—Ya, papá.
Ella siguió leyendo, inmóvil salvo por sus pupilas.
Don Nicasio suspiró y fue a su dormitorio, se puso la bata nueva, se
miró al espejo con un rostro en blanco y volvió al comedor. Tomó un libro
de la repisa, se sentó sobre un sillón al lado de la ventana y empezó a hacer
como que leía. En realidad, estaba mirando hacia afuera: a los autos que se
detenían en la luz roja del semáforo, allá en la esquina. Intentaba escuchar,
pero estaban muy alto y la ventana parecía cosa de magia.
Su hija apareció sosteniendo una taza de café y se sentó en la mesa
del comedor. Seguía leyendo sus papeles, pero en un momento levantó la
vista y vio al viejo con la bata puesta, y más encima con un libro. Le pareció
que estaba todo bien, y que por ende era un excelente momento para seguir
enfocada en preparar la presentación.
Cuando se terminó su café, ella cerró la carpeta, tomó su cartera y
sacó las llaves del auto. Se paró, carraspeó y se acercó al viejo:
—Ya, papi —dijo suavemente—. Me tengo que ir.
—Vaya nomás, mija. Yo voy a echar una siestecita acá, mirando la calle.
Es bonita esta calle. Pasan hartos autos. Uno descansa tranquilito... ¿Esta
ventana no se puede abrir?
—No, papá, es para mirar nomás.
Don Nicasio dejó el libro sobre su regazo y apoyó la cabeza en el respaldo
del sillón, que se reclinó levemente con su peso. Su hija se acercó y le besó
la frente. Le dio gusto, porque se veía bien ahí en el bergere que ella había
escogido, con la bata que había considerado más elegante, las pantuas... y
viviendo en un buen departamento de un barrio decente. Era casi como la
imagen que se había proyectado en su mente del padre-anciano que siempre
había querido tener.
—Qué bueno verte así, papi, me quedo tranquila. Voy a tratar de volver
en la noche... un rato aunque sea, pero no creo que pueda... Hoy llegan unos
clientes de afuera, estamos todos hasta el cogote...
—No se preocupe, mija. Vaya nomás. Yo me quedo descansando. Hasta
la próxima. Ahí me llama nomás, usted sabe.
Aliviada, salió del departamento. Bajó del ascensor y, en el lobby, se
acercó al conserje. Le preguntó si don Nicasio había estado saliendo mucho.
El tipo contestó sonriendo y girando sobre su silla:
—No, señora Lidia, no se preocupe. Ha estado todo tranquilo.
—Ya, gracias —dijo ella, entrecerrando los ojos.
El conserje la vio salir hacia el estacionamiento de visitas. Luego, a
través de las cámaras, vio cuando el auto se acercó a la reja y apretó un botón
Tomás Veizaga Ramírez
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