N° 7

INTEGRACIÓN Y CONOCIMIENTO

 

ISSN 2347 - 0658

Vol. 2 Año 2017

DOCUMENTO

QUERÍAMOS EVALUAR

Y TERMINAMOS CONTANDO: ALTERNATIVAS PARA LA EVALUACIÓN DEL TRABAJO ACADÉMICO

Angélica Buendía1

Universidad Autónoma Metropolitana

abuendia0531@gmail.com

Susana García Salord2

Universidad Nacional Autónoma de México salord@unam.mx

Rocío Grediaga3

Universidad Autónoma Metropolitana

mrgk@correo.azc.uam.mx

Monique Landesman4

Universidad Nacional Autónoma de México segall@unam.mx

Roberto Rodríguez-Gómez5

Universidad Nacional Autónoma de México roberto@unam.mx

Norma Rondero6

Universidad Autónoma Metropolitana

nrl@correo.azc.uam.mx 163

Mario Rueda7

Universidad Nacional Autónoma de México mariorb@unam.mx

Héctor Vera8

Universidad Nacional Autónoma de México hectorvera@unam.mx

1 Profesora investigadora del Departamento de Producción Económica de la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco (México).

2 Investigadora del Instituto de Investigaciones en Matemáticas Aplicadas y Sistemas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). CE:

3 Profesora investigadora del Departamento de

Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana-Atzcapotzalco (México).

4 Profesora de la Facultad de Estudios Superiores Iztacala de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

5 Investigador del Instituto Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

6 Profesora investigadora del Departamento de

Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana-Atzcapotzalco (México).

7Investigador del Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

8Investigador del Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

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Resumen

Los autores–investigadores con más de dos décadas de trabajo e investigación en evaluación de la docencia universitaria- presentan un documento elaborado conjuntamente durante el segundo semestre de 2016 con el objetivo de compartir y actualizar información sobre el tema, analizar y discutir la problemática de los programas de estímulos a la productividad implementados en México y plantear contribuciones críticas y debates para su reformulación. La discusión abordó, entre otras cuestiones, la utilidad de los programas respecto de sus propósitos; grado de aceptación por los académicos como parte de la regulación de su práctica; la posibilidad de pensar alternativas que los reemplacen o mejoren; los aspectos a considerar para ello y, si resulta deseable mantener el vínculo entre evaluación del desempeño y estímulos económicos. Así, a partir del análisis del origen y desarrollo de los programas de estímulos y de las formas de evaluación del trabajo académico asociadas a los mismos, y de la consideración de los principales efectos generados por su implementación, se plantean algunas alternativas de revisión y mejora. El documento está disponible públicamente para favorecer la intervención de quienes pudieran interesarse en su discusión y en la propuesta de alternativas de revisión de las políticas en desarrollo.

Palabras clave: Evaluación de la Docencia. Profesión Académica. México.

PRESENTACIÓN

La inquietud de observar en forma reiterada las repercusiones de la evaluación del trabajo académico en las universidades públicas mexicanas motivó la reunión de un grupo de ocho académicos que a lo largo de dos décadas han desarrollado estudios y publicado documentos sobre el tema. La convocatoria se hizo con la doble

intención

de

intercambiar

 

información

 

reciente y puntos de vista sobre la

 

evaluación del trabajo académico, y

 

producir una publicación que pudiera

 

compartirse con el mayor número de

 

colegas posible para alentar la discusión y

 

contribuir a crear iniciativas que propicien

 

un cambio favorable en esta actividad.

 

Durante el segundo semestre de

 

2016,

los

autores,

investigadores

 

educativos de distintas disciplinas y

 

especialidades,

nos

 

 

reunimos

 

periódicamente para analizar y discutir la

 

problemática de los programas de

 

estímulos a la productividad. La discusión

 

abordó, entre otras cuestiones, si los

 

programas sirven de estímulo a los

 

propósitos expresados; si son aceptados

 

por los académicos como parte de la

 

regulación de su práctica; si es posible

 

pensar en alternativas que los reemplacen,

164

o al menos los mejoren; qué aspectos

 

cabría considerar para abrir un mejor

 

horizonte en ellos; y si resulta deseable

 

mantener el vínculo entre evaluación del

 

desempeño y estímulos económicos.

 

Con el propósito de discernir los

 

principales

aspectos

 

del

tema

 

organizamos la discusión en torno a dos

 

ejes de análisis: el origen y desarrollo de

 

los programas de estímulos y de las

 

formas de evaluación del trabajo

 

académico asociadas a los mismos, y los

 

principales efectos, positivos y negativos,

 

generados por su implementación. A

 

partir de los elementos de diagnóstico

 

formulados,

planteamos

 

algunas

 

alternativas que pueden contribuir al debate sobre su continuidad o, en todo caso, a su posible y, a nuestro juicio, indispensable reformulación.

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INTRODUCCIÓN

Una de las políticas públicas de mayor impacto y continuidad probablemente la principalpara orientar, regular e incentivar el desempeño del personal académico de tiempo completo en las universidades públicas del país está sustentada en los

programas de estímulos a la productividad.

Estos programas surgieron al inicio de los años noventa con el propósito de mejorar la calidad de la educación superior universitaria, ya que se pensaba que un incentivo económico impulsaría al personal académico a obtener posgrados, atender las tareas involucradas en la formación docente y participar en los programas de investigación y difusión institucionales. Lo anterior significa que los programas de estímulos dan por supuesto un efecto de agregación: si la mayor parte de la planta académica de tiempo completo cumple con los requisitos establecidos, el resultado deberá ser la mejoría en la calidad esperada.

En esencia, estos programas están orientados a premiar, mediante cuotas de sobresueldo, la productividad académica, expresada básicamente en el número y la calidad de los productos de investigación, así como la actividad docente, medida por el número de asignaturas, tutorías y tesis dirigidas. En tal sentido, los programas de estímulos representan una fórmula de pago por méritos.

Desde su creación en 1992, los programas de estímulos las universidades, originalmente denominados ―becas al

desempeño académico‖, han evolucionado en sus reglas y formas de

operación. En la actualidad, la mayoría contempla el conjunto de funciones que debe cumplir un académico; se otorgan las categorías más altas a aquellos que demuestran llevar a cabo, en forma simultánea, tareas de investigación, formación de estudiantes, extensión, divulgación y gestión institucional.

En sus primeras versiones, los programas de estímulos fueron diseñados con un relativo apego a las atribuciones de la autonomía universitaria. Cada Universidad fijaba los criterios y procedimientos para la operación de su programa, generalmente bajo la sanción de un órgano colegiado superior, y en ocasiones con la participación de las agrupaciones del personal académico. En todo caso, la Secretaría de Educación Pública (SEP), a través de la subsecretaría encargada, otorgaba el visto bueno y los

recursos para su puesta en marcha.165

Aunque los programas de estímulos universitarios coinciden en ciertos rasgos, difieren en aspectos como el monto del sobresueldo asignado a las categorías, los requisitos a cumplir y los

procedimientos de evaluación correspondientes. En su origen, estos programas y sus antecedentes (el Sistema Nacional de Investigadores y los

programas de incentivos a la

productividad académica de la Universidad Autónoma Metropolitana y la Universidad Nacional Autónoma de México), cumplían principalmente una función compensatoria del deterioro salarial ocurrido en la década de los ochenta, y su intención era retener en las universidades al personal de mayor calificación. En la actualidad operan como un segundo régimen y tabulador que gobierna la actividad académica en las

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instituciones. Aunque conservan su carácter voluntario para los profesores e investigadores, es un hecho que la mayor parte del personal académico de tiempo completo acude a su convocatoria.

Como la asignación de las categorías, previa evaluación, es por periodos determinados, los aspirantes pueden ascender, conservar la categoría o sufrir un cambio negativo. Esta condición se traduce en una presión continua para enfocar la actividad individual en la acumulación de tareas y productos contemplados en los protocolos y reglas operativas. De esta manera, los estímulos se han consolidado e institucionalizado como rutas de la trayectoria académica y profesional del personal académico y han generado, a su vez, un orden de prelación en el que se prioriza el trabajo individual, el enfoque de competitividad de tareas y resultados, la producción documentable y el uso del tiempo de trabajo en las actividades que acreditan la satisfacción de requisitos.

