UNIVERSIDAD, SOCIEDAD Y TRAYECTORIA: ENTREVISTA A CELMA

AGÜERO

por Mario Rufer

Celma Herminia Agüero Dona nació en el legendario barrio de San Vicen- te, Córdoba capital, en agosto de 1929. Es Maestra Normal por la “Escuela Normal Superior Garzón Agulla”. Licenciada en Historia y en Lengua y Literatu- ra Italiana por la Universidad Nacional de Tucumán, estudió en la conocida “época de oro” de esa institución. Fue profesora de la Licenciatura en Historia en la Universidad Nacional de Córdoba entre 1956 y 1965; primero a cargo de la cátedra de Introducción a la Historia, luego profesora por concurso de Historia Contemporánea. Cursó la Maestría en Estudios Orientales en El Colegio de Méxi- co y el Doctorado de III Ciclo en Sociología Africana en La Sorbona, bajo la dirección de Georges Balandier. En ese período en París, cuando se discutía mucho sobre el papel de los intelectuales, vivió de cerca el mayo francés. Impo- sibilitada de retornar a Argentina debido al golpe de estado perpetrado por Onga- nía, aceptó el ofrecimiento de El Colegio de México para integrarse como Profe- sora-Investigadora. Allí, entre 1969 y 2006 formó parte del cuerpo docente del Centro de Estudios Orientales, luego Centro de Estudios de Asia y África. En 1982 fue una de las fundadoras y luego coordinadora del Área de África de ese Centro. Su pasión por el continente africano y su historia, y su compromiso por difundir y alentar la conexión intelectual “sur-sur” en Latinoamérica, la caracte- rizan hasta hoy. A lo largo de su carrera Celma dictó seminarios y conferencias en diferentes universidades latinoamericanas y en Estados Unidos, Francia, Es- paña, Egipto, Senegal, Guinea Bissau, Uganda, Camerún, Mozambique, Sudá- frica, entre otros.

Más allá de las publicaciones que cuenta en libros y artículos, su retiro de las tareas académicas la hizo merecedora de un cálido homenaje en la institu- ción que la acogió durante tantos años, rendido en octubre de 2007 por sus estudiantes, colegas y amigos. Allí, Celma se definió como “una historiadora, pero sobre todo una maestra, mi primer título y tal vez el único verdaderamente importante”. Maestra, aunque en la doble acepción del término: la argentina y también la mexicana, en la que ser “maestro” no es cuestión de acreditación, sino un calificativo conferido por quienes reconocen en el docente una validación especial de la palabra. Ese día, en la sala del Auditorio Alfonso Reyes, varios de

Cuadernos de Historia, Serie Ec. y Soc., N° 9, CIFFyH-UNC, Córdoba 2007, pp. 213-228

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sus alumnos de diferentes generaciones coincidíamos en un punto: después de haber sido estudiante de Celma o discípulo de investigación, la relación con el saber jamás vuelve a ser la misma. Hay un desafío en su palabra precisa, y una interpelación intelectual y política en cada clase que imparte, en cada observa- ción que hace, más allá del objeto. Una maestra en la visión de sí, con la humil- dad y la sensatez que la caracterizan: nada más coherente para quien se dedicó a la docencia –de grado y de postgrado— y a la dirección de investigación, de manera prácticamente ininterrumpida, durante cincuenta años.

Entrevista

-¿Cómo recuerda los años de su formación inicial y de grado? Eran momentos claves del país: la consolidación del peronismo, la efervescencia intelectual imbri- cada con la militancia política y a la vez la profesionalización de la disciplina histórica.

-Sin dudas. Fueron años formativos. Mirando retrospectivamente fueron mo- mentos únicos, institucionales y sociales. Mi madre ya era maestra, hija de cha- careros inmigrantes, italianos. Mi padre era oficial de correos, de una numerosa familia. Estudié en la Normal Superior en Córdoba cuando la dirigían Antonio Sobral y Luz Vieyra Méndez, que la estaban inaugurando. Allí, mis maestros de literatura y filosofía me marcaron hasta hoy, especialmente Luz Vieyra y luego Giovanni Turín, que cuando el peronismo intervino la Normal y muchos profeso- res quedaron cesantes fue llamado a la Universidad de Tucumán para iniciar los estudios de Lengua y Literatura Italianas.

-¿Por qué eligió Tucumán?

-Varias razones. Mis maestros de la Normal me incentivaron, era un polo intelec- tual impresionante que tenía todo el apoyo de Perón todavía en ese momento (aunque la mayoría de nosotros y de nuestros profesores no simpatizáramos con Perón). A esto se sumaba la impresionante captación de exiliados europeos que habían huido del nazismo. A su vez, la Facultad de Filosofía en Córdoba tenía, en esos años, demasiada influencia clerical y no me convencía del todo como espacio de formación. Un poco en contra de la opinión de mis padres decidí empezar las dos carreras –lengua y literatura italiana e historia— al mismo tiem- po, en la Universidad Nacional de Tucumán.

-¿Cómo fueron esos años en la “época de oro” de la UNT?

