BESAR A LA MUJER ARAÑA: MEMORIAS IMPROBABLES PARA COMUNIDADES EXTÁTICAS
KISSING THE SPIDER WOMAN: UNLIKELY MEMORIES FOR ECSTATIC COMMUNITIES
María
Agostina Silvestri*
Resumen
Inspirado por la metodología SF de Donna Haraway y desde la lectura de El beso de la mujer araña de Manuel Puig, el presente trabajo explora el campo afectivo-discursivo que traza la figuración de la mujer araña, en sus desplazamientos y reapropiaciones críticas respecto al discurso del Hombre Nuevo. Esta exploración implica, a su vez, una presentación de ideas y conceptos teóricamente productivos para problematizar el modelo auto naturalizado de tiempo propio de la modernidad, y un trabajo con modelos temporales alternativos que habilita imaginar modos posibles de tocar(se con) figuras del “pasado”. En este sentido, esta escritura constituye, también, una apuesta por la construcción de comunidades -inestables, precarias y monstruosas- a través del tiempo, como estrategia posible para transformar las gramáticas emocionales del presente e incrementar lo que los cuerpos pueden, o al menos mudar sus formas de agencia.
Palabras clave: género - afectos - figuras - performatividad - memoria
Abstract
Inspired by the SF methodology of Donna Haraway and supported by the reading of El beso de la mujer araña by Manuel Puig, the present work explores the affective-discursive field that traces the figuration of the spider woman, in its displacements and critical reappropriations regarding the discourse of the Hombre Nuevo. This exploration implies, in turn, a presentation of theoretically productive ideas and concepts to problematize the self-naturalized model of time typical of modernity, and a work with alternative temporal models that enables imagining possible ways of touching (with) figures of the “past”. In this sense, this writing also constitutes a commitment to the construction of -unstable, precarious and monstrous- communities through time, as a possible strategy to transform the emotional grammars of the present and increase what bodies can do, or at least change their forms of agency.
Keywords: Gender - Affects - Figures - Performativity - Memory
Cuentan algunas maricas entradas en años que allá por el ‘67 -durante la primera etapa de la dictadura cívico-militar autodenominada "Revolución Argentina"-, llegó a acontecer una fiesta apoteósica en la Isla de Tres Bocas, en el Delta del Tigre. Estas coordenadas son, de todos modos, inexactas; hay quienes dicen que sucedió mucho más lejos de la arquitectura urbana, o que en realidad ocurrió al año siguiente. Las historias dispersas narran, entre confusiones y desatinos, que la espléndida joda reunió centenares de locas y manflores, pero también de chongos de variedad de edades y clases sociales que llegaban en botes y barcos desde otras ciudades e islas vecinas, como arribando a un precario paraíso de desmesura. Que las plumas y los brillos ornamentaban los vestuarios magníficos de las divas. Que la improvisada pista de baile, extendida hasta los arroyos, se pobló de soldados y barqueros ardientes, y hasta de un gerente del Banco Ciudad que halagaba las nalgas de las presentes con abundantes billetes.
Los testimonios nunca son en primera persona. Aunque todas conocen a una amiga o una conocida que asegura haber estado ahí, lo cierto es que el hiperbólico relato de la Gran Fiesta se escurre entre voces anónimas o materialmente ausentes. Apenas queda como dato verídico el dramático final: la llegada de Prefectura Naval, el despliegue de un operativo a modo de razia, las locas borrachas y montadas escondidas entre los arbustos, arrojándose al río para huir a nado o aferrándose al muelle para salvarse del arresto (Modarelli y Rapisardi, 2001, p. 118-119).
Lo i(nco)mprobable de la Gran Fiesta no quita que la misma constituya un acontecimiento relevante en el escenario de la memoria marica. Al contrario, da cuenta de un modo particular de producción de memoria que -a contrapelo de la historiografía convencional y su exaltación de (ficciones como) la continuidad, la linealidad, la coherencia y la exactitud- se enriquece en sus torceduras, superposiciones, oposiciones y saltos. Si, marcadas por los traumas de la violencia y el silenciamiento, las memorias de formas de vida que no llegan a estratificarse en instituciones, organizaciones o identidades (legibles por la matriz de reconocimiento dominante) se encuentran frecuentemente fragmentadas entre olvidos, omisiones y disociaciones (Cvetkovich, 2003), la quimera de la Gran Fiesta del Tigre no se estanca en lamentaciones por sus agujeros. Antes bien, hace de ellos fugas deseantes.
Pues, tal como los sueños o los chistes, el resbaladizo relato de la Gran Fiesta -compuesto por multiplicidad de micro-relatos- dispone a jugar sus elementos significantes según las leyes de/l(o) inconsciente (Freud, 1900, 1915): hace alarde de contradicciones que coexisten sin dificultad, desplaza y condensa figuras, cargas afectivas y representaciones, y ostenta autonomía respecto de las convenciones temporales dominantes. En este sentido, Modarelli y Rapisardi (2001) leen en esta party descomunal, más que un dato histórico fehaciente, un mito que presenta, de manera distorsionada y magnificada, reflejos de una suma de experiencias, tensiones, prácticas y resistencias que poblaban la vida cotidiana de los homosexuales de la época en Argentina. Al aprehender el relato de la Gran Fiesta en clave de mito, entonces, el interés por la veracidad de los hechos o por el encuentro de una (supuesta) versión originaria se diluye, en tanto el texto mítico no se produce como unívoco, sino como un conjunto de versiones múltiples y variables (Gómez García, 1976).