Se trata de una racionalidad meritocrática que tiende a desplazar, acaso inevitablemente, a otras lógicas académicas, principalmente aquellas relacionadas con la simple satisfacción de contribuir, desde la vocación, la responsabilidad y el compromiso compartido, a los ejes de la misión universitaria: formar estudiantes, generar bienes de conocimiento y cultura, y participar en su difusión social.

La tensión entre ambas racionalidades, académica e instrumental, explica la aparente paradoja entre el éxito de la política asociada con los programas de estímulos —su permanencia, su progresiva extensión en el ámbito de la Educación Superior pública y su amplia

capacidad de convocatoria— y las críticas que diversos actores, tales como

especialistas, responsables de la instrumentación e incluso los propios académicos, han planteado prácticamente desde sus inicios.

Por otro lado, los programas de estímulos institucionales tienden a dar relieve a las actividades y los productos que favorecen el que las universidades puedan ser incluidas en los programas y fondos centrales que aseguran acceso a recursos extraordinarios. Por ello, la trama burocrática que soporta su operación es compleja. Por su propia naturaleza, los programas de estímulos involucran intereses y prácticas —las de las comunidades académicas realmente existentes— que en no pocos casos trascienden la neutralidad de las reglas. Por lo general, los académicos son

evaluados por pares pero, a diferencia de

166

 

otras fórmulas de calificación académica,

 

quienes evalúan y los que son evaluados

 

forman parte de una misma comunidad;

 

el dictamen no es anónimo ni ciego, lo

 

que da entrada a reglas informales de

 

distribución de recursos y prestigios que

 

operan en cualquier comunidad cerrada.

 

Con el propósito de subsanar este riesgo,

 

se ha llegado a una notable especificación

 

de los objetos a evaluar, en no pocos

 

casos a la asignación de valores y

 

equivalencias numéricas y, con gran

 

frecuencia, a la rigidez de los criterios a

 

seguir en el proceso de evaluación.

 

Por su importancia en la trama de

 

las políticas de Educación Superior

 

desarrollada a partir los años noventa, por

 

sus efectos sobre la organización del

 

trabajo académico en las universidades, y

 

también por su impacto en la trayectoria y

 

la vida cotidiana del personal académico,

 

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los programas de estímulos han sido objeto de estudio recurrente en diversas áreas de la investigación educativa.

En los estados del conocimiento de la investigación educativa nacional durante el periodo de 1992 a 2002, publicados por el Consejo Mexicano de Investigación Educativa (COMIE), las autoras del capítulo correspondiente a la investigación sobre académicos hacen notar que ―la producción en nuestro campo se concentra de manera preponderante alrededor de un tema que se reportaba como emergente en el estado de conocimiento anterior: la evaluación de los académicos en el contexto de los cambios en las políticas públicas hacia la educación superior‖ (García Salord et al., 2003, 208).

El trabajo citado sistematiza más de un centenar de publicaciones sobre el tema de los estímulos académicos en

México, conjunto que incluye investigaciones, estudios, ensayos y tesis de posgrado, e identifica cuatro grandes dimensiones que articulan la producción durante el periodo: a) la contextual, localizada en las políticas públicas en las que se insertan los programas de estímulos; b) la organizacional, mediante la que se ubica el escenario particular de indagación: el entorno institucional y la composición del personal académico; c) la conceptual, propuesta a través de la definición básica de aspectos que el investigador considera que se relacionan con cada una de las normativas analizadas; y d) la subjetiva, que atiende el registro en distintos grados de las prácticas o las opiniones y actitudes de los actores relacionados con los programas.

El estado de conocimientos del COMIE para el periodo 2002-2011, en la

sección correspondiente a los estudios sobre académicos, reitera la importancia del tema, así como su continuidad como objeto de la investigación educativa. Se hace notar, en particular, la consolidación de enfoques metodológicos (cuantitativos y etnográficos) en el análisis del tema, así como la preminencia de críticas al fenómeno que dan ―considerable evidencia de que los mecanismos de evaluación han tenido efectos nocivos en la vida universitaria, como son los casos de simulación en la dimensión personal y el quebranto de las relaciones interpersonales de los académicos, su salud y sus salarios‖ (Galaz y Gil Antón, 2013, p. 472).

A pesar de los avances derivados de la investigación educativa para analizar, sistematizar, registrar y reconocer los

procesos de diseño, implementación y

promoción de los programas de 167 estímulos, así como sus principales efectos pedagógicos, organizacionales, comunitarios e individuales, el espacio de interrogación sobre su legitimidad, pertinencia y eficacia permanece abierto.

ANTECEDENTES DE LOS PROGRAMAS DE EVALUACIÓN DEL TRABAJO ACADÉMICO

A mediados de la década de 1980 se implantaron una serie de políticas públicas relacionadas con la Educación Superior, cuyo propósito era orientar su conducción a través de diferentes programas e instrumentos de evaluación

del trabajo académico que se incorporaron paulatinamente a las instituciones. Su origen se fundamentó en el pago por mérito asociado a la evaluación, visto como la única vía

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posible para mejorar las condiciones de los académicos de tiempo completo deterioradas por factores de índole presupuestal, laboral y académica.

El antecedente de este esquema de políticas se ubica en el proceso de

expansión sin precedentes que experimentó el sistema universitario en la década de los setenta. Entre 1970 y 1975 la matrícula creció 115 por ciento, mientras que entre 1975 y 1980 el incremento fue de 60.8 por ciento. Entre 1970 y 1980, la tasa de crecimiento de la planta académica total fue de 68.4 por ciento y la de los académicos de carrera (tiempos completos y medios tiempos) fue de 108.7 por ciento. Si bien la mayor parte de las instituciones de ese entonces contaba con una planta académica

minoritariamente compuesta por académicos de carrera, surgieron

instituciones que privilegiaron la incorporación de académicos de tiempo

completo, como la Universidad

Autónoma Metropolitana. La característica más destacada de este crecimiento es que no fue un proceso regulado.

LOS AÑOS OCHENTA: DE LA CRISIS A LA REGULACIÓN/EVALUACIÓN

El crecimiento no regulado del sistema que definió a la década anterior fue la antesala para que en los ochenta se configurara un sistema de Educación Superior complejo y heterogéneo, caracterizado por la diversificación de la oferta educativa, la modificación de la composición y el crecimiento de matrícula y de la planta académica, así como por la

expansión sin precedentes del subsector privado.

No es arbitrario que a este periodo se le denomine la ―década perdida‖, pues los efectos de la crisis económica evidenciaron la fragilidad del sistema. Entre los más importantes respecto al sistema público de Educación Superior, cabe mencionar los siguientes:

1.Una disminución real en el presupuesto asignado por la federación, cuyo impacto directo fue la reducción del poder adquisitivo de los salarios de los

trabajadores universitarios (académicos y administrativos). Se implementaron medidas como topes salariales, se buscó establecer tabuladores salariales comunes a las instituciones y homologar los salarios de los académicos (López

Zárate, 1996). Entre 1983 y 1990,

168

 

el promedio del salario de los

 

académicos cayó 8.4 por ciento

 

anualmente (Soto, 1990). Según

 

Fuentes (1989), la capacidad

 

adquisitiva, es decir, el salario real

 

promedio de los académicos, se

 

deterioró 40 por ciento durante la

 

crisis.

 

2.La desaceleración del ritmo de

crecimiento que venía experimentando el sistema en la década anterior. Durante la primera mitad de la década el crecimiento promedio fue de 37 por ciento, en tanto que la planta académica total creció solo 19 por ciento.

3.La necesidad de establecer mecanismos de regulación y planeación antes inexistentes. Si bien en los años setenta se creó el

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Sistema Nacional de Planeación Permanente de la Educación Superior (SNAPPES), no se establecieron los mecanismos de tal planeación; fue en 1986 que, a partir del Programa Integral para el Desarrollo de la Educación Superior (Proides), creado en el marco de la ANUIES, se inició propiamente la operación de estos mecanismos, con el fin de regular el crecimiento del sistema.

