La calle de don Nicasio
Sonó el timbre y don Nicasio se demoró un buen rato porque se estaba
vistiendo. Había salido a la calle hacía poco y ahora quería cambiarse de ropa
para recibir a su hija. Cuando contestó el citófono, el conserje le anunció que
ella iba subiendo.
El viejo carraspeó y abrió la puerta para recibirla. Del ascensor salió
una mujer cargando varias bolsas de supermercados, además de su cartera
al hombro y una carpeta bajo un brazo. Se veía muy cansada, pero aún así
levantó todo de un viaje y se acercó caminando con rapidez y decisión:
—¡Hola, papá!
—Hola, mija.
Vengo apurada, tengo que volver a la ocina a las tres.
—Pase, mija, adelante.
—¿Cómo está?
—Acá estamos, vivos todavía. Peleándola, usted sabe.
Ella fue a la cocina y dejó las bolsas en el suelo, quejándose del peso y del
tráco. Empezó a guardar la mercadería, mientras don Nicasio le preguntaba
sobre su trabajo.
Todo bien, papá. ¿Cómo se ha sentido? ¿Se está tomando los remedios?
—Sí, mija, todos.
—¿Seguro? ¿Y ha estado descansando? Miró a su padre de arriba
abajo: tenía las canas despeinadas, por lo que asumió que había estado en
casa todo el día. Calzaba pantuas y un pijama decente, por lo que se veía
bien, es decir, activo, consciente y preocupado de su aspecto—. Recuerde
que el doctor dijo que tenía que descansar y no exponerse al frío... ¡Ah! Eso
me recuerda... mire lo que le traje. —De una de las bolsas sacó una bata larga
y peluda, azul marino con un bordado en el pecho.
Don Nicasio la miró con sospecha:
—¿Y eso?
—Una bata, po. Para que se abrigue altiro cuando salga de la ducha, y
para que no le frío y ande más cómodo aquí en la casa. ¡Es bonita! ¡Elegante!
Él miró el atuendo, que le parecía algo de otro planeta. Levantó las
cejas y, suspirando, tomó la prenda y la llevó a su dormitorio. Se la puso, se
miró al espejo. Meneó la cabeza y se la sacó. La dejó sobre la cama y volvió
a la cocina, donde su hija terminaba de guardar algunos comestibles en el
Nota al margen
Facultad de Filosofía y Humanidades
Universidad Nacional de Córdoba
Vol. I Nº 2 | julio-diciembre 2023
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refrigerador.
—No le gustó —dijo ella.
—Sí me gustó, mija, gracias. —Se acercó a ella y le besó una mejilla.
Su hija hizo como que lo abrazaba y aprovechó de olerlo.
—Ay, papi, me da mucho gusto verlo bien. ¿Me ha echado de menos?
Por n pude hacerme un tiempito, estas semanas han sido... ¿No ha estado
saliendo, papá, verdad?
—No, mija. ¿A dónde voy a ir?
—No se me haga el leso. Usted sabe que lo vieron el mes pasado en la
esquina.
—¡Bah!
—¿No se acuerda que peleamos y usted me dijo esas cosas feas?
Don Nicasio alzó los brazos y fue al living a mirar por la ventana. Estaban
en un piso veinte.
Cuando su hija terminó de ordenar la cocina, se acercó a su padre,
pero no sabía qué decirle para que no hubiese discusión. Se paró a su lado y
miró hacia afuera a través del gran cristal que aislaba los sonidos de la calle.
—Este barrio es bonito, papá. Es tranquilo. Usted tiene todo lo que
necesita, ya se lo dije: este es su departamento. Suyo. No tiene nada que... —
Inspiró, con los ojos cerrados, para cuidar mejor sus palabras—. Por favor, lo
único que le pido es que no se ande exponiendo, ¿ya? No me haga pasar malos
ratos... no es mucho pedir, ¿cierto?
—Pasan hartos autos por acá —respondió él—. Pero no se escucha casi
nada. ¡Se extrañan los ruidos de la calle! El ser humano... es un animal de
costumbres.
Ella suspiró y volvió a la cocina. Tomó su cartera y empezó a repasar,
de pie, el contenido de la carpeta: tenía una presentación de trabajo a las tres
de la tarde con unos clientes del extranjero.
Pasado un rato, Don Nicasio se asomó a la puerta y le preguntó si quería
almorzar. La respuesta fue escueta:
—No alcanzo, papá, ando apurada. Pero usted sírvase, le traje un
plato listo, se lo dejé ahí. —Indicó el refrigerador sin levantar los ojos de sus
importantes documentos—. Es pollo con arroz. Del súper. Yo me tomo un
café y parto al trabajo. —Aún con la vista en la carpeta, extendió un brazo para
encender el hervidor.