El valor que el mito de la Gran Fiesta del Delta reviste para un archivo de la memoria marica introduce la posibilidad -y necesidad- de ensanchar el campo de lo que se considera territorios legítimos de producción de memoria. Ello encuentra fundamento, por una parte, en el evidente borramiento del que los sujetos queer/cuir han sido objeto en las políticas tradicionales de la memoria,[*] de manera tal que los discursos que los componen han encontrado campos posibles de expresión en textos literarios-culturales más que en los registros históricos (Saxe, 2012).[†] En efecto, el presente trabajo procura dar cuenta de cómo este movimiento hacia los textos literarios (orales y escritos),[‡] puede habilitar el estudio de algunas especificidades de las memorias y procesos de subjetivación subalternos, en tanto soportados en (y productores de) temporalidades y figuras/figuraciones disidentes.
A continuación abordaré esta última reflexión en dos momentos. En un primer momento, presento -de manera no exhaustiva- algunos conceptos que considero teóricamente productivos para una problematización del modelo auto naturalizado de tiempo propio de la modernidad y una propuesta metodológica para abordar -y seguir con- este problema. En un segundo momento, y tomando las consideraciones anteriores como plataforma de trabajo, me dedico al análisis del texto El beso de la mujer araña (Manuel Puig, 1976) para reponer una cartografía posible del campo afectivo que traza la figuración de la mujer araña, en sus continuidades, rupturas y tensiones con el discurso del Hombre Nuevo.[§] El pulso que anima este escrito procura servirse de modelos temporales alternativos para imaginar modos posibles de tocar(se con) figuras del “pasado” y construir así comunidades a través del tiempo. Esta última idea se ensaya en las palabras finales.
En el visionario ensayo “Posdata sobre las sociedades de control” de 1991, Deleuze da cuenta de cómo los regímenes de poder producen marcos temporales normativos pero variables, que regulan la vida en sociedad, los cuerpos y las formas que éstos tienen de experimentar el mundo. Así, por ejemplo, mientras que en las sociedades (que Michel Foucault llamara) disciplinarias -situadas entre el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX- el objetivo de enderezar conductas aberrantes y producir cuerpos dóciles daría lugar una estructura temporal segmentada rígidamente entre duraciones y discontinuidades; en las sociedades de control -situadas en la segunda mitad del siglo XX, es decir luego de la Segunda Guerra Mundial y en el inicio de un período de globalización creciente- el objetivo de producir subjetividades funcionales al ofrecimiento de servicios daría lugar -esta vez- a una estructura temporal (paradójicamente) abierta, blanda, ultraveloz y metaestable.
En particular, la “crononormatividad” (crononormativity; Freeman, 2010) refiere a la estructura temporal que regula los cuerpos humanos (individuales y colectivos) en función de lo que el sistema capitalista considera la productividad máxima. Se trata de una técnica mediante la cual las fuerzas institucionales llegan a parecer hechos somáticos naturales, de manera tal que la convención temporal -es decir, el conjunto de ritmos impuestos institucional, social y culturalmente- determina la legibilidad de las experiencias y de los cuerpos. Luego, el “tiempo hétero-lineal” (“straight time”)[**] (Muñoz, 2020) supone el tipo de organización temporal y espacial dominante que se empeña en la auto-naturalización del presente mediante la reproducción expandida de lo igual. En este caso, el concepto enfatiza la continuidad como un artificio del régimen heterosexual que, además, instancia su esquema teleológico de eventos vitales en prácticas-instituciones como el matrimonio, la acumulación de salud y riqueza para el futuro, la reproducción, la crianza de hijxs y finalmente la muerte. Estas estructuras temporales dominantes no son, sin embargo, sin grietas. Pues, desde la teoría de la performatividad (Butler, 1990), en la medida en que la norma no es una sustancia sino una praxis de iteración -y que las repeticiones involucran necesariamente desplazamientos y rearticulaciones- ésta resulta por definición susceptible de fallas. “El” tiempo, entonces, se presenta como un campo en disputa, en el que la crononormatividad hétero-lineal aparece como modelo dominante precisamente por no ser único ni necesario.
En el ensayo “Temporalities” (2007), Carolyn Dinshaw se pregunta cómo habrá de sentirse ser un anacronismo. Encuentro que esta interrogación resulta muy estimulante para los estudios de la memoria y de los procesos de subjetivación subalternos, en la medida en que relaciona la posibilidad de “ser” o, inclusive, encarnar las fallas del tiempo normativo con la particular dimensión afectiva que esta experiencia involucra. La medievalista encuentra elementos para articular una respuesta posible a su pregunta en el estudio de las memorias de Margery Kempe, una mística cristiana inglesa que vivió durante mediados del siglo XV. En sus memorias, Kempe cuenta una experiencia de desborde emocional, manifestada como una proliferación incontrolable de llanto y gritos, acontecida al encontrarse frente a frente con una imagen de la virgen María sosteniendo el cuerpo sin vida de Cristo. Así, pues, en tanto Kempe siente la muerte de Cristo como si estuviera sucediendo en el presente, Dinshaw lee en esta escena un “choque de temporalidades”, sugiere que la mística tiene “otro tiempo dentro de ella”, y concluye que así ha de sentirse ser un anacronismo (2007, p. 108). Si bien la autora no encuentra “nada intrínsecamente positivo en la experiencia (...) de múltiples temporalidades”, admite que el “reconocimiento de la multiplicidad puede ser estimulante (...) para expandir la comprensión y experiencia de los cuerpos en el tiempo” y para “cuestionar las narrativas desarrollo” (Dinshaw, 2007, p. 122).
Sin embargo, no todos los anacronismos se expresan de manera semejante a un brote de excitación psicomotriz. Esta particular forma de desborde quizás se encuentre relacionada con la intensidad y la duración específicas de la experiencia de Kempe (descrita como una instantaneidad extendida que luego adquiere la forma de una revelación mística), más que con el anacronismo en sí. Una experiencia de anacronismo más estable y duradera puede encontrarse en la loca añejada, presentada en las crónicas de Rosa Prepucio (Modarelli, 2011). Es decir, la marica afeminada que -como un resabio de la cultura homosexual de los años ‘70- sobrevive como deshecho en la nueva cultura gay inspirada en el modelo norteamericano. Su incongruencia temporal reverbera como un desajuste respecto a la atmósfera afectiva (Flatley, 2009) del presente que transita, y que experimenta como “nostalgia” por aquella “época de oro” de las “teteras” y el “sexo ferrocarrilero”, por la vieja “constelación de goces, mamadas, culeadas, amistades, amores a primera vista, palizas de chongos vagabundos” (Modarelli, 2011, p. 7-9).