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-Ingresé en 1948. Las licenciaturas eran largas, teníamos un Ciclo Básico que duraba dos años. El profesor de mi primera materia fue Rodolfo Mondolfo. El diálogo con él se prolongó por décadas, en Buenos Aires y después en Italia, siempre aprendiendo, discutiendo mis interrogantes y proyectos. Con Mondolfo conocí a su asistente quien sería mi amiga entrañable de toda la vida, “la Negri- ta” Saleme, María, cuya presencia en Córdoba sería tan significativa años des- pués. En la universidad experimenté como estudiante uno de los imperativos más fuertes entre saber y política, intelecto y acción. Luego vinieron los cursos con Elisabeth Goguel que sellaron esa marca. Pero desde la historia, mi maestro fue Roger Labrousse. Goguel y Labrousse, franceses, eran uno de los tantos matri- monios exiliados en Tucumán. En cuanto a Labrousse, su respeto con el texto y con la interpretación hacía de sus clases una verdadera introducción a la filosofía de la historia y a las ideas políticas, un preámbulo también a lo que después fue la tradición de las mentalités. Labrousse enseñaba desde una perspectiva com- pletamente inédita Historia Medieval e Historia Moderna. Era implacable con la labor hermenéutica. Leíamos, entre otras cosas, a Guillermo de Occam en latín. Una de sus adjuntas en ese momento y mi profesora en los “talleres teórico- prácticos”, que se convertiría luego en mi colega, amiga y compañera de proyec- tos, era María Elena Vela, “Pila”. A su vez, los estudiantes eran pocos, recuerdo que éramos ocho en historia y tres en letras italianas. La relación con los profe- sores era privilegiada. Eso también permitía una aglutinación con las otras carre- ras y el diálogo en otros espacios. Por ejemplo, durante toda mi carrera trabajé en La Gaceta donde a la hora del café nos reuníamos a discutir con profesores, compañeros y con jóvenes que trabajaban en la redacción, entre ellos Tomás Eloy Martínez. Además, entre los exiliados europeos había polacos, húngaros, checos, artistas y músicos de altísimo nivel que ofrecían conciertos y exposiciones todo el tiempo. La Facultad de Arquitectura era un verdadero ejemplo y por eso mismo teníamos compañeros estudiantes colombianos, venezolanos, chilenos, brasileros. Era un polo intelectual real y de acción política, curiosamente en medio del peronismo. Después sobrevino el golpe con el derrocamiento de Perón y la intervención de la universidad. Elisabeth Goguel volvió a Francia donde recuperó su espacio prominente en los estudios del protestantismo y donde tam- bién he seguido encontrándola. Labrousse quedó cesante. En ese año yo termi- naba la carrera de historia.

-¿Aquí entra Córdoba y la UNC en escena?

-Podríamos decir que sí. Yo volví a Córdoba en busca de trabajo. En ese momen- to el filósofo Victor Massuh había sido nombrado Decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades. Fue él quien convocó a Córdoba a mucha de la gente que el peronismo había cesanteado: Juan Adolfo Vázquez, María Saleme de

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Burnichón, Pila Vela, Andrés Raggio, y también a Labrousse. Ahí Labrousse me pide que sea su profesora asistente en Córdoba, con lo cual mi expectativa e ilusión eran enormes. Pero él muere en ese verano de 1956 en las sierras, a los 46 años apenas. Ese año fui contratada en Córdoba. Primero como profesora de Introducción a la Historia, luego pasé el concurso de Historia Contemporánea, con el tribunal presidido por Halperin Donghi, muy joven él. A su vez, en ese momento obtuve una beca del gobierno italiano para hacer estudios sobre el nuevo estado en Italia y estuve fuera de Argentina por un año. Luego me reinte- gré y seguí dando clases en Córdoba.

-¿Cómo recuerda a la Escuela de Historia, en plena consolidación en aquellos años?

-El clima argentino no era fácil, pero Córdoba ya era un espacio de calidad de pensamiento y comunicación. Cuando llegué, la figura prominente en Historia, sin dudas, era don Ceferino Garzón Maceda. También Pila acababa de incorpo- rarse a la cátedra de Historia Moderna. Con ella intentamos proponer nuevas perspectivas, obviamente bajo la influencia francesa y de Annales, considerando la historia económico-social, la importancia del espacio sin descuidar la dimen- sión política, tan cara a Labrousse. Después de mucho tiempo coincidimos con Pila en que tardamos algún tiempo en conectarnos con Garzón Maceda, aunque nos conminaba a reunirnos en su sala rigurosamente. Allí nos propuso un proyec- to que llevamos durante un tiempo como seminario curricular obligatorio para los estudiantes, que fue el de revisar la Historia de Europa como unidad y diver- sidad, desde la problemática del “relevo papal”. Era 1958, estaba muriendo Pio XII, aparecían en efervescencia los “curas obreros” como se les llamaba en esa época. Yo venía de Italia donde pude percibir cabalmente la relevancia política del asunto, de cerca, y Gazón Maceda proponía ideas cruciales para comprender la integración europea y los problemas políticos desde allí, desde una continui- dad histórica con una dimensión socio-antropológica y política del asunto religio- so, que alcanzara problemas de Historia Moderna y Contemporánea. Resultó un seminario interesantísimo y la propuesta fue, casi por entero, de Garzón. Aunque él era colonialista y dedicado de lleno a la historia económico-social, su visión integradora de los procesos históricos era deslumbrante. Lo interesante es que había un clima intelectual de diálogo, de respeto y compañerismo en la Escuela. Por ese tiempo tuvimos el lujo de compartir la amistad y los encuentros con Alberto Rex González que revolucionaría la arqueología argentina. Pero incluso con intelectuales relevantes con quienes no compartíamos tradiciones de pensa- miento ni opciones ideológicas, discutíamos ideas, intercambiábamos textos y lográbamos mantener, en todo caso, una respetuosa disidencia.

