EL VESTIDO DE MI MEJOR INFORMANTE:
LA DIMENSIÓN ERÓTICA EN EL TRABAJO DE CAMPO
MY BEST INFORMANT’S DRESS: THE EROTIC EQUATION IN FIELDWORK
Esther Newton
Traducción: Agustín Liarte Tiloca* y María Daniela Brollo**
Resumen
Presentamos aquí una primera traducción al español de este ensayo escrito por Esther Newton, una antropóloga pionera en estudios sobre drag queens, comunidades sexuales y procesos de homosociabilidad en contextos urbanos estadounidenses. En el texto se pregunta por la "dimensión erótica" en y del trabajo de campo, para lo cual comienza revisando el lugar que (no) ocupó en la escritura de las etnografías más ejemplares producidas durante gran parte del siglo pasado. En el mismo sentido, señaló el modo en que ese “silencio” se deslizó en un espacio marginal en escritos secundarios o conversaciones de pasillo produciendo como efecto la instauración de una heterosexualidad obligatoria entre quienes investigaban y quienes eran constituidos como "sujetos de investigación". Newton nos propone cuestionar la ausencia de esta dimensión social en los relatos de campo y habilita una pregunta fundamental: ¿Qué conocimiento produce la antropología obviando el erotismo como dimensión constitutiva de la subjetividad, tanto para les investigadores como para sus interlocutores? Entre la recuperación de distintas etnografías "consagradas" y relatos de su propio trabajo de campo, la autora nos sumerge en un entramado de relaciones donde lo erótico deviene en un componente que configura una dimensión vital, productora de lazos sociales y atravesada por relaciones de poder. Este texto de Newton nos acerca una potente invitación a pensar la relación entre atracción y creatividad, entre deseo y repulsión, entre erotismo y conocimiento. También propone la posibilidad de pensar el trabajo (de campo) antropológico como una seducción. Esperamos entonces que su prosa resulte finalmente atractiva.
Palabras clave: trabajo de campo - etnografía - dimensión erótica - sexualidad
Abstract
We present here a first translation into Spanish of this essay written by Esther Newton, a pioneering anthropologist in studies on drag queens, sexual communities and processes of homosociability in American urban contexts. In the text she asks about the "erotic dimension" in and of fieldwork, for which she begins by reviewing the place it (did not) occupy in the writing of the most exemplary ethnographies produced throughout most of the last century. In the same sense, she pointed out the way in which this "silence" slipped into a marginal space in secondary writings or hallway conversations, producing as an effect the establishment of an obligatory heterosexuality between those who researched and those who were constituted as "research subjects". Newton proposes to question the absence of this social dimension in field narratives and raises a fundamental question: What knowledge does anthropology produce by ignoring eroticism as a constitutive dimension of subjectivity, both for researchers and their interlocutors? Between the recovery of different "consecrated" ethnographies and accounts of her own fieldwork, the author immerses us in a web of relationships where the erotic becomes a component that configures a vital dimension, producer of social ties and crossed by power relations. This text by Newton offers us a powerful invitation to think about the relationship between attraction and creativity, desire and repulsion, eroticism and knowledge. It also proposes the possibility of thinking anthropological (field) work as a seduction. We hope, then, that his prose will finally prove attractive.
Keywords: Fieldwork - Ethnography - Erotic Dimension - Sexuality
El “malestar sexual” de Malinowski[1]
“¿No hay chistes sobre antropólogos?”,[2] preguntó un doctor amigo de mi madre, quien había amenizado con una serie de bromas sobre médicos una mesa con compañeros de almuerzo en su comunidad de retiro. Para decepción de mi madre, no pude pensar siquiera en uno. Tengo una memoria pobre para las bromas, pero un sondeo rápido entre mis pares reveló que no somos dados al ingenio ni a las algarabías cuando se trata de la práctica de nuestro oficio. El único antropólogo que pudo contarme una broma fue mi amigo y ex mentor David Schneider, a quien se le ocurrió la siguiente: “un antropólogo posmoderno y su informante[3] están hablando; por fin, el informante dice: ‘bueno, suficiente sobre ti, ahora hablemos de mí’”.[4]
Al volver a contar este chiste, me di cuenta de que una de las razones por las que me hizo gracia fue su similitud con un reciente anuncio de televisión. Un hombre y una mujer jóvenes, de aspecto posmoderno con sus ropas negras ajustadas y su peinado en punta, están charlando en una fiesta, y ella le dice: “Bueno, ahora hablemos de ti, ¿qué piensas tú de mi vestido?”.
El chiste de Schneider no sólo sugiere un cierto absurdo en el así llamado discurso de la reflexividad, sino que su parentesco con el sugerente anuncio publicitario me inspiró a preguntarme por qué el escrutinio posmoderno de la relación entre informante, investigador y texto se limita a quién habla o incluso a lo que se dice. ¿Qué más ocurre entre el investigador de campo y el informante? ¿Es “el romance de la antropología” sólo una forma de hablar?
En su artículo germinal que contrasta el posmodernismo y el feminismo en la antropología, Frances E. Mascia-Lees, Patricia Sharpe y Colleen Ballerino Cohen ven “un anhelo romántico por conocer al ‘otro’” detrás del “giro” reflexivo (1989: 25-26). Pero, en lugar de abordar las obvias posibilidades eróticas, vuelven a recurrir la metáfora:
Tradicionalmente, este componente romántico se ha vinculado con la búsqueda heroica, por parte del antropólogo solitario, de “su alma” a través de la confrontación con el “otro” exótico (...) al volverse hacia dentro, haciéndose a sí mismo, a sus motivos y a su experiencia el asunto a confrontar, el antropólogo postmoderno localiza al “otro” en sí mismo (Mascia-Lees, Sharpe y Cohen, 1989: 25-26).
Siguiendo la sugerencia de Mascia-Lees, Sharpe y Cohen de “sospechar de las relaciones con ‘otros’ que no incluyan un escrutinio estrecho y honesto de las motivaciones de la investigación” (1989: 33), voy a hacer una pregunta embarazosa. ¿Todo este romanticismo está por completo sublimado en las notas de campo y el aprendizaje de idiomas sólo para emerger en los textos como una metáfora de la “búsqueda heroica del antropólogo solitario”, o lo erótico alguna vez produce un gesto humano? De ser así, ¿cuál podría ser el sentido de la ecuación erótica en el trabajo de campo y su representación o falta de ella en los textos etnográficos?
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La subjetividad o experiencia erótica del antropólogo rara vez se discute en eventos públicos o se escribe para ser publicada. Si esta omisión no se debe a un complot o conspiración, tampoco es casual. En el orden esquemático que ha sentado los términos de la discusión, el observador neutral distante presentado en textos antropológicos tradicionales se encuentra en el polo opuesto del investigador sexualmente excitado (¿repelido? ¿ambivalente?). Al no “problematizar” (nefasta palabra, pero ninguna otra funciona aquí de la misma forma) su propia sexualidad en sus textos, el antropólogo hace del género masculino y la heterosexualidad algo culturalmente dado, como categorías sin marcas. Si los varones heterosexuales eligen no explorar cómo su sexualidad y género pueden afectar su perspectiva, privilegio y poder en el campo, entonces las mujeres y los varones gays –por definición menos creíbles– se encuentran suspendidos entre nuestro urgente sentido de la diferencia y nuestro justificable temor a revelarla.
En la escuela de graduados a comienzos de los sesenta aprendí –porque nunca se mencionaba– que el interés erótico entre el investigador y el informante no existía, sería inapropiado, o no podía mencionarse. No tenía idea de cuál explicación prevalecía. El antropólogo era presentado como un hombre que idealmente traería a su esposa al campo como compañera y ayudante. Que ella absorbiera sus intereses sexuales, supongo, se daba por sentado. Por supuesto sabía que Margaret Mead y Ruth Benedict habían hecho trabajo de campo juntas, pero la primera parecía estar siempre casada con otro antropólogo, y la segunda, cuya vida “privada” era difícil de explicar, parecía haber pasado poco tiempo allí.[5] Si nuestros profesores varones pensaban que los investigadores varones solteros participaban en actividades sexuales, o incluso si se abstenían de hacerlo, aquello nunca fue discutido en mi presencia. Si este era el caso, ¿cómo podría siquiera emerger como tema la sexualidad de las investigadoras mujeres?
