AUTOFICCIÓN, POESIA Y NOMBRE PROPIO: UN DEBATE CON PUERTAS ABIERTAS

Verónica Leuci*

Resumen:

El presente trabajo propone realizar un recorrido por las principales propuestas teóricas abocadas al estudio de la controvertida categoría de “autoficción”, en primer término, y luego abordar la noción de “nombre propio”, en especial en su funcionamiento en la esfera literaria y, particularmente, a partir de su inclusión en el género lírico. A través de estos dos caminos entrelazados - nombre propio y autoficción - se plantea estudiar la pertinencia de esta última noción – frecuentemente atada a la narrativa – en el orbe poético, para hablar de una operatoria autoficcional, transhistórica y transgenérica, que permita sortear o problematizar el viejo rótulo de “poesía autobiográfica”, que conlleva tradiciones antagónicas en un debate no clausurado y de gran vigencia teórica. [1]

Palabras clave:

Autoficción- nombre propio- género lírico- poesía autoficcional

Summary:

This paper proposes to study the main theories about the controversial category of "autofiction”, and also about the notion of “proper name”, especially in its operation in the literary sphere, particularly from its inclusion in the lyrical genre. Through these two lines intertwined, we propose to study the relevance of using such category - often tied to the narrative - in the poetic world, as an “autofictional operative”, transhistoric and transgender. This strategy calls into question the “autobiographical poetry” label, which involves conflicting traditions, in a non-closed debate.

Key-words:

Autofiction- proper name-lyrical genre- autofictional poetry.

* Doctora en Letras por la Universidad Nacional de Mar del Plata, becaria Postdoctoral de Conicet, Jefa de Trabajos Prácticos en Literatura y cultura españolas II (Dpto. de Letras, Fac. de Humanidades, UNMDP).

Veronica Leuci [veronicaleuci@yahoo.com.ar] Recibido 06/06/2015. Evaluado 13/07/2015

“Hacen una autonombradía, como si dijéramos: se ven desde fuera; casi efectúan la visión crítica de sus nombres, harto significativos. Ponen en los labios de sus versos sus nombres, en medio de su curso: lo mismo que todos los poetas firman (o firmamos) las composiciones al pie de ellas.”

Carlos E. de Ory, “Los que se nombran en poesía”

“En la calle me preguntan:

¿Es usted Gloria Fuertes?

-De vez en cuando”

Gloria Fuertes, Es difícil ser feliz una tarde [2]

El término “autoficción”, como es sabido, surge de la mano de Serge Doubrovsky, en el año 1977, quien en la contratapa de su novela Fils incluye este neologismo con el que se pretende dar cuenta del juego novedoso que plantea su libro, en el que tensa los bordes de la autobiografía y la fabulación: “la autoficción es la ficción que en tanto escritor decidí darme de mí mismo”, “ficción de acontecimientos y de hechos estrictamente reales” (citado en Robin, 43-44). Así, en su novela (cuyo título insinúa ya un primer nivel de desplazamientos y cruces semánticos, a partir de su bivalencia entre “hijos” e “hilos”), se propone transgredir – en un proyecto de vocación lúdica – el carácter referencial de la autobiografía, que provee esencialmente el uso del nombre autoral:

Al despertar la memoria del narrador, que rápidamente toma el nombre del autor, cuenta una historia en la que aparecen y se entremezclan recuerdos recientes (nostalgia de un amor loco), lejanos (su infancia, antes de la guerra y después de la guerra), y también problemas cotidianos, avatares de la profesión […] ¿Autobiografía? No. Es un privilegio reservado a las personas importantes de este mundo, en el ocaso de su vida, y con un estilo grandilocuente. Ficción, de acontecimientos y de hechos estrictamente reales; si se quiere, autoficción, haber confiado el lenguaje de una aventura a la aventura del lenguaje. Reencuentro, hilo de las palabras, aliteraciones, asonancias, disonancias, escritura del antes y del después de la literatura, concreto, como se dice en música. O todavía, autofricción, pacientemente onanista, que espera ahora compartir su placer (citado en Alberca, 2007: 146).

La coincidencia nominal entre el narrador y el autor que, no obstante, se ejecuta en el contexto explícito de un texto de ficción, es un guiño manifiesto en busca de contravenir insolentemente los postulados de Lejeune en torno del “pacto autobiográfico”. Recordemos que este crítico establecía el nombre propio del autor y la identidad entre autor-narrador-personaje como el único elemento textual en el que apoyarse para lograr ese contrato de lectura con el lector. Discernía pues, en este sentido, entre distintos pactos (“novelesco”, “fantasmático”, etc.) y dejaba libre en su planteo una “casilla”, en lo que denomina un “caso ciego” (1991: 55), concerniente a aquellos textos en los que la incorporación del nombre autoral se llevara a cabo en un texto explícitamente novelesco: “El héroe de una novela, ¿puede tener el mismo nombre que el autor? Nada impide que así sea y es tal vez una contradicción interna de la que podríamos sacar efectos interesantes. Pero, en la práctica no se me ocurre ningún ejemplo” (1991: 55). Justamente, en este espacio mencionado pero ignorado por Lejeune, se emplaza el trabajo de Doubrovsky, en un intento de llenar esta “casilla vacía” a partir – como hemos dicho - de la utilización impertinente de los postulados lejeunianos.

Así, el nombre propio del autor ingresará en el plano textual, pero no en busca de la referencia y del mundo extratextual sino, en cambio, como parte de ese regodeo “onanista” – al decir del novelista -, del solaz narcisista y ensimismado de un sujeto que no quiere pasar más allá de los límites de la ficción y de la “aventura del lenguaje”. Recordemos en este sentido que este “experimento” contó en un primer momento con un título elocuente, que luego sería desplazado en su versión definitiva por Fils, en 1977: Le Monstre, escrito entre 1970 y 1977, con casi tres mil páginas. Este primer título, al que algunos críticos añaden asimismo “Monsieur Case” (Monsieur Case puis Le Monstre), permite remitir, naturalmente, a las dualidades y dobleces de la subjetividad, que alberga “monstruos”, “sombras” y “dobles” que acechan en los repliegues recónditos del yo.

