La actualidad de Hannah Arendt[1]
Françoise Collin[2]
La actualidad del pensamiento de Hannah Arendt implica, en principio, que su pensamiento nos acompaña, de ahora en más, donde sea que estemos, en cualquier dirección a la que vayamos, como un recurso indispensable para el tiempo presente y por venir. Los textos de Arendt y sobre Arendt reunidos en este número de Les Cahier du GRIF permiten un primer acercamiento. El “viento del pensamiento” sopla a través de cartas, testimonios, fragmentos de cursos y artículos, desbordando infinitamente el territorio de aquellos a quienes Arendt llamaba, no sin cierta ironía, “filósofos profesionales”.
Pero, para ser más precisas, queremos enfatizar aquí su actualidad para el presente. Dado que Arendt viene exactamente a esclarecer la fractura que conoce el pensamiento político en el momento en que las ideologías que impulsan a los grandes movimientos sociales revelan su déficit.
Es en el análisis comparado de las Revolución francesa y la Revolución norteamericana que Hannah Arendt señala aquello que en el ideal republicano francés del siglo XIX va a ser un obstáculo para la democracia (y que será sistematizado por Marx): la confusión de lo político con lo social y la prioridad de lo social por sobre lo político. Prioridad sin duda determinada por la necesidad histórica (de gran miseria generalizada), pero que arrastra confusiones nefastas.
Lo social aprehende a los hombres en tanto grupo, género, especie, clase, sexo, impulsados por una “voluntad general” que se confunde indebidamente con la voluntad de todos y de cada uno, de una parte y de otra parte, y que se reduce a la expresión de las necesidades. Allí, el pueblo reemplaza a la república.
Ahora bien, para Arendt, el pueblo no está hecho más que de excepciones y es solamente en la puesta en valor de esas excepciones que puede diseñar, más que una mayoría, un mundo verdaderamente común (Hannah Arendt no utiliza exactamente el término “excepción”, sino más bien el de paria; no asimilado, no asimilable).
Arendt se niega a confundir, como se ha hecho, lo económico y lo político, o a reducir lo segundo, que compete a la libertad, a lo primero que compete a la necesidad. Como bien recuerda Arendt, Lenin mismo, en sus comienzos, presenta esta distinción, que luego olvidará, cuando afirma: “La Revolución son los soviets más la electricidad”, es decir el desarrollo tecnológico y económico, por un lado, más los consejos populares, por el otro.
Actualidad de Hannah Arendt entonces en un momento en el cual, en años decisivos pero confusos, el socialismo francés acaba de efectuar un desplazamiento que puede interpretarse tanto en términos de regresión –replegado sobre posiciones económicas neoliberales– como de innovación –por el redoblamiento de su interés por lo político entendido como derecho de la gente. Como si la línea divisoria entre la izquierda y la derecha se situara de ahora en más allí, más que en la vieja oposición marxista entre la colectivización y la iniciativa privada. Pues resulta que el sufragio universal no es más que la condición necesaria pero insuficiente del funcionamiento de la democracia (una verdad que bien pudiera manifestar un efecto tardío de Mayo del 68). Esta posición no descarta en absoluto el problema de la miseria, sino que se esfuerza por encontrarle una solución en lugar de explotarlo como si se tratara del motor exclusivo de la revolución.
Este enfoque arendtiano de la revolución permite pensar la cuestión del feminismo como índice privilegiado y como síntoma de los nuevos tiempos. Dado que desde su surgimiento, a finales de los años sesenta, el feminismo es el primer movimiento en desmarcarse, por su cuenta y bajo su propio riesgo, de la concepción socioeconómica marxista de la revolución para substituirla por una concepción más estrictamente política. Pues aquello que determina la insurgencia de las mujeres no es la presión de la miseria –aun si su situación económica es escandalosamente injusta–, sino la ausencia de derechos, la exclusión de un mundo común, la negación de la palabra.