El agujero negro que envuelve este no-asunto en la mayoría de los escritos antropológicos invita a una de dos conclusiones: el deseo debió ser sofocado con firmeza –aunque muchos antropólogos son (o fueron) jóvenes, sin compromisos, y vivían en situaciones aisladas y solitarias durante muchos meses–, o debía satisfacerse lejos del resplandor de los relatos publicados, apartado de la etnografía legítima. Un reciente y comprensivo manual para llevar a cabo trabajo de campo (Ellen, 1984) no tiene ningún apartado bajo el título de “sexualidad”. Desde la innovadora colección de Casagrande In the Company of Man [En compañía del hombre] (1960) hasta In the Field [En el campo] (Smith y Kornblum, 1989), cuando un investigador escribe en primera persona, ella o él piensan y a veces sienten, pero en realidad nunca desean o aman. La mayoría de los manuales evitan el deseo con vagas advertencias sobre “involucrarse demasiado”, y apenas se atreven a admitir que investigadores e informantes se involucran y deben involucrarse de forma emocional. [6]
Ciertos datos sombríos acechan entre líneas. Es probable que los “mejores informantes” del antropólogo varón heterosexual sean varones, o al menos que así se los represente, quizás para minimizar el peligro de que estas relaciones clave resulten erotizadas.[7] Por otro lado, un velo de silencio profesional cubre el rostro de la indulgencia hacia el sexo casual entre hombres y mujeres en el campo. Por ejemplo, el manual de trabajo de campo antes mencionado, sin ningún apartado que refiera a “sexualidad”, puede aludir a la misma con timidez en una discusión sobre por qué los antropólogos tienden a “obtener mucho más de sus primeros trabajos de campo que de sus trabajos de campo subsecuentes”. Entre otros factores, se encuentra la sugerencia de que “cuando los antropólogos van por primera vez al campo, a menudo están solteros” (Ellen, 1984: 98).
Una antropología más reflexiva, que destaca de manera explícita cómo se produce el conocimiento etnográfico, ha presentado el sexo y la emoción entre etnógrafos e informantes de una forma más abstracta que antes. Las excepciones muestran un patrón: Briggs (1970) y Myerhoff (1978), quienes generifican y sitúan su subjetividad, son mujeres; de tres varones que recuerdo, Murphy (1987) era discapacitado y Rosaldo (1989) es chicano. Hasta ahora, el único investigador blanco, sin discapacidades y –se puede inferir– heterosexual que escribió como si supiera que esto afectaba su trabajo de campo fue Michael Moffatt (1989).[8]
Por lo general, los practicantes de la “nueva etnografía” han usado metáforas de emoción y sexualidad para expresar sus angustias etnográficas. Vincent Crapanzano (1980: 134) relaciona su búsqueda por conocer sobre los marroquíes con una “creencia en una posesión sexual total”, y reconoce que la “de hecho, la pasión y la ciencia no son tan fáciles de separar” sin fundamentar esta observación en carne propia.[9] A pesar de la indicación de James Clifford (1986: 13-14) de que los “placeres excesivos” y el “deseo” han estado ausentes de la etnografía tradicional, estos tópicos continúan igualmente ausentes en los capítulos de Writing Culture [Escribir la cultura] (Clifford y Marcus, 1986). ¿Por qué la emoción y la sexualidad son menos importantes o están menos implicadas que la raza o el colonialismo en lo que Clifford llama las “relaciones de producción” (Clifford, 1986: 13) de la etnografía? Si la ausencia de olores, que juegan un papel importante en la escritura de viajes (Clifford, 1986: 11), produce una etnografía rancia, en el mejor de los casos, y desodorizada, en el peor de ellos, ¿qué produce la ausencia de una dimensión erótica?
El historiador John Boswell (1992) ha defendido la contemplación de los márgenes sociales, tanto por su propia belleza –cuando invoca los manuscritos medievales– como para aumentar nuestro conocimiento del texto. En antropología, solo los márgenes –textos marginales, los márgenes de textos más legítimos, o el trabajo de miembros socialmente marginales de la profesión– pueden decirnos por qué significamos o silenciamos lo erótico del trabajo de campo. Viendo quiénes han escrito sobre la sexualidad en el campo y cómo lo han hecho, me pregunto por qué la dimensión erótica está ausente del canon antropológico y, luego de ofrecer un ejemplo de mi propio trabajo de campo, argumentaré sobre su futura inclusión.
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Hasta donde conozco, sólo dos varones heterosexuales blancos, que pertenecen a lo que Geertz (1988: 72-101) nominó como el género literario de la etnografía “testigo ocular” o “yo testificante”, se problematizaron como “sujetos (sexuales) posicionados”[10] al escribir sobre encuentros sexuales con mujeres en el campo.[11] El venerado etnógrafo Bronislaw Malinowski fue uno de los pocos antropólogos en escribir sobre la sexualidad de personas no-occidentales (Sex and Repression in Savage Society [Sexo y represión en la sociedad primitiva], 1955), y en su diario privado escrito en polaco (A Diary in the Strict Sense of the Term [Diario de campo en Melanesia], 1967), donde detalló su propia subjetividad sexual, una lucha persistente y dolorosa contra las fantasías “lascivas” e “impuras” con mujeres misioneras y trobriandesas, a quienes “dio un zarpazo” y quizás más (el Diario fue censurado por la viuda de Malinowski antes de su publicación).
No sólo fue un ejemplar “etnógrafo competente y experimentado” (Geertz, 1988: 79), atrapado con los pantalones bajos, por así decirlo, pero si la agenda política e histórica de la antropología ha sido “asegurar el reconocimiento de que lo no-occidental es un elemento tan crucial de lo humano como lo occidental” (Mascia-Lees, Sharpe y Cohen, 1989: 8), ¿por qué Malinowski pensaba a los trobriandeses, incluidos sus objetos de ambivalente deseo, como “niggers”?[12]
Los jerarcas de la antropología que recibieron el Diario defendieron, desestimaron o se regodearon dentro de un marco de referencia común y familiar: “Estos diarios no agregan nada significativo a nuestro conocimiento de Malinowski como cientista social. Sin embargo, nos cuentan mucho sobre Malinowski como persona” (Gorer, 1967: 311).[13] La sexualidad de Malinowski, su salud física, su intolerancia hacia los trobriandeses, y su inseguridad como investigador de campo eran asuntos privados subsumidos al concepto de “persona”, que no tenían –o no debían tener– nada que ver con Malinowski como cientista social. Debajo de estos comentarios subyace la creencia de que los seres humanos pueden ser clasificados en categorías “bajas” y “altas”, correspondientes a la autoconsciencia y la consciencia, las emociones y el intelecto, el cuerpo y el alma. Desde luego, Malinowski compartía estas mismas suposiciones: Geertz (1967) apuntó una semejanza entre el diario y el “tratado puritano”, y Geoffrey Gorer comparó a Malinowski con “los padres del desierto, [que son] tentados por demonios”, y relacionó el diario con “confesiones espirituales, donde la misma persona es tanto el penitente como el sacerdote” (1967: 311). Las reacciones hostiles y despectivas de los críticos sugieren que el dualismo científico es aún menos tolerante con los aspectos "inferiores" de la experiencia humana que en su versión cristiana. Ian Hogbin (1968: 575) expresó que el diario se preocupaba sólo de asuntos “triviales” y nunca debería haber sido publicado.
