LA AUTOFICCIÓN COMO ESPACIO DE RE-CONSTRUCCIÓN DE LA MEMORIA

María Cristina Dalmagro*

Resumen

La vacilación entre lo novelesco y lo autobiográfico, la necesidad de auto-expresarse, pero sin caer en la exposición que supone una autobiografía clásica, la necesidad de transparencia pero falta de convicción para atreverse a desenmascararse totalmente, rasgos presentes en muchos textos narrativos, condujo a los teóricos a reflexionar sobre la cuestión, discutir categorías y nociones consagradas, acuñar nuevos términos e intentar ajustar caracterizaciones. Hasta el momento, predomina el uso del término “autoficción” relacionado con la idea de ambigüedad, de vacilación, de cruce de fronteras entre lo real y lo ficcional. En este trabajo proponemos reflexionar sobre cómo la categoría de autoficción resulta un espacio privilegiado para la reconstrucción de la memoria individual y colectiva de los protagonistas-autores de las narraciones consideradas. Nos detenemos particularmente en la relación figurativa entre un yo pasado y otro presente, que convoca dos tiempos, dos espacios (el público y el privado). Analizamos en forma acotadaLas cartas que no llegaron (2000) de Mauricio Rosencof, Solo los elefantes encuentran mandrágora (1986) de Armonía Somers y Su pequeña eternidad (2005) novela de Teresa Porsecanski. En el caso de este último texto, complementamos la lectura con el aporte teóricos de los estudios de neurociencia que analizan la relación entre memoria-autorrepresentación.

Abstract

Hesitation between the fictional and the autobiographical, the need for self-expression, but without falling into the exhibition of a classic autobiography, the need for transparency but lack of conviction to dare to unmask completely, features present in many narratives, led theorists to ponder the question, discuss and consecrated notions categories, coining new words and try to adjust characterizations. So far, the predominant use of the term "autoficción" related to the idea of ​​ambiguity, of hesitation, crossing borders between reality and fiction. We propose to reflect on how the category of autofiction becames a privileged espace for the reconstruction of individual and collective memory of the protagonists-authors of narratives considered. We stop particularly in the figurative relationship between a past and a present, which announces two times, two spaces (public and private). Las cartas que no llegaron (2000) from Mauricio Rosencof, Solo los elefantes encuentran mandrágora (1986) from Armonía Somers and Su pequeña eternidad (2005) from Teresa Porsecanski. In the case of the latter text, our reading is complemented by the theoretical contributions of neuroscience studies that examine the relationship between memory and self representation.

Palabras clave : autoficción- memoria individuarl- memoria colectiva- ambigüedad

* Dalmagro, María Cristina. Dra. en Letras. Mg. en Literaturas Latinoamericanas. Profesora Titular en la Facultad de Lenguas, UNC. Directora de proyecto acreditado en SECyT, UNC. Directora Maestría en Culturas y Literaturas Comparadas. FL, UNC. mcdalmagro@gmail.com. Recibido 06/05/2015. Evaluación 13/07/2015


Sobre el término autoficción y sus alrededores

Largo camino ha recorrido ya el término “autoficción” y sus distintas derivas. Diversos autores han ensayado una caracterización que, hasta el momento, no termina de redondearse. Y esto es así porque consideramos que es, justamente, la indefinición, la ambigüedad, la complejidad y el cruce de fronteras, de todo tipo son características de la época contemporánea. Muchos son los críticos que han intentado trazar un recorrido y esbozar su “propia” definición del término y, al hacerlo, en varias ocasiones, crean un nuevo nombre que, en definitiva, solo aporta como novedad uno cuyo contenido no difiere del de los sustituidos. Podemos enumerar varios de ellos: “auto(r)ficción” (Vera Toro et al., 2010), “figuración del yo” (Pozuelo Yvancos, 2010), “autonarracción o autofabulación” (Gasparini, 2008), “ficción autobiográfica” (Lejeune, 1975), “autobiografía estética” (Nalbantian, 1997), por mencionar solo algunos de ellos. Ya hemos realizado una reflexión sobre este tema y algunas precisiones teóricas que en su momento consideramos oportunas [1] pero, a partir de entonces, las publicaciones en torno a la autoficción se han multiplicado, así como también lo hicieron los eventos científicos cuyo eje gira en torno a la autoficción. Por tal razón, para este trabajo, procuramos revisar varias de dichas publicaciones y actas de congresos con el fin de ajustar también la perspectiva personal. [2]

Lo que hasta el momento queda claro, al menos para nosotros, es que, según consigna Ana Casas en su artículo “El simulacro del yo: la autoficción en la narrativa actual” (2012), “el término autoficción… resulta extremadamente lábil como concepto. Bajo él encuentran acomodo textos de muy diversa índole, que tienen en común la presencia del autor proyectado ficcionalmente en la obra (…), así como la conjunción de elementos factuales y ficcionales, refrendados por el paratexto…” (Casas, 2012: 11)

En este contexto, bueno es reconocer, junto con Alberca, que la palabra “autoficción” inventada por Doubrovsky, es la que se ha impuesto. Afirma Alberca, cuando hace mención a un escritor inglés, Stephen Reynolds y a un término acuñado por él, “autobiografiction” (autobiograficción) que:

No consta que Doubrovksy conociese el término de Reynolds, pero, si lo conocía, supo meter la tijera y dejarlo a la medida de los dictados de la moda y de la eficacia publicitaria. ‘En el principio fue el Verbo…’ y el acierto de Doubrovsky comenzó por la elección de un logo imbative. El francés logró un neologismo ágil, rotundo, sintético y expresivo. ¡Chapeau, Mr. Doubrovksy!” (Alberca, 2010: 46).

Lo cierto es, entonces, que la autoficción comparte su característica de “ambigüedad” tanto en su definición cuanto en sus consideraciones críticas. La noción de “pacto ambiguo” que acuñara Alberca en sus primeros trabajos, sigue funcionando como bisagra que permite el paso entre lo novelesco y lo referencial, entre la novela y la autobiografía, entre lo factual y la manera novelesca de narrar esos hechos. Ese pacto de lectura se activa cuando se desmontan estrategias narrativas que cruzan datos empíricos con ficcionales. Depende, en gran medida, de momentos particulares en la recepción y tipos particulares de lectores. Al respecto, Louis Annick habla de “textos sin pacto previo explícito” porque se trata de textos que, de acuerdo con las experiencias de recepción, se colocan de uno u otro lado de la frontera (novela o autobiografía) (Annick, 2010: 73). Se trata, sostiene, “de una situación de recepción con un anclaje textual: un fenómeno cuya constitución depende de la reunión de dos dimensiones, una textual, la otra de recepción. Por ello marcan una realización estética, lo cual es un modo de describir una situación que se construye en la interacción de dos dimensiones…” (Anick, 2010: 77).

Sirva lo que antecede solo como plataforma teórica amplia, compleja y diversa para abordar tres novelas de escritores uruguayos que hemos seleccionado para ejemplificar esta problemática desde distintas aristas. Las novelas son: Las cartas que no llegaron, de Mauricio Rosencof (2000); Solo los elefantes encuentran mandrágora de Armonía Somers (1986) y Pequeñas eternidades de Teresa Porzecanski (2004). Es posible enmarcar a las tres novelas como autoficcionales. En las tres el grado de referencialidad es diferente, razón por la cual se estableció el orden de presentación. [3] Haremos foco en la relación entre vida, memoria y configuración del sujeto en la escritura, deteniéndonos específicamente en la relación figurativa, entre un yo pasado y otro presente, que convoca dos tiempos, dos espacios (el público y el privado), el desliz entre lo factual y lo ficticio en la configuración de un sujeto autobiográfico-ficcional que oculta otro, enmascarándolo o desfigurándolo mediante un juego de verdades y de fugas. La autoficción se convierte en un espacio escritural que permite la reconstrucción de la memoria individual y colectiva de dichos sujetos, tal como procuraremos ejemplificar con nuestro texto.

Para el caso particular de Pequeñas eternidades, consideramos necesario complementar el marco teórico sobre la autoficción con otras lecturas críticas que realizan importantes aportes para pensar la relación memoria-sujeto autoficcional. Tales son las que conectan los estudios sobre la memoria y su estetización en la escritura literaria, y, específicamente orientaciones críticas que toman como base a las neurociencias (Kandel, 2007; Nalbantian: 2003).