—Ese es el termo, mija —dijo don Nicasio, y encendió el hervidor que
estaba un poco más allá.
—Gracias.
—Estaré viejo pero no loco. Uno se acostumbra a ser como uno es...
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Ya, papá.
Ella siguió leyendo, inmóvil salvo por sus pupilas.
Don Nicasio suspiró y fue a su dormitorio, se puso la bata nueva, se
miró al espejo con un rostro en blanco y volvió al comedor. Tomó un libro
de la repisa, se sentó sobre un sillón al lado de la ventana y empezó a hacer
como que leía. En realidad, estaba mirando hacia afuera: a los autos que se
detenían en la luz roja del semáforo, allá en la esquina. Intentaba escuchar,
pero estaban muy alto y la ventana parecía cosa de magia.
Su hija apareció sosteniendo una taza de café y se sentó en la mesa
del comedor. Seguía leyendo sus papeles, pero en un momento levantó la
vista y vio al viejo con la bata puesta, y más encima con un libro. Le pareció
que estaba todo bien, y que por ende era un excelente momento para seguir
enfocada en preparar la presentación.
Cuando se terminó su café, ella cerró la carpeta, tomó su cartera y
sacó las llaves del auto. Se paró, carraspeó y se acercó al viejo:
Ya, papi —dijo suavemente—. Me tengo que ir.
Vaya nomás, mija. Yo voy a echar una siestecita acá, mirando la calle.
Es bonita esta calle. Pasan hartos autos. Uno descansa tranquilito... ¿Esta
ventana no se puede abrir?
—No, papá, es para mirar nomás.
Don Nicasio dejó el libro sobre su regazo y apoyó la cabeza en el respaldo
del sillón, que se reclinó levemente con su peso. Su hija se acercó y le besó
la frente. Le dio gusto, porque se veía bien ahí en el bergere que ella había
escogido, con la bata que había considerado más elegante, las pantuas... y
viviendo en un buen departamento de un barrio decente. Era casi como la
imagen que se había proyectado en su mente del padre-anciano que siempre
había querido tener.
—Qué bueno verte así, papi, me quedo tranquila. Voy a tratar de volver
en la noche... un rato aunque sea, pero no creo que pueda... Hoy llegan unos
clientes de afuera, estamos todos hasta el cogote...
—No se preocupe, mija. Vaya nomás. Yo me quedo descansando. Hasta
la próxima. Ahí me llama nomás, usted sabe.
Aliviada, salió del departamento. Bajó del ascensor y, en el lobby, se
acercó al conserje. Le preguntó si don Nicasio había estado saliendo mucho.
El tipo contestó sonriendo y girando sobre su silla:
—No, señora Lidia, no se preocupe. Ha estado todo tranquilo.
Ya, gracias —dijo ella, entrecerrando los ojos.
El conserje la vio salir hacia el estacionamiento de visitas. Luego, a
través de las cámaras, vio cuando el auto se acercó a la reja y apretó un botón
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para permitirle la salida. Cuando vio que ella se alejaba denitivamente,
suspiró y meneó la cabeza. Sacó su celular y empezó a matar el tiempo.
Un par de horas más tarde levantó la vista cuando se abrieron las
puertas de uno de los ascensores. Apareció el viejo, vestido como se vestía
todos los días desde hace quizás cuántos años: un pantalón gastado y una
chaqueta desteñida. Sin embargo, sus zapatos estaban lustrados, su camisa
era blanca y llevaba las canas bien aplastadas con gel.
—¡Cómo le va, don Nicasio! —dijo el conserje.
—¡Manolo! ¿Cómo te trata la vida, mijo? —Se dieron la mano
ruidosamente—. ¿Te preguntó algo la Lidia?
—Usted sabe, don Nicasio —respondió, alzando los hombros.
—Bueno, Manolo, se te agradece, ¿ya? Te daría un billetito pero sé que
no te gusta...
—¡Para qué, don Nicasio! ¡Que tenga buena pesca!
El viejo atravesó el lobby sonriendo y arrastrando los pies, como
siempre.
Llegó al semáforo de la esquina, donde se detenían los autos. Ahora
que ya eran como las cinco, empezaba la hora de alto tráco y las hileras de
vehículos colmaban la esquina de la calle de don Nicasio. El ruido del tránsito
siempre le traía recuerdos.
Con su paso cansino y su pinta dominguera de la vieja escuela, se
deslizó entre las las de vehículos. Volteaba a uno y otro lado, extendiendo
la palma arrugada de su mano derecha, mientras con la izquierda saludaba
mecánicamente a los innumerables rostros que lo miraban desde el otro lado
de los cristales.
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