En su momento, sólo Clifford Geertz dio cuenta de la profunda significancia del Diario para la empresa antropológica.[14] La brecha entre Malinowski como “persona” y Malinowski como “cientista social” reveló que el Diario estaba, de hecho, “resquebrajando” la imagen “autocomplaciente” de la antropología (1967: 12). Pero, para Geertz, Malinowski resultaba aún más admirable porque “a través de una misteriosa transformación forjada por la ciencia” (1967: 13) trascendió con heroísmo su mala actitud y falta de empatía hacia los trobriandeses para convertirse en un “gran etnógrafo”.
Veinte años más tarde, Geertz observó en retrospectiva y vio en la publicación de esta “obra maestra entre bastidores” los primeros signos del profundo descontento revelado en la “nueva etnografía” y “la ruptura de la confianza epistemológica (y moral)” (1988: 75) en la antropología posmoderna. Aunque Malinowski había volteado sus bolsillos culturales en un diario que no se atrevió a publicar ni a destruir, los posmodernos hicieron central el “yo testificante” para la legitimidad de sus textos. Pero el incómodo cuerpo físico en el diario de Malinowski se convirtió, en el pensamiento deconstruccionista, en una confortable “metáfora del cuerpo” (Bordo, 1990). Admitiendo que no hay una locación objetiva por fuera del cuerpo desde la cual trascender a la cultura, los posmodernos dentro y fuera de la antropología han concebido al cuerpo como un “embaucador” de “sexo indiscriminado y género cambiante” (Smith-Rosenberg, 1985: 291; énfasis agregado), cuya
unidad ha sido destruida por la coreografía de la multiplicidad (…) Las lecturas deconstruccionistas que promueven esta fantasía proteica están “desplazándose” de manera continua; a través de paradojas, inversiones, auto-subversiones, bailes textuales frívolos e intricados, ellos (…) se rehúsan a asumir una forma de la que deben tomar responsabilidad (Bordo, 1990: 144; énfasis agregado).
Los antropólogos posmodernos están asumiendo una parte de la carga del hombre blanco –el poder de nombrar a “otros”–, pero aún no quieren acarrear con la responsabilidad de su poder erótico y social en el campo, quizás porque no están entusiasmados con las reflexiones del feminismo, como han discutido Mascia-Lees, Sharpe y Cohen (1989). Paul Rabinow, quien de forma explícita rechazó una perspectiva feminista (Mascia-Lees, Sharpe y Cohen, 1989: 18), publicó un relato de su encuentro de una noche con una mujer marroquí provista con esmero por un informante varón (Rabinow, 1977: 63-69), aunque no lo hizo en su etnografía principal. La mayor parte de la descripción de Rabinow es poco sincera y hace parecer que se trató sobre todo de la validación de su masculinidad ante los varones marroquíes, mientras se defendía de las “imágenes acechantes del súper-ego de mi persona antropóloga”, a pesar de la admisión inexplorada de que fue “el mejor día que pasé en Marruecos” (Rabinow, 1977: 63-69).
Varias antropólogas mujeres me contaron que leyeron el relato de Rabinow como una confesión jactanciosa sobre lo que en realidad es un procedimiento operativo estándar de varones investigadores de campo. Es muy probable que uno de los modelos para las “imágenes acechantes del súper-ego” que interfirieron con el placer de Rabinow fue el de su mentor: Clifford Geertz. En su brillante análisis sobre textos posmodernos escritos por (varones) antropólogos,[15] Geertz interpreta el episodio especialmente como parte de la estrategia literaria de Rabinow para mostrarse como un tipo de investigador “amigo, camarada, compañero”. Por si acaso pudiéramos esperar que el pensamiento de Geertz hubiese evolucionado más allá de Malinowski en lo que respecta al sexo, desestima a la mujer involucrada como una “wanton” (1988: 93).[16]
Los progresistas que desean transformar el cruel y opresivo sistema sexual judeocristiano, y las redes de poder “objetivistas” correlacionadas que entrampan y privilegian a los hombres blancos heterosexuales, no deberían condenar a Malinowski y Rabinow por escribir de forma explícita sobre la subjetividad sexual contra la que lucharon o se complacieron. Precisamente porque el silencio sobre las reglas no escritas de los sistemas de sexo y género hace imposible cambiar las reglas, casi ninguno de los poderosos, o de quienes esperan serlo, está dispuesto a romperlas. Mientras estos temas se cristalizan por fuera de nuestra historia, los antropólogos deben comenzar a reconocer el erotismo, el propio y el de otros, si deseamos reflexionar sobre sus significados en nuestro trabajo y, quizás, ayudar a cambiar para mejor nuestro sistema cultural.
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Cambiar el género y/o la orientación sexual, y probablemente la raza,[17] del investigador de campo o del informante modifica los términos de la ecuación erótica. La sexualidad de los hombres heterosexuales, por mucho que sea un rompecabezas o un dolor a nivel personal, es el “ego” cultural y la subjetividad asumida, y era previsible que las mujeres y los gays, para quienes las cuestiones de sexualidad y género nunca pueden dejar de ser problemáticas, hayan comenzado a abordar estas cuestiones para la disciplina en su conjunto.[18]
Unas cuantas antropólogas de orientación sexual no revelada han escrito sobre el hecho de no tener relaciones sexuales con hombres cuando, en apariencia, ser vistas como (hetero)sexuales significaba perder toda credibilidad, arriesgándose a correr riesgo personal y al fracaso catastrófico de sus proyectos de trabajo de campo. Como señaló Peggy Golde, las mujeres antropólogas se han visto obligadas a “rodearse con 'chaperonas' simbólicas” (1970: 7). Trabajando en Sudamérica, Mary Ellen Conaway restringía su libertad de movimiento y se vestía con “ropas extrañas y sueltas, sin maquillaje, y zapatos sin taco” para evitar que los hombres locales se hicieran una idea equivocada (1986: 59-60). Maureen Giovannini se defendía de los hombres sicilianos “vistiendo de forma conservadora y llevando un gran cuaderno siempre que salía de casa” (1986: 110).
“Manda Cesara” (1982) es la única mujer que conozco que ha publicado sobre tener relaciones sexuales con informantes masculinos, aunque bajo un seudónimo y no en un texto etnográfico. A diferencia de los antropólogos varones, no se refugió en la abstracción ni narró su experiencia erótica como una muesca casual en el dosel de la cama:
Afianzarse en una cultura a través del amor hacia un individuo puede ser una ilusión, pero no cabe duda de que el amor se convirtió en una relación fundamental de mis pensamientos y percepciones con ambos, el mundo de los lenda y conmigo misma. … Douglas me abrió la puerta hacia los lenda. No quiero decir que me presentara a sus amigos. Quiero decir que me abrió el corazón y la mente (Cesara, 1982: 59-61).
La supuesta actitud natural de los varones africanos hacia los encuentros heterosexuales y las relaciones extramatrimoniales reforzó las dudas de “Cesara” sobre el sistema judeocristiano. Y en medio de una larga reflexión que comienza con “la sexualidad es un sistema cultural” (Cesara: 1982: 146), pero que se desvía hacia una discusión sobre lo que está mal en la cultura occidental, medido por la prevalencia de la homosexualidad masculina, añade: “Los lenda, gracias al cielo, y hablo con egoísmo, son maravillosamente heterosexuales” (1982: 147). Aunque la homofobia de “Cesara” me molestó[19] –los héteros siguen responsabilizando a los gays por la decadencia del Imperio Romano–, espero leer más trabajos y libros audaces como el suyo, donde se reconozca de forma abierta la dimensión erótica del poder y del conocimiento.
