El cuarto
Esa casa siempre tuvo algo que me fascinó. Cuando era un niño que apenas
tenía la altura para alcanzar los picaportes, me pasaba horas recorriendo las
habitaciones. Corría a una y esta era tan distinta a la anterior que me sentía un
viajero entre dimensiones. Un cuarto podía estar colmado de cuadros y el de
al lado, lleno de artículos de jardinería. Una habitación de amplios ventanales
y piso de madera, junto a una cuyas paredes eran negras y tenebrosas. Los
baños podían estar cubiertos de azulejos rojos, verdes o incluso dorados. La
cocina estaba provista de estanterías llenas de vajilla oriental y frascos de
especias. Sillones de las más diversas formas y colores ocupaban su lugar
junto a lámparas que esperaban su turno para ahuyentar la oscuridad. Las
galerías y los balcones con baldosas de mármol junto a los hipnóticos motivos
en las alfombras de los dormitorios.
Pero la casa también tenía ese cuarto en la esquina. En el piso de
arriba, en lo que sería uno de los extremos del edicio, se encontraba una
de las tantas habitaciones. Su estructura era bastante simple. Dos puertas,
dos ventanas, alfombrado de color beige y unas paredes de color blanco
hueso eran sus aspectos estables. Pero lo que distinguía a este de los demás
cuartos no eran sus aspectos estables. A medida que crecí y visité la casa,
tomé conciencia de una silenciosa mutabilidad. En mi carrera y afán por verlo
todo, solía pasarlo por alto, pero eso cambió a medida que pasaron los años
y se diluyó la fascinación por los azulejos, la vajilla oriental o las hipnóticas
alfombras.
Lo primero que noté fue que nadie usaba ese cuarto. La casa tenía
muchos. Tal vez incluso demasiados. Pero de alguna forma, y sin importar
lo cómodas que fueran las camas o la forma de sus roperos, siempre había
alguien dentro de ellos. Siempre había cosas por limpiar, libros para leer y
sillones para descansar. Siempre había un cuarto preparado para esas nobles
tareas. Un lugar donde dormir o un lugar donde estar despierto. Un lugar
donde esconderse o donde correr con los ojos cerrados. Pero esto no sucedía
en el cuarto de la esquina.
No es que el cuarto pasase desapercibido. Las personas se detenían
a mirar por las ventanas o hacer algún comentario sobre el color de las
paredes. Lo que sucedía es que no parecía tener ninguna función aparente.
Nadie pasaba mucho tiempo en él. Nadie nunca se sentaba a comer o pensar
Nota al margen
Facultad de Filosofía y Humanidades
Universidad Nacional de Córdoba
Vol. I Nº 2 | julio-diciembre 2023
Variatinta
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y nunca una pareja bailó descalza en la alfombra beige. De alguna forma, el
cuarto no resultaba cómodo para esas tareas.
Lo segundo fueron los muebles. Las estanterías se colocan al alcance
de la mano, las macetas en lugares donde llega el sol y los relojes se ubican
encima de las puertas. Pero estas reglas no se aplicaban al cuarto de la esquina.
Todas las mesas, las de día y las de noche. Todos los electrodomésticos, los
nuevos silenciosos y los viejos murmurantes. Instrumentos musicales varios
u elementos deportivos. Nada parecía encajar en él.
Como si fuera el síntoma de una enfermedad, las cosas siempre
parecían fuera de lugar. Era algo que iba más allá de la forma en que se lo
ordenara. Los muebles eran muy pequeños o muy grandes. El color de esa
pintura no combinaba o la luz que entraba por las ventanas era insuciente
para esas fotos. Incluso se descartó la posibilidad de usarlo como depósito,
pues, incluso el desorden se veía extraño.
Por esto el cuarto captó mi atención. Los muebles cambiaban con
las estaciones. Siempre aparecía alguien que sostenía haber encontrado la
solución al enigma, pero estas solo desembocaban en nuevas frustraciones.
De esta manera, durante años el cuarto se vio sujeto a modicaciones que
intentaban convertirlo en algo que no podría ser.
Eventualmente fue vaciado. Se habían agotado las ideas. Se había
consultado a expertos y a inexpertos. A jóvenes y adultos. El cuarto no tenía
caso y lo mejor que se podía hacer era dejar las paredes desnudas e ignorar
el problema.
Fue en ese momento que noté que el cuarto se hacía más pequeño.
Al principio, como era de esperar, nadie se percató. Pero yo estaba
embelesado con él y fui el primero en notarlo. Ocurría siempre luego de una
noche particularmente silenciosa. Centímetros. Nunca de forma abrupta.
Pero pasó el tiempo y los centímetros se hicieron metros. El techo pasó de
elevarse por encima de mi cabeza a estar al alcance de mi mano estirada.
Luego tuve que agacharme para poder permanecer en él. Posteriormente,
tuve que pasar a rastras por la puerta. Finalmente, solo podía ver a través de
ella y no pude ingresar más a la habitación.
Decidí que lo mejor que podía hacer era acompañarlo en ese proceso.
Comencé a viajar mucho más seguido a la casa y busqué excusas para
quedarme a dormir. Habitaciones sobraban. Pasaba mis días leyendo en una
silla y notaba como el cuarto me lo agradecía. Sentía que de verdad había algo
especial en sus blancas paredes y en la forma en la que la luz se arrojaba en
la alfombra.
Las tardes de lluvia pude ver como lloraban las ventanas.
Galo Ingignoli
El Cuarto
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Cuando ya no pude entrar, me senté en la habitación de al lado. Hablaba
en voz alta de las cosas que iba a hacer luego o de las cosas que ya había
hecho ese día. Le conté cosas graciosas y otras no tanto. Había momentos en
los que incluso sentía que yo me hacía más pequeño.
Un día miré por última vez a través de la puerta. Ahí estaban las ventanas
y ahí estaba la alfombra beige. Las voces y las huellas de todos los que habían
cruzado por él.
Galo Ingignoli
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