Violencia subalterna o cómo dejar al monstruo sin voz: un
estudio del vínculo entre violencia y monstruos en la obra de
Mariana Enríquez
Ignacio de Goycoechea1
Estudiante de Letras Modernas,
Facultad de Filosofía y Humanidades,
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
ignacio.de.goycoechea@mi.unc.edu.ar
Recibido el 16 de septiembre de 2024, aprobado el 1 de noviembre de 2024
Resumen: el presente artículo propone abordar la articulación entre la
violencia —y sus posibilidades como medio fundador y garante de un orden—
y la gura del monstruo, a partir de dos cuentos de Mariana Enríquez. Si bien
lo que buscamos es una dilucidación teórica de las nociones de violencia y
monstruosidad, apoyados en una serie de autores que las trabajan, creemos
que sus distintas modulaciones en los relatos puede echar luz sobre un aspecto
central de la poética de la autora: la construcción del monstruo mediante
la amplicación de los rasgos de la pobreza. Con este n, analizaremos dos
cuentos extraídos del libro Las cosas que perdimos en el fuego (2016): “Bajo el
agua negra” y “El chico sucio. Sostenemos que lo que parece ser un intento por
develar temores cuya fuente reside en un prejuicio de clase para denunciar
una situación opresiva termina por ser, debido a la utilización de los recursos
mencionados, una rearmación de esas ideas.
Palabras clave: Enríquez, terror, monstruos, monstruosidad, violencia.
Subaltern Violence or how to Leave the Monster Without a Voice: a Study
of the Link between Violence and Monsters in the Work of Mariana
Enríquez
Abstract: The next article proposes to analyze the place where violence, and
its possibilities as a means for creating and guaranteeing a particular order,
meets the monster gure in two short stories by Mariana Enríquez. Even
though our goal is a theoretical dissertation of the notions of violence and
monstrosity, as read in the widespread production of a variety of authors,
we believe that the different modulations in the literary texts can shed light
on a central aspect of the author’s poetics: the construction of monstrosity
through the amplication of poverty’s traces on a person’s body. With this in
mind, we analyze “Bajo el agua negra” and “El chico sucio, two short stories
from the 2016 book Las cosas que perdimos en el fuego. We consider that what
seems to be a try to unveil certain fears that sprout from class prejudices,
with the intention to denounce the oppressive situation in which the lower
socioeconomic strata of society is forced to live in, winds up being, due to the
1 Con aval del Dr. Pablo Heredia, Universidad Nacional de Córdoba, Argentina.
La literatura y las cosas
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Nota al margen
Facultad de Filosofía y Humanidades
Universidad Nacional de Córdoba
Vol. II Nº 4 | julio-diciembre 2024
use of the aforementioned devices, a reafrmation of those misconceptions.
Keywords: Enríquez, terror, monsters, monstrosity, violence.
Introducción
En su clase del 22 de enero de 1975, Foucault (2007) despliega una suerte
de excavación arqueológica sobre los archivos cientícos de la primera
modernidad. Es este el momento en el que dene las tres guras fundamentales
sobre las que el concepto de anormalidad, durante el siglo XIX, giró en torno:
el monstruo humano, el individuo a corregir y el niño masturbador. No es
solo la taxonomía de la anormalidad lo que le interesaba a Foucault. Cada
una de estas clasicaciones está regida por un marco epistemológico de
normalidad. La anormalidad, entonces, es concebida en cada caso como
la transgresión de ese marco. El monstruo humano es denido como una
noción jurídico-ideológica; su existencia misma comporta una transgresión
de las leyes de la naturaleza y, al mismo tiempo, a algún tipo de norma que
los hombres se han dado a sí mismos —ley civil, religiosa, etc.—. A su vez,
la existencia de lo monstruoso “deja a la ley sin voz” (Foucault, 2007, p. 62)
al no ser legal la respuesta que suscita, sino la pura violencia, “la voluntad
lisa y llana de supresión” (Foucault, 2007, p. 62). El marco de aparición de
las otras dos anomalías es más estrecho: se dan, con matices, dentro de un
marco familiar. En el caso del individuo a corregir, lo anormal se produce
en la relación que este guarda con las distintas instituciones de la época
—iglesia, escuela— mediante el ejercicio del “poder interno o la gestión
de su economía” (Foucault, 2007, p. 63). Por otra parte, en el caso del niño
masturbador, dice Foucault, su marco de referencia es aún menos vasto: ya
no es la sociedad en todo su conjunto, o la institución familiar como tal, sino
que son los espacios de intimidad del sujeto, lo que supone un avance de los
dispositivos disciplinarios que actúan sobre el cuerpo durante la modernidad,
“toda una microcélula alrededor del individuo y su cuerpo” (Foucault, 2007,
p. 64). Al autor le interesa la manera en que la noción de anomalía en el siglo
XIX, heredera de estas tres guras comentadas, dene y rena las técnicas
disciplinarias que pasarán a implementarse a lo largo de la era moderna. El
campo de delimitación se convierte en un campo de acción. Cada una de ellas
se relaciona con distintas instancias de poder; cada una se encuentra ubicada
en el marco de distintas técnicas de poder y saber. Es este perfeccionamiento
de los dispositivos disciplinarios que acaece en la modernidad uno de los
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temas centrales no solo de la clase que nos compete, sino de toda la obra
foucaultiana.