El texto que inaugura pues, como dice el crítico Manuel Alberca – uno de los referentes principales en torno de la autoficción en España, con su libro El pacto ambiguo (2007) - la “historia reciente de la autoficción”, polemiza con los lineamientos en torno de la autobiografía que esgrimía dos años antes la voz autorizada de Lejeune. Como indica Pozuelo, debemos ubicar pues el surgimiento de la autoficción teniendo en cuenta dos antecedentes: por un lado, esta famosa “casilla vacía” propuesta por Lejeune y que Doubrovsky se propone “llenar”; por otro, la crisis del personaje narrativo postulada por el Nouveau Roman. Estas dos líneas convergerán primero en la conocida “autobiografía” de Barthes, Roland Barthes par lui même (Roland Barthes por Roland Barthes), en 1975, “que supone un anti-pacto autobiográfico y propone un juego lúcido de deconstrucción de la ilusión del ‘yo’ como personaje” (Pozuelo, 1993: 195); y, dos años más tarde, en la novela de su discípulo, Fils, que continúa el programa bosquejado por su maestro, el de la fragmentación del sujeto (Pozuelo, 2010: 15).

Al decir de Alberca, la autoficción plantea un “pacto ambiguo” entre el autor y el lector, “entre el pacto autobiográfico y el novelesco, en su zona intermedia, en un espacio vacilante” (2007: 65). Se utiliza el principio de identidad postulado por Lejeune en la coincidencia del nombre propio entre autor-narrador-personaje, pero a la vez se imbrican y enfatizan guiños de ficción desde paratextos o procedimientos concurrentes (Scarano, 2007: 91). La autoficción, pues, “mezcla de realidad autobiográfica, metáforas y fragmentos inventados, [...] determina un espacio fronterizo, a medio camino entre dos realidades, indeciso y confuso” (Puertas Moya, 2003: 299- 302). Esta oscilación y juego de espejos que propone el autor reclama a su vez un “lector cómplice” (Scarano, 2007: 100 y ss.), que se deleite en la ambigüedad y en la imposibilidad de resolución entre los pactos, en un vaivén inquietante y pendular. El lector será pues un elemento clave en este nuevo contrato de lectura autoficticio, pues, como señala Puertas Moya, no podrá actuar como mero receptor pasivo sino que, a través de su intervención como sujeto activo, deberá decodificar y de-construir a través de sospechas e indagaciones ese pacto modulante y variable que propone el texto: no serán importantes pues en la autoficción conceptos vinculados a la autobiografía, como “verdad” o “mentira”, sino que

lo realmente importante es la eficacia estética de la narración, estructurada con el fin de desvelar el secreto de una existencia, cuyos rasgos externos y datos aparentes no pasan de meras anécdotas con las que el autor juega para dar más significado a un conflicto oculto que al lector compete descubrir e interpretar (2005: 315).

A diferencia de la autobiografía, entonces, que es “explicativa y unificante, que quiere recuperar y volver a trazar los hilos de un destino, la autoficción no percibe la vida como un todo. Ella no tiene ante sí más que [...] un sujeto troceado que no coincide consigo mismo” (Doubrovsky, citado en Pozuelo Yvancos, 2010: 12). El ya citado Pozuelo Yvancos señala en otro lugar que “lo que hace la autoficción es entretejer la novela con la autobiografía, de forma que el límite entre lo histórico y lo inventado se rompe en la propia fuente del lenguaje” (2004: 282).

El propio Lejeune revisa en trabajos posteriores su primer y polémico “pacto autobiográfico” que, desde su aparición, suscitó largas y encendidas críticas de diversos detractores. Amén de revisar, ratificar o rectificar algunas de las cuestiones ensayadas en su estudio, propone asimismo en 1994 una definición de autoficción, aunque en general, como ha señalado en entrevista con Alberca, ha preferido mantenerse un poco al margen respecto de este género, guardando un “elocuente silencio” respecto de esta “vía de innovación literaria”: “confieso que prefiero leer verdaderas novelas en que no tengo que preocuparme del autor, o verdaderas autobiografías en que no me preocupo de la ficción” (Alberca, 2004). No obstante, teniendo en cuenta lo que denomina “El caso Doubrovsky”, señala en este sentido que “para que el lector considere una narración aparentemente autobiográfica como una ficción, como una ‘autoficción’, tiene que percibir la historia como imposible, o como incompatible con una información que ya posee de antemano” (1994: 181). Se pone el énfasis pues en que, en la autoficción, la historia debe operar fuera de los límites de la verosimilitud, en tanto que en el caso del nombre propio no hay ambigüedad posible: “para el lector, sólo existe una referencia (el autor) y un único mensaje (la narración que cuenta la historia de un personaje que lleva su nombre)” (1994: 181).

Molero de la Iglesia aludirá por su parte a una definición que tiene a la “invención” o a la “falsedad” como clave genérica, como contracara de la “verdad” autobiográfica: “Lo que se viene denominando desde 1977 autoficción corresponde a una falsa enunciación que contiene el relato de unas circunstancias más o menos históricas y cuyo protagonista señala al propio autor” . Como argumenta la autora, “esto le separa de la mención directa y la responsabilidad que tiene el hablante en el enunciado autobiográfico, pero también de variadísimas ejecuciones novelescas en primera persona” (2006: 3). Así, la diferencia central entre la realización discursiva autobiográfica y aquellas novelas donde el personaje represente al escritor, en el marco de un pacto ficticio, radicará en que, el primer grupo se corresponde con un “enunciado serio” y, por tanto, “ tiene una intención informativa que hace que, a pesar de ser confeccionado literariamente, el lector no lo reciba como invención” (2006: 3); en tanto que en la segunda esfera, “definido como acto literario no serio, responde a intereses puramente lúdicos” (2006: 3). Autobiografía y novela poseerán un diferente estatuto ontológico: la primera estará a cargo de un “enunciador real”; en la segunda, contrastivamente, ese enunciador real delegará en un enunciador ficticio, ya no sujeto a las pruebas de veracidad (2006: 3).