Tres casos, tres escritores uruguayos

  1. Mauricio Rosencof: la palabra como lazo de unión de espacios y tiempos

Las cartas que no llegaron , de Mauricio Rosencof [4] , novela publicada en el año 2000, es la narración de una vida a partir de un momento de crisis, disparador clásico de la ficción autobiográfica. La novela se organiza en tres partes: “I. Días de barrio y de guerra”; “II. La carta” y “III. Días sin tiempo”. En la primera parte, la voz narrativa es la de un niño, apodado Moishe, hijo de inmigrantes polacos judíos que recalaron en Montevideo tras la primera guerra mundial. Recuerda su casa, sus juegos, sus amigos y, sobre todo, recuerda el hecho más significativo para su familia: recibir cartas. El relato se organiza en apartados que unen y distancian a la vez tiempos, espacios y situaciones vitales. El título mismo del apartado, “Días de barrio y guerra” (énfasis propio), aglutina en sus especificadores, a ambos espacios. Se construye narrativamente en la alternancia entre los recuerdos del niño, de su casa, de su pobreza, las acciones cotidianas y la transcripción de fragmentos de cartas, breves, que sugieren más que lo que dicen. Las cartas vienen de parientes que quedaron en una Europa asolada por la guerra, víctimas del holocausto, que van describiendo, en cada fragmento transcripto, el avance de la desolación.

La alternancia está marcada por blancos tipográficos que logran dar un movimiento tenso al relato. La voz del niño se encuentra atravesada por la dureza de una realidad que, desde su mirada inocente, no alcanza a comprender. La frecuencia de la recepción de las cartas se espacia hasta el día en que dejan de llegar, e Isaac, el padre del niño, centra su vida en la nostalgiosa espera del paso del cartero: “El que no vino más fue el cartero. Bueno, venir, venía. Pero lo que yo quiero decir es que a casa no venía. Papá lo esperaba en el balcón… Las cartas que esperaba mi papá no llegaron nunca (Rosencof, 2000: 14), algo que ya había anticipado uno de los “parientes” que las escribía: “Estas cartas nunca te van a llegar, Isaac. O te van a llegar cuando ya no estemos, y entonces será para nosotros una forma de estar.” (Rosencof, 2000: 41) O bien: “Tal vez estas cartas las escriban otros. Que Moishe sepa que también son nuestras, para que sepa qué fue de sus tíos, de sus primos, de sus abuelos. Queremos formar parte de su memoria, Isaac. Cada uno de nosotros es cada uno de todos los demás.” (Rosencof, 2000: 42).

Las cartas se erigen en un legado, en un puente de unión que trasciende no solo la distancia sino también la muerte. Son una forma de dejar huellas.

A medida que se avanza en la novela, percibimos que la carta no es solo un modo de permanecer sino también el lugar de la reflexión, de la construcción de una identidad, de la búsqueda de sí mismo y del otro. La memoria activa recuerdos y se tienden lazos de unión entre distintos tiempos y espacios.

La voz narrativa de la segunda y tercera parte de la novela es la de Mauricio (el Moishe) en su adultez y las escribe desde la celda en la que estuvo confinado durante la dictadura uruguaya. En este punto, las conexiones entre ese protagonista de la ficción y el autor empírico son más que evidentes. El padre y el hijo, uno por lejano, otro por estar privado de su libertad, esperan y escriben cartas y las escenas de la vida cotidiana, la madre, su jardín, sus amigos, su padre, lo dicho y lo no dicho, sobre todo lo no dicho, afloran en la escritura. La palabra nuevamente se convierte en el lazo de unión, es la mediadora de la confesión de sentimientos que antes nunca se había logrado transmitir. Todo es emoción. A tal punto que no solo hay referencias indirectas a la actividad política de su protagonista pues se privilegian vivencias íntimas, subjetivas y la escritura gira en torno a la necesidad de restablecer filiaciones e identificaciones, recuperar eslabones perdidos. Los tiempos se unen en el recuerdo y la escritura es el espacio de reconstrucción de una subjetividad armada a partir de la recuperación de la memoria.

Eso es lo que diferencia esta novela de Las vidas de Rosencof (2001), entrevistas realizadas por Miguel Ángel Campódonico, reorganizadas y publicadas a modo de investigación periodística. Muchos de los datos que permiten establecer correlaciones entre el protagonista de Las cartas… y el autor empírico se corroboran tras la lectura de este texto (el nombre propio, el de su padre, madre, la muerte de su hermano, inclusive el nombre de la calle de su casa, el de su amigo Fito, el de su hija y hasta el de su nieta, a quien le dedica la novela en el epígrafe). Y muchos otros nexos más que no consignaremos ahora, pero que permiten ir cotejando palmo a palmo las situaciones personales y familiares de un hombre que ha logrado plasmar estéticamente sus reflexiones, sus angustias y sus deseos.

La novela es, por tanto, un claro ejemplo de “autoficción”, aunque no cumpla con el principio sostenido por la mayoría de sus teóricos sobre la necesaria identidad autor-narrador-personaje. Se trata de la reconstrucción estética de una vida, su narración. En este punto, convocamos a Georges Gusdorf, uno de los primeros en teorizar sobre la escritura autobiográfica quien sostiene, en su clásico artículo “Condiciones y límites de la autobiografía” que: “sus temas esenciales… son los elementos constituyentes de la personalidad de quien relata y que la autobiografía es uno de los medios del conocimiento de uno mismo, gracias a la reconstitución y al desciframiento de una vida en su conjunto....” ([1956]1998: 14). Para Gusdorf, esta recapitulación de las etapas de la existencia obliga al narrador a “situar lo que yo soy en la perspectiva de lo que he sido”. Afirma:

Mi unidad personal... es la ley de conjunción y de inteligibilidad de todas mis conductas pasadas, de todos los rostros y de todos los lugares en los que he reconocido signos y testigos de mi destino...La autobiografía es una segunda lectura de la experiencia y más verdadera que la primera, puesto que es toma de conciencia: en la inmediatez de lo vivido me envuelve el dinamismo de la situación, impidiéndome ver el todo. La memoria me concede perspectiva y me permite tomar en consideración las complejidades de una situación, en el tiempo y en el espacio (Gusdorf, 1998: 13).

Tal es lo que se plasma en la novela de Rosencof en la cual los objetos empíricos y simbólicos mantienen viva la memoria. Son, en todos los casos, objetos mediadores del recuerdo. De tal manera, la expresión autoficcional suele manifestarse cuando un suceso actual parece ser reminiscencia o prolongación de un suceso ya pasado, es decir, cuando puede establecerse vínculo de causalidad o continuidad entre dos sucesos, el presente y el pasado. El pasado, entonces, se reorganiza presentizado. En Las cartas…, cuando el joven Moishe está en la cárcel, rearma mentalmente y también afectivamente, el mapa de sus recuerdos, los convoca deliberadamente y los ordena: la casa, el patio, las plantas de su mamá, las anécdotas con su amigo Fito, la repercusión de la muerte de su hermano, las comidas, los olores, el barrio, los parientes. Los recuerdos están configurados por el momento presente y por la impresión psíquica del recuerdo individual, al igual que el momento presente está configurado por recuerdos, los cuales establecen una relación significativa entre lo que sucedió y lo que está sucediendo.

En Las cartas… el presente es el del protagonista preso en las cárceles de la dictadura uruguaya. Mauricio realiza un viaje hacia el origen: va a Polonia, recorre lo que queda de los campos de concentración, rastrea nombres en la guía telefónica para encontrar algún vestigio de algún antepasado; pero “su” origen no solo está en la recuperación de sus lazos familiares sino que está, fundamentalmente, en la reconstrucción de la relación padre-hijo, motivo central de sus cartas desde la prisión. No importa si llegan o no, lo importante es plasmar el sentimiento en las palabras y de esa manera mantener viva la memoria.

Cabe aclarar que el único destinatario de las cartas que escribe desde la prisión es su padre, su “Viejo”, con quien mantiene un diálogo imaginario, interlocutor silencioso –como lo ha sido durante toda su vida-. Le pregunta a cada paso: “Cómo era, Viejo, la casa donde nació León; cómo era mamá y cómo eras vos, Viejo; qué tomaban, guindado, vodka o qué; y si hubo fiesta y estaban tus papás y los de mamá y los tíos; qué comieron…; si alguien tocó el violín y el acordeón, si bailaron, si vos bailabas ahí… cómo era la cama… (Rosencof, 2000: 59).

Los recuerdos identifican situaciones. El presente se une con el pasado para contrastar, comparar e identificar. “Y te cuento porque acá siempre son las nueve, papá. Pero sin cama” (Rosencof, 2000: 62). Además, esos recuerdos tienen también otra función: identificar a quienes han compartido la misma experiencia. Tal el caso de la primera visita de su padre a la cárcel y la imposibilidad de reconocer a su hijo, por tan cambiado que estaba. “…’él no es mi hijo, ¿dónde está mi hijo?’ y te hicieron sentar en la mesa frente a mi y te conté, te conté de los tallarines de mamá y de la cama de León y de toda la casa donde vivíamos y que yo era Moishe y que la gata se llamaba Miska y…” “…y vos callado llorando bajito como ahora papá que sabés que yo soy yo y terminaron los diez minutos” (Rosencof, 2000: 63-64).

La memoria también reconstruye la imagen materna: “Vos sos, en mi memoria, el aroma del tuco y las cretonas, vos sos la casa, mamá, cómo no se dieron cuenta de que vos eras la casa, que al echarte a vos era echar la casa, cómo. Y sin embargo, al asilo.” (Rosencof, 2000: 121).