En su conferencia “Comunidad y violencia” (2009), dictada ante el
Círculo de Bellas Artes de Madrid, el lósofo Roberto Esposito, a la manera de
otro arqueólogo, parece también hundirse en las profundidades de un archivo
para rescatar el germen de una violencia en estado de uctuación constante.
Su objetivo, dirá, es exponer el vínculo constitutivo entre la comunidad
originaria y esta violencia fundante. Es por esto que se remontará a un pasado
aún más remoto que el del inicio de la sociedad occidental moderna para
establecer la genealogía de lo que llamará aparatos de inmunización, cuyo
punto cúlmine es la biopolítica foucaultiana. Dirá que “en la representación
mítica del origen la violencia no sacude a la comunidad desde el exterior, sino
desde su interior, desde el corazón mismo de eso que es ‘común’” (Esposito,
2009, p. 72). El homicidio de Abel por Caín o el de Remo por Rómulo, entre
otros, son ejemplos que apoyan su tesis acerca de la existencia de una violencia
fratricida que funda la communitas. Tesis en la que ahonda, conducido
por el pensamiento de René Girard, para armar que aquella violencia es
desencadenada por un “deseo mimético” y que la lucha, el combate a muerte
que los seres humanos libran entre sí, no se debe a que sean diferentes, “sino
porque son demasiado parecidos, e incluso idénticos, precisamente como lo
son los hermanos” (Esposito, 2009, p. 72). Esta indiferencia, esta indistinción
entre sus miembros, es lo que empuja a la comunidad a un remolino de
violencia. La masa indiferenciada —“destinada a la autodestrucción” (p. 72)—
denota lo que Esposito señala como una de las características principales
de la comunidad originaria: la falta de diferenciamiento, también, entre el
exterior y el interior.
La delimitación de fronteras tuvo en la antigüedad la función de
ordenar un mundo “dado originariamente en común y por lo tanto destinado
al caos y a la violencia recíproca” (Esposito, 2009, p. 72). Excavar estos “fosos
insuperables” entre los distintos espacios tenía la función de circunscribir —
porque abolirla es imposible— esta violencia y encauzarla hacia fuera de los
márgenes territoriales. La novedad que la modernidad trajo consigo —ante la
amenaza de disolución que las guerras religiosas ocurridas hacia nes de la
Edad Media implicaron—, dirá Esposito, fue la demarcación de límites hacia
el interior de la comunidad. Esto implicó la puesta en marcha de un aparato
de inmunización —del que la evolución de los criterios taxonómicos de la
anormalidad es un claro ejemplo— que culminó en el paradigma biopolítico de
la modernidad tardía, es decir, en el avance de tal aparato sobre los cuerpos.
Tanto Foucault como Esposito convergen en un mismo punto: todo trazado
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de límites implica exclusión y toda exclusión implica violencia. En ambos
existe una voluntad arqueológica enfocada en el origen de esa necesidad
de normar, de delimitar las fronteras morales y jurídicas de una comunidad
intrínsecamente violenta. Encontramos, en la conferencia de Esposito, su
genealogía y, en la clase de Foucault, un estudio de su aplicación sistemática.
Más enfocado en su razón de ser, el lósofo italiano no pondrá completamente
el foco en donde sí lo hace el francés, a quien le interesa la relación entre los
discursos de anormalidad y los mecanismos de poder. Esa idea pulula en la
clase de Foucault y el texto de Esposito: la facultad de delimitar las fronteras
de lo normal encuentra su razón de ser en la exclusión de lo anormal, sobre lo
que se desplegará todo un mecanismo disciplinario que la modernidad pone
en marcha.
Este texto pretende abordar, impulsado por el puntapié inicial que
la puesta en diálogo de los trabajos de ambos pensadores nos ofrece, la
construcción de la alteridad monstruosa y su exclusión hacia los márgenes en
dos breves relatos de Mariana Enríquez, ambos presentes en el libro Las cosas
que perdimos en el fuego (2016): “El chico sucio, por un lado, y “Bajo el agua
negra, por otro. Lo que buscamos en este escrito es dilucidar el papel que
cumplen, como recursos literarios, la construcción de la monstruosidad y el
lugar de la violencia —según lo expuesto por los distintos autores abordados—
en su relación con la subalternidad. Creemos que, si lo que motoriza a ambos
textos literarios es el develamiento de un miedo por parte de los estratos
medios y altos de la sociedad hacia los sectores bajos, con el n de interpelar
una mirada “burguesa” representada en la gura de las narradoras, el rol que
la autora les asigna nos permite acceder a una visión sobre la pobreza que,
en lugar de denunciar las condiciones veladas de ese temor, termina por
rearmarlo.
