La mirada microscópica de Mansilla en Una excursión a los
indios ranqueles
María José Ocroglich1
Estudiante de Letras,
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación,
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
mjocroglich@gmail.com
Recibido el 13 de agosto de 2024, aprobado el 24 de octubre de 2024
Resumen: en Una excursión a los indios ranqueles, Lucio V. Mansilla realiza
un acercamiento deliberado hacia la barbarie. A través del género epistolar
—que, paradójicamente, es publicado en La Tribuna—, el autor se permite
pausar en los detalles del viaje y en el rol de los sentidos en la escritura y la
construcción de la experiencia, que muchas veces aluden al tacto. En este
sentido, aparece una relación tensionada entre el asco y el deseo de asimilarse
con los ranqueles, a partir de la focalización en los efectos que producen
estas sensaciones y con la clara consciencia de que estas expresan a un otro.
Este trabajo analiza cómo, a través de la escritura minuciosa de los cuerpos,
Mansilla intenta controlar su imagen y su posición de cercanía o distancia del
mundo ranquel, respecto del cual denuncia un desconocimiento por parte de
sus contemporáneos.
Palabras clave: Lucio V. Mansilla, ranqueles, escritura, detalles, sentidos,
espacio, personajes.
The Microscopic Look of Mansilla in Una Excursión a los Indios Ranqueles
Abstract: In Una Excursión a los Indios Ranqueles, Lucio V. Mansilla deliberately
treads into barbarism. Through the epistolary genre –which, paradoxically, is
published in La Tribuna–, he allows himself to pause on his trip’s details and
particularly in the role of the senses in his writing and in the construction
of his experience, which often alludes to touch. In this regard, a tensioned
relationship between disgust and the desire to assimilate with the Ranquel
people appears by focusing on the effects produced by these sensations,
with the clear awareness that there is an other that these sensations express.
This work analyzes how, through the meticulous writing of the other bodies,
Mansilla tries to control his image and his position of proximity or distance
from the Ranquel world, using this as a method to denounce a lack of
knowledge from his contemporaries about the Ranquel people.
Keywords: Lucio V. Mansilla, the Ranquel, writing, details, senses, space,
characters.
1 Con aval del Dr. Sergio Pastormerlo, Universidad Nacional de La Plata, Argentina.
27
Preferiría no hacerlo
Nota al margen
Facultad de Filosofía y Humanidades
Universidad Nacional de Córdoba
Vol. II Nº 4 | julio-diciembre 2024
En marzo de 1870, Lucio V. Mansilla decidió realizar durante dieciocho días
un viaje de incursión hacia la tierra de los ranqueles, con la excusa de raticar
un tratado de paz aprobado por Sarmiento —presidente en el período 1868-
1874—, pero no por el Congreso; es decir, un tratado que aún no tenía validez.
Al regresar, Mansilla fue enjuiciado y destituido de su cargo, acusado por el
fusilamiento ilegítimo de un desertor del ejército. Mientras tanto, publicó
por entregas en La Tribuna cartas dirigidas a Santiago Arcos donde narraba
la expedición. Posteriormente, estas cartas fueron reunidas en forma de libro
bajo el nombre de Una excursión a los indios ranqueles. El título denota que
no va a tratarse de una expedición militar, sino que nos encontraremos con
un viajero dispuesto a descubrir, asombrarse e incluso sumergirse en las
costumbres que se le aparecen Tierra Adentro. Estas intenciones aparecen
desde la primera carta, cuando hace referencia al:
Deseo de ver con mis propios ojos ese mundo que llaman Tierra
Adentro, para estudiar sus usos y costumbres, sus necesidades, sus
ideas, su religión, su lengua, inspeccionar yo mismo el terreno por
donde alguna vez quizá tendrán que marchar las fuerzas que estén
bajo mis órdenes. (Mansilla, 1993, p. 32)
La decisión cobra mayor interés al tener en cuenta que se trata de
un momento en el que los relatos de viaje tematizaban el vértigo de los
avances modernizadores (como puede leerse, por ejemplo, con unos años
de diferencia, en el viaje a Estados Unidos de Sarmiento o en las crónicas de
José Martí). Un acercamiento deliberado hacia la barbarie se aleja de este
incipiente progreso simbolizado de manera muy clara con las ciudades, que
más adelante intentarán cortar los hilos que sujetaban con más o menos
fuerza un país donde la mezcla existía. En este sentido, es relevante la
elección del destinatario —Santiago Arcos, amigo de Mansilla, defensor de la
guerra ofensiva contra los indios—, a quien constantemente alude: “¿te ríes,
Santiago?” (Mansilla, 1993, p. 107) o “tendrás paciencia, hasta mañana, Santiago
amigo, y el paciente lector contigo” (Mansilla, 1993, p. 199). Con la excusa
del género epistolar (que da lugar a un articio de intimidad y de diálogo)
construye su discurso y, en simultáneo, su experiencia, con una mirada que
prioriza el detalle a partir de cómo se perciben los sentidos, principalmente
el tacto. Esto tiene consecuencias sobre el vínculo tensionado entre la
asimilación que Mansilla desea establecer con los ranqueles y el asco que
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algunas situaciones le generan, lo cual cobra especial importancia en tanto
la publicación en La Tribuna implica dirigirse a un otro y producir un efecto.
