SUBJETIVIDAD FEMENINA Y LITERATURA

EN LA INGLATERRA DECIMONÓNICA.

UNA LECTURA DE CUMBRES BORRASCOSAS

 

FEMALE SUBJECTIVITY AND LITERATURE

IN NINETEENTH-CENTURY ENGLAND.

AN APPROACH TO WUTHERING HEIGHTS


Beatriz Dávilo*

 

Resumen

Este artículo aborda la novela Cumbres borrascosas de Emily Brontë, en la perspectiva de la historia del pensamiento, como un experimento narrativo inscripto en la tradición de la hermenéutica de sí, y marcado por la atmósfera del momento romántico pos-revolucionario. A través de la identificación de los tópicos discursivos y las estrategias narrativas, intentamos explorar las posibilidades enunciativas habilitadas en ese texto para la problematización de la configuración socio-cultural de lo femenino y la puesta en discusión de los sentidos alojados en el significante “mujer", en la Inglaterra decimonónica.

 

Palabras clave: Emily Brontë – subjetividad – lo femenino – hermenéutica de sí

 

Abstract

This article approaches the novel Wuthering Heights, by Emily Brontë, from the perspective of the history of thought, as a narrative experiment inscribed in the tradition of the hermeneutics of the self, and permeated by the atmosphere of the romantic post-revolutionary moment. Through the identification of speech topics and narrative strategies, we attempt to explore the enunciative possibilities opened by that text, related with the problematization of the social and cultural configuration of the feminine and the setting in debate of the meanings located in the significant “woman" in nineteenth-century England.

 

Keywords: Emily Brontë – Subjectivity – The Feminine – Hermeneutic of the Self

 

Introducción

 

La Inglaterra decimonónica nos ofrece un escenario sumamente iluminador para trazar una genealogía del estereotipo romántico de “la mujer”. Se trata de un momento en el que "lo femenino" está en el núcleo de una tensión agonística aún no resuelta, y la pregunta en torno a qué es "ser mujer" convoca muchas respuestas.

Ya Kate Millet desarrolló con lucidez la oposición entre las visiones de John Ruskin y John Stuart Mill: mientras el primero confunde lo habitual con lo natural, el segundo no duda en advertir que la atribución a la Naturaleza de las diferencias entre hombres y mujeres son el fruto de “maniobras políticas indiscutibles” (Millet, 1995: 182). Celia Amorós, por su parte, ha mostrado claramente cómo la misoginia romántica explota hasta el paroxismo el rendimiento simbólico del estereotipo que asocia lo femenino a la frivolidad, la astucia, la superficialidad, identificando a la mujer con el simulacro y la impostura: "ella es el ser del no-ser, a la vez impostura –ontológica– e impostora –ética–; pues, falsa conciencia de una entidad falsa, no puede sino engañarse y engañar" (Amorós, 2000: 209).

Ese espacio agonístico, sin embargo, resulta incompleto si no relevamos las voces femeninas que intentan hacerse un lugar en la disputa en torno a lo que nombra el significante “mujer”, no solo desde la reflexión política sino también desde la literatura. Es indudable que, para la época, la Vindicación de los derechos de las mujeres, de Mary Wollstonecraft –publicado en 1792- y los escritos de Harriet Taylor Mill, entre otros, logran visibilizar la matriz profunda de una sociedad en la que la tutela del hombre sobre la mujer se promueve mediante regulaciones legales –imposibilidad de reclamar el divorcio y dependencia económica con respecto al esposo, por ejemplo- y costumbres atávicas –educación  para el matrimonio.

No obstante, a esta mirada enfocada en la en la dinámica socio-política del mundo inglés es fundamental sumar el análisis del discurso literario, en la medida en que allí encontramos, como diría Michel Foucault, una forma típicamente moderna del ejercicio de auto desciframiento propio de la hermenéutica de sí (2014a: 174-175). En este sentido, la literatura escrita por mujeres da cuenta de los esfuerzos de éstas por hacer efectivo el derecho de narrarse,[*] explorando en sí mismas la cifra de lo que son, lo que sienten, lo que hacen. Mary Shelley (1797-1851), Jane Austen (1775-1817), Elizabeth Gaskell (1810-1865), las hermanas Brontë – Charlotte (1816-1855), Emily (1818-1848) y Anne 1820-1849)- entre otras, nos muestran con claridad los avatares de una subjetividad desgarrada, en vinculación con cierto ethos romántico propio de su tiempo, en un momento en el que la normativización del “léxico cultural de los sentimientos”, al decir de Eva Illouz (2009: 22), no ha cristalizado aún en el modelo de la entrega y la sumisión que suele asociarse a la configuración dominante de “lo femenino”.

Tal es el caso de Cumbres borrascosas, de Emily Brontë, una novela profundamente provocadora tanto en lo que refiere a la forma como al contenido, cuyo análisis es imprescindible si se quiere abordar la historia de la subjetividad moderna –una historia marcada por el binarismo y el sexismo naturalizados discursivamente a través de la narración de un "yo" que se estructura como un universal abstracto y masculino, y por una lógica subjetiva que presupone la racionalidad y el cálculo como condición antropológica.

La trama cuenta la historia de Heathcliff, un niño huérfano de origen desconocido, probablemente gitano, recogido por el padre de la familia Earnshaw, y llevado a su casa donde encuentra en la hija, Catherine, una compañera de juegos, cómplice de sus aventuras y, con el paso del tiempo, el amor de su vida; pero a la muerte del padre padecerá el desprecio y la humillación del hijo mayor de la familia, Hindley, e, impotente ante la decisión de aquella de casarse con Edgar Linton -un joven de su clase- huye de las Cumbres para forjar una fortuna y así tener la posibilidad de venganza. Su matrimonio con la hermana de Edgar, Isabella Linton –sobre la que descarga todo su desprecio- y el de su hijo con la hija de Catherine, que lleva el mismo nombre de su madre, se ubican en el núcleo de esa venganza que, lejos de romantizar los vínculos afectivos, desnuda los rasgos más opresivos de la familia patriarcal.