Lo monstruoso de la pobreza
Para continuar debemos explorar, por un momento, las consideraciones de
Jeffrey Jerome Cohen acerca de la cultura y los monstruos que produce. En
sus Tesis (1996), Cohen estudiará una serie de manifestaciones monstruosas
engendradas en el seno de diversas culturas y propondrá siete hipótesis
mediante las cuales inquirir sobre ellas. Nos detendremos solo en aquellas que
puedan echar luz sobre los textos de Enríquez para leer los monstruos que
allí habitan y dilucidar qué dicen o qué pretenden decir de la cultura en la que
se insertan. La primera tesis postula al monstruo como una personicación
de ciertos momentos culturales: su cuerpo, “un constructo y una proyección
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(Cohen, 1996, p. 2), encarna distintos miedos, preocupaciones, esperanzas,
deseos, etc. Podríamos proponer, como primer paso en este recorrido,
dilucidar cuáles son los temores reprimidos que una lectura atenta a las grietas
en las guras monstruosas que se construyen en los cuentos dejaría entrever.
No es difícil, sobre todo en alguien tan propenso a ellas, encontrarse con
entrevistas a la autora en las que discute los pormenores de su obra e intenta
imponer las claves para su lectura. Un tema que arma como de importancia
vital para la constitución de su poética es el miedo a la pobreza que acucia
a la clase media argentina. Escapa a las pretensiones y las posibilidades de
este texto dilucidar el rol que la palabra o la intención de una autora puede
tener sobre la interpretación de su obra. La razón por la que juzgamos de
importancia las palabras de Enríquez es porque el lugar desde donde se
produce el miedo hacia el interior de su obra parece más bien contradecirla:
en lugar de develar un juicio acerca de la pobreza y quienes la sufren en busca
de una interpelación y un derrumbamiento de esta mirada, parece, más bien,
rearmarla.
“El chico sucio” comienza con una presentación del espacio en el que
transcurre: el barrio Constitución de la ciudad de Buenos Aires. Luego de una
descripción sobre los distintos peligros de un barrio que alguna vez fue el lugar
de residencia de las familias patricias de la elite porteña y que ahora es uno
de los espacios fronterizos ocupados por sujetos que han sido condenados
a la marginalización, quien narra se encargará de la pormenorización de
sus habitantes —“mininarcos”, “adictos”— en un pasaje que se asemeja a los
relatos medievales sobre esos territorios más allá de las fronteras, habitados
por todo tipo de monstruos y peligros, que Cohen analiza. La narradora
arma su afán por el barrio, algo que nadie entiende, excepto ella: “[la] hace
sentir precisa y audaz, despierta” (Enríquez, 2016, p. 5). Díscola heroína del
relato, ha desobedecido los mandatos de su clase y ha decidido vivir en lo que
alguna vez fue un palacio aristócrata, luego el hogar de su familia —adquirido
por su abuelo, “un comerciante rico” (Enríquez, 2016, p. 4)—, para sucederse
como sede de distintas actividades comerciales. Si la modernidad, leemos
con Esposito, trajo consigo el despliegue de un aparato inmunizador que
procuró demarcar límites internos para refrenar “el vuelco violento del uno
en el otro” (Esposito, 2009, p. 73), podemos pensar en los sujetos que habitan
el barrio como víctimas de esa segregación. Pero en el estado de cosas que
presenta el relato, el barrio de Constitución parece haberse convertido ya
en un territorio externo a las fronteras de la communitas. El desapego a la
norma estatal de la delincuencia, que se nos dice que abunda, o el abandono
de creencias religiosas hegemónicas en favor de otras subalternas parecen
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indicarnos esto. Enríquez construye una suerte de territorio exterior para la
narradora —en razón de su pertenencia de clase— que, aun así, ha aprendido
los códigos foráneos a ella, lo que le alcanza para moverse por allí como una
habitante local.
La pobreza funciona en el relato como una marca imperante del espacio,
a la vez que, corporeizada, se convierte en la marca de la monstruosidad en
el cuerpo de la madre del chico sucio. “Estaba tan cerca que le veía cada
uno de los dientes, cómo le sangraban las encías, los labios quemados por
la pipa, el olor a alquitrán en el aliento” (Enríquez, 2016, p. 19), comenta
la narradora acerca de su primer encuentro cercano con ella. Este pasaje
evidencia el mecanismo mediante el cual Enríquez construye al monstruo: la
adicción —generalmente al paco, padecimiento que en sus cuentos aparece
en vinculación exclusiva con la pobreza— y sus rastros (hiperbolizados, claro
está) en el cuerpo hacen de ella una gura monstruosa.