Paralelamente a los mecanismos de planeación y control del sistema universitario para la regulación del crecimiento y la atención a los efectos de la crisis, a partir de 1980 se puso en marcha un elemento adicional que operó con la misma lógica de regular el sistema: la modificación legislativa que condujo a la creación del apartado de Trabajo Universitario en la Ley Federal del Trabajo y que estableció, a principios de la década, una nueva configuración en las relaciones laborales universitarias. Hasta 1980, los sindicatos de las universidades públicas habían luchado por el reconocimiento legal de su representación en un ámbito laboral distinto del que prevalecía en el sector privado y el sector público-gubernamental. Después de amplios debates se reconoció que el trabajo universitario ameritaba un apartado dentro del capítulo de ―trabajos especiales‖ en la Ley Federal del Trabajo. Esta adición estableció una diferencia entre ―lo académico‖ y ―lo laboral‖, y dotó a las universidades de facultades para establecer reglas y mecanismos para los procesos de ingreso, promoción y

permanencia de los trabajadores

académicos. Con ello se dio fin a la

 

negociación bilateral con los sindicatos

 

universitarios, con excepción del ámbito

 

estrictamente laboral que incluyó los

 

salarios, las prestaciones y la jornada. El

 

resultado fue la implementación de una

 

legislación suprainstitucional que puso fin

 

a la bilateralidad y contribuyó al

 

debilitamiento

 

del

sindicalismo

 

universitario en México. De esta forma,

 

las universidades

públicas

autónomas

 

contaron desde entonces con la facultad

 

de establecer políticas institucionales y

 

adecuar políticas nacionales de evaluación

 

del trabajo académico en el marco de una

 

nueva

configuración

de

fuerzas

 

institucionales: ganaron peso y centralidad

 

las autoridades personales y colegiadas y,

 

más aún, las comisiones dictaminadoras

 

que, sin contrapesos sindicales, fueron las

 

responsables de tomar

las decisiones

en

169

los procesos de evaluación para el

 

ingreso, la promoción y la permanencia

 

de los académicos.

 

 

 

 

 

 

En el contexto de la crisis y de la

 

reforma laboral, se elaboraron dos

 

programas que han marcado el rumbo de

 

las transformaciones del sistema de

 

Educación Superior hasta nuestros días,

 

pues se plantearon como finalidad

 

esencial reordenar y conducir la

 

modernización de la misma: el primero

 

fue el Programa Nacional de Educación

 

Superior (Pronaes), aplicado entre 1983 y

 

1985, que pronto cedió su lugar al

 

Proides, que significó el punto de

 

referencia

de

los

esfuerzos

 

gubernamentales

de

intervención

y

 

regulación de la universidad desde 1985.

 

 

En este contexto es emblemático

 

el surgimiento del Sistema Nacional de

 

Investigadores,

primer

programa

que

 

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buscaba paliar los efectos de la crisis económica. Si bien está dirigido a los investigadores de tiempo completo y evalúa centralmente la investigación, en sus orígenes se consideró que contribuiría a retener a los académicos en las universidades públicas y a fortalecer la investigación.

EL SISTEMA NACIONAL DE INVESTIGADORES (SNI): INICIO DE LA REGULACIÓN EN EL MARCO DE LA CRISIS

Varios de los protagonistas del proceso de instauración del SNI han dado cuenta de una diversidad de antecedentes y factores que se consideraron al momento de impulsar la creación del SNI. Entre ellos destaca, primero, una coyuntura de oportunidad política. Académicos de la UNAM y miembros de la Academia de Investigación Científica (AIC) estaban ubicados en puestos claves desde los que era posible impulsar una idea originalmente deliberada en el seno de la AIC. La crisis de las finanzas públicas de 1982 y la preocupación por el financiamiento del sector se convirtieron en temas recurrentes en diversos ámbitos del sistema de investigación. Durante 1983, la AIC organizó sesiones para analizar el problema; ahí comenzaron a tomar forma las características de un sistema nacional de investigadores. La idea fue transmitida al titular de la SEP y el presidente Miguel de la Madrid le encargó a la AIC el diseño del SNI.

Para convertir el proyecto de la AIC en un programa gubernamental y negociar las condiciones financieras y de operación del SNI, se integró un secretariado técnico, del cual formaron

parte académicos de la UNAM y del IPN, y funcionarios de la SEP y el CONACyT. Ahí se diseñó el SNI (aunque algunos aspectos tuvieron que ser procesados mediante negociación, como la decisión de entregar recursos a los investigadores a través de becas y no por adición al salario nominal, lo cual respondió a la postura de la SEP, contra la opinión de las autoridades hacendarias). Aunque la AIC proponía que la Academia gestionara el SNI en todos sus aspectos, se impuso la decisión de la SEP de encargarse de la tarea a través de la Subsecretaría de Educación Superior e Investigación

Científica y, posteriormente, del CONACyT.

Otro factor importante fue un nuevo diseño institucional para el fomento a la actividad científica. La propuesta de sistema que consiguió

articularse giraba en torno a cinco ejes 170

básicos: estaba limitado a los investigadores; era externo a las instituciones, con criterios propios de

selección; su permanencia era condicionada; estaba indizado a la inflación, y era abierto en número. Malo subraya que el SNI representó la primera ocasión en que se introdujo un mecanismo de alcance nacional ―de reconocimiento y retribución basado en el desempeño‖ (FCCyT y AMC, 2005, p.

45). En el diseño del SNI, un componente clave era la evaluación de la productividad a través del juicio de pares, que se realizaría en las comisiones dictaminadoras de las áreas generales de conocimiento. Esta fórmula de evaluación académica apenas había comenzado a experimentarse en instituciones como la UNAM y el Cinvestav, que contaban con capacidad para registrar y validar la

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producción académica indizada y las citas a los productos académicos individuales.

LOS AÑOS NOVENTA: LA INSTITUCIONALIZACIÓN DE LOS PROGRAMAS DE EVALUACIÓN

Si bien el SNI es el antecedente principal de la evaluación de los académicos, la evaluación como política se institucionalizó con el Programa para la Modernización Educativa (PME) 1989- 1994 del gobierno de Carlos Salinas de Gortari, el cual consideró prioritaria la evaluación interna y externa de las instituciones como un mecanismo para mejorar la calidad de sus programas educativos y servicios. En los programas posteriores de política —el Programa de Desarrollo Educativo (PDE) 1995-2000, el Programa Nacional de Educación (Pronae) 2001-2006 y el Programa Sectorial de Educación (PSE) 2007- 2012— se observa una continuidad y diversificación de espacios y actores de la evaluación: instituciones, programas académicos, profesores, estudiantes, egresados y gestión, lo que ha intensificado y consolidado el modelo de evaluación para la Educación Superior. En general, la lógica del discurso que argumenta los programas derivados de estas políticas se sustenta en la relación entre calidad, evaluación y financiamiento, con diferentes matices según el objeto de la evaluación.

Con el SNI de antesala se configuró un esquema distinto de regulación y evaluación del trabajo académico. Actualmente, se distinguen los programas diseñados y operados por las

instituciones universitarias, pero

derivados de lineamientos

gubernamentales, y aquellos implementados y gestionados por organismos gubernamentales y no gubernamentales. Los mecanismos de evaluación del trabajo académico son diversos y heterogéneos, entre otros aspectos, en cuanto a su ámbito de diseño e implementación, a los sujetos cuyo trabajo es evaluado, al énfasis de las funciones universitarias que se evalúan, a la conformación de los equipos de evaluadores y a los esquemas de estímulos y recompensas asociados a los resultados de la evaluación.

En aquellos programas implementados y gestionados por organismos gubernamentales y no gubernamentales, después del SNI surgió, a principios de los noventa, el Programa Nacional de Superación del Personal

Académico (Supera), cuyo objetivo se 171 centró en mejorar el nivel de habilitación

de la planta académica. Este fue el primer esfuerzo de alcance nacional orientado a impulsar la formación a nivel de posgrado de los profesores universitarios. Dicho programa se creó en 1994 bajo la conducción de la ANUIES, con aportaciones del gobierno federal, y mantuvo sus convocatorias para becas nacionales y extranjeras hasta el año 2000. Con su respaldo se formaron en instituciones nacionales y extranjeras cerca de 2 mil profesores en activo de las instituciones de Educación Superior. En 1992 surgió el Programa de Estímulos al Desempeño del Personal Docente (Esdeped), en sustitución de los programas de becas al desempeño, con el propósito de estimular con una compensación económica, independiente del contexto salarial, a los docentes con

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un desempeño sobresaliente. Con base en los lineamientos establecidos por la SEP, cada una de las instituciones de Educación Superior que participaba en el programa establecía los procedimientos, criterios y estándares requeridos para otorgar los estímulos.