Atravesada por la perspectiva romántica, Cumbres borrascosas nos muestra una subjetividad ligada a los flujos de emociones tumultuosas que enfrentan un universo difícil de dominar, frente al cual no alcanza la planificación individual estratégicamente calculada porque siempre hay algo que "no podemos alcanzar y que frustra nuestros más caros deseos" (Berlin, 2000: 145). Lejos de hablarnos de hombres y mujeres que intentan acoplarse de la mejor manera posible al curso de la historia, nos ofrecen una maravillosa pintura impresionista del ejercicio de auto-desciframiento del romanticismo, cuyos exponentes, como diría Erich Auerbach (2008), se sienten en una situación de "desacomodo" en relación a su propio tiempo. En el caso de Brontë, ese desacomodo es, además, un gesto que incomoda porque intenta explorar en los recodos de la subjetividad los principios de individuación que les son negados a las mujeres (Amorós, 2000). Se trata, en definitiva de rastrear, en el escenario del romanticismo –considerado generalmente como un momento clave en la historia de la subjetividad moderna- qué posibilidades enunciativas habilitó Cumbres borrascosas para la problematización de la configuración socio-cultural de lo femenino y la puesta en discusión de los sentidos alojados en el significante "mujer", en la Inglaterra decimonónica.

 

Ficción, temporalidad y subjetividad en la configuración de "lo femenino"

 

La ficción, según Jacques Rancière, no es la invención de mundos imaginarios sino

una estructura de racionalidad, un modo de presentación que vuelve perceptibles e inteligibles las cosas, las situaciones o los acontecimientos; un modo de vinculación que construye formas de coexistencia, de sucesión y de encadenamiento causal entre acontecimientos, y da a esas formas los caracteres de lo posible, de lo real, de lo necesario (Rancière, 2015: 12).

A mediados del siglo XIX entra en crisis un paradigma de ficción, todavía atado al modelo aristotélico desarrollado en la Poética, que establece como principio de inteligibilidad de los hechos el encadenamiento de causas y de efectos en una escala temporal lineal y progresiva en el despliegue de la trama  –un paradigma que atraviesa diversos dominios del conocimiento o de la actividad humana, adjudicando a la sucesión temporal un potencial explicativo (Rancière, 2015).

Cumbres borrascosas es un ejemplo significativo de los experimentos estéticos que exploran alternativas diferentes a esa temporalidad lineal. La novela tiene dos narradores, Lockwood y Nelly, su ama de llaves, que había servido previamente en la hacienda nombrada en el título. El tiempo del relato que nos revela los avatares de los personajes se nos presenta fragmentado: en algunos casos en una sincronía nunca totalmente develada, y en otros, en una diacronía que habilita saltos en el calendario cuya incidencia en las biografías individuales y familiares no necesariamente se termina de explicitar.

En este sentido, si la identidad, como dice  Paul Ricoeur, se construye narrativamente, si el reconocimiento que hombres y mujeres tienen de su cuerpo y su psiquis está articulado en la dimensión discursiva (Ricoeur, 1996), la novela desafía los estándares narrativos que han abonado durante siglos los procedimientos verbales de configuración del yo. La moderna modulación de la subjetividad, que Foucault intenta relevar bajo la figura del pliegue y caracteriza como una "forma psicológica de contemplación del yo" (1996: 79), se forja a través de tecnologías que apuntan a la verbalización continua del sí mismo, y particularmente aquellas de origen cristiano, como la confesión y el examen de conciencia (Foucault, 2014b: 129). Estas tecnologías consisten, por un lado, en autoexaminarse y poner en palabras lo que los individuos ven dentro de sí, repasando las propias acciones en una secuencia temporal, y por otro, en analizar en el discurrir del acto de pensar no solo si el pensamiento se engaña con respecto a las cosas, sino también si se engaña con respecto a sí mismo.

La temporalidad fragmentada de Cumbres borrascosas produce un desplazamiento significativo con respecto al modelo lineal cronológico que constituye, aún hoy, uno de los mecanismos que, al decir de Pierre Bourdieu (1997), propician la percepción del flujo de lo vivido como unidad. El esquema temporal de esta novela, en cambio, se articula a una estructuración del "yo" que se perfila "no a través de un acto cognitivo, sino cuando somos conmovidos por algo" (Berlin, 2000: 130). Podría decirse, incluso, que propone una escatología subjetiva en la cual la experiencia del sufrimiento marca un punto de inflexión,[†] el fin de una manera de ser y el disparador de una mutación sustancial, como la que atraviesa Heathcliff tras vivir las humillaciones que le impone Hindley Earnshaw, y más aún cuando escucha a Catherine Earnshaw decir que se degradaría casándose con él.

La narrativa de Brontë expresa con claridad los rasgos de la escritura romántica y exhibe la tonalidad subjetiva (Arfuch, 2007) que impregna el espacio literario del siglo XIX, dando cuenta de las nuevas claves de auto-desciframiento en él desplegadas, inscriptas en la larga tradición occidental de la hermenéutica de sí. Y también representa un quiebre en la disputa por la toma de la palabra para hablar no solo de la subjetividad femenina sino también de las condiciones socio-históricas de subjetivación que han moldeado a "la mujer" de la época.