Las cartas, además de favorecer una escritura fragmentaria, permiten que se
establezca una complicidad con el lector:
El toldo de Mariano Rosas, como todos los toldos, tiene una enramada;
descansemos en ella hasta mañana, a n de no alterar el método que
me he propuesto seguir en este relato.
También conviene hacerlo así para que ni tú, Santiago amigo, ni el
lector se hastíen —que lo poco gusta y lo mucho cansa, aunque a este
respecto pueden dividirse las opiniones según sea el capítulo de que
se trate.
¿Quién se cansa de leer a Byron, a Goethe, a Juvenal, a Tácito?
Nadie.
¿Y a mí?
Cualquiera. (Mansilla, 1993, p. 242)
El relato está plagado de detalles que, si bien aparentemente son
secundarios, resultan fundamentales para su conguración. Como sostiene
Cristina Iglesia, el ritmo de la escritura va a ser el marchado:
Detener el relato porque ya se ha hecho de noche o porque el
narrador está empapado por la lluvia; incorporar historias de gauchos
perseguidos, de cautivas y cautivos o refugiados políticos en los toldos;
sostener el suspenso de una entrega con la promesa de la jornada
siguiente: así debe marchar el relato para que el lector no lo abandone
y llegue con renovado interés hasta el nal. (Iglesia, 1999, p. 557)
Esto es claro cuando nos damos cuenta de que la llegada a Leubucó
demora seis días, mientras que en la lectura tenemos que esperar veintitrés
cartas. Las historias breves, las descripciones minuciosas del paisaje, de la
vida ranquel y de la experiencia corporal de Mansilla ocupan un espacio
muy grande y se igualan en importancia a los momentos de la acción. Estos
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detalles son el entramado del texto y dan cuenta de una manera particular de
escribir, que otorga a los fragmentos el tiempo necesario para que destaquen
y se conviertan en objetos de interés para los lectores. Si bien Viñas sostiene
que esta profusión de detalles tiene como consecuencia la anexión de la voz
del indio y que “lo central es eliminado y reemplazado ... en benecio de un
protagonismo anecdótico” (Viñas, 1982, p. 151), es posible sostener que, en
realidad, lo que se está representando es una relación tensionada y compleja
con Tierra Adentro, desde el punto de vista de un sujeto ajeno (aunque no
completamente) a ese universo.
En este marco, podemos preguntarnos cómo Mansilla construye su
propia imagen en el texto, problema que introduce él mismo en la primera
carta: “ese mozo, ¿quién es?” (Mansilla, 1993, p. 33). El ánimo de escapar de
los encasillamientos puede observarse en el diálogo breve que mantiene
con un negro músico, con quien se encuentra tantas veces que parece estar
persiguiéndolo para atormentarlo: “—¿Usted es sobrino de Rosas? —Sí.
—¿Federal? —No. —¿Salvaje? —No. —¿Y entonces, qué es? —¡Qué te importa!”