En 1996 se implementó el

Programa de Mejoramiento del

Profesorado (Promep), principal instrumento político y administrativo de ese sexenio. Con este programa se amplió la cobertura ofrecida por Supera para la formación de los académicos, a partir de un diagnóstico de las necesidades de las diferentes áreas del conocimiento en cuanto a la proporción y el nivel de habilitación del personal académico convenientes para atender con solvencia los programas educativos de licenciatura y posgrado. El Promep recibió también la encomienda de autorizar plazas para la incorporación de académicos con nivel de posgrado como nuevos profesores de tiempo completo en las instituciones de educación superior9.

9 Otros programas gestionados por la SEP y el CONACyT incluyen el de Cuerpos Académicos (2002), el de Fondos Sectoriales Mixtos (2002) (véase: http://www.conacyt.mx/index.php/fondos-y- apoyos/fondos-mixtos), el de Apoyo a la Ciencia Básica SEP-CONACyT (2004) y el de Innovación y Desarrollo Tecnológico (2008). Al margen de sus objetivos específicos, estos programas han reforzado la lógica evaluativa, pues condicionan la entrega de apoyos y recursos a evaluaciones periódicas, y afianzan así la cadena que une a la evaluación con la distribución de recursos monetarios. No menos importante, en torno a los programas de estímulos se han trenzado otros elementos de las políticas de educación superior y de ciencia y tecnología; es el caso de la configuración, en su momento, de los Programas Integrales de Fortalecimiento Institucional (PIFI); las reglas del Programa Nacional de Posgrados de Calidad a cargo del CONACyT; y los requisitos para la acreditación de programas fijados por las agencias reconocidas por el Consejo para la Acreditación de la Educación Superior (Copaes) y los Comités

Actualmente la Educación Superior en México se caracteriza por un sistema dual en el que operan políticas diferenciadas que no han alcanzado su adecuada articulación: por una parte se encuentra el sector de la Educación Superior universitaria y tecnológica, que responde a las políticas delineadas por la Subsecretaría de Educación Superior, dependiente de la SEP; y por la otra, se aprecia el sector del posgrado y la investigación científico-tecnológica y la innovación, cuyas políticas son delineadas y operadas por el CONACyT.

EFECTOS Y DILEMAS DEL

ACTUAL SISTEMA DE

EVALUACIÓN

En busca de instaurar una cultura

 

de la evaluación,

lo que

los distintos

172

programas de evaluación crearon fue un

 

aparato burocrático dedicado al recuento

 

curricular. Aunque no está exento de

 

algunas virtudes, ese resultado no

 

instituyó prácticas que les permitieran a

 

los evaluados contar con guías y

 

retroalimentación

para

mejorar

su

 

quehacer profesional; lejos de ello, los

 

académicos se toparon con pesados

 

aparatos

administrativos

que

los

 

empujaban a producir más, sin que hubiera

 

modelos que especificaran el sentido y los

 

estándares de calidad de sus actividades

 

docentes y de investigación. Se implantó,

 

pues, un sistema de recompensas a

 

quienes entregaran productos, y no una

 

evaluación que los orientara para ser

 

mejores académicos.

 

 

 

Otro nudo de problemas es el

 

relacionado

con

las condiciones

y

 

Interinstitucionales de la Evaluación de la Educación Superior, entre otras instancias.

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consecuencias materiales de los sistemas de evaluación. En primera instancia, quedaron fuertemente unidos con consecuencias muy desafortunadasla evaluación del trabajo académico con la distribución de estímulos pecuniarios (becas, estímulos, etcétera). Como segundo punto, estos sobresueldos han sido mayoritariamente acaparados por una minoría de académicos (profesores- investigadores de tiempo completo), y han dejado desprotegidos a los profesores de asignatura y tiempo parcial. Con ello se ha engendrado una suerte de sistema académico de castas que castiga a quienes cargan con el peso de la docencia y premia a quienes tienen condiciones institucionales para dedicarse a la investigación. Por último, al separar los sueldos base de los estímulos se han creado condiciones que inhiben la

jubilación, con el subsecuente envejecimiento de la planta académica.

No obstante, es necesario reconocer que la puesta en marcha de los programas de evaluación académica generó efectos positivos. Por un lado, ha contribuido a legitimar la rendición de cuentas además de impulsar la discusión sobre la necesidad de la evaluacióny se ha ampliado a otros actores, niveles y espacios institucionales. Por otro, ha generado un ámbito de oportunidades para el avance en las trayectorias académicas y para el desarrollo de grupos de investigación en algunas instituciones de Educación Superior, particularmente en aquellas donde lo académico contiende con una fuerte injerencia de camarillas políticas en la elección de autoridades y sindicatos, y cuyos miembros tienen fuertes vínculos con los poderes locales.

En su origen, al vincular los resultados a la diferenciación de los ingresos, los programas de evaluación del desempeño permitieron, en el corto plazo

y en particular para los profesores de tiempo completopaliar los efectos de la crisis salarial. También produjeron una mayor descentralización de la asignación de recursos del erario público, que se distribuyeron entre las instituciones para hacer frente al pago de los estímulos.

Además, los nuevos programas fracturaron las barreras a la diferenciación de ingresos establecidas en el contrato colectivo de trabajo y generaron un efecto positivo al reconocer las diferencias en el desarrollo del trabajo académico; esto se ha traducido en que los ingresos académicos se establezcan en función del desempeño y resultados alcanzados y se matice la máxima de ―a igual puesto, igual

salario‖ con independencia de la forma en 173 que se realicen las tareas.

La otra cara de la moneda es que esta situación ha derivado en la inestabilidad de los ingresos y el aumento de las tensiones en la vida cotidiana de las instituciones de Educación Superior, dado el peso relativo de los ingresos por desempeño frente a salarios y prestaciones, lo cual se agrava por las carencias del sistema de pensiones por jubilación. Además de los efectos en el terreno económico, si bien los estímulos representan recompensas académicas y simbólicas para unos, son sanciones para otros, pues se convierten en símbolos de estatus, indicadores que son empleados como elementos de distinción y jerarquización entre sujetos, colectivos e instituciones que facilitan el acceso al financiamiento para la investigación y la difusión de sus avances.

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Otro de los efectos negativos es que dichos programas, más que hacer una

evaluación académica, han institucionalizado el recuento curricular, en la medida en que no cumplen con la función de valorar integralmente el aporte de los resultados a la acumulación de conocimientos, y no aportan a la calidad en la formación de recursos humanos ni a la retroalimentación a los evaluados para que los resultados les permitan mejorar su desempeño. Miden lo que se puede medir, no lo que se requiere sistematizar para promover la calidad de las diversas actividades académicas. Es más fácil contar las publicaciones que evaluar los resultados de las labores docentes, por lo que estas se han menospreciado entre los indicadores y se ha minimizado el esfuerzo que los académicos destinan a ellas. La evaluación actual ha llegado a confundir el indicador con el trabajo que ―cuenta‖, pero no ―valora, reconoce o retroalimenta‖, más bien segmenta y etiqueta desempeños individuales y los disocia de los objetivos de desarrollo institucional. Esta condición genera, a su vez, que los programas sobrevaloren ciertas actividades o funciones sobre otras

por ejemplo, investigación sobre docencia, difusión de la cultura y vinculación socialsin analizar los aportes y su calidad en el marco de los

campos de conocimiento o institucionales, el tipo de resultados, las tradiciones disciplinarias y las trayectorias de los sujetos evaluados.

En las instituciones coexisten programas con características y objetivos distintos que actúan de manera paralela o superpuesta a las formas de organización y de gestión particulares de cada institución, lo que lleva a un dispendio de

recursos y a tensiones debidas a los

 

distintos requerimientos y formatos que

 

suponen para los evaluados. Asociado a la

 

burocratización,

se

generan

elevados

 

costos de transacción derivados de la

 

cantidad de recursos humanos que se

 

requiere para movilizar los mecanismos

 

de evaluación vigentes, tanto a nivel del

 

sistema como de las instituciones de

 

Educación Superior en particular.

 

 

 

Dada

 

la

multiplicación

de

 

programas, la frecuencia de los

 

procedimientos

de

 

evaluación,

la

 

diversidad de formatos, el tipo de

 

requisitos académicos establecidos y el

 

incesante incremento del número de

 

instituciones, programas y académicos a

 

evaluar, los académicos, especialmente los

 

más reconocidos, destinan una parte

 

importante de su tiempo, concentración y

 

energía a

procesos

 

rutinarios

de

174

evaluación.

