INTEGRACIÓN Y CONOCIMIENTO

N° 8

 

ISSN 2347 - 0658

Vol. 2 Año 2019

 

 

LA EDUCACIÓN SUPERIOR EN AMÉRICA LATINA A

CIEN AÑOS DE LA REFORMA UNIVERSITARIA

Eduardo Rinesi

Universidad Nacional de General Sarmiento rinesi@hotmail.com

Recibido: 26/04/2019

Aceptado: 21/05/209

Resumen: A cien años de la Reforma Universitaria de 1918, este artículo estudia el modo en que la inspiración que el presente recibe de ese hecho fundamental de nuestra historia y puede inspirar nuestras luchas en favor de unas universidades más democráticas en el futuro. Se revisan en ese sentido los modos en que los grandes textos que nos dejó como legado la Reforma pensaron las cuestiones fundamentales de la libertad y los derechos, se piensa la evolución de estas palabras y el significado de la idea de que la Universidad es un derecho de los individuos y de los pueblos y se estudia la naturaleza de los discursos ideológicos que nos vedan la posibilidad de pensar las novedades en la historia.

Palabras claves: Reforma Universitaria; democracia; libertades; derechos

Higher Education in Latin America One Hundred Years after the University Reform

Summary: One hundred years after the 1918 University Reform, this article explores how the inspiration the present receives from that fundamental fact of our history and may inspire our struggles for more democratic universities in the future. In this sense, we review the ways in which the great texts left to us as a legacy of the Reformation thought about the fundamental questions of freedom and rights, we think about the evolution of these words and the meaning of the idea that the University is a right of individuals and peoples, and we study the nature of ideological discourses that prohibit us from thinking about novelties in history.

Keywords: University Reform; democracy; freedoms; rights

Educação Superior na América Latina Cem Anos depois da Reforma Universitária

Resumo: Cem anos após a Reforma Universitária de 1918, este artigo explora como a inspiração que o presente recebe desse fato fundamental de nossa história pode inspirar nossas lutas por universidades mais democráticas no futuro. Neste sentido, revisamos as formas em que os grandes textos que nos deixaram como legado da Reforma pensaram nas questões fundamentais da liberdade e dos direitos, pensamos na evolução dessas palavras e no sentido da idéia de que a Universidade é um direito dos indivíduos e dos povos, e estudamos a natureza dos discursos ideológicos que nos impedem de pensar as novidades da história.

Palavras-chave: Reforma universitária; democracia; liberdades; direitos

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Presentación

El tema sobre el que los compañeros me invitaron a decir algo no podría ser más interesante ni más apropiado: los desafíos de la Educación Superior a 100 años de un acontecimiento que todos conocemos bastante bien y que sin duda es un hito importante en la historia de las luchas educativas, sociales y políticas en América Latina, que fue la Reforma universitaria de 1918.

Voy a decir algunas cosas muy generales sobre la Reforma del 18, tratando de mirar el tema que me interesa y a partir del cual hoy la recuperamos, que es la situación actual de la Educación Superior en nuestra región, en nuestro continente, en nuestros países.

Sobre la Reforma quiero señalar tres cosas muy rápidas, tres rasgos que subrayaría con fuerza, entre muchos otros que merecerían sin duda ser destacados también.

Primero, su dimensión fuertemente latinoamericanista. La Reforma es, en efecto, un movimiento decididamente latinoamericanista, que por un lado bebe sus fuentes en la lectura de las grandes tradiciones históricas, políticas, filosóficas y literarias del continente, y por otro lado tiene una influencia decisiva en varios de los países de la región. La Reforma es un momento en que las juventudes universitarias de América Latina pudieron pensarse como integrando un sujeto común, como compartiendo una identidad latinoamericana. Hugo Biagini, un filósofo argentino que ha estudiado mucho la Reforma y que ha estudiado mucho, también, la problemática de las juventudes en Argentina y en América Latina, ha escrito que hay tres momentos en que las juventudes universitarias de América Latina se pensaron con una fuerte vocación integracionista y latinoamericanista, que son las dos primeras décadas del siglo XIX, las dos primeras décadas del siglo XX y las dos primeras décadas del siglo XXI.

La simetría que es posible establecer entre esos tres momentos, particularmente tentadora, puede resultar quizás un poco simplificadora, como resultan siempre estas estilizaciones de las cosas en la historia. Pero aceptemos lo fundamental de la idea. No hay duda de que las juventudes universitarias latinoamericanas de comienzos del XIX, bajo el signo de la emancipación de nuestros países del colonialismo español, se pensaron integrando una región común, con problemas compartidos, con un destino común. No hay duda, del mismo modo, de que esa idea vuelve a estar a comienzos del siglo XX, por lo menos en esos 18 años que van desde el Ariel de Rodó hasta la Reforma; años marcados por un antiimperialismo de tono juvenilista, espiritualista, que es una marca fuerte de la retórica de los grandes documentos que nos deja la Reforma. Y no hay duda, por último, de que algo de ese clima antiimperialista, antinorteamericano y potentemente integracionista habita también por lo menos ciertas zonas de la discursividad política latinoamericana de las primeras décadas de este siglo XXI.

De hecho, puede decirse que la influencia de la Reforma en la vida social, educativa y política de nuestros países es quizás mayor en algunos países de América Latina que en el país en el que nació, la Argentina. La Reforma es muy potente y muy importante en el Perú, por ejemplo, donde funda nada menos que un partido político, la APRA. Y también es muy importante en México, donde está en la base –articulada con los ecos todavía recientes de la revolución de 1910– del proceso de modernización y democratización de una de las universidades más grandes del continente. Y también en Cuba, donde se articula, por un lado, con el legado de ese gran dirigente comunista de comienzos siglo que fue Julio Antonio Mella, y, por el otro lado, con la herencia nacionalista, antiimperialista,

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del pensamiento y de la acción política de José Martí. Esas son las dos patas fundamentales sobre las que se sostienen el Movimiento 26 de Julio y los pensamientos decisivos sobre la cuestión universitaria de Fidel Castro y del Che Guevara.

Todos recordamos —y posiblemente algunos pasajes incluso de memoria— el conmovedor discurso del Che cuando le dan el título de Doctor Honoris Causa de la Facultad de Pedagogía en la Universidad Central de Las Villas, el 28 de diciembre de 1959. La revolución estaba a tres días de cumplir un año y el Che pronuncia aquel discurso que habita tantos afiches, tantas remeras y tantas agendas del movimiento estudiantil en el mundo entero, que dice: “Que la universidad se vista de negro, se vista de mulato, se vista de campesino, se vista de pueblo…”. Es un precioso discurso, conceptualmente muy interesante, además de políticamente muy potente, en el que aparece una muy rica idea sobre la Universidad, pero también, que es lo que querría destacar, sobre el pueblo. Que no es, en ese discurso de Guevara, un pueblo uno, homogéneo, idéntico a sí mismo, sin fisuras, sino un pueblo múltiple, un pueblo multicolor. La idea de los muchos colores aparece con mucha fuerza en ese discurso del Che, en el que ese gran heredero de la Reforma cordobesa sigue diciendo, palabra más, palabra menos: “que la universidad abra sus puertas a ese pueblo multicolor, negro, mulato, obrero, campesino. O mejor, que se quede sin puertas en absoluto, para que el pueblo la penetre y la pinte de los colores que le dé la gana”.

Es preciosa esa idea de un pueblo “multicolor”. De un pueblo “polícromo”, como decía Raúl Scalabrini Ortiz, un interesantísimo escritor argentino que con esa palabra caracterizó al pueblo que llegaba a la plaza mayor de la ciudad de Buenos Aires en la célebre jornada del 17 de octubre de 1945. Cuando pintaba al pueblo en esa jornada que parte en dos el siglo XX en mi país, Scalabrini decía: “la tez cobriza del inmigrante mediterráneo y la tez rubia del inmigrante nórdico y la tez oscura del originario (…) ese pueblo polícromo unido bajo un solo grito”. Es interesante esa idea: la idea del pueblo como un sujeto internamente dividido, internamente heterogéneo y sin embargo, en esa misma heterogeneidad, uno. Es el pueblo en el que pensaba el Che en el 59, catorce años después de aquella crónica del 17 de octubre de Scalabrini en la Argentina. Pero volvamos.