Durante años, las páginas de SOLGAN,[20] la publicación trimestral de la Society of Lesbian and Gay Anthropologists, se han visto animadas por relatos sobre homosexualidad (en su mayoría) entre varones en lugares recónditos del mundo. Muchos de estos breves relatos incluyen una nota sobre la orientación sexual del investigador de campo, y algunos llevan implícita su participación en los encuentros sexuales.[21] En The Spirit and the Flesh [El espíritu y la carne] (1986), Walter Williams tenía claro que el hecho de ser gay le permitió acceder a los “berdaches” entre los aborígenes de las llanuras (1986: 105), y sugiere que las relaciones íntimas le posibilitaron su conocimiento (véase en particular, 1986: 93).[22]
El antropólogo que ha expresado de manera más lírica el erotismo hacia el "otro" es Kenneth Read en su trabajo sobre los gahuku-gama de Nueva Guinea.[23] En Return to the High Valley [Regreso al Alto Valle] (1986), en busca de la honestidad sobre el trabajo de campo y la ilusoria dimensión emocional de los textos etnográficos, Read cruza la valla de alambre de púas entre la emoción y la etnografía: “Siento el mayor afecto por [los gahuku-gama]”, escribe, y añade: “nunca he sabido por qué esta admisión genera sospechas” (1986: ix-x). Que esta atracción es o roza el deseo homoerótico se señala con palabras codificadas que son entendidas tanto por homosexuales como por heterosexuales: “Para que nadie comience a sentirse incómodo ante la posibilidad de ser expuesto a la vergüenza, les aseguro a los miembros más sensibles de mi profesión que no haré alarde de este ingrediente personal como una bandera” (1986: x; énfasis añadido). [24]
Sin embargo, es tal la intensidad del apego de Read, y tan insistente, que acaba haciendo una especie de striptease literario, primero emitiendo descargos de responsabilidad para alertar a los “miembros más sensibles de mi profesión” (1986: x), y luego revelando lo que acababa de ocultar. El “mejor informante” de Read, y el hombre que “puede decirse que me invitó allí”, fue Makis, “un hombre influyente en la tribu” (Read, 1986: 11). Aunque Read tranquiliza a sus lectores expresando que “el decoro me impide revelar toda la profundidad de mi vínculo afectivo con él” (1986: 12), me parece que arroja el decoro a los vientos en su posterior descripción del recuerdo, treinta años después del hecho, de Makis entrando en su habitación:
emergiendo con una maravillosa solidez física en el círculo de luz que proyectaba mi lámpara, todos los planos de su pecho, su cara, su abdomen y sus muslos cincelados de mármol negro y brillante, sus labios levantados hacia arriba con el orgullo natural de una aristocracia que no debe nada a los accidentes de nacimiento, y sus ojos sosteniendo la mirada con los míos, dando a entender la comprensión al menos parcial de lo que ninguno de nosotros podía expresar con palabras (Read, 1986: 75).[25]
Siguiendo los pasos de Read (pero con las banderas al viento), ofrezco un relato –quizás el primero que describe una relación entre una antropóloga lesbiana y su “mejor informante” mujer–[26] de la ecuación emocional y erótica en mi propio trabajo de campo reciente.[27]
Kay
Mi experiencia de trabajo de campo ha estado plagada de peligros y atracciones sexuales que eran más leitmotiv que ligeras distracciones. Para empezar, el hecho de ser lesbiana me ha predispuesto a mí (la gran mayoría de los antropólogos varones gays trabajan con heterosexuales y así evitan los temas sexuales) a trabajar con otras personas gays (una correspondencia que los heterosexuales observan con más frecuencia que quienes somos gays, aunque con un privilegio que no analizan por tener poder).[28] No buscaba aventuras sexuales en el campo. Factores culturales, políticos y psicológicos más que el erotismo han determinado mi afinidad por las personas gays como sujetos de investigación. Por un lado, he trabajado más con hombres gays que con lesbianas. Mirando en retrospectiva, utilicé mi primer trabajo de campo entre personas gays, en su mayoría hombres, para consolidar una identidad gay frágil y en peligro. Los posibles proyectos de tesis en África Oriental y Fiji –de nuevo, insisto en que no hablo en nombre de los investigadores de campo gays, sino como una de ellos– presentaban peligros desconocidos que me asustaban. La mayoría de las personas gays en el armario, como lo era yo por entonces, gestionan la información y el estrés en Estados Unidos retirándose a “zonas gay” privadas o secretas donde, solos y con otras personas gays, podemos “ser nosotros mismos”. Ningún pueblo africano o fijiano podría ofrecer tal refugio, pensé, ¿y si me descubrían? Llevar a mi amante de entonces a una localidad exótica era inimaginable, y la perspectiva de vivir durante meses sin intimidad física y emocional era demasiado sombría.[29]
Entonces, por la “dimensión erótica” me refiero, en primer lugar, a que mis informantes gays y yo compartíamos un supuesto de fondo muy importante que reflejaba nuestros acuerdos sociales: que las mujeres se sienten atraídas por las mujeres y los hombres por los hombres. En segundo lugar, el hecho mismo de haber trabajado con otras personas gays significa que (como con los colegas heterosexuales) algunas de las personas que fueron objeto de mi investigación eran también potenciales parejas sexuales y viceversa. En parte debido a esto, por lo general mis informantes y patrocinadores clave han sido para mí algo más que una forma expeditiva de obtener información, y algo diferente que “sólo amigos”. La información siempre ha fluido hacia mí en un medio de emoción, que va desde el apego erótico apasionado –aunque nunca consumado–, pasando por el afecto profundo, hasta el interés vivo, que me empodera en mis proyectos y, cuando es recíproco, ayuda a motivar a los informantes a soportar mis preguntas e intrusiones.
Había pensado en escribir una etnohistoria de la comunidad gay y lesbiana de Cherry Grove varios meses antes de conocer a Kay, ya que durante el verano anterior me había encariñado con el lugar, un centro de veraneo en Fire Island, a unos 75 km de Nueva York. Las presiones profesionales y el compromiso político estaban detrás de la decisión inicial. Necesitaba una segunda gran experiencia de campo y un libro para avanzar en mi carrera profesional. Además, desde el principio me propuse escribir para las enormes comunidades gay de Nueva York, en cuya evolución Cherry Grove, sospechaba, había desempeñado un papel estelar.[30]
Figura 1: Kay en una fiesta de disfraces de Cherry Groove en los años cincuenta. Colección de Esther Newton.
Pero no todos los que zarpan se mantienen a flote o atrapan el viento. Una gran parte de la ayuda que necesitaba en el campo, cuando estaba encallada o empantanada, vino a través de mi cariño por dos mujeres mayores de Cherry Grove, y gracias a ellas el trabajo estuvo impregnado de emoción y sentido. Dos años después de comenzar el trabajo de campo las describí en mis notas como “el sol y la luna de mi historia de amor con Cherry Grove: sin ellas no habría ni calor ni luz en mí para seguir y abrazar mi tema”. Peter (Ruth) Worth se convirtió en mi cicerone [guía] de Grove, mi amiga íntima y mi confidente. Yo estaba enamorada de Kay. [31]
Kay era una veterana que debía conocer, me dijeron los residentes de Cherry Grove. Al cabo de varias semanas, uní el nombre con una mujer mayor de aspecto digno y elegante que recorría los paseos marítimos en un carrito eléctrico. Como la mayoría de las personas sin discapacidades, había pasado sin percatarme de ella por cortesía extraviada y por su avanzada edad. Cuando me presenté, recibí más de lo que esperaba: una invitación cálida e impulsiva a tomar algo en su cabaña. Esa noche escribí[32] sobre mi primer encuentro:
Kay vive en una casa blanca pequeña y encantadora, con la terraza llena de flores en macetas. La encontré arrastrando los pies (se mueve de forma precaria adelantando cada pie unos centímetros por delante del otro) para traerme un jugo y quejándose de que no se había arreglado el cabello, algo que odia. A pesar de las arrugas y del cabello debilitado, todavía consigue verse bien.
Me contó sin ningún tipo de miramiento los problemas que tenía: el audífono, las lentes de contacto, la incapacidad de leer, una hernia discal que ya era demasiado vieja para arreglar, y cómo odiaba ser una de esas personas mayores que se quejan. [...] El enfisema la hace resollar con dolor con cada movimiento. (Sigue fumando: “No inhalo, querida. Por favor, es mi único vicio, el único que me queda”).