Anacronismos como el de Rosa Prepucio (Modarelli, 2011), que no se agotan en el conflicto y llegan a sostenerse de manera duradera como disidentes respecto al chronos que se les impone, se emparentan con la noción de “temporalidad queer”. Es decir, un tipo de temporalidad oblicua que refiere a “prácticas, experiencias y sensaciones corporales que entran en tensión con formas normativas de sentir, valorar, ordenar o experimentar el tiempo” (Solana, 2017b, p. 40) y que puede manifestarse como una incomodidad ante o una dificultad para vivir en “los marcos temporales de reproducción, familia, longevidad, riesgo/seguridad y herencia burgueses” (Halberstam, 2005, p. 6). Aunque la “temporalidad queer”, definida mayormente por la vía negativa -es decir, por su discrepancia respecto al tiempo normativo- se alinea con una estrategia propia de las teorías queer como lo es la desidentificación (Lauretis, 1993); de todas maneras, encuentro en la noción de “contemporáneo” -desarrollada por Giorgio Agamben (2006)- un plus a esta estrategia, en la medida en que la desidentificación nunca puede llegar a ser absoluta, pues son precisamente las normas culturales del entorno que habita el sujeto las que lo producen como tal (Vidarte, 2007).
Pues, si bien Agamben (2006) se resiste a cerrar el sentido de la pregunta “¿qué es lo contemporáneo?”, sí esboza qué puede lo contemporáneo. Y señala que la relación singular de la experiencia de la contemporaneidad con el presente está dada porque, a la vez que toma distancia de él, también -inevitablemente- se le adhiere, y desde allí se construye una habilidad particular para percibir y entender las tinieblas, para comprender de manera más profunda el tiempo que se habita. Así pues, desde esta perspectiva, los desajustes respecto a la crononormatividad y al tiempo hétero-lineal revisten enorme productividad crítica. Si la experiencia de inadecuación al presente no se consumiera a sí misma en una excepcionalidad fugaz (como lo fuera para Kempe), sino que, al contrario, llegara a constituir una torcedura de la temporalidad dominante más o menos habitable, esta última podría ser relevante para el cuestionamiento o la deformación de las pretendidas linealidades, continuidades y coherencias que imponen los relatos históricos, la teleología y la teoría del progreso.
Pienso que el trabajo con modelos temporales alternativos puede traer oportunidad de resignificación para las pasiones tristes que, de tanto en tanto, acontecen en los escenarios de la memoria y en la reposición de procesos de subjetivación subalternos, cuando el anhelo de cruzar o abarcar divisiones temporales y silenciamientos históricos choca con un modelo que insiste en la unidireccionalidad del tiempo. Componer frankensteins temporales, hechos de injertos y superposiciones, múltiples, texturados, podría llegar, además, a reanimar modos de vida marcados por la monstruosidad. En este sentido, encuentro valiosa la noción de “tiempo extático” (Muñoz, 2020), en tanto repone el concepto de ekstatisch como unidad temporal que incluye el pasado, el presente y el futuro en permanente movimiento.
Desde el concepto de tiempo extático, Muñoz destaca la dimensión performativa del pasado. Es decir, señala que lo que habitualmente se entiende como “pasado” no corresponde a un archivo estático de hechos acontecidos, sino que se manifiesta imprimiendo huellas móviles en el “presente” y en el “futuro”. Pero no sólo el pasado es performativo, sino que también el presente puede alterar al pasado. La noción de “Nachträglichkeit” (Freud, 1985), frecuentemente traducida en América Latina como “resignificación” o “acción retroactiva”, discute con el determinismo lineal que tendría en cuenta, únicamente, la acción del pasado sobre el presente. Pues da cuenta de cómo el sujeto llega a modificar con posterioridad los acontecimientos “pasados” al conferirles nuevos (provisorios) sentidos, en tanto las huellas mnémicas experimentan -en función de nuevas condiciones- reorganizaciones, reinscripciones y reelaboraciones. En este sentido, las figuras topológicas del toro y de la banda de Moebius se hacen pertinentes para ilustrar cómo la temporalidad se (des/re)organiza en infinitas contorsiones, reversiones e inversiones circulares y no recíprocas (Lacan, 1966, p. 798).
Quisiera presentar, por último, el concepto nodal que -dado su amplio valor crítico para cuestionar un presente regulado por los sentidos hegemonizados ya no sólo del tiempo, sino también de la subjetividad- me permitirá (espero) avanzar en el siguiente momento de este escrito. Se trata del concepto de figura/figuración (Haraway, 1995, 2003, 2021),[††] en tanto refiere a imágenes performativas (no representativas) que, al moverse por espacios intersticiales (entre lo humano y lo no humano, la libertad y la estructura, la historia y el mito, etc.), señalan ensamblajes de relacionalidades ontológicamente heterogéneas, interconectadas de manera parcial y contingente, y constitutivas de complejas redes humanas-animales-maquinales. Aunque las figuraciones resisten a la identidad como único marco/a posible (Dahbar, 2019), de todas maneras se encuentran históricamente situadas, ligadas de manera móvil a tiempos-espacios particulares. Es desde dicha contingencia que proliferan lenguajes a la vez específicos y comunes, de manera tal que constituyen, también, metáforas para explorar de la artificialidad, hibridez, ficción, movilidad, mutación y transicionalidad de toda posición de sujeto. En este sentido, las figuraciones ensayan descomposiciones posibles de las lógicas de pensamiento lineales y binarias, de manera tal que podrían llegar -argumenta Haraway (2003)- a dar cuenta de políticas y ontologías más fructíferas y habitables en los mundos que vivimos.
