LA POLÉMICA:

NO ES NO. SÍ ES SÍ.

Y, A VECES, NO HAY NADA.

RESPUESTAS Y DUDAS FEMINISTAS ALREDEDOR DE LAS DENUNCIAS

PARA ENFRENTAR A

LAS VIOLENCIAS DE GÉNERO

 

 

 

La reflexión del comité editorial de Polémicas Feministas:

Uno de los efectos más controvertidos de la masivización de los feminismos en la última década parece haber venido de la mano del reclamo que lo hizo posible: la denuncia de la violencia de género, brutal y sistémica. Sin embargo, hoy ya no es solamente la visibilización de la violencia la que toma el primer plano, sino la forma específica que vienen tomando sus denuncias dirigidas en abrumadora mayoría hacia varones cis, aunque no son sólo las masculinidades hegemónicas las que vienen siendo cuestionadas.

Y esta situación viene teniendo efectos múltiples e inesperados en las comprensiones, experiencias y “medidas” vinculares. Es como si junto a la visibilización y sensibilización de una violencia machista específica, cotidiana e impune, se hubiera desencadenado una sensibilidad victimizante con efectos punitivistas que percibe formas abusivas en cada acto, gesto y relación conflictiva, sobre todo si una de las partes se identifica con una posición feminizada. Y, de esta forma, parecen haberse reducido -de algún modo- o potencialmente condenado los espacios de relación y exploración de ese terreno en donde el deseo, el sexo y el placer transitan lugares asertivos de juego, poder y riesgo.

En esta Polémica les invitamos a reflexionar sobre este fenómeno de multiplicación de denuncias por violencia de género asociadas a formas abusivas en las prácticas relacionales sexuales, laborales, eróticas y afectivas. Una convocatoria a pensar críticamente acerca de nuestros lugares comunes alrededor de la práctica de “denuncia” en los que ustedes se han visto enfrentades -desde los activismos, desde la gestión pública, o desde las propias biografías-, con el ánimo de dar lugar a discusiones complejas e igualmente vitales; no sólo desde lo que consideramos políticamente correcto, sino también desde esos lugares incómodos, difíciles, ocultos y, a veces, hasta peligrosos en los que actuamos.

Claudia Huergo[1]: “El sí y el no no son puntos de partida, sino puntos de llegada”

 

En general, cuando escuchaba el relato traumático relativo a una situación de abuso sexual, no era tan común que la pregunta hiciera foco en un primer momento en la pregunta: ¿dije que “no”? ¿El “no” fue claro, sostenido, potente? Esa pregunta es la que primero azota los relatos, incluso precedidos de una suerte de conclusión: “no sé poner límites en las relaciones”. En general lleva mucho tiempo, casi un trabajo arqueológico, registrar y reconocer todas las veces que se dice que “no”. Y más tiempo aún, asumir que nuestro “no”, si se lo piensa en condiciones históricas, al igual que nuestra palabra, no está calificada. Como si pudiéramos saltarnos la pregunta de Gayatri Spivak: ¿puede el subalterno hablar? y, enseguida agregar, ¿y puede decir que no? 

Que hoy estemos diciendo que “no”, no implica que podamos (en tanto subalternidad) hablar. Creo que hay un tipo de impotencia, de tensión que es alimentada por la distancia entre el acceso (discursivo) a derechos –ciudadanía- y la transformación efectiva de las prácticas. Esa tensión parece resolverse en el “engrosamiento” del campo de lo denunciable, del campo de lo visibilizable. La “inclusión” que se nos ofrece es al modo de víctimas. Allí nos espera una inteligibilidad, un código dentro del cual ser leídas: el de víctimas.

Me interesa el punto de encuentro, podríamos decir, entre la subjetividad del “merecimiento”, una suerte de promesa donde cada cual recibiría, finalmente, aquello que le corresponde (¡obviamente en términos de amor, reconocimiento o justicia!); y por otro lado, el desarrollo de una sensibilidad victimizante, motorizada en un punto por los lugares vacantes bajo los cuales somos apercibidos: ¿puedes demostrar que sos o has sido una víctima? Víctima o victimario parecen los nuevos lugares asignados, casilleros que momentáneamente estabilizarían el dinamismo enloquecido de las relaciones de fuerza, tanto en la salud, en la enfermedad, en el deseo, en el amor o en el sexo.

Si dos cosas son verdad: lo que vos sentís y lo que siente el otro… ¿entonces quién tiene la razón? ¿Y qué premio, recompensa hay para quien la tenga? El término “relación” justamente es lo que pone en relación términos que no son comparables, una disparidad constitutiva que parece que todo el tiempo hay que resolver en términos de: o vos o el otro.

La relación no es ni vos ni el otro, tampoco es un punto medio, equidistante. Los acomodos que se producen en una relación no son ni ciertos, ni justos, ni equilibrados. Apenas están hilvanados por el imaginario de la época: Las narraciones.    