¿Era porque me gustaba su casa de campo, que todavía tenía el encanto del Cherry Grove de otros tiempos, porque la encontraba hermosa y su sufrimiento conmovedor, o porque sus alusiones a vicios pasados me intrigaban? ¿O fue que salí encantada porque me llamó “querida”?
Varias horas después de escribir mis notas de campo, demasiado eufórica para dormir, le escribí a David Schneider (1 de julio de 1986): “Cuanto más me meto en la historia, más fuerte es el apego de Cherry Grove en mi imaginación. … Estoy embarcada, y encantada de estarlo”. Y entonces me lancé, mucho más segura y confiada de lo que había sido como su estudiante de posgrado en el armario, cuando estaba haciendo trabajo de campo con varones transformistas y mi “mejor informante” era un hombre gay (al que también adoraba).[33] “Esta mañana”, escribí,
me presenté a una mujer de más de ochenta años a la que quería conocer, mientras rodaba hacia mí en su carro eléctrico. No sólo se mostró receptiva, sino que me tomó del brazo en un abrazo cariñoso y prácticamente me llevó a su regazo mientras hablábamos... y mi corazón dio un vuelco. Así son los riesgos del trabajo de campo.
Después pasé por la casa de Kay todos los días y, al hablar con otros miembros de la comunidad, mi fascinación por ella creció. Descubrí que sus poderes de seducción eran legendarios. Como me contó una mujer de Cherry Grove:
Kay fue la primera que entró en el Waldorf y dijo: “Mándenme una botella y a una rubia”. Es inimputable. No creo que se la pueda comparar con la lesbiana promedio. Podría entrar en el Taj Mahal y la gente pensaría que es la dueña.
Figura 2: Kay y la autora en la terraza de Kay, 1988.
Fotografía de Diane Quero. Colección de Esther Newton.
Sólo unas semanas después de nuestro primer encuentro, aquello desencadenó esta reflexión:
Al ver a Kay ahora, lisiada y jadeando, todavía puedo imaginármela, recordando cómo su examante Leslie entraba y abrazaba a Kay diciendo: “¡Ay, Kay, hemos pasado grandes momentos en este sofá!”, y los enormes ojos azules de Kay se iluminan para acompañar una sonrisa –la costosa dentadura postiza brillando–, con el gesto de una pícara coqueta.
El trabajo progresó alrededor y a través de mi enamoramiento con Kay. Ella me ayudó a organizar un grupo de veteranos para recordar Cherry Grove, y yo seguí con una ráfaga de energía con entrevistas individuales. Y a pesar de su expreso temor de que mi libro revelara ante un mundo desprevenido que Cherry Grove era un refugio para personas gays, me ayudó cada vez más. Seis semanas después,
tuvimos cinco minutos intensos en los que nos sonreímos mutuamente. Al salir le di mi número de teléfono de aquí y le dije: “Si alguna vez tienes un problema, no dudes en llamarme”, y pareció muy contenta, y me preguntó si podía hacer algo por mí. Le dije que sí, “Muéstrame tus fotos, háblame de la gente”. Ella aceptó.
Ese invierno volví a mi trabajo como profesora. Hablaba con Kay por teléfono, y en abril la busqué en su apartamento de Park Avenue para salir a almorzar. Para ese entonces, nuestro patrón de coqueteo y provocación se había establecido. “En aquel tiempo, Kay, ¿conseguías a quien querías?”, le pregunté, mientras ella insistía en pagar nuestra costosa comida con su tarjeta dorada de American Express. “Sí”, sonrió, “y muchas”. Me contó que seguía teniendo impulsos sexuales, pero que ahora esperaba a que se le pasaran. Ambas coqueteamos con la idea de hacer el amor. “Algún día te sorprenderé y te devolveré un beso de verdad”, dijo alegre una vez.
Dos veranos después de conocer a Kay, el proyecto de trabajo de campo estaba en su apogeo, y aunque se acordó de manera tácita que su dolor físico y su enfermedad crónica excluían el sexo y no nos convertiríamos en amantes, nuestras visitas diarias eran afectuosas y estaban llenas de juegos eróticos. El 11 de julio de 1988 escribí:
No recuerdo ahora cuando me sentaba frente a Kay en la mesa redonda de café. Probablemente, incluso aquel primer verano, empecé a sentarme junto a ella en el sofá naranja de Naugahyde (tan práctico para la playa), en parte porque ella en general me oye si le hablo a unos quince centímetros de la oreja derecha, y sobre todo para estar más cerca. En las últimas semanas mis visitas han adoptado un nuevo patrón. Llego, le doy un beso rápido en los labios, averiguo lo que necesita de la tienda, y luego vuelvo. Y allí comienza la verdadera visita.
Durante la “visita real”, cuando se sentía con ganas de hacerlo, Kay repetía historias sobre su vida pasada, sus muchas amantes, sus matrimonios, y sobre los personajes mayores y menores de la historia de Cherry Grove. Me sentía cautivada mientras recitaba versos de poemas de Edna St. Vincent Millay –había conocido a la poetisa–, que supuse habían formado parte de su repertorio de seducción. Y aunque nunca pude persuadirla de que donara sus cartas y papeles a una biblioteca universitaria, sí me permitió copiar muchas fotografías y valiosos recortes de periódico. También siguió ayudándome para acceder a otros veteranos. Cuando le pedí a Kay que le dijera a un residente de Cherry Grover que se había resistido a una entrevista que yo era una “buena tipa”, respondió sonriendo: “Ah, pero eso se lo digo a todo el mundo”. Más tarde escribí en mis notas de campo:
No hay dinero que podría comprar esta buena voluntad. La palabra de nadie significa más que la de Kay para los veteranos de aquí, y ella me ha dado su confianza sin barreras. Sé que el afecto de Kay nunca ha sido obligado ni comprado. Simplemente le gusto, y lo bonito es que la adoro aunque la necesite y tenga motivos profesionales ulteriores.
Kay nunca tuvo que decir “ahora hablemos de mí”, porque rara vez me preguntaba por mi vida. Estaba acostumbrada a ser el centro de atención, aunque era aguda y dolorosamente consciente de que sus amigos, incluida yo, a veces encontraban su conversación aburrida porque no recordaba qué le había contado a quién, no podía salir, no escuchaba los chismes, y estaba tan preocupada por sus problemas físicos. Pero incluso en los días en que Kay no tenía ninguna historia nueva, ninguna información o fotografía que ofrecer, yo disfrutaba estar con ella:
Lo profundo de ella es casi todo no verbal. Es su presencia corporal, su porte (aún) y esa fuerza emocional, aplastante y líquida como una ola del océano. […] Kay me dijo una vez que conduciendo hacia Cherry Grove con otras dos lesbianas en un día nublado había levantado los brazos al cielo y entonado varias veces “nubes váyanse, sol asómate”. En minutos las nubes se abrieron y salió el sol. Kay me mostró cómo las otras dos mujeres se dieron vuelta y la miraron incrédulas desde el asiento delantero. En otra cultura, Kay habría sido una especie de sacerdotisa.
Sus relatos y nuestro mutuo afecto me llevan de manera constante al trabajo:
Cuanto más pienso en Kay dejándose seducir en la escuela de niñas, más me excita su conexión vital con la historia que estoy ayudando a construir. La belleza y la presencia de Kay me habrían vuelto loca en sus días de juventud, pero me pregunto si –porque era una chica fiestera más que una intelectual– podría haberla amado profundamente. Pero ahora, en lugar de tener ideas, encarna ideas. Kay abarca casi todo el periodo que va desde una “rotunda” y romántica amistad hasta la era del SIDA, de [la revista lésbica] On Our Backs [Sobre nuestras espaldas], y del separatismo lesbiano. Cuando la beso, estoy besando 1903.