(Mansilla, 1993, p. 322). Sin embargo, a pesar de estos movimientos, el texto
da algunas pautas para esbozar algunos rasgos. Algo que salta a la luz muy
rápido es que se trata de un cosmopolita excéntrico, para quien es tan
interesante Europa como Tierra Adentro —dos lugares donde se muestra
cómodo y despierto, con curiosidad— y que privilegia en el discurso un tipo
de conocimiento empírico: “sí, el mundo no se aprende en los libros … Yo he
aprendido más de mi tierra yendo a los indios ranqueles, que en diez años
de despestañarme” (Mansilla, 1993, p. 282). Esta declaración contrasta con la
constante inserción de citas eruditas. Simari postula que en esas oscilaciones
hay una búsqueda de doble legitimidad y diferenciación: por un lado, de sus
contemporáneos letrados, militares y políticos; por otro, de los otros que lo
rodean (Simari, 2021). Si la sabiduría que da la experiencia le permite abrirse
paso en la cultura ranquel, la lectura lo resguarda de que la barbarie lo absorba
(Simari, 2021). Este juego da cuenta de la complejidad del personaje, que
quiere adaptarse pero sin abandonarse a mismo; que se acerca lo suciente
como para poder decir que conoce, entiende e incluso participó en los ritos
ranqueles, pero nunca tanto como para quedarse atrapado. Mansilla parece
disfrutar de esta puesta en escena y es en la constatación de su presencia, en
los verbos en primera persona, donde la obra construye su verosímil.
Fontana señala que, en el relato, importa menos quién es Mansilla que
lo que hizo él, lo que hizo su cuerpo (Fontana, 2015). Podemos notar que la
mirada de Mansilla no es contemplativa, sino que implica una cercanía en la
que se deja afectar —en algunos momentos con ganas y en otros obligado—
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por Tierra Adentro. Según Alan Pauls, “asistimos primero a una intrusión, al
nacimiento de un interés equívoco, a la vez condescendiente e intrigado, y
después, poco a poco, a una fascinación singular” (Pauls, 2018, p. 36). Es una
mirada que busca cambiar de perspectiva (de manera literal, en el episodio
en el que se da vuelta para ver entre sus piernas). También es una mirada
que se enfoca en los detalles más nos, al punto de desrealizar los cuerpos
y convertirlos en un espectáculo casi caricaturesco (Fontana, 2015). Por
ejemplo, en la descripción del negro del acordeón:
El negro, que conocía su posición, hizo algunas piruetas y danzó.
Parecía un sátiro. Tenía la mota parada como cuernos, los ojos saltados
y enrojecidos por el alcohol, unas narices anchas y chatas llenas de
excrecencias, unos labios gordos y rosados como salchichas crudas.
(Mansilla, 1993, p. 329)
En ese hacer del cuerpo, Mansilla quiere, oportunamente, “mimetizarse
con los bárbaros” (Iglesia, 1999, p. 546), algo que adopta su máxima expresión
en Leubucó, durante el yapaí, donde se emborracha, se toca, se golpea y
se grita con los ranqueles: “yo me dejaba manosear y besar, acariciar de la
forma en que querían, empujaba hasta darlo en tierra al que se sobrepasaba
demasiado, y como el vino iba haciendo su efecto, estaba dispuesto a todo
(Mansilla, 1993, p. 249). Hay una impostura: se exhibe, actúa para ser visto y
presta atención a cómo es percibido, raticándose (Schvartzman, 2013); no
es una transformación, pero no pocas veces Mansilla disfruta dejándose caer
en estos escenarios, como si por un rato jugara a dejar de ser el hombre
civilizado. Sin embargo, también tiene un n práctico: tocarse es importante
entre los indios y él necesita ser bien recibido. Entonces, se acomoda al ritual.
El saludo con Mariano Rosas es un buen ejemplo en el que Mansilla hace un
eco de cada acción, aparentemente sin dudar, bajo la máxima de Alcibíades:
a donde fueres, haz lo que vieres” (Mansilla, 1993, p. 238).
Mariano Rosas me alargó la mano derecha, se la estreché.
Me la sacudió con fuerza, se la sacudí.
Me abrazó cruzándome los brazos por el hombro izquierdo, lo
abracé.
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Me abrazó cruzándome los brazos por el hombro derecho, lo abracé.
Me cargó y me suspendió vigorosamente, dando un grito estentóreo;
lo cargué y lo suspendí, dando un grito igual. (Mansilla, 1993, p. 236)
También esto se ve en la práctica de loncotear, que consiste en que
dos personas se agarren de los pelos y tiren para atrás, a ver quién resiste
más al tironeo. Durante la orgía en las tolderías de Mariano Rosas, este quiere
loncotear con Mansilla, que se deende como puede. Es un momento confuso
en el que el narrador experimenta los intentos del cacique por acercarse a
toda costa, algo que teme culmine en un ataque:
Le busqué el puñal, lo hallé, lo empuñé vigorosamente para que no
pudiese hacer uso de él, y así permanecimos un rato, él pugnando por
sacarme campo afuera, yo luchando por no retirarme de la enramada.