El derecho de narrarse habilitado en la novela a las mujeres –la autora y las protagonistas- no es solo una forma de hablar de sí mismas, sino de dar cuenta de sí. Judith Butler (2009) señala que dar cuenta de sí misma es un gesto relacionado con el efecto que producen las propias acciones sobre lxs demás, y vinculado a una autoridad narrativa. En este sentido, en Cumbres Borrascosas las voces femeninas se hacen cargo del rechazo al estereotipo de lo femenino que constituye el suelo arqueológico de la novela inglesa. En primer lugar, se enfrentan a la autoridad narrativa de John Milton y su reescritura de la alegoría de la sumisión de la mujer respecto al hombre relatado en el Génesis. Como señalan Sandra Gilbert y Susan Gubar (1998), el espectro de Milton –una figura retomada del ensayo de Virginia Woolf, Un cuarto propio-[‡] está presente en las escritoras inglesas del siglo XIX, particularmente en Mary Shelley y en las hermanas Brontë. Más allá de las referencias explícitas o los guiños a El paraíso perdido (1667) –cuya lectura moldeó el contacto que muchas mujeres y hombres tuvieron con otros libros–, hay en la novela un doble movimiento de acercamiento y distancia con respecto al tratamiento que da Milton al mito bíblico de la creación y a la relación entre Dios y Satanás que se entreteje en el relato. Por un lado, la imagen de Eva gestada a partir de la costilla de Adán y cuya curiosidad y ambición produce la expulsión del paraíso es la matriz simbólica profunda del patriarcado en el Occidente cristiano en la que se inscribe el poema miltoniano: la Eva sumisa, anterior a la caída, le dice a Adán "Dios es tu ley / y tú la mía: no saber nada más / Es la ciencia mayor de una mujer" (Milton, 2012: 204). Sin embargo, Eva desobedece y arrastra consigo no solo a Adán sino a toda la humanidad a la condena del pecado original.

En Cumbres Borrascosas, están representadas las dos Evas: la que se somete a la ley de Dios y la que desafía los mandatos. Nelly encarna el discurso puritano y es la voz que reconviene a las dos Catherine cuando actúan por fuera del papel que la sociedad le asigna a la mujer, en parte responsabilizándolas por su sufrimiento. A Catherine Earnshaw, que decide aceptar la propuesta matrimonial de Edgar pero confiesa que Heathcliff estará siempre en su cabeza porque es parte de ella,  le dice: "acabo de convencerme de que ignora usted cuáles son sus deberes de mujer casada" (Brontë, 2010: 89). Y a Catherine Linton, cuando descubre el intercambio epistolar mantenido con Linton Heathcliff la amonesta: "Ya puede usted avergonzarse de esas cartas" (Brontë, 2010: 205). Pero al mismo tiempo la novela también muestra los claroscuros de la familia patriarcal, que en el caso de los Earnshaw exhibe un ostensible deterioro del tejido afectivo, y son tres mujeres, Isabella y las dos Catherine, quienes sacan a la luz la violencia física y moral que domina el mundo doméstico familiar.

Por otra parte, El paraíso perdido esboza un horizonte de sentido que no es ajeno a la novela: el de la imposibilidad de delimitar fronteras claras entre el bien y el mal, el paraíso y el infierno. Ciertamente el Satanás de Milton tiene una personalidad con tantos matices y es tan humano –cuando reúne a los ángeles caídos, solloza y le cuesta hablar, el "despecho" le hace saltar lágrimas "como los ángeles saben derramar" (2012: 116) – que genera empatía y empuja al lector a sospechar si el mal está verdaderamente de su lado. Cumbres borrascosas, presenta al cielo y al infierno como estados subjetivos: Catherine Earnshaw relata con tristeza un sueño en el que se veía en el cielo pero no era feliz; y para Heathcliff el infierno y la muerte sobrevendrían si Catherine lo olvidara, mientras que una vez muerta ésta, y vislumbrando su propio final expresa "casi he conseguido mi cielo, y el de los otros no tiene ningún valor para mí y no lo envidio" (Brontë, 2010: 297), porque será enterrado al lado de su amada, cuyo ataúd había roto en un costado para que pudieran darse la mano.

Otra autoridad narrativa frente a la que Emily Brontë y los personajes femeninos de Cumbres borrascosas dan cuenta de sí es la de la novela inglesa del siglo XVIII y las primeras décadas del siglo XIX. Para comprender el colosal salto en el vacío al que se anima la autora vale la pena hacer algunas comparaciones con la mujer ideal típica que se ofrece en las páginas de Pamela, o la virtud recompensada, de Samuel Richardson. Publicada por primera vez en 1740, cuenta la historia de una bella y virtuosa joven que se desempeñaba como dama de compañía de una aristócrata anciana cuya muerte la deja a merced del acoso de un hijo libertino. El autor, varón, imagina el ejercicio hermenéutico de escritura de una mujer que narra las situaciones que debe enfrentar y la reflexión suscitada por esa experiencia, logrando un éxito editorial con efectos performativos de largo alcance en la cristalización de un paradigma de lo femenino en que sobresalen la debilidad, la castidad y la sumisión. La mentalidad femenina es presentada como vulnerable a los embates del mundo externo: "desde la muerte de su querida señora, [Pamela] se ha dado en leer novelas, historias románticas y cosas banales de ese tipo" (Richardson, 1999: 237), lo que hace temer por los riesgos de la imaginación y la deriva de un pensamiento que pueda engañarse a sí mismo. Y frente a los embates del nuevo amo, se le recuerda continuamente a Pamela el imperativo de la castidad, aun a costa de la vida: para la madre y el padre de la protagonista "La pérdida de la virtud de nuestra querida hija (…) nos llevaría muy pronto a la tumba" (Richardson, 1999: 131). El mandato patriarcal reclama "Ármate, querida hija, para lo peor y decide perder la vida antes que la virtud" (Richardson, 1999: 140). ¿Y cuál será la recompensa? El matrimonio con el joven aristócrata que la acosaba, que se rinde enamorado ante la joven virtuosa.