A la vez que activa sus propios recuerdos, escribe a su padre pidiendo más recuerdos. Pide que le cuente, “quiero más memorias, más de la tuya, contame, tenemos que hablar” (Rosencof, 2000: 69) y siente nostalgia por la falta de diálogo, por todo aquello que se podrían haber dicho y nunca se dijeron. En el presente de la escritura, desde una celda, con la sola mediación de la palabra escrita, ese diálogo se recupera y con él se recuperan vínculos, eslabones generacionales, retazos de una historia personal y familiar que se va armando a modo de rompecabezas.

El acá y el allá se invierten. El acá se asimila al allá del getto: silencio, soledad, encierro, violencia: “Y hoy acá, Viejo, recorriendo el mundo a tres pasos cortos media vuelta tres pasos cortos media vuelta tres pasos cortos, y eso no te lo cuento, ¿para qué?” (Rosencof, 2000: 72).

El significado de la carta escrita o recibida en la celda se identifica con el de las que escribieran sus abuelos y tíos en el getto. Se cruzan los recuerdos narrados por el niño en la sección I y por el adulto desde la cárcel (partes II y III). Y se reiteran insistentemente algunos hechos, como si los quisiera grabar en la memoria. Pero, en el ahora de la adultez, la nostalgia no lo es solo de la infancia, de los parientes lejanos sino también de la libertad y del encuentro:

…en el Más Allá del Muro hay fax, teléfono, e-mail, el avión en medio día sin escalas te las entrega en mano propio. La carta, afuera, hoy, es lo de menos. Acá, lo de más. Te autorizan una cada quince días, en una carilla, letra de imprenta, donde no se puede decir nada más que está todo bien: la salud, el tiempo, mamá… (Rosencof, 2000: 75)

La intensidad que se logra en esta escritura es tal que permite la identificación entre ambos: “Creo, papá, que te escribo para escribirme. Me escribo como si me hablara; que vos no estás en los objetos ni en La Paz… no Viejo, lo que hoy, lo que hoy por hoy siento, es que yo, hoy, soy vos. Viejo. Quiero ser vos, por momentos soy vos, no siempre, por eso tantas preguntas, para saber, para saber lo que fuimos,…” (Rosencof, 2000: 96).

Es importante también referirnos –aunque sea solo una breve mención- a otro fuerte lazo de unión entre el pasado y el presente: las fotos. Según se relata, permanecieron guardadas en una caja de zapatos y son la única evidencia de la existencia real de esas personas: sus abuelos (mámele y búbele “Ahora ya sé. Las búbeles son las mámeles que están en una foto.” (Rosencof, 2000:37)-, sus tíos, sus primos. Dice el protagonista en una de sus cartas: “Mi mamá tiene una pila de fotos así de grandes adentro de una caja de zapatos. (…) Y mi mamá, en la caja de zapatos tiene a las hermanas de ella, a la mámele, que es la mamá de ella, de mi mamá; y mi mamá me llama y con un dedo dice: ‘¿Esta es Irene y esta Anna, que tiene los niños?” (Rosencof, 2000: 25).

Son tan importantes como elementos de religación que la novela se cierra con la reproducción de serie de fotos familiares. Algunas de ellas son las mismas que se reproducen también están en el libro de las entrevistas, lo que corrobora una vez más la conexión entre ambos textos, y, con ello, entre autor empírico-personaje de la novela.

En Las cartas que no llegaron Mauricio Rosencof ficcionaliza lo que enuncia después en sus entrevistas, el hecho de que en la prisión escribía cartas para “construir una coraza emocional, trece años preso” (Campódonico, 2001: 243). Y esa coraza, formada por recuerdos y modulada por la nostalgia es la que le permitió mantenerse vivo y reencontrarse con sus más profundas raíces. Ahora Inés, su nieta (a quien dedica la novela), y nosotros, sus lectores, somos los destinatarios de su mensaje.

  1. Armonía Somers: las múltiples capas de la memoria individual y social

Temor por la certera posibilidad de desaparecer (morir) sin dejar huellas y con ello, la desmemorización total. Tal es la crisis que vivencia Sembrando Flores Irigoitia Cosenza (Fiorella), la protagonista de la novela Solo los elefantes encuentran mandrágora de la escritora uruguaya Armonía Somers, publicada en 1986, aunque escrita durante los años 1973 y 1976. Un presente de crisis, individual y social; ambos cuerpos enfermos, el del la sujeto protagonista por padecer una enfermedad (Quilotórax) que la coloca al borde de la muerte y el de la sociedad uruguaya, en crisis al borde de la dictadura. Este sujeto social está, como la protagonista, igualmente amenazado, desintegrado, atravesado por el caos y la muerte sin sentido. Es el Quilotórax como enfermedad (la que padece la protagonista y la misma que padeció Armonía Somers) y también como metáfora: “el Quilotórax en Montevideo” (la Dictadura). Es la presencia destructora de la muerte compartiendo espacios con la vida, acechando a cada paso y dejando regueros de cadáveres en las calles de la ciudad de Montevideo. Es, por lo tanto, crisis personal y también histórica y colectiva. Estos serán los dos hilos que tensaremos en en forma acotada en este apartado.

Este presente de crisis se convierte, también en esta novela, en el disparador de la memoria y con ella, de la necesaria acción de “contar la vida”, de configurar una ficción autobiográfica y, por medio de la palabra, reconstruir la identidad fragmentada e intentar encontrar sentido a esa vida –aunque sin lograrlo-.

Por el relato de Sembrando Flores desfilan recuerdos de la más variada naturaleza que actualizan momentos, espacios, rostros, afectos, tensiones, acontecimientos o reflexiones que van configurando un sujeto en el que se combinan múltiples “capas” que se fusionan en la simultaneidad del momento presente. Ya en la particular historia clínica de la enferma, cuyos datos tienen que ver más con la conformación de un sujeto autoficcional que con los requerimientos médicos, se menciona, en el renglón “ocupación”, la de “trabajar con recuerdos” (Somers, 1986: 16). Esta historia clínica [5] es, condensada, la historia de “su” vida. La atraviesan las líneas temáticas fundamentales de la novela: la ambigüedad de su nombre, su relación particular con las lecturas (en especial Dante y la biblioteca de su padre anarquista que se hace presente en forma de intertexto explícito o implícito a lo largo de la novela), los conflictos ideológicos producidos por la doble vertiente del catolicismo materno y el anarquismo paterno, su vinculación con un espacio valorado como positivo, el campo y una familia habitante de ese espacio, los Cañas, en quienes se condensa lo regional, lo incontaminado, lo inocente; la búsqueda permanente de la Mandrágora, “la existencia de lo inexistente” (Somers, 1986: 143) –solo reservada para los elefantes-, la importancia del aljibe y su relación con las profundidades de su yo y, como dato único de su presente, solo la crisis producida por la enfermedad y sus “síntomas actuales: “cierta combinación brutal de tos... un sentirse desfallecer” (Somers, 1986: 16).

La extensión del presente artículo no permite profundizar en las múltiples y diversas modalidades autoficcionales que se presentan en la novela. A ellos nos hemos dedicado en un largo trabajo precedente (Dalmagro, 2009) en el cual se han caracterizado, definido y analizado las estrategias textuales, la “utilización de datos biográficos auténticos junto a otros inventados, la unión de datos comprobables con otros incomprobables, verdaderos o ficticos/falsos (…)” (Alberca, 2004: 249) y cómo funciona dicha ambigüedad en relación con los pactos de lectura.

Para organizar y acotar el presente apartado, tomaremos solo dos aspectos que giran en torno a la función de la autoficción como espacio de reconstrucción de una memoria que, en su intento de encontrar alguna explicación a la situación de crisis presente, vuelca su mirada hacia atrás y logra, a partir de la ilación de algunos cabos sueltos, ordenar parte de una historia personal pero también fragmentos de historia colectiva, sobre todo en referencias a hechos históricos concretos que se colocan en una línea de continuidad que, al leer el pasado en clave alusiva permite leer el presente en la misma clave.

Conocimiento de sí y reconstrucción de la historia individual

Dos son los paliativos a los que recurre la protagonista durante su internación en el sanatorio para sobrellevar su estado de crisis, demorar su final y dejar huellas. Por una parte, la activación selectiva de su memoria manifestada en la necesidad de narrar su vida, en forma oral o escrita a través del dictado de Cuadernos o cartas, y, por otra, la lectura compulsiva del folletín El manuscrito de una madre (La novela del Conde, tal como la menciona Sembrando Flores una y otra vez).

La reconstrucción de su historia personal está conformada por los recuerdos que tienen que ver sobre todo con su infancia y su adolescencia, construidos con fragmentos marcados temporal, espacial o afectivamente; a veces por la edad de la protagonista, otras por los lugares recordados, los espacios habitados, las lecturas, los protagonistas o los acontecimientos sucedidos. No es posible organizarlos en estricto orden cronológico pero sí elaborar una línea temporal que abarca desde antes de su nacimiento hasta el fin de su adolescencia. Todo esto en permanente alternancia con el presente de la enunciación del relato (o del dictado de las memorias-cuadernos) que coincide con el presente de su internación en el sanatorio y que se marca temporalmente como “muchos años después”. Este presente se organiza, a su vez, en períodos “cromáticos” que tienen que ver con distintos momentos de la enfermedad de la protagonista (aspecto que no abordaremos en este trabajo).