A partir de lo anterior, es importante destacar que algunos críticos determinan distintas gradaciones para los textos autoficticios, en cuanto a su mayor verosimilitud y su proximidad con el polo de la autobiografía o, en cambio, por su marcada “fantasía” y su emplazamiento del lado del pacto novelesco. Alberca, por ejemplo, esboza una posible tipología en el campo de los textos autoficticios, que se mueven, heterogéneamente, en el marco del “pacto ambiguo”. Por un lado, las autoficciones biográficas: “el punto de partida es la vida del escritor que resulta ligeramente transformada al insertarse a una estructura novelesca, pero sin perderse la evidencia biográfica nunca” (2007: 182). En el otro extremo, las autoficciones fantásticas: “el escritor se encuentra en el centro del texto como en una autobiografía (es el héroe) pero transfigura su existencia y su identidad en una historia irreal, indiferente a la verosimilitud biográfica” (2007: 190). Y, equidistante con respecto a los dos pactos, se encuentran en el centro las autobioficciones, que fuerzan al máximo el fingimiento de los géneros, su hibridación y mezcla. El lector no puede determinar dónde empieza la ficción y dónde lo autobiográfico; “no son novelas ni autobiografías, o son ambas cosas a la vez” (2007: 194-195).

Otro de los referentes fundamentales en torno de esta modalidad lo constituye Vincent Colonna, quien distingue asimismo entre distintas modulaciones para los textos autoficticios. A partir especialmente de su lectura y análisis de la obra de Luciano de Samosata (autor del siglo II D.C), este crítico propone cuatro modalidades de autoficción, a las que dedica cuatro capítulos: la “autoficción fantástica”, la “autoficción biográfica”, la “autoficción especular” y la “autoficción intrusiva o autorial”. Como puede suponerse a partir de sus nombres, las dos primeras – aún con sus singularidades – pueden leerse en analogía con las propuestas por Alberca; [3] las restantes, sin embargo, presentan en los planteos de Colonna características particulares. En cuanto a la “autoficción especular”, ésta es definida como

al reposar sobre un reflejo del autor o del libro en el libro, esta orientación de la fabulación exige recordar la metáfora del espejo. El realismo del texto, su verosimilitud se vuelven un elemento secundario, y el autor ya no se encuentra necesariamente en el centro del libro; puede apenas ser una silueta; lo importante es que se ubique en un rincón de su obra, que refleje así su presencia como lo haría un espejo (2004: 115). [4]

Este tipo de autoficciones, en las que en una sugerente puesta en abismo el autor ingresa tangencialmente en escena – lo que, como advierte el propio Colonna, será definido por Genette como “metalepsis” (2004: 132) – [5] se presenta en parangón con las artes plásticas. Recordemos desde esta perspectiva por ejemplo el celebérrimo caso de Las meninas, de Velázquez, en una técnica que, como señala Amícola, se denomina in figura, que el argentino lee en claro diálogo con la versión moderna de la técnica autoficcional:

La autoficción moderna tiene entonces como artimaña narrativa un mecanismo especular por el que se produce un reflejo (sesgado) del autor o del libro dentro del libro. Eso implica, claro está, una clara orientación hacia la fabulación y refabulación del yo autorial, que recuerda la técnica pictórica del Renacimiento y el Barroco llamada “in figura”, por la que el pintor aparecía en el lienzo ocupando un margen del cuadro pero travestido en un personaje afín al tema pintado, bajo atuendos religiosos o simbólicos (Amícola, 2008: 189).

Por su lado, volviendo a las tipologías propuestas por el francés, el subgrupo de “autoficción intrusiva o autorial” representa uno de los casos más singulares de su taxonomía, pues atañe a una versión del autor en tercera persona, que no participa de la intriga sino como un “recitador” o una voz externa a la historia:

El escritor se transforma en un recitador, un contador o un comentador, en suma, un “narrador-autor” al margen de la intriga. Por esta razón esta postura está ausente en la obra de Luciano: supone una novela en “tercera persona”, con un enunciador externo al tema. A través de esta “intrusión de autor” (Georges Blin), el narrador arenga a su lector, garantiza hechos relatados o los contradice, empalma dos episodios o se distancia con una digresión, aportando a la existencia una “voz” solitaria y sin cuerpo, paralela a la historia (2004: 135).

Otra de las aristas importantes del trabajo de Colonna es que rastrea los orígenes de la autoficción – como habrá sido advertido ya – en textos remotos de la antigüedad clásica, particularmente en Luciano de Samosata. Luego, apelará también a ejemplos de textos y autores de distintas épocas y procedencias, como Europa y América. No obstante, interesa subrayar con el crítico que, aunque la autoficción representa en la actualidad – bajo la estela del “caso Doubrovsky” – una verdadera “moda” entre críticos, narradores y estudiosos, esta particular fabulación de sí mismo no es un fenómeno supeditado al ideario de la posmodernidad, y ni siquiera al siglo XX.

Alberca da cuenta asimismo de lo que denomina la “historia legendaria” de la autoficción. Para él, el origen de la autoficción en España se encuentra en el Libro del Buen Amor, al que considera “ pionero en la literatura española de la presencia del autor en su obra, bajo su nombre propio y con un calculado artificio de doblez moral, doctrinal y biográfica” (2007: 143). Luego, señala que se puede observar la presencia de la autoficción en el Quijote, en los Sueños de Quevedo hasta llegar a Diego de Torres Villarroel en libros como Correo de otro mundo (1725). Posteriormente, antes de llegar a la “historia reciente” que pone el género en el centro del debate teórico, advierte también obras previas que responden también a la modalidad autoficticia, que antes de esa fecha se incluían en el “cajón de sastre” de las novelas autobiográficas o novelas del yo (2007:142). Entre éstas, menciona los ejemplos de Unamuno, Azorín, Manuel Azaña, Sender... En Latinoamérica, Rubén Darío, Asunción Silva, Borges, Lezama Lima, Vargas Llosa, y también escritores más jóvenes: Severo Sarduy, Jaime Bayley, Juan Pedro Gutiérrez, Roberto Bolaño, César Aira o Fernando Vallejo (2007: 143).

Desde enfoques diversos, en propuestas literarias, críticas y teóricas, desde márgenes geográficos e históricos variados, los aportes que hemos recorrido coinciden en su intento de dar cuenta de uno de los más atractivos y, a la vez, esquivos territorios de la literatura: el de las escrituras del yo. Más allá de las taxonomías, de las subespecies y subgrupos, de las lecturas más restrictivas o más amplias, de su mayor o menor cercanía con otras formas análogas, lo que interesa destacar aquí es, por un lado, el afortunado concepto de “ambigüedad” propuesto por Alberca en torno de la autoficción y, luego, el carácter transhistórico de esta modalidad que, como vimos, recuperan algunos autores en sus travesías críticas.