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Por entonces, Pila y yo comenzamos a dar clases en lo que fue durante un tiempo otro polo intelectual crucial, la Universidad Nacional del Sur, en Bahía Blanca. Fuimos invitadas por Pérez Amuchástegui que nos decía que esa era una nueva universidad, de “otra” Argentina. Y tenía razón. Para allá llevamos el enfoque que trabajábamos en Córdoba en Moderna y Contemporánea. Pero nos enfrentamos con otro mundo, una sociedad de frontera, también en sentido simbólico, percibida como el “fin del mundo” para muchos, pero con una reali- dad de composición social completamente diferente a Córdoba, mucho más diferenciada y elitista. Ningún estudiante trabajaba. El ‘inicio’ de la Patagonia se percibía como una disonancia con el resto del “sujeto histórico” argentino (la pampa o a lo sumo históricamente el noroeste andino). Allí comencé un proyec- to con la Facultad de Economía sobre los migrantes chilenos que cruzaban y se establecían a lo largo de todo el Río Negro, percibido como una extensa frontera. Para liberarse de sus penurias en las plantaciones de manzanales, buscaban llegar a la “meca” urbana, Bahía Blanca, para instalarse como obreros. Ese es otro de los proyectos que me acompañó muchos años, incluso ya estando en México.

-¿Es ahí cuando aparece África en el escenario?

-África aparece en el escenario nuestro, como en el del mundo occidentalizado, en 1960. Nosotros queríamos saber, informarnos, y a ello se sumaba el interés creciente de los estudiantes, de Córdoba, primero, y después de Bahía Blanca y Buenos Aires. Nos preocupaba estar en condiciones de responder a sus preguntas que, inicialmente, se referían a los líderes políticos e intelectuales: Kwame N’Krumah, Leopold Senghor, Lumumba, Nyerere, esos señores que comenza- ban a revolucionar, literalmente, el mundo. En Córdoba, ahora que miro retros- pectivamente, las preguntas venían de estudiantes exigentes y comprometidos que luego serían colegas y muchos de ellos, amigos entrañables: en distintos cursos, Ofelia Pianetto, Beatriz Alasia, el Negro Heredia, Guillermo Beato, Hilda Iparraguirre, Sempat Assadourian, entre otros. Con Pila nos reuníamos los lunes y devorábamos la prensa francesa: Le Monde, L’Express, Le Nouvelle Observa- teur, estábamos pendientes de la llegada de Les Temps Modernes, L Esprit, entre tantos otros materiales. Un día llegó a mis manos una extensa nota sobre un sociólogo francés, entonces muy joven, Georges Balandier, sobre los procesos políticos y las formas endógenas, dinámicas, de los pueblos africanos en desco- lonización. No imaginaba en ese momento el lugar que Balandier ocuparía en mi formación posterior. Pero sus análisis me cautivaron por entero y en seguida mandé a comprar la edición de su tesis doctoral, Sociologie des Brazavilles Noires.1

1Balandier, 1955a.

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-¿Podría considerarse este momento como un parteaguas en su formación e intereses intelectuales?

-Diría que sí. Primero porque estábamos “descubriendo” algo: la dimensión política interna de los procesos de descolonización. En estos análisis como los de Balandier, la cuestión de foco se desplazaba. Los líderes daban paso a una dimensión histórica profunda, capilarizada, con dinámicas sociales, populares, de la descolonización. Los procesos de “resistencia” aparecían en el análisis de sociología urbana de Balandier. Ese concepto después criticado en los análisis más recientes, sin embargo era novedoso en aquel momento. Los brazza habían sido convertidos en obreros del sistema francés, pero trasladaban las formas políticas cotidianas, diremos “tradicionales” y dinámicas para estructurar, donde se habían proletarizado, la nueva lucha urbana a través de prolongadas huelgas. La música y las danzas servían para transmitir los mensajes políticos desde la selva a las ciudades, los tamtan (tambores) eran el artefacto. Descubríamos un universo político móvil y adaptativo a través de estos análisis de rituales y prácti- cas culturales: los franceses no comprendían por qué no resultaban sus estrate- gias de boicot para enfrentar las huelgas obreras; suponían que la ausencia de salario quebraría la resistencia que se prolongaba inexplicablemente. No conta- ban con las variadas formas de apoyos secretos que aportaban las aldeas. No comprendían de dónde venía esa dimensión política de estos “primitivos”. Luego vinieron Sociologie Actuelle de l’Afrique Noire y Afrique Ambiguë 2 de Balandier, y el interés mío por África fue creciendo, a medida que los medios difundían las “crónicas” de las independencias.