Si avanzamos casi ochenta años y ponemos el foco en Jane Austen –sus novelas Mansfield Park y Emma son publicadas en 1814 y 1815, respectivamente– vemos que persiste, como diría James Kilroy (2007), la ideología de la familia patriarcal, aun cuando se despliega una crítica a las prácticas de matrimonios negociados a los que se ven arrastradas muchas mujeres. La unidad de sentido de las novelas de Austen, dice Kilroy, es la familia, incluso si lo que se quiere mostrar es la tensión entre sentimientos genuinos y el cálculo estratégico en relación a alianzas matrimoniales gestadas a partir de la necesidad de reafirmar el rol del padre de familia, mantener la pureza del linaje, o afianzar el patrimonio económico.

Cumbres borrascosas, en cambio, introduce un elemento de perturbación en el patriarcado, presentando el más brutal desgajamiento de los lazos afectivos: entre los Earnshaw, las relaciones de filiación están atravesadas por el rencor –Hindley Earnshaw culpa a su hijo Hareton por la muerte de su esposa–, y Heathcliff no duda en descargar toda su crueldad en su propio hijo.

Emily Brontë se adentra en la interioridad de un hombre como Heathcliff para explicar las causas profundas de su comportamiento a través de una biografía marcada por el dolor y el desprecio, y construye para la protagonista, Catherine Earnshaw, un universo de lo femenino muy diverso a los estándares de la época: "era una fierecilla salvaje y perversa", desafiaba a todos "con su atrevida e insolente mirada" (Brontë, 2010: 49), su principal diversión era escaparse con Heathcliff a los pantanos y "quedarse allí el día entero sin temor al castigo" (Brontë, 2010: 54); poseedora de una biblioteca selecta, se animaba a una lectura desacralizada de los libros, a los cuales llenaba con comentarios "en todos los márgenes que el impresor había dejado" (Brontë, 2010: 24), e incluso se permitía la irreverencia de romper deliberadamente las tapas de algún volumen sobre temas piadosos, provocando horror en uno de los servidores de la casa Earnshaw cuyo fanatismo religioso es pintado con trazos irónicos por la autora (Brontë, 2010: 26).

En este marco, es interesante analizar cómo la narrativa de Brontë da cuenta de los avatares de la configuración de la subjetividad moderna en la intersección de biografías individuales y condiciones socio-históricas, proponiendo una mirada descarnada de la familia patriarcal como eslabón de conexión entre el orden dominante y la auto-representación de quienes lo componen.

 

 

Cumbres borrascosas: feminidades disruptivas en el corazón del patriarcado

 

Cumbres borrascosas es la única novela escrita por Emily Brontë y recibió ásperas críticas tras su publicación, en 1847, tanto por las formas como por el contenido. Ambientada en el norte de Inglaterra, el estilo fue considerado tosco, y el núcleo de la trama, exclusivamente centrado en el odio y la venganza de Heathcliff, que como señala Martha Nussbaum (2014), es el motor de la mayor parte de la acción del libro. Y es cierto que el cuadro con el que nos encontramos al comienzo de la novela es un escenario de violencia y odio resultante de la cuidadosamente planificada venganza de Heathcliff: aprovecharse de un Hindley devastado tras la muerte de su esposa y absorbido por el alcohol y el juego para quedarse con la casa Earnshaw y mantener al hijo de aquel, Hareton, en un estado de embrutecimiento que solo le permite dedicarse a las labores de un servidor; huir con la hermana de Edgar Linton, Isabella, y casarse con ella solo para convertirla en el blanco de su desprecio; y finalmente usar al débil y enfermizo hijo que tuvo con ésta para forzar un matrimonio con la hija de Catherine y Edgar, y acceder, tras la muerte del joven, al patrimonio  de los Linton –en particular, la Granja de los Tordos– y a la tutela de su nuera, a quien tiene encerrada en las Cumbres y hace objeto de las más diversas formas de maltrato físico y moral.

Sin embargo, Cumbres borrascosas es mucho más que una trama centrada en la venganza, y la reacción de rechazo que produjo es un indicador significativo del potencial político de la novela en la desarticulación de un orden de distribución de los cuerpos que se manifiesta en la posibilidad de tomar la palabra. Por un lado, según señala Harold Bloom (2009), las hermanas Brontë dan forma a lo que podría considerarse casi un género en sí mismo, el romance del norte de Inglaterra, en el que se expresa la fuerza de la combinación entre la poesía de Lord Byron, la novela gótica y el drama isabelino. Y aquí hay ya una primera apertura hacia una narrativa sumamente hospitalaria para con las voces ignoradas: la elección deliberada de una mirada y un lenguaje provincianos es una manera de hacer visibles escenarios y estilos de vida lejanos a las grandes ciudades, especialmente Londres, y ajenos a los círculos metropolitanos dominantes en el plano económico, político y cultural. Una ajenidad que se expresa en la descripción que hace Lockwood, el inquilino londinense de la Granja de los Tordos: "estos vientos gélidos, los entumecidos cielos del norte, las carreteras desoladas y los lentos médicos rurales. Y esta penuria incrustada en los rostros humanos" (Brontë, 2010: 97).