En este presente de la enfermedad toma cuerpo lo que identificamos como uno de los paliativos: la lectura en forma compulsiva (realizada por Sembrando Flores o por Ángel) de la misma novela que su madre le leía a una mujer llamada Abigail de la Torre. Se trata del folletín de Enrique Pérez Escrich El manuscrito de una madre, publicado en España en 1879, el cual se constituye en el intertexto fundamental (entre los innumerables intertextos que configuran la compleja trama narrativa de la novela). Esta lectura permite establecer una religación “literaria” entre madre e hija. A su vez, algunos de los recuerdos están claramente tamizados por la imaginación. Por ejemplo, cuando narra el noviazgo de su madre Marianna con su “futuro” candidato (con el cual no se casó), la posterior elección de quien sería su padre y cuando “recuerda” su nacimiento (Somers, 1986: 44). Bajtin analiza la imposibilidad de ese tipo de vivencias: “En mi vida, que es vivida por mí interiormente, no pueden vivenciarse por principio, los acontecimientos de mi nacimiento y de mi muerte...” (Bajtin, 1982: 97). Es evidente que aquí se pone en juego la maquinaria de la imaginación, la fantasía que campea en toda la novela. Lo mismo sucede cuando intenta encontrar alguna explicación a su enfermedad y le encuentra raíces “literarias”, desafiando las afirmaciones de la ciencia: “Las novelas de Abigail traspasadas a las memorias del feto por la sangre de la madre habían tenido tanta gravitación en sus fuerzas creativas como cualquier sustancia específica, allí radicaba todo” (Somers, 1986: 228).

La acción permanente de este sujeto de “...intentar el juego al revés con las agujas del reloj...” (Somers, 1986: 199) actualizando vivencias de su “paraíso perdido” no es solo traer al presente los recuerdos, voluntaria o inconscientemente (producto de anestesias, calmantes o dolores) sino que es también dejar constancia de su paso por la vida, de su haber sido cuando ya no sea. Por eso cuenta a un “otro” su vida. La primera destinataria es la mujer que la cuida, Ángel, identificada casi al final de la novela con la Victoria von Scherrer, la “editora” de los Cuadernos, aunque los destinatarios también son los médicos, las enfermeras, algunas visitas, otros pacientes, inclusive, cuando no tiene quien escuche su relato, será una mariposa muerta. La palabra oral o escrita le permite también dejar huellas de su existencia. [6]

La subjetividad de ese sujeto protagonista se va configurando, entonces, mediante estrategias narrativas que privilegian la alternancia y la fragmentación, aparentemente caótica entre el aquí y ahora de la enfermedad (enfermedad padecida también por la autora empírica y de la cual dan cuenta diversos documentos) y el “entonces...”, el “hace tiempo....”, el “allí” del espacio-tiempo de la memoria.

Siempre el punto de partida de la evocación es un “hecho empírico” del presente de la enfermedad: una inyección, una pastilla, una anestesia, una reacción del cuerpo, alguna visita, la presencia de enfermeras o médicos, distintas agresiones de la ciencia, según la forma de entender su tratamiento por parte de quien lo padece. En este procedimiento narrativo privilegiado, la presencia del intertexto de Proust es una constante; ya no es el sabor de la magdalena, pero sí puede ser el ruido de una cuchara o de una mesa de hospital con la comida o con los instrumentos lo que dispara los recuerdos de otras épocas y lugares. Son numerosos los ejemplos que podemos proporcionar, entre ellos: “... mientras un aguijón como de abeja africana se le hendía en la espalda, la mujer de la ficha esotérica empezó a recordar en su autodefensa cosas de varios días antes tal si hubieran ocurrido en la otra vida... “(Somers, 1986: 23) (énfasis propio).

La memoria se activa por algún corte, marca o violencia ejercida en el cuerpo propio y confiere densidad al presente, oportunidad y soporte no solo de la presentación repetida de los hechos pasados sino también de las interpretaciones de estos hechos. En la infancia está su ser armónico, el hoy es ser estallado, fragmentado en porciones que resulta imposible restaurar: “Porque ella creyó ver un atardecer anaranjado sobre cierta isla. Pero lo más extraño era tenerse a sí misma tan lejos, en una espectacular versión de la entropía en que todo su ser armónico de antaño había estallado” (Somers, 1986: 31) (énfasis propio).

Las explicaciones de ese ser que se es las encuentra en los legados contradictorios que conforman su identidad: el materno, a través de la lectura del folletín, su vida en el campo, su espíritu bondadoso, católico, y el paterno, también a través de la lectura, pero de los libros de su biblioteca anarquista sumado, al recuerdo de la presencia de sus amigos, de las discusiones, de sus actitudes y formas de vida. Todo esto va conformando sedimentos que se actualizan disparados justamente por ese cuerpo estallando del presente y por el temor a morir. Nuevamente los datos contextuales permiten identificar el funcionamiento autoficcional del relato. En varias entrevistas Armonía Somers declara haber vivenciado un conflicto permanente entre la ideología anarquista de su padre y el catolicismo profundo de su madre.

Sembrando Flores sobrevive a una cirugía a la que la sometieron (en la cual da a luz un monstruo llamado Leviatán, pero este tema no será objeto de análisis en este trabajo), pero termina sus días a causa de un absurdo accidente de auto. Pero ya entregó sus cuadernos y la compiladora (Victoria von Scherrer, el Ángel que la cuidaba durante su enfermedad) publica sus memorias aunque reservándose la función que tiene todo autor (según Bajtín) de completar a su héroe. Elige, fracciona, selecciona, recorta, mezcla y deja sumido al lector en una profunda ambigüedad que no es, por otra parte, más que la deliberada intención de jugar con los esfumados límites de verdad y ficción que la propia Somers ha manejado tan bien durante toda su trayectoria de escritura. La memoria que preside la configuración de la autoficción modela el pasado y la vez es modelada por el presente del momento del recuerdo.

Los encadenamientos de la historia

Sembrando Flores, en uno de sus momentos de rememoración, afirma: “...lo que es la historia, con cuántas cosas nos tiene encadenados unos a otros...” (Somers, 1986: 87). Ese encadenamiento es una de las operaciones narrativas privilegiadas en la novela y su finalidad es enlazar los acontecimientos del presente histórico -año 1973 en Montevideo- con los de un pasado en el que el ideario y las luchas anarquistas fueron parte de su vida a través de la figura de su padre y de la lectura de los libros de la biblioteca paterna, varios de los cuales, en especial Bakunin, se presentiza como intertexto una y otra vez. La autoficción se constituye entonces en el espacio en el que la memoria reconstruye hitos histórico-colectivos que operan como sustratos de acontecimientos presentes. Esta es la función primordial de la insistente presencia del anarquismo en la novela. No se trata solo de “recordar” nombres, lecturas o ideas sostenidas por el padre de la protagonista sino también, y fundamentalmente, de tomar posición crítica al respecto, ya defendiendo algunas de sus propuestas, ya reinterpretándolas a la luz de “lo que sucede en la calle” en el Montevideo pre-dictatorial. Nuevamente un indicador autoficcional religa datos empíricos con ficción.

Dijimos que dos espacios-tiempos diferentes activan recuerdos y conexiones: el de la internación en el sanatorio y el de las calles de Montevideo. Me detendré solo a destacar de qué manera la memoria opera como nexo entre ambos tiempos-espacios a partir de una concepción cíclica de la historia y de un modo particular de entender la vida individual y social.

La sustancia con la que se configuran las imágenes del anarquismo y de sus representantes es la memoria, con todas sus fragilidades y grietas. Intentaremos recorrer algunos de esos momentos recuperados, a veces inconexos, otras contradictorios. Los recuerdos de la niñez tienen que ver con las disputas entre anarquistas y católicos, situadas temporalmente en la década del veinte, aproximadamente. Una doble modalidad discursiva da forma al recuerdo que se configura con dos fuentes: la vivencial -vida de su padre y sus relatos y el de sus amigos- y la de sus propias lecturas de los libros que estaban en la biblioteca familiar. Se juega con la ironía y con la parodia; por momentos la protagonista establece un diálogo con los libros, comenta o acota sus opiniones, siempre resemantizadas desde el presente de la enfermedad.

Las acciones recordadas abarcan Barcelona, Buenos Aires y Montevideo y casi todo el siglo XX, incluso se remontan a la Guerra Franco Prusiana en las menciones al folletín. Se alude a los conflictos del año 1919, a las huelgas de las distintas federaciones obreras, a la semana trágica del año 23, a las organizaciones anarco-sindicales argentinas (FORA y sus congresos 1905, 1915, por ejemplo), a la persecución de la cual fueron objeto quienes sostenían esas ideas, al exilio paraguayo del amigo del padre de la protagonista, a las corridas de un primero de mayo y sus consecuencias, todo mezclado con la historia de su padre y su participación en esas acciones.

