y nunca una pareja bailó descalza en la alfombra beige. De alguna forma, el
cuarto no resultaba cómodo para esas tareas.
Lo segundo fueron los muebles. Las estanterías se colocan al alcance
de la mano, las macetas en lugares donde llega el sol y los relojes se ubican
encima de las puertas. Pero estas reglas no se aplicaban al cuarto de la esquina.
Todas las mesas, las de día y las de noche. Todos los electrodomésticos, los
nuevos silenciosos y los viejos murmurantes. Instrumentos musicales varios
u elementos deportivos. Nada parecía encajar en él.
Como si fuera el síntoma de una enfermedad, las cosas siempre
parecían fuera de lugar. Era algo que iba más allá de la forma en que se lo
ordenara. Los muebles eran muy pequeños o muy grandes. El color de esa
pintura no combinaba o la luz que entraba por las ventanas era insuciente
para esas fotos. Incluso se descartó la posibilidad de usarlo como depósito,
pues, incluso el desorden se veía extraño.
Por esto el cuarto captó mi atención. Los muebles cambiaban con
las estaciones. Siempre aparecía alguien que sostenía haber encontrado la
solución al enigma, pero estas solo desembocaban en nuevas frustraciones.
De esta manera, durante años el cuarto se vio sujeto a modicaciones que
intentaban convertirlo en algo que no podría ser.
Eventualmente fue vaciado. Se habían agotado las ideas. Se había
consultado a expertos y a inexpertos. A jóvenes y adultos. El cuarto no tenía
caso y lo mejor que se podía hacer era dejar las paredes desnudas e ignorar
el problema.
Fue en ese momento que noté que el cuarto se hacía más pequeño.
Al principio, como era de esperar, nadie se percató. Pero yo estaba
embelesado con él y fui el primero en notarlo. Ocurría siempre luego de una
noche particularmente silenciosa. Centímetros. Nunca de forma abrupta.
Pero pasó el tiempo y los centímetros se hicieron metros. El techo pasó de
elevarse por encima de mi cabeza a estar al alcance de mi mano estirada.
Luego tuve que agacharme para poder permanecer en él. Posteriormente,
tuve que pasar a rastras por la puerta. Finalmente, solo podía ver a través de
ella y no pude ingresar más a la habitación.
Decidí que lo mejor que podía hacer era acompañarlo en ese proceso.
Comencé a viajar mucho más seguido a la casa y busqué excusas para
quedarme a dormir. Habitaciones sobraban. Pasaba mis días leyendo en una
silla y notaba como el cuarto me lo agradecía. Sentía que de verdad había algo
especial en sus blancas paredes y en la forma en la que la luz se arrojaba en
la alfombra.
Las tardes de lluvia pude ver como lloraban las ventanas.
Galo Ingignoli
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