dentro de un mes.
VI. En el ’67 me recibí de abogado. Aunque sentía que mi vocación
eran las Letras, complací a mis padres con aquel título que debe estar
humedeciéndose en algún lugar de la casa. Un año después se recibió mi
amigo del barrio y de toda la vida, Santiago. Nos conocíamos desde muy
chicos, quizá desde los 10 o los 11 años. Él era el que siempre se metía en algún
lío. Había recibido más golpes de su madre que de nuestros compañeros del
colegio. No sé si por razones similares a las mías se anotó en la Universidad
de Derecho y más aún, se recibió. (Creo que sí).
En el ’78, poco después del mundial, a Santiago lo desaparecieron.
La madre lloró como nunca antes la había visto. No podía unir a aquella
señora que le daba cachetazos a mi amigo con la que en ese entonces lloraba
desconsolada por la desaparición de su hijo.
Tres meses después (en noviembre) encontraron –a diferencia de
muchos otros– su cuerpo sin vida. Impresa en la carne había marcas de
cigarrillos, marcas en los lugares donde habían apoyado la picana, moretones
por todos lados. El rigor mortis mostraba que lo habían atado y amordazado,
pero eso era lo menos doloroso.
VII. Veo a mi padre cortando las enredaderas. Cada primavera hace del
paredón un coloso de hojas frondosas. Subido a la escalera, entre corte y corte
mira cómo juego con una pelota en la galería. En el living se escucha algo que,
según él, se llama tango. Le pido que juegue conmigo. “Solo un ratito”, le digo
para convencerlo. “No”, me dice automáticamente, “estoy ocupado, Osvaldo”.
Entonces quiero ir hasta donde está él para convencerlo pero me tropiezo
con el escalón mientras bajo.
VIII. Despierto y estoy postrado en mi cama. Siento un dolor pesado,
que me presiona el lado derecho de la frente. Sentada junto a mí, en el sillón
de terciopelo rojo, está Sofía. Detrás de ella veo su cuadro: el hombre ríe
mientras proyecta. Le pregunto qué hace acá, en La Plata. Me mira extrañada
como si hubiera dicho algo malo.
IX. La conocí en el secundario. Era hermosa. Su piel era suave. Su cuerpo
era frágil. Era gentil y cariñosa. Se llamaba Victoria. No amé –y me gusta esta
ilusión (porque sé que es una ilusión)– a otra persona en mi vida. Todavía
recuerdo la primera vez que la vi: se peinaba el pelo rubio con las manos,
Tomás Pachamé de Gracia
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