En cuanto a la primera cuestión, la idea de “pacto ambiguo” formulado sobre la base del estudio lejeuniano, resulta un concepto nuclear, pues plantea la ambigüedad como clave de lectura. Así, implica – como también lo hacía el francés – una lectura pragmática, es decir, que pone al lector como una parte fundamental del “contrato” diseñado por el texto; luego, se emplaza en una zona intermedia entre la autobiografía y la ficción, en un vaivén irresuelto que se solaza en la vacilación y en la indeterminación del sí y el no, de la referencia y la invención. A partir de esto último, por su lado, el nombre propio constituye en esta modalidad autoficticia un elemento insoslayable, pero no para dar cuenta de la sinceridad, de la verdad, de la ética que implica un proyecto autobiográfico, sino porque espeja pero, a la vez, difumina las proyecciones hacia el autor cifrado en la firma de la tapa. [6]

Por su lado, en referencia a lo que denominamos el carácter “transhistórico” de la autoficción, interesa poner de relieve la remota utilización del nombre propio del autor en el contexto literario que, con Colonna, advertíamos ya en el mundo clásico o que, asimismo, podemos encontrar en ejemplos de larga data, como Catulo, Dante o, en la literatura española, el Arcipreste de Hita, el Quijote, Quevedo y cuantiosos ejemplos que ya hemos mencionado y otros que veremos más adelante. Por tanto, si bien el surgimiento del neologismo y la provocación de Doubrovsky han atado en gran medida el abordaje de la autoficción a los cuestionamientos radicales que plantea la posmodernidad – del sujeto, de lo real, de la representación, del sentido… -, en realidad, la modalidad que adquiere dicho rótulo en 1977 atraviesa la historia literaria, dando cuenta del carácter transversal de un tipo de textos que, así, supera el contexto reducido del siglo XX y, más aún, los estrechos límites del fin de siglo.

En el mismo sentido, si en las más recientes teorizaciones la autoficción se circunscribe a la novela, bajo la forma de género o subgénero narrativo, parece atinado asimismo contemplar otros casos de textos autoficcionales – teniendo en cuenta el criterio amplio que indicamos antes -. Desde esta óptica, en esta perspectiva transhistórica, la autoficción no se ciñe sólo a la narrativa, sino que se hace presente asimismo en textos poéticos y dramáticos. No sólo supera pues los marcos temporales sino también genéricos, constituyéndose en una operatoria – ya no un género – a través de la cual, en distintas clases de textos y en poéticas múltiples, ingresa el nombre del autor en el plano literario, sin estar supeditado a los cánones de veracidad de un proyecto autobiográfico.

Nombres propios: onomástica y literatura

“¡Ay Federico García,

llama a la Guardia Civil!

Ya mi talle se ha quebrado

como caña de maíz.”

Federico García Lorca,

“Muerte de Antoñito el Camborio”, Romancero gitano

El nombre propio de autor constituye el motor primario de algunas propuestas centrales de la teoría literaria. Su inscripción textual ha funcionado como el núcleo de corrientes abocadas al estudio de la autobiografía, la autoría y, más recientemente, como hemos visto, de la autoficción. A este respecto, por ejemplo, el nombre propio cifra en los trabajos de Lejeune (1975) y de Derrida (1984), respectivamente, dos paradigmas antagónicos en relación con la posibilidad de referencia en el género autobiográfico y la remisión a un locutor “externo”, a una figura histórica por fuera del mundo verbal. Asimismo, Bourdieu rescata para su propuesta sociológica, en “La ilusión biográfica”, la idea de “designador rígido” – planteada por Kripke - para pensar esta categoría como un “punto fijo”, como una “totalización y unificación del yo” en distintos contextos y estados del campo (1997: 77-78). A su vez, para Foucault el nombre propio de autor determina la “función autor” de un texto, es decir, permite responder a la pregunta que dispara sus reflexiones: “¿Qué es un autor?”, cuya respuesta apunta especialmente al nombre propio, tensado entre los polos de la descripción y la designación, como el elemento que otorga “una manera de ser” y de “funcionar o circular” a un texto dado (1989: 19-20). Luego, en el panorama más próximo, los derroteros teóricos sobre la autoficción diseñan un nuevo camino en torno de la utilización del nombre propio del autor. Éste será, como dice Alberca, no una “cuestión baladí”, sino “su pilar más importante” (1996: 17).

Sin duda, el nombre propio de autor en el marco literario “se convierte en el motor de una poética” (Amaro, 2010: 231), disparador de un universo de significados que exceden lo meramente discursivo para proyectarse “hacia la atávica conexión entre dos imágenes, la de una persona y su nombre [...] El nombre es la parte del yo que parece expresar una presencia en el mundo” (Amaro, 2010: 230). En este sentido, no sólo el uso y el valor de los nombres propios atañen al universo de la literatura, sino que su funcionamiento ha sido asediado desde enfoques multidisciplinarios para intentar desbrozar su funcionamiento dentro de una cultura determinada. Así, el nombre propio, en especial en su vertiente antroponímica (es decir, el nombre de persona) ha sido un recurrente objeto de interés para la lingüística, la antropología, la etnografía, etc. Tales acercamientos son importantes a la hora de advertir la importancia de esta categoría que, desde la antigüedad, representa uno de los pilares principales de cada cultura y sociedad, frecuentemente asociado a la “esencia” de la persona y a la afirmación de la subjetividad en un grupo (Tessone 2009, Amaro 2010, Christin 2001).

Gramáticos, lingüistas, filósofos y estudiosos de disciplinas diversas se han ocupado de esta compleja categoría a lo largo del tiempo; una de las clases de palabras más problemáticas que ha suscitado teorías encontradas, en principio porque representa una noción no exclusivamente lingüística, sino que su funcionamiento debe ser pensado en vínculo con instancias extralingüísticas, lo cual le confiere un “carácter marginal” en el campo estricto de la gramática. Por tanto, aunque haya sido reconocida como clase de palabra con propiedades distintivas (no exclusivas), ha sido objeto de estudio asimismo, sobre todo en las décadas finales del siglo XX, en su valor semiótico, sociolingüístico, causal, psicofísico, etc. (Fernández Leborans, 1999: 79).