La fórmula de “Bajo el agua negra” es similar: la villa a la vera del
Riachuelo en la que transcurre el clímax del relato compone otro espacio
lindante, externo a los connes de la comunidad a la que pertenece la
narradora. Ella, una scal representante del brazo represor del orden
hegemónico, marginalizante, recorre con comodidad y familiaridad el
territorio, aunque sin poder acceder del todo a su realidad: “ustedes no
tienen idea de lo que pasa ahí adentro. Ni idea tienen” (Enríquez, 2016, p.
103), le advierte uno de los policías cómplices del asesinato de un joven
adolescente arrojado al Riachuelo. Esto remite directamente al reclamo que
Lala, una especie de sidekick marginal, le propicia a la narradora de “El chico
sucio”: “qué sabrás vos de lo que pasa en serio por acá, mamita. Vos vivís
acá, pero sos de otro mundo” (Enríquez, 2016, p. 7). Ambas narradoras se nos
presentan como traidoras de clase: una, heredera de la clase media argentina
en estado de constante pauperización, se sobrepone a los prejuicios de los
suyos para vivir —no sin cierto grado de una autoconciencia que, se supone,
debería dotarla de carisma— entre las ruinas de lo que alguna vez fue una
zona próspera de la ciudad; la otra, representante de la violencia ejercida
para la conservación de un orden, hace caso omiso a sus tareas y se solidariza
con aquellos marginalizados por la misma institución a la que pertenece.
Ambas, destinadas a vivir entre dos mundos sin pertenecer a ninguno, se
constituyen en el texto como lenguaraces de la subalternidad. Pero es en esa
articulación de un orden represor y uno subalterno en vías de rebelión ante el
otro que, con violencia, lo engendra, donde puede observarse la rearmación
de los prejuicios de clase —escenicados mediante la amplicación de las
huellas de la pobreza en el cuerpo de quienes la sufren, como mecanismo de
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construcción del monstruo— que se supone que los cuentos derrumban. En
la resolución de esta situación conictiva, en la que las preconcepciones que
un sector social tiene sobre el otro se conrman, ocurre el momento en que
la denuncia falla.
La villa de “Bajo el agua negra, se nos narra, fue construida como un
asentamiento a orillas de un río en el que la ciudad vierte sus desechos. Los
elementos residuales de la sociedad fueron a parar allí dentro, pero no pasó
mucho tiempo hasta que fueron a parar, también, a las orillas. Como en “El
chico sucio, el territorio está marcado por el abandono de las instituciones de
un orden que parece perder paulatinamente su jurisdicción: pensemos en la
iglesia abandonada, por ejemplo, que cuenta con un puñado cada vez menor
de eles, debido a que “la mayoría de los habitantes de la villa eran devotas
de cultos afrobrasileños o tenían sus propias devociones” (Enríquez, 2016, p.
104); o en el accionar policial, que solo instiga con violencia a los oriundos,
empujándolos aún más hacia el exterior de los márgenes comunitarios. La
representación de los sistemas de creencias “paganas” toman en este cuento
un giro fantástico al conuir todos hacia el nal en la adoración de una deidad
oscura —reminiscente a un monstruo lovecraftiano— oculta en el fondo del
Riachuelo, de la que descenderían, aparentemente, los habitantes de la villa.
Este giro implica un grado de sutileza con respecto a la construcción de la
gura monstruosa que el relato anterior no guarda. Si la madre del chico sucio
es representada como un monstruo mediante la amplicación grotesca de los
rastros de la adicción o la pobreza en el cuerpo, aquí, Emanuel —el resucitado—
y los habitantes de la villa son representados con deformidades —una serie
de rasgos como tentáculos y ventosas que los convertirían en híbridos entre
humanos y cefalópodos y que los ubicaría, siguiendo las palabras de Michel
Foucault, entre medio de dos reinos: el animal y el humano, el de la vida y la
muerte— que se deben, lo sabremos hacia el nal, a la liación que guardan
con el monstruo sepultado bajo ese Riachuelo muerto.
Habitantes fronterizos
Los puntos de contacto entre Cohen y Foucault son múltiples. El nombre
del segundo resuena, implícita y explícitamente, en el texto del primero.