Una de las posibilidades de trabajar con figuraciones desde modelos temporales alternativos reside en la reconstrucción de figuraciones del “pasado” como estrategia para alterar el “presente”; más precisamente, me refiero al ejercicio teórico de afectarse con los específicos lenguajes de algunas figuraciones para advertir las extensiones y potencialidades de sus extrañas formas de subjetivación, en clave de temporalidades extáticas o circulares no recíprocas. En el apartado siguiente esbozo un ensayo de este proyecto, apuntando hacia una figuración inapropiada/ble por la sociedad “reorganizada” que procuró imponer la dictadura cívico militar argentina, pero, también, por la promesa revolucionaria del Hombre Nuevo.
El beso de la mujer araña, escrita por Manuel Puig y publicada por primera vez en el año 1976, funciona de un modo similar al mito de la Gran Fiesta del Delta: en ambos textos, “realidad” y “ficción” resultan categorías de análisis estériles, dado que ambas desbordan de sí mismas y se entremezclan para componer distorsiones y desafiar las lenguas de los relatos dominantes. Pues, a pesar de que el paso de Puig por el Frente de Liberación Homosexual fue breve, las conversaciones entre Molina y Valentín -protagonistas de la novela- llevan las marcas de las charlas y calurosos debates acontecidos en las reuniones de lxs negadxs por el revolucionarismo de izquierda (Villagracia, 2021). Si los directivos del Ejército Revolucionario del Pueblo reclamaban que sus militantes no fueran encerrados en las mismas celdas que los homosexuales -a quienes, por otra parte, Montoneros rechazaba en sus filas- (Modarelli y Rapisardi, 2001), estos rechazos encontrarían en la escritura de Puig ocasión de expresión y transformación al articularse como posible crónica de aquel (des)encuentro.
Si bien -como ya se ha mencionado- el texto literario no tiene valor de precisión como documento-fuente del pasado, su potencia es otra. Por una parte, en la lectura (o narración) se produce una temporalidad extraña, oblicua, extática, que habilita la reunión con figuraciones no sólo “pasadas” sino también a medias entre lo real y lo virtual. Pues, si bien los textos culturales pueden funcionar como depositarios de afectos, prácticas y lenguajes mediados por y agenciados entre experiencias atravesadas por el trauma (Cvetkovich, 2008), la literatura no se limita a “representar” impulsos insurgentes de la sociedad en la materialidad del lenguaje, sino que también les proporciona formas de expresión disruptivas (Palmeiro, 2019). Por otra parte, este encuentro entre tiempos, figuraciones y sujetos puede evocar, animar y hacer circular unos afectos extraños a la trama de la “realidad” histórica, y, así, podría articular futuridades inusitadas. Es en este sentido que la literatura resulta agenciamiento colectivo de enunciación, y, en la medida en que puede realizar comunidades, opera también un programa político (Deleuze, 1993).
En las líneas que siguen, procuro ensayar una cartografía de los discursos y afectos que, a la vez que trazan la figuración de la mujer araña, intervienen, desestabilizan y transforman la subjetividad del Hombre Nuevo. En la línea abierta por Sara Ahmed (2004), estaré entendiendo los afectos -de manera indiferenciada con las emociones- no como propiedades ni condiciones de los cuerpos ni los sujetos -aunque a veces se les pegoteen-, sino como efectos de la circulación, de los contactos y de las relaciones de acercamiento-alejamiento entre los sujetos encarnados (posicionados, a su vez, según contactos anteriores con otros cuerpos, objetos y normas sociales-culturales) y los objetos a ellos asociados. Es decir, me interesa atender a la dimensión performativa de los afectos en la medida en que llegan, en su repetición y estilización, a moldear los contornos y superficies de los cuerpos-sujetos, y a intervenir en lo que pueden hacer.
Brevísima presentación del argumento y estructura de El beso de la mujer araña (e introducción progresiva del campo afectivo en que se mueven sus figuras): Molina, decorador de vidrieras, trágico aspirante a diva de pantallas, y Valentín, ideólogo revolucionario, solemne aspirante a Hombre Nuevo, se encuentran encarcelados en la misma celda por traicionar -cada quien de un modo diferente- las normas del autonombrado “Proceso de Reorganización Nacional”. El texto de la novela se compone -entre otros elementos- con las conversaciones entre los presos y las narraciones de las películas que Molina cuenta a Valentín para sobrevivir el encierro. Si bien recién hacia el final del texto se nombra a la mujer araña en Luis Molina (Puig, 1976, p. 226), esta metáfora supone un efecto retroactivo, en la medida en que da cuenta de cómo ella ha estado, desde el comienzo del relato, tejiendo una pegajosa red de significantes que atrae (y transforma) al sujeto revolucionario.[‡‡] La novela, de hecho, comienza con una de dichas narraciones: “A ella se le ve que algo raro tiene, que no es una mujer como todas…” (Puig, 1976, p. 9), e introduce, en un tiempo extático que incluye o entremezcla el “presente” de la cárcel con el vaivén temporal de la narración cinematográfica, la extraña feminidad de una mujer pantera.