El relato de vidas que  no cuentan en la mirada de las grandes ciudades, y el recurso ocasional a imágenes bíblicas son, así, la marca de singularidad que deliberadamente busca esa narrativa para contar historias locales, en un contexto en el que el desarrollo de la sociedad capitalista parece desplegar una fuerza homogeneizante difícil de contrarrestar (Parrinder, 2006). En este sentido, la distancia cultural que separa a Lockwood de su ama de llaves, Ellen (Nelly) Dean –las dos voces que nos acercan a los protagonistas de la novela, Catherine Earnshaw y Heathcliff– se expresa en el modo en que se perciben mutuamente: por un lado, Lockwood señala elogiosamente que en la región de los páramos se vive menos superficialmente, pero Nelly rechaza esa forma de exotismo con el que se pintan las costumbres locales, y reclama que los habitantes de la región son "iguales a la gente de cualquier otro sitio"; por otro lado, Lockwood afirma que el ama de llaves, salvo "un matiz provinciano de poca monta" no exhibe los modales que él suele "asociar con los de su clase", lo que atribuye a que seguramente "se ha visto obligada a cultivar sus dotes de reflexión", y Nelly responde satisfecha que se considera una "persona tranquila a la que le gusta razonar", que ha "echado un vistazo" a casi todos los libros de la biblioteca "y, de paso, sacado algo de provecho, excepto esa hilera de libros en griego, en latín o en francés, aunque sí soy capaz de distinguirlos unos de otros" (Brontë, 2010: 72-73).

La posibilidad abierta por la novela para volver audibles voces ignoradas se manifiesta en toda su plenitud en el peso de los personajes femeninos. Lockwood es simplemente la excusa y el vehículo para que se devele una historia que solo conoce Nelly. Ella marca los tiempos de la narración: ajusta las condiciones del escenario –"Deje que vaya a buscar la costura, y luego me sentaré el tiempo que usted quiera"  (Brontë, 2010: 48) –, avanza o interrumpe según su criterio personal –"su caldo se ha enfriado y usted ha empezado a cabecear" (Brontë, 2010: 71) dice, cuando cree necesario hacer la primera pausa– y define las unidades del relato en función de indicadores que responden a sus propias valoraciones subjetivas, como cuando ve que el reloj marca la una y media de la madrugada y se detiene –"No quiso saber nada de quedarse un segundo más" (Brontë, 2010: 95) –, habiendo censurado, poco antes, los hábitos de Lockwood de acostarse a la madrugada y levantarse después de las diez de la mañana (Brontë, 2010: 72). Y este reconoce que su papel es el de un mero repetidor, aclarando que reproduce las propias palabras de  Nelly, puesto que es "una excelente narradora" y no cree poder "mejorar su estilo" (Brontë, 2010: 147).

Por otra parte, Brontë se asegura que las protagonistas de la historia relatada puedan en algún momento hablar por sí mismas, y para esto recurre al diario íntimo, en lo que refiere a Catherine Earnshaw, y a una carta, en relación a Isabella Linton. Estos dos recursos permiten a ambas mujeres narrarse a sí mismas en una dimensión de interioridad que muestra, aunque sea en pasajes puntuales del texto, lo que son, lo que hacen y lo que piensan, y ubican a Lockwood, en el primer caso, y a Nelly, en el segundo, en posición de eslabones de la cadena de transmisión de experiencias íntimas escritas en primera persona. Así, Lockwood, a poco de llegar de Londres queda varado en las Cumbres, a donde se había dirigido en visita de cortesía hacia un locador, Heathcliff, que en realidad interpreta el gesto como una intrusión. En ese refugio nocturno fugaz –en el que la única muestra de hospitalidad la encuentra en Zillah, la servidora doméstica, que lo lleva al cuarto donde dormía Catherine– encuentra el diario. A través de éste, nos descubre a una Catherine todavía niña que, tras la muerte de su padre, queda bajo la tutela de su hermano Hindley, cuya autoridad desafía constantemente, escapándose al páramo con Heathcliff. La violencia –verbal y física– de la que es objeto su compañero de juegos le genera un profundo sufrimiento:

¡Nunca imaginé que Hindley pudiera hacerme llorar tanto! –escribía–. Me duele tanto la cabeza que no puedo ni apoyarla en la almohada. Pero hay algo que me duele aún más. ¡Pobre Heathcliff! Hindley dice que es un vagabundo y no le deja ni sentarse ni comer con nosotros; y dice que no debemos jugar juntos, y amenaza con echarle de la casa si quebranta sus órdenes (Brontë, 2010: 38).

El maltrato y el desprecio recibidos por Heathcliff son el alimento para la meticulosa planificación de una venganza, que incluye, como decíamos, un matrimonio con Isabella como vía para hacer su vida miserable y así destrozar a toda la familia Linton y acceder a su fortuna. En una carta a Nelly, Isabella describe los padecimientos y humillaciones que sufre, y, a sabiendas del placer que significaría para Heathcliff saber que Edgar se angustia con la situación de su hermana, le pide que no le cuente nada. Isabella acepta que su matrimonio fue un error, y no solo admite que odia a su marido, es desgraciada y ha sido una idiota, sino que, relatando un episodio en el que Hindley prepara un arma para matar a aquel, reconoce que sintió avidez imaginando la posibilidad de disponer ella misma de esa arma.

Incluso Nelly trastoca el orden de distribución de los cuerpos, rehusando ser una simple relatora de la vida de los demás, y desliza a lo largo de su narración referencias a su propia vida y a sus emociones personales, suscitadas en el transcurrir de la historia que está contando. Menciona, por ejemplo, que es hermana de leche de Hindley, y que al principio, compartía con Hindley el rechazo hacia Heathcliff: "Hindley lo odiaba, y a decir verdad, yo también. Le atormentábamos y tratábamos de forma vergonzosa. Yo no tenía entonces la capacidad de razonamiento suficiente para darme cuenta de mi injusto proceder" (Brontë, 2010: 49). La  actitud de Nelly cambia cuando los niños de la casa enferman de sarampión y compara la actitud de Cathy y Hindley con la de Heathcliff: "Cathy y su hermano me fastidiaban de forma inaguantable. Heathcliff se quejaba menos que un cordero" (Brontë, 2010: 51) y cuando estaba muy mal se contentaba con ver a Nelly a la cabecera de su cama. Varios años después,  frente a un Heathcliff ya adulto y en plena ejecución de su venganza, Nelly no duda en actuar en defensa de quienes sirve, transgrediendo ampliamente las reglas que debe seguir un ama de llaves: cuando Heathcliff se vale de un engaño para forzar a la hija de Catherine Earnshaw y Edgar Linton a casarse con el hijo que aquel tuvo con Isabella Linton –un joven débil y enfermizo que morirá poco después del matrimonio–, Nelly enfrenta al futuro esposo diciéndole que, si pudiera, le daría una paliza por haber sido cómplice del engaño, y se mofa de la pretensión de un "mono agonizante" como él de casarse con una joven tan bella como Catherine Linton (Brontë, 2010: 245).