Estaba señalando la fuerte influencia, entonces, de la Reforma en muchos países de América Latina. Ciertamente en Perú, ciertamente en México, definitivamente en Cuba. Por cierto, no solo en esos países, pero en esos países de manera muy decisiva. Me viene inmediatamente el recuerdo muy reciente del extraordinario discurso que dio el expresidente Lula en Brasil un par de horas antes de entregarse a su actual, disparatado, absurdo, encierro. Un discurso extraordinario, ciertamente, uno de cuyos temas fundamentales es el tema universitario. Es el discurso de un dirigente metalúrgico y lo da en la terraza del sindicato metalúrgico, en las afueras de San Pablo, y dice una frase que recorrió todos los diarios de nuestra región al día siguiente: “Estoy muy orgulloso de, sin tener otro título que el que me acredita como presidente de mi país, haber sido el presidente de Brasil que fundó más universidades, más que las que fundaron todos los presidentes letrados que me precedieron”.

Hay allí algo muy interesante y que tiene todo que ver con el espíritu de la Reforma que se encarna con mucha fuerza en ese discurso, el último discurso público importante de Lula, que es el problema de la relación entre las elites y el pueblo. Un problema gramsciano, podríamos decir, que es un problema que preside uno de los libros más importantes que se hayan escrito sobre la cuestión de la Reforma, que acaba de ser reeditado en Buenos Aires por el sello editorial de la Facultad de

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Filosofía y Letras, y que es el clásico libro de Juan Carlos Portantiero Estudiantes y política en América Latina. Es un gran libro sobre la Reforma y sobre su impacto en toda la región. Y el asunto fundamental de ese libro —porque es el asunto fundamental de Portantiero y del gramscismo argentino y latinoamericano de aquellos años y de los que siguieron— es el asunto de pensar la Reforma en el marco de un pensamiento sobre la articulación entre las elites universitarias y el pueblo trabajador. La tradición reformista pensó siempre ese problema desde el lugar de la Universidad. Lula lo piensa, y no es seguro que no lo piense mejor, desde el lugar del pueblo trabajador.

Esto me acerca al segundo rasgo, al segundo asunto que quería plantear, junto con este primero que es el latinoamericanismo, acerca de la Reforma. Me refiero a su fuerte, a su decisivo componente obrerista. La historia oficial de la Reforma tiende a poner en un segundo plano este componente obrerista del movimiento del 18, que es, sin embargo, fundamental. En efecto, la Reforma no es un movimiento solamente de los universitarios. Hay que leer los importantísimos documentos que dejaron las agitadas luchas del año 18 en Córdoba para ver hasta qué punto, del mismo modo que el movimiento estudiantil apoyaba en aquellos meses tan intensos las luchas obreras, las luchas de los sindicatos cordobeses, particularmente intensas por entonces, también los sindicatos apoyaban la Reforma universitaria, que fue un movimiento de los universitarios y un movimiento de los sectores del mundo del trabajo en la Argentina y que tuvo una fuerte impronta que llamo –utilizando una palabra un poco antigua– “obrerista”. Casi no importa aquí si ese ánimo estaba desde el inicio en la cabeza de los jóvenes líderes del movimiento reformista o si estos, encontrándose débiles y sin muchos aliados, a cierta altura de las cosas, en el seno de la propia Universidad, salieron a buscar afuera los apoyos que en el interior de la vida universitaria les eran retaceados. O, si importa, importa como un tema de la historia de la Reforma, pero no para pensar su ostensible legado entre nosotros.

Lo cierto es que hay un fuerte compromiso de la vida universitaria con la vida popular. Ese es uno de los grandes temas —dije recién, “gramsciano”— de la historia de las ideas en América Latina: la relación entre las elites universitarias, entre las elites intelectuales, y el pueblo. Ese es el tema que organiza con mucha fuerza este libro de Portantiero, que es posiblemente uno de los mejores libros que se hayan escrito jamás sobre la Reforma del 18, y que es en realidad una edición en castellano, del año 1978, en México, durante su exilio en México, de un libro que él había escrito siete años antes en Italia, en el 71, no con el título de Estudiantes y política en América Latina, sino con el muy sugerente título de Estudiantes y revolución en América Latina, y además con un subtítulo: De la Reforma universitaria a Fidel Castro. Siete años después, muchas cosas habían pasado en Argentina, en América Latina y en la vida de Portantiero. Él escribe o reescribe en castellano ese libro, que formaba parte de las discusiones de los gramscianos argentinos —como los llamó José Aricó— con sus colegas del Partido Comunista Italiano después del Mayo del 68, reescribe fuertemente el primer capítulo y quita el penúltimo de la edición italiana, que era particularmente interesante —quizás más para nosotros, argentinos, que para ustedes, uruguayos—, que se llamaba “Estudiantes y populismo”, y que era un flor de reto que le pegaba al movimiento estudiantil reformista argentino por su desencuentro con el gran movimiento de masas argentino de mitad del siglo XX.

Portantiero decía una cosa que dice también la conocida pedagoga argentina Adriana Puiggrós, que es que la Reforma universitaria articula dos tradiciones: una más nacional popular y

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otra más liberal. El asunto es que después, a la hora del encuentro del movimiento estudiantil heredero de la tradición de la Reforma con el gran movimiento de las masas obreras argentinas, que fue el peronismo, los estudiantes reformistas “eligieron mal”, eligieron “tan mal” –cito, más o menos de memoria, a Portantiero– que terminaron quedándose del lado de los fusiladores del pueblo y no del lado del pueblo. Duro reproche, como se ve, al movimiento reformista argentino de los años 40 y 50, que el autor decide eliminar en su reedición en castellano en el 78 del libro italiano del 71. En fin: pequeñas sutilezas, o anécdotas, eventualmente interesantes, que tienen el interés de permitirnos ver cómo las agendas de las épocas que atravesaron los autores que se ocuparon del problema de la Reforma determinaron las cosas que, en los distintos momentos de este siglo que nos separa de ese movimiento, esos autores fueron acentuando. Estas dos cosas que dijimos hasta aquí, el fuerte componente latinoamericanista de la Reforma y su fuerte componente obrerista, son dos dimensiones muy importantes que hablan al corazón de nuestro presente universitario en América Latina.

Pero me quiero detener sobre todo en lo que llamaría el tercer elemento, el tercer componente o la tercera vocación que me gustaría subrayar con mucha fuerza en la Reforma universitaria del 18, que es lo que llamaría su decidida, su fuerte vocación democratizadora. El movimiento del 18 es sin duda un movimiento de democratización de la vida universitaria y de democratización del modo de pensar la relación entre Universidad y sociedad. De las muchas cosas que podrían decirse sobre este asunto quiero detenerme en los modos en los que los grandes textos y los grandes documentos que nos deja como legado la Reforma lidian con dos categorías fundamentales del pensamiento político democrático, que son la categoría de libertad y la categoría de derecho. Particularmente un texto que todos conocemos muy bien, que es posiblemente el más famoso de los muchos que se escribieron durante los agitados meses de 1918: el Manifiesto liminar de la Reforma universitaria. Porque desde hace un siglo, en efecto, que es el tiempo que nos separa de ese documento extraordinario, cuando uno piensa qué cosa es la democracia, piensa inevitablemente en estas dos palabritas fundamentales, y en los significados de estas dos palabritas fundamentales, que son la palabra “libertad” y la palabra “derecho”.