Mi historia de amor con Kay y con Cherry Grove culminó en 1988, en las celebraciones de su octogésimo quinto cumpleaños, que también marcó su quincuagésimo verano como residente. En su pequeña fiesta de cumpleaños, me sentí orgullosa de que su mano sobre mi rodilla demostrara que todavía podía atraer a las mujeres. Fui su acompañante en una performance teatral de Cherry Grove dedicada a “Kay, nuestra institución nacional”. Nuestra relación de amor continuó hasta un año más tarde, cuando Kay sufrió lo que pronto resultó ser un infarto mortal. Para los residentes de Cherry Grove, la muerte de Kay simbolizó “el fin de una era”. Para muchos de nosotros, su pérdida fue también personal. Mi trabajo de campo se sintió de repente más acabado que antes, y decidí no volver a ese lugar.
* * * * *
Este habría sido un ensayo muy diferente si me hubiera propuesto “decidir” si las consideraciones éticas y estratégicas deberían limitar a los antropólogos a tener relaciones sexuales con sus informantes. Si hemos de creer que sólo quienes lo han confesado de manera pública se sienten tentados, entonces, dejando de lado a “Manda Cesara”, la vulnerabilidad de las investigadoras de campo como mujeres descarta las relaciones (hétero)sexuales. En publicaciones, y quizás mucho más en la vida, los hombres se sienten más libres. Malinowski se esforzó por mantenerse puro, y Rabinow no vio ninguna dificultad ética en su comportamiento sexual en el campo. Sin embargo, es difícil ver por qué, si nuestro poder como antropólogos para nombrar al “otro” subordinado plantea un problema ético, el poder para “coger” con esas personas no lo hace. (La mayor parte de nuestro vocabulario sexual en inglés implica, para empezar, dominación). Dudo que se encuentre una salida a este problema mientras se plantee en estos términos. Pero si "no se puede eludir la carga de la autoría", como sugiere Geertz (1988: 140), tampoco se puede eludir la carga de ser, y ser visto como, una criatura erótica.
En mi propio caso, no había un estatus superior del cual aprovecharse para comprar o atraer parejas sexuales. Casi todos mis informantes eran, como yo, estadounidenses, de etnia blanca, y al menos de clase media. Aunque algunos de los residentes de Cherry Grove se mostraban recelosos de lo que pudiera escribir, a pocos les impresionaba que fuera académica, y muchos varones residentes se consideraban superiores a mí por mi género. Estaba lejos de encontrarme por encima de Kay: en el léxico de Cherry Grove, ella era una propietaria rica y un icono de la comunidad desde hacía mucho tiempo, mientras que yo era un punto de paso, una recién llegada y una inquilina de poca monta. Sin lugar a dudas, su consideración hacia mí realzó mi estatus mucho más de lo que yo podía aportar. Como nuestra relación amorosa nunca llegó a definirse en términos de una aventura, nunca se pusieron a prueba mis temores estratégicos sobre las posibles “complicaciones” de involucrarse en un plano sexual con un miembro querido de una pequeña comunidad. Esos temores aconsejaban precaución (al igual que el hecho de que ambas tuviéramos compañeras de muchos años, aunque algo ausentes –esa es otra historia–), pero también para Kay el hecho de la atracción sexual era más convincente que “tener sexo” y mucho más seguro que “tener una aventura”.
Como una niña que se sentía más cómoda con los adultos que con otros niños, a menudo me he sentido atraída por personas mayores como amigos, consejeros y, en la vida adulta, como amantes, así que es predecible que el trabajo de escribir una historia gay me sedujera y me mantuviera encantada a través de Kay, que había vivido y creado esa historia. Si Kay no hubiera existido, habría tenido que inventarla. Para mí, el trabajo intelectual y creativo, incluyendo el trabajo de campo y la escritura de etnografía, siempre se han inspirado en y dirigido a un público íntimo de seres queridos, como informantes y mentores. Las atracciones más intensas han generado la mayor energía creativa, como si el trabajo fuera una forma de cortejo y seducción.
Lo que Kay consiguió fue una admiradora cuarenta años más joven que podía hacer recados, concertar citas, mover los muebles del jardín, traer a amigos, coquetear, y que realmente quería saber y escuchar quiénes habían sido sus amigos y qué habían significado para ella sus experiencias comunes. Kay tenía otros amigos devotos que la ayudaban con algunos de los problemas que trae la vejez. Tal vez mi único regalo fue la admiración erótica, que debió de devolverle energías vitales en medio de la disolución causada por la disminución de las fuerzas mentales y físicas. El erotismo dio energía al proyecto –que cautivó a Kay– de dar forma y significado a su vejez, registrando el viaje de su generación en Cherry Grove y viéndolo como conectado a mi propia vida.[34]
Esta forma de trabajar plantea el peligro de “adoptar de forma acrítica el punto de vista de Kay”, como me advirtieron uno de los revisores de Cultural Anthropology y dos colegas que han leído los borradores de Cherry Grove, Fire Island [publicado en 1993], mi etnohistoria del Grove. Pero hasta que no seamos más sinceros sobre cómo nos sentimos respecto de los informantes, no podemos intentar compensar, incorporar o reconocer el deseo y la repulsión en nuestro análisis de los sujetos o en nuestro discurso sobre la construcción de textos. También nos estamos negando a reproducir uno de los vocabularios más poderosos del lenguaje humano.
La filosofía, la psicología y la literatura han reflexionado sobre cómo la creatividad puede ser impulsada y moldeada por Eros (invocando tanto los poderes gloriosos como los terribles del dios alado, no la degradada dulzura del adorable Cupido), aunque la antropología no lo haya hecho. “El amante se vuelve hacia el gran mar de la belleza”, le dice Diotina a Sócrates en esa piedra angular de la meditación occidental sobre Eros, el Simposio, “y, contemplando esto, da a luz a muchas ideas y teorías gloriosamente bellas, en un amor incondicional por la sabiduría” (Platón, 1989: 58). La teoría de la sublimación de Freud reinterpreta el encomio de Platón a Eros, aunque oscurecido por el pesimismo judeocristiano. Y en una novela de May Sarton, la protagonista lesbiana declara:
Cuando dije que todos los poemas son poemas de amor, quise decir que la fuerza motriz, la corriente eléctrica es el amor de un tipo u otro. El tema puede ser algo bastante impersonal: un pájaro en el alféizar de una ventana, una nube en el cielo, un árbol (1965: 123).
El tema también puede ser una cultura, un pueblo o un sistema simbólico. Por supuesto, los textos etnográficos no son poemas, ni tampoco son diarios. Cualquiera que sea su motivación, su propósito debe ser “permitir la conversación por encima de las líneas sociales –de la etnia, la religión, la clase, el género, la lengua, la raza– que se han ido matizando de forma progresiva” (Geertz, 1988: 147). La dimensión erótica se cruza con esas líneas. Para seguir el ejemplo de Malinowski e incluir la sexualidad de “nuestra” gente entre los temas dignos de ser publicados,[35] los antropólogos tendrán que superarlo y describir no sólo en polaco, sino también en inglés –en Yo Testimonial o en cualquier otro estilo autoral de “estar ahí”– de dónde “venimos” los antropólogos, como individuos aculturados al igual que todos los demás humanos. En la era de Anita Hill y el SIDA, ¿podemos hacer menos?
Recibido: 1 de junio de 2022
Aceptado: 5 de septiembre de 2022
La traducción cuenta con el permiso de la American Anthropological Association y la revista Cultural Anthropology (vol. 8, núm. 1, pp. 3-23), donde originalmente fue publicado el artículo en 1993 bajo el título “My Best Informant’s Dress: The Erotic Equation in Fieldwork”. Agradecemos a Janine Chiappa McKenna, directora de publicaciones, por garantizar la posibilidad de publicar la traducción sin costos, y a Esther Newton por sus amables palabras de entusiasmo respecto a este trabajo. Para conocer más sobre la vida y obra de esta inmensa antropóloga, se puede consultar la entrevista que le realizara el antropólogo brasileño Carlos Eduardo Henning, titulada “El irresistible charme butch de Esther Newton: una entrevista sobre la vida, la obra, la carrera y las pasiones de una antropóloga legendaria” y publicada en el número 8 de la revista. Etcétera.