El feminismo es el primer movimiento en plantear la cuestión política por excelencia, es decir la de la ausencia de derechos en un Estado de Derecho. Y es fundamentalmente la reivindicación de la libertad la que lo impulsa, más que la de la igualdad como equiparación.
Sin embargo, en sus inicios, el feminismo sucumbió parcialmente a la ilusión de ser un movimiento social, calcado de los movimientos sociales del mundo moderno que instituyó a las mujeres como género, animado por una supuesta voluntad general. Así, el concepto pernicioso de sororidad ha venido a acentuar las ambigüedades del concepto de fraternidad, bloqueando el camino del diálogo en nombre de una unanimidad postulada. Ahora bien, tal como señaló Arendt, la fuerza de lo político no es el amor, el cual es siempre aleatorio, sino el respeto.
Desde 1972 y sobre todo desde el Colloque de La Marlagne en 1983, el trabajo de los distintos números de Les Cahiers du GRIF ha consistido en despejar, a través de diversas vías e interrogaciones, la estructura propiamente política –en sentido arendtiano– del feminismo. En primer lugar, reemplazando progresivamente el amor, tan a menudo y tan cruelmente negado, por el diálogo, como motor de las relaciones entre las mujeres. Luego, abandonando la cuestión metafísica de definición de lo femenino en beneficio de ese mismo diálogo plural, ampliado de la mayor forma posible, como único modo de determinar, en un movimiento incesante, lo que quieren, cuando no aquello que son, las mujeres (al menos, esa es la manera en la que yo, personalmente, acompañé ese trabajo, sin querer hablar aquí en nombre de cada una de las que participó).
Pero hablar de definición política del feminismo no significa en absoluto promover su sometimiento a la política partidaria (sean cuales sean las alianzas que puedan efectuarse en dicho dominio). Se trata, más bien, de reivindicar y de lograr la apertura de un espacio público, de un mundo común –reivindicación del espacio público y del mundo común de las mujeres, pero también del pleno acceso al mundo común en un sentido amplio–. El feminismo es el derecho a la palabra política y el coraje de la palabra pública.
Este acceso al mundo público no se efectúa solamente en lo político. El mundo público es también, y ante todo, la elaboración de lo simbólico: el derecho y la iniciativa de hablar en nombre propio para poder nombrar con y para los otros. Hannah Arendt insiste aquí en señalar enfáticamente cómo poética y política se conjugan de alguna manera, dado que instauran un modo de aparición que se funda en la pluralidad.
Así, Hannah Arendt nos guía en nuestra reflexión sobre la democracia y sobre el feminismo como síntoma y desafío de la democracia. Pero al hacerlo, también le devuelve a la tarea solitaria del artista y del pensador su valor público: sin esa mirada el lenguaje perecería en “tiempos de oscuridad”.
Si la reivindicación de lo económico-social fue el motor de las revoluciones del mundo moderno, podría ser que la reivindicación de lo político sea el motor del mundo posmoderno, del cual, hasta el momento, no hemos leído más que su lado negativo, “la era del vacío”, como dispersión individualista frente a la ilusión moderna de lo colectivo. O, más bien, podría ser que allí se encuentra la oportunidad de pensarlo en su originalidad y de reunirlo. En ese sentido, el feminismo no sería la versión bastarda de viejas problemáticas y de viejas luchas, sino, más bien, un laboratorio de lo nuevo. Y esto es así no porque la mujer sea el futuro del hombre, como se ha dicho de manera un tanto romántica, sino porque la manera en la cual planteamos la cuestión de las mujeres impone un desplazamiento del pensamiento y de la acción. En eso Hannah Arendt nos precede.
[1] El presente artículo fue publicado originalmente como introducción al número 33 de la revista Les Cahiers du GRIF, en el año 1986 (Nota del traductor).
[2] Traducción de Marcelo Silva Cantoni. El traductor agradece la atenta lectura y los comentarios de la doctora Julia Smola sobre la traducción.