La idea de libertad (o de libertades, en plural, como dice en un pasaje célebre el Manifiesto: “las libertades que faltan…”) y la idea de derecho (o, también aquí, de derechos, en plural) son ideas fundamentales, dos categorías fundamentales, para pensar la historia, pero también el presente de las democracias en América Latina, y de manera muy particular la historia y el presente de la democracia universitaria. O de la democracia, más en general, en el campo de la educación: son dos categorías fundamentales para pensar qué podríamos considerar una comprensión democrática de la educación en general y de la Educación Superior en particular. Y son también, sin duda, dos palabras complicadas; tanto libertad como derechos son palabras complicadas, polivalentes, que quieren decir más de una cosa.

Como la propia palabra democracia, por cierto, a la que la estoy asociando, y que también es una palabra muy complicada, que se ha usado en muchos sentidos a lo largo de muchos siglos. Una palabra que tiene 25 siglos en la historia de las ideas de Occidente y que a lo largo de 24 de esos 25 siglos fue más bien una mala palabra. Los griegos la inventaron para hablar mal de ella, y se habló mal de ella desde que los griegos la inventaron, hace muchos años, hasta los años de la primera

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posguerra mundial, y si me apuran un poquito diría incluso de la segunda posguerra mundial, cuando cierta concepción liberal de las cosas se apropia del sentido de la palabra democracia, que deja de indicar la anarquía del gobierno del bajo pueblo (estoy sintetizando aquí, brutalmente, el fino argumento desplegado por Julián Gallego en un libro reciente) para empezar a designar un cierto sistema de reglas de juego más o menos domesticado y civilizado. A partir de entonces, la palabra democracia se ha vuelto una buena palabra en la lengua política de Occidente, a tal punto, como dice el historiador de las ideas John Dunn, que hoy nadie puede iniciar una conversación sobre política sin decir que está del lado de la democracia. Todos estamos del lado de la democracia, y la palabra democracia se vuelve casi una contraseña obligatoria para ingresar en cualquier debate civilizado. Pero la palabra democracia ha sido también un problema, y no quería dejar de señalarlo.

La idea de libertad y la idea de derechos son muy fuertes en la historia de nuestros países y de los sistemas educativos de nuestros países a lo largo del siglo que nos separa de la Reforma del

18.Son dos ideas que es necesario pensar hoy con muchas exigencias conceptuales para tratar de dar cuenta de este momento difícil que atravesamos en América Latina. De la palabra libertad déjenme decir que en los modos en los que se la puede utilizar y se la utiliza de hecho en los documentos que nos ha dejado la Reforma y en los modos en los que aparece en nuestro lenguaje político corriente, se pueden distinguir nítidamente tres significados diferentes. Para ponerles calificativos rápidos, voy a hablar de una idea liberal de la libertad, de una idea democrática de la libertad y de una idea republicana de la libertad. Las dos primeras ideas sobre la libertad son muy clásicas y la contraposición, el contrapunto entre ellas es un asunto fundamental de las discusiones de la filosofía política y de la teoría política por lo menos desde comienzos del siglo XIX.

En una famosa conferencia que dictó en 1819, Benjamin Constant, uno de los padres fundadores del liberalismo político francés, contrapone esas dos formas de la libertad. A una, la positiva –que yo estoy llamando “democrática”– la llama “libertad de los antiguos”, y a la otra, la negativa –que yo estoy llamando “liberal”– la llama “libertad de los modernos”. La libertad negativa o liberal, o “libertad de” —dice Constant— es la libertad de los individuos frente a los factores externos que amenazan asfixiarla o conculcarla: es la libertad del individuo frente a un conjunto de factores que pueden oprimirla. La libertad positiva o democrática, en contrapartida, es la libertad de los individuos para. ¿Para qué? Para, verbigracia, intervenir activamente en la vida pública, para decidir sobre su propio futuro, para participar deliberativa y activamente con los otros en la definición de las coordenadas de su vida común. Esa contraposición entre esas dos ideas sobre la libertad, la liberal y la democrática, la negativa y la positiva, es un problema clásico de la teoría política. En el siglo XX, Isaiah Berlin escribió un texto extraordinario que se llama Cuatro ensayos sobre la libertad, en donde retoma esta distinción de Constant para pensar una libertad negativa o defensiva y una libertad activa o positiva.

Ambas ideas sobre la libertad son importantes para pensar la cuestión universitaria, la cuestión educativa; es indudable que en las instituciones educativas debemos ser libres frente a las imposiciones externas, a los dogmas, a las corporaciones, al clero, con mucha frecuencia al propio Estado, sobre todo cuando este asume formas autoritarias. Eso sin duda es un tema central del discurso de la Reforma, que tiene, como decíamos que decía Puiggrós, un decidido componente liberal en su ideología. Hay una idea liberal de la libertad que es dominante en el pensamiento de la

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muchachada reformista del 18, y no está mal que haya sido así en una Universidad fuertemente tomada por el pensamiento clerical, por el pensamiento, muy autoritario, de los sectores más conservadores enquistados en el aparato del Estado. Frente a eso, se trata de reivindicar entonces la idea de “libertad de”, de libertad negativa, de libertad liberal: no se metan con nosotros.

Pero la idea de libertad también tiene una entonación positiva que es importante recuperar cuando se piensa en la cuestión universitaria en nuestros países. Porque en todos nuestros países — y esto es un componente fundamental de lo que se llama la autonomía universitaria— uno de los rasgos de nuestras instituciones universitarias es que los miembros de la comunidad universitaria son libres para, en diálogo con los otros miembros de esa misma comunidad, que es una comunidad compleja, diversa, organizada en distintos claustros, transida por distintos intereses, gobernar esa Universidad. Son instituciones públicas, pero instituciones públicas autogobernadas, y todos somos y debemos ser libres no solamente de factores externos que pueden oprimirnos u oprimir a nuestras instituciones, sino libres para decidir el rumbo de esas instituciones, para decidir, por ejemplo, qué investigamos, qué enseñamos y cómo lo hacemos. Esa idea de libertad, no negativa o defensiva, sino positiva o democrática, me parece tan importante de subrayar como la anterior.

Pero hay también, decía, una tercera idea sobre la libertad que me importa mucho subrayar, porque me parece que hoy es fundamental en la definición de qué cosa es una sociedad deseable y de qué cosa son unas instituciones educativas deseables, que es la idea de libertad que empieza por entender que ningún individuo puede ser libre en una sociedad, en un país, en una comunidad, que no es libre. Que no se piensa como asunto de los individuos, como cosa individual (como cosa, al menos, solamente individual), sino como asunto de la colectividad, como cosa pública, como res publica. A esta idea de la libertad, no como libertad de los sujetos individuales sino como libertad colectiva del pueblo, la llamo, siguiendo una larga tradición, libertad republicana. Esa idea de libertad republicana tiene una fuerte asociación con lo que en nuestro lenguaje político corriente solemos llamar soberanía; la libertad republicana, la libertad, no (o no solo) del individuo, sino (también) del pueblo, o la libertad de los individuos en un pueblo que también es libre, es lo que solemos llamar “soberanía”. Y no hay duda de que el sistema educativo en general, y la Universidad en particular, tienen una importante tarea para cumplir en nuestros países, si queremos que nuestros países sean países efectivamente soberanos.

Entonces señalo la presencia de esta idea de libertad, que es muy fuerte en la tradición reformista, que es muy fuerte en los documentos que nos dejó la Reforma, “hombres de una República libre”, dice por ahí el Manifiesto liminar. Las libertades que faltan. Por ejemplo: la libertad de cátedra. La idea de libertad que predomina en el ideario reformista es más bien una idea liberal. Pero me parece que a esa idea liberal sobre la libertad no haríamos mal en incorporarle, para volverla más rica y para ponerla más a tono con las exigencias del presente en nuestros países, estas otras ideas sobre la libertad sobre las que estuvimos dando vuelta, que no es que no estén en el Manifiesto y en los otros grandes textos que nos ha dejado la Reforma, sino que está, tal vez, de modo menos sonoro, más como en sordina: la idea democrática de la libertad como libertad para participar y la idea republicana de la libertad como libertad colectiva del pueblo.