El anarquismo atraviesa el recuerdo en forma abarcadora y también personalizada. Un claro ejemplo lo constituye el nombre de la propia protagonista de la novela. No es casual que su padre haya elegido llamarla Sembrando Flores, nombre que se corresponde con el título de una novela publicada por la Revista Blanca en Barcelona, cuyo autor fue Federico Urales, un anarquista que participó, junto con Francisco Ferrer, en la Escuela Moderna. Y dije el nombre elegido por su padre porque su madre la llamaba Fiorella. Acá nuevamente se activan las conexiones referenciales indirectas a la autora empírica pues se realiza un juego de identidades muy particular con su propio nombre, Armonía, que, según consigna la autora, fue elegido por su padre, pero que es el que porta también la protagonista de la novela de Urales. Una vez más se transpasan las fronteras entre lo real y la ficción.

La mención a nombres de distintos anarquistas es una constante que resalta la fuerza del peso de su palabra en el pensamiento de la protagonista. Uno de los privilegiados en el recuerdo es, justamente, Francisco Ferrer, cuya vida y muerte son recordados siempre como bastiones del movimiento. Menciona también al libro de Bakunín Dios y el Estado, donde de niña guarda hojas para secar. A veces se expresan abiertamente los principios anarquistas: “Su credo negativo parecía estar dirigido contra el inútil Poder, fuera en la tierra como en el cielo,... El Estado y su Dios, que se hallaban demás según Ellos, y solo el individuo como un sol en el centro del sistema...” (Somers, 1986: 89).

Pero, en la protagonista hay también una postura crítica desde un presente reflexivo que cuestiona y revisa hechos e ideas del pasado. Y refiere una historia que tiene su carga crítica en relación con las acciones violentas de los anarquistas, hechos con los cuales la protagonista no acuerda:

Uno de ustedes, los famosos “puros” llevó cierta vez un pato al horno de una panadería para ser asado, algo muy popular ¿no? Pero dentro del animal había una bomba explosiva y como único saldo ideológico dejó la muerte de un niño. Eso lo contaba una mujer llamada Marianna entre las cruces preservadoras de su credo, no fuera que otro pato estallase en su cocina y una niña llamada Fiorella saltara despedazada por los aires... (Somers, 1986: 219).

Los acontecimientos recuperados son leídos por la protagonista de manera “ejemplar” y esto le permite leer en los hechos vivenciados en el presente una similitud con los evocados porque tienen características comunes. Se establece así una analogía explícita entre “lo que sucede en la avenida” (las calles del Montevideo previo a la dictadura) y “aquel remoto año 23 de El Viejo cincuenta años antes, vaya con Clío y los capítulos repetidos en el rollo de papel sanitario sostenido en su mano” (Somers, 1986: 336). Es en este punto en donde las reflexiones críticas del sujeto autoficcional se conectan con la crisis en el Montevideo predictatorial y ese pasado se reinterpreta como ejemplo, como una lección no aprendida para el presente. Es, por otra parte, característica de Somers usar el pasado como clave interpretativa de hechos del presente. Así, también lo son los libros sagrados o las grandes obras de la literatura consagrada. Afirma la protagonista, casi a fines del siglo veinte:

Y para completar el cuadro clínico su piso en la ciudad estaba en una torre [7] y ello transformaba en algo terrorífico el “ruido sublime” de los Mijails modernos, unas bombas incendiarias cuyo estallido hacía temblar desde las paredes a los vidrios colándose luego aquellas cenizas mortales para su aporreados pulmones... (Somers, 1986: 304).

La ironía en la alusión a los “bakunines modernos” es por demás evidente. Recupera la imagen del incendiario, del que pelea “armado” por la libertad.

Todos los ejemplos referidos hasta el momento y muchos más posibles remiten a una concepción cíclica de la historia, enunciada en diversos pasajes de la novela. Algunos ejemplos: “Cada época parece apocalíptica ¿no es así?” ; o bien: “... sólo porque en el año mil ochocientos y tantos ocurrieran aquellas tremendas cosas que hoy a nadie le quitan el sueño, sencillamente debido a que hay que dejarle sitio a otras peores:...” (Somers, 1986: 19). Sólo hay escasas alusiones al Montevideo actual, en el cual hay un clima de inseguridad y de terror instalado, pero la referencialidad se encubre tras la generalización discursiva, la metáfora y la comparación:

...a lo que parece que va a armarse en la Avenida esta misma tarde... (Somers, 1986: 329); ...aquello que estaría gestándose (...) Pero la cosa parecía tener olor a sangre, como cuando aún no se ha desatado el temporal y ya se huele a mar, y por qué tanta sangre afuera si el lugar de tal tejido líquido desplazable estaba adentro. Esa especie de desorden existencial, como si los ríos hubiesen dejado la desembocadura para escalar los farallones... (Somers, 1986: 330) (énfasis propio).

Los términos elegidos para referir esa realidad innombrable son: pronombres neutros “a lo que...”, “aquello que...”, sustantivos generalizadores: “la cosa” o “esa especie” que no permiten identificar el referente. Se plantea, además, una analogía con fenómenos de la naturaleza que significan subversión de órdenes naturales: la sangre no corre por los lugares naturales o los ríos abandonan su cauce para realizar acciones antinaturales. Se evita, de esta manera, la referencia directa. Se pone de manifiesto un modo elusivo de politizar la ficción. Asimismo, la sujeto protagonista se niega a escribir cuadernos sobre “el teatro del terror de allá abajo” (aludiendo a lo que escucha desde su departamento, en la torre en la ciudad): “Cuadernos sobre eso no. Que alguien con más fuerza o el pulso más firme los escriba...” (Somers, 1986: 326).

Por eso podemos afirmar que nombrar al sesgo, leer en clave, encubrir, dejar al lector la posibilidad de completar el sentido para resemantizar lo enunciado son estrategias claves de una novela en la cual prima la ambigüedad, en múltiples facetas.

Somers, en Solo los elefantes encuentran mandrágora, la novela que más de una vez ha considerado como “testamento” o como su “caja negra” en diversas entrevistas, oculta y devela, dice y desdice, con la finalidad de, por una parte, plasmar una ficción autobiográfica en la cual la protagonista tenga muchas notas similares a las de la autora real; pero, por otra parte, entablar con los lectores un juego entre el ser y el parecer, la verdad y la ficción, que no se resuelve. Todo es incertidumbre y ambigüedad. Es lo uno y lo otro, es lo múltiple, es ficción sobre una base de correspondencias con datos reales –autoficción, a partir de Doubrovsky- exhibidos públicamente pero siempre protegidos por el velo de la ficción. Incluye datos concretos sobre su vida y su obra- enmascara y devela a la vez. “Miento mi verdad en mis ficciones”, había afirmado Somers en la carta a Ángel Flores (inédita), en coincidencia con su particular modo de entender su relación con la escritura literaria.

  1. Teresa Porzecanski: creatividad y persistencia del recuerdo

En la novela Su pequeña eternidad, de la escritora uruguaya Teresa Porzecanski, ejemplificaremos, desde otra perspectiva, la relación que opera como eje articulador de nuestro trabajo: la autoficción como espacio de reconstrucción de la memoria. Para este caso, ampliamos el horizonte teórico con reflexiones que provienen del campo de las neurociencias.

En el libro En busca de la memoria, Erik Kandel (2007) [8] condensa algunas de sus investigaciones en relación con los distintos tipos de memoria. Es interesante observar cómo los ejemplos que utiliza provienen de textos literarios, en especial, de una autora como Virginia Woolf en quien esta cuestión está siempre presente. “Alguna gente convive con sus recuerdos permanentemente” (Kandel, 2007: 326), sostiene Kandell, y es “…la memoria explícita la que nos permite saltar en el espacio y en el tiempo y conjurar situaciones y estados emotivos que se evaporaron en el pasado, aunque sigan viviendo de alguna manera en nuestra mente (Kandel, 2007: 327). Pero, -y esto es importante para establecer correspondencia con nuestro foco de análisis- “evocar un recuerdo es un proceso creativo. Creemos que lo que se almacena en el cerebro es solo el núcleo del recuerdo. Cuando se lo evoca, este núcleo se reelabora y reconstruye con cosas que faltan, agregados, elaboraciones y distorsiones.” (Kandel, 2007: 327). A partir de esta observación, se pregunta: “¿Cuáles son los procesos biológicos que me permiten rememorar mi propia historia con tal nitidez? (Kandel, 2007: 327) y lo responde mediante el estudio profundo de la mente.

Pero, ¿qué nos ha llevado hasta este autor y a introducirnos – en forma incipiente y modesta, dada la complejidad del sustrato teórico disciplinario y la especificidad que demanda - en un campo de muy difícil acceso y comprensión como son los estudios científicos sobre la memoria?