Desde tiempos remotos, la problemática del nombre y, especialmente, del nombre propio (NP), ha suscitado la reflexión y especulación en torno de sus alcances, bifurcados esencialmente en la tensión entre la referencia y el sentido. Es decir, las diferentes posturas abocadas a su estudio se escinden entre su consideración puramente indicial – a la manera de los deícticos – o, en cambio, su valor también como “portador de sentido”. Estas dos tradiciones, cuyos máximos exponentes son Mill y Frege, respectivamente, han excedido, como decíamos, el estricto terreno de la lingüística para extender su dominio al campo de la filosofía, la lógica, la etnografía, la antropología e, incluso, la literatura.

La reflexión sobre esta categoría transita las páginas más antiguas del pensamiento occidental, definida siempre en relación con el nombre común. Recién con el auge de la Lingüística Diacrónica y la Gramática Comparada surge la disciplina auxiliar de la “Onomástica”, dedicada especialmente a los nombres de persona y de lugares (antropónimos y topónimos) y será a mediados del siglo XX, de la mano de lógicos y filósofos, donde ingresa más fuertemente la reflexión sobre esta categoría. Sus propuestas en torno a la referencia, el significado, la predicación, etc. atrajeron el interés de los lingüistas a finales de los ’70, en especial en cuanto a los aspectos semántico-referenciales de esta clase de palabra (Fernández Leborans, 1999: 79).

Así, los estudios y tradiciones en torno a la delimitación lingüística de esta categoría – relativamente recientes, como mencionamos – confluyen en el establecimiento de algunas propiedades provisionales, para caracterizar conjuntamente al NP (diferenciándolo del nombre común [NC]), aunque su natural heterogeneidad y la multiplicidad y diversidad de referentes tornan ambigua y dificultan su delimitación. Entre ellas se cuentan el uso de mayúscula, la flexión fija, la unidad referencial, la falta de significado léxico, la ausencia de determinante, la imposibilidad de traducción y la incompatibilidad con complementos restrictivos (Fernández Leborans, 1999: 80-81). En cuanto a su “contenido”, los subgrupos principales – “puros” o “genuinos”- de NP los constituyen dos grupos centrales: lostopónimos y los antropónimos, divididos estos últimos en nombres de pila y apellidos, generalmente patronímicos, [7] y de modo más secundario, en apodos y pseudónimos.

En la esfera literaria, la utilización de NP ha dado lugar a la creación de una disciplina concreta, la “onomástica literaria”, cuyos principales lineamientos han sido postulados por Eugène Nicole en su clásico trabajo homónimo, publicado en Poetique, en 1983. La utilización de esta clase de palabras en el marco de la literatura permite desbrozar algunas consideraciones interesantes, por ejemplo, al jugar con los polos de la designación y la connotación a través de una “onomástica simbólica” para estas categorías textuales.

En diversas obras, estéticas y períodos de la literatura occidental sobresale la importancia de los NP y la apropiación de sus “sentidos” en las elecciones onomásticas. Estos representan, así, “nombres parlantes”: aquéllos que exceden su mero valor de índice para llenarse de un significado que explota asimismo su carga semántica, cubriendo al personaje que lo porta con el velo de la connotación. Desde esta perspectiva, como señala Calero Fernández, no siempre los nombres propios han sido “no connotativos”. Esta autora, por ejemplo, alude a las tres culturas primitivas que nutren a la española – grecolatina, judeocristiana y árabe - para dar cuenta de la arcaica costumbre de formar nombres con semas (1992: 908). Así, estudia la onomástica paremiológica femenina española, y realiza un interesante recorrido por paremias y refranes de la cultura popular hispánica a la luz de las significaciones nominales de los personajes. Como señala la crítica, en el mundo popular – no sólo en el refranero, sino en los cuentos tradicionales, las leyendas, los mitos, etc. – muchas veces el nombre de los personajes o lugares nos advierte sobre su carácter, su oficio, su destino, etc.

La literatura culta, asimismo, no se ha sustraído de tal utilización; como apunta Calero, es posible rastrear una onomástica singular en La Celestina, El libro del Buen Amor (1992: 909), a los cuales podemos añadir otras múltiples muestras: es conocido el valor simbólico de los nombres en textos antiguos, como las comedias de Plauto; luego, es posible advertir asimismo su importancia en textos auriseculares: nombres de pastores en Garcilaso (como Nemoroso); el propio nombre de “Quijote”, su “Rocinante” y “Sancho Panza”; el curioso caso – también quijotesco – de “Maritornes” (un nombre simbólico en la onomástica paremiológica, probablemente proveniente de la palabra “tornes”, una moneda de poco valor, “que pasa de mano en mano”). Asimismo, podemos recordar, en el contexto más cercano, algunos ejemplos elocuentes elegidos al azar de textos más próximos a nuestros días: la “Doña Bárbara” de Rómulo Gallegos, cuyo nombre cifra los impulsos atávicos de la protagonista; la fecunda onomástica de Galdós en Miau, por ejemplo, en el juego irónico logrado en el personaje “Mendizábal”; la “Yerma” de García Lorca, junto con tantos otros personajes elocuentes, especialmente de su teatro (Angustias, Martirio, Prudencia, etc.); el “Pampa” Arnedo, personaje de Nacha Regules, de Manuel Gálvez, cuyo apodo carga con la heredada carga negativa de la “barbarie”; el sugerente compadre “Alves” del cuento “A la deriva”, de Horacio Quiroga, a quien el protagonista pide socorro, símbolo – anagramático, esta vez - de la “selva”; o la trágica ironía contenida en el nombre del diácono “Salvador”, en el cuento “Los girasoles ciegos”, de Alberto Méndez, cuyo portador en cambio determina la fatalidad de los personajes, entre muchos otros ejemplos que salpican la historia literaria desde variadas coordenadas geográficas y epocales.

Más allá de estos extractos singulares recortados arbitrariamente de un universo casi infinito, lo importante es señalar que estos “nombres parlantes” - expresión usada por primera vez por E. Lessing en 1768, y recogida posteriormente por Lachmann y Muncker, en1884 (Calero, 1992: 909) -, de larga tradición literaria, aluden a los antropónimos (nombres de pila o apellidos) que aportan información específica sobre sus portadores, es decir, que anudan significado a la designación (Calero, 1992: 909).