Dos palabras sobre la otra categoría que me parece decisiva para pensar qué cosas son una sociedad, una institución, una Universidad, democráticas: la categoría de derecho. Que es una palabra

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fundamental del pensamiento político, y una palabra muy difícil. Diría que mucho más difícil incluso que la palabra libertad. Porque es cierto que la palabra libertad es una palabra que se dice de muchos modos, en el interior de distintas tradiciones, y por eso distinguí recién una idea liberal, una idea democrática y una idea republicana de libertad, pero la verdad es que, dicho esto, lo que esa palabra nombra no es tan complicado, en el interior de cada una de esas tradiciones, de entender. En cambio, la palabra derecho es complicada porque su propio estatuto es equívoco, y esa equivocidad me parece de lo más interesante. Porque, en efecto, es raro que alguien nombre como derechos los derechos que efectivamente tiene; es raro que alguien que tiene un derecho a determinada cosa diga que tiene un derecho a esa determinada cosa. En general decimos “yo tengo derecho a…” las cosas a las que, de hecho, no tenemos derecho, y exactamente porque, de hecho, no tengo derecho digo que tengo derecho a ellas. Quiero decir: nadie que, de hecho, tiene derecho a comer dos veces por día anda por ahí dando puñetazos en la mesa y diciendo “Yo tengo derecho a comer dos veces por día”, y esto justo porque, de hecho, tiene ese derecho, que por lo tanto no tiene por qué andar reivindicando, y ni siquiera, quizás, pensando.

Al contrario, es el que, de hecho, no tiene derecho a comer dos veces por día, el que, de hecho, no tiene derecho de hecho a ir a la Universidad, el que, de hecho, no tiene derecho a lo que fuera que, justo por eso, puede postularse como un derecho que debería tener, el que pega puñetazos en la mesa y levanta el dedo índice lleno de una santa indignación, que rápidamente compartimos, y dice, entonces, “Yo tengo derecho…” a algo a lo que, de hecho, no “tiene” derecho. Eso me parece interesante y plantea un desafío importante a nuestras ciencias sociales, que en general tienden a tener una vocación más bien descriptiva, constatativa. Porque la verdad es que, desde el punto de vista descriptivo, la frase “Yo tengo derecho a…” suele ser falsa. El que dice “Yo tengo derecho a” suele no describir bien su situación, porque el estatuto de la idea de derecho no pertenece al orden de la correspondencia entre lo que se dice y la realidad de la que se habla. O porque, dicho en otras palabras, la verdad de la frase “Yo tengo derecho a…” no es del orden de lo empírico, es del orden de lo moral, de lo filosófico, de lo político.

Tampoco del orden de un “deber ser” en el sentido de un utopismo ingenuo; quizás la verdad de la frase “Yo tengo derecho a…” se ubique en ese punto incierto, en ese hiato entre el mundo del ser y el mundo del deber ser que, si no hemos perdido del todo nuestra capacidad para que el mundo nos ofenda, es un hiato que debe producirnos lo que me gustaría llamar —con una palabra a la que le doy un valor político y no apenas moral— escándalo. Nos produce, nos debe, nos debería producir escándalo que algunas posibilidades, por ejemplo la de comer dos veces por día, por ejemplo la de ir a la Universidad, no sean posibilidades ciertas y efectivas para todo el mundo, sino privilegios o prerrogativas de algunos. Y es ese escándalo, que es el escándalo que nos produce un mundo no igualitario (puesto que la idea de derecho supone la idea de igualdad) lo que nos puede llevar, lo que nos debería llevar, a hacer algo para que ese hiato se reduzca. Pues bien, ese “algo” tiene nombre: política. Se puede, entonces, hacer política: políticas educativas, políticas pedagógicas, políticas presupuestarias, políticas institucionales, políticas de distinto tipo, para que un mundo desigual se vuelva un poco menos desigual.

Pues bien, también esta idea de derecho aparece en los grandes documentos que nos ha dejado la Reforma y forma parte de su legado democratizador. En el Manifiesto, la idea aparece dos veces, y

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es interesante el modo en que aparece esas dos veces. Aparece una primera vez, a la altura el segundo o tercer párrafo, de una manera más bien humorística, más bien burlona, cuando los muchachos que suscriben el documento se ríen de lo que llaman “el derecho sagrado del profesorado universitario”, de los profesores universitarios, que detentaban una especie de derecho divino a enseñar, a decir la verdad, a calificar a los estudiantes y a gobernar la Universidad. Ahí la idea de derecho aparece con el sentido de lo que a veces se puede leer en textos de teoría del derecho como derecho objetivo, como algo que forma parte de los poderes instituidos en el mundo que hay que cuestionar. Y la muchachada reformista del 18 lo cuestiona con mucho humor: “contra el derecho sagrado de los profesores”.

Pero a párrafo seguido de esa denuncia del derecho sagrado de los profesores, de ese derecho objetivo, instituido, que se trataba de denunciar y de condenar, los estudiantes dicen que firman el Manifiesto dicen (de nuevo, palabra más, palabra menos): “Nosotros, los estudiantes, tenemos derecho a gobernar la universidad”. Ahí la palabra derecho no nombra ninguna cosa que forme parte del mundo de las fuerzas, los poderes, las situaciones instituidas, no se trata de un derecho objetivo que hay que cuestionar, sino del derecho subjetivo (diría: instituyente) que se arroga alguien exactamente porque todavía no lo tiene, que alguien (los estudiantes) dicen que tienen exactamente porque ese no es el caso, exactamente porque, de hecho, no lo tienen, y que es el derecho que los estudiantes dicen que tienen a gobernar la Universidad. Esa tensión entre derecho objetivo y derecho subjetivo, entre el derecho entendido como un poder instituido y el derecho entendido como una potencialidad instituyente, es una tensión que vale la pena resaltar de ese documento de hace un siglo que aquí estamos comentando.

Y no solo eso. De manera más general, la idea de derecho ha sido fundamental en todos nuestros países a lo largo de la historia de este siglo que nos separa de la Reforma. En un sentido importante puede decirse que la historia de la democratización de nuestras sociedades, de nuestra vida social, de nuestra vida educativa y de nuestra vida política es la historia de la incorporación de un conjunto de derechos a esa vida social, política, educativa. Este siglo que nos separa de la Reforma del 18 ha sido, con idas y vueltas, con tropiezos, con retrocesos a veces muy tremendos, un siglo de incorporación, de profundización, de expansión, de universalización de derechos. Y el resultado de ese proceso de cien años es que hoy nos resulta inadmisible que algunas cosas que concebimos como derechos que son o que tienen que poder ser de todo el mundo hayan sido pensadas no tanto tiempo atrás —50 años atrás, 100 años atrás, en algunos casos 15 o 20 años atrás— como perfectamente naturales prerrogativas o privilegios de algunos. Pues bien, lo que yo quería decir aquí es que entre esos derechos que hoy podemos pensar de esa manera, que hoy podemos pensar como tales derechos, uno es el derecho a la Educación Superior, sancionado expresamente como tal por un documento fundamental, al que yo doy una importancia decisiva, que es la Declaración Final de la Conferencia Regional de Educación Superior de Cartagena de Indias, del año 2008, conferencia organizada por el IESALC y que se reúne cada 10 años.