El punto de partida está en las reflexiones teóricas desarrolladas por Suzanne Nalbantian en su libro Memory in Literature. From Rousseau to Neuroscience (2003) donde, además de realizar un recorrido por las principales corrientes teóricas que se ocuparon del estudio de la memoria desde distintas disciplinas y, focalizándose en la neurociencia, trabaja sobre algunos aspectos que tienen que ver con la persistencia de la memoria y su estetización en la escritura literaria. Allí analiza, desde esta óptica, a diversos autores y profundiza en las correlaciones entre la expresión intuitiva y experimental de la memoria en sujetos literarios y teorías de la neurociencia acerca de la encodificación, archivo y recuperación de la memoria. Su intención es proveer una mirada panorámica sobre los principales desarrollos de la investigación sobre memoria que pueden ayudar a interpretar los textos literarios y los trabajos artísticos.

Considera que las obras de autores literarios “mayores” de los dos últimos siglos, como sujetos de estudio, pueden proveer material valioso para la clasificación de los fenómenos de la memoria, los cuales pueden ser fructíferamente relacionados con los hallazgos y las direcciones de la neurociencia. Estas conexiones involucran tópicos como la emoción y el cerebro, los mecanismos somato sensoriales disparadores y la localización de huellas, memoria episódica de largo tiempo, memoria voluntaria vs. involuntaria, y confabulación. Los escritores bajo consideración son vistos como mediadores para el desencadenamiento de los procesos de la memoria y su catálisis en imágenes artísticas. Al mismo tiempo, sostiene que la crítica literaria puede aprender mucho de los científicos, entendiendo el fenómeno neurológico que ocasiona el comportamiento humano y la construcción de imágenes ilustradas en estos textos. A su vez, estas investigaciones científicas pueden proveer criterios más precisos y objetivos para evaluar fenómenos mentales en trabajos literarios. Trabajó aspectos tales como el uso de la emoción como fuente de encodificación de la memoria en Rousseau y en escritores románticos; la exploración proustiana del mecanismo disparador de la memoria diferenciando entre la recuperación voluntaria e involuntaria de la memoria a través de ejemplos dispersos a lo largo de todo su trabajo; en forma conjunta abordó autores como Joyce, Woolf y Faulkner quienes ofrecen ejemplos de memoria asociativa, agrupados por su uso común de la técnica de la corriente de la conciencia, la cual unifica su aproximación procesual a la memoria, tanto en término de encodificación asociativa cuanto recuperatoria. Luego se dedicó a Breton y los surrealistas, quienes exploran los campos de la memoria aleatoria, instigados por los trabajos psicológicos pioneros sobre el subconsciente en la Escuela de Psiquiatría dinámica en Francia. Finalmente, considera a un grupo de escritores multiculturales tales como Nin, Paz y Borges apoyados en el contexto lingüístico para las expresiones creativas de la memoria. Como evidencia gráfica de esta construcción de imágenes- expresiones de memoria, presenta, al final, la pintura del siglo 20 en artistas como Salvador Dalí, Oscar Domínguez y René Magritte, que tienen rico material para dar pruebas. Estas pinturas, junto con los trabajos poéticos también unen elementos de la memoria inconsciente, los cuales han devenido en uno de los más grandes desafíos de los investigadores científicos.

Los mecanismos de la memoria y la autoficción

Es conocido ya que quienes, a lo largo de casi una centuria, se han ocupado de reflexionar acerca de los géneros del “yo”, prestaron una particular atención a la función de la “memoria” en la reconstrucción, reconfiguración, relato o búsqueda de sentido de la vida. Hacer memoria y formar parte de la memoria han sido siempre empresas fundamentales de la literatura. Una cita de Kandel complementa nuestra lectura en este aspecto:

La memoria… es uno de los aspectos más fundamentales del comportamiento humano… En un sentido más amplio, confiere continuidad a nuestra vida: nos brinda una imagen coherente del pasado que pone en perspectiva la experiencia actual. Esa imagen no puede ser racional ni precisa, pero es persistente. Sin la fuerza cohesiva de la memoria, la experiencia se escindiría en tantos fragmentos como instantes hay en la vida, y sin el viaje en el tiempo que nos permite hacer la memoria, no tendríamos conciencia de nuestra historia personal ni manera de recordar las alegrías que son los luminosos mojones de la vida. Somos quienes somos por obra de lo que aprendemos y de lo que recordamos. (Kandel, 2007: 28)

En el capítulo “The Almond and the Seashore: Neuroscientific Perspectives” (La almendra y el caballito de mar: perspectivas neurocientíficas), Nalbantian, al trazar un recorrido por las investigaciones sobre memoria que se han realizado en los últimos años, aclara que usa estas metáforas para distinguir entre formas de procesamiento mental. Esto quiere decir -en forma sencilla- que se pueden detectar dos tipos de memoria: la sensorio- emocional, por una parte, y la cognitiva basada en hechos, por otra parte. Ambas memorias reciben e integran imputs desde sitios especiales de la corteza cerebral y son intermediarios en el circuito, involucrando codificación, almacenamiento y recuperación. Todo ello puede ser detectado tanto en ciencia cuanto en literatura.

Es interesante observar que, mientras la “almendrada” amígdala actúa en la recepción inmediata de la emoción, el “caballito de mar” (hipocampo) es el centro procesador que estrecha conexiones entre las percepciones entrantes y su consolidación como memoria. Estas dos estructuras parecen representar demarcaciones entre la inconsciente memoria automática y la consciente memoria deliberada. Los neurocientíficos caracterizan a la amígdala como memoria implícita, no declarativa. Por otra parte, el hipocampo almacena memoria de hechos y eventos personales, produciendo memoria declarativa, explícita. Además, parece que para la amígdala, los estímulos producen la memoria, mientras que para el hipocampo es el contexto, el lugar o el medio el que produce la memoria. Pese a estas distinciones, hay conexiones necesarias entre amígdala e hipocampo que todavía se están estudiando.

Lo que nos interesa resaltar en estas aproximaciones es que la neurociencia clasifica como memoria “autobiográfica” a la memoria explícita, declarativa, que tiene como función recordar, recolectar y reconocer hechos, datos y acontecimientos. Esta memoria guarda los acontecimientos de nuestra vida pasada en el contexto temporo-espacial en el que ocurren y estos se recuperan voluntariamente. Llamada también memoria “episódica” [9] , se asocia al hipocampo y se sitúa en la cumbre de las divisiones jerárquicas del sistema de la memoria. Es una toma de consciencia de los sucesos del pasado y, en este tipo de recuerdo, “la recuperación es más efectiva cuando ocurre en el mismo contexto en el cual se adquirió la información y en presencia de las mismas señales” (Nalbantian, 2003: 137- traducción propia). Esto quiere decir que hay similitud entre el contexto de codificación y las condiciones de recuperación.

Este tipo de memoria episódica de largo tiempo se caracteriza por la riqueza de los detalles fenomenológicos, un sentido de revivir la experiencia, de viajar a través del tiempo y un sentimiento de reproducción exacta del pasado. El establecimiento del lugar tanto como el estado emocional se incluiría en dicha recuperación.

No avanzamos más en estas consideraciones porque consideramos que con lo hasta aquí expuesto ya hay elementos teóricos suficientes y sencillos para enmarcar nuestro acercamiento a la novela de Teresa Porzecanski, Su pequeña eternidad (2007) en la cual es posible no solo identificar varios de los aspectos considerados sino también características autoficcionales.

Persistencia de la memoria: pequeñas eternidades

En las historias entrelazadas en la novela Su pequeña eternidad se configuran subjetividades complejas tensadas por el hilo de la memoria que intenta encontrar sentido a cada una de las “pequeñas eternidades cotidianas” y con ellas reconstruir lazos familiares, configurar un sujeto pleno a la vez que, en este caso, conjurar el recuerdo persistente y doloroso de la imagen materna.

El punto de partida del relato es una carta que la protagonista, Matilde Spinoza, envía a un rabino –convencido de tener poderes divinos- y que él lee en su audición de radio. La carta comienza diciendo. “ Le sorprenderá ésta, mi confesión: he matado a mi propia madre. No de un modo simbólico, no. Tampoco a través de un acto premeditado… ” (Porzecanski, 2007: 17) (cursivas del original). Pero, lo que ha sucedido es que ella, harta ya de cuidar a una madre anciana, demandante y fastidiosa, no reacciona cuando se cae, no llama a la ambulancia, su madre muere como consecuencia de este accidente y ella toma esta caída como un asesinato de su parte. Es, en realidad, el deseo cumplido. La construcción de la figura materna se realiza a partir de recuerdos de escenas disfóricas, plagadas de mandatos, de renuncias, sometimiento y opresión. Su relación con ella era ambigua: “Al tiempo que temía por su vida, sentía la inminencia de una posible transformación: verme libre de pronto de esa imagen opresiva a la que tenía que alimentar, cuidar y proteger por un tiempo ilimitado, su pequeña eternidad” (Porzecanski, 2007: 142). Para su madre, todo era amenazante, no tenía buena relación ni con su marido -el cual terminó alejándose de ella y de la casa por sus permanentes acusaciones-, ni con sus hijos, ni con su entorno; amaba la oscuridad, las ventanas y las puertas cerradas. Paulatinamente, entonces, se va configurando, a través del relato de los recuerdos de Mercedes, una imagen negativa, a la que hay que conjurar y eliminar.