Así, la onomástica literaria ha sorteado desde tiempos antiguos los debates y disyunciones en torno del nombre propio suscitados en la esfera del pensamiento lingüístico, jugando con la tendencia primitiva de entrecruzar los territorios de la referencia y el significado y explotando sus posibilidades semánticas y pragmáticas. Sin embargo, la importancia de los nombres propios en la poesía autoficcional – centro de nuestros intereses actuales - no radica (o no radica solamente, si tenemos en cuenta los poetas que explotan el valor connotativo de su nombre al incorporarlo a la poesía) en este aprovechamiento de los matices semánticos sino, especialmente, en la introducción del nombre de autor dentro de los textos literarios, como categoría poemática. [8]

Esta operatoria singular no es indudablemente un fenómeno ceñido a la literatura contemporánea, sino que data también de tiempos remotos. Ya en la literatura clásica, por ejemplo, como ha estudiado Colonna en el marco de la teoría autoficticia y como vimos previamente, dicha intromisión es ostensible en Luciano, al que podemos añadir a Catulo y otros autores que rastrea Carlos Edmundo de Ory, en su lectura pionera de “los que se nombran en poesía”, de 1945, como Propercio, Maximiliano u Ovidio (1945: 6). Posteriormente, en la Edad Media, lo vemos también en el Libro del Buen Amor, en Dante o en Berceo. En los Siglos de Oro, en los célebres casos de Garcilaso, Cervantes en su Quijote, las diatribas poéticas con nombre propio de Quevedo y Góngora, Lope y su alter ego, Tomé de Burguillos. Más recientemente, podemos destacar los poemas de Unamuno, en el modernismo, amén del caso famoso de Niebla. Luego, en la vanguardia, Luis Cernuda, Rafael Alberti o García Lorca. Posteriormente, Miguel Hernández, Dámaso Alonso, Luis Rosales; y, Manuel Alcántara, José Hierro, Blas de Otero, Ángel González, Gloria Fuertes, Gabriel Celaya o Gil de Biedma en la poesía social, hasta alcanzar las formulaciones más próximas, de la mano de Luis García Montero, Luis Antonio de Villena, Carlos Marzal, Manuel Vilas, etc.

Asimismo, excediendo el campo de la poesía española, desde nuestra orilla encontramos también dicha operatoria en poetas latinoamericanos y argentinos, entre los que pueden ser mencionados Jorge Luis Borges, Alejandra Pizarnik, Ernesto Cardenal, Nicanor Parra, César Vallejo, Roberto Bolaño, Joaquín Gianuzzi, Olga Orozco, Roberto Santoro, Fabián Casas, etc. [9]

Como señala José Luis Cano en su temprano artículo “La autonominación en poesía” (1971), en el marco de la lírica española contemporánea el mérito de señalar por primera vez esta estrategia corresponde a Carlos Edmundo de Ory, quien en el ensayo publicado en 1945 (que hemos citado más arriba y cuya voz elegimos para el epígrafe), titulado “Los que se nombran en poesía”, cita ejemplos de Valle-Inclán, García Lorca, Pemán, Manuel Machado, Miguel Hernández, Gerardo Diego, Dámaso Alonso y Rafael Montesinos (570, nota 2). Posteriormente, como indica el mismo Cano, Bousoño dedica un ensayo a la poesía de Dámaso Alonso en Papeles de Son Armadans, de 1958, destacando el frecuente uso de la autonominación, descripto por este autor como “un rasgo estilístico que sería seguido después por poetas posteriores […], convirtiéndose en una moda poética más de la poesía española de posguerra” (Cano, 1971: 570). Lucrecia Romera, por su parte, en su trabajo referido a la autonominación en la poesía moderna menciona un trabajo de 1958, de Frutos Cortés, quien desde la doble vertiente de la filosofía y la poesía asediaba dicha problemática en ejemplos de la obra de Pedro Salinas (2007: 585). [10]

Desde imaginarios, procedencias, estéticas, proyectos y efectos de lectura heterogéneos, pues, la autonominación en poesía constituye una operatoria que recorre transversalmente la tradición poética. No obstante, esta estrategia no funciona en todos los casos – valgan los nombres mencionados – de manera similar, ya que oscila, por un lado, entre el reconocimiento y la identificación biográfica, tendiendo lazos con la firma del autor (hacia el autor real), como también, por otro lado, cifra el extrañamiento, las distorsiones identitarias y borramientos subjetivos. En la primera esfera - polarizando grosso modo un campo plagado de singularidades, contrapuntos y aristas diversas -, este uso del antropónimo se conecta con formulaciones figurativas y humanizadas del sujeto, tendientes al “efecto de realidad” al que apuesta, por ejemplo, el proyecto historicista de los poetas sociales – con algunas notables excepciones, como el afamado caso de Gil de Biedma y sus célebres poemas de Poemas póstumos, “Contra Jaime Gil de Biedma” y “Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma”-. En el segundo, encontramos en cambio propuestas antagónicas, como las de Borges o Pizarnik, cuya autonominación acentúa en contraste las matrices metaliterarias y la conciencia ficcional de sus proyectos poéticos ahistóricos y antirrealistas.

Poema y nombre propio: autoficciones poéticas

“¡Pobre poeta perdido!

¡Pasar de ‘Sobre los ángeles’

a coplero del Partido!

Porque yo siendo coplero,

de ser Rafael Alberti

pasé a ser Juan Panadero.”

Rafael Alberti, Coplas de Juan Panadero

Más allá de los distintos matices o propósitos que alientan esta incorporación, lo cierto es que la presencia del nombre autoral como parte del texto literario dispara un universo de suspicacias e interrogantes que, como lectores, no podemos omitir. Eludiendo el inmanentismo del “texto cerrado”, esta elocuente intromisión hace estallar el texto, traspasando los órdenes sintácticos, semánticos, retóricos para llevarnos hacia la pragmática y el extratexto, habilitando un atractivo sinfín de dudas y sospechas. El uso del nombre de autor dentro del poema, como categoría textual, nos enfrenta entonces a un terreno doble: por un lado, atañe a la firma de la portada, y nos reenvía por tanto a una persona histórica y civil, al “autor” como sujeto institucional; por otro, a una construcción literaria, a un elemento regido por las leyes y protocolos de enunciación ficcional.