La puesta en forma de ese reclamo, la asignación de un lugar –reconocible- genera un primer tipo de satisfacción que surge anudado a la promesa de ese reconocimiento, a la promesa de inscripción en ese orden simbólico que funda, que da el estatuto de lo reclamable. Al mismo tiempo, esta forma de inclusión, de acceso, formula un tipo de renunciamiento al que tenemos que asentir: para estar allí, para encajar, no puede haber “desbordes”, “excesos”, nada que nos aleje del reciente, pulcro y moral lugar asignado de víctimas. Para dar con esa talla, tenemos que renunciar a todo el saber hacer, a toda la actividad que movilizaba en nuestras vidas tener que vérnosla con las distintas formas de violencia, que no ha desaparecido, que hoy es “reconocida” como violencia,  pero para la cual nuestra actividad es también “violencia”. Es decir fuerza. Si usted tiene fuerza, actividad, agencia en los asuntos de su vida, entonces no es una víctima. Y si no es una víctima, probablemente sea un victimario. La infinita sospecha es, en  definitiva, lo que se nos ofrece. La detonación del campo paranoico: ¿Soy yo? ¿Es el otro?

A estas promesas, le corresponde el diseño de una subjetividad “pura”, “libre de toxicidad”, “saludable”, a la que se le oponen las capacidades “barrosas”, mezcladas y mestizas, ésas que han quedado deslucidas frente a la estridencia del NO, del acto soberano de decir que “no”. Es la soberanía del Yo lo que se encumbra, y lo que no deja de caer con estridencia frente a la frustración de descubrir que nuestros deseos no son órdenes. Incluso si puedo formular claramente lo que quiero y lo que no quiero, aún así, mis deseos no son órdenes.

A estas promesas les corresponde quizá también otro diseño (o dos, por lo menos). El de una progresiva expectativa de una protocolarización de las relaciones que “garantice” un encuentro sin resto, sin fallas, sin ambigüedad. O el de relacionamientos “libres”. ¿Libres de qué? De angustia, de incertidumbre, de zozobra. Las famosas “formas pactadas”. Como ya dije y asentí que quiero una relación “abierta”, no puedo cambiar de opinión. No me pueden pasar otras cosas, salvo las que ya pacté. El juego relacional, la posibilidad de estar en un  juego relacional (habitado por la posibilidad de estar allí, jugando, poniendo en juego, apostando, perdiendo algo, ganando algo… ) no es reintegrable a la idea de “producto” de lo  que “se obtiene”. Si al final de una relación la pregunta es: ¿y al final qué obtuve? Perdí mi tiempo, mi valioso tiempo… y todo eso ¿para qué? No es lo mismo perder algo que “estar perdidos” o que “todo está perdido”. 

Si el campo del Yo es lo que se infla, lo que prolifera, lo hace a expensas de otras capacidades que se han empobrecido enormemente. Todo el cúmulo de estrategias, saberes, formas de estar y de habitar el conflicto son leídas hoy como “tibieza”, descalificadas en general como falta de claridad, de fuerza, de determinación. ¿Quedamos demasiado pegadas a la idea de la victoria, del brazo en alto y el puño cerrado, de la potencia continua? ¿Y si este “plegamiento”, “adhesión” produce, en definitiva, un arrasamiento de las posibilidades de aceptar un cierto malestar, que las vidas tengan alguna cuota de malestar o infelicidad? Si las coordenadas de lectura ponen las cosas en ese carril, todo conflicto va a ser leído como abuso.

El y el no no son puntos de partida, sino puntos de llegada. A la idea que formula que sería saludable saber de antemano lo que uno quiere o no quiere (de nuevo el paradigma binario de la claridad, de lo diferenciable y delimitable), le podemos oponer la experiencia –o experimentación- más acorde a un devenir: lo que se llega a saber. Y lo que se llega a saber pertenece al dominio de la resignificación: es decir, el sentido, en general, nos llega en un a posteriori. No es que seamos lentos, es que la temporalidad del sentido es así.

Haber sido abusado, haber sido victimizado, haber sido felices, es algo que se llega a saber. La trampa de producir en torno a ese estado, una identificación (masiva), es parte de aquello con lo que trabajamos. Algo tan delicado como no producir una negación, pero tampoco escalar hasta una identificación. Esa frontera inestable pareciera ser de lo que hoy se deserta. Podríamos pensar encuentros inesperados, y muchas veces no felices, entre lo que entendemos necesario, -como una resensibilización colectiva respecto a estos temas-, y el llamado “síndrome de la princesa y el guisante”, donde la sensibilidad es un dato que se cierra sobre sí mismo, que produce un tipo de conexión total y continua sobre los otros o sobre el mundo, desde un supuesto derecho a no ser molestado, incomodado, sorprendido.  

La pregunta por el qué va a pasar con las relaciones, o con el destino de la eroticidad en general, es algo que obviamente no tiene respuesta. Tampoco suscribo al catastrofismo en este campo. Si pudiera formularse en términos de deseo, desearía que el potencial de lo que fue esta revuelta no termine absorbido por el campo de las “infinitas posibilidades”, afín a la promesa capitalista. El campo de la deconstrucción del amor, de las relaciones, el campo de los emparejamientos no va a dejar de estar atravesado por el malestar de la no concordancia. Y si deja de estarlo, se va a parecer más a un campo de concentración.  