-Pero imagino que África no estaba incluida en las curricula de Historia.

-No, claro que no. Fue en este momento efervescente que armamos un pequeño curso con Pila que se llamó “Historia Reciente y Problemas Contemporáneos de África”, estudiando sin parar. Lo dábamos en Córdoba y Bahía Blanca. Luego José Luis Romero, siendo decano de Filosofía, nos invitó a darlo en la UBA. Aquí empieza otra etapa: la relación cercana con Romero de quien me siento un poco discípula también, y su insistencia en que Pila y yo debíamos dedicarnos a estu- diar África, a hacer de ese momento coyuntural un proyecto intelectual para abrir un espacio institucional permanente en la UBA. Ahí yo sí empezaba a soñar con estudiar en Francia. Romero, sin embargo, decía que debía ir a Japón a estudiar África, que los japoneses tenían una perspectiva no-europea. Pero yo tenía también una cercana relación en Córdoba con el filósofo Juan Adolfo Vázquez, que desde el principio tuvo en mente esa crítica fuerte al humanismo

2Balandier, 1955b; 1957.

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eurocéntrico que caracterizó su pensamiento. Fue él quien me dijo “Celma, ya basta de mirar Europa. Por qué no estudia África en México?”. El tenía comuni- cación con la joven profesora

Graciela de la Lama, que en El Colegio de México estaba organizando el reclutamiento de estudiantes para la primera generación de una Maestría en Estudios Orientales auspiciada por la UNESCO. Esto era en 1964. Mucha gente tomó esta idea como una verdadera locura, por puro desconocimiento de Méxi- co, obviamente.

Pero en efecto, la UNESCO había creado un proyecto enorme llamado “Proyecto Mayor Oriente-Occidente”. Era una ambiciosa idea, algo naif mirada retrospectivamente. La hipótesis de la UNESCO era que creando un polo de conocimiento de la “diversidad” cultural del Tercer Mundo, se evitarían desastres como la II Guerra Mundial y los procesos sangrientos de descolonización. En el marco de ese proyecto, con la visión que caracterizó a don Daniel Cossío Ville- gas, su presidente por aquellos años, El Colegio presentó su propuesta para crear el Centro de Estudios Orientales. Lo que sí tenía en claro este plan, era la línea que siguió el CEAA (Centro de Estudios de Asia y África de El Colegio de México) hasta hoy: la necesidad de crear una vertiente de estudios de área epistemológi- camente distinta y distante de los Area Studies nacidos a la sombra de la Guerra Fría en Estados Unidos: en síntesis, la necesidad de conectar los estudios, cultu- ral, epistemológica y políticamente, con América Latina.

-Cómo veía la “etapa México” en ese entonces?

-Me entusiasmaba de verdad pero ni remotamente imaginaba lo que luego suce- dió. Llegué a México en 1965 y viví la experiencia como algo excepcional. Ima- gínate que el programa cubría todas las áreas culturales de Asia , a cargo de profesores chinos, japoneses, egipcios, libaneses, indios. En este momento cono- cí al que considero mi maestro principal de formación en todo sentido, Prodyot Mukherjee. Luego hablaré de él. Para este proyecto la UNESCO había otorgado un apoyo economico sustancial que permitió no solo contratar esos profesores del más alto nivel sino montar una biblioteca cuidadosamente seleccionada. Después de un año y medio de cursos, tuve la oportunidad de continuar los estudios en Francia con una de las becas de la UNESCO destinadas a formar latinoamericanos que iniciarían los estudios de Asia en las universidades de América Latina. En ese momento dudé pero la perspectiva de ampliar mi horizonte con el conocimiento de África y de estudiar en Francia con Balandier terminaron por seducirme. Partí a Francia en setiembre de l967.

-Me imagino que en la “etapa Francia” no estaba presente sólo África. Eran los prolegómenos del ‘mayo francés’, una época única. ¿Cómo se conjugaron esos

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momentos y qué encontró en el Balandier de aquellos años? ¿Qué otros intelec- tuales conoció?

-La etapa de París tuvo momentos muy especiales, aunque fue corta. Tenía un año para hacer los cursos y preparar el proyecto de doctorado. Era difícil sus- traerse a la efervescencia estudiantil del ‘68, aunque la condición de extranjera limitaba la participación activa. La inserción en el medio francés en esa circuns- tancia no era fácil. Con algunos amigos mexicanos y argentinos íbamos a las tertulias de la Embajada a conversar con Cortázar y otros y a las distintas aulas a escuchar los discursos encendidos de Jean-Paul Sartre y sus debates con los estudiantes. Aprendí tanto… Siguiendo las consignas estudiantiles colaboré en acción comunitaria con obreros y obreras de una envasadora.