Reunida en ese año 2008, en cierto clima de ideas y cierto clima político de democratización de las sociedades de toda América Latina, esa Conferencia produjo una declaración final que empieza con una frase extraordinaria: “La educación superior es un bien público y social, un derecho humano universal y una responsabilidad de los Estados”. Podríamos hablar un rato largo sobre esa frase extraordinaria, sobre la idea de la Educación Superior como un bien público y social, es decir, no

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como una mercancía, no como un bien transable en el mercado, sino como una cosa pública, como parte de la cosa pública, de la res publica. Pero además sobre la idea de la Educación Superior como un derecho humano universal, que a mí me parece lo más potente de esta declaración que comentamos. Un derecho humano universal. Es decir, la Educación Superior no puede ser concebida como un privilegio o como una prerrogativa de algunos. Es (tiene que ser) una posibilidad cierta y efectiva para todo el mundo. Pero como vivimos en un mundo injusto, lleno de diferencias sociales, donde algunos muchachos pueden terminar la escuela secundaria y otros no, donde algunos llegan con dificultad a fin de mes y otros no, es necesario que el Estado —puesto que el mercado no va a hacerlo— intervenga, porque tiene una responsabilidad en la garantía de ese derecho.

La aparición, en la caracterización de la educación como un derecho, del adjetivo calificativo “humano” nos permitiría extendernos sobre un asunto que me interesa mucho, que es la evolución de este concepto de derechos humanos en nuestros países desde los años del fin del último ciclo de dictaduras cívico-militares, o de comienzo de los procesos de “transición a la democracia”, hasta ahora. Si a comienzos de los años 80, en todos nuestros países, cuando decíamos derechos humanos pensábamos en términos más bien negativos, en aquellos derechos que el Estado había violado — es decir, un derecho se definía como humano por haber sido el Estado el que se había ocupado de violarlo—, hoy, sin haber abandonado esa idea, que no hay ninguna razón para abandonar, y que no sería prudente abandonar, hemos incorporado a la lista de derechos que calificamos como humanos a un conjunto de derechos que solamente el Estado puede garantizar, porque nadie más puede ni tiene por qué ocuparse de hacerlo. Cuando decimos que la educación es un derecho humano universal, cuando decimos que la salud es un derecho humano universal, cuando decimos que un medioambiente habitable es un derecho humano universal —e insisto en que decimos estas cosas porque, de hecho, ni la educación, ni la salud, ni un medioambiente habitable son un derecho cierto y efectivo para todo el mundo—, lo que estamos diciendo es que el Estado tiene que ocuparse, a través de políticas activas, de garantizar esos derechos.

Insisto mucho en que el Estado tiene que hacer políticas —el Estado, sus instituciones, nosotros, profesores de escuelas, institutos y universidades del Estado cuando damos clases en sus aulas— para combatir cierto llamado a la inacción que resulta tanto de la tendencia a naturalizar los modos injustos en que funciona el mundo en los discursos de lo que podemos llamar la derecha como de la confusión, en ciertos discursos a los que les gusta presentarse como siendo “de izquierda”, entre la presunta seriedad científica que se arrogan y la aplicada disposición de limitarse a describir el modo en que funciona un mundo injusto.

La derecha produce ideología. ¿Qué es la ideología? Respuesta: un pensamiento que describe el mundo y que no hace otra cosa que describir el mundo. Pero que nos equivocaríamos si supusiéramos que se caracteriza por describir mal el mundo. No: la ideología no es un pensamiento que describa mal el mundo. Si eso fuera así habría que explicar por qué creemos en ella. ¿Somos tontos que creemos en la ideología si la ideología describe mal? Algunos dirán: “No es que seamos tontos, es que estamos alienados”, palabra más difícil para decir más o menos lo mismo. ¿Cómo es que creemos en las formulaciones ideológicas, de no ser porque describen bien el mundo? Voy a decir la frase más ideológica, más repugnante, más inaceptable, más ofensiva, más insoportable que se me ocurre. Los blancos son superiores a los negros. Esa frase es ideología pura, pero no porque describa

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mal el mundo; de hecho, en este mundo horrible en el que vivimos, los blancos son menos humillados que los negros, ganan más que los negros, viven más que los negros, llegan a gerentes generales de las empresas en las que trabajan antes que los negros, llegan a presidente de los países en que viven más rápido y con más frecuencia que los negros... Es decir, son, de hecho, superiores a los negros.

La frase “Los blancos son superiores a los negros” es horripilante, inaceptable… y verdadera. Lo voy a decir en hegeliano: es abstractamente verdadera. “Abstracto”, en Hegel, quiere decir incompleto. ¿Qué le falta a esa frase para que sea no abstractamente verdadera, sino concretamente verdadera? Falta que nos informe las condiciones históricas que la hacen una buena descripción del mundo. La frase entera debería ser “Los blancos son superiores a los negros, hoy y aquí, y eso es un horror”. Si digo “los blancos son superiores a los negros”, esa frase es imperdonable. ¿Pero qué es, exactamente, lo imperdonable? Les voy a decir: lo imperdonable es el punto después de “Los blancos son superiores a los negros”, porque ese punto, al interrumpir el fluir de la frase, al impedirnos conocer las circunstancias históricas específicas que vuelven a esa frase tremenda verdadera, pone a la cuenta de la naturaleza lo que hay que poner a la cuenta de la historia.

Vamos a poner un par de ejemplos. La conocida frase de Hobbes “el hombre es el lobo del hombre” (que no es de Hobbes: es de Plauto – Hobbes está citando) no estaba mal, describía bien la situación de enfrentamiento entre los hombres que Hobbes tenía frente a sí y de la que quería dar cuenta. Y cuando un siglo después aparece Rousseau para criticar esa frase de Hobbes no aparece para decir que esa frase fuera falsa, sino para decir que era incompleta. Rousseau le dice a Hobbes: “Vos describís bien este mundo horrible en el que vivimos, en el que en efecto todos nos celamos, nos odiamos, nos matamos, pero ponés a la cuenta de the natural state of mankind, a la cuenta de la naturaleza, lo que hay que poner a la cuenta de la historia: de la historia de la aparición de la propiedad privada”. Un pensamiento ideológico, entonces, no es un pensamiento que describa mal el mundo: es un pensamiento que se limita a describir bien el mundo y que nos retacea las condiciones históricas que lo hacen verdadero. Si tuviéramos que decir rápido (y este es mi segundo ejemplo) por qué es mejor la teoría sobre el comercio internacional entre los países de Raúl Prebisch que la de David Ricardo, diríamos que es porque, a diferencia de David Ricardo, Raúl Prebisch puso en su planteo la historia. No le sacó una fotografía a un momento de los intercambios comerciales: vio the whole picture, como suele decirse, para entender la lógica de los procesos.

La derecha hace ideología, es decir, cree que el mundo solo puede ser del modo en que hoy es. Por eso cuando advierte que los ricos llegan a la Universidad con mucha más frecuencia que los pobres, o incluso cuando advierte que a los muy pocos pobres que llegan a la Universidad tiende a irles mucho peor que a los ricos, dice barbaridades como la que dijo días pasados la gobernadora de la mayor provincia de mi país, que a los postres de una cena, brindando con sus contertulios en una sede del Rotary Club, dijo: “Todos los que estamos acá sabemos que los pobres no llegan a la Universidad”. La frase no es exacta, porque algunos pobres sí llegan a la Universidad. Menos de los que yo querría. No sé si menos de los que la gobernadora querría, porque la gobernadora no dijo lo que querría, sino que se dedicó a describir cómo funciona el mundo. La gobernadora debe creer que los ciudadanos de la provincia que hoy gobierna la votaron para que trabajara de socióloga descriptivista, no para que gobernara la provincia, es decir, para que la transformara, para que la

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volviera un poco menos injusta.

Pero lo grave no es que la derecha haga ideología. Lo grave es que algunos pensamientos que se creen de izquierda se contenten con presentarnos tablas estadísticas en las que nos explican por enésima vez, como si no hubiéramos leído ya ciento cincuenta mil veces todo el reproductivismo francés, que a los hijos de los pobres tiende a irles, en la escuela y en la Universidad, peor que a los hijos de los ricos. ¡Por favor! ¿En serio creen que no lo sabemos ya? ¿En serio creen que tiene sentido seguir mostrándonos tablitas estadísticas que lo demuestran por enésima vez? ¿Y si en lugar de solazarnos en ese nuestro saber sobre la injusticia del mundo nos preguntamos qué hacemos, después de saber, con ese saber? Porque lo que hacen después quienes confunden la seriedad científica con saber describir sin adjetivos el mundo injusto en que vivimos es exactamente nada. Es escribir un paper, hacerle un abstract, ponerle cuatro keywords… y mandarlo a referatear en alguna revista editada en inglés, obvio, que da más puntos en el ridiculum vitae. Pero pensar si es posible hacer algo en relación con ese mundo que sus tablitas de doble entrada describe con tanto esmero: forget about it. Forget about it. Key words: utopism, idealism, voluntarism. Es contra esto contra lo que tenemos que pensar.