Con frecuencia, el hechizo peliculero es interrumpido por preguntas que exigen precisiones, por señalamientos de contradicciones inadmisibles y por solicitudes de síntesis que excluyan los detalles “que no tienen importancia realmente” (Puig, 1976, p. 147). Pues para el moldeado por la racionalidad intelectual de la revolución socialista y la crononormatividad, los enrevesados cuentos de la mujer araña resultan meras “macanas” en contraste con los asuntos verdaderamente importantes de la revolución (Puig, 1976, p. 14). Por la mujer araña, sin embargo, el discurso insiste en emanar irregular y ambivalente; se corta, pierde, contradice y rebrota, como un rizoma, en proliferaciones de minuciosos y confusos detalles. Pues el interés de sus narraciones no reside en la producción de un relato ordenado, sino en el tejido de una red de figuras/figuraciones que alterarán las formas de encontrarse en la celda y con el mundo (aparentemente) exterior. De esta manera, en una treta de reapropiación de las injurias que hubieran infamado a las locas al marcarlas como poco serias, mentirosas y superficiales (Modarelli y Rapisardi, 2001; Villagracia, 2021), la mujer araña pone a jugar su estupidez (Ngai, 2005) para producirse como una hábil fabuladora que incomoda y altera las matrices de reconocimiento; y llega, así, a procurarse una precaria resistencia en sus encuentros con los grandes discursos y con la viril posición de saber que sistemáticamente pronuncia “hablemos a cierto nivel o no hablemos nada” (Puig, 1976, p. 59), “no tenés ningún rigor para discutir, no seguís una línea, salís con cualquier macana” (p. 60), “si no entendés nada callate la boca” (p. 93).
En efecto, mediante la (re)creación de imágenes performativas, la mujer araña hila un decir diagonal que provoca (y se enriquece de) deslizamientos entre los tiempos y las figuras de las películas y del “presente” de lxs personajes de la novela, de manera tal que afecta la subjetividad del Hombre Nuevo. Si, por ejemplo, el compañero carcelario le dirige una mirada torva, ella cuela entre el relato de un heroico aviador, otra mirada torva cuya atención quiere seducir una sirvientita de alma fina, sin saber cómo lograrlo (Puig, 1976, p. 94-95); si ella arriesga una narración de un culposo hijo de multimillonarios con ideas revolucionarias (p. 106), Valentín se encuentra relatando, unas líneas después, el rechazo que su madre rica tiene para con sus ideales y la incomodidad que él mismo siente en cuanto a ello (p. 108).
Las películas (y sus narraciones) funcionan para la mujer araña a modo de una pedagogía polimorfa, un campo de figuras/figuraciones que delinean -entre otras cosas- modos particulares del ser mujer y del ser hombre en relaciones mutuamente constitutivas. Sus mujeres se revelan como heroínas trágicas y ambivalentes que acaban casi siempre muertas. Aparecen tristes (Puig, 1976, p. 93), locas (pp. 32, 73), sonámbulas (pp. 40, 73), indefensas (p. 32), fragilísimas (p. 53), confundidas (pp. 27, 167) y delicadas (pp. 195, 208); a la vez que inteligentes (p. 111) portadoras de un carácter (p. 195), astutas, rabiosas como fieras enjauladas (p. 26), inundadas de ganas y de odio (p. 39), y hasta peligrosas (p. 111) en ocasiones. Pueden ser como diosas (Puig, 1976, p. 53), bellas como una arbolada incluso aunque feas (p. 90). Una muchacha de intenciones inescrutables, de moral insobornable (p. 111) bien podría, también, apuñalar a su amado durante el sueño (p. 114). Los hombres de las películas, por contraste elididos de ambivalencias, aparecen lindos (pp. 47, 59) o al menos de buena pinta o facha simpática (p. 10). Pueden ser soldados (p. 47) cuyo afán de luchar por la patria los vuelve invencibles (p. 53) o jóvenes estudiantes de “filosofías políticas” con ideales revolucionarios (pp. 103, 106), pero lo determinante de su hombría está dado por el hecho de que se manifiestan categóricamente fuertes, seguros, decididos, sin miedo (p. 59).
Si bien podría denotarse que estas figuras de feminidad y masculinidad reproducen los cánones de la heterosexualidad -y, con ellos, la superioridad del Hombre-, encuentro que su productividad crítica reside -al contrario- en que presionan la rejilla de inteligibilidad hasta desbordarla y subvertir sus sentidos. Pues, por existir la mujer araña misma en un espacio móvil e inestable entre los géneros -pero también entre lo real y lo virtual, lo humano y lo animal-, emerge como desconcertante (posibilidad de) parodia (Butler, 1990) de los guiones normativos. Luego, su adherencia a las marcaciones afectivas injuriantes, la renovación de su compromiso con lo menor -“entre [putazos] (...) no nos tenemos demasiada confianza, porque nos sabemos muy miedosos, flojos”; “en cuanto [las locas] nos ponemos dramáticas nos huimos una de la otra (...), una se ve reflejada en la otra y sale espantada.” (Puig, 1976, p. 178, 188)- la mueven a la búsqueda de “alguien más serio, de un hombre” (p. 178), y -a diferencia del autoconvencimiento del Hombre Nuevo que busca narcisísticamente a sus iguales- llega a producir desde su frágil parcialidad un enlace (problemático) con la diferencia.
Emparentada con la parodia, la ironía es otra treta que diseña la figuración de la mujer araña. Sirviéndose de ella, señala socarronamente las fallas y excesos desbordantes de los ideales normativos del Hombre Nuevo -“¿por qué cortarme la ilusión, a mí, y a vos también?, ¿qué hazaña es ésa?” (Puig, 1976, p. 21), “no te pongas celoso, no se le puede hablar a un hombre de otro hombre que ya se pone imposible” (p. 59), “¿Y vos cómo sabés esas cosas? Esas cosas son de mujer” (p. 70), “¿No decías vos que hay que ser hombre? ¿Qué es eso de tener vergüenza?” (p. 107), “seguí, voz de la sabiduría” (p. 32), “che, se supone que acá el degenerado soy yo, no vos” (p. 141)-. En otras ocasiones, la ironía se moviliza desde el tono burlón hacia agudos ataques directos al triunfalismo revolucionario -“¿Y vos te creés que vas a cambiar el mundo?” (Puig, 1976, p. 42), “todos los políticos son unos ladrones (...) Carne de cañón. Eso es lo que sos. (...) No te gusta que te digan la verdad (...) Por algo te da tanta rabia” (p. 93)-. Así pues, contemporánea respecto al tiempo en que se instancia, ilegible o aberrante desde el campo discursivo del “Proceso de Reorganización Nacional” pero también desde el de la Revolución Socialista, la mujer araña parece llegar a advertir y señalar la oscuridad del Hombre Nuevo y -como reparara Perlongher- quizás hasta discernir en sus promesas la mera reterritorialización del Macho Nuevo (Modarelli, 2011).