En cuanto al Doctorado de III Ciclo, como se llamaba, fue magnífico estudiar con Balandier. Porque en aquel momento él estaba en lo que podríamos llamar su “etapa sociológica”; su labor conocida en la teoría antropológica stric- to sensu vendría después, desde fines de los ’60 y fundamentalmente en los ‘70. Mi intuición es que en los ’50 y ‘60 esto era así no tanto por una diferencia con los métodos y las formas de encarar los objetos, sino por su decidida oposición al estructuralismo clásico. Balandier siempre hablaba de la cultura como proceso inacabado. Pero ser antropólogo, francés, y oponerse al estructuralismo en aque- lla época, supongo que no era fácil. A mí me entusiasmaba todo el tiempo un aspecto del discurso y la visión de Balandier: su idea de que la socio-antropología debía focalizarse en los patrones de cambio generados al interior de la cultura estudiada. Ni en las imposiciones “objetivas”, ni en las “estructuras”. El concepto de “reproducción cultural” era fuertemente cuestionado por él, que hablaba en cambio de “constante producción”. Claro, esto me entusiasmaba porque Balan- dier tenía un profundo respeto por la historia (de ahí su disidencia siempre pre- sente con Levi-Strauss). Estos argumentos que me seducían tanto, en ese mo- mento no tenían una forma acabada. Mucho después él elaborará más comple- tamente estas ideas desde su “teoría generativa”, presente principalmente en su obra más conocida de esa segunda época, ya del todo “antropológica”.3

También asistí a conferencias de Levi-Strauss y del gran africanista Jean Suret-Canale que discutía sobre la necesidad de comprender de otra forma la relación entre los términos de los modos de producción. En esta época era la antropóloga Anne Chapman –con quien me sigue uniendo una sólida amistad— la que me abría con más facilidad los circuitos intelectuales franceses. Con gran interés escuchamos en varias sesiones a dos jóvenes investigadores que llegaban de hacer el trabajo de campo en África, y comenzaban a perfilar ya sus análisis pioneros: Marc Augé y Claude Meillassoux; a este último tuvimos la suerte de

3Se refiere a Balandier, 1974.

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tenerlo como conferencista en El Colegio de México en los años ’80, cuando iniciábamos los estudios de África.

-¿Pudo en ese momento hacer trabajo de campo en África?

-No. No todavía. En efecto, la estancia en Paris terminaba con un viaje para trabajo de campo, incluido en la beca UNESCO. Pero África Subsahariana no estaba contemplada como posibilidad. Entonces fui a Medio Oriente, en un viaje de algunos meses por Siria, Egipto y Líbano que me introdujo al mundo musul- mán. De esa estancia hay algunas experiencias imborrables: ser acogida durante cuatro meses por la familia egipcia y musulmana de una colega, en un barrio antiguo de El Cairo y oír mi nombre en el llamado a la oración; o tomar un coche en Damasco para visitar Palmira atravesando un desierto que incluyó un descan- so inesperado en un campamento de beduinos, familiares del taxista. La ampli- tud del mundo que ese viaje me ofreció fue increíble y generó un interés por el Islam que pude plasmar en posteriores trabajos sobre campesinado y movimien- tos islámicos.

-Pero su proyecto de doctorado en París era otro. ¿Iba a escribir su tesis en Paris?

-Aquí se dio una coyuntura especial. Mi proyecto de tesis que ya había presenta- do en la Sorbona, dirigido por Balandier, era un análisis de la dimensión política del kimbanguismo, el culto cristiano “creado” –si cabe la palabra– por Simon Kimbangu en el Congo-Kinshasa (ex Congo Belga), que provocó muchos dolores de cabeza para los colonos, por ser un movimiento de resistencia al colonialismo pero con símbolos e ideología cristiana, católica. Como no podía ir a Congo porque la beca de campo no lo contemplaba, mi decisión tomada había sido volver a la Argentina y posponer la escritura un tiempo. Sin embargo en ese momento recibo una comunicación de Argentina sobre los acontecimientos polí- ticos y casi la orden de que ni pensara en regresar. Habían ya “barrido” a los profesores en Bahía Blanca, los amigos como Pila estaban fuera de la universi- dad y perseguidos, y supe que no podía volver a mi país. La situación de deses- peración era total. Mi tiempo de beca en Francia se agotaba. Le pedí algún tipo de ayuda a Balandier, tal vez un cargo docente en Africa. En ese momento no dijo nada. Luego de un mes me avisó que en Brazaville, capital del ex Congo Francés, había un cargo disponible en una universidad francesa. Mis amigos, sobre todo los africanos, lo sentían como una contradicción, casi una traición. No podía ir a enseñar en una universidad de “blancos” en su país. Pero mi decisión ya estaba tomada. Era la manera de llegar a África y lo tomaría como un trabajo extra que me permitiría iniciar mi investigación de campo.

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Sin embargo, en ese momento llegó, inesperadamente, una carta de Gra- ciela de la Lama donde me proponía un nombramiento de profesora de Historia del Medio Oriente en El Colegio de México. No lo pensé mucho. Sentí que era eso lo que debía hacer y regresé a México. El corolario fue que no terminé la diserta- ción doctoral. Había otras urgencias, otros compromisos que creí necesario aten- der y cumplir. Muchos años después supe que había sido un plan de las autorida- des del Colegio: enviar a esa primera generación para luego reclutarla como recursos profesionales al terminar los cursos de doctorado.

- Aquí empieza probablemente la etapa de docencia y producción de investiga- ción en México.