Asimismo,

quienes

solicitan

 

ser evaluados también emplean una gran

 

cantidad de esfuerzo y tiempo para cubrir

 

los requisitos solicitados.

 

 

 

 

Los criterios, indicadores y perfiles

 

deseables actualmente utilizados tienden a

 

desconocer la diversidad del medio

 

académico y expresan el predominio y

 

poder político relativo de los miembros

 

de ciertas comunidades disciplinarias, de

 

esta manera se reduce la validez de las

 

prácticas y formas organizativas de otros

 

campos de conocimiento, o de las

 

misiones y objetivos centrales de distintos

 

tipos de instituciones de Educación

 

Superior. Como señalaba Kant (2003),

 

existe un conflicto entre las facultades, y

 

quienes formulan e imponen los criterios

 

que rigen la evaluación obtienen

 

representación

o predominio

en

la

 

composición

de

 

las

comisiones

 

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evaluadoras de programas institucionales y extrainstitucionales.

En un contexto signado por la ―excelencia‖, el incremento de la competencia entre pares, los conflictos por los escasos recursos y la valoración exclusiva de los resultados individuales que se consideran por encima de la contribución de los integrantes de la organización al cumplimiento de las funciones sustantivas de la Universidad

,han repercutido en la disminución del compromiso institucional y afecta los principios éticos de la vida académica.

Los efectos en la concepción y realización de las funciones sustantivas de la Universidad también merecen ser comentados. Una constante en las instituciones es la desatención a las actividades colegiadas y a la participación en el desarrollo y seguimiento de la docencia, principalmente en los cursos curriculares de licenciatura. Como contraparte, hay una lucha por la atención y dirección de estudiantes de posgrado — que producen más ―puntos‖— lo cual en

ocasiones impide una adecuada socialización y seguimiento de sus avances.

Por otra parte, la periodicidad y diversidad de los programas desalienta los trabajos de investigación de largo plazo, que frecuentemente son desplazados por proyectos de corto alcance. Esto promueve prácticas de reproducción que se traducen en la publicación de variantes de los resultados de investigación publicación de trabajos poco maduros o de versiones distintas de resultados ya reportados, lo cual ha conducido a la

institucionalización de vicios y simulaciones, y ha promovido un productivismo sin impacto organizacional ni

disciplinario, que se asocia directamente con la búsqueda del acceso a recursos económicos adicionales.

Por último, los procesos de evaluación han provocado ritmos excesivos de trabajo, diversificación de las actividades y frustraciones ante el excesivo tiempo empleado en tareas burocráticas asociadas a las evaluaciones, que terminan por afectar la salud, el bienestar y el disfrute de la vida académica (Urquidi, 2004).

DILEMAS Y DISYUNTIVAS DEL PROCESO DE EVALUACIÓN

En la búsqueda de nuevas

 

alternativas de procesos de evaluación que

 

repercutan en un mejoramiento de la vida

 

académica y de los resultados de las

 

distintas

funciones,

es

importante

175

recuperar y definir lo que después del

 

análisis de los mecanismos actuales y sus

 

consecuencias parecen ser sus dilemas y

 

tensiones más importantes.

 

 

 

La

evaluación

del

trabajo

 

académico que se aplica en la mayoría de

 

las instituciones de Educación Superior

 

públicas y progresivamente también en

 

las privadasmuestra un dilema de

 

difícil solución: instituir un marco de

 

referencia

común

versus

protocolos

 

sensibles a la diversidad de las funciones

 

investigación, docencia, difusión,

 

disciplinas

ciencias,

ciencias

sociales,

 

humanidades, artes, etapas de la trayectoria académica y diversidad de condiciones institucionales. Es más fácil hacer explícitos criterios homogéneos, lo que produce una ilusión de transparencia y equidad; sin embargo, tanto en las evaluaciones internas en las que no se consideran diferencias disciplinarias o de

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variación según las etapas de la trayectoria de los académicos— como externas —en las que no resulta posible visualizar la diferencia de condiciones entre las instituciones—, la aplicación de los mismos requisitos resulta en una situación poco equitativa. La solución a este dilema suele ser una combinación de los dos elementos, aunque no siempre se ha logrado una mezcla virtuosa.

Aplicar criterios homogéneos sin considerar la diversidad de condiciones, tradiciones y etapas de las trayectorias de quienes someten a evaluación su trabajo puede representar un atentado contra el principio básico de equidad; sin embargo, la aplicación de esos criterios facilita que la evaluación se realice de forma transparente, tanto en los procesos como en los resultados. Resulta así más fácil y adecuada la homogeneización de parámetros e indicadores, especialmente si el objetivo central es la clasificación de los sujetos y las instituciones, la cuantificación de resultados y la distribución de recursos económicos y simbólicos —premios y castigos—. Por el contrario, aplicar los mismos parámetros en todos los casos se convierte en un obstáculo si lo que se busca es que la evaluación contribuya a mejorar al desarrollo de las actividades, a dar asesoría a los evaluados para mejorar sus resultados y a poder compaginar los resultados de los académicos con los objetivos de las instituciones.

Un sector importante de académicos, a pesar de lo inalcanzable de algunos de los parámetros establecidos por el SNI, considera que es un sistema más legítimo y equitativo que los programas de becas y estímulos internos de sus instituciones. La distancia de los

evaluadores respecto a las contiendas y

 

conflictos locales permite, al menos, una

 

ilusión de mayor objetividad. En cambio,

 

cuando la evaluación con efectos

 

económicos directos sobre los ingresos

 

totales depende de individuos que

 

participan en la misma comunidad que los

 

sujetos evaluados, aun cuando se tenga

 

mayor conocimiento de las normas

 

institucionales y, por ende, se entiendan

 

las ventajas y desventajas para el

 

desarrollo de las distintas actividades,

 

pueden

presentarse

problemas

de

 

parcialidad, prejuicio o subjetividad en las

 

evaluaciones. Se genera tensión porque si

 

bien el que los árbitros conozcan la

 

institución y a las personas evaluadas

 

puede tener consecuencias positivas —

 

valorar con mayor conocimiento los

 

objetivos de la organización, sus

 

condiciones,

desempeño

y

logros—,

176

también conlleva riesgos tales como

 

prejuzgar y excluir porque existen

 

conflictos entre enfoques o disputas entre

 

grupos.

 

 

 

 

 

 

 

 

La

 

evaluación

del

trabajo

 

académico afecta más directamente a una

 

minoría selecta de instituciones y

 

académicos. Los graves problemas de los

 

profesores de tiempo parcial se han

 

atendido poco, porque en general se hace

 

énfasis en la investigación y en la

 

diversidad de actividades y funciones que

 

solo realizan los académicos de tiempo

 

completo.

 

En

la

mayoría

de

las

 

instituciones

de

Educación

Superior,

 

tanto públicas como privadas, la

 

desatención a la evaluación del trabajo

 

académico de un extenso grupo de

 

profesores de tiempo parcial que

 

sostienen la docencia en un alto

 

porcentaje —sobre todo a nivel de

 

licenciatura— ha

ampliado

la

brecha

en

 

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las condiciones laborales y los ingresos entre los profesores de tiempo completo y los de tiempo parcial. Además, las repercusiones de los premios, ―estrellas o medallitas‖ de los distintos programas en curso son inequitativos y estratifican a los académicos, quienes compiten en desigualdad de condiciones para alcanzar los indicadores; esto debido a las diferencias en términos contractuales, en condiciones formativas y en apoyo institucional.

Las evaluaciones solo son posibles con el ―aval y participación‖ de los académicos; es necesario que estos las reconozcan como legítimas aunque esta valor no se exprese efectivamente en la participación en dichos programas, ya que la misma está mediada por las recompensas materiales asociadas a las mismas y no es tan voluntaria como se proclama. Por otro lado, los programas actuales, más que instancias que busquen mejorar los resultados de académicos e instituciones, parecen ser mecanismos de supervisión y control, basados en la desconfianza mutua entre gobierno e instituciones, y entre las instituciones y sus académicos.

