos advierte: “Resucitaré”.

VIII Encuentro. La experiencia poética del júbilo: tres aproximaciones al trance entre vida y muerte en la escritura de Jaime Saenz (Sofía Benmergui) .

Jaime Saenz (La Paz 1921-1986) tiene una vasta obra publicada en la que podemos encontrar obras de teatro, ensayos, poesías, novelas, relatos breves, etc. Algunos de los títulos a los que aludiremos aquí, son:Felipe Delgado (1979), Brukner (1978),Las tinieblas (1978), Recorrer esta distancia (1973), Tocnolencias (1979), La noche (1984). A pesar de que no leemos la escritura de Saenz desde una pretendida excepcionalidad boliviana, sí nos interesa situarlo en el contexto. Especialmente porque la literatura boliviana no es un campo que tenga mucha divulgación en Argentina. En este sentido, diremos que se trata de una poética singular, y pensamos la noción de ch´ixi (término en lengua aymara que será citado, junto a otros, desde el glosario de Principio Potosí Reverso, 2010) como constitutiva de esta escritura. El término hace referencia al color gris, pero en cuyo seno coexisten, como “jaspeadas” la presencia del color negro y del blanco. De manera tal que se trata de una identidad abigarrada, manchada, que nos permite hablar de la co-presencia de diferentes tradiciones culturales que pueden ser recabadas en la poética saenzeana. En esta poética hay un interrogante por la especificidad de la identidad boliviana, que podemos rastrear, por ejemplo, en la figura del aparapita y en la intención del autor de cartografiar la ciudad en Imágenes paceñas focalizando en los personajes y espacios particulares de La paz: “Dando por sentado que la ciudad de La Paz tiene una doble fisonomía, y admitiendo que mientras una se exterioriza la otra se oculta, hemos querido dirigir nuestra atención a esta última” (Saenz, 1980: 9). En el año 1983, el autor realizó un viaje a Alemania que influyó fuertemente en su obra. Tanto la filosofía alemana, la música clásica y la literatura europea por un lado, cuanto el pensamiento andino por el otro, pueden funcionar, entonces, como líneas de lectura desde las cuales abordar la obra de este escritor boliviano. En relación a esta última posibilidad de abordaje, es que retomaremos ciertos términos de la lengua aymara que nos ayudan a sostener esta lectura de la escritura saenzeana.

El interrogante que nos motiva se centra en el modo de relacionarse con las cosas del mundo que se postula en esta poética. Un aferrarse a las cosas del mundo sin que esto implique un afán consumista, sino muy por el contrario: se trata de concebir las cosas como potenciales espacios de conocimiento de lo insondable, guiado por la búsqueda del júbilo de la revelación. La palabra aymara yatiri refiere a la figura del sabio conocedor de los misterios del alax pacha (universo de los que viven arriba, afuera). Esta figura del yatiri –especie de sacerdote chamánico andino que tiene la capacidad de comunicarse con los misterios de los fenómenos celestes porque ha sido “tocado por el rayo”– nos sirve para pensar el lugar que se otorga al poeta, en tanto su mirada pueda percibir el “ímpetu de caducidad” de las cosas y las convoque en tanto espacios-entre, espacios-bisagra, en conexión con lo desconocido del más allá. Una piedra-rayo (secuela material del fenómeno celeste) le sirve al yatiri como puente de vinculación con lo sagrado. En este sentido, entablamos una analogía entre las figuras del yatiri y del poeta (luego se añadirá la figura del aparapita) para pensar la experiencia del júbilo como una instancia de revelación que implica una determinada forma de mirar las cosas y de vincularse con ellas. En el texto “Había que ver al invisible” del libro Tocnolencias, se ilustra esta experiencia poética del júbilo que supone el tinku –encuentro– con lo otro desconocido, que aparece materializado en una mariposa nocturna:

Ahora se quedó con los ojos posados sobre el nocturno visitante (...) no ignoraba el significado de una contemplación como ésta y sabía muy bien que una vez comenzada ya no conocería término de tal manera que se dispuso a llevar las cosas hasta sus últimas consecuencias (...) hizo acopio de valor y serenidad e invocando al invisible que se materializaba en la imagen de la mariposa nocturna y poniendo infinito cuidado en no apartar los ojos de ésta retrocedió cautelosamente y alargó un brazo para buscar a tientas una silla en la que se instaló a tiempo que se despedía del mundo y de la vida y con mirada fija y con aire contemplativo se quedó inmóvil para siempre jamás (Saenz, 2010: 19-21).