En estos relatos, se delinea un universo de lo femenino que dista del modelo patriarcal de mujer sumisa educada para agradar a su marido, que veíamos en Pamela. Si Nelly puede representar el estereotipo puritano que exalta el mundo de los Linton en tanto se articula en torno a valores como la piedad y la caridad (Nussbaum, 2008), Catherine Earnshaw, su hija, Catherine Linton, e Isabella Linton se muestran muy diferentes a lo que en la Inglaterra victoriana se considera que "debe ser" una mujer.

Es cierto que Nelly parece encarnar el discurso moralizador frente a los comportamientos que considera impíos –la venganza de Heathcliff o el amor incondicional que por éste siente Cathy, a pesar de ser la esposa de otro hombre–, tal vez porque, como dice Nussbaum (2008), no alcanza a comprender el lenguaje de esos personajes tan identificados con la energía del cuerpo. Pero en la trama de la novela, es la interlocutora necesaria para desplegar esas formas de "ser mujer" tan provocadoras para el orden patriarcal, encarnadas en las dos Catherine y en Isabella.

La identificación con la energía del cuerpo es, en un sentido, literal, puesto que es en la dimensión corporal donde se manifiesta tanto la alegría como la tristeza: Catherine se echa al cuello de Heathcliff cuando éste regresa y se enferma tras una agria pelea desatada al descubrir que planea seducir a Isabella, y aquel, por su parte, hace sangrar su cabeza golpeándola contra un árbol cuando se entera de la muerte de Catherine. También la inclinación o vagar, que se repite en Catherine madre e hija, traduce esa energía. Según Deborah Lutz, en el contexto de la Europa heredera del ciclo revolucionario caminar es una actividad que denota libertad e igualdad,[§] y como en las mujeres, según los estándares de la época, el hábito de caminar era inapropiado porque las acercaba a la figura de la "callejera" –casi equivalente a la prostituta– "el paseo se convirtió en una forma de rebeldía" y Brontë "creó una heroína que rompía con las convenciones utilizando los pies" (Lutz, 2017: 113).

De niña, Catherine Earnshaw disfruta vagando por los páramos junto a Heathcliff, desafiando la autoridad de su hermano Hindley, y sin importar las consecuencias de su desobediencia: "Una de sus diversiones preferidas era la de escaparse al páramo temprano y permanecer allí durante todo el día, riéndose de antemano del castigo que les esperaba" (Brontë, 2010: 59). Este hábito es censurado por la familia Linton, que observa con repulsión que a Cathy se le permita "vagar de un lado a otro como una salvaje" (Brontë, 2010: 62).

Ya adulta y casada con Edgar Linton, el regreso de Heathcliff es la ocasión para mostrar ante su esposo una felicidad no permitida a una mujer casada: la que le produce el reencuentro con un hombre que no es su marido. Catherine, exultante, le dice a su esposo que Heathcliff ha regresado, que aunque sabe que a Edgar no le gusta, por ella ahora los dos deben ser amigos, y ante la objeción a recibirlo en la sala, plantea provocadora:

Pon dos mesas aquí, Ellen, una para el amo e Isabella, que son la aristocracia, y otra para Heathcliff y para mí, que somos de baja estofa. ¿Eso te agrada más, querido? ¿O acaso debo encender un fuego en alguna otra habitación? Si es así, dímelo. Bajaré a poner a mi invitado a buen recaudo. Es tal mi alegría que tengo miedo de estar soñando (Brontë, 2010: 99)

Y una de las formas de expresar su alegría es vagar junto con Heathcliff por los páramos, en una caminata en la que la compañía de Isabella es desalentada para poder hablar con tranquilidad, aunque la presencia de ésta no parece inducir demasiada inhibición (Brontë, 2010: 305).

A la muerte de Catherine Earnshaw, su hija hereda el hábito de las largas caminatas y la propensión a mostrar sus emociones sin contenerse. La autoridad paterna parece materializarse en los límites físicos que trata de imponer: no debe ir más allá de la Granja de los Tordos, porque su padre quiere evitar todo contacto con los habitantes de las Cumbres. Pero la joven desoye continuamente esas órdenes y, parafraseando a Lutz, podríamos decir que también se rebela con los pies, y llega hasta allí, dándole a Heathcliff la oportunidad de completar su venganza: casarla con su hijo, impedir que acompañe a su padre en el lecho de muerte y quedar a cargo del patrimonio de los Linton y de la tutela de Catherine.