- Así es. Desde 1969 hasta 1982 di clases de Historia y Problemas Contemporá- neos de Medio Oriente y África del Norte en el Centro de Estudios Orientales y en el Centro de Estudios Internacionales de El Colegio. Sin embargo, seguí investi- gando y publiqué trabajos sobre África en esa época, especialmente sobre Sene- gal. Este período fue muy importante para reunir bibliografía y trabajar sobre líneas de pensamiento a las que siempre intento volver y dejar en claro con los estudiantes: una de ellas es la artificialidad de la separación entre “África del Norte o Islámica” y “África Subsahariana o Negra”. Esa es una separación colo- nial, que nada tiene que ver con la profunda historia de relaciones e intercam- bios. La idea del Sahara como frontera infranqueable es absolutamente euro- pea, no africana.

Pero lo que los años ’70 tuvieron de capital para mí, fue comenzar a trabajar en un grupo de investigación dirigido por el que, como dije, considero mi gran maestro: el historiador indio Prodyot Mukherjee. Mukherjee era un intelec- tual marxista de primera línea, formado en India y en Praga. Vino a México con un propósito doble: enseñar Historia de la India y estudiar el papel de los campe- sinos en la Revolución Mexicana, especialmente el zapatismo. Lo primero que hizo fue cuestionar férreamente la idea formativa del Centro, en ese momento de “Estudios Orientales”. Nos conminó a revisar la “idea” de Oriente y considerarla como una divisoria no sólo europea, sino imperial. Estoy hablando de varios años antes que apareciera el libro famoso de Said.4 Mukherjee organizó un sólido equipo de trabajo cuyo eje era el sujeto colectivo que cautivó mi atención hasta hoy: el campesinado. Prodyot coordinó un Seminario Integral que se llamaba “Campesinado y Nación en Asia, África y América Latina” del que formaron parte, entre otros, el antropólogo mexicano Guillermo Bonfil Batalla, el historia- dor francés Jean Meyer mientras preparaba su gran tesis sobre el movimiento cristero y en el que recibimos a varios especialistas extranjeros. De El Colegio

4Said, 1978.

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participábamos Thiago Cintra, Michiko Tanaka, Susana Devalle y yo. Con éstas dos colegas, compilamos un libro5 como resultado del seminario que se sumó a otro, pionero, editado por Mukherjee6 . En el marco de este proyecto trabajé sobre Islam y campesinado: las articulaciones internas del movimiento madhis- ta, la revolución iraní con la conciencia campesina nacional y su resistencia al colonialismo7. Lo que en este grupo tratábamos de comprender era al sujeto campesino como actor político conciente, y como elemento capital en los nuevos nacionalismos. En otro lado del mundo, por esas mismas épocas, se gestaban ideas similares bajo lo que luego sería la escuela de Estudios de Subalternidad, sin que supiéramos de ellos, por supuesto, ni menos ellos de nosotros!. No traba- jábamos la idea de subalternidad pero sí rechazábamos la división campesinado/ proletariado como barrera de conciencia política, o el binarismo entre acciones “pre” políticas y políticas.

-Pero al mismo tiempo, esos eran los años duros de la Argentina, los de la última dictadura. ¿Cómo vivió ese tiempo aquí?

-Atravesada por el dolor. Como muchos, perdí amigos, colegas y estudiantes. Compartí horas de angustia por el terror, acompañé por teléfono las rutas de huída. Desde aquí hice lo que tenía que hacer, nada más. Recibí mucha gente en mi casa, parte de la cual no conocía. No había tiempo para preguntar. Organiza- mos con otros argentinos residentes, algunas redes de contacto e inserción de personas, aprovechando la coyuntura receptiva del gobierno mexicano. Historias que no merecen otro nombre que el del horror.

-Luego llega el turno a África en el Colegio. ¿Cómo se gestó esa especie de odisea institucional?

-Realmente fue algo así como una odisea. La UNESCO aceptó la propuesta de El Colegio para crear un área de África y nuestro Centro pasó a llamarse de Estudios de Asia y África, a partir de 1982. Pese al nuevo lugar de África en el Centro, el Área de Medio Oriente no renunció a África del Norte. En términos académicos era coherente por la importancia del Islam y la necesidad de que quienes estudiaran el Maghreb aprendieran árabe y fundamentos del Islam. A la consolidación del área de África me aboqué casi por entero durante años, con el decidido apoyo del Centro y especialmente de Víctor Urquidi, Presidente de El Colegio. Para preparar el proyecto nos ayudó entonces y después dictó cursos, el

5Agüero, Devalle, Tanaka (comps), 1981.

6Mukherjee, 1974.

7Véase además Agüero, 1971; Agüero, 1982.

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gran politólogo keniano Peter Anyang Nyong’o –que fue hasta hace pocos meses el Ministro de Planeación y Desarrollo Nacional en su país. Desde 1983 tuvimos profesores visitantes de alto nivel como el filósofo Valentin Mudimbe (de Rep de Congo), el literato Lemuel Jonson (de Sierra Leona), los sociólogos Issa Shivji (de Tanzania), Kasahun Checole (de Eritrea), Carlos Lopes (de Guinea Bissau), entre otros especialistas africanos, de Estados Unidos y de Europa como el histo- riador Paul Lübeck, el antropólogo Claude Meillassoux, y tiempo después los historiadores Yoro Fall (de Senegal) y Paul Lovejoy (de Canadá). A su vez, dos profesores africanos se incorporaron a la planta posteriormente: Massimango Cangabo de la República Democrática de Congo y Yarisse Zoctizum, de la Repú- blica Centroafricana.