Si interpretamos que “quedarse inmóvil para siempre jamás con aire contemplativo” es una forma de la muerte saenzeana, podemos decir que se alcanza ahí el punto álgido de tensión entre los dos polos de una antinomia: la tensión que habita el entre la vida y la muerte. El poeta busca el movimiento hacia la destrucción, porque sabe que es necesario para la revelación. La muerte es también del lenguaje, ya que la experiencia parece intransmisible en tanto el poeta no regresará de esa contemplación. La mirada, entonces, tendrá una importancia central en esta poética, si bien otros accesos sensoriales tales como los olores y el tacto también pesan. Dice Saenz, reiteradas veces, a modo de consigna, que hay que mirar la superficie de la realidad, ver ahí la caducidad de las cosas del mundo y de los cuerpos, ver el tiempo que pesa en ellos. Se reconoce la importancia de entregarse a ella, de sacarse el cuerpo y hacer se a partir del devenir-intensidad que supone la implicación en la contemplación. Sacarse el cuerpo para recibir la inédita llegada del júbilo en la experiencia sublime del encuentro con el invisible. Si el inevitable gesto de perseguir el júbilo de la revelación implica obturar la posibilidad de su posterior escritura, entonces el poeta mismo tiende a su autodestrucción. La imagen del ímpetu de caducidad, de la inminencia de la liminaridad es lo que provoca la revelación, el poeta lo sabe. “El júbilo no podía darse como alegría sino como espanto. El espanto en cuanto se manifiesta lo desmedido, la manifestación de cuanto no conoce medida. Un sentimiento oculto, que debe permanecer siempre mudo y por eso era espantable el júbilo; por eso mismo era deseable” (Saenz, 1979: 138). En Vidas y muertes (1986) se propone una especie de programática hacia la experiencia del júbilo. Ahí, Saenz se detiene en la necesidad de forjar una imagen de este mundo que se desprenderá únicamente de la búsqueda de comunión con la mirada de los muertos que coexisten en el mundo de los vivos. Aunque a primera vista uno podría pensar que se trata de una experiencia de dicha y alegría, el júbilo saenzeano se encuentra siempre lindando con una forma de autodestrucción, ya que implica un éxtasis interior. Es necesaria la aniquilación del sujeto para la concreción de ésta que es, en Saenz, la experiencia poética por antonomasia. “Decir adiós, volverse adiós es lo que cabe”, dice Saenz. Un estar fuera de sí como propia al yo que se abandona, que hace disponible su cuerpo para que lo desconocido y extraño lo habite y trascienda. Específicamente al instante-entre, al trance entre la vida y la muerte es a lo que nos aproxima la experiencia del júbilo. Claudio Cinti, traductor de Saenz, propone una lectura etimológica del término y lo relaciona al misticismo de Eckhart del siglo XIII, específicamente a la noción de überschal (o súper-dicha):

Se trata, pues, en Eckhart del concepto de überschal, que se podría traducir con “la dicha más alta”, o “la súper-dicha”, pero que entraña el sentido de un “éxtasis interior”: algo paradójico u oximorónico, si se quiere: un grito silencioso, un grito del cuerpo y del alma. Y ese mudo grito jubiloso –que es el überschal de Eckhart– se da cuando el cuerpo y el alma de uno se desprenden de las formas consabidas de la realidad, las formas “heredadas” por decirlo con una pizca de Hegel –las formas no meditadas por uno, ergo, no conocidas (ya que el acto mismo de conocer conlleva una toma de responsabilidad subjetiva y apunta hacia la construcción de una intersubjetividad, de un horizonte compartido de conocimientos); y se da ese mudo grito jubiloso cuando, junto con el desprenderse de esa especie de formas vitales heredadas, logra también desprenderse de su “vidita” (ya en términos de Saenz), para asomarse, alma y cuerpo, a otra forma de vida (…) La experiencia del überschal conlleva al tema, totalmente saenzeano del “volverse adiós” (Cinti, 2013: 43-44).