Resulta pertinente mencionar dos situaciones económicas vinculadas con el tema de las evaluaciones: los salarios y la jubilación. En el primer caso, se ha desatendido la discusión del tema central de los salarios dignos ya que se pretende que con la incorporación de ingresos no salariales se resuelve el problema de recuperar los ingresos y se logra estabilidad para garantizar la autonomía necesaria para producir conocimiento y formar los recursos que se requieren para el desarrollo social. Al no encarar la discusión en los salarios base, se desvía la

atención que debería tener la búsqueda de

 

mejores condiciones de trabajo para los

 

miembros de la profesión académica. Por

 

otra parte, este problema ha obstaculizado

 

el retiro de los académicos que cumplen

 

los requisitos para optar por la jubilación.

 

En la medida en que los estímulos

 

representan un alto porcentaje del ingreso

 

y no repercuten en el monto de la

 

jubilación, la planta académica ha

 

envejecido, lo cual, sumado a las

 

restricciones presupuestales

para

la

 

creación de nuevas plazas, dificulta la

 

renovación de la planta académica y

 

propicia el desempleo de los egresados de

 

los programas de posgrado, cuyo número

 

es cada vez mayor. En resumen, los

 

procedimientos de evaluación en curso

 

han afectado la renovación de la planta

 

académica y el relevo generacional.

 

 

 

También cabría reconocer que

la

177

tarea central de los sindicatos en la

 

representación laboral y salarial se ha

 

visto afectada. Si bien es conveniente que

 

los

sindicatos

no

intervengan

 

directamente en los procesos de ingreso, también es cierto que la atomización provocada por la negociación individual para el acceso a los estímulos económicos, propia de la lógica de los sistemas de evaluación vigentes, sumada a la ausencia de participación de los académicos en los sindicatos, ha debilitado o directamente anulado la intervención gremial de los académicos en la defensa de sus intereses laborales. Han desaparecido las demandas por un salario digno y acorde con la diversidad de nombramientos y desempeños.

PROPUESTA PARA TRANSFORMAR LA EVALUACIÓN DEL TRABAJO ACADÉMICO

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Por todo lo dicho en los apartados anteriores, podemos afirmar que las evaluaciones que hoy se realizan en el marco de los diferentes programas de incentivos no cumplen con varios de los requisitos que los expertos consideran esenciales en cualquier proceso de evaluación académica, a saber: que la evaluación tenga la finalidad de promover el desarrollo de los evaluados, y no la de premiar o castigar; que los evaluadores emitan recomendaciones que aporten a mejorar los resultados y a propiciar la confluencia entre los objetivos de las trayectorias personales y las metas de las instituciones en que se participa; que los criterios de evaluación respondan a las particularidades de lo que se evalúa, y que consideren las múltiples dimensiones del trabajo académico; que las reglas y los procedimientos sean explícitos y claros para todos los participantes (por ejemplo, las reglas para subir o bajar de nivel en un programa de estímulos o escalafón); que los resultados sean transparentes; y que existan recursos de revisión.

En este escenario, consideramos que hace falta un cambio profundo en los modelos de evaluación vigentes y que la necesidad y posibilidad del cambio debería constituir un asunto de prioridad para todos. Hasta el momento, se han intentado superar las limitaciones de los programas mediante ajustes a los criterios y plazos de evaluación o a los formatos, con el propósito de lograr procedimientos que informen más y mejor; sin embargo, estas acciones no logran resolver los problemas, entre otras razones porque no alteran el concepto de evaluación académica como control burocrático del desempeño individual mediante la

cuantificación y ponderación de

productos terminados; ni modifica la noción de trabajo académico entendido como una secuencia lineal de productos ―previsibles‖ y ―cuantificables‖. Estos dos conceptos se introdujeron en la vida universitaria a través de la estrategia de gestión empresarial que hoy rige a nuestras instituciones.

Uno de los asuntos más graves es que en el orden laboral no se ha atendido el problema del deterioro crónico del salario universitario ni se ha buscado establecer un salario digno para todos. Si este aspecto se solucionara, se facilitaría la erradicación de los programas de estímulos a la productividad y de becas por desempeño como mecanismos de compensación salarial.

Mientras se encuentra la manera de establecer la diferencia entre evaluación académica y recuento curricular con fines

de redistribución de ingresos económicos 178 adicionales al salario, proponemos realizar

un esfuerzo institucional guiado por el propósito de redefinir la evaluación del trabajo académico en función de los objetivos que las instituciones de Educación Superior tienen asignados como espacios públicos, más que en función de una estrategia de gestión y de regulación laboral y académica. Conforme a esta perspectiva, es necesario fortalecer la autonomía de las instituciones y revitalizarlas como proyectos educativos, científicos y culturales; esto tendría el propósito de revertir la lógica que subyace en la operación de los sistemas actuales de evaluación, tanto institucionales como disciplinarios, en los que predominan los intereses particulares sobre el interés general de lniversidad, entendida como una institución social responsable de la formación de recursos humanos, del

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resguardo y la difusión del conocimiento y de la cultura, generadora de conocimiento, de innovaciones y desarrollos tecnológicos que contribuyan al avance de la ciencia, a la mejora de las condiciones de vida y de desarrollo del país.

Concretamente nuestra propuesta es establecer a la evaluación como una estrategia institucional de valoración sistemática del trabajo global que realiza cada académico —y no solo de su desempeño—, y abrir el paso a la función diagnóstica y formativa, propia de la evaluación académica, cuyos propósitos centrales son la mejora sistemática de los procesos de trabajo, y la superación continua de las personas y de los grupos encargados de llevarlos a cabo. Esta evaluación diagnóstica se propondría identificar los objetos de trabajo y los propósitos que cada académico se planteó; los retos y las dificultades que encontró y las formas de resolverlos; los recursos y el tiempo que invirtió; los avances y los aportes que logró; los puntos vulnerables y los pendientes que restan de encarar; los intereses y preocupaciones que surgieron y pretende trabajar, así como sus necesidades de superación académica.

La evaluación diagnóstica será una evaluación formativa en la medida en que se lleve a cabo como un ejercicio de reflexión colegiada, de retroalimentación y de intercambio fundado e informado entre colegas que asumen el papel de interlocutores, y no de jueces. Y, ciertamente, dicho potencial será una realidad en la medida en que el proceso de evaluación cuente con la participación activa y comprometida de evaluados y evaluadores.

Retomando la propuesta de Arenas (1998), reconocemos que existen dos regímenes de evaluación de los académicos: un régimen institucional —el que se aplica en las instituciones de Educación Superior para sus propios académicos, pero los cuales pueden llegar a pertenecer a campos disciplinarios distintos—, y un régimen disciplinario, que es el caso particular del SNI, en el cual se evalúan académicos que pertenecen a un mismo campo disciplinar, pero que están adscritos a instituciones diferentes.

Nuestra propuesta va en el sentido de promover el tránsito hacia la evaluación diagnóstica y formativa mediante dos tipos de modificaciones a la situación vigente, dirigidas a introducir nuevos fundamentos y criterios en ambos regímenes. Estas modificaciones en los programas de incentivos y de becas no

rompen con la lógica de vincular la 179 evaluación con la diferenciación de ingresos y prestigio en función de la productividad (que es uno de los problemas de más fondo), pero pueden introducir cambios significativos. La primera modificación consistiría en inscribir el recuento curricular periódico

de los productos en la evaluación y

autoevaluación de los procesos,

entendidas estas últimas como apreciaciones integrales del trabajo en las que se toma en cuenta el proyecto institucional, las condiciones objetivas en las que se realiza el trabajo, el tipo de nombramiento, el momento de la trayectoria individual, la edad y el género.

La otra modificación que proponemos está orientada a recuperar o instituir, según sea el caso, la evaluación anual —o con la frecuencia que se considere conveniente— del proceso y de

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los productos del trabajo de todos los integrantes de la institución, sin distinción de nombramientos y al margen de que participen o no en los programas vigentes o en el SNI. Actualmente la mayoría de los académicos no son evaluados —salvo en forma indirecta y como grupo—, y es importante que todos tengan la posibilidad de contar con una evaluación diagnóstica formativa, que contribuya a mejorar su desarrollo académico y, con ello, el de la institución.

Esta evaluación se regiría por los criterios de los programas de estímulos y becas que reseñaremos a continuación, pero tendría lugar en los grupos, equipos o unidades de adscripción más próximos, donde el académico realiza su trabajo cotidiano; sus instrumentos serían el plan de trabajo y el informe de actividades anuales, y todo el proceso de evaluación estaría a cargo de los mismos involucrados. Los resultados de la evaluación se presentarían en el cuerpo colegiado de la institución encargado de dictaminar los planes e informes anuales de todos los académicos.