En contraste con el elogio de las marcaciones de vulnerabilidad que la mujer araña produce respecto a sí misma y a las figuras que la componen -“yo soy así, me hieren las cosas (...) soy muy sentimental (...) ¿qué tiene de malo ser blando como una mujer?” (Puig, 1976, p. 30)-, la viril rabia del aspirante a Hombre Nuevo parece desplegarse ante la proximidad intolerable de aquello que debe negar para constituir sus ideales normativos, de manera tal que cataliza una multiplicidad afectiva rechazada. Pues no sólo aparece ante los (inesperados) embates de la mujer araña, sino también ante la tristeza o la ternura -“[siento] bronca contra mí mismo por haberme dejado agarrar.” (Puig, 1976, p. 106), “me da rabia ser mártir” (p. 157), “-Pero, che, dejame que te mime un poco... -¡Basta! ... carajo!!!” (p. 170)- “¡Carajo!, te he dicho que hoy acá no entra la tristeza, ¡y no va a entrar!” (p. 202)-. La vulnerabilidad y la “blandura” que marcan a la mujer araña, sin embargo, no se articulan como meras pasiones tristes, sino que aparecen resignificadas en su potencia ética y su capacidad de agencia. Mientras que, por una parte, la dimensión nostálgica de la vulnerabilidad, en su carácter de afecto asincrónico que resucita signos culturales obsoletos, resulta valiosa por su crítica al progresismo histórico (Solana, 2017a) -“Y lo sigo queriendo como si fuera entonces, y peor aún, lo sigo extrañando como esa tarde en que se fue y me quedé acá sola” (Puig, 1976, p. 92), “pienso, si tú también estarás recordando, cariño, los sueños tristes de este amor extraño” (p. 119)-; la dimensión de exposición que implica la vulnerabilidad da cuenta de la condición extática del cuerpo en tanto insoslayablemente abierto y receptivo (Butler, 2019).
Así, si bien la exposición y la vulnerabilidad remiten a la posibilidad insoslayable del dolor y la herida, también se juegan en la mujer araña como una apertura de los sentidos hacia el placer estético y sensorial, ubicado este último en elementos como la buena comida (Puig, 1976, p. 139, 163, 203), el agua fresca (p. 13), los boleros (p. 119), las narraciones cinematográficas, las caricias y el sexo (p. 190) a los que el Hombre Nuevo prefiere no “mal acostumbrarse” (p. 13). Pues, moldeado este último en el ideal de sacrificio por la lucha política -una mezcla de estalinismo con ascetismo cristiano y militar preponderante tanto dentro de las fuerzas progresistas como de las reaccionarias (Jacoby, 2011)-, la sensibilidad y la sensorialidad se le presentan como signos de debilidad (Puig, 1976, p. 41) y excesos (p. 31) inconvenientes de cultivar (p. 29), en tanto podrían implicar un ablandamiento de la voluntad (p. 101) y una proliferación de afectos juzgados como agraviantes: “nosotros tenemos el pacto de no encariñarnos demasiado con nadie, porque eso después te paraliza cuando tenés que (...) arriesgar la vida (...) no podemos estar pensando en que alguien nos quiere, porque nos quiere vivo, y entonces eso te da miedo a la muerte (...) te da pena que alguien sufra por tu muerte” (Puig, 1976, p. 121).
La tendencia hacia la búsqueda y la producción de placeres estéticos y sensoriales que orienta a la mujer araña constituye, asimismo, una estrategia política y de supervivencia, una forma de resistencia molecular que le permite -de manera intermitente- “olvidarse de la mugre de la celda” (Puig, 1976, p. 21). O al menos, como en el mito de la Gran Fiesta del que sólo puede verificarse la razia que le habría puesto fin al encuentro, se trata de embellecer el horror para incorporarlo -desplazado y resignificado- como elemento subjetivante. Así, en el marco de un campo afectivo-discursivo en que el único estado emocional considerado políticamente comprometido se encadena a afectos como el dolor, la bronca o la ira (Garrote, 2015), la llamada “estrategia de la alegría” (Jacoby, 2011) -es decir, el intento de alterar el estado de ánimo hacia afectaciones o pasiones alegres mediante encuentros con cuerpos (semiótico-materiales) que incrementan la potencia- desobedece los guiones emocionales dominantes a la vez que produce una territorialidad otra. En este sentido, cabe señalar que aquello que los sujetos ilegibles o aberrantes para la matriz heterosexual consideraban “buena vida” es marcado por el discurso del Hombre Nuevo como “vida burguesa” (Modarelli y Rapisardi, 2001), y los sujetos mismos (junto a sus prácticas y objetos adheridos) como “frívolos” y “hedonistas” (Garrote, 2015). En El beso de la mujer araña, además, se destaca la peligrosidad que revestiría -según la racionalidad de la Revolución Socialista- el “pensar en cosas lindas”, en la medida en que tal “vicio” podría conducir a la locura y/o a la alienación (Puig, 1976, p. 72).
Hasta aquí, he procurado identificar y analizar algunos elementos constitutivos para una posible cartografía del campo afectivo-discursivo que traza la figuración de la mujer araña, y he señalado -además- algunas continuidades, rupturas y tensiones con el discurso del Hombre Nuevo. En esta vía, he identificado la orientación a la (re)creación de imágenes performativas a modo de pedagogía polimorfa, la adherencia a marcaciones afectivas injuriantes a modo de enlace con la diferencia y los usos ético-políticos de la parodia, la ironía y la vulnerabilidad, esta última en su dimensión de tristeza-nostalgia pero también en su dimensión de exposición del cuerpo hacia el placer estético y sensorial. Quisiera, a modo de cierre, resaltar lo que entiendo como condición común a estos tropos y afectos; es decir, la particular estrategia de reapropiación (desviante) de los regímenes normativos.