Desde el inicio recibimos alumnos de toda Latinoamérica, además de mexicanos y algunos africanos, en diferentes generaciones de maestría y luego de doctorado: de Cuba, Colombia, Brasil, Chile, Venezuela, Costa Rica, Puerto Rico, y por supuesto Argentina. La generación de estudiantes de maestría que acaba de incorporarse en 2007 es la onceava. Dada la categoría de Centro Regional otorgada por la UNESCO para difundir los estudios de Asia y África siempre estuvimos en contacto con universidades de América Latina para reclu- tar estudiantes.

Yo me hice cargo de los primeros cursos de Historia e Historiografía de África en la maestría. Siempre mantuve esa especie de complementación, por un lado mis investigaciones y preocupaciones contemporáneas, pero enseñé durante casi veinte años Historiografía e Historia Antigua de África. Lo importante, creo, es abandonar esa concepción por la cual África entra a la historia desde la Conferencia de Berlín de 1884, cuando los europeos se reparten sus territorios. No se entiende nada de la profundidad de la experiencia de los pueblos que llegan al siglo XVIII con un desarrollo impresionante, en la antesala del colonia- lismo. Y eso se estudia poco. A su vez, la idea fue siempre incluir otras líneas de trabajo sobre la iniciativa histórica de los pueblos, endógena, la complejidad de la tradición oral como fuente, y la consolidación social, cultural, tecnológica y política de las sociedades africanas antes del siglo XIX. La idea de Ade Ajayi8 sobre el período colonial como “una noche en la historia profunda de los pueblos africanos”9 me impulsaba a crear un programa en el que Europa se viera, desde el siglo XVI, como un actor marginal en los procesos históricos internos: muchos pueblos aprovechan la entrada de Europa para resolver estratégicamente proble- mas internos y de equilibrio político. Las alianzas que los estados o confederacio- nes africanas hacían con Europa (al menos hasta el siglo XIX) no tenían a Fran- cia o Inglaterra como centro, sino al propio uso que podían hacer de estos nuevos

8Historiador nigeriano, profesor en las Universidades de Columbia, Lagos, Londres e Ibadan.

9Ajayi, 1989.

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actores “blancos” –que comprendían poco de las dinámicas político-sociales lo- cales.

- En medio de la apertura del Área usted realiza un importante viaje de investiga- ción a África Subsahariana que será la génesis de sus dos proyectos actuales de trabajo. Háblenos de eso.

-Sí, fue entre 1986 y 87. Hice en dos partes ese largo viaje, cada una con su importancia. Primero fui a Paris para invitar como profesor al historiador Jean Devisse. Dado que él no podría, me propuso a un discípulo senegalés de primera línea. Se trataba de Yoro Fall, con quien trabajaría después en el Proyecto Atlán- tico que presentamos ahora en esta revista. Ahí lo conocí y lo reencontré en África unos meses mas tarde.

Luego llegué finalmente a Senegal. Aquí el propósito era claro para mí. En los años de estudio con Mukherjee descubrí los análisis de una antropóloga inglesa fascinante, Adrian Adams, que trabajaba el conocimiento endógeno de los campesinos del río Senegal. En su libro pionero en estudios de aldeas campe- sinas10, ella conjugaba la idea “generativa” de las sociedades, con un conoci- miento profundo de su transmisión histórica. Con Adams intercambié correspon- dencia y quedamos en que trabajaría con ella en la aldea soninké de Kungani, en las márgenes del río Senegal, donde vivió, investigó y militó hasta su temprana muerte en el 2000. Primero pasé por Dakar y por la Universidad Cheikh Anta Diop donde Yoro Fall, en largas sesiones de trabajo me introdujo a una historia inédita. Como buen discípulo de Devisse tenía en claro la historia formativa de las poblaciones mediterráneas desde la Edad Media. Pero luego me hablaba de las navegaciones africanas, de los hallazgos arqueológicos, del comercio fluido y de los intercambios documentados que había con América del Sur desde el siglo XIV, con mucha tranquilidad. Nunca, en sus fundamentos, oí hablar de Colón o la Conquista o 1492. Era otro Atlántico, otros actores, otra temporalidad, otro espacio.

Luego, en una avioneta pequeña, fui a Kungani a encontrarme con los campesinos y con Adrian Adams. Una experiencia inolvidable, absolutamente. Desde los cielos nocturnos de la sabana que no volví a ver iguales, hasta la comprensión cabal de lo que era la vida campesina a lo largo del río, con sucesi- vas organizaciones de redes aldeanas que pactaban los flujos comerciales, se comunicaban a lo largo del hilo fluvial en una serie de rituales y prácticas comu- nitarias que incluían una dimensión de “economía política” y un impresionante conocimiento del entorno geoecológico. A partir de aquí resistían a la imposición centralizada de los precios, controlando la oferta y la demanda desde la organi-

10Adams, 1977.