El vínculo se explicita cuando aquel menciona la manera en que el francés
cataloga al monstruo como la personicación de “aquellas prácticas sexuales
que no deben cometerse, o aquello que debe cometerse solo mediante el
cuerpo del monstruo. ¡Ella y ellos!: el monstruo impone los códigos culturales
que regulan el deseo sexual” (Cohen, 1996, p. 10). Donde la convergencia se
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da de manera implícita es en aquellos pasajes en que el monstruo aparece
como un habitante fronterizo. El análisis de la categoría monstruo como una
transgresión de leyes —naturales, jurídicas, etc.— que Foucault plantea ubica
a lo monstruoso como aquello que habita en los límites de un orden; es la
transgresión de ellos, a la vez que su establecimiento. Lee allí, en esa mixtura
de especies, de individuos, de sexos, “la mezcla de dos reinos” (Foucault, 2007,
p. 69). Esa infracción de los límites, que produce una indiferencia entre los
seres humanos similar a la que Esposito le adjudicaba a la violencia primigenia
de la comunidad original, nos remite de manera directa al corazón de las tesis
de Cohen: las número 3, 4 y 5. La tercera abre con la armación de que la
irrepresentabilidad del monstruo lo conduce al rechazo a participar en un
orden de cosas” clasicatorio “y por ello el monstruo es peligroso, es una
forma suspendida entre formas que amenaza con destrozar las distinciones”
(Cohen, 1996, p. 4). Con esto ubica al trazado de fronteras —entre normalidad
y anormalidad, entre comportamientos deseados e indeseados— en el
centro de la cuestión. El monstruo de la prohibición, dirá en su quinta tesis,
delimita las fronteras que sostienen ese sistema de relaciones que llamamos
cultura, para llamar horriblemente la atención sobre esos bordes que no
pueden —no deben— ser cruzados” (Cohen, 1996, pp. 9-10). De lo que habla
Cohen es de las formulaciones del cuerpo monstruoso como advertencia,
situado en lo que llama “los bordes de lo posible” (p. 8). Su lectura se remonta
a leyendas medievales sobre monstruos habitantes de terrenos fuera de la
órbita de control social que, por una u otra razón, no deben ser explorados:
el monstruo se sitúa como una advertencia en contra de la exploración
de un dominio incierto” (p. 8). El miedo o la repulsión que el cuerpo del
monstruo debe representar es funcional a un ordenamiento que precisa
del esclarecimiento de sus fronteras, tanto internas como externas, para
garantizar su supervivencia.
Cabría preguntarse si la formulación de lo monstruoso en los relatos
de Enríquez puede ser leída —como pretende, no la autora, sino sus propios
textos— como una denuncia hacia la violencia que empuja hacia el exterior (de
las leyes y del territorio) a grupos de personas por pertenencias étnicas o de
clase. Recordemos que, para Foucault, la existencia del monstruo, al ubicarse
por fuera de sus márgenes, deja a la ley sin voz y la única respuesta que puede
suscitar es la de la pura violencia. Esa violencia es la que, arma Esposito,
funda la comunidad originaria. Y es el encauzamiento de esa violencia hacia
el afuera de los márgenes de la normalidad lo que permite la constitución de
las naciones modernas. Fuera de esos márgenes, o en sus bordes, se ubica el
monstruo que, Cohen señala, ha sido construido en numerosos relatos como
Ignacio de Goycoechea 113
forma de control y advertencia o como justicativo de la violencia ejercida
hacia pueblos representados de manera monstruosa —prueba de esto es el
accionar violento dirigido a pueblos nativos de América o el pueblo judío en
Europa, amparado por una serie de “representaciones corruptas” (Cohen,
1996, p. 8)—. Enríquez parece querer invertir esta fórmula que Cohen expone:
la representación monstruosa de la pobreza no pretende ser aquí una forma
mediante la cual justicar la exclusión violenta, sino un develamiento de
estos mecanismos. Lo correcto, a continuación, sería intentar dilucidar si
esto, efectivamente, se logra o no.
Sentada en la sala de espera mientras espera su turno en la peluquería
de Lala, Sarita —otro personaje cargado de signicantes que, se supone,
lograrían una asociación por parte del lector con lo marginal (pobre, prostituta,
travesti, etc.), es decir, con lo local en este territorio externo a algún orden—
es reticente a contarle a la narradora de “El chico sucio, quien se muestra
escéptica a los elementos esotéricos abundantes en ese mundo en el que vive
pero al cual no pertenece, alguna historia terrible sobre Constitución que, se
nos sugiere, refutaría su incredulidad. A la narradora esto no le interesa. Las
historias del barrio le parecen tan “inverosímiles y crbles al mismo tiempo
(Enríquez, 2016, p. 7) que no le dan miedo. Otra marca que sugiere su traición
de clase: ella, lenguaraz clasemediera de Constitución, no sucumbe ante
aquellos prejuicios que servirían para sus familiares, amigos y compañeros del
trabajo como advertencias para no acercarse a la zona. Si forzamos el vínculo
entre la historia no contada de Sarita y las construcciones monstruosas de
distintos relatos populares a los que Cohen reere, nos encontraremos con
que los primeros cumplen, dentro del texto, la función que las segundas
cumplen dentro de una cultura: como vigilantes de los bordes de lo posible,
las historias del barrio advierten sobre límites que no deben ser cruzados.