 

Denise Paz Ruiz[2]: “La violencia de género se nos presenta como transparente y eso merece nuestra sospecha”

 

¿Cómo respondemos a la violencia de género desde los feminismos? ¿Qué hacemos con aquello que nos ha dañado? Compartimos probablemente el diagnóstico: los sentidos punitivos salpican nuestras formas de comprender el mundo y de resolver los problemas, y la violencia de género (VG) no es una excepción. Más que preguntarnos por las respuestas, o -mejor dicho-, para reflexionar sobre ellas, es interesante detenernos en la lectura y la comprensión que hacemos de la VG. ¿Cuáles son los marcos mediante los cuales comprendemos y nos afectamos con la VG? Como bien advierte Tamar Pitch (2003), existe una estrecha vinculación entre los modos en que construimos el problema y las respuestas que le damos al mismo.

La VG ha sido construida como problema social por los feminismos. Estos no solo han visibilizado su dimensión política, sino que, además, insisten en su carácter multidimensional y en la diversidad de formas en que se expresa. El retorno de la democracia permitió en nuestros territorios dar forma a un abanico de legislaciones y, luego, a políticas públicas que buscan abordarla. Existen aún claros pendientes: presupuestos reales, políticas de prevención territorial, trabajo con masculinidades, condiciones laborales dignas para las personas que trabajan en los dispositivos estatales y de la sociedad civil, entre otros. Esta situación convive con el desbordamiento de las narrativas de las violencias en todas partes. Es decir, tenemos siempre en la punta de la lengua la violencia de género: decimos y escuchamos cotidianamente que esto es o no es violencia de género. La violencia de género se nos presenta como transparente y eso merece nuestra sospecha.

La manera hegemónica de comprender la VG es dicotómica y esencialista. Desde esta perspectiva, el problema de la VG está compuesto sólo por dos actores: la víctima (mujer cis) y el victimario (varon cis). Se construye así, un modelo basado en estereotipos unívocos de masculinidad y feminidad, a la vez que se producen ausencias de otras experiencias identitarias. La esencialización mujer(cis)-víctima desconoce los procesos de resistencia y agenciamiento que las personas en situaciones de VG encaran, así como la complejidad de las relaciones de poder que, por ejemplo, la interseccionalidad invita a mirar. Es curioso esto, porque aparentemente se ha incorporado la interseccionalidad para mirar problemas, pero usamos recurrentemente el concepto de violencia de género para hablar de eso que le pasa a las mujeres (blancas y cis) por el hecho de serlo. Las representaciones victimizantes nutren las posiciones pseudo-paternalistas y tutelares en las que nos vemos expuestas y se alimenta, a la vez, un feminismo salvacionista: a veces nosotras también hablamos por lxs otrxs. Sin duda, esto se inscribe en un contexto más amplio, donde la auto asunción del estatus de víctima, en el imaginario neoliberal, es un elemento indispensable para el reconocimiento de las mujeres e identidades feminizadas, como interlocutoras políticas, idea que también Tamar Pitch viene desarrollando. En el entramado de sentidos neoliberales, la  matriz  de inteligibilidad sobre la VG está basada en la responsabilización individual, por lo que se deja de lado el papel de las comunidades y se coloca una confianza ciega en el estado y sus herramientas punitivas que apelan al castigo/exclusión/expulsión del victimario como respuesta primordial. En esa trama individualizante, denunciar se fue consolidando como imperativo estatal y re-versionado bajo consignas feministas como: “hermana, salí de ahí”.

Entonces, ¿cómo tramitar con más matices aquello que (nos) pasa con la VG? ¿Cómo opacar esa comprensión? Quizás sea necesario habilitar otros lenguajes para hablar de estas desigualdades/padecimientos/discriminaciones y dar lugar a otras respuestas y estrategias.

Recientemente en la mesa de un congreso presencié una gran tensión cuando una persona, al exponer reflexiones derivadas de una investigación sobre VG en un espacio universitario, invitó a revisar estos modos de nombrar-producir la VG. Intentaré ser breve y dejaré de lado seguramente cosas muy interesantes de la presentación y la situación. Quien expuso, al referirse a los resultados de la investigación, comentó que en unas encuestas que se habían realizado, unos “varones” manifestaron haber vivido situaciones de VG. Cerrando su exposición, compartió la inquietud por las maneras de enmarcar la violencia. La figura de varón y la invitación a revisar aquello que estamos produciendo provocó una discusión que claramente no se saldó, pero de la que quiero recuperar dos cosas. Una, cuando se dijo varón se pensó inmediatamente en modelos de masculinidad hegemónica. Dos, cuando se puso en duda los alcances de la VG, algunos comentarios advertían no hacerle el juego a la derecha neoconservadora que quiere negar nuestros padecimientos (preocupación que comparto y entiendo); pero también, invitaban a no tocar aquello que se logró desde nuestros feminismos y costó muchísimo como es la capacidad de nombrar la violencia.

Me quedé pensando y conversando en diferentes espacios sobre nuestras capacidades críticas y las posibilidades que tenemos de desarmar aquello que montamos, para volver a organizarlo y darle otra forma. Es difícil, vivimos con la herida abierta. Acompañamos, intervenimos, escribimos y pensamos sobre las VG, muchas veces, con la muerte en la nuca. Pero pienso junto a otrxs, que la premura constante para atender la VG genera alianzas peligrosas con las respuestas enlatadas y unívocas. Quizás cortar y barajar de nuevo, cuantas veces se pueda.  Desmenuzar aquello que hemos incluido en el abanico amplísimo de violencia de género. Revisitar los usos que hacemos de la VG, no para volver atrás cuando el problema era desatendido, sino para explorar otras atenciones. Pesquisar en las ausencias y en la inflación penal que el modelo hegemónico acarrea. Finalmente, preguntar y escuchar más sobre aquello que a las personas las repara. Sin tener eso como horizonte es muy difícil escapar de las agendas securitarias de este tiempo.

Referencias bibliográficas:

Pitch, Tamar (2003). Responsabilidades limitadas: actores, conflictos y justicia penal. Buenos Aires, Editorial Ad-Hoc.

Pitch, Tamar (2020). “Feminismo punitivo”. En Daich y Varela (comp.), Los feminismos en la encrucijada del punitivismo, Pp. 21-31. Buenos Aires: Biblos.

Nati Di Marco[3]: ¡Ni un paso atrás!

 

Difícil desafío el propuesto por el equipo editor de Polémicas Feministas, sobre todo porque se inscribe en un momento en el que en muchas ocasiones tenemos la sensación de andar a tientas, de haber perdido algunas certezas que fuimos construyendo en el andar feminista y que nos daban seguridad, nos hacían sentir cierto optimismo sobre las decisiones que íbamos tomando. Un momento en el que desde los sectores conservadores nos atacan de manera brutal y directa, y otros nos dicen: “el feminismo se pasó de rosca”. En ese sentido, yo diría, antes que nada: ¡ni un paso atrás!

Quisiera empezar reivindicando la voz que hoy alzan esas pibas y pibxs que son capaces de llamar por su nombre a la violencia machista y que pueden identificar muy claramente aquellas situaciones en las cuales se sienten violentadas, violentades y abusades. Estoy convencida de que este es un gran avance y que, a veces, la impiedad de la coyuntura hace que lo perdamos de vista o se nos desdibuje.

En relación a la propuesta de Polémicas de pensar en lo que viene sucediendo con las denuncias, me detiene una duda: ¿será que hoy problematizamos las denuncias porque asumimos que las situaciones y violencias que las originaron ya están resueltas? En muchas instituciones educativas la respuesta ante el malestar que genera la aparición de los escraches apunta más a silenciar las denuncias -por las consecuencias que tienen para la propia institución- que a acompañar la situación que atraviesan las personas que las hicieron, o a generar condiciones y posibilidades que permitan pensar de manera colectiva los vínculos sexoafectivos y sus tensiones y conflictos.

Además, no creo que a partir de que muchxs se animaron a levantar su voz para denunciar se haya instalado una sensibilidad victimizante. Primero, porque es una práctica que se da luego de la masificación de las luchas y consignas históricas de los feminismos y de la sensación -por lo menos- de verse reflejadas, legitimadas y sostenidas por cierta identidad colectiva. Hay una cantidad de circunstancias y condiciones que, hoy, las y lxs jóvenes no están dispuestas/xs a sostener, ni a soportar, y que fueron naturalizadas durante mucho tiempo, y que, en todo caso, problematizarlas, podría habilitar para ellas y elles una agencia en términos de exploración de su propio deseo -solas/xs o con otrxs- que durante mucho tiempo estuvo vedada por considerarse subordinada al deseo masculino. Entonces, quizás desplazaría la pregunta del lugar que se propone y pensaría si el desafío no es construir las condiciones de posibilidad para otros escenarios y vínculos posibles donde esa exploración pueda darse sin que ninguna de las personas sienta que está siendo violentada o abusada. Me parece que eso sería como un primer momento. Porque si no, la sensación es que la mirada que se posa sobre esas pibas/xs que alzaron la voz, lo hace para juzgarlas/xs… para juzgar su percepción, si efectivamente fueron o no violentadas, o abusadas (“¿no estarás exagerando?”), y para juzgar las decisiones que toman sin tener en cuenta las herramientas y los recursos colectivos, simbólicos, psicológicos, físicos, institucionales y estructurales de los que disponen.

Un segundo eje para pensar, tiene que ver con el ejercicio de las denuncias en sí o de los famosos escraches o exposiciones públicas. La sensación que tengo, y tiene que ver con lo que decía antes, es que se asume que esas y esxs pibxs que exponen una situación lo hacen con una intención punitivista, buscando “venganza” o castigo. Creo que, primero, hay que correrse de los sentidos que nosotrxs asignamos a la acción y escuchar; es decir, ser capaces de escuchar qué es lo que hace una joven, una niña, une pibi, cuando denuncia, cuando expone. Porque, por un lado, claramente hay una acción que está buscando salir del lugar de víctima, en términos de que parte de una vulneración, una violencia y construye una respuesta. Históricamente cuando hemos hablado del lugar de víctima, lo hemos hecho para pensar a aquellas/xs que no pueden -o no pudieron- tomar ese gesto de visibilizar, denunciar y decir basta. Entonces problematizaría el hecho de que esta mirada sobre la violencia tenga un efecto social victimizante y no sea justamente aquella que hoy permite, habilita y legitima la palabra. De hecho, creo que todxs estaremos de acuerdo en la necesidad de mantener vigente la posibilidad de decir basta, más allá de que podamos caracterizar de diferentes maneras la situación que da origen a ese basta o la manera en que se lo dice.

Pero, en realidad, lo que me interesa es sobre todo detenerme en ese lugar que implica la escucha. Una escucha que supone una sensibilidad, una posibilidad de abrir la percepción y el espacio para que ese grito que se alzó pueda formularse, extenderse, hablar y decir. Creo que ante estas situaciones, una de las cuestiones básicas es pensar con ellas y ellxs qué es lo que esa joven, esa niña, esx pibx, esperaba de la acción que tomó. Y ahí hay un montón de cuestiones que se ponen en juego.

Estoy convencida de que muchas veces detrás de los escraches hay expectativas que no tienen que ver con una visión punitivista, sino una búsqueda de reparación desde la intuición de que se van a sentir mejor después de verbalizar lo que les sucedió. Aunque en los hechos muchas veces esto no sea así, dado que se genera una mayor exposición de esas pibas y pibxs y una situación que puede tornarse todavía más difícil. A veces, hay una búsqueda de un fin que se pretende “pedagógico”, una especie de “lección” que quieren que muestre y evidencie que esas acciones que se denuncian son violentas. A ese respecto, surgen un montón de preguntas en torno a si son éstas las formas realmente deseables, si en realidad lo que aspiramos es a una pedagogía que descanse en estos actos de denuncia que también son dolorosos. Me parece que cabe habilitar esa pregunta y esa escucha, desde el gesto también de quitarles la sensación de responsabilidad de asumir esa tarea sobre sus hombros. Y, finalmente, también hay acciones que tienen una intención “preventiva”, en el sentido de que no quieren que ninguna piba o pibx esté expuesta a las situaciones que ellas/xs vivieron y piensan que así pueden evitarlo.

En definitiva, de la mano de esa escucha debería estar el acto de poner sobre la mesa deseos y suposiciones, daños y cicatrices, para desandarlos y ofrecer otras respuestas posibles a esas necesidades, otras estrategias y otras herramientas. Pensar que esas otras respuestas tienen una dimensión colectiva siempre y que lo deseable es que incluyan a todxs lxs actorxs. Porque efectivamente creo, y entiendo que es la búsqueda de esta Polémica, que hay otras formas de abordar estas situaciones, sobre todo para quienes apostamos por la educación sexual integral como herramienta y camino, para quienes estamos soñando e imaginando un mundo posible con otros vínculos que se construyen cotidianamente en un montón de lugares, pero particularmente en las aulas y en las escuelas, problematizando un montón de cosas, apostando, si se quiere, a “democratizar” el deseo, a habilitar la duda, la exploración, la búsqueda, sin dejar de reconocer las complejidades y los conflictos que implican los vínculos. Pero, a la vez, hay que saber que esta bisagra que desacopla, que este desacomodo que nos resulta brutal, que nos interpela, que nos deja sin respuestas, tiene que ver también con la naturaleza propia de las revoluciones. Así son los cambios profundos: nos dejan perplejas, nos dejan mudas por momentos, nos dejan ensayando, nos dejan pensando, pero con la seguridad, siempre, de que el horizonte es que todas, todos, todes, todxs, seamos libres.

Tengo la certeza de que, hagamos lo que hagamos -incluso en esta coyuntura tan amenazante- no se acallarán esas voces que después de tantos siglos pudieron alzarse, y que de “este lado”, del lado de la vida, del deseo, del goce, más allá de las diferencias que podamos tener, la tarea es abrir otros caminos posibles. Que, de ninguna manera, nos vuelvan a llevar al lugar del silencio. Que siempre nos sigamos repitiendo cuán fuertes somos juntas y juntxs. Que lo que nos pasa, no nos pasa en un plano individual, por nuestra responsabilidad, sino porque vivimos en un sistema que descansa sobre el disciplinamiento y la opresión de aquellas personas que no encarnamos esos lugares de poder hegemónicos en el patriarcado, en el capitalismo y en el sistema colonial.   

 

 

Denise Paz Ruiz[4]: “Tenemos que mirar de cerca todo lo que se despliega con la práctica de la denuncia”

 

Leyendo a Claudia y Nati, me quiero quedar con dos preguntas que me volví a hacer y que siento que también merodean sus textos: ¿Por qué problematizamos las denuncias? 

Como ya advertimos hace tiempo, denunciar se configura muchas veces en un itinerario revictimizante, que expone a quienes vivieron situaciones de violencia, a contar reiteradas veces los hechos. Además, ¿quiénes logran sostener el camino tortuoso de la trama institucional? En muchas ocasiones, solo aquelles que han mostrado (con creces) ser lo necesariamente sufrientes y pasivas para el ojo gigante del Estado: buenas víctimas. La denuncia, a mi criterio, no es solo una acción posible de inscribir en los triunfos de los feminismos de apostar a vidas más vivibles; también es un imperativo estatal. ¿Acaso la posición de víctima no es la (casi única) puerta de entrada a ser ciudadanes en un sistema que nos viene despojando de todo? Parafraseando una de las consignas de los movimientos sociales que resuena en este año de elecciones presidenciales en Argentina: Ni techo ni tierra ni trabajo: a las feminidades y disidencias se nos ofrecen denuncias, botones antipánico y toda la caja de pandora que viene con el kit institucional que nos está esperando. Encajamos perfecto en el neoliberalismo siendo víctimas, porque nos dan poco y nos exigen mucho. No cuestiono el padecimiento, nunca entraría en esa dimensión, sino la narrativa victimista en la que quedamos atrapades. En el marco de mi trabajo de campo, hace poco entrevistaba a una trabajadora judicial que reflexionaba acerca del dispositivo de denuncia. Me decía que aparte de estar rebalsado, se transforma muchas veces en el único espacio donde ella sentía que la palabra, aunque sea por un momento, cobra validez para muchas personas. Conversando, ambas compartíamos la sensación que, frente a un corpus de instituciones abocadas a la “protección social” no disponibles o absolutamente debilitadas, el buzón para la denuncia se encuentra abierto. Sí, claro que a algunas personas denunciar puede fortalecerles y habilitarles el corte de aquello que las viene lastimando. Pero, ¿cuál es el camino que queremos?, ¿qué otrxs zigzageos son posibles?, ¿qué otras acciones desplegamos para hacer de nuestras vidas, lugares más habitables? Me atrevo a decir que, muy pocas veces, quienes efectúan denuncias formales, no buscan el castigo de sus parejas o ex parejas, sino más bien llegan con una fe pedagógica de que las instituciones del Estado puedan mostrar lo incorrecto. El tema es atender todo aquello que se activa con la denuncia, en un sistema desigual, donde todas las vidas valen diferente y donde la reparación no estaría cuajando. No quiero desconocer el trabajo artesanal de quienes acompañan y asisten en situaciones de violencia de género, sin duda, ahí está muchas veces la posibilidad de hacerse la pregunta por las reparaciones; así como tampoco pretendo decir que “no sirve” denunciar, que a veces esa acción persuade a quien ejerce violencia y se atienden situaciones graves que, a veces, una medida llega a tiempo, etc. Pero creo que tenemos que mirar de cerca todo lo que se despliega con la práctica de la denuncia. 

Me costó mucho sentarme a escribir este enredo de ideas. El 13 de agosto, día que se desarrollaron las PASO (elecciones primarias abiertas simultáneas y obligatorias), muches nos sorprendimos: El lobo[5] estaba ahí, esperando la jugada. ¿Tiene sentido en este momento mirar críticamente aquello que nos pasa y hacemos con la VG?, ¿o es una discusión desfasada y solo debemos salir rápidamente a defender eso que tenemos y a decir que las desigualdades existen? Si lo que hay dando vuelta es una ferocidad misógina y fascista, ¿Por qué preguntarnos de los usos de las violencias de género? Porque si queremos un mundo para habitar con otres, incluso como es evidente, con aquelles que no elegimos, tenemos que volver a preguntarnos: ¿qué hacemos en el conflicto?, ¿todo el conflicto es violencia de género?, ¿qué perdemos en esa interpretación? Creo que necesitamos discutir los usos de la VG porque, por momentos, intentamos anular la conflictividad propia de vivir con otres; de dañarnos, de tropezar, de equivocarnos. Entonces, ¿será posible un mundo y una democracia plural sin conflicto?

  

 

Natalia Di Marco[6]: “Creo que es condición necesaria (sos)tener-nos del #NiUnaMenos #Yosítecreo #Nosqueremosvivasylibres que supimos construir”

 

Han pasado varias semanas desde la primera vuelta de la invitación a la Polémica, y un par más desde que leí -antes de ser devorada por la vorágine de actividades de septiembre- los textos de Claudia y Denise. Me siento ahora a esbozar algunas líneas sobre la marcha, gratamente desafiada por sus escritos, agradecida de ser parte de este diálogo tan vigente.

En primer lugar, quizás valía la pena aclarar el lugar de enunciación. Como se infiere de mi escritura, no puedo dejar de pensar este debate de manera situada. Y situada, no tanto por coordenadas geográficas -o no sólo-, sino por la tarea cotidiana vinculada a la docencia y a la Educación Sexual Integral en instituciones educativas. Pero también inscripta en una militancia feminista que durante décadas ha transitado distintos momentos a nivel social, tanto en la percepción/definición de la violencia de género, como en la organización y los esfuerzos para abordarla/desarmarla/prevenirla. Eso hace que me cueste mucho pensar en términos abstractos, y no rápidamente en las realidades cotidianas que habitan las aulas y que nos interpelan desde múltiples lugares, o en los relatos de compañeras y compañares, compartidos durante años entre murmullos cuando eran “problemas privados”, “no políticos”. O en la propia experiencia encarnada (¿cómo escaparle?).

Sin embargo, me gustaría empezar recuperando aspectos de los textos que me resonaron en la lectura: “¿Cómo respondemos a la violencia de género desde los feminismos? ¿Qué hacemos con aquello que nos ha dañado? ¿Cuáles son los marcos mediante los cuales comprendemos y nos afectamos con la VG?” (Denise Paz)

Al respecto, me parece que es potente recuperar la experiencia del Juicio Ético Popular Feminista a la Justicia Patriarcal llevado adelante durante los años 2017 y 2018 por Feministas del Abya Yala, y que recuperó testimonios de compañeras y compañeres de distintos territorios del continente, dando cuenta de las situaciones de violencia, la responsabilidad del Estado y su “sistema judicial patriarcal, colonial, racista, capitalista y neoliberal”, y las estrategias de reparación, denuncia y de búsqueda de justicia de quienes habían sufrido esas situaciones. En los pasajes finales de la Sentencia, podemos leer: “Nos preguntamos también en estos encuentros por los horizontes de nuestras luchas. Cómo construimos seguridad para las mujeres e identidades disidentes, y evitamos estas violencias. Cómo desde los feminismos populares, comunitarios, de los pueblos, elaboramos colectivamente estrategias de autodefensa, y mecanismos autónomos de reparación y justicia cuando los entendemos necesarios. La desarticulación del patriarcado implica seguir construyendo maneras de nombrar e identificar a las violencias y sus mecanismos, para poder denunciar, reaccionar, pedir ayuda a la compañera, activar redes, construir vidas libres y rebeldes”. Este proceso -que buscó desde la educación popular sistematizar las denuncias y las resistencias- lejos de esencializar las definiciones de violencia de género y sus respuestas, nos invita a pensar que estas definiciones también están en construcción, en la medida en que vamos andando caminos colectivos y desanudando opresiones y violencias, desentramando responsabilidades y lógicas disciplinadoras, evidenciando los discursos legitimadores, construyendo con otras y otres, espacios de sanación y reparación colectiva.

Quizás el camino para escapar de la manera hegemónica de comprender la VG, “dicotómica y esencialista”, sea habilitar esa multiplicidad de voces y experiencias, alejándonos así de “representaciones victimizantes” y de los sentidos neoliberales individualizantes.

Voy ahora con algunos sentires en torno al escrito de Claudia. Leerlo me llevó a un texto que escribí en los días previos al 3 de junio de 2015, donde explotó la consigna #NiUnaMenos y todos se peleaban por llevar el cartel y que, a contracorriente, me generó un montón de contradicciones que tenían que ver con la condición de [buena] víctima que nos imponían para reconocer la violencia femicida: “Ahora intento dar una explicación de mi incomodidad, probemos por acá: la sensación que tengo es que ese niunamenos, a la vez que niega la violencia extrema hacia las mujeres en la forma de femicidio -y sólo esa-, nos recupera en tanto nos ubica nuevamente en ese mismo lugar. Ya me voy enredando: esa enunciación encierra en sí, de manera simultánea, dos operaciones: el “no queremos más muertes de mujeres a manos de sus parejas, ex parejas, etc” y, al mismo tiempo, el volver a construirnos como mujeres en ese idéntico lugar de debilidad, de subordinación, de sumisión. Como mujeres, en tanto víctimas. Mmmm… sí, por ahí siento que va.

Pero también hay más. ¿Por qué pueden decirlo esos personajes, que tantas veces hemos denunciado por su violencia de todo tipo hacia las mujeres, esxs personajes a lxs que nos hemos cansado de escrachar de todos los modos posibles? Porque se busca mostrar al femicidio sólo como un hecho extraordinario, excepcional. Como un “exceso” -si habremos aprendido que no hay excesos, en nuestra historia, ¿no? Porque discursivamente se lo disocia, se lo arranca, de la matriz disciplinadora del heteropatriarcado. Porque se muestra el punto y se oculta la trama, naturalizada, invisibilizada, de las prácticas cotidianas de la violencia. Esas prácticas y discursos que socialmente nos construyen como mujeres, como identidades disidentes, en el lugar de la subordinación.

¡Ups! volvimos. Entonces, ese niunamenos que enuncian los machos patriarcales cumple esa función. Claramente, no es nuestro niunamenos. Es un niunamenos que, al hablar, calla. Al mostrar, oculta. Y se me vino de golpe el pasamontañas zapatista que, para mostrar, ocultaba. Justo al revés.

Mostremos, entonces. Mostremos que ese niunamenos calla que muchas de las mujeres asesinadas en manos de sus parejas, ex-parejas, maridos, ex-maridos, etc, lo son en el momento en el que dijeron: ¡basta!, en el que se fueron, en el que se separaron, en el que dijeron: “a mí no me ponés una mano más encima”. En el momento en que, más libres, quisieron ser, en que ejercieron su autonomía, en el que -ojalá- abrazadas con otras, decidieron que ésa no era la vida que querían. Claro que el patriarcado actuó –y de la forma más brutal. Tuvo sus razones. ¿Queda alguna duda de la función disciplinadora del femicidio? Ya no para ellas, sin dudas. Para todas nosotras, tal vez para sus hijas, para sus hermanas, para que entendamos. Para que aprendamos. Pero, qué suerte que fuimos, somos y seguiremos siendo desobedientes. Mostremos también, que muchas de ellas, cuando intentaron poner un freno a la violencia machista, fueron abandonadas y expuestas por un Estado que supuestamente debió protegerlas, y cuyos funcionarios y funcionarias publican alegremente su foto con el repetido cartel. Mostremos, y no nos olvidemos, que ese niunamenos, tampoco nos incluye empoderadas en el momento de ejercer la libertad de interrumpir un embarazo, de abortar [el aborto aún no era legal!]. En esa cuenta no entra el niunamenos. Esas mujeres se escapan del lugar de víctimas y toman control sobre su cuerpo, a veces, inmersas en una larga cadena de violencias. La libertad de ellas no cabe en el niunamenos de lxs funcionarixs. Entonces, recuperemos nosotras, nosotrxs, lxs de abajo, el niunamenos. Llenémoslo de contenido y volquémoslo a la vida cotidiana.

Siento que no puedo dejar de mencionar, para hablar de las malas víctimas, a Melina Romero, la adolescente de 17 años asesinada por la violencia femicida, en 2014, en José León Suárez (provincia de Buenos Aires); a Higui, finalmente liberada por la lucha, y a "Micky" Barattini, todavía presa desde el año 2017, en la cárcel de Bouwer por defenderse. 

La clave quizás, y creo que es lo que nos inquieta a las tres, es de qué manera este momento revulsivo que vomita la violencia que fue depositándose en nuestros estómagos, puede habilitar otro para pensar y pensarnos junto a otres y otros en la construcción de vínculos y encuentros amorosos y/o deseantes, sin bozales, prisiones o “campos de concentración”, habitando la necesaria incomodidad de los vínculos y las relaciones.

Como menciona Claudia, “no suscribo al catastrofismo” en “las relaciones, o con el destino de la eroticidad en general”, pero sí creo que es para nosotras y nosotres condición necesaria (sos)tener-nos del #NiUnaMenos #Yosítecreo #Nosqueremosvivasylibres que supimos construir.

¡Me quedo por acá pensando qué bien que estaría un intenso y amoroso debate pero en vivo y en directo!

 

Textos recibidos y aceptados en agosto de 2023.

 

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[1] Escritora, psicoanalista, poeta. Profe en la cátedra de Psicoanálisis, Facultad de Psicología, UNC. Integra el grupo de estudios Emosido Engañado. Programadora en el ciclo de cine: Raros somos todos, lo humano es raro. Integró el programa radial Paradigma en Eterogenia, en el CCEC. Títulos de poesía publicados: Sostener la piel, 2015, Borde Perdido Ed. Lobo alucina, 2018, Borde Perdido Ed. La boca de monte, 2020, Hiedra Editora. De tan delgada bruma, 2022, Cielo Invertido Ediciones. 

Red de contacto en Instagram: @clau.huergo

 

 

[2] Becaria doctoral de Conicet. Doctoranda en Ciencias Sociales por la UNVM. Licenciada en Trabajo Social por la Facultad de Ciencias Sociales(FCS)-Universidad Nacional de Córdoba. En la actualidad, investigo las experiencias en torno a dos medidas de protección en violencia de género (botón antipánico y dispositivo dual) y me desempeño como docente de la FCS. Previamente trabajé en instituciones abocadas al abordaje de  las violencias de género.

Red de contacto en Instagram: @den__ni.se

[3] Docente, activista feminista anticapitalista. Prof. en Filosofía. Diplomada en ESI (FLACSO). Integra el proyecto de investigación “La ESI en la trama institucional y política de Córdoba”. Es Coordinadora del Departamento de ESl de la ESCMB y de la Diplomatura en ESI, Géneros y Sexualidades de la FFyH. Integra Feministas del Abya Yala, la Red de Docentes por el Derecho al Aborto y el Equipo de Talleristas de la Ley Micaela de la UNICEPG (UNC).

 Red de contacto en Instagram: @natimufa

 

[4] Idem referencia 2.

[5] Hago alusión a la figura de Javier Milei y su proyecto político de muerte.

[6] Idem referencia 3.