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zación interaldeana. Adams me hablaba de sus ideas sobre el “desarrollo campe- sino” y de su lucha para legitimar los saberes internos de esos pueblos ante el estado senegalés que no daba ninguna cabida a sus demandas ni legitimidad a sus conocimientos. Tenían saberes históricamente transmitidos sobre riego, esta- ciones, rotación de cultivos y lo que ahora llaman “sustentabilidad”. Empezaban a sentirse ya los primeros embates de lo que después serían las políticas de ajuste estructural y de los organismos como el FMI y el Banco Mundial, que con una ignorancia profunda pretendían “educar al campesino”. Ahí trabajé un tiempo, casi siempre observando, haciendo algunas entrevistas. Los resultados de esa investigación salieron en algunos artículos, uno publicado en un libro sobre ali- mentación en el Tercer Mundo,11 y también una contribución en el libro que compilé cuando el área de África del CEAA cumplió diez años.12 Inspirada en las ideas de Mukherjee, allí recuperaba un poco las vertientes de la teoría generativa, las iniciativas endógenas y las nuevas tendencias para trabajar desde la historia antropológica con ideas distintas al “paradigma” establecido sobre seguridad alimentaria por el Banco Mundial y el FMI.

-Luego vino el Proyecto Atlántico del que no voy a preguntar porque es motivo central de estos artículos. Sin embargo ese proyecto implica, en parte, una revi- sión epistemológica. Una especie de idea de “provincializar Europa” para usar una expresión en boga, pero con la construcción de horizontes concretos de investigación empírica, de objetos que abran camino. En este sentido, ¿qué cree que nos falta, Celma, en la universidad, en la construcción de planes de estudio y de líneas de trabajo desde la historia?

-En realidad, falta mucho... Muchísimo. Recuerdo que con Pila, hace muchos años, ideamos un proyecto para estudiar el Mediterráneo a profundidad en semi- narios que dictaríamos en México y Argentina. La loca ocurrencia incluía partir de Braudel pero con otro mapa, un mapa más profundo de espacio y tiempo donde África tuviera otra cabida. Nunca lo concretamos, como suele pasar con estas cosas. Pero esa idea tenía un centro eje que propusimos después en el Proyecto Atlántico con Yoro, del que Pila participó activamente: des-colonizar el pensamiento histórico. Afortunadamente hoy se habla mucho de esto.

Tengo la sensación de que hay cosas que realmente nos siguen faltando: una recuperación de lo mejor de nuestras tradiciones intelectuales locales de los años ‘60 y ‘70 por ejemplo (digo “nuestras” por latinoamericanas) haciéndolas dialogar con las africanas o asiáticas de la descolonización, unido a un replanteo concreto de las unidades de análisis y de los sujetos analizados. Cuando el pro-

11Agüero, 1990.

12Agüero, 1992.

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M. Rufer Universidad, sociedad y trayectoria: entrevista a celma agüero

yecto Atlántico promueve otra visión del espacio, de las unidades temporales y de la circulación y también legitimación de los saberes, el punto no es sólo una exposición de todo esto, una aceptación de que ‘existen’ al mejor estilo del “mul- ticulturalismo” neoliberal. Al contrario, la idea es recomponer otra memoria his- tórica para el mundo contemporáneo, ya no el tiers monde; digamos, el “sur global”. Si lográramos una comprensión cabal de que hay otras formas de narrar la experiencia histórica desde el espacio, el tiempo y los actores, y de que tam- bién es eso lo que Prigoyine llamó “el fin de las certidumbres”,13 esto nos ayuda- ría a plasmar otras iniciativas, nuevas solidaridades. Especialmente en este mo- mento en que científicos sociales africanos dan importancia a las relaciones at- lánticas desde nuevas perspectivas.

-¿Cuáles son ahora los proyectos de Celma?

-¿Proyectos? ¡Tantos…! Siempre tengo muchos y eso es lo bueno... Por un lado, el libro que quisiera escribir sobre campesinos del Sahel contemporáneo. Tam- bién me propongo seguir de cerca el proyecto del Atlántico que ha producido estudios en Cuba, Brasil, México, Costa Rica, Argentina y Colombia. Sería im- portante una reunión para discutir resultados y preparar una publicación. Estos son los principales entre otros. Ah… en lo personal, hay uno que está siempre en ejecución. Tengo una especie de “seminario permanente” conmigo misma en el jardín de Tepoztlán. Ahí, de cara a un cerro igualito al Pan de Azúcar de Córdo- ba, cultivo una pequeña milpa de maíz todos los años, y hay un ceibo que planté hace poco al quiero ver crecer más fuerte, echando raíces…

Villa Olímpica, Tlalpan.México D.F., 23 y 26 de Noviembre de 2007.

Bibliografía Referida

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Agüero, Celma; Devalle, Susana; Tanaka, Michiko (comps.), 1981, Peasantry and National Integration, Series Memories XXX International Conference on Social Sciences in Asia and North Africa, El Colegio de Mexico, Méxi-

13Prigoyine, 1996.

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co. [Editado en español: Campesinado e Integración Nacional, El Colegio de México, México, 1982.]

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