Los gigantes de la Patagonia, los dragones del Oriente y los dinosaurios
de Jurassic Park declaran juntos que la curiosidad es a menudo más
castigada que recompensada, que uno está más seguro y contenido
dentro de la propia esfera doméstica que en el exterior, lejos de los
ojos vigías del estado. (Cohen, 1996, p. 8)
Esto menciona en su quinta tesis y conforma una lista a la que podríamos
agregarle, luego de la lectura de este cuento, a los brujos pobres del barrio
de Constitución. Las “inverosímiles” teorías acerca de los cultos y los rituales
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paganos —tan caros a Enríquez— y de sus pobres eles, son desechadas por
la narradora solo para ser comprobadas luego como ciertas. El relato que
parecía ridiculizar, en un principio, el temor de una clase social a otra, parece
gritar, ahora, que tenían toda la razón en temer.
Violencia fundante
Al develamiento de aquello que subyace bajo la supercie de los miedos de
una clase social y a la denuncia de las condiciones marginales hacia las que
son expulsadas un gran número de personas se le suma, en “Bajo el agua
negra, una preocupación por la crisis ambiental. Los cuerpos monstruosos
—Emanuel y los habitantes de la villa— se nutren de esta añadidura. No
solo los rasgos de la pobreza o la adicción se amplican para construir al
monstruo, sino que también la catástrofe ambiental se hace carne al hibridar
el reino de lo animal y lo humano. Quizás el rasgo más sólido del relato es
la equiparación de las condiciones marginales de los habitantes de la villa,
quienes han sido expulsados fuera de los límites adrede, como materia
sobrante, y la contaminación del Riachuelo, ese “gran tacho de basura de la
ciudad” (Enríquez, 2016, p. 102). Enríquez ubica en el mismo nivel a ambos al
establecerlos como fenómenos derivados de una misma causa: la expulsión
por fuera de los límites de un orden para el que no tienen razón de uso. Ya
hemos dicho, al establecer las distintas liaciones entre los textos de Foucault
y Esposito, que el establecimiento de fronteras comporta un elemento
central del discurso losóco de la modernidad. Esta delimitación, sabemos
con Benjamin (2010), es el “arquetipo de la violencia creadora de derecho” (p.
174). Queda claro que el relato pretende escenicar la vuelta de una violencia
hacia aquellos que la han ejercido en primer lugar, para establecer un nuevo
orden contrahegemónico que pugnará por reemplazarlo. La revuelta en la
villa, el éxodo de eles cristianos hacia religiones subalternas o el cambio
de capa por parte de los policías —representantes de la violencia legítima
que el Estado se reserva para sí mismo— revelado en el clímax del relato son
ejemplos claros de esto.
Lo que no es tan fácil de dilucidar es si las manifestaciones de la crisis
ambiental en el cuerpo del monstruo responden al mismo retorno de una
violencia que, una vez puesta en circulación, no puede eliminarse. El nuevo
advenimiento del monstruo oculto bajo las aguas negras del Riachuelo no se
debe al accionar contaminante. Por el contrario, los desechos ahí arrojados
se deberían a un comportamiento razonable, parte de una sabiduría ya
olvidada. La equivalencia entre ambas cuestiones se quiebra en este punto y
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una expulsión gozaría de una justicación que la otra no tiene. El acierto de
Enríquez, sin embargo, recae en ese quiebre. Al desestimarse, hacia el nal,
la contaminación del Riachuelo como causa del retorno monstruoso, se da
rienda suelta a la hipótesis de que es la violencia ejercida de un grupo sobre
otro, de arriba hacia abajo, lo que crea a los monstruos que atentan contra
el mismo orden que la ejerció. Ya Esposito armó que la modernidad trae
consigo un cambio de paradigma, de la communitas —que permite la libre
circulación del munusen su doble aspecto de don y de veneno, de contacto y
de contagio” (Esposito, 2009, p. 73)— a la immunitas —que desactiva el munus
al construir connes protectores hacia el exterior y el interior— entendiendo
en ambos casos al munus como la manifestación de esa violencia originaria
signada por la sangre. Este nuevo paradigma, agrega, es autocontradictorio:
la violencia no desaparece, sino que “se incorpora en el mismo dispositivo
que debería abolirla” (Esposito, 2009, p. 74). En el establecimiento de límites
que forma parte de la violencia creadora de un nuevo orden, el excluido debe
gozar de ciertos derechos que lo mantengan como tal, al ser una razón de
ser de ese orden. Pero la violencia en sí no desaparece. Es un medio y, como
tal, puede ser instrumentalizada por distintos grupos para la persecución
de distintos nes. La violencia que motiva el accionar policial en el cuento
de Enríquez —cuya legitimidad brota del monopolio de uso de la violencia
legítima por parte del Estado— es justicada y devuelta hacia el mismo orden
que lo ejerce. El tratamiento del oprimido se dene, en los cuentos, por el rol
que esta violencia puede, o no, cumplir.