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* Docente de la Facultad de Psicología; investigador del Centro de Investigaciones “María Saleme de Burnichon” de la Facultad de Filosofía y Humanidades. Universidad Nacional de Córdoba. Argentina.
** Investigadora del Centro de Investigaciones “María Saleme de Burnichon” de la Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba, Argentina (UNC). Becaria doctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) en el Instituto de Humanidades (UNC).
[1] Una versión anterior de este artículo se leyó en la sesión Lesbian/Gay Identity [Identidad Gay/Lésbica] el 1 de diciembre de 1990 en la reunión anual de la American Anthropological Association [Asociación Americana de Antropología], en la ciudad de Nueva Orleans. Sin el apoyo de mis colegas de SOLGA (Society of Lesbian and Gay Anthropologists [Sociedad de Antropólogos Gays y Lesbianas]), a quienes les encantó el primer borrador, no me habría atrevido a intentar su publicación. También doy las gracias a Julie Abraham, a dos revisores anónimos de Cultural Anthropology, a Amber Hollibaugh, Morris Kaplan, Ellen Lewin, Sherry Ortner, Jane Rosett, David M. Schneider, Kath Weston y Peter Worth, quienes leyeron borradores de este ensayo y aportaron útiles sugerencias. “¡Malestar sexual!” es el término de Marvin Harris (1967: 72) para su reseña de la obra de Malinowski llamada A Diary in the Strict Sense of the Term [Diario de campo en Melanesia] (1967).
[2] [Nota de traducción] Como pautas de lectura, quisiéramos indicar algunas cuestiones. En primer lugar, comprendemos que el inglés se caracteriza por presentar una cierta ausencia de marcadores de género en relación al castellano (por ejemplo, la distinción entre “antropólogo” y “antropóloga”). Sin intenciones de caer en un masculino universal de la escritura, puesto que adherimos a una crítica falocéntrica de la lengua, optamos por traducir en masculino cuando no existan diferenciaciones señaladas por la autora. Esto implica no utilizar grafías que en la actualidad comprenderíamos como lenguaje inclusivo, puesto que sería incoherente con la época. En segundo lugar, para lograr una suerte de fidelidad al momento de producción del texto, utilizaremos las enunciaciones relativas a los contextos témporo-espaciales, como la categoría “gay” para nombrar una amplia diversidad de personas dentro del colectivo LGBTIQ+, a pesar de que en castellano suele emplearse de forma restrictiva para referenciar varones y no así mujeres, prefiriéndose la categoría “lesbiana”. Finalmente, respecto a los nombres de instituciones o publicaciones en inglés, se ofrecerán traducciones al castellano entre corchetes, dejando ambos idiomas. En el caso de libros u otros textos, se brindarán los nombres con que fueron traducidos, pudiendo no coincidir de manera lineal con su versión inglesa.
[3] Una de mis informantes, Peter Worth, se escandalizó al leer aquí la palabra “informante” en referencia a ella y a sus amigos. Le expliqué que en todos mis trabajos publicados sobre Cherry Grove tenía la intención de utilizar la palabra “narrador” o “narradora” para aquellos a quienes había entrevistado, pero que en este ensayo me dirigía a un público antropológico para el que la importancia histórica de la palabra informante recomendaba su uso.
[4] David Schneider contó que había escuchado el chiste del antropólogo posmoderno de Marshall Sahlins. Más tarde, Kath Weston señaló que Judy Stacey (1990: 272) había citado una versión un poco diferente, atribuyéndola también a un ensayo por publicarse de Sahlins, “The Return of the Event, Again”, en Clio in Oceania (1991).
[5] Creo que sólo en los últimos años de la década de 1960 escuché rumores de que Mead vivía con otra mujer que se pensaba era su amante. En parte lo dudaba porque había estado casada en varias oportunidades y con personas conocidas, y en parte la noticia tuvo menos impacto porque, al ser yo una lesbiana más establecida, necesitaba menos modelos de conducta. Mucho más importante para mi supervivencia desde el secundario -lo digo de manera literal- fue la enérgica defensa de la variación humana, de género y de otros tipos, tanto en la obra de Mead como en la de Benedict. En su discurso de aceptación al recibir el premio Margaret Mead en nuestras reuniones anuales de 1991 de la American Anthropological Association (por desgracia el formato de los premios no incluye discursos), Will Roscoe (1992) expresó la esperanza de que si Benedict y Mead aún vivieran no tendrían que ocultar su sexualidad para ser acreditadas defensoras públicas por una mayor tolerancia.
[6] “Las interacciones y relaciones personales son la materia de la recolección de datos de campo”, afirma la socióloga Carol A. B. Warren (1977: 105) en un excelente artículo sobre el trabajo de campo en el mundo gay masculino, pero misteriosamente termina diciendo: “sólo se convierten en un problema cuando bloquean el acceso a ciertas partes de los datos”. Con astucia, analiza cómo el investigador puede ser estigmatizado como gay por los “normales” y perder así credibilidad, cómo el investigador de campo que intenta establecer confianza puede ser interrogado por los informantes sobre su propia orientación sexual, e incluso la necesidad de una “subjetividad reflexiva” por parte del investigador de campo (1977: 104), y todo ello sin brindar su propia información. Se trata de la misma vaguedad a la que recurrí en mis propios trabajos publicados sobre varones gays (Newton, 1979).
[7] Sólo uno de los antropólogos varones de In the Company of Man eligió escribir sobre una informante femenina, una niña prepúber (Conklin, 1960).
[8] Jean Briggs (1970) hizo de su propia ira y frustración el centro de su etnografía esquimal; los informantes judíos ancianos de Barbara Myerhoff (1978) la irritaron en una gran variedad de modos; el relato de Robert Murphy (1987) sobre cómo la parálisis cambió su identidad y le impulsó a estudiar a los discapacitados me conmovió de manera profunda; Renato Rosaldo (1989) exploró cómo la muerte de su esposa Shelly le ayudó a comprender la rabia que motivaba la caza de cabezas de los ilongotes; y Michael Moffatt (1989) construye una narrativa sobre estudiantes universitarios con él mismo como participante-observador muy presente (por fuera de lo que se piense de su error ético inicial al engañar a los estudiantes sobre su identidad). Los tres textos de los hombres comienzan a construir la sexualidad del autor como sujeto, en especial el de Moffatt, quizás porque escribe de forma extensa sobre la sexualidad de los y las estudiantes.
[9] Citado en Geertz (1988: 98).
[10] El término “sujeto posicional” es de Rosaldo (1989: 19), y creo que no le importaría que yo añadiera “sexual”, porque sólo él, de los nuevos etnógrafos, incluye la orientación sexual como un eje significativo de diferencia que puede ayudar a desmontar el “objetivismo” y añadir riqueza a los relatos etnográficos (véase en particular, 1989: 190-193).
[11] De hecho, Geertz (1988: 90) observa que en este género la voz autoral se configura de algún modo como “objeto de deseo”, pero en apariencia sólo mediante la lectura y desde la distancia.
[12] [Nota de Traducción] La categoría “nigger” [negro] debe comprenderse desde su contexto de enunciación y desde los procesos de resemantización de las palabras. Por un lado, es empleada de manera discriminatoria hacia personas afrodescendientes, remontándose al período colonial estadounidense donde se llamaba de esa forma a personas esclavizadas. Por otro lado, también es empleada como una nominación autopercibida entre poblaciones negras, en oposición al término “gente de color” por considerarse un eufemismo políticamente correcto.
[13] Véase también Harris (1967), Hogbin (1968), Greenway (1967) y Geertz (1967).