Pero, en este recuerdo, predomina la persistencia, ya no solo en la memoria sino también en “fantasmas” que conviven con los vivos a través de la firme convicción de que nadie muere totalmente nunca: “Pero, como se sabe, hay muertos que no terminan de morir. En algún lugar, presiento que ella vive y respira. ” (Porzecanski, 2007: 20) (cursivas del original). Un amigo suyo, Mario, tiene las mismas impresiones, que los muertos no están del todo muertos, siguen viviendo “siguen aquí de una manera misteriosa, inexplicable” (Porzecanski, 2007: 24); lo mismo sucede con Avelina, la empleada negra que trabajó toda la vida con su madre: “Sí. Avelina asegura también que siempre permanecerá aquí, en este mundo, aún luego de muerta; de una manera u otra seguirá estando, visible o invisible, detenida en una edad perenne que lo abarca todo, pasado, presente y el inmenso ilimitado futuro…” (Porzecanski, 2007: 54). Esta persistencia (eternidad) estimula procesos de recuerdo. Así, dice Matilde:

Cuando encontré a mi padre [ya muerto] caminando entre la muchedumbre, recordé inmediatamente aquellas historias que solía contarme en mi infancia para que me durmiera, y que su abuelo a su vez le había contado a él para dormirse. Esas historias hablaban de nuestros antepasados judíos, tintoreros y mercaderes en Kay Feng…Y todas comenzaban con la misma introducción: “Los pueblos, cualesquiera sean, siempre provienen de un gran viaje”, decía mi padre, mientras me arropaba. (Porzecanski, 2007: 27).

Tal es la persistencia de estos muertos que los recuerdos hacen doler el cuerpo y el alma: “Ay, si cada uno de los queridos muertos aflojara sus ateridas garras, su maldito amor bendito y permitiera que los recuerdos se apagaran y el presente avanzara hacia el futuro, sería como nacer hoy y ser dueños del instante, ay, del propio instante” (Porzecanski, 2007: 73).

Aunque también estos muertos –los buenos muertos, diría su empleada negra Avelina- ayudan también a vivir el presente y, según su abuela, nos hablan e indican caminos, así que “hay que saber escucharlos”. (Porzecanski, 2007: 95).

En el relato se van alternando escenas del velatorio de la madre, de la vida cotidiana de la protagonista, de su vida “con” su madre viva, alternando tiempos y espacios. Dos de ellos son los que condensan el núcleo de los recuerdos: las salas de espera de los consultorios y la casa de la protagonista. Matilde Spinoza tiene un hábito particular. Disfruta de las salas de espera de los consultorios médicos. Pide turno y espera. A veces entra, a veces escapa antes de que la llamen. En ese lugar ella puede estar a solas con sus pensamientos. “Era ese el único sitio –las salas de espera- en donde el transcurso del tiempo parecía detenerse, y algo parecido a la eternidad se le iba instalando gradualmente.” (Porzecanski, 2007: 43). Las tardes en las salas de espera eran pequeñas eternidades en donde se sentía anónima y activaba vivamente sus reflexiones sobre el ser humano y sus recuerdos. (Porzecanski, 2007: 52) Su finalidad es, según le explica al médico, “… tratar de ver si encuentro en ellos algo que me permita comprender mi estado de cosas, algo que me ilumine respecto del sentido del mundo…” (Porzecanski, 2007: 70) (cursivas del original).

Cabe en este momento hacer unas consideraciones sobre un libro anterior de Suzanne Nalbantian, Aesthetic Autobiography (1997) donde desarrolla una propuesta teórica y un método al que denomina “autobiografía estética” (que, en realidad, no difiere de lo que conocemos como autoficción, razón por la cual las reunimos) y estudia los procedimientos retóricos por los cuales los escritores (por ejemplo Marcel Proust, James Joyce, Virginia Woolf y Anäis Nin) estetizan momentos de su vida. Hacemos pie también en su análisis de los procedimientos retóricos pues brinda herramientas para precisar nuestra mirada.

Su punto de partida son los “momentos” o “escenas de vida”, cuya transcripción literal es el foco de la autobiografía estándar pero que, en los novelistas elegidos, son sometidos a un proceso de ficcionalización de los cuales emerge una artística transmutación estética. No se trata, sostiene Nalbantian, de un simple caso de reflexión de la vida personal en la ficción sino de colocar hechos personales en relaciones poéticas (Nalbantian, 1997: 45). Estos novelistas (estudia a Proust, Faulkner, Joyce, Woolf, Anäis Nan, entre los más representativos) habían expresado intuitivamente algunas categorías que expusieron posteriores estudios neurocientíficos sobre la memoria. Por ejemplo, la descripción de la llamada “memoria genérica”, definida como una amalgama de una memoria personal con una imagen genérica de experiencias comunes o repetidas (Nalbantian, 1997: 50); o bien la “memoria flash”, más específica, intensa e inmediata, memorias de circunstancias en las cuales se aprende primero de un evento sorprendente y con consecuencias emocionales. Esta es una memoria epifánica, presente en la ficción como “flashes”, llamadas o penetraciones a través de estímulos de los sentidos. Lo mismo sucede con la reproducción en la ficción de los efectos causados por oído, el olfato y la memoria visual.

En este punto se vuelven productivas las reflexiones aportadas desde la neurociencia sobre el “engram” (cambio neurológico que persiste en la memoria) que se define como si se escuchara una melodía que deja una huella que persiste después de muerto (Nalbantian, 1997: 50). Esta modalidad de recreación estética está muy presente en la novela de Porzecanksi. Es más, constituye el eje de rotación del sentido de la novela. La persistencia después de la muerte, persistencia de seres, de objetos, espacios, tiempos, olores, sensaciones…y su recuperación, a través de distintos tipos de “memoria” (y en este punto se vuelven significativas las clasificaciones realizadas por la neurociencia) tiene el fin de encontrar sentido a la vida presente, un presente que contiene en sí todas las instancias del pasado, así como una casa contiene en sí a todas las casas anteriores donde se ha vivido, o un ritual contiene todos los actos del mismo ritual reiterados por generaciones y generaciones: “Saber que las casas de ahora incluyen permanentemente las casas en que hemos vivido antes, es lo que nos mantiene a flote. Entender que las casas provienen unas de las otras, y mantienen entre sí una relación filial, prolongada, desde el tiempo de los tiempos.” (Porzecanski, 2007: 115).

“La memoria –afirma Kandel- no es solo esencial para la continuidad de la identidad sino para la transmisión de la cultura, la evolución y la continuidad a lo largo de las centurias…” (Kandel, 2007: 29). Memoria está atada a la idea de tiempo, tema central en esta novela. Se trata de un tiempo intervenido por tiempos subjetivos. El tiempo cronológico se transforma, el presente condensa todos los tiempos, lo personales, los familiares, los de la tradición (memoria a largo plazo) y los de la instantaneidad. Cada detalle, cada momento, un recuerdo, un hecho, alguna escena de la vida cotidiana adquiere el valor de “pequeñas eternidades”.

En este contexto, la ficcionalización de ciertas obsesiones sobre familiares próximos es otro aspecto importante. Los recuerdos de la infancia, por ejemplo, ocupan un lugar privilegiado. A veces traumáticos, como el de la figura materna en esta novela; otras, placentero: los cuentos de su padre, de su abuelo, las figuras de sus bisabuelos, los juegos, entre otros. Así como las relaciones familiares, los lugares devienen obsesivos factores de recuerdo; también muchos objetos. Se dibuja el espacio ficcional desde lugares conocidos de la infancia y adolescencia y se recrean de distinta manera. Esto también se evidencia en la intervención de objetos que sirven de anclaje y receptáculos de la subjetividad (tales como la magdalena de Proust) cuya presencia se asocia al proceso del recuerdo y a los remanentes de la memoria de la vida traídos en nuevas perspectivas artísticas y a las cuales les atribuyen también nuevos significados. De nuevo, el lugar de tal procesamiento contextual parece estar –según los estudios de la neurociencia- en las redes neuronales asociativas del hipocampo.