En su ya citada Crítica de la violencia, Benjamin se propone la tarea
de exponer la relación entre la tríada violencia, derecho y justicia. Para
delimitar el alcance del primer término en su injerencia en los otros, partirá
reconociendo su función instrumental: “la violencia solo puede ser buscada
en el reino de los medios y no en el de los nes” (Benjamin, 2010, p. 153).
La Crítica consiste en una búsqueda de criterios recíprocos independientes
para establecer qué medios son legítimos y qué nes son justos. Lo que se
reconoce aquí, casi como un supuesto dado, es que la violencia, en tanto
instrumento, será un poder que funda o conserva el derecho. Hannah Arendt,
en su texto Sobre la violencia (2006), recoge el guante arrojado por Benjamin.
Aquí también se aborda a la violencia en su dimensión instrumental, pero la
diferencia fundamental en la que reside el quid de su discusión es en la relación
entre el instrumento y el poder. Mientras que Benjamin daba por supuesto
al poder como derivado de la creación de un orden de derecho mediante el
uso de la violencia, Arendt considera a la violencia y al poder como nociones
irreductibles. La violencia necesita del poder para ser empleada con éxito. Es
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un medio y, como tal, precisa de un guía y una justicación hasta lograr el n
que persigue” (Arendt, 2006, p. 70). El poder, en cambio, es un n en mismo.
No necesita justicación, “necesita legitimidad” (p. 71). El texto de Benjamin
supone una subordinación de la violencia al derecho —que lo crea—, de donde
brotará el poder; Sobre la violencia marca la distancia entre ambos términos
al armar que de la violencia nunca podrá surgir el poder.
Ya nos hemos referido en reiteradas ocasiones a la pugna entre
distintos órdenes representada en “Bajo el agua negra. Un espacio marginal
caracterizado por el abandono del orden que lo fundó —“esta villa abandonada
por el Estado, y favorita de delincuentes que necesitaban esconderse
(Enríquez, 2016, p. 109)—, un espacio fuera del nomos, en línea con Esposito y,
posteriormente, con el advenimiento de esos monstruos incapaces de producir
un lenguaje coherente, fuera del logos, da a luz un nuevo ordenamiento que
arremete con violencia al original. Los cuestionamientos de Arendt resultan
provechosos para dilucidar esta cuestión: la violencia, nos repetimos, nunca
podrá engendrar poder. El poder depende de un número que lo sustente. La
violencia, ante la falta de números, puede multiplicar la potencia humana. La
falta de poder puede tentar, dice Arendt, a reemplazarlo por violencia. Pero
la violencia resulta, en todo caso, en impotencia. Peor aún, la violencia puede
destruir al propio poder que se supone debería engendrar. La solución que
plantea Enríquez resulta, entonces, un callejón sin salida. En sus relatos no
se dota de poder a los grupos subalternos. Por el contrario, el único consuelo
posible es la liberación de la violencia. No existe margen para la conciliación,
solo existe la violencia. Pero su ejercicio por parte del régimen subalterno,
en última instancia, culminaría con su desaparición. El nal de “Bajo el agua
negra” no sugiere, visto desde este lugar, el castigo del oprimido hacia el
opresor, sino solo su mutuo exterminio. Y esa resolución solo refuerza la
situación impotente de los expulsados hacia los márgenes, al quitarles del
todo la posibilidad de hacerse con el poder necesario para constituirse como
orden propio.
La situación en “El chico sucio” es un tanto diferente. Mientras que
el otro relato ofrece la aparente redirección de una violencia hacia el orden
opresivo (más allá de que esto culmine en la desaparición de ambos órdenes),
este parece devolver a la comunidad marginal de Constitución a un estadío
previo al domesticamiento del munus. Debemos recordar que Esposito aludía
a estas comunidades como espacios cuyos habitantes estaban indiferenciados
y cuya fundación se debe a un hecho de sangre dentro del seno familiar. El
asesinato del personaje homónimo al título del cuento por parte de su madre
constituye un hecho violento que no se dirige, como en “Bajo el agua negra,
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hacia el opresor. No se rige por una lógica vertical, de abajo hacia arriba, sino
horizontal, entre pares, miembros indistinguidos de la masa que conforman
las comunidades en su estado originario, previo a cualquier tipo de evolución.