La aplicación de la categoría de “autoficción” en el género lírico representa pues una clave iluminadora y una apuesta novedosa, en especial al polemizar con el marbete más tradicional y controvertido de “poesía autobiográfica” o “autobiografía lírica”, en la senda abierta recientemente por Laura Scarano, Ana Luengo o Susana Reisz. La existencia – o, en el revés, la imposibilidad – de una lírica autobiográfica ha sido y es foco de discusión y reflexión en las últimas décadas. Tal noción se torna problemática porque reúne dos universos en tensión – realidad e invención – y, tras ellos, posiciones teóricas en pugna que, en sus fases más extremas, culminan en el confesionalismo y la identificación romántica entre sujeto lírico y poeta, por un lado, y en el inmanentismo tropológico y la imposibilidad de referencia postulada por pensadores deconstruccionistas o posestructuralistas (Barthes, Derrida, de Man…), por otro.

En un nuevo camino, en cambio, Luengo ha dedicado a la poesía uno de los capítulos del libro grupal del 2010, La obsesión del yo, titulado “El poeta en el espejo: de la creación de un personaje poeta a la posible autoficción en poesía”. En él, se propone estudiar la posibilidad de la manifestación de la autoficción en poesía, del mismo modo que se da en narrativa, a partir del recorrido por tres poemas representativos de diversas estéticas: el barroco, el modernismo y la poesía contemporánea. En ellos, observa la construcción poemática de un personaje de autor que, en los dos primeros, insinúa una tendencia que hará su eclosión en la poesía moderna, de la mano de Gil de Biedma en su poema “Contra Jaime Gil de Biedma”. Para la autora, “lo importante para determinar si se da la autoficción es ver si el autor aparece como personaje en el mismo espacio en que está la voz del yo lírico, de forma ficcional y marcado nominalmente” (265). Así, en esta propuesta Luengo se ceñirá al margen – un poco estrecho – que construye el citado poema biedmano: sólo en la yuxtaposición poemática de un yo lírico y un personaje nominado que coincide con el autor implícito, lo cual se logra a través de una “relación literaria paradójica, es decir: romper ese espejo a través de una metalepsis” (264). De modo que los derroteros para definir la autoficción poética seguirán los postulados en torno a la manifestación narrativa de dicha operación: la construcción poemática de un personaje puntualizado, con el mismo nombre del autor, diferenciado – en un nuevo nivel de recursividad - del yo lírico.

Susana Reisz, por su lado, publicó en 2008 el artículo “Nuevas calas en la enunciación poética”, en el que prosigue el derrotero abierto en 1985 con la conocida pregunta que dio título a sus reflexiones “¿Quién habla en el poema?”. Aquí, la autora retoma una de las definiciones más difundidas en torno a la autoficción, de Jaques Lecarme, quien postula la triple identidad nominal entre autor/narrador/protagonista y la inscripción genérica como las claves del género. En este contexto, Reisz considera posible la utilización de estas dos condiciones (pensadas para la narrativa) en la lírica. Para ello, apela al ejemplo del famoso poema de Vallejo “Piedra negra sobre una piedra blanca”, en el que la frase “‘César Vallejo ha muerto’ desaloja al yo del poeta que escribe ‘estos versos’ para poner en su sitio una especie de doble fantasmal perteneciente al pasado” (Reisz, 2008: 113). De tal suerte, la incorporación del nombre propio del autor, junto con el cambio de tiempos verbales y de persona gramatical, nos llevan a los lectores, “como en las novelas autoficcionales”, a “ perder toda esperanza de deslindar lo real de lo ficcional” (Reisz, 2008: 113). [11]

L. Scarano, por su parte, se referirá a la modalidad autoficticia en lírica teorizando respecto de este terreno novedoso en sus libros de 2007, 2012 y en el ya citado Vidas en verso: autoficciones poéticas, de 2014. En este último, en analogía con nuestra perspectiva, señala que (a propósito de la autobiografía), “cada vez se impone con más urgencia una revisión del concepto, que se atreva a definir su historia. Es así como se instala en el debate la pertinencia de la noción de autoficción, que apenas se ha aplicado en lírica” (Scarano, 2014: 58). De este modo, más allá de la proliferación de marbetes críticos que se recogen en el estudio en referencia al “fenómeno autoficcional” (autobioficción, auto(r)ficción, figuración…), se observa la irrupción del nombre de autor en la esfera literaria como una escritura bifronte, “que instala simultáneamente un pacto autobiográfico y ficcional” (2014: 62). Así, la aplicación matizada de la noción de “autoficción”, que rehúye encasillamientos excesivos, da cuenta de una “ficción autobiográfica, tejida de mitemas y autobiografemas” (2014, 62). Asimismo, en sus artículos de 2011 sugerirá los neologismos “metapoema autoral” y “metapoeta” para dar cuenta de esta identidad construida en el borde tenso de la fictividad y la referencia. En el camino que le provee la metapoesía, se propone instalar el concepto de “metapoeta” para designar ese personaje que se apropia de la biografía del poeta real, pero emerge en el contexto poemático:

(…) si llamamos metapoema al poema que se exhibe como tal, ‘poema sobre el poema’, y desnuda su carácter de artificio, el metapoeta es el autor-poeta que se pone en la piel del personaje-poeta, adquiriendo un estatuto ambiguo (en palabras de Manuel Alberca), de naturaleza ficticia, pero con deliberada intención de remisión referencial” (2011a: 2). De manera que “el autor que escribe al autor que escribe es una figura que sustenta esta categoría de metapoeta y funda una tipología específica, el poema abocado a exhibir y poner en primer plano al personaje autoral (2011a: 2).