Para eso puede venirnos bien recuperar el trabajo de dos sociólogos franceses contemporáneos, Roger Establet y Christian Baudelot, que unos años atrás escribieron un libro extraordinario que se llama El elitismo republicano, que empieza poniéndole cifras muy precisas a algo que comienzan por constatar con mucha evidencia, que es que en todos los países del mundo (en todos) a los hijos de los ricos les va mejor que a los hijos de los pobres en el sistema educativo. Baudelot y Establet dicen: “No hay ningún país en el mundo en que a los hijos de los ricos no les vaya mejor en la escuela que a los hijos de los pobres”. No se ha inventado la pedagogía para que a los hijos de los pobres les vaya mejor en la escuela que a los hijos de los ricos. Ahora bien, con esta constatación, que ocupa las primeras páginas del libro de Baudelot y Establet, empieza, y no termina, la discusión que ellos plantean. Baudelot y Establet no dicen, llegados a esa constatación: “Bueno, lo sentimos mucho: tenemos que terminar en este punto. Quad eran demostratum, y a llorar a la iglesia.” ¡No! A partir de esa constatación lo que hacen Baudelot y Establet es empezar a pensar, y empiezan a hacer otras cuentas y descubren y demuestran contundentemente que en los países en los que hay políticas compensatorias frente a la injusticia del mundo —políticas institucionales, políticas pedagógicas, políticas estatales, políticas de becas, políticas del tipo que sea— el grado de influencia de la pertenencia de clase de los papás sobre la performance educativa de los hijos es tres veces menor que en los países donde no hay esas políticas compensatorias.

El humorista argentino Daniel Paz inventó un personaje que a mí me divierte mucho y que se llama León el activista peleón, que es una especie de ultraizquierdista que nunca está conforme con el mundo ni con ninguna de las políticas que desde posiciones más reformistas se llevan adelante a veces para revertir un poco las injusticias del mundo. Aquí, en este punto del argumento de Baudelot y Establet que estoy reproduciendo, podría aparecer León, el activista peleón, y decir: “Sí, muy bien, pero bien que incluso después de aplicar esas políticas compensatorias a los hijos de los ricos les sigue yendo mejor que a los hijos de los pobres” Y… sí, León. Claro, León. ¿Pero sabés qué, León? El grado en que eso ocurre se ha reducido muy significativamente. León nos mira escéptico: “Se ha reducido, no ha desaparecido”. Y… no, León. Te prometo que vamos a tratar de hacer la revolución

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social, León. Te aseguro que le ponemos ganas, León. Pero mientras tanto… ¿te parece mal, León, que hagamos un poquito de política? ¿O preferís seguir dándole la razón a la derecha que dice que “Todos los que estamos acá sabemos que la Universidad es, de hecho, un privilegio” ¿O preferís seguir leyendo libros con tablitas estadísticas que demuestran que el mundo es horrible y que no vale la pena intentar nada, mientras escuchás la discografía completa de Pablo Milanés, porque vos sos de izquierda?

La declaración de la CRES dice que la Universidad es un derecho humano universal. Me parece que ese derecho a la Universidad es y debe ser pensado tanto como un derecho de los individuos cuanto como un derecho de los pueblos. La Universidad es un derecho de los individuos y un derecho de los pueblos. En general, en nuestro modo de pensar los problemas de la política, fuertemente impregnado de un punto de vista liberal individualista, cuando decimos que algo es un derecho, pensamos que es un derecho de los individuos. Eso no está mal, y es necesario tomarlo muy en serio: la Universidad es un derecho de los individuos. Y por lo menos tenemos que dedicar un ratito a pensar que si nos vamos a tomar en serio la idea de que la Universidad —o la educación, más en general, la Educación Superior, la educación en todos sus niveles— es un derecho, tenemos que preguntarnos qué consecuencias tiene ese postulado para nuestro modo de habitar nuestras instituciones, para nuestro modo de hacer lo que hacemos en las aulas en las que damos clases.

Y bien, ¿qué quiere decir, entonces, que la educación, que la Universidad, es un derecho? Quiere decir en principio que cada uno de los muchachos y cada una de las chicas que están sentados frente a nosotros en un pupitre cuando damos clases no es un tipo o una tipa a los que nosotros, en medio de todas las cosas importantes que tenemos que hacer —escribir nuestro próximo paper para la Very Important Sociological Review de Oklahoma, que da puntos para el ridiculum vitae, que tiene triple referato, ciego, sordo, mudo— les hacemos el favor de darles clases. ¡No! Son los sujetos de un derecho que los asiste y que nosotros tenemos la responsabilidad de garantizarles, y que si ese muchacho o esa chica no aprende lo que les enseñamos no es porque tengan “un problemita”, porque hayan venido “fallados”, porque estén —como se escucha todavía en la sala de profesores de nuestras instituciones— “llenos de carencias”. Sería un chiste gracioso, este de los sujetos “llenos de carencias”, de Macedonio Fernández, pero me temo que no es un chiste: es la miserable excusa que nos damos los profesores para explicar por qué no somos capaces de garantizarles a nuestros estudiantes el derecho que tienen a aprender lo que les enseñamos.

Es necesario entender que nunca más podemos suponer que los muchachos y las chicas son el problema; los muchachos y las chicas no son deficitarios respecto a lo que deberían ser como estudiantes, o por lo menos no lo son más que lo que nosotros lo somos respecto a lo que deberíamos ser como profesores. ¿O de verdad estamos tan convencidos de que somos los profesores que ellos se merecen como para sacudir la cabeza y decir: “¡Ay, no son los alumnos que nosotros nos merecemos!” ¡Son los que tenemos, son los que el sistema educativo de nuestros países puso frente a nosotros! Y el sistema de Educación Superior en el que damos clases no es ajeno a la calidad de esos muchachos a los que les damos clase. Los sistemas de formación de profesores en nuestros dos países son muy distintos, pero en los dos las instituciones en las que trabajamos tienen una función fundamental en la formación de los profesores que a su vez forman a los estudiantes frente a los cuales después ponemos los ojos en blanco y decimos: “¡Qué barbaridad, el bajo nivel que tienen!”.

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Quiero decir que, si nosotros formamos los profesores que los hicieron llegar hasta las aulas de nuestras instituciones de Educación Superior con el nivel que tienen, ¿con qué autoridad después decimos “con estos pibes no se puede”? ¿Cómo que no se puede? La educación es un derecho, que no es apenas el derecho a entrar a nuestras instituciones: es el derecho a entrar, pero también es el derecho a aprender, a no ser humillados, a no ser mirados ni una sola vez, durante todos los años que les lleve la travesía, con esa cara miserable que sabemos ponerles, que les dice sin decirles “Yo sé que vos no vas a poder”. ¿Cómo puede ser que todavía en la sala de profesores de nuestras instituciones haya colegas que creyéndose muy vivos nos dicen “yo les veo la carita en marzo y ya sé quién llega a noviembre”, porque soy un tipo grande, ya tengo mucha experiencia. ¡Sos un inútil! ¿Cómo que tenés mucha experiencia? No entendiste de qué se trata: si les viste la carita en marzo y sabés quién llega a noviembre y no pensás hacer nada al respecto, sos cómplice de esta sociedad injusta que tenemos que cambiar.