El clímax del relato coincide con el segundo encuentro cara a cara de la
narradora con la madre licida, la gura monstruosa cuya descripción vuelve
a aludir a la pobreza y a la adicción que deja entrever desde su cuerpo —“el
físico típico de las adictas: las caderas siguen siendo estrechas como si se
resistieran a dejar lugar para el bebé, el cuerpo no produce grasa, los muslos
no se ensanchan” (Enríquez, 2016, p. 19)— hasta su aliento a “hambre, dulce
y podrido como una fruta al sol, mezclado con el olor médico de la droga y
esa peste a quemado; los adictos huelen a goma ardiente, a fábrica tóxica,
a agua contaminada, a muerte química” (Enríquez, 2016, p. 19). El grito que
conrma su crimen —“¡YO NO TENGO HIJOS!” (Enríquez, 2016, p. 20)—
termina por sellar el destino de esta comunidad arrojada a los márgenes que,
indiferenciada, según Esposito, está condenada a la autodestrucción.
Conclusión
Si bien el clímax de “Bajo el agua negra refuerza la impotencia de la
subalternidad para disputar el poder a su opresor, el simple hecho de
representar a los habitantes de la villa organizados y encolumnados tras una
misma causa signica el otorgamiento de una potencia ausente en “El chico
sucio. La redirección de la violencia hacia aquellos que la ejercen al menos
supone una unicación de los excluidos —y sus sistemas de creencias— en un
mismo orden. El lugar dado a la violencia en el otro relato sugiere una posición
aún más desfavorecida. Los hechos de sangre que ocupan el centro de la
narración en “El chico sucio” —el terrible asesinato de un niño que sacude al
barrio y el sacricio del chico sucio y su hermano por nacer en manos de su
madre— nos remontan a la idea de comunidad primitiva, indiferenciada, que
Esposito expone en su conferencia. Si las comunidades originarias —cuya
fundación ocurre a partir de un delito homicida signado por el nexo biológico
entre víctima y victimario— debieron demarcar límites hacia afuera y hacia
adentro para no desaparecer, esa comunidad ubicada en los márgenes de un
barrio que alguna vez fue insignia de un orden hegemónico está condenada a
la autodisolución. Los sistemas de creencias subalternos no llegan en ningún
momento a conuir en un mismo cauce, sino que, como Lala, cada habitante
guarda su propia devoción (sea algún culto afrobrasileño, el Gauchito Gil o San
La Muerte) que puede, o no, coincidir con la de otros. No hay organización en
los márgenes, sino pura indistinción, lo que permite el ujo de una violencia
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continua entre aquellos que lo habitan.
Un punto en común une la labor diversa de los autores abordados en
este texto: el estudio de la demarcación de límites que fundan y sustentan
un determinado orden. El estudio del monstruo como fenómeno cultural
permite visibilizar el entramado oculto bajo la supercie de una cultura
determinada, cuya posibilidad de existencia está subordinada a su facultad
de jar y mantener los márgenes que la separan de aquello que expulsa.
Esa delimitación es, siempre, una acción violenta. La instrumentación de la
violencia sustentada en un poder que busca conservarse produce siempre la
subyugación de otro orden y este enfrentamiento es lo que en los cuentos de
Enríquez se pone en escena. Pero es en esa articulación de un orden represor
y otro subalterno en vías de rebelión ante el que lo engendra violentamente
donde puede observarse la rearmación de los prejuicios de clase que los
cuentos buscan derrumbar. Durante la resolución de esta situación conictiva,
en la que los prejuicios que un sector social tiene sobre el otro se conrman,
la interpelación falla. Tanto en “Bajo el agua negra” como en “El chico sucio” el
monstruo parece construirse mediante el prisma a través del cual un estrato
social observa a otro. De acuerdo con Cohen, el monstruo dice algo de la
cultura que lo produce y es justamente aquí donde yace la falla de Enríquez:
los suyos no dicen nada sobre el orden que los engendra. Foucault arma
que la mera existencia del monstruo deja a la ley sin voz; los cuentos aquí
estudiados dejan sin voz al monstruo.
Referencias
Arendt, H. (2006). Sobre la violencia. (Trad. Guillermo Solana). Alianza Editorial.
Benjamin, W. (2010). Para una Crítica de la Violencia. (Trad. H.A. Murena) En
Ensayos escogidos. El Cuenco de Plata.
Cohen, J. (1996). La cultura del monstruo (siete tesis). En Monster Theory:
Reading Culture. (Trad. Ariel Gómez Ponce). University of Minnesota
Press.
Enríquez, M. (2016). “El chico sucio” y “Bajo el agua negra”. En Las cosas que
perdimos en el fuego. Anagrama. Versión digital disponible en: https: //
blogs.ubc.ca/virtualkoerners/files/2020/06/enriquez_las-cosas-
que-perdimos-book.pdf
Esposito, R. (2009). Comunidad y violencia. (Trad. Rocío Orsi Portalo). Minerva:
Revista del Círculo de Bellas Artes, (12), 72-76.
Foucault, M. (2007). "Clase del 22 de enero de 1975". En Los anormales. Fondo
de Cultura Económica.
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