Más que proponer fórmulas o recetas para desarrollar cada una de estas modificaciones, preferimos proponer un conjunto de criterios e instrumentos congruentes con el concepto de evaluación diagnóstica y formativa, porque consideramos que corresponde a cada institución o grupo definir las estrategias de evaluación idóneas, en función de sus características propias y sus posibilidades reales. En este sentido, la adecuación de los programas institucionales de evaluación a los distintos contextos y condiciones de las instituciones, así como a las distintas

historias y tradiciones disciplinarias, se convierte en un asunto prioritario en virtud de la gran heterogeneidad entre las instituciones de Educación Superior del país en cuanto a antigüedad, trayectorias,

tamaño, grado de desarrollo,

composición, formas organizativas, recursos, orientación principal hacia una actividad, disciplinas y campos de conocimiento. Esta heterogeneidad puede incluso estar presente en el interior de las instituciones, como sucede en la UNAM, la UAM o la UDG, entre otras.

TRANSITAR DEL RECUENTO CURRICULAR A LA EVALUACIÓN ACADÉMICA

En un sentido general, evaluar no es otra cosa que indicar el valor de algo. No obstante, la práctica de evaluación es

compleja y exige, en cada caso, 180 definiciones precisas: ¿qué se evalúa y con

qué propósito?, ¿quiénes participan en la

evaluación?, ¿cuáles son sus instrumentos?, ¿cómo se aplican?, ¿cómo y a quiénes se devuelven los resultados?, ¿cuáles son los efectos de la evaluación?, y ¿cómo se evalúa la evaluación?

¿Qué se evalúa? Como ya hemos anotado, en los programas de estímulos actuales, el objeto explícito de la evaluación es el académico —el desempeño, según la ponderación de la productividad—, lo cual contribuye a asociar los resultados de la evaluación con el estatus y la identidad individual, más que con el desarrollo de una función institucional. Para resolver esta limitación, proponemos que el objeto de la evaluación sea el trabajo realizado por cada académico durante un periodo determinado, entendiendo por trabajo

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académico el conjunto de actividades realizadas como resultado de estar adscrito a una institución. Estas actividades no se circunscriben a las clases frente a un grupo ni al desarrollo de un proyecto de investigación, y mucho menos a la publicación de resultados. Su peso y orden de prioridad varían de una institución a otra —por ejemplo, hay centros de investigación que otorgan más peso a la investigación y facultades que dan prioridad a la docencia— y según la edad y el momento de la trayectoria académica.

¿Para qué evaluar? Partimos del supuesto de que el mismo proceso de evaluación diagnóstica y formativa tiene un gran potencial para impulsar el desarrollo institucional, mejorar la calidad del trabajo académico, fortalecer a las comunidades, consolidar las trayectorias de los académicos y propiciar la convivencia institucional. Cuando los procesos de evaluación valoran el trabajo académico en referencia a los proyectos, objetivos y programas institucionales, o con base en los planes anuales de trabajo de los grupos y académicos individuales, permiten reconocer las distancias entre lo planeado y los resultados, reflexionar sobre las causas de dichas diferencias y, eventualmente, sugerir los ajustes necesarios para redefinir —en función de los resultados de la evaluación— los proyectos, las políticas académicas y los programas institucionales, así como el propio modelo de evaluación.

¿Con qué criterios evaluar el trabajo académico? Los criterios de evaluación del trabajo académico deben corresponder a lo que en cada institución se considera un desempeño adecuado, necesario y posible, del conjunto de actividades que realizan

sus académicos. En consecuencia, la definición de los criterios no puede regirse por exigencias y parámetros vigentes en otras instituciones, ni por

definiciones ideales que solo corresponden a lo que hacen algunos grupos en particular, pero que resultan imposibles de cumplir para la mayoría de los académicos de la institución (Krotz, 1992). A continuación, como guía general, proponemos algunos criterios para orientar la evaluación.

Para la evaluación de la docencia sugerimos recuperar aspectos usualmente ignorados como argumentos o referentes para valorar el trabajo, tales como el tipo de nombramiento, la antigüedad en la impartición de la materia, el tiempo de dedicación —preparación, horas frente a grupo—, las condiciones de enseñanza — número de alumnos, número de grupos,

etcétera—, el momento de la trayectoria 181

—iniciación, consolidación, relevo—, la pertenencia disciplinaria, las características de las distintas modalidades de la práctica docente —clases teóricas, asesorías, laboratorio, taller, seminario—, entre otros aspectos relevantes.

Para la evaluación del trabajo de investigación, proponemos considerar las características de la disciplina particular en la que se inscribe el trabajo —área consolidada o emergente, tipo de investigación, ritmo de trabajo y recursos materiales requeridos en dicha área—, la

complejidad del problema de investigación y la forma de abordarlo, la relevancia práctica o científica de la línea de investigación, el aporte al campo de conocimiento, y el tipo de publicación en que se difunden los resultados: número de revistas nacionales en el campo disciplinar, a quiénes aportan los

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resultados de la investigación, quiénes son sus lectores potenciales, composición del comité editorial y tipo de arbitraje, entre otros aspectos.

Para la evaluación del conjunto de actividades inherentes al trabajo académico, sugerimos tomar en cuenta dos conjuntos de actividades que, por lo general, no se valoran adecuadamente porque no se reconocen el tiempo y la energía implícitos, pero que aportan al buen funcionamiento de las instituciones, de la docencia, de la investigación y de la difusión de la cultura. Un conjunto de actividades se refiere a la organización y participación en eventos académicos, el impulso y la creación de diferentes formas de colaboración académica entre pares y con distintos grupos sociales, la creación y gestión de medios de difusión del conocimiento y de la cultura, la participación en comités y consejos editoriales, la participación en tareas de evaluación y arbitraje de proyectos y textos, la participación en grupos voluntarios —que busquen, por ejemplo, apoyo para estudiantes en desventaja, garantizar igualdad de género, etcétera—, y la participación en actividades culturales.

El otro conjunto de actividades está vinculado con la condición de los académicos como integrantes de una institución, de un grupo disciplinario o profesional y de redes de diversa naturaleza. Esta pertenencia supone el desarrollo de actividades inherentes a la participación en cuerpos colegiados, al ejercicio de la representación y a las funciones de gestión académica e institucional.

Cabe aclarar aquí que lejos de proponer que los académicos deban realizar todas las actividades enlistadas en

forma simultánea y permanente, es necesario reconocer la diversidad de modalidades de trabajo y de trayectorias que conviven en una institución, las prioridades inherentes al momento del ciclo de vida académica y personal, así como las aptitudes e intereses de los académicos.

LOS INSTRUMENTOS DE

EVALUACIÓN

Los instrumentos derivan de los criterios de evaluación previamente establecidos. Hasta la fecha, el curriculum vitae es el instrumento más utilizado, en la medida en que la estrategia de evaluación se centra en el recuento de productos terminados, sin embargo, para operar una estrategia como la evaluación diagnóstica y formativa, existen otros recursos que

permiten analizar la calidad del proceso 182 de trabajo y de sus productos. Lo ideal es utilizar un conjunto de instrumentos que fomenten una valoración integral del trabajo realizado.

Para evaluar la docencia, algunos

instrumentos adecuados son la autoevaluación del académico, en la que presente una reflexión y un balance de su práctica docente, el número de cursos y de alumnos atendidos en el periodo, los programas elaborados para los cursos, las formas de evaluación utilizadas, la participación en el diseño curricular y/o en los programas de la materia, los cursos de formación docente, la participación en la formación de otros maestros, y escritos o publicaciones sobre algún aspecto de la docencia, entre otros.

Para evaluar la investigación

sugerimos utilizar también la autoevaluación del investigador, en la cual

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exponga su itinerario de investigación en el periodo y destaque la relevancia del

tema trabajado, las dificultades encontradas, sus principales aportes, y las publicaciones e informes de investigación; mediante este mismo instrumento haría un balance entre la cantidad y calidad de la producción en cuanto a consistencia, originalidad, relevancia, rigurosidad y aportes a problemas nacionales; la participación en instancias colectivas de colaboración y organización de eventos, etcétera. Para atender la necesidad de valorar cuidadosamente la calidad del trabajo de investigación realizado por el académico, se sugiere una lectura atenta de una publicación en la cual haya

participado, preferentemente como primer autor, y que a su juicio dé cuenta cabal de sus avances de investigación en el periodo evaluado. Se podrían considerar también reseñas o comentarios críticos publicados sobre algún trabajo del académico.