Hay otras lecturas críticas sobre la obra de Saenz que lo vinculan directamente con esta tradición mística. Sin dudas, la noción de júbilo inevitablemente recupera estas acepciones nombradas. Resulta relevante no olvidar el aspecto oscuro que signa la experiencia jubilosa, que la aleja de un lugar de felicidad o dicha plenas. El thaki –camino– que implica el júbilo hacia el tinku –encuentro– con lo liminar de las cosas y los cuerpos, con lo desconocido del más allá de la muerte. Sabemos que esta cercanía con la presencia de lo(s) muerto(s) no es una exclusividad de Saenz, en el contexto de la literatura en Bolivia. Sabemos que en el imaginario de la identidad social boliviana –que ya describimos como ch´ixi, abigarrada– coexisten estratos de diferentes creencias y culturas. Sin ánimo de ahondar en el análisis de sus complejas maneras de pensar la muerte, diremos que emerge la cuestión de la presencia de los muertos en el mundo de los vivos como un pilar imprescindible de la experiencia vital boliviana, y por lo tanto también en la producción literaria.

Una de las vías de acceso a la experiencia del júbilo es, según venimos diciendo, la experiencia poética de mirar la caducidad de las cosas del mundo y habilitar con esa mirada particular, el despliegue de su conexión con el más allá desconocido. Otra vía posible es la experiencia del alcohol, que también es, como la relación con los muertos, una experiencia vital de central importancia en la cotidianeidad boliviana. Este segundothaki –camino– nos abre las puertas para ingresar al universo delaparapita, figura recurrente en la poética saenzeana. El aparapita de La paz es el indio que baja del altiplano a la ciudad en los albores de la república y encuentra su lugar en la urbe transportando cosas en su espalda de un lugar a otro. Los espacios que transita son las calles, los muladares y los bares. En las bodegas, el aparapita experimenta el sacarse el cuerpo. Se entrega al alcohol y en esa entrega, leemos un gesto poético, una apertura a dejarse habitar por las fuerzas extrañas de lo desconocido.

Tenemos, entonces, estas tres formas de una experiencia poética que supone habitar un umbral entre la vida y la muerte. El yatiri valiéndose de restos fósiles de rayos para contactarse con las fuerzas del alax pacha y con los muertos; el aparapita valiéndose del alcohol en soberana despreocupación para sacarse el cuerpo y el poeta buscando el júbilo de la revelación a partir de mirar la caducidad de los cuerpos y las cosas, adoptando para eso la mirada de los muertos. La escena de Felipe Delgado en la que asistimos a este suceso, narra la muerte del aparapita, y el tono indica una cierta admiración ante tal soberanía del sujeto que hace y deshace su vida sin haberse aferrado a ningún mandato social. Si bien podríamos percibir un proceso de estetización de la pobreza en la construcción de esta figura, dejaremos esa posible problematización para futuras lecturas, porque lo que nos interesa rescatar aquí es la homologación explícita que se plantea entre el aparapita y el poeta “Yo digo: en lugar de hablar y perorar y cuidar sus viditas, nuestros letrados deberían tratar de meditar seriamente sobre el aparapita. Pero no lo hacen, porque temen mirarse frente a frente y por eso prefieren condolerse a cada paso” (Saenz, 1979: 115-135). La experiencia poética necesita, entonces, de este sacarse el cuerpo para la mirada jubilosa.

La experiencia más dolorosa, la más triste y aterradora que imaginarse pueda, es sin duda la experiencia del alcohol. Y está al alcance de cualquier mortal. Abre muchas puertas. Es un verdadero camino de conocimiento, quizás el más humano aunque peligroso en extremo. Y tan atroz y temible se muestra en un recorrido de espanto y de miseria, que uno quisiera quedarse muerto allá, pues el retorno del otro lado de la noche es, en realidad, un milagro. Y únicamente los predestinados lo logran. A tu retorno, el mundo te mira con malos ojos. Eres un extraño. Eres un intruso y sientes en lo hondo, que el mundo no quiere que lo contemples. Lo que quiere es que te vayas y desaparezcas. Lo que quiere es que ya no estés aquí. Y como al fin y al cabo, el mundo eres tú, imagínate, tendrás que tener mucha fuerza, mucha humildad, mucho gobierno para enfrentarte contigo mismo, vale decir con el mundo (Saenz, 1984:17-18).