Una vez muerto el hijo de Heathcliff, Catherine Linton muestra también una faceta de lo femenino que dista mucho del ideal de sumisión dominante en la época: se propone resistir negándose a colaborar en las tareas domésticas, confrontando al dueño de casa con frases agresivas y filosas, e incluso soportando desafiante la violencia física y verbal de su suegro. Desde el primer momento en que Heathcliff, tras la muerte de Edgar Linton, saca a Cathy de la Granja de los Tordos y la separa de Nelly, la joven manifiesta un profundo rechazo por su suegro: "Es usted un desgraciado, ¿no es verdad? Solitario como el demonio, y envidioso como él. Nadie le ama, nadie llorará por usted cuando muera. ¡No me gustaría estar en su pellejo ni muerta! " (Brontë, 2010: 257, destacado en el original). Y un tiempo después, Nelly recibe noticias de la joven a través del ama de llaves de las Cumbres: "Contesta incluso al amo hasta provocarle para que le pegue, y cuanto más daño le hace, más venenosa se pone" (Brontë, 2010: 266)

Pero tal vez el personaje femenino que presenta el reto más elocuente para el orden patriarcal es el de Isabella: primero escapa de la tutela fraterna para casarse con Heathcliff, quebrando irreversiblemente el vínculo con un hermano que considera que a partir de ese momento están "separados para siempre" (Brontë, 2010: 138); y luego, ante el horror de un matrimonio que le impone una sujeción brutal, huye de las Cumbres, se instala en las cercanías de Londres, da a luz al hijo que gestó con Heathcliff , y lo cría sola.

Cómo transcurren los doce años posteriores a su huída y hasta su muerte, es algo que no aparece en el relato, de la misma  manera que ignoramos qué fue de la vida de Heathcliff en el período en que se mantuvo alejado de las Cumbres y durante el cual forjó la fortuna que le permitió regresar para ejecutar su venganza. No obstante, más que analizar el impacto de estos hiatos temporales en la trama, lo que nos interesa es pensar de qué manera dan cuenta de los desajustes producidos por la narrativa romántica en la lógica de la ficción tradicional. El desencanto que produce el desarrollo de la sociedad moderna alimenta una visión crítica que pone en cuestión las formas dominantes de representación del mundo. En este sentido, el romanticismo, en tanto crítica moderna a la modernidad –como lo definen Michael Löwy y Robert Sayre (2008)– se expresa en una narrativa que rompe con la temporalidad lineal para dar cuenta tanto de la asincronía de los tiempos subjetivos, como de la imposibilidad de un lugar único y abarcador desde el cual asegurar una visión de la totalidad de los procesos.

Esta incertidumbre en relación al tiempo se proyecta en una subjetividad rebelde que, en ausencia de referencias sólidas, se manifiesta en una sensibilidad desbordante con un enorme potencial corrosivo para con los principios de lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso. Respecto de los años en los que Heathcliff se ausenta de las Cumbres, aunque Nelly no duda en aventurar que "su porte enderezado sugería que había estado en el ejército" (Brontë, 2010: 100), en realidad nadie puede afirmar con certeza dónde estuvo ni qué hizo. En cuanto a la relación entre el bien y el mal, también se desdibujan las fronteras, como lo demuestra el sueño que tiene Catherine Earnshaw, poco antes de que Edgar le pidiera matrimonio: estaba en el cielo pero no sentía feliz, y el corazón le "reventó de tanto llorar porque quería volver a la tierra", y los ángeles, enfadados, la echaron y la dejaron "caer en medio del páramo, en lo más alto de Cumbres Borrascosas, donde me desperté sollozando de alegría (Brontë, 2010: 87). Por eso, el cielo de los Linton no le interesa: "No tengo más interés en casarme con Edgar Linton del que tengo en estar en el cielo" (Brontë, 2010: 87), dice Catherine; y Heathcliff, cuando se reencuentra con ella no duda que vive "un infierno" junto a su marido, "esa criatura insípida y mezquina atendiéndola por deber y humanidad" (Brontë, 2010: 143, destacado en el original).

Estos personajes que trasuntan la energía vital de los feroces y salvajes (Gilbert y Guber, 1998), como Catherine y Heathcliff, impregnan de tal manera la novela que por momentos toda la trama parece consistir en el despliegue de la dinámica profunda de sus emociones. Así, la realidad social cuenta poco para muchos de los personajes: Hindley se encierra en las Cumbres a rumiar su dolor tras la muerte de su esposa, Catherine Linton sale de ese cielo feliz pero clausurado al contacto con el exterior que intenta procurarle su padre para entrar a la prisión tortuosa que le preparó Heathcliff, y éste, como señala Harold Bloom (2009), solo avizora en la sociedad el campo propicio para la revancha. En cuanto a Catherine, a pesar de decir que se degradaría casándose con Heathcliff, su matrimonio con Edgar Linton no es tanto por consideraciones sociales, sino por la ausencia de elecciones significativas: si Heathcliff es para Catherine "más yo de lo que soy yo misma", la elección de Edgar resulta en una forma de "yo" exiliado, una "negación de sí misma" que es el "producto último de la educación femenina" de la época (Gilbert y Guber, 1998: 284-285).

El público inglés de mediados del siglo XIX acusa el impacto de la novela y se siente interpelado en sus costumbres, valores y creencias. Como señala Nussbaum, los vericuetos de la historia resultan repugnantes, a los ojos de hombres y mujeres educados en un mundo poblado de imágenes y representaciones de matriz cristiana, y a quienes la trama, el perfil de los personajes y los diálogos les producían vergüenza y cólera  (Nussbaum, 2014). El gesto de Brontë es ciertamente disruptivo: no solo se aventura en la crítica social, política y cultural, sino que lo hace habilitando voces femeninas puestas a descubrir públicamente una interioridad que nos revela modos de “ser mujer” alternativos al que propone la moral decimonónica.

 

Conclusiones

 

Cumbres borrascosas es un acontecimiento político en la literatura moderna, en tanto introduce una ruptura en el orden de relaciones entre los cuerpos y las palabras (Rancière, 2011). En una sociedad en la que, como decía Virginia Woolf, se les planteaba a las mujeres "¿Escribir? ¿Para qué escribir?" (2010: 60), el gesto de su autora de tomar la pluma para contar una historia compleja, coral, intensa, es en sí mismo desafiante.