Nos separábamos, nos volvíamos a abrazar. Tornábamos separarnos
y en cada atropellada que me hacía metíame las manos por la cara.
(Mansilla, 1993, p. 317)
Como puede verse, estos acercamientos no son siempre agradables. Al
comienzo del viaje, Mansilla se encuentra con Linconao, hermano del cacique
Ramón, enviado como prueba de que este último deseaba relacionarse en
términos de amistad. Linconao y varios de los que lo acompañan están
gravemente enfermos de viruela. Fontana (2015) señala el carácter teatral de la
escena, donde claramente podemos diferenciar un público: “sus compañeros
permanecían a la distancia, en un grupo, sin ser osados a acercarse a los
virulentos y mucho menos a tocarles” (Mansilla, 1993, p. 42), una reacción
lógica ya que Mansilla explica que entre los indios muy pocos se salvan de la
enfermedad. El protagonista indica:
Acerquéme primero a Linconao y después a los otros enfermos; habléles
a todos animándolos, llamé algunos de sus compañeros para que me
ayudaran a subirlo al carro; pero ninguno de ellos obedeció, y tuve que
hacerlo yo mismo con el soldado que lo tiraba. (Mansilla, 1993, p. 42)
La manera en que narra la situación recorta al protagonista del resto:
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en este unipersonal ... hay un cuerpo que se adelanta y toca” (Fontana, 2015,
p. 20) de una manera espectacular, que recuerda a Jesús tocando y curando
a los enfermos. Este cambio es visible en la reacción de los indios: “quedaron
profundamente impresionados; se hicieron leguas alabando mi audacia
y llamáronme su padre” (Mansilla, 1993, p. 42). En palabras de Mansilla,
constituye un triunfo de la civilización sobre la barbarie.
Más allá de la impresión de los de afuera, la mirada y, consecuentemente,
la escritura pasan de lo panorámico al detalle, al tacto desagradable. Para
analizar estos momentos, Fontana toma el concepto de “mirada háptica” de
Deleuze, originalmente usado para referirse a la pintura. La función háptica
del ojo permite a éste “proceder como el tacto” (Deleuze, 2005, p. 123).
Según Fontana, “uno de los modos de dar testimonio del haber estado ahí
... se funda en esta mirada recíproca muy cercana” (Fontana, 2015, p. 23). Es
una posibilidad de la mirada, distinta de la óptica, que en esta escena de la
Excursión aparece para representar el asco. El contacto con la piel granulenta
le produce al narrador el efecto de una lima envenenada y, cuando lo alza
hasta la carretilla (Mansilla se ocupa de enfatizar que fue alzado por él
mismo), el cuerpo del otro roza su cara: “coneso que al tocarle sentía un
estremecimiento semejante al que conmueve la frágil y cobarde naturaleza
cuando acometemos un peligro cualquiera” (Mansilla, 1993, p. 42). Es una
síntesis asquerosa de lo que veremos más adelante. Según Fontana, “estaría
consumando literalmente —estaría encarnando— lo que el tratado con los
ranqueles pretende realizar guradamente: el acercamiento entre los indios
y el gobierno nacional (al que Mansilla representa, o pretende representar)”
(Fontana, 2015, p. 20).
Otro momento en el que el tacto es protagonista sucede una noche en
las tolderías. Inicia de este modo: “una cosa blanda, húmeda y tibia pasaba
sobre mi cara” (Mansilla, 1993, p. 456). Sería interesante marcar que así
concluye la carta cuarenta y ocho, por lo que los lectores contemporáneos
tuvieron que esperar a la próxima entrega para resolver el suspenso. En la
carta siguiente, Mansilla abre los ojos pero no puede ver nada:
Me apretaban fuertemente, quitándome la respiración; una sustancia
glutinosa, fétida, corría como copioso sudor por mi cara; una mole
me oprimía el pecho, palpitaba y confundía sus latidos con los míos;
otro peso gravitaba sobre mi vientre, y algo, como brazos, aleteaba.