En diálogo con este criterio amplio para pensar la categoría, pues, la utilización de “autoficción” en el marco del género lírico supone una redefinición del concepto. En primer lugar, al sustraerlo del terreno de la narrativa, al que ha sido atado de modo mayoritario; luego, al despojarlo de los ecos de la posmodernidad asociada al pensamiento deconstructivo, a los que la asocia su surgimiento en la Francia de los ’70; y, por último, al no estancarlo en los estrechos marcos de un “género” sino, en cambio, repensarlo como una operatoria o una modalidad que, a lo largo del tiempo y en los distintos géneros, reconocemos toda vez que una figuración literaria (sujeto poético, personaje, etc.) evoca de modo inequívoco al autor. Dicho reconocimiento surge especialmente a partir del nombre del autor, también con la mención de otros nombres propios (topónimos, parentescos, etc.), o con aquellos paratextos que reenvían de modo manifiesto al escritor (“autobiografía”, “autorretrato”, “dato biográfico”, etc.). No se trata de abocarse a la empresa detectivesca de buscar semejanzas y datos de la vida del autor esparcidos en la poesía, sino de reconocer los guiños que asoman ostensiblemente en la obra y que exceden su estatuto puramente verbal, proyectando una (re)creación de la figura de escritor en el plano ficcional. [12]

Esta tercera posición, pues, permite operar en una fluctuación que no reclama verdades o falsedades, conjugando – sin afán de resolución - territorios en conflicto, armonizados en el espacio del poema. Entre vida y poesía, autor y hablante, autobiografía y ficción, la inclusión del nombre propio en el poema abre el terreno hacia una valoración bivocal de esta clase de palabra tan compleja. Sus sílabas esconden un profundo misterio y un halo enigmático, en especial porque implican un trasfondo acechante que deja su huella en el poema: una presencia en el mundo.



[1] El presente trabajo recoge algunas de las conclusiones de mi Tesis doctoral, titulada Poetas in-versos: ficción y nombre propio en Gloria Fuertes y Ángel González , defendida en junio de 2014, en la Universidad Nacional de Mar del Plata, bajo la dirección de la Dra. Laura Scarano.

[2] Para ilustrar el uso singular de nombres propios dentro de textos poéticos, se utilizarán como epígrafes algunos poemas de poetas españoles del siglo XX que, en distintas épocas y desde imaginarios diversos, acuden a la sugerente estrategia de la autonominación poética. Así, Rafael Alberti, Federico García Lorca y Gloria Fuertes (ejemplos extraídos de un corpus amplio, como veremos más adelante), serán los autores elegidos para ver la incorporación del nombre de autor como categoría poética.

[3] Recordemos sin embargo que el trabajo de Colonna, de 2004 -y más aún su tesis doctoral, dirigida por Genette y titulada L’autofiction (essai sur la fictionalisation de soien Littérature), de 1989 - son anteriores al libro de Alberca, del 2007 (aunque sus primeros trabajos en torno del tema son de la década del 90). Por lo tanto, las diversas manifestaciones de la autoficción que propone Colonna son previas a las que ya hemos descripto de la mano del español, aunque no las repetiremos por las similitudes entre ambos planteos.

[4] Todas las traducciones del trabajo de Colonna corresponden a Francisco Aiello.

[5] La “metalepsis” en definida por Genette en su libro homónimo como “manipulación – al menos figural, pero en ocasiones ficcional - de esa peculiar relación causal que une, en alguna de esas direcciones, al autor con su obra, o de modo más general al productor de una representación con la propia representación” (2004: 15); “su ámbito se extiende a muchos otros modos, figurales o ficcionales, de transgredir el umbral de la representación” (2004, 16).

[6] Reflexiona Lejeune en una entrevista reciente que la autoficción propiamente dicha – aunque ahora se utiliza en un sentido más laxo, para referirse a un espacio intermedio entre los dos géneros – surge esencialmente de una combinación de la forma novelesca con una promesa: “la promesa de decir la verdad, promesa contenida en la coincidencia entre el nombre del autor y el protagonista” (2005: 15).

[7] Amaro hace referencia en su tesis doctoral a la importancia de esta clase de palabras, desde tiempos antiguos y hasta nuestros días, siguiendo a Weintraub en muchos de sus postulados: “como otros elementos del patrimonio, el patronímico constituye desde antiguo un signo de poder. En el mundo clásico, por ejemplo, ‘para gozar de una buena vida, se dependía del bienestar y caudal del oikos o patrimonium de la familia. Más importante era lo que se tenía que lo que se podía ser, y sólo los nobles tenían un nombre propio’. El resto eran los ‘proletarios’, una vasta masa de ‘sujetos innominados’ cuya única posesión era su prole. En las sociedades actuales, no pocas luchas giran en torno al ‘reconocimiento’ de los hijos nacidos fuera del matrimonio: el don que el padre hace al hijo de su nombre tiene una serie de implicancias económicas y sociales” (Cfr. Amaro, 2003: 83).

[8] La convivencia de designación y connotación en el uso de nombres propios dentro de textos poéticos ha sido una de las líneas de exploración centrales de mi Tesis doctoral, abocada a estudiar las obras poéticas de Gloria Fuertes y Ángel González. Ambos poetas (en especial la madrileña) explotan profusamente el valor semántico de su antropónimo, jugando con su bivalencia como nombre propio y sus múltiples acepciones como sustantivo (Gloria, Ángel) y como adjetivo, en el caso de “Fuertes”. Asimismo, otros autores han apelado asimismo a este juego anfibológico entre sustantivo común y nombre propio, por ejemplo Blas de Otero o Nicanor Parra, en cuyos nombres coexisten también los fueros designativos con la evidente carga semántica de ambos.

[9] Recientemente, ha sido editado el libro de L. Scarano Vidas en verso. Autoficciones poéticas, en el que se incluye una Antología de poemas con nombre de autor en lengua española, tanto de poetas españoles como latinoamericanos, resultado de un Seminario de posgrado dictado en la UNMDP en el año 2012 y del que participé. Muchos de los nombres que incluyo aquí, por tanto, son afines al proceso de búsqueda y lectura que realizamos grupalmente en dicha ocasión y que se recogen en el mencionado libro.

[10] Como indica la autora, dicho trabajo, titulado “La nominación poética”, fue publicado en Creación filosófica y creación poética, J. Flors, Barcelona, pp. 167-176.

[11] Es importante destacar, no obstante, que más allá de este ejemplo puntual que la autora incorpora en el final del artículo, en el que aparece el nombre propio del poeta como parte del poema, la autoficción en poesía, para Reisz, pareciera referirse a toda vez que el autor, el enunciador y el “héroe” (o “voz poemática”) no se distingan claramente, como sucedería por ejemplo en el caso del monólogo dramático, en el que aparece un personaje con señas de identidad claramente diferentes de las del poeta, situación a la que la autora atiende minuciosamente. Así, no queda clara la necesaria intromisión del nombre propio del autor como parte del poema como condición para la autoficción en poesía, centro de los planteos – en cambio – de las otras autoras abocadas a pensar la modalidad autoficticia en el género lírico, cuya mirada suscribimos.

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