El impacto producido por la novela no tardó en hacerse sentir. El pintor prerrafaelita Dante Gabriel Rossetti, por ejemplo, define a Cumbres borrascosas como un "monstruo"(Bloom, 2009: 14). ¿En qué radica lo monstruoso para los lectores de la época? En que describe un infierno que no es trascendental sino inmanente a la experiencia humana individual y colectiva. Rossetti completa su caracterización diciendo que Brontë describe el infierno, pero en Inglaterra. Lo que habría que agregar es que el infierno descrito en las dos novelas se sostiene en el orden patriarcal, lo padece la mayor parte de la sociedad y lo examina una mujer.

En cuanto a la dimensión formal, el recurso a varios narradores socava la posibilidad de pensar en la existencia de un punto de vista abarcador desde el cual se pueda acceder a un conocimiento global de los procesos, desplegándose a través de la ficción una novedosa política de la verdad: ningún discurso puede reclamar ser portador de una verdad universal. Por esto, la trama juega continuamente con la ambigüedad de los sentimientos, las emociones, los pensamientos: se produce el mal buscando el bien, se cometen actos de violencia por amor, se genera injusticia persiguiendo la justicia.

En lo que refiere al contenido, Cumbres borrascosas se atreve a introducir alusiones a la sexualidad de los personajes, describiendo un amor apasionado que reclama la cercanía de los cuerpos: Cathy y Heathcliff, de niños, se escapan al páramo y permanecen juntos todo el día, y ya adultos, cuando éste regresa y va a la casa de los Linton, aquella expresa con alegría que el reencuentro le parece un sueño y que al día siguiente no podrá creer que lo ha tocado (Brontë, 2010: 100). En esto seguramente radica la vergüenza y la cólera que, según Nussbaum (2008), producía la lectura de esta novela en un público cristiano, que se veía interpelado por figuraciones sin duda controversiales para la cosmovisión atada al mito bíblico de la creación de la mujer a partir de una costilla del hombre

Por otra, se pone en escena el proceso de auto-desciframiento constitutivo de la subjetividad moderna, inscripto en el cruce de las coordenadas de la experiencia individual y la dinámica social, política y cultural en la que hombres y mujeres se interrogan por lo que son, lo que hacen y el mundo en que viven. Pero en sintonía con la imposibilidad de un punto de vista universal y su consecuente ambigüedad en el plano de los afectos y la razón, ese ejercicio de exploración en la interioridad humana nos confronta con una subjetividad desgarrada, puesto que en el romanticismo, como señala Berlin (2000), cuanto más examinamos nuestro interior más se abren nuevos abismos.

Respecto del horizonte social, la novela hace aflorar el peso del patriarcado en la estructuración de un complejo haz de relaciones interpersonales históricamente situadas, a través de un espacio textual abierto para que las mujeres hablen en primera persona. Y las mujeres toman la palabra para contar lo que experimentan en el marco de familias patriarcales que se desmoronan o que despliegan una enorme dosis de violencia material y simbólica. Mujeres que se atreven a nombrar la intimidad en la pareja, que exhiben sus sentimientos ante hombres que no son sus maridos, que responden con energía y sin reparos a un despótico jefe de familia, que describen sus hogares como cárceles de las que solo se puede salir huyendo a otra ciudad o muriéndose. Ciertamente, más allá de los objetivos que se haya planteado la autora, es en la apertura de nuevos canales para el pensamiento –entendido como la práctica de problematización que pone en tensión al presente- donde radica en gran medida la politicidad de este relato.

 

 

Recibido: 16 de junio de 2022

Aceptado: 5 de septiembre de 2022

 

Corpus

Brontë, Emily (2010). Cumbres borrascosas. Siruela.


 

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* Docente de la Universidad Nacional de Rosario y la Universidad Nacional de Entre Ríos; investigadora independiente del Consejo de Investigaciones de la Universidad Nacional de Rosario (CIUNR), Argentina.

[*] Nos valemos aquí de un argumento desarrollado por Edward Said en "Permission to narrate" (1984). Allí despliega el problema de quién está habilitado para narrar, en relación al informe elaborado por la comisión creada para investigar violaciones a los Derechos Humanos en el marco de la invasión israelí al Líbano, ocurrida en 1982. Esta idea nos parece sumamente fértil para analizar el tratamiento que le da a la subjetividad femenina la literatura escrita por hombres, y sumada al análisis de Jacques Rancière sobre la política de la literatura como la dinámica tensional marcada por el litigio en torno a la toma de la palabra (2011), nos permite pensar al espacio literario como uno de los ámbitos en el que las escritoras dan la disputa por el derecho de las mujeres a narrarse a sí mismas.

[†] En este sentido, en una de las vertientes del romanticismo alemán (Georg Büchner, Friedrich Schiller), Terry Eagleton (2011a) destaca la centralidad que adquiere la idea que el sufrimiento es una forma de autorrealización .

[‡] La traducción al español de Un cuarto propio opta por la imagen del ‘cuco de Milton" (Woolf, 2010: 125), pero espectro, que es la palabra elegida en la traducción de Gilbert y Gubar, nos parece más acertada, porque da cuenta de algo que no está fijo en un tiempo acotado sino que, como diría Jacques Derrida (1993), se hace recurrentemente presente de manera a la vez  furtiva e intempestiva.

[§] Además de que Emily y sus hermanas salían a caminar como una forma de alimentar el proceso creativo, en una línea que remite a Coleridge y sobre todo a Wordsworth como los primeros que concibieron las caminatas por parajes remotos como un elemento clave de la educación estética (Lutz, 2017).