Es necesario que todos entren, que todos transiten sin humillaciones, que se reciban y que lo hagan en plazos razonables, que no dupliquen o a veces tripliquen los plazos teóricos previstos en nuestros planes de estudios solo porque los miembros de la corporación profesoral no hemos resuelto bien nuestras internas y tenemos las vidas de nuestros jóvenes como rehenes. Y es necesario

—quiero ser enfático en esto— que hagan todo eso con los más altos niveles de calidad, sea como sea que la bendita calidad se defina. Esto es un problemón sobre el que no voy a hablarles a ustedes. Entre otras cosas porque aquí no me interesa el problema técnico de cómo se mide la calidad. Me interesa el problema conceptual más importante, que es entender que no hay que elegir entre la calidad y la cantidad. Si de verdad creemos que la educación es un derecho, una institución solo es buena si es buena para todos, pero solo es de verdad para todos si es para todos buena; no buena, la mejor. No me vengan a decir: “Está bien, les enseño todo, pero no pretenderás que les enseñe igual que si fueran unos pocos”. ¡Sí, pretendo que les enseñes igual que si fueran unos pocos! ¿Cuál es el odioso prejuicio, por completo elitista, que nos lleva a suponer que los más no pueden hacer, en los mismos niveles de calidad, lo mismo que los menos? Si entendemos la educación como un derecho tenemos que dejarnos de falsas antinomias: una educación solo es democrática si es de la más alta calidad para todo el mundo.

Pero la Universidad no es solo un derecho de los individuos, es también –decíamos –un derecho colectivo del pueblo, más allá de que los distintos hijos del pueblo elijan para sus vidas un destino universitario, o un destino de Educación Superior, o no, porque la Universidad y la Educación Superior son derechos, no obligaciones. Ser universitario no es obligatorio, ni siquiera — acá, entre nosotros— es un programón. Diría que ser universitario es un buen plan B para una vida; cuando fallamos en las cosas realmente importantes, que son ser corredor de Fórmula 1, bailarina de clásico. Por supuesto, todos tenemos que tener la posibilidad de ensayar ese plan B, pero podemos elegir, también, otras posibilidades. Y si uno elige ser corredor de Fórmula 1 o bailarina de clásico o carpintero, si uno elige eso, no si está condenando a eso en un país que a los carpinteros no les da el derecho a ser universitarios… Recomiendo muchísimo el muy importante libro El filósofo y sus pobres, para mí uno de los libros más hermosos de Jacques Rancière, un filósofo que tengo siempre en mente cuando digo estas cosas. Es un gran libro sobre el gran tema de Rancière, que es la igualdad, la igualdad de los talentos, la igualdad de las capacidades, la igualdad de las inteligencias.

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Todos los hombres tienen los mismos derechos porque todos los hombres son iguales. Si todos los seres humanos somos iguales es porque todos los seres humanos tenemos las mismas capacidades, los mismos talentos, las mismas inteligencias. Eso es muy importante, y nos lo tenemos que tomar muy en serio. Creo que la condición para empezar a enseñar es tomarnos muy en serio eso, que quiere decir algo muy concreto: que, frente a un texto, a cualquier texto, nadie está más preparado que otro. Tendemos a creer que no es así. Cuando damos clase tendemos a suponer que frente al texto que estamos dando estamos más preparados que el otro, al que se lo estamos, como decimos, “enseñando”. Tenemos que dejarnos sorprender con la pregunta del otro que no teníamos prevista, que desbarata las pretensiones de superioridad que tenemos sobre ese otro en relación con la lectura de ese texto y que nos revela una vez más que todos los seres humanos somos iguales.

Rancière leyó bien a Louis Auguste Blanqui, un gran político y revolucionario francés del siglo XIX, líder de la revolución del 30, referente fundamental de la revolución del 48, mito de la revolución del 71, que pasó la mayor parte de su vida preso… Es el Gramsci o el Mandela del siglo XIX. Pasó casi toda la vida preso, en una celdita que tenía una ventanita que miraba el cielo. No es exagerado decir que Blanqui se pasó la mayor parte de la vida mirando al cielo. Sobre todo de noche, que es cuando el cielo se pone más interesante y cuando las estrellas dibujan una serie de figuras imposibles de desentrañar, misteriosas, fascinantes. Blanqui pensó mucho sobre las estrellas. De hecho escribió un libro extraordinario sobre ellas que se llama La eternidad por los astros. Ese libro influyó mucho en Borges y Bioy Casares, dos señores conservadores que sabían bien que a ese socialista había que leerlo: no eran tontos. Leían a Blanqui, leían a Heine, el poeta alemán, favorito de Marx. Borges dice sobre Heine: “Tengo para mí, contra todas las universidades del orbe, que Heine es el mayor poeta en lengua alemana”. Vean qué arrogancia la de Borges, le gustaba el mismo poeta que le gustaba a Marx y decía “tengo para mí que es el mayor poeta en lengua alemana”. Y le gustaba Blanqui, también.

Bueno, a Rancière también le gusta Blanqui, y subraya de Blanqui algo que este dice mirando las estrellas y que es extraordinario, que es que desde hace miles y miles de años todos los hombres, varones y mujeres, ricos y pobres, letrados e iletrados, venimos sospechando que hay un mensaje cifrado para nosotros en el paisaje misterioso del cielo estrellado. Que hace miles y miles de años todos los hombres, varones y mujeres, ricos y pobres, letrados e iletrados, venimos tratando de descifrar ese mensaje cifrado para nosotros en el paisaje misterioso del cielo estrellado. Y que desde hace miles y miles de años todos los hombres, varones y mujeres, ricos y pobres, letrados e iletrados, venimos fracasando por igual, todos exactamente igual, en ese intento por descifrar el mensaje escondido para nosotros en el paisaje misterioso del cielo estrellado. Frente a esa conmovedora igualdad, frente a esa común impotencia, a la que Rancière da un nombre muy bonito y muy francés —la llama comunismo—, ¿qué importancia tiene que alguno de los chicos de nuestro curso sepa la regla de tres compuesta un poquito mejor que otro, si la regla de tres compuesta se puede enseñar, y si sobre lo que de verdad importa, que es lo que nos quieren decir las estrellas, nosotros tampoco tenemos ni idea?

Pero no nos dejemos confundir por lo poético del ejemplo de las estrellas. Un montón de estrellas, que son un montón de puntos plateados sobre un fondo negro, no es otra cosa que lo que solemos llamar un texto. Un texto es un conjunto de manchas de un color sobre un fondo de otro

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color. Pueden ser estrellas sobre el cielo, pueden ser signos sobre un papel o sobre un papiro o sobre una roca. Si entendimos bien lo que dice Rancière que Blanqui dice sobre el cielo, lo que nos está diciendo Rancière es que frente a cualquier texto, frente a un texto de Adriana Puiggrós, frente a un texto de Bourdieu, frente a un texto de Shakespeare o frente al cielo estrellado, porque es lo mismo, todos somos iguales, todos estamos desnudos frente a los textos, todos llegamos por primera vez a un texto que hemos leído mil veces. Un gran crítico literario inglés, extraordinario, que escribió montones de libros fantásticos sobre Hamlet, uno de los tipos que más han escrito sobre Hamlet, ya de viejito le contó Hamlet a una niñita de seis años, y cuando terminó le preguntó: “Decime, ¿a vos qué te parece: el espectro que aparece en el acto primero es el fantasma del papá de Hamlet o es un fantasma endemoniado que lo quiere hacer matar a su tío?”. La nenita pensó y dijo: “¿Qué diferencia hay?”. Y este autor, que ya tenía como 80 años de escribir los mayores libros sobre Hamlet que se hayan escrito en el siglo XX, dice: “Nunca se me había ocurrido”. Es extraordinario entender que, frente a Hamlet. el mayor especialista del siglo y su nietita de seis años estaban igual de desnudos, igual de vírgenes, igual de impotentes.