(Mansilla, 1993, p. 457)
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La descripción es casi monstruosa y transmite al lector el ansia de huir
y una sensación de impotencia: “oía como un gruñido y sentía como si diese
vuelta por encima de mi estirada humanidad, un inmenso palote de amasar.
No podía sacar los brazos de abajo de las cobijas, porque las sujetaban de
ambos lados” (Mansilla, 1993, p. 457). Más adelante, nos enteramos junto con
Mansilla de que no se trata de un monstruo o un animal, sino que es un indio
borracho. En La política cultural de las emociones (2015), Sara Ahmed analiza
cómo funciona la repugnancia vinculada a lo pegajoso y ensaya la conclusión
de que “la pegajosidad se vuelve repugnante solo cuando la supercie de la piel
está en juego, de modo que lo pegajoso amenaza con quedársenos pegado
(Ahmed, 2015, p. 144), porque quedarse pegada a algo pegajoso signica
volverse pegajosa también” (Ahmed, 2015, p. 147). De esta manera, designar a
un objeto como asqueroso respondería a la construcción de límites con él y
reconrmaría la necesidad de establecerlos.
Podría ser interesante pensar en las diferencias que hay entre el
episodio de Linconao —recordemos, hermano de un cacique con el que
Mansilla necesita mantener un buen lazo— y el del indio borracho. Al narrador
parece afectarle mucho más el sentimiento del cuerpo baboso encima de él
que tocar la piel del virulento. En sus palabras:
Tanteando con cierto inexplicable temor, a la manera que entre las
sombras de la noche penetramos en un cuarto cuyos muebles no
sabemos en qué disposición están colocados, toqué una cosa como la
cara de un hombre de barba fuerte, que se ha afeitado hace tres días.
Me hizo el efecto de una vejiga de piel de lija. (Mansilla, 1993, p. 457)
Hay una necesidad de marcar de manera minuciosa lo profundamente
desagradable que le pareció la situación:
Toqué una cosa como la crin de un animal. Luego, tanteando con las
dos manos a la vez, hallé otra cosa redonda, que no me quedó la menor
duda era una cabeza humana. Un líquido aguardentoso, cayendo sobre
mi cara como el último chorro de una pipa al salir por ancho bitoque,
me ahogó. (Mansilla, 1993, p. 458)
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Para el lector es innegable que se trata de un momento asqueroso,
pero podríamos preguntarnos cuáles son los efectos de esa designación, es
decir, qué está haciendo Mansilla al trasponer a la escritura la angustia que
le produce la situación, acompañada de todas esas sensaciones del cuerpo.
Según Ahmed, nombrar algo como repugnante es un acto performativo
que crea una distancia del sujeto con el objeto: “el acto de habla se dirige
siempre a otros, cuya coparticipación como testigos de la cosa repugnante
es necesaria para que el afecto tenga un efecto” (Ahmed, 2015, p. 151). En
consecuencia, “el sujeto le pide a otros que repitan la condenación implícita
en el acto de habla mismo” (Ahmed, 2015, p. 151). A su vez, “la repugnancia hace
algo: mediante ella, los cuerpos ‘retroceden’ ante su proximidad” (Ahmed,
2015, p. 135). Esto último es relevante en la comparación de ambos episodios:
Mansilla no parece tener ningún problema con mostrarse en público como
alguien que se adelanta y toca a los enfermos, a un enfermo importante
para sus relaciones políticas, pero no puede evitar retroceder ante el indio
borracho. Si bien esto último ocurre en la privacidad, el suceso es escrito y
publicado en un periódico, lo que lo convierte también en una intervención
pública; algo que es importante resaltar si tenemos en cuenta que “la
ofensividad (y con ella la repugnancia) no es una cualidad inherente al objeto,
sino que se le atribuye a los objetos, en parte, durante la respuesta afectiva
de sentirnos repugnadas” (Ahmed, 2015, p. 137). El cuerpo está tan cerca que
el narrador lo reconoce como cosa (Fontana, 2015). Esa relación de asco y
cercanía muestra a un Mansilla en tensión constante: quiere asimilarse y caer
bien, pero necesita diferenciarse de los ranqueles. Pareciera que aquello que
se mantenía en el plano de la exterioridad, del Otro, insistiera en procesarse
en el interior del propio sujeto (Schvartzman, 2013).
