ÁFRICA Y AMÉRICA: SUS ENCUENTROS

Nina S. de Friedemann*

En el proceso de construcción de la identidad histórica nacional y étnica en numerosos países de América, hasta hace pocos años para los descendientes de la diáspora reconocer a África como cuna de sus ancestros era un imposible. La invisibilidad como estrategia, mediante la cual se ha ignorado la actualidad, la historia y los derechos de los descendientes africanos en América, ha sido parte del escenario de los procesos socioculturales en la definición de las nacio- nalidades.

Entender la conmemoración de los ya más de 500 años, como una co- yuntura en la cual no fueron dos, sino tres o cuatro mundos los que se encontra- ron, es muestra de que por fortuna, el conocimiento historiográfico ha perdido su inocencia. Discutir la participación de África y los afroamericanos en la constitu- ción de las Américas y la existencia de una América Negra como realidad histó- rica y contemporánea, es un testimonio de esa consideración; que a su vez em- pieza a permitirle a nuestro continente reconciliarse con sí mismo, dejando de ocultar el papel desempeñado por los africanos y sus descendientes en un mundo de encuentros. En Colombia, donde pareciera iniciarse un ambiente de reflexión, mediado por reclamos de derechos a la diversidad humana, han empezado a perder vigencia aquellas ideas de hace veinticinco años, cuando a la gente de la diáspora africana ni siquiera se las consideraba como sujetos de la antropología. Y cuando África como continente ancestral de núcleos importantes de gente negra en amplios territorios del país, estaba lejos de ser parte del presente nacio- nal. Lejos de cumplir con esa condición de la historia, que de acuerdo con el Nobel nigeriano Wole Soyinka (1983:157), para desempeñarse como tal, debe ser capaz de interrogar al presente.

El estudioso senegalés Cheikh Anta Diop (1983:60), decía con mucha razón, aludiendo a la experiencia de su continente, que “borrar, destruir la con- ciencia histórica de los pueblos, ha sido parte de las técnicas de colonización, sumisión y embrutecimiento de los pueblos”.

En efecto, en África en el siglo XVII, durante la formación del imperio Ashanti, mediada por la conquista de muchos grupos, anota Marcien Towa (1985:48) que entre los vencidos, a los griots (historiadores tradicionales, especie

*Fallecida recientemente a muy temprana edad, fue Profesora de la Universidad Javeriana de Bogotá, Colombia.

Cuadernos de Historia, Serie Ec. y Soc., N° 9, CIFFyH-UNC, Córdoba 2007, pp. 183-197

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de trovadores, especialistas en música, genealogistas o embajadores) se les prohi- bió seguir contando la historia de su gente. Cualquier violación era castigada con la muerte. Los griots debían aprenderse la versión de la historia oficial que bajo la nueva hegemonía debía ser relatada para sepultar los verdaderos orígenes de los grupos dominados, y lograr unidad y armonía bajo el nuevo imperio.

Al borde del tercer milenio, en países como Colombia, podríamos insistir en preguntar sobre asuntos tan delicados como la negación de la enseñanza de la historia de África y de la antropología de la diáspora africana. Si bien la historia de los aborígenes americanos también ha sido víctima de ese tipo de técnicas, la de África y la de su diáspora han resultado las más afectadas; al punto que no es raro oír llamar a nuestro continente América Indígena en tanto que otros lo refieren América Hispánica.

Contrario a lo sucedido en algunos países sudamericanos, en países afri- canos desde finales de 1950, una conciencia frente a los efectos de la destrucción del conocimiento sobre el pasado y la urgencia de su restauración ha estimulado acciones valiosas. Intelectuales africanos con el dominio de técnicas europeas de investigación y el uso de lo que Amadou Hampaté Ba (1982) llama “la tradición viviente” o la gran historia de la vida, que es la tradición oral, se esfuerzan por establecer un enfoque propio para dar a conocer en su continente y en el mundo occidental, la historia africana desde su propia visión (Fage, 1982:60; Curtin, 1982:78). Sabemos que su trabajo ha contribuido a erosionar algunos de los mitos racistas pseudocientíficos que llegaron a desfigurar al punto de proclamar que “África no tiene pasado”.

Tales mitos se servían de una escala de valores socio-culturales, espejo de una pirámide de pigmentación epidérmica en cuyos segmentos inferiores se colo- caba a los negros como parte de los no-civilizados, de los otros. La historia de los africanos y de sus descendientes en el Nuevo Mundo resultaba una cuestión sin importancia ni valor, y hablar de sus contribuciones en las sociedades donde vivían era más que un exabrupto.

Rutas de homogenización

En la colonia, las instancias de mestizaje fueron medidas por jerarquías de pigmentación y raza, tanto en el escenario de las castas como luego en el de las clases sociales (Jaramillo Uribe, 1963, Wade, 1991). Indios y negros transita- ron caminos de homogenización, tras una cultura distante de impregnaciones aborígenes o negroafricanas, siendo el corolario del recorrido el aniquilamiento de esas líneas ancestrales.

En el siglo XIX la abolición de la esclavitud de los africanos y sus descen- dientes se explicó como la ruta para alcanzar igualdades antes negadas. El mes-

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tizaje fue entonces exaltado como logro democrático acentuando la huída de lo negro hacia lo blanco. Los perfiles de la nacionalidad expresados en el lema “una sola lengua, una sola religión y una sola raza” que han aludido al castellano, al catolicismo y a sus portadores blancos, son testimonio vivo de un proceso que ha propiciado el desconocimiento de la diversidad y de los derechos asociados con la identidad cultural e histórica de los descendientes de la diáspora africana (Friedemann, 1991; Dzidzienyo, 1971).

Al avanzar el siglo XX, en tanto que los intelectuales del Caribe, de Esta- dos Unidos y de África emprendían movimientos vanguardistas como el “Éxodo al África, Poder Negro o Negritud”, países de América Latina se esforzaban por crear una conciencia americanista apoyada en la noción de autenticidad. Las elites intelectuales inspiradas en reflexiones científicas y estéticas europeas sobre el “buen salvaje” resaltaron la figura del indio. La exclusión del afroamericano contribuyó a la invisibilidad de su protagonismo y sólo se tomaron aportes indios y europeos en la construcción de las Américas; y por ende, al reclamo de su americanismo sin negros (Friedemann y Arocha: 1986).

La reintegración étnica

Cualquier reflexión en torno a posibles nuevos encuentros con África que pudieran emprender pueblos de la diáspora africana en América, debe tener en cuenta la resistencia cultural y el proceso de reintegración étnica de los africