SILENCIAMIENTO Y TOMA DE LA PALABRA

 

SILENCING AND TAKING THE FLOOR

Andrés Fernando Stisman*

 

Resumen

La filosofía feminista del lenguaje trabaja con múltiples sentidos del término “silencio”. Uno de ellos se relaciona con la falta de participación en la producción social de los significados. El artículo explora, centrándose en diversos aportes, especialmente en los de Spender y Fricker, en qué sentido las mujeres han sido históricamente silenciadas. Las mujeres no han definido términos relevantes para ellas mismas. Las mujeres no han podido hablar por sí mismas, expresar sus realidades desde sus perspectivas. Posteriormente, se despliega la conjetura de que la salida del silencio puede darse cuando se rompe la obviedad del privilegio que obtura la posibilidad de encontrar analogías relevantes entre fenómenos. 

 

Palabras clave: silencio, silenciamiento, obviedad del privilegio, analogía.

 

 

Abstract

Feminist philosophy of language works with multiple senses of the term "silence." One of them is related to the lack of participation in the social production of meanings. The paper explores, focusing on various contributions, especially those of Spender and Fricker, in what sense women have been historically silenced. Women have not defined relevant terms for themselves. Women have not been able to speak for themselves, express their realities from their own perspectives. Subsequently, the conjecture is unfolded that the exit from silence can occur when the obviousness of privilege that obstructs the possibility of finding relevant analogies between phenomena is broken.

 

Keywords: silence, silencing, obviousness of privilege, analogy.

 

 

Preliminares

 

La serie distópica El cuento de la criada, basada en el libro homónimo de Margaret Atwood, (2017) que muestra el devenir de una sociedad patriarcal sin fisuras (República de Gilead), exhibe en su tercera temporada una de las imágenes más brutales de toda la historia. La protagonista, June, devenida en una esclava sexual con fines reproductivos, se traslada desde su ciudad, Boston, hacia Washington, donde puede apreciar que sus compañeras de destino sufren una tortura más: sus bocas están cosidas con anillos. La novela de Christina Dalcher (2019), Voz, imagina, a su vez, una EE. UU. en la que las mujeres y niñas tienen derecho a pronunciar solo 100 palabras al día. La violación de la norma se sanciona con descargas eléctricas.

Estas ideas no son más que la maximización de un rasgo inherente a las sociedades patriarcales: las mujeres están llamadas al silencio. Ya en la Biblia se lee: 

 

guarden las mujeres silencio en la iglesia, pues no les está permitido hablar. Que estén sumisas, como lo establece la Ley. Si quieren saber algo, que se lo pregunten en casa a sus esposos; porque no está bien visto que una mujer hable en la iglesia (Santa Biblia, nueva versión internacional, 2022, 1 Cor. 14, p. 34-35). 

 

Recientemente, en 2021, la junta del partido gobernante de Japón, el Liberal Democrático, conformada por hombres, decidió invitar a cinco mujeres a mirar lo que allí acontecía “siempre y cuando vayan como observadoras y no hablen” RTVE.es/AGENCIAS, 2021).

No resulta casual que lo que actualmente entendemos como filosofía feminista del lenguaje, es decir, el análisis filosófico del lenguaje realizado con perspectiva de género le haya dado una relevancia especial a un tema mucho menos investigado por enfoques tradicionales: el silencio y el silenciamiento de las mujeres y, también, de otros grupos oprimidos.

En la literatura sobre el tema, hay múltiples sentidos acerca de lo que puede entenderse como silencio femenino que, aunque en ocasiones se solapan, pueden distinguirse con fines analíticos. Yo encontré estos siete:

I.El silencio como no emisión de palabras. Es el sentido más usual del término “silencio”, el que se da a nivel locutivo. Este puede producirse en las mujeres por imposición, por amenazas (Spender, 1980, p. 106), por miedo a ser tratadas ante un discurso disidente como locas o neuróticas (Spender, 1980, p. 54), o como forma de resistencia.

II.El silencio ilocutivo que consiste en emitir palabras, pero fracasar en la realización del acto de habla pretendido[1]

III.El silencio entendido como la desaparición de ciertas voces en el devenir histórico. Esto puede acontecer, entre otras razones, por la escasa o nula valoración de las palabras de las mujeres, o por las dificultades que se han encontrado en su transmisión[2]

IV.El silencio visto como la exclusión de determinadas voces en la construcción de campos disciplinares, algo que ocurre, por ejemplo, cuando se toman a los hombres como objeto de estudio para llegar a conclusiones acerca de lo humano (Ardener 1975, Bernard 1973, Roberts 1976). 

V.El silencio concebido en términos de la tendencia a no pedir a grupos sobre los que recae un prejuicio identitario que expresen sus pensamientos y opiniones, circunstancia a la que Fricker (2017) llama injusticia testimonial anticipada (p. 130).

VI.El silencio producido por el hecho de que no se trata a la persona que habla como un informante epistémico racional, es decir, como un sujeto, sino como una mera fuente de información, es decir como un objeto. Fricker (2017) alude a esta situación en términos de cosificación epistémica[3].

VII.El silencio entendido como la falta de participación en la producción social de significados. 

Es aquí donde voy a detenerme. El propósito de este trabajo es centrarme específicamente en este último sentido de la palabra “silencio”, analizar su naturaleza, tomando especialmente, aunque no exclusivamente, los aportes de Spender (1980) y Fricker (2017), y, finalmente, presentar, sin pretensiones totalizadoras, una conjetura acerca de lo que permite la salida del estado de mudez (en el sentido VII).

 

Experiencia sin nombre[4]

 

[…] una mañana de 1959, oí a una madre de cuatro hijos, que estaba tomando café con otras cuatro madres en un barrio residencial a unos 25 kilómetros de Nueva York referirse en un tono de resignada desesperación al <<malestar>>. Y las otras sabían, sin mediar palabras, que no estaba hablando de un problema que tuviera con su marido, ni con sus hijos ni con su casa. De repente se dieron cuenta de que todas compartían el mismo malestar, el malestar que no tiene nombre. De manera titubeante se pusieron a hablar de él. Más tarde, después de que hubieran recogido a sus hijos de la escuela y de la guardería y los hubieran llevado a casa para que echaran una siesta, dos de las mujeres lloraron de puro alivio al saber que no estaban solas (Friedan, 2009, p. 55-56).

La cita de Betty Friedan (2009) alude al malestar de muchas mujeres norteamericanas durante la década del 50. Ellas no lograban hacer encajar su desasosiego con lo que supuestamente debía realizarlas: ser amas de casa que residían en hogares confortables en los suburbios, tener un marido proveedor e hijas e hijos, electrodomésticos que faciliten sus múltiples tareas hogareñas y suficiente dinero para invertir en los estándares de belleza que garantizaban la satisfacción de sus esposos. El malestar, que vivían en la más absoluta soledad, no solo no tenía nombre, sino tampoco explicación ni bordes conceptuales mínimamente nítidos. Las mujeres sencillamente no sabían qué les pasaba. En sus visitas a los psiquiatras expresaban sentirse avergonzadas y se referían a sí mismas como neuróticas. Los especialistas en salud mental, a su vez, simplemente decían no entender a las mujeres de su época (Friedan, 2009, p. 55).

La denominada teoría de los grupos enmudecidos, iniciada por Edwin (1975) y Shirley Ardener (1975) en los 70, ofrece algunos elementos para pensar qué les pasaba a esas mujeres: no tenían herramientas para conceptualizar sus experiencias porque aquéllas eran proporcionadas por los grupos dominantes, en este caso, los hombres (Fitzpatrick, 2010, p. 485).

Spender (1980), en Man Made Language, hace pie en la teoría de los grupos enmudecidos, recoge gran parte de los aportes realizados en torno a ella en la década del 70 y la pone en conexión con algunos de sus supuestos. Uno de ellos es que las mujeres y los hombres perciben la realidad de maneras diferentes[5]. La razón principal es que ocupan distintas posiciones en la estructura jerárquica del orden patriarcal. La división de tareas y la diferencia de trato impuestos por la división sexual impiden, en términos de la autora, que habiten el mismo mundo. No es la misma realidad la del opresor que la del oprimido. En una situación contra fáctica en la cual el orden patriarcal fuese suprimido, no habría forma de saber si habitaríamos o no el mismo mundo (Spender, 1980, p. 78). Spender (1980) invita a abandonar la idea de que hay una sola realidad, a la que llama, como Mary Daly, “monodimensional” y postula otra que denomina “multidimensional”. Si bien es cierto que no hace mención alguna a otros factores, además de la diferencia sexual, que puedan incidir en la forma de percibir el mundo (clase social, pertenencia a grupos racializados o a colectivos ligados a la diversidad sexual, etc.), sí indica que el pluralismo es inherente al movimiento feminista: 

 

There are numerous ‘truths’ available within feminism and it is falling into male defined (and false) patterns […] to insist that only one is correct. Accepting the validity of multidimensional reality predisposes women to accept multiple meaning and explanations without feeling that something is wrong [Hay numerosas verdades disponibles dentro del feminismo y es caer en patrones masculinos (y falsos) […] insistir en que solo una es la correcta. Aceptar la validez de la realidad multidimensional predispone a las mujeres a aceptar significados y explicaciones sin sentir que algo está fundamentalmente mal] (p. 102-103).

 

El perspectivismo que asume Spender (1980) va de la mano con su visión del lenguaje: todo nombrar es sesgado, el lenguaje codifica los sesgos cognitivos, las diferentes percepciones del mundo (p. 164). Así pues, en un contexto igualitario sería razonable que la realidad multidimensional que recoge las diferentes experiencias de mujeres y hombres encuentre su correlato lingüístico: ellas encontrarían en el lenguaje los suficientes recursos para nombrar sus experiencias, sus formas de sentir y estar en el mundo, y ellos podrían hacer lo propio. Sin embargo, advierte la autora, esto no ocurre así: el monopolio del poder incluye el de nombrar, de asignar significados a las palabras y de hacerlo desde la perspectiva propia. Puntualmente, los términos que nombran la realidad femenina expresan una visión masculina de las mujeres. Éstas no tienen su propia voz para hablar de sí mismas, sino que son nombradas por otros, los hombres. En este sentido, las mujeres son enmudecidas. Dorothy Smith (1978), una de las fuentes que recoge Spender (1980), lo expresa así: 

 

[…] women have been deprived of the means of participate in creating forms of thought relevant or adequate to express their own experience or to define and raise social consciousness about their situation and concerns. They have never controlled the material or social means to the making of a tradition among themselves or to acting as equals in the ongoing discourse of intellectuals [[…] las mujeres han sido despojadas de los medios para participar en la creación de formas de pensamiento relevantes o adecuadas para expresar sus propias experiencias o para definir y elevar la consciencia social sobre su situación e inquietudes. Nunca han encontrado el material o los medios sociales para la elaboración de la tradición entre ellas mismas o para actuar como iguales en el discurso de los intelectuales] (p. 281).

 

 

Spender (1980) dedica una parte más que considerable de Man Made Language a ilustrar de qué forma los sentidos de múltiples palabras están impregnados de la perspectiva masculina del mundo en el orden patriarcal.  Algunos de sus tantos ejemplos mostrarán qué es lo que la autora tiene en mente:

                I.Maternidad. Spender (1980) indica que la sociedad en la que fue criada significa algo no solamente hermoso, sino que realiza a la mujer. En palabras de María Elisa Molina (2006): 

 

En la cultura de la madre idealizada, las creencias llevan implícita la identificación entre mujer y madre. La maternidad es el objetivo central en la vida de las mujeres y la naturaleza femenina es condición de la maternidad. Las mujeres son consideradas con una capacidad natural de amor, de estar conectadas y empatizar con otros (p. 98).

 

El problema, señala Spender (1980), es que, para muchas mujeres, la maternidad puede implicar una experiencia diferente (p. 54).

    II.           Trabajo. La autora indica que otro ámbito en el que se muestra cómo las experiencias de las mujeres no se han codificado en el lenguaje se da con aquel vocablo. Basta con ver el diccionario de la RAE. Su segunda acepción es: “Ocupación retribuida” (Real Academia Española, s.f., definición 2), lo que deja fuera vastas áreas de tareas de las que históricamente se han ocupado las mujeres.

III.Feminidad. Susan Koppelman Cornillon (1972), a quien cita Spender (1980), señala:

 

in a male culture, the idea of the femenine is expressed, defined and perceived by the male as a condition to being female, while for the female it is seen as an addition to one´s femaleness and a status to be achieved [en una cultura masculina, la idea de lo femenino es expresada, definida y percibida por el hombre como una condición para ser mujer, mientras que para las mujeres se ve como una adición a la propia condición de mujer y un estatus que debe alcanzarse] (p. 113).

 

Spender (1980) ilustra esta idea de la siguiente forma: la definición masculina de feminidad contiene la noción de que carece de vello. De allí que las mujeres que desean presentarse a los hombres bajo sus estándares de lo femenino lo harán sin vello alguno. Esto fomenta la ilusión masculina de que la ausencia de vello es un rasgo de lo femenino, una condición de su naturaleza. Sin embargo, las mujeres no lo viven así, sino como un trabajo, un añadido (Spender, 1980, p. 92).

  IV.          Frigidez. No hace falta remontarnos a textos de décadas pasadas para ver por qué su caracterización manifiesta la impronta de la perspectiva masculina de lo que les ocurre a las mujeres. En el Medical Dictionary, editado por Charles Patrick Davis, se encuentra la siguiente definición: “Failure of a female to respond to sexual stimulus; aversion on a part of a woman to sexual intercourse; failure of a female to achieve an orgasm (anorgasmia) during sexual intercourse” [Incapacidad de una mujer para responder al estímulo sexual; aversión de una mujer a las relaciones sexuales; fracaso de una mujer para alcanzar un orgasmo (anorgasmia) durante las relaciones sexuales] (s. f). 

Spender (1980) presta particular atención al uso del término “fracaso” al que califica como falso porque no apresa un aspecto de lo que suele llamarse frigidez. Más que un fracaso, como lo ven los hombres, muchas veces es una renuencia a responder a la sexualidad masculina:

 

Frigidity could perhaps be more aptly named (from a female point of view) as reluctance, and reluctance to respond to male sexuality rather than a reluctance to utilize one’s own. This is a very different name for a woman who does not wish to participate in sexual intercourse […] Frigidity could be renamed as an autonomous and independent state, an outcome of conscious debate and decision, freely arrived at in the face of possible alternatives. It could be a form of power against an opresor, a form of passive resistance or unavailbility [La frigidez quizás podría ser llamada más acertadamente (desde un punto de vista femenino) renuencia, renuencia a responder a la sexualidad masculina en lugar de renuencia de utilizar la propia. Este es un nombre muy diferente para una mujer que no desea participar en las relaciones sexuales […]. La frigidez podría rebautizarse como un estado autónomo e independiente, un producto del debate o la decisión consciente, libremente alcanzado frente a posibles alternativas. Podría ser una forma de poder contra un opresor, una forma de resistencia pasiva o indisponibilidad] (p. 177).

 

Spender (1980) muestra de qué forma muchos otros términos relacionados con la sexualidad codifican la perspectiva masculina sobre ella: “penetración” (p. 178), “juego previo” (p. 178) e, incluso, “violación” (p. 178-180).  

Ahora bien, el punto no es solo que las perspectivas del mundo se codifican en el lenguaje, sino que, para Spender (1980), también se da el movimiento inverso. Inspirada en las ideas de Edward Sapir (1929) y Benjamin Whorf (1956), a quienes refiere explícitamente, indica que la actividad de nombrar pone orden en el flujo caótico de la existencia, las palabras actúan como moldeadoras de ideas. Así pues, quien utiliza un lenguaje sexista codifica su experiencia en estos términos. Son los hombres quienes proveen de las herramientas lingüístico-conceptuales para dar sentido tanto a las experiencias de los hombres como a las de las mujeres[6]

Más recientemente, Miranda Fricker (2017) abordó este fenómeno. Señala, al igual que Spender (1980), que múltiples términos relevantes para las mujeres fueron definidos por varones. Analiza esta circunstancia apelando a la noción de marginación hermenéutica. La idea de marginación supone la exclusión de una práctica de interés para quien no ha sido incluido. En el caso que nos interesa, la práctica es la interpretación. Las interpretaciones sociales sobre asuntos importantes para las vidas de las mujeres, como la maternidad o la violación dentro del matrimonio, han sido históricamente sesgadas porque ellas no han participado en su producción o lo han hecho escasamente. Por otra parte, el sesgo propio de aquellas interpretaciones es discriminador porque afecta negativamente a las mujeres precisamente en virtud de su identidad social. Estas circunstancias hacen que las mujeres padezcan de lo que Fricker (2017) denomina injusticia hermenéutica a la que caracteriza como “la injusticia de que alguna parcela significativa de la experiencia social propia quede oculta a la comprensión colectiva debido a un prejuicio identitario estructural en los recursos hermenéuticos colectivos” (p. 249-250). Quien más padece del ocultamiento es la víctima de la marginación hermenéutica que debe codificar sus propias vivencias a la luz de las construcciones de sentido de su opresor. En un sentido, es muda, otro habla por ella.

Esta forma de silenciamiento puede darse de dos maneras:

I.  No poder dar significados propios a significantes que circulan en el cuerpo social. Los ejemplos que he traído son de este tipo. Son los hombres quienes definen qué y cómo es la maternidad o la feminidad o el trabajo o la sexualidad de las mujeres. Cuando estas no se adaptan a los significados considerados legítimos y objetivos, suelen sentirse anormales, monstruosas, neuróticas, desviadas o fracasadas. Es el caso de las madres que experimentan sentimientos hostiles hacia sus hijas o hijos o sienten que la maternidad no las realiza, o el de quienes no llegan al orgasmo. La representación ante estos eventos toma la forma de un desvío individual de la normalidad.

II. No disponer de significantes adecuados para codificar la propia vivencia. Hay muchos ejemplos de este orden. Quizás, el más conocido en la literatura sobre estas cuestiones y que abordan tanto Spender (1980) como Fricker (2017) es el de acoso sexual. 

Hasta la década del 70 no existía la expresión. Fricker (2017) narra parte de la historia de su surgimiento. De momento, me detendré en su primer momento. Carmita Wood, una madre divorciada y negra, trabajaba en el Departamento de Física Nuclear de la Universidad de Cornell. Su jefe era el físico Boyce McDaniel. Este intentó en distintas ocasiones realizar determinadas acciones sin su consentimiento: besarla, poner su mano por debajo de su vestido, tocarla. Muchas veces la inmovilizaba contra su escritorio mientras le decía cuánto lo excitaba, entre otros comportamientos. Carmita abandonó el trabajo y luego pidió un seguro de desempleo. Al tener que explicar por qué había renunciado, se sintió confusa. No disponía de la posibilidad de decir lo que hoy pueden expresar tantas mujeres: “mi jefe me acosa”. Afirmar que McDaniel flirteaba con ella y que eso no era de su agrado no explicaría lo que ocurría. Pero ¿qué ocurría? Lo que ella vivía no podía siquiera ser expresado ni conceptualizado. Su malestar por lo que experimentaba y no podía decir se trasladó a su cuerpo a través de múltiples somatizaciones. 

La imposibilidad de manifestar la experiencia femenina desde una perspectiva femenina ha sido caracterizada de diferentes maneras. Rich (1979) sostiene: 

 

“In denying the validity of women’s experience, in pretending to stand for the ‘human’, masculine subjectivity tries to force us to name our truths in an alien language” [Al negar la validez de la experiencia de las mujeres, pretendiendo defender lo ‘humano’, la subjetividad masculina intenta obligarnos a nombrar nuestras verdades en un lenguaje ajeno] (p. 208)

 

Spender (1980) habla, siguiendo a Shirley Ardener (1975), en términos de “bloques” y “barreras” (p. 83), a la vez que sostiene que “self-generated meanings come become vague, shadowy and elusive when the have not outlet” [los significados autogenerados devienen vagos y elusivos cuando no tienen salida] (p. 81). Fricker (2017) sostiene que mujeres, como Carmita, se encontraban, ante una “laguna hermenéutica” (p. 244).

En todo caso, el desajuste entre la experiencia vivida y su codificación y expresión produce alienación, causa, a su vez, de malestar. El que padecían las mujeres neoyorkinas a las que alude Friedan (2009) se debía, precisamente, a la imposibilidad de comprender y nombrar lo que les ocurría: las construcciones de sentido con las que diseñaban sus vidas las oprimían. Sentían la opresión, pero, no podían conceptualizarla ni nombrarla como tal.

 

La salida del silencio

 

Retomemos la historia de Carmita Wood. Desempleada como estaba, buscó ayuda en la activista feminista Lin Farley. Susan Brownmiller (1990) en su libro In Our Time: Memoir of a Revolution señala:

 

‘Lin’s students had been talking in her seminar about the unwanted sexual advances they’d encountered on their summer jobs’ Sauvigne relates. ‘And then Carmita Wood comes in and tells Lin her story. We realized that to a person, every one of us—the women on staff, Carmita, the students—had had an experience like this at some point, you know? And none of us had ever told anyone before. It was one of those click, aha! moments, a profound revelation.’

The women had their issue. Meyer located two feminist lawyers in Syracuse, Susan Horn and Maurie Heins, to take on Carmita Wood’s unemployment insurance appeal. ‘And then…,’ Sauvigne reports, ‘we decided that we also had to hold a speak-out in order to break the silence about this.’

The ‘this’ they were going to break the silence about had no name. ‘Eight of us were sitting in an office of Human Affairs,’ Sauvigne remembers, ‘brainstorming about what we were going to write on the posters for our speak-out. We were referring to it as ‘‘sexual intimidation,’’ ‘‘sexual coercion,’’ ‘‘sexual exploitation on the job.’’ None of those names seemed quite right. We wanted something that embraced a whole range of subtle and unsubtle persistent behaviors. Somebody came up with ‘‘harassment.’’ Sexual harassment! Instantly we agreed. That’s what it was.

[«En el seminario, las alumnas de Lin hablaban sobre los contactos sexuales no deseados con que topaban en sus empleos veraniegos- refiere Sauvigne-. Y entonces interviene Carmita Wood y le cuenta a Lin su historia. Descubrimos que, hasta la última persona, todas y cada una de nosotras -el personal femenino, Carmita, las alumnas- habíamos tenido una experiencia parecida en algún momento, ¿se dan cuenta? Y ninguna le había contado nunca nada a nadie. Entonces hicimos clic, dijimos ajá, fue uno de esos momentos de revelación profunda».

Las mujeres encontraron la cuestión. Meyer localizó a dos abogadas feministas de Syracuse, Susan Horn y Maurie Heins, para que se hicieran cargo del recurso de la prestación por desempleo de Carmita Wood. «Y entonces… -refiere Sauvigne- decidimos que también nosotras teníamos que hacer una denuncia pública para romper el silencio sobre esto». El «esto» sobre lo que iban a romper el silencio no tenía nombre. 

«Ocho de nosotras nos reunimos en una oficina de asuntos sociales y laborales —recuerda Sauvigne— para lanzar propuestas sobre lo que íbamos a escribir en los carteles para hacer nuestra denuncia pública. Nos referimos a aquello como “intimidación sexual”, “coerción sexual” o “explotación sexual” en el puesto de trabajo. Ninguno de esos nombres nos parecía del todo correcto. Buscábamos algo que recogiera un amplio abanico de conductas persistentes, sutiles y no tan sutiles. A alguien se le ocurrió «acoso». ¡Acoso sexual! Nos pusimos de acuerdo al instante. Eso es lo que era»] (p. 280-281).

 

La naturaleza del rompimiento de la barrera, para decirlo en términos de Spender (1980), o la salida de la laguna hermenéutica, para expresarlo en palabras de Fricker (2017), plantea, a mi juicio, algunas zonas oscuras no debidamente explicadas. ¿Qué había antes del “clic”? ¿De qué naturaleza era la experiencia antes de ser nombrada y conceptualizada? Se han brindado algunas pistas, aunque no son lo suficientemente precisas. Spender (1980) se desliza superficialmente sobre esta cuestión apelando a ideas de Susanne Langer (2009) y Shirley Ardener (1975). La primera señala que, en la mayoría de los casos, el descubrimiento implica ver de repente cosas que siempre han estado allí y que una idea nueva “is a light that illuminates presences which simply had no form for us before the light fell on them” [es una luz que ilumina presencias que simplemente no tenían forma antes de que la luz caiga sobre ella] (Langer, 2009, p.6). La segunda indica que:

“because of the absence of a suitable code […] women, more often than may be the case with men, lack the facility to raise to conscious level their unconscious thoughts” [debido a la ausencia de un código adecuado […] las mujeres, más a menudo que los hombres, carecen de la facilidad para elevar al nivel consciente sus pensamientos inconscientes] (Ardener, 1975, p. ix).

 

Menos oscuro resulta saber en qué contextos las mujeres pudieron resignificar palabras viejas y encontrar nuevas para codificar sus experiencias desde su propia perspectiva, para hablar por ellas mismas.

Tanto Spender (1980) como Fricker (2017) señalan la importancia que tuvieron los grupos de concientización o elevación de la conciencia que comenzaron a surgir en la década del 70 en EE. UU. y que rápidamente se expandieron por distintos países. Allí, las mujeres conversaban sobre lo que les pasaba, sobre cuestiones “personales”.  Se proponía un tema, todas tenían un tiempo para hablar y, a la vez, escuchar a las demás. Esta actividad producía varios efectos:

                I.Descubrir que lo que le pasaba a una les pasaba a muchas, un saber desconocido cuando las mujeres no dialogan entre sí y están aisladas. Este hecho permitió una categorización más adecuada de ciertas experiencias de las mujeres: lo que parecía individual era social, lo que aparentaba ser la excepción era la regla. En estos grupos las mujeres descubrieron que vivían muchas circunstancias, no porque sean anormales o monstruosas, sino por su condición de mujeres y por el lugar de ellas en el orden patriarcal. Brownmiller (1990) recoge así el testimonio de Wendy Sandford tras acudir a un grupo de concientización:

 

In my group people started talking about postpartum depression. In that one forty-five-minute period I realized that what I’d been blaming myself for, and what my husband had blamed me for, wasn’t my personal deficiency. It was a combination of physiological things and a real societal thing, isolation. That realization was one of those moments that makes you a feminist forever. [En mi grupo la gente empezó a hablar de la depresión posparto. En ese único lapso de cuarenta y cinco minutos descubrí que aquello de lo que me había estado culpando a mí misma, y de lo que mi esposo me culpaba, no era una deficiencia personal. Era una combinación de cuestiones psicológicas y un asunto social real: el aislamiento. Ese descubrimiento fue uno de esos momentos que te convierte en feminista para siempre] (p. 182).

 

El descubrimiento del carácter compartido de las experiencias no solo obró como condición de posibilidad para que muchas mujeres entiendan que lo que padecían tras dar a luz era una depresión postparto, sino también para resignificar términos como “maternidad” o “feminidad”, entre otros.

    II.           Descubrir que sus existencias estaban sujetas al control masculino. La activista feminista argentina Hilda Rais indica, ante la pregunta de qué implicó para ella el encuentro con el feminismo en los grupos de concientización, lo siguiente:

 

Descubrir cómo mirar el mundo, la vida en general, mi vida en particular, de otra manera. Se me abrió la cabeza. Yo no tenía el registro de que hubiera una injusticia tan grande en relación con las mujeres. Se me iluminó todo de golpe. […] A donde iba, una fiesta, una reunión, bajaba línea. Veía la opresión de las mujeres no sólo en la vida, también en el cine, en la literatura (Soto, 2010).



  III.          Descubrir que las definiciones y maneras de dar sentido al mundo eran imposiciones masculinas.

Llegados a este punto, presentaré unas ideas, de corte conjetural y parcial, acerca de qué otro aspecto, además del aislamiento, hace posible el enmudecimiento, en el sentido que estoy considerando, y qué operaciones cognitivas se ponen en juego para salir de él. 

Crary (2001) señala que antes de la formulación del concepto legal de acoso sexual en EE. UU., que data de 1976, el término “acoso” (harassment) ya existía, las feministas lo hicieron más incluyente. Ya en la versión de 1913 del Webster Dictionary pueden encontrarse estas definiciones: 

 

Har"ass*ment (-ment), n. The act of harassing, or state of being harassed […]” [Acoso. El acto de acosar, o el estado de ser acosado […] (Merrion-Webster, s.f.). “Har"ass (hăr"as) […] To fatigue; to tire with repeated and exhausting efforts; esp., to weary by importunity, teasing, or fretting; to cause to endure excessive burdens or anxieties […]” [Acosar […] Fatigar, cansar con esfuerzos repetidos y agotadores; especialmente, agobiar por inoportunidad, molestia o irritación; hacer que se soporten cargas o ansiedades excesivas […] (Merrion-Webster, s.f). 

 

Seguramente, Carmita se sintió fatigada por las acciones de McDaniel y también agobiada por sus comportamientos inoportunos, molestos e irritantes. Sus actos hicieron que ir al trabajo sea vivido como una carga. Su ansiedad se trasladó al cuerpo. ¿Por qué Carmita no encontró una palabra adecuada para explicar lo que le pasaba, si esta, de alguna forma, estaba a la mano? ¿Por qué no pudo darse a sí misma una herramienta para interpretar su tortuosa experiencia si ya estaba disponible para otras personas? 

Para responder a estas preguntas voy a dar un pequeño rodeo haciendo referencia a los privilegios. McIntosh (2001) expresa que a los hombres blancos no se les ha enseñado a reconocer sus privilegios y que, por ello, estos pasan inadvertidos. Considero que la ausencia de consciencia de que se goza de ventajas tiene el siguiente efecto: se naturalizan los privilegios a los que se consideran meros derechos, los privilegios se vuelven evidentes, indubitables. Así, por ejemplo, para mucha gente, resulta indiscutible que el cuidado del hogar es primordialmente cosa de mujeres. A este fenómeno lo denomino la obviedad del privilegio.

Ahora bien, el olvido del privilegio, su obviedad, suele impedir que se puedan llevar a cabo operaciones cognitivas tales como encontrar semejanzas entre fenómenos o relaciones de pertenencia o inclusión. A fin de ilustrar este punto voy a hacer referencia a una experiencia comentada por Linker (2011).

La autora hace alusión a sus investigaciones llevadas a cabo en un establecimiento educativo en Tanglewood (EE. UU.). Las profesoras y los profesores eran individuos blancos de clase media, las alumnas y los alumnos eran personas negras residentes en barrios populares. Linker (2011) señala que una vez una docente debió llevar a un estudiante a su casa y que la madre la despidió bebiendo una botella de cerveza en el porche, hecho que a la profesora y a sus colegas les parecía censurable. No obstante, estos mismos docentes indicaban desear, luego de un largo día de trabajo, llegar a sus casas y beber en sus jardines una copa de vino. El profesorado no advertía la gran semejanza que había entre sus acciones, que consideraban aceptables, y las que consideraban reprochables:

 

[…] well-intentioned individuals who are typically capable of non-fallacious, relevant, analogical reasoning may nevertheless fail to employ those same skills in rhetorical contexts where social difference is a factor” [[…] individuos bien intencionados que son típicamente capaces de un razonamiento no falaz, relevante y por analogía pueden, sin embargo, no emplear esas mismas habilidades en contextos retóricos donde la diferencia social es un factor] (Linker, 2011, p. 122).

 

El olvido del privilegio pareciera obturar la posibilidad de razonar por analogía, de ver semejanzas relevantes. En Argentina, por ejemplo, ciertos sectores de clase media hablan despectivamente de las personas humildes que reciben subsidios del Estado como “planeros” y no advierten cuánto se parecen a ellas al recibir también subsidios para pagar servicios como la luz, el agua y el gas. La situación de privilegio distorsiona la cognición: se maximizan las diferencias, a veces hasta el ridículo, y enceguece la apreciación de las semejanzas.

Ahora bien, mi hipótesis es que el problema cognitivo al que acabo de referir afecta, cuando median relaciones de poder, también a los grupos oprimidos. Para ilustrarlo, voy a comentar una experiencia personal. En el año 2010, se debatió en Argentina el proyecto de ley del matrimonio igualitario. Finalmente se aprobó. Deseoso como estaba de recibir el mismo trato legal que mis congéneres heterosexuales, me llevé una enorme sorpresa cuando un hombre homosexual me expresó, en medio de una charla, que se oponía a la ley. Al preguntarle la razón, su respuesta fue la siguiente: “los homosexuales somos promiscuos”. Según la RAE, es promiscua una persona que “mantiene relaciones sexuales con otras varias” (Real Academia Española, s.f., definición 3). Resulta sintomático que este término peyorativamente cargado se use mayormente para varones homosexuales y para mujeres, y escasamente para hombres heterosexuales que tienen múltiples parejas sexuales. Su utilización para negar a parte de la población el derecho al matrimonio no solo reproduce estereotipos sobre el mundo homosexual, sin contemplar que en él hay tanta diversidad de conductas sexuales como personas, sino que pone el foco en el lugar equivocado. De cara a los fines de matrimonio civil, no hay diferencias relevantes entre una pareja heterosexual y otra homosexual. Si nadie pide a quienes contraen un matrimonio heterosexual una prueba de no promiscuidad, no debería ser un aspecto relevante para evaluar si dos personas del mismo género tienen derecho al matrimonio. Mi interlocutor no solo hizo suyo un argumento de sus opresores, sino que compartía con ellos la incapacidad de ver semejanzas donde las hay. Su habilidad de encontrar analogías y razonar en torno a ellas en este punto estaba obturada.

Volvamos, pues, al “clic” que hicieron las mujeres que acompañaron a Carmita en su proceso de buscar justicia. El “clic” consistió, según mi enfoque, precisamente en entender que sus experiencias con sus jefes varones en sus trabajos eran más parecidas que diferentes a las que vivían otras personas que estaban siendo acosadas. El “clic” consistió en incluirse donde antes se excluían. También hicieron “clic” las mujeres que entendieron que una relación sexual forzada dentro del matrimonio es mucho más parecida que diferente a una relación forzada fuera del matrimonio y, por lo tanto, debía ser nombrada y tipificada penalmente como violación. De igual forma, hicieron “clic” las lesbianas y gays que pudieron ver que sus relaciones eran más parecidas que diferentes a las de sus conocidas y conocidos heterosexuales, y que sus realidades debían recibir los mismos nombres y los mismos derechos. 

En suma, si el silencio consiste, también, en la indisponibilidad de recursos lingüísticos para conceptualizar la propia experiencia, romper el silencio es, para decirlo en términos de Fricker (2017), salir de la laguna hermenéutica, y, eso se logra, al menos parcialmente, cuando los oprimidos son capaces de quebrar la lógica de la exclusión y pensarse a la luz de categorías que les negaban y que se negaban. Las mujeres neoyorkinas que no entendían qué les pasaba pudieron hacerlo cuando pudieron tomar para sí una palabra que parecía hecha para otras realidades, para otros seres, y no para ellas: “opresión”. Romper el silencio implica, entre otras cosas, apropiarse del lenguaje.

 

 

Recibido: 08/11/2023

Aceptado: 22/01/2024

 


 

Referencias Bibliográficas

 

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* Universidad Nacional de Tucumán. Facultad de Filosofía y Letras. Departamento de Filosofía. Tucumán, Argentina.

 

[1] La noción, presentada por Langton (2018), se desarrolló en el contexto del análisis del rechazo. Este supone, como mínimo, dos cosas: A) Si X le dice “no” a Y, X debe tener alguna autoridad para Y. B) Que Y reconozca las palabras de rechazo como tales. Si los hombres no entienden que se los está rechazando cuando se emiten las expresiones del caso, la acción de rechazar con palabras simplemente no se realiza. Una mujer que no logra que se comprenda su “no” ha sido, para Langton, ilocutivamente silenciada y no de modo metafórico, sino real.

 

[2] En términos de Rich (1979): “The entire history of women’s struggle for self-determination has been muffled in silence over and over. One serious cultural obstacle encountered by the feminist writer is that each feminist work has tended to be received as if it emerged from nowhere: as if each of us had lived, thought, and worked without any historical past or contextual present. This is one of the ways in which women’s work and thinking has been made to seem sporadic, erratic, orphaned of any tradition of its own” [Toda la historia de la lucha de las mujeres por la autodeterminación se ha silenciado una y otra vez. Un serio obstáculo cultural encontrado por cualquier escritora feminista es que cada obra feminista ha tendido a ser recibida como si surgiera de la nada: como si cada una de nosotras hubiera vivido, pensado y trabajado sin ningún pasado histórico o presente contextual. Esta es una de las formas por medio de la cual se ha hecho aparecer el trabajo y el pensamiento de las mujeres como esporádicos, erráticos, huérfanos de cualquier tradición] (p. 11).

 

[3] Para Fricker (2017), los informantes son agentes epistémicos que transmiten información, mientras que las fuentes de información son estados de cosas a partir de los cuales el investigador puede encontrarse en una posición de recoger información. Por tanto, mientras que solo los objetos pueden ser fuente de información, las personas pueden ser informantes (como cuando alguien refiere algo que queremos saber) o fuentes de información (como cuando el hecho de que nuestro invitado llegue empapado y sacudiendo el paraguas nos permite inferir que llueve) (p. 215).

 

[4] Es el título de uno de los apartados del sexto capítulo de Man Made Language de Spender (1980).

[5] Spender (1980) tuvo en su texto de 1980 una visión binaria sobre los géneros. Además, habla de los sexos sin distinguir entre el sexo biológico y el género como una construcción social. Yo no comparto su enfoque en estos puntos. No asumo ninguna forma de esencialismo reductivo ni de binarismo. La forma en que serán presentadas ciertas ideas, por ejemplo, en términos del par mujer/hombre, se debe a que reconstruyo el pensamiento de la autora que me parece valioso en otros aspectos.

 

[6] Recuérdese que Spender (1980) no contempla las identidades no binarias