Pues si el Hombre Nuevo enuncia y practica oposiciones manifiestas y categóricas a aquello que considera opresivo, al mismo tiempo produce -mediante marcaciones que se renuevan como injuriantes- nuevas exclusiones -“-Yo quisiera casarme con un hombre para toda la vida. -¿Sos un señor burgués, en el fondo, entonces?” (Puig, 1976, p. 43)-. Así, en función de una estructuración binaria, prontamente rechaza -por su contenido ideológico expreso- ideas, objetos, afectos y cuerpos al calificarlos como “romanticismo ñoño” (p. 119), ignorancia (p. 93), “inmundicia nazi” (p. 54), “macanas” (p. 14), entre otras desestimaciones. En contraste, la mujer-araña obra tomando significantes del campo discursivo dominante, y en ese mismo tomar los arrebata, pues sus reapropiaciones producen reterritorializaciones subversivas que llegan a desbordar la ley de sí misma en efectos inesperados. A modo de ejemplo paradigmático, la celda -producida como espacio de encierro y aislamiento- es resignificada por la mujer araña como refugio de las “presiones” de los regímenes normativos que hegemonizan la vida por fuera de la cárcel: “-aquí estamos los dos solos, y nuestra relación (...) la podemos moldear como queremos (...) En cierto modo estamos perfectamente libres (...) Es como si estuviéramos en una isla desierta” (Puig, 1976, p. 177).
Siguiendo el devenir expresado por Puig, los acercamientos entre la mujer araña y Valentín llegan -en el precario microcosmos de la celda- a desestabilizar el discurso del Hombre Nuevo, en la medida que tal proximidad incita el encuentro con contradicciones “internas” y ambivalencias -“adentro mío yo soy igual que todos los reaccionarios hijos de puta (...), me molestó cuando empezaste con el bolero (...) porque me hiciste acordar de Marta (...) y hasta pienso que Marta (...) me gusta (...) porque tiene clase, como dicen los perros clasistas” (Puig, 1976, p. 128), “yo, que siempre putié contra las religiones (...) estoy sediento de que haya una justicia divina” (p. 157)-. La transformación no es provocada (o al menos, no solamente) por discusiones argumentativas o debates de contenido ideológico explícito, sino por las huellas que la mujer araña -en continuidad con las imágenes performativas, objetos y afectos que la bordean- imprime sobre su compañero de celda. Es, entonces, en contacto con las narraciones de películas, los juegos de la ironía y las experiencias de vulnerabilidad emocional-corporal, que entre ambxs llegan a circular significantes y afectos rechazados por el Hombre Nuevo -entre ellos, la ternura, la tristeza, el miedo, el ocio, la vergüenza-. En efecto, Valentín alcanza a enunciar “dame la mano Molina, fuerte” (Puig, 1976, p. 128), “de veras, si me distraés me mejoro, seguí por favor” (p .150), “estoy muy deprimido. (...) estoy tan jodido (...) y tan confundido (...) tengo mucho miedo” (p. 155), “te voy a extrañar, Molinita, (...) aprendí mucho con vos” (p. 225).
Sin embargo, aunque la estructuración rígida que organiza el discurso del Hombre Nuevo se suaviza y modera en el discurrir del texto, quisiera discutir con una (posible) conclusión que leyera, en esta difuminación, una fusión entre ambas figuras. Pues, si -por ejemplo- Molina muere haciendo un “favor (político)” a Valentín, lo rico de tal escena reside, más que en la interpretación de que la mujer araña acaba transformándose en revolucionaria, en la lectura del destino trágico de la mujer-mártir-heroína tallada mediante las figuraciones de sus narrativas. Es decir, me interesa una lectura de la proximidad e intimidad entre ambas figuras que, si bien considere las afectaciones mutuas provocadas por el contacto, no implique una mímesis del “volverme como tú” o “hacerte como yo” (Ahmed, 2004, p. 247) que redujera los movimientos del encuentro a un mero proceso de fusión o asimilación.
Considero que esta perspectiva, que procura advertir modos de “tocarse con” capaces de sostener la otredad irreductible a la vez que mantener vivas las “propias” impresiones que se tienen de ese otrx, puede orientar la lectura de El beso de la mujer araña, y, en particular, organizar otra disposición ante el encuentro con las figuraciones. Si bien las identificaciones especulares, la búsqueda de raíces y semejanzas constituyen procesos y prácticas mayormente inevitables en el campo de los estudios de la memoria y en la vida misma, estos juegos de reconocimiento podrían ser más devastadores que consoladores (Love, 2007, p. 45), podrían tender hacia la desestabilización del presente y a la dispersión de las categorías identitarias, más que a sus reforzamientos. Pues sólo desde la división del “yo” -sea cual fuere este último-, desde su condición parcial e inacabada, es posible unirse a otrx sin pretender volverse ese otrx o volver al otrx como unx, y así participar en intercambios e imaginaciones fantásticas que pueden alterar la historia (Haraway, 1995, p. 331-332).