[14] Hace poco, discutía sobre el Diario en una clase de estudiantes universitarios. Una alumna dijo indignada: “Conociendo el Diario, ¿por qué debería leer las etnografías de Malinowski?”, y otra añadió después de pensarlo: “Quizá si se pudiera poner el Diario junto con Sex and Repression tendrías una buena etnografía”.
[15] Geertz nunca cae en la cuenta de este hecho. De quienes podrían considerarse de la escuela etnográfica del Yo-Testigo, la única mujer que merece una mención de Geertz es Barbara Myerhoff en una nota a pie de página (1988: 101, n. 15). Es decepcionante, como mínimo, no comparar la obra de “Manda Cesara” Reflections of a Woman Anthropologist [Reflexiones de una mujer antropóloga] (1982) con Reflections on Fieldwork in Morocco [Reflexiones sobre un trabajo de campo en Marruecos] (1977) de Rabinow. Tengamos en cuenta que Rabinow puede simplemente estar en el campo, pero “Cesara” ha optado por aceptar y reconocer estar en la categoría marcada.
[16] [Nota de Traducción] La categoría “wanton” era empleada por aquellos años para nombrar de manera desaprobatoria a una mujer que mantenía múltiples relaciones sexuales, o que mostraba de forma abierta una vida sexual activa. Podría traducirse como fácil, lasciva o promiscua.
[17] Para la perspectiva de un afroamericano que trabaja en el Caribe, véase Tony Whitehead (1986). Para conocer el punto de vista de una antropóloga negra que trabaja en Yemen, véase Walters (1991).
[18] Por supuesto, la mayoría de los antropólogos gays y lesbianas están en el armario, lo que por definición les impide reconocer de manera pública su orientación y, en general, escribir sobre sexualidad. ¿Es necesario agregar que en mi revisión de la literatura para este ensayo, el trabajo realizado sobre la cultura gay no se menciona, a menos que trate en específico temas y sistemas eróticos? Un artículo sobre un centro comunitario gay, por ejemplo, no es necesariamente más (o menos) sobre la sexualidad que uno sobre un grupo cívico Elks Club de un pequeño pueblo.
[19] Lo suficiente como para escribirle una carta abierta (Newton, 1984).
[20] Antiguo boletín de ARGOH (Anthropological Research Group on Homosexuality [Grupo de Investigación Antropológica sobre Homosexualidad]).
[21] Para leer sobre un relato interesante y extraño que de hecho se centra en las relaciones homoeróticas entre los nativos del Amazonas y un observador/aventurero occidental, véase Schneebaum (1969).
[22] En una conversación mantenida en la convención de la American Anthropological Association de 1990 en Nueva Orleans, Walter Williams confirmó que así era y que, aunque había escrito de forma más explícita en su manuscrito, sus amigos le habían aconsejado que “bajara el tono” antes de la publicación, para que un exceso de franqueza no pusiera en peligro su titularidad, que desde entonces había conseguido, aunque atravesando obstáculos.
[23] Quizás envalentonados por Read, otros antropólogos han seguido sus pasos en Nueva Guinea con trabajos importantes (aunque menos sugerentes) sobre la (homo)sexualidad (Herdt, 1981, 1984).
[24] La presencia del autor en la etnografía de Read (1980) sobre un bar gay es mucho más tortuosa y disimulada que en la obra de Nueva Guinea.
[25] El homoerotismo difuso, incluso en la primera etnografía de Read sobre los gahuku-gama (1965), molestó al menos a un antropólogo “sensible” –Clifford Geertz (1988: 86)– que, en una apreciación del estilo Yo-Testigo “realizado de forma brillante” por Read, no pudo dar un llano discurso de disconformidad, ni tampoco contener un comentario sarcástico sobre la descripción de Read del abrazo de despedida que había compartido con Makis.
[26] Después de comenzar este ensayo, Kath Weston me envió su “Requiem for a Street Fighter”, que trata de su relación con una joven mujer que habría sido una informante si no se hubiera suicidado [publicado en Lewin y Leap, 1996).
[27] Mi trabajo de campo se llevó a cabo en Cherry Grove, Long Island, Nueva York, desde el verano de 1985 hasta el verano de 1989. El libro se basa en este trabajo de campo, Cherry Grove, Fire Island: Sixty Years in America’s First Gay and Lesbian Town [Cherry Grove, Fire Island: sesenta años en el primer pueblo gay y lésbico de Estados Unidos], y lo publicará Beacon Press en 1993.
[28] Una grata excepción es el fascinante trabajo de Serena Nanda (1990) sobre las hijras indias de tercer género, que recibió el premio Ruth Benedict de SOLGA en 1990.
[29] Los antropólogos gays y lesbianas han debatido estos problemas en una serie de paneles recientes en las reuniones anuales de la American Anthropological Association. Muchas de estas ponencias, innovadoras y que rompen el silencio, se encuentran en Lewin y Leap (1996).
[30] Estoy de acuerdo con Mascia-Lees, Sharpe y Cohen (1989: 33) cuando indican que la forma en que los antropólogos deben trabajar contra la asimetría de poder entre ellos mismos y sus sujetos de investigación es tomar decisiones conscientes de escribir también para ellos, y estar atentos a las preguntas de investigación que desean que se respondan.
[31] Kay me pidió que no publicara su apellido.
[32] Esta y todas las citas posteriores de esta sección proceden de mis notas de campo inéditas, excepto la carta a Schneider.
[33] Las categorías “homosexual” y “heterosexual”, no importa cuán fatídicas y socialmente relevantes sean, no pueden tomarse de forma literal para significar que las personas así identificadas nunca están, como individuos, interesados en un plano sexual por el género que sea que se suponga eróticamente nulo. Incluso en la época en que realicé el trabajo de campo para mi disertación con varones transformistas a mediados de la década de 1960, reconocí que, por improbable que pareciera, los considerables encantos de mi por entonces mejor informante, que incluían sus vestidos, o más bien su personaje con vestidos, tenían para mí un cierto componente erótico. Pero aquí aludo a un tema complejo que excede el alcance de este ensayo.
[34] Incluso cuando las personas gays somos profesores, como muchos de nosotros lo somos, nuestra identidad es la única cosa sobre la que en su mayoría no podemos enseñar a los jóvenes. Muchas personas gays no tienen hijos que puedan darles acceso personal e íntimo a las generaciones siguientes, y muchos no pueden compartir sus vidas ni siquiera con sobrinos y sobrinas. Kay, por ejemplo, no tenía hijos y, en nombre de la “discreción”, nunca hablaba de su homosexualidad con nadie de su familia. Es decir, no hablaba de su vida, que constituía la sustancia y el tema de nuestra amistad, y era la razón por la que había vivido en Cherry Grove durante cincuenta veranos. Debido al secreto forzado en el que vivimos, las personas gays mayores tenemos problemas para transmitir nuestra cultura a los más jóvenes.
[35] Aunque nuestra despensa está casi vacía, no lo está del todo en realidad. Además de los artículos y libros mencionados con anterioridad, Gregersen (1983) ha hecho un seguimiento peculiar de los primeros trabajos transculturales de Ford y Beach (1951). Para la cultura americana, está el artículo de Rubin (1984) sobre la estratificación de las prácticas sexuales, el ingenioso ensayo de Vance (1983) sobre el Instituto Kinsey, mi esfuerzo por desarrollar un vocabulario sexual más preciso (Newton y Walton, 1984), Thompson (1984, 1990) sobre muchachas adolescentes, y el trabajo pionero de Davis y Kennedy (1989) sobre la sexualidad de lesbianas en Buffalo. En cuanto a culturas no occidentales, existe la controversia sobre “berdache” (Callender y Kochems, 1983; Roscoe, 1991; Harriet Whitehead, 1981; Williams, 1986), los ensayos de Blackwood (1985), y tres monografías: el trabajo de Thomas Gregor (1985) sobre el Mehinaku heterosexual, la colaboración de Gilbert Herdt y Robert Stoller (1990) sobre los sambia, y la obra brasileña de Richard Parker (1991), ganador del premio Benedict de SOLGA en 1991.