Para evaluar las actividades de formación de estudiantes, tanto en el caso del profesor como del investigador, es posible solicitarle al académico que en su autoevaluación incluya un balance del proceso de formación de estudiantes de diferentes niveles, donde reflexione sobre los objetivos perseguidos, las estrategias utilizadas, las dificultades registradas en el proceso y los logros obtenidos en sus experiencias formativas; que enliste las tesis en las cuales ha participado como director o miembro de comités tutorales y que indique cómo apoyó al estudiante para mejorar su trabajo final, y que haga la valoración de los aportes de las tesis dirigidas al desarrollo de su área de conocimiento o línea de investigación.

Para los fines diagnósticos y

 

formativos que persigue la evaluación,

 

sería útil que la autoevaluación contuviera

 

un balance general donde el académico

 

explicara los propósitos y las condiciones

 

que justifican la dedicación a las

 

actividades que reporta y que le dan

 

sentido a su quehacer.

 

 

 

 

 

Para realizar una valoración integral del

 

expediente se propone que, al margen de

 

que se trate de un programa de

 

incentivos, de becas, o de una evaluación

 

colegiada del trabajo individual, en el

 

interior de un grupo o de un equipo, el

 

resultado de la evaluación sea una

 

apreciación integral del trabajo de cada

 

académico, en la que consten en breve

 

dos cuestiones: un

balance

general

que

 

valore la calidad del trabajo realizado en

 

función de su trayectoria y de las

 

condiciones

institucionales

 

y personales

183

de trabajo, apoyado en la numeralia de los

 

productos reportados, y que contenga

 

sugerencias

que,

a

 

modo

de

 

retroalimentación,

le

permitan

al

 

académico hacer los ajustes necesarios

 

para reorientar su plan de trabajo hacia el

 

logro de un mejor desempeño.

 

 

De

la

misma

manera,

 

independientemente de la modalidad de evaluación de que se trate, siempre deberá garantizarse el derecho al recurso de revisión y a solicitar, según el caso, una nueva evaluación a cargo de evaluadores distintos de los que emitieron el primer resultado.

PARA LA EVALUACIÓN DE LA EVALUACIÓN COMO RETROALIMENTACIÓN INSTITUCIONAL

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Una opinión generalizada es que los resultados de la evaluación de los académicos solo se utilizan para asignar recursos económicos a las personas y, por ende, no se recuperan ni capitalizan para mejorar el funcionamiento de las instituciones. Para atender esta limitación proponemos establecer mecanismos de intercambio entre los evaluadores y los evaluados que fomenten el análisis y la discusión de los resultados de los procesos de evaluación. Este análisis podría basarse en una síntesis de los resultados de la valoración del trabajo, atendiendo a sus aportes para el desarrollo del grupo o unidad académica de adscripción. Dicho análisis es el que puede contribuir a retroalimentar los programas de los grupos de trabajo y las políticas institucionales.

La evaluación de la evaluación, ausente en las modalidades de evaluación vigentes, deberá incluir el trabajo de los evaluadores y el funcionamiento de los programas mismos. Para ello, sería

conveniente generar criterios y procedimientos, por ejemplo, las horas que requiere, la cantidad de expedientes a cargo de cada evaluador, la dinámica de trabajo de las comisiones dictaminadoras, el tipo de dificultades más frecuente, los índices de aprobación y rechazo, el contenido y el número de las solicitudes de revisión y las valoraciones de los académicos sobre el proceso, entre otras. A partir de lo anterior se harían los ajustes que se consideren necesarios para las siguientes evaluaciones.

¿QUIÉNES Y CÓMO PARTICIPAN EN LA EVALUACIÓN?

Dada la gran cantidad de expedientes que típicamente hay que atender, haría falta estimar con mayor seriedad el número de evaluadores que se requerirán en función del tiempo real que exige la evaluación rigurosa de cada expediente. No es recomendable recargar a los evaluadores con un número excesivo de expedientes, como sucede en la actualidad.

Para reducir el riesgo de evaluaciones prejuiciadas o superficiales, se propone que cada expediente sea evaluado por al menos dos, o incluso tres evaluadores, y que las comisiones puedan solicitar la opinión de expertos cuando se considere necesario.

Es deseable que los evaluadores sean elegidos por los profesores de las unidades académicas de una lista de sus pares, y que estos no sean las autoridades

de la institución. El nivel alcanzado en los 184 programas de estímulos —el SNI o algún otro—, no representa un criterio que garantice una buena evaluación.

Lo ideal sería iniciar ejercicios de

evaluación que incorporen las modificaciones planteadas. Con el tiempo, estos ejercicios aportarían a superar el concepto de evaluación, interiorizada en la mayoría de los universitarios como la tarea burocrática de llenar formatos y reunir constancias para la presentación de cada vez más informes y reportes de productos y actividades. También contribuirían a reconstruir la confianza perdida en el otro, la capacidad de escuchar y la crítica constructiva, así como el interés en el desinterés fundado en el compromiso con uno mismo, con la tarea y con la institución, todas ellas condiciones indispensables para poner en práctica la función diagnóstica y formativa

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Vol. 2 Año 2017

en cualquier modalidad de evaluación académica.

CONCLUSIÓN

Cualquier intento por mejorar

sustancialmente los procesos de evaluación del trabajo académico tendrá que afrontar el problema medular de que hoy la evaluación está unida a la

administración de los ingresos económicos de los académicos en forma de estímulos y sobresueldos. Esto hace urgente poner sobre la mesa de discusión la necesidad de un salario base digno para todos los académicos, aunque siga existiendo algún tipo de deshomologación salarial, en función de la diferencia en términos de compromiso institucional,

aportes al conocimiento y el mejoramiento de la formación de recursos humanos que requiere el país.

La presente propuesta representa un acercamiento para atender las limitaciones y los efectos de los actuales programas de estímulos. Pretende ofrecer a las instituciones de Educación Superior un nuevo horizonte mediante la transformación de la evaluación de sus académicos. Se trata de transitar del recuento curricular a la evaluación diagnóstica y formativa, introduciendo nuevos fundamentos y criterios en los programas vigentes. Las virtudes de nuestra propuesta son la construcción de un sistema real de evaluación que respete la heterogeneidad de las instituciones, sus posibilidades reales de cambio y la diversidad de disciplinas y trayectorias; que sea equitativo, transparente, que fomente la participación de los académicos en el proceso, que esté articulado a un proyecto institucional y

que permita mejorar la calidad de las

 

prácticas académicas. También pretende

 

simplificar la maquinaria burocrática que

 

participa en las evaluaciones, contribuir a

 

la autonomía de las instituciones y reducir

 

el costo en trabajo y dinero de los

 

procesos. Incluye algunas sugerencias de

 

carácter operativo para avanzar en la

 

implementación de la propuesta general.

 

Reconocemos

la

limitación

 

principal de esta propuesta en el actual

 

contexto, en el que los programas se

 

asocian con los ingresos de los

 

académicos; una lógica que por lo pronto

 

no está en nuestras manos modificar. Sin

 

embargo, sí se podrían promover

 

propuestas en las cuales se cambie la

 

proporción entre salario base y estímulos,

 

con el fin de fortalecer el salario con

 

respecto a los segundos y lograr

 

progresivamente

que

todos

los

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académicos tengan un salario digno. Lo

 

anterior supone una participación activa

 

de los académicos y de las autoridades

 

que implique una discusión colectiva del

 

documento y su adecuación a cada

 

institución o campo disciplinario, así

 

como socializar dicha discusión y los

 

resultados de las aplicaciones. Implica

 

aceptar que será un proceso lento de

 

construcción y reflexión cotidiana, a la

 

vez individual y colegiada. Aprovechando

 

todos los resquicios que existen en las

 

instituciones, gracias a su autonomía

 

relativa, el tránsito a un proceso de

 

evaluación fundamentado en los nuevos

 

supuestos enunciados

permitiría generar

 

círculos virtuosos en el funcionamiento institucional, individual y grupal, y generar una nueva vitalidad institucional con un futuro más esperanzador para nuestras universidades y académicos.

INTEGRACIÓN Y CONOCIMIENTO

 

N° 7

 

 

ISSN 2347 - 0658

 

 

 

Vol. 2 Año 2017

 

 

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