Si se consideran modelos temporales alternativos, el ejercicio de la memoria -lejos de limitarse a “exhumar el pasado”- implica necesariamente participar de dinámicas de afectaciones mutuas -aunque no exactamente recíprocas-, transmut(u)aciones, si se me permite jugar con un neologismo. Si, como lo señala Eve Kosofsky Sedgwick, tocar es siempre ser tocado (2018), en tiempos extáticos o circulares no recíprocos, las afectaciones reverberan en pasado, presente y futuro, transformando todas estas capas superpuestas e imbricadas que constituyen la experiencia del tiempo.[§§] Las locas mismas dan cuenta de este proceso en tanto moldeadas en el contacto con divas anacrónicas (Modarelli y Rapisardi, 2001), constituidas por y constitutivas de extrañas complicidades y conexiones parciales a través del tiempo. Así, si los sujetos están ligados entre sí a través de “ataduras de tiempo” (Freeman, 2010, p. 4) según modelos temporales particulares, temporalidades otras permiten imaginar cuerpos-sujetos extendiéndose y conectándose a través de las fronteras del espacio y el tiempo (Dinshaw, 2015), constituyendo comunidades inestables, precarias, monstruosas, y precisamente por ello capaces de transformar las gramáticas emocionales del presente e incrementar lo que los cuerpos pueden, o al menos mudar sus formas de agencia.[***]
Quizás, sea la (im)propia sensación de contemporaneidad -en inevitable ligazón al tiempo-espacio específico que toca habitar- la que anima a hacer comunidad político-afectiva con la improbable mujer araña y así abrir preguntas que alteren la atmósfera emocional de un presente en crisis. En razón de ello, a modo de cierre-apertura, presento algunos interrogantes posibles que se (me) desprenden de esta práctica: ¿Con qué otras figuraciones conectarnos a través del tiempo para extender el entramado humano-maquinal-animal entre/ante/durante el colapso ambiental y civilizatorio? ¿Cómo producir memorias y narrativas que dispersen los sentidos progresistas pero también los apocalípticos o negacionistas? ¿Qué éticas y políticas podrían articular tales narrativas y memorias intersticiales? ¿Pueden las comunidades con figuraciones del “pasado” -pero también del “futuro”- brindar cobijo sin reterritorializar ilusiones que distancian el cuerpo de su inscripción en y compromiso con el “presente”? ¿Cómo imaginar, experimentar y crear placeres estéticos y sensoriales entre/desde un mundo que arde? ¿Será la “alegría” un significante que pueda (aún) arrebatarse al discurso neoliberal para invertir sus efectos en formas inesperadas? ¿Con qué injurias renovar nuestra adherencia? ¿Y cómo hacer con ellas otra cosa que nuevas categorías identitarias? ¿Mediante qué memorias podrían nuestras vidas ser re-imaginadas para alterar las matrices de reconocimiento de lo Hombre-Humano (nuevo), cada vez?
Recibido: 13 de junio de 2022
Aceptado: 15 de julio de 2022
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[*] La derivación del término “queer” en “cuir” procura producir una desautomatización de la mirada lectora y dar cuenta -con un tono tan crítico como lúdico- de las particularidades geopolíticas del Sur y las periferias, históricamente vulneradas y desplazadas de las epistemologías coloniales (Villaplana Ruiz, Valencia, Lozano, y Gutierrez Magallanes, 2017).
[†] Es en razón de tal borramiento que grupos argentinos de investigación como “Memorias disidentes sudacas”, “Archivo de la Memoria Trans”, “Memorias sexodisidentes” -entre otras- se encuentran en el presente trabajando en producciones de archivo que incluyen documentos, testimonios, legajos policiales y obras de arte que dan cuenta de las luchas, pérdidas y prácticas de resistencia de aquellos sujetos elididos de los registros históricos.
[‡] Me refiero aquí a la literatura no como la invención individual de unx escritorx/autorx, sino como agenciamiento colectivo de enunciación o enunciación colectiva de un/os pueblo/s menor/es que, si bien no halla su expresión más que por y en lx escritorx, de todas maneras traza un devenir-otro de la lengua, una “línea mágica que se escapa del sistema dominante” (Deleuze 1993, p. 19).
[§] Mediante la expresión “Hombre Nuevo” aludo al sujeto-subjetividad emergente en el campo discursivo de la Revolución Cubana, en tanto fenómeno político y cultural que animó el espíritu revolucionario de la izquierda socialista (también en Argentina) y constituyó la figura (prescriptiva) del intelectual comprometido con el cambio mundial, inscripto en y leal a una institución que poseía una legalidad particular y propia, aunque convergente con ideales normativos propios de la masculinidad hegemónica.
[**] Esta expresión pareciera aludir de manera simultánea a dos significados diferentes asociados al significante “straight” en idioma inglés: la heterosexualidad y la linealidad o rectitud moral.
[††] Como observa Dahbar (2019), los términos “figura” y “figuración” (“figures” y “figurations”) están usados de modos prácticamente indistintos y conmutables en la obra de Haraway, quien parece más interesada en la operatividad del concepto que en inscribirse en (o despegarse) de determinadas tradiciones exegéticas. En el desarrollo del presente escrito, preferiré el uso de la palabra “figuración” para aludir al concepto trabajado por Haraway, mientras que emplearé el término “figura” en su acepción tradicional para referirme a formas, personajes o imágenes.
[‡‡] La metáfora del tejido alude, a su vez, al código y lenguaje que brota entre experiencias compartidas por maricas y travestis en el ámbito carcelario. En efecto, el polisémico “teje”, puede significar, dependiendo el contexto, “mentira, historia, argumento, asunto” (Cutuli, 2013).
[§§] A modo de ejemplo, retomo el señalamiento de Love (2007) respecto a cómo la “identidad homosexual” está marcada por inversiones temporales de los discursos dominantes, en la medida en que las formas características de la libertad gay se producen en respuesta a una historia de denigración: el orgullo y la visibilidad, entonces, estarían en contacto con la vergüenza y el legado del armario.
[***] Siguiendo a Canseco y Mattio (2018), entiendo las “gramáticas emocionales” como los repertorios de ciertas escrituras normativas presupuestas en el tejido social, derivadas de convenciones sociales que van sedimentando por repetición y que son aprendidas mediante la socialización. Estas gramáticas, sugieren lxs autorxs, regulan los guiones afectivos socialmente disponibles, y sujetan las posibilidades de agencia o responsividad emocional.