Por ejemplo, cuando la protagonista, al desarmar su casa tras la muerte de su madre, levanta la caja con la loza que era de su madre, que era de su abuela que la “recibió a su vez de su propia madre” (Porzecanski, 2007: 96) y que pesa de modo descomunal. En ese momento, se convocan también las escenas vivenciadas: “Recordé esas piezas sobre una mesa larga cubierta por manteles bordados a mano, los platos llevados y traídos de la cocina en bandejas de madrera laqueada. Luego los vi finalmente en la pileta de la cocina de la casa antigua de mis abuelos, esperando que las manos enrojecidas…” (Porzecanski, 2007: 98)

En esta línea de análisis trabaja otra crítica norteamericana, Evelyne Ender, en su libro Architexts of Memory. Literature, Science and Autobiography (2005) donde reflexiona sobre las relaciones entre memoria y subjetividad a la luz de los nuevos estudios científicos sobre la memoria. Afirma que los pensamientos, emociones, placeres e intenciones solo adquieren relevancia existencial cuando nuestros recuerdos se moldean en un patrón narrativo y crean el yo. Lo interesante de su planteo es considerar cómo, en las nuevas concepciones, la mente que recuerda o el cerebro ya no se imagina como una biblioteca o un lugar de archivo de información; es, mejor, un lugar de actividad continua, donde “neuronas que arden juntas se conectan juntas” (Ender, 2005: 5). Este modelo dinámico de procesamiento mental, influenciado por la fenomenología y construido alrededor de casos clínicos, ha echado luces sobre nuevos intereses en la forma de exploración del recuerdo y sus distintas modalidades representadas artísticamente en los textos literarios.

Esto sucede también con el recuerdo de los olores, enlazando tiempos a través de las percepciones. Así, cuando la madre de la protagonista, de más de 95 años, empezó a mostrar señales de demencia, comenzó a “recordar el olor a encierro de las viejas penumbras de mi infancia, aquellas clausuras que solía imponernos a lo largo de tantos años” (Porzecanski, 2007: 63). O también con proyecciones visuales a partir, y pongamos un caso como ejemplo, de un elemento disparador: un anuncio de un analgésico colgado en la pared de una de las tantas salas de espera visitadas por Matilde,

…dibujada por un despliegue azaroso de las manchas de humedad… por primera vez se le apareció el dibujo de su vida entera extendido ante sus ojos. (…) Había habido momentos complicados, penosos, densos e intensos –aquella adolescencia alambicada, aquellas sublevaciones perdidas-y otros fatales, cuando había tenido que dominar el deseo de arrojarse bajo un tren… (Porzecanski, 2007: 67-68);

Y lo más difícil, volvería a hacerse cargo de ese pasado que venía de muy atrás de mucho antes, el pasado de las generaciones anteriores a ella, que había heredado entero ya todo adherido al esqueleto, encadenado más bien, integrado a su pura esencia… (69).

Para finalizar citamos un ejemplo, condensador del funcionamiento de la memoria explícita:

También el insomnio a la señora Spinoza la sumergía en la memoria, en una memoria ya infestada por la imaginación, por la posibilidad de corregir una vez más la fatídica rigidez de todo lo acontecido. En las noches sin dormir, que eran casi todas durante ese verano bochornoso en que había fallecido su madre, la señora Spinoza ocupaba su mente en interrogar sus apuntes del pasado. Le llegaban pistas, trazas, que irrumpían con inesperada precisión en su cerebro: gestos característicos… (Porzecanski, 2007: 131)

Y comienza a repasar sus recuerdos entre los que privilegia la tienda de la familia, los secretos del mundo y de la gente en Topacio, sus orígenes judíos, sus antepasados. Se remonta muy lejos en el tiempo pues Matilde Spinoza creía que “existía en verdad una sustancia perdurable sobre la que apoyarse y a la que asirse…”, esas eran, también, pequeñas eternidades (Porzecanski, 2007: 118).

Por otra parte, hay también una voluntad explícita de deshacerse de los objetos materiales porque su visión produce impactos que originan recuerdos (tazas, vestidos, fotografías, pieles). Los objetos son la presencia del pasado en el presente. Matilde Spinoza necesita deshacerse de ellos, y lo hace como “arrancándose pedazos de su propia piel” (Porzecanski, 2007: 112). En este punto hay un fuerte intertexto con otra novela de la autora La piel del alma, cuando Matilde, ante un dermatólogo, sostiene: “No le diría que había ido adquiriendo cicatrices, todas tatuadas en esa piel del alma” (Porzecanski, 2007: 51). Tales tatuajes son los trazos, las huellas de los recuerdos en su piel y en su alma.

Finalmente, y casi en el cierre del relato, cuando la protagonista creía que el rabino no iba a responder a su carta, escucha la respuesta, en la cual la absuelve de la culpa y le recomienda que rece diez veces una frase del Zohar, a la cual también debe interpretar a la luz de sus vivencias presentes y pasadas: Veo un río de luz que desciende del entendimiento divino y se transforma en trescientas treinta y cinco voces armoniosas. Esa luz baña la noche . (Porzecanski, 2007: 159) (énfasis del original).

De todas maneras, y por más que se realicen esfuerzos voluntarios para desterrar los recuerdos, hay mecanismos que parecen no responder totalmente a la voluntad. En el caso de la protagonista de Su pequeña eternidad, la imagen materna persiste y crece cada día más al punto que, al final del epílogo, la protagonista afirma: “…siento que involuciono, que voy empequeñeciendo cada mañana, mientras ella, su figura impertérrita, madre de todas las madres, se agranda y no cesa de crecer” (Porzecanski, 2007: 164).

Bibliografía

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Somers, Armonía (1986) Solo los elefantes encuentran mandrágora. Legasa, Buenos Aires.



[1] Cft. Dalmagro, M. Cristina (2009) “Ficción autobiográfica/autobiografía: marco teórico metodológico”. En Los umbrales de la memoria. Ficción autobiográfica en Armonía Somers . Biblioteca Nacional: Montevideo, pp. 19-45.

[2] En casi la totalidad de las introducciones a los libros dedicados a la autoficción se traza su historia, se debaten sus cambios de significado, la amplitud del término y las características. Por tal razón, y para evitar reiteraciones innecesarias, remitimos a la Bibliografía del presente artículo y a la sección bibliográfica de dichas publicaciones.

[3] Cabe consignar que los tres textos fueron analizados en tres trabajos diferentes (publicados). Se los ha reformulado en esta ocasión para enmarcarlos en una nueva propuesta que permita la comparación y el contraste entre perspectivas. Datos de publicación: “Modulaciones de la nostalgia en ficciones autobiográficas”. Revista de culturas y literaturas comparadas. Córdoba: Facultad de Lenguas, UNC. Volumen 2, año 2008: 122-133; VII Congreso Internacional Orbis Tertius de Teoría y Crítica Literaria. Universidad Nacional de La Plata. Título: “Momentos del pasado: pequeñas eternidades en la ficción autobiográfica. Nuevas aproximaciones teóricas (desde la neurociencia).

Online. http://www.orbistertius.unlp.edu.ar/congresos/viicitclot/Actas . El apartado sobre Somers es un condensado de temas desarrollados más ampliamente en Dalmagro (2009).

[4] Mauricio Rosencof (1933) es hijo de judíos-polacos que emigraron a Uruguay tras escapar de los nazis durante la guerra. Fue líder del movimiento tupamaro y estuvo preso durante más de diez años.

[5] “Nombre: Sembrando Flores Irigoitia Cosenza, o Fiorella, o Sembrando Flores de Médicis, segunda época.

Edad: la de sus dientes, aún todos naturales.

Estado civil: viuda del Dante Alighieri

Ocupación: Trabajar con recuerdos (...)

Antecedentes familiares: novelísticos: Nieta literaria por vía materna del escritor español Enrique Pérez Escrich. Y por vía paterna del autor de la novela Sembrando Flores, el librepensador también español Federico Urales. (...)

¿Antecedentes psiquiátricos? Oh, sí. Conflicto ideológico familiar catolicismo conservador versus definición de Spencer... Búsqueda de la Mandrágora e inconclusa limpieza de un aljibe de la niñez. Dos mujeres pelirrojas obsesivas y tres incendios a lo largo de su vida.

Síntomas actuales: cierta combinación brutal de tos, ahogos, dolor de espalda, palpitaciones y un sentirse desfallecer. (Somers, 1986: 14)

[6] Es indispensable aclarar que Victoria von Scherrer, a la vez que protagonista de la ficción, es mencionada en el paratexto como la autora de Notas y epílogo de Solo los elefantes…, compartiendo la portadilla con el nombre de Armonía Somers. En el transcurso de la novela, efectivamente, la voz narrativa es la de un narrador omnisciente y hay notas a pie de página con comentarios sobre el texto que aparenta ser edición y compilación de Victoria. La novela tienen un Epílogo en el cual Victoria aclara que ella, quien acompañó a la protagonista durante su enfermedad, fue la depositaria de sus Cuadernos y, tras su muerte, se tomó no solo la libertad de publicarlos sino también de seleccionar a su antojo su contenido.

[7] La Torre es el edificio en donde vivía Armonía Somers, frente a la plaza Independencia, en Montevideo.

[8] Premio Nobel de Medicina en 2000, compartido por Arvid Carlsson y Paul Greengard. Desde 1974, miembro de la Academia Nacional de Ciencias de EEUU.

[9] Fue originalmente el neuropsicólogo canadiense Endel Tulving quien acuñó el término “memoria episódica” en 1972 en un artículo en el cual la distinguía de la memoria semántica o conocimiento sin tiempo compartido con otros. (Nalbantiann, 2005: 137).