Los pasajes donde ingresa la experiencia del alcohol involucrada con la mirada jubilosa, pero también los delirium tremens que Saenz sufrió entre 1953 y 1954, nos permiten abrir un interrogante acerca de esta posibilidad de regreso del lugar al que lleva el júbilo y de la posibilidad de transmisión de esa experiencia, en la vida y en la poética del escritor. A su regreso del delirium tremens, Saenz solicitó que al morir le cortaran las venas, para cerciorarse de la muerte segura, ante el pánico de ser enterrado vivo. Del júbilo, del peligroso camino de conocimiento que lleva al otro lado de la noche, “solo vuelven los predestinados”. Lo extraño ha ingresado, lo propio se vuelve extraño. El tinku con lo desconocido es ahora un éxtasis interior. La necesidad de autodestrucción del poeta, “el acabamiento total y absoluto”, el “quedarse ahí, mirando el invisible por siempre jamás”, el “sacarse el cuerpo” del aparapita, el rechazo por parte del mundo hacia quien lo contempla, el “desprenderse de las formas vitales heredadas” son los indicios en esta poética de que el júbilo es un “viaje de ida”, sin regreso posible y por lo tanto, sin lenguaje posible. Esa indecibilidad es constitutiva del júbilo “un silencio poblado de estruendos” “un grito mudo” ante el tinku con el “invisible materializado”. En otros escritos, hemos sostenido la idea de que en Saenz hay una apuesta poética y política orientada hacia una “comunidad del júbilo”. Si lo que nos hace comunitarios es algún denominador común, algún factor que nos iguala, ese rasgo sería aquí la obstinada búsqueda del júbilo, de donde –sabemos– no hay regreso posible. Cabe, ahora entonces, revisitando esa idea que sostuvimos, la pregunta por el lugar otorgado a la construcción de alguna forma de intersubjetividad, de un horizonte compartido de conocimientos ¿Habrá alguna forma de comunidad del júbilo, si la experiencia que nos une es precisamente la imposibilidad de mancomunarnos? ¿En qué condiciones deberá darse el júbilo para poder habilitar un paisaje compartido que nos sobreviva? ¿Qué injerencia tendrá el lenguaje en esta comunidad imposible del júbilo?

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* Dra. en Letras. Profesora Asistente de la cátedra “Hermenéutica”, Escuela de Letras, UNC. Investigadora asistente de Conicet. Directora del Proyecto “Escritura, imagen y cuerpo en experiencias poéticas contemporáneas” (Secyt, UNC).

* Dra. en Letras. Profesora Adjunta a cargo de la cátedra “Hermenéutica”, Escuela de Letras, UNC.

* Lic. en Letras Modernas. Doctoranda y becaria de Conicet. Adscripta de la cátedra “Hermenéutica”, Escuela de Letras, UNC. Integrante del Proyecto “Escritura, imagen y cuerpo en experiencias poéticas contemporáneas” (Secyt, UNC).

* Alumna avanzada de la carrera de Letras Modernas. Ayudante alumnos de la cátedra “Hermenéutica”, Escuela de Letras, UNC. Integrante del Proyecto “Escritura, imagen y cuerpo en experiencias poéticas contemporáneas” (Secyt, UNC).

* Alumna avanzada de la carrera de Letras Modernas. Ayudante alumnos de la cátedra “Hermenéutica”, Escuela de Letras, UNC. Integrante del Proyecto “Escritura, imagen y cuerpo en experiencias poéticas contemporáneas” (Secyt, UNC).

* Alumno avanzado de la carrera de Letras Modernas. Ayudante alumnos de la cátedra “Hermenéutica”, Escuela de Letras, UNC. Integrante del Proyecto “Escritura, imagen y cuerpo en experiencias poéticas contemporáneas” (Secyt, UNC).

* Alumno avanzado de la carrera de Letras Modernas. Ayudante alumnos de la cátedra “Hermenéutica”, Escuela de Letras, UNC. Integrante del Proyecto “Escritura, imagen y cuerpo en experiencias poéticas contemporáneas” (Secyt, UNC).

* Alumno avanzado de la carrera de Letras Modernas. Ayudante alumnos de la cátedra “Hermenéutica”, Escuela de Letras, UNC. Integrante del Proyecto “Escritura, imagen y cuerpo en experiencias poéticas contemporáneas” (Secyt, UNC).

* Alumna avanzada de la carrera de Letras Modernas. Ayudante alumnos de la cátedra “Hermenéutica”, Escuela de Letras, UNC. Forma parte del Grupo de Estudios sobre Narrativas Bolivianas.

Enviado 31/10/ 2015. Evaluado 30/11/2015.