Así estamos frente a todos los textos, desde el cielo hasta lo que tenemos que enseñar mañana. Tenemos que entender que frente a ese texto que tenemos que enseñar mañana estamos exactamente igual, quizás con algunas mañas más, que son básicamente mañas para disimular ante nuestros estudiantes lo desnudos que estamos frente a ese texto, exactamente igual de desnudos, digo, que nuestros estudiantes. Por eso, porque todos nuestros talentos son iguales, porque todas nuestras inteligencias son iguales, todos los hombres, todos los seres humanos, tenemos los mismos derechos.

Perl decía que, además de un derecho de los individuos, la educación, la Educación Superior, la Universidad, es un derecho de los pueblos. Me gustaría que esto no se entendiera como una consigna ingenua. Decir que la Universidad o la educación o la Educación Superior es un derecho del pueblo quiere decir que todo el pueblo, independientemente de que sus hijos elijan asistir a las aulas de esas instituciones o decidan para sus vidas otros planes, como ser bailarina de clásico o jugador de básquet, tienen el derecho a que esas instituciones les provean los profesionales que necesita para su desarrollo, les provean los conocimientos que necesitan, les provean las formas de articulación con las organizaciones sociales, políticas, sindicales, estatales. Estoy pensando en las tres funciones clásicas: la formación, la investigación y la extensión.

Que la Universidad es un derecho del pueblo quiere decir entonces, mirando a la primera de esas tres funciones, que el pueblo tiene que recibir de ella los profesionales que necesita. Por supuesto, esto se dice fácil y después es muy difícil. Porque ¿qué quiere decir los profesionales que ese pueblo necesita? ¿Quién decide cuántos médicos, cuántos ingenieros en puentes, cuántos poetas, cuántos politólogos, cuántos filósofos medievalistas un país necesita? ¿Y qué quiere decir necesitar? Hay que pensar esa expresión lejos de todo utilitarismo, en el espíritu de ese pequeño gran libro de Martha Nussbaum que se llama Sin fines de lucro, que recomiendo mucho, que es una gran reivindicación de la inutilidad de las humanidades frente al clima utilitarista que gobierna hoy a la Universidad norteamericana. En todo caso, sea como sea que un pueblo defina qué profesionales necesita, decir que la Universidad es un derecho del pueblo quiere decir que esta debe proveer a ese pueblo los mejores profesionales para garantizarle el desarrollo, el bienestar, la felicidad, la salud.

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¿Qué quiere decir que el pueblo tiene un derecho a la salud si eso no incluye, entre otras cosas, que tiene un derecho a que la Universidad pública que mediante el pago de sus impuestos sostiene le provea los médicos, los enfermeros, para que ese derecho a la salud no sea meramente declarativo?

Desde el punto de vista de la investigación decir que la Universidad es un derecho del pueblo quiere decir que el pueblo tiene que tener derecho a que la Universidad produzca para él los conocimientos que necesita. Y la Universidad no siempre se preocupa mucho por esto; en las universidades se investigan cosas muy importantes, se saben cosas muy importantes que cuesta mucha plata saber. Sin embargo, después, cuando esos saberes circulan, con mucha frecuencia lo hacen en revistas referateadas tipo A, indexadas en no sé qué cosa, en el cielo, en las estrellas, en el campo, en las espinas, no sé qué, porque eso da más puntos en el ridiculum vitae. Con mucha frecuencia aparecen publicados en una lengua diferente de la lengua que habla todos los días el pueblo que paga sus impuestos y que sostiene a la Universidad, y a veces algunos investigadores se consuelan o se excusan diciendo “pero yo después hago divulgación”.

No digo que no haya que jugar el juego ridículo del curriculum vitae, no digo que no haya que jugar el juego ridículo de nuestra ridícula supervivencia en las ridículas instituciones que habitamos. Cada uno lidia con su vidita como puede. Pero no perdamos del horizonte lo que estamos haciendo en instituciones públicas sostenidas por el pueblo y que tienen que estar a su servicio. Y si queremos escribir papers referateados en la Very Important Antropological Review de Boston —lo cual además es facilísimo—, aprendamos además a hablar el lenguaje, que es mucho más difícil —no mucho más fácil—, más exigente y más importante de las grandes conversaciones colectivas. Hagamos ridiculum, dale que va. Tenemos que sobrevivir, llegar a fin de mes, parar la olla, los pibes, todas esas cosas que nos decimos para seguir escribiendo en revistas referateadas…, pero después aprendamos a hablar esa otra lengua, más exigente, más difícil. Porque es, en efecto, mucho más difícil y mucho más importante estar a la altura política, retórica y moral de las grandes conversaciones colectivas que estar a la altura más bien gallinácea del lenguaje con el que escribimos nuestros papers académicos de presunta excelencia.

Y finalmente, pensemos también en la última de las funciones de la Universidad, que es a lo que los reformistas del 18 llamaron “extensión”, una categoría que hoy, por todo tipo de razones, nos produce cierta incomodidad. Hay como un gesto dadivoso, un gesto humanitario, un gesto concesivo en la idea de extensión: extendemos nuestros saberes al mundo exterior, y sobre todo al mundo de los pobres. Pensamos, investigamos, hacemos cosas muy serias de lunes a viernes, y los sábados a la tarde damos cursos de extensión… Hoy, muchas décadas después, y sin que nada de esto que estoy diciendo suponga una burla a la gran tradición extensionista, que en toda América Latina ha dado experiencias muy importantes, muy interesantes, muy potentes, tenemos que revisar esa concepción. Entre otras cosas, porque una de las cosas que pasaron en este siglo es que no necesariamente tenemos que salir de la Universidad para encontrarnos con los pobres. Ahora algunos de esos pobres son nuestros estudiantes. Es una gran noticia, una excelente noticia, no es para encontramos con los pobres que tenemos que salir de la Universidad. Tendríamos que preguntarnos incluso si se trata solamente de salir de la Universidad.

Mi amigo Diego Tatián, filósofo político cordobés de lo más interesante, viene acuñando desde hace varios años y varios escritos una palabra que me gusta mucho, la palabra intensión

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(intensión, con ese, no con ce): en lugar de extendernos amablemente al mundo, meter adentro de la Universidad las tensiones del mundo exterior. No agitar frente a las tensiones del mundo exterior, temerosos, la banderita defensiva de la autonomía, mal entendida como prescindencia de los problemas del mundo, sino escuchar a los actores del mundo social, de la sociedad en la que vivimos, del territorio en el que trabajamos: cuáles son sus demandas, sus exigencias, sus pretensiones, sus sueños respecto a la Universidad en la que desarrollamos nuestra tarea. La Universidad se vuelve más democrática, no solo internamente, sino en su relación con la sociedad, si puede hacer de doble vía esa puerta a la que aludimos con la expresión una universidad de puertas abiertas. Siempre nos imaginamos puertas que se abren hacia fuera para dejarnos salir; tal vez sea interesante pensar puertas que se abren hacia dentro para dejar que la sociedad penetre en la Universidad y la enriquezca desde adentro.

De manera más general, me parece que pensar la Universidad como un derecho del pueblo es pensar una Universidad que pueda producir acciones, profesionales y conocimientos que nos ayuden a construir una sociedad más igualitaria. No necesariamente producir muchos profesionales contribuye a producir una sociedad más igualitaria, no necesariamente producir contadores, como producimos en serie para que les enseñen a los ricos más ricos de nuestros países a seguir evadiendo los impuestos que deberían pagar, es una buena noticia. No necesariamente seguir produciendo arquitectos que diseñen para los ricos más ricos de nuestros países casas con piscinas de tres trampolines, mientras un montón de gente sigue viviendo en la indigencia y al aire libre, es una buena noticia. Pensar una Universidad como un derecho colectivo del pueblo es pensar también el tipo de profesionales que formamos, el tipo de saberes que producimos y el tipo de acciones que realizamos con la comunidad en la perspectiva de producir una sociedad más igualitaria.

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