La manera en que Mansilla se mueve en el universo ranquel nos lleva a
preguntarnos qué conjunto forma junto con los elementos de la civilización.
En el texto se ve un momento de convivencia posible, distinta a la que terminó
triunfando en el país. Mansilla discute con sus pares y declara que vino a
colmar el vacío del desconocimiento de la tierra: “¿no habríamos avanzado
más estudiando con otro criterio los problemas de nuestra organización
e inspirándonos en las necesidades reales de la tierra?” (Mansilla, 1993, p.
272). Según Stern, “Mansilla encara su relato como una estrategia que,
reivindicando sus virtudes, su saber y su desinterés, justique y legitime
la legalidad de su reclamo” (Stern, 1985, p. 122), es decir, la defensa de una
asimilación pacíca, de una manera que “redunde, además, en benecio de la
recticación de su imagen pública, de la recuperación de un lugar (su lugar)
del que, acreedor por méritos y linaje, se lo ha desposeído” (Stern, 1985, p.
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122). No olvidemos que Mansilla era sobrino de Rosas y que trabajó durante
la campaña presidencial de Sarmiento, por lo que esperaba una recompensa
que nunca llegó. Pero, también, Stern sostiene que en el choque cultural
Mansilla experimenta la imposibilidad de una mezcla y representa su doble
pertenencia como presencia simultánea en dos espacios: “si los dos espacios
no pueden acercarse, entonces se expandirá el yo en la proporción necesaria
para abarcarlos o, al menos, para lograr también en este caso funcionar como
un ámbito de convergencia” (Stern, 1985, p. 129).
Cristina Iglesia sostiene que, si bien Mansilla discute con Sarmiento,
no invierte la polaridad civilización/barbarie: “muestra que, aún en el
momento de la escritura de Facundo, la escisión absoluta entre los dos polos
era invericable en los hechos. La dicotomía solo podía sustentarse en una
cción sobre el otro(Iglesia, 2003, p. 64). Para ejemplicar esto tenemos
la historia de Miguelito, que ocupa cuatro cartas; a partir de ella, Mansilla
escribe una reexión acerca de los elementos de la tierra de nuestro país,
que producen:
Un tipo generoso, que nuestros políticos han perseguido y
estigmatizado, que nuestros bardos no han tenido el valor de cantar,
sino para hacer su caricatura.
La monomanía de la imitación quiere despojarnos de todo: de
nuestra sonomía nacional, de nuestras costumbres, de nuestra
tradición. (Mansilla, 1993, p. 271)
Hay un reconocimiento y una necesidad de dejarlo sentado en unas
cartas que escribe para ser publicadas en un periódico; es decir, dirigidas a
Santiago Arcos y a todo aquel que tenga acceso a la lectura de la publicación.
Esto se da en un momento del país en el que los límites entre la barbarie y la
civilización, entre indios, gauchos y blancos (Mansilla diría: “cristianos”), no
son tan fáciles de distinguir: “hacia los setenta la frontera ha incorporado y
permitido el cruce o pasaje, según los casos, de indios y blancos, unitarios
y federales, extranjeros y gauchos. Este espacio de mezcla es desde donde
parte Mansilla” (Iglesia, 2003, p. 65). Al concluir la historia de Miguelito,
también dice: “que mutatis mutandis, es la de muchos cristianos que han ido
a buscar un asilo entre los indios. Ese es nuestro país. Como todo pueblo que
se organiza, él presenta los cuadros más opuestos” (Mansilla, 1993, p. 287). El
autor da cuenta, también, de que es un personaje que está dejando de existir.
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A partir de Camilo Arias, un paisano gaucho, hace una comparación entre
estos y los gauchos netos, para nalizar con un diagnóstico de su presente:
La libertad, el progreso, la inmigración, la larga y lenta palingenesia que
venimos atravesando hace diez y ocho años lo va haciendo desaparecer.
El día que haya desaparecido del todo será probablemente aquél en
que se comprenda que tenemos una masa de pueblo sin alma, que en
nada, ni en nadie cree. (Mansilla, 1993, p. 487)
Pero además, el espacio de la pampa y las noches a la intemperie
aparecen como el lugar del deseo. Una de las primeras noches lo llevan a
escribir:
Lo coneso, en nombre de las cosas más santas. Yo no he dormido
jamás mejor ni más tranquilamente que en las arenas de la Pampa,
sobre mi recado.
Mi lecho, el lecho blando y mullido del hombre civilizado, me parece
ahora, comparado con aquél, un lecho de Procusto.
Viviendo entre salvajes he comprendido por qué ha sido siempre
más fácil pasar de la civilización a la barbarie que de la barbarie a la
civilización [énfasis agregado]. (Mansilla, 1993, p. 141)
De esta manera, provoca el deseo del lector quien, como señala Iglesia,
siente que en el desierto no hay peligro (Iglesia, 2003, p. 63). En esto también
se diferencia de Sarmiento que concibe a la naturaleza como una amenaza, un
espacio en el que no podemos relajarnos en tanto siempre estamos expuestos
al peligro. En cambio, Mansilla “encuentra una manera no doctrinaria, no
explicativa sino fuertemente estetizada, de producir el deseo de lo que está
del otro lado de la civilización” (Iglesia, 2003, p. 63).
Esa mirada que insiste en cambiar de perspectiva, que toca lo que
ve, produce imágenes plásticas, casi hipnóticas, con los elementos más
insignicantes para el desarrollo de la acción. Antes de relatar el episodio
del indio borracho, Mansilla usa como introducción a la carta cuarenta y
nueve una descripción de la noche: “la luna había terminado su evolución,
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las estrellas brillaban apenas al través de cenicientos nubarrones, reinaba
una oscuridad caótica” (Mansilla, 1993, p. 457). Unas cartas atrás, dedica unos
párrafos a la mañana posterior a una helada:
El campo presentaba el aspecto brillante de una supercie plateada;
había helado mucho, la escarcha tenía, en los lugares donde la tierra
estaba más húmeda, cuatro líneas de espesor.
Junto con el sol sopló el cierzo pampeano y comenzó a levantarse
niebla en todas direcciones.
La helada iba desapareciendo gradualmente, y los rayos solares,
abriéndose paso a través del velo acuoso que pretendía interceptarlos.
(Mansilla, 1993, p. 399)
Es una imagen de una mañana que, bajo el resguardo de una casa, sería
imposible de presenciar. Como sostiene Iglesia,
El escándalo de la escritura de Mansilla, al construir el despojamiento
del desierto como el lugar idealizado del deseo, no consiste en invertir
la dicotomía civilización/barbarie, sino en proponer como héroe un
sujeto civilizado que elige narrar la felicidad del estado de naturaleza,
que elige la inestabilidad de la barbarie como sustento de su escritura.
(Iglesia, 1999, p. 557)
Y parece no ser algo que se circunscribe a su propia experiencia. A la
manera de una aventura, en la carta treinta y siete, en un fogón al amanecer,
Mansilla y los otros soldados se juntan a matear y compartir sus anécdotas
con los indios. A todos les había pasado algo.
De esta manera, es posible concluir con que, en la Excursión, el desierto
de Tierra Adentro es un espacio lleno de complejidad, que ya no está vacío
de sentido, sino que con el pasar de cada carta adquiere uno nuevo. Para
lograr este resultado, son fundamentales los detalles que Mansilla decide
incorporar: todos aportan a la composición de un ambiente rico y diverso
y surgen desde una mirada inquieta que se pregunta y se acerca para saber
más. Las imágenes y las experiencias parecen impactar al autor de tal manera
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que, en la escritura, obtenemos personajes con historias que merecen una
extensión desproporcionada al tiempo de la acción, reexiones que acercan
a los ranqueles a Europa (por ejemplo, con el término “cancanear”, p. 336),
paisajes particulares de la vida en la naturaleza y momentos de confusión
en los que Mansilla quiere mostrarse con seguridad pero, como los lectores
sabemos, aquea. La forma en la que se posiciona respecto de los otros, la
perspectiva mutante y el acercamiento a un plano detalle para construir
de una manera rigurosa y estetizada cada experiencia, sin jerarquizarlas,
funcionan como el entretejido del relato de un viajero que, en denitiva, a la
intemperie no solo duerme, sino que sueña.
Referencias
Ahmed, S. (2015). La performatividad de la repugnancia. En La política cultural
de las emociones (pp. 133-159). Programa Universitario de Estudios de
Género, Universidad Nacional Autónoma de México.
Deleuze, G. (2005). Francis Bacon: Lógica de la sensación. Arena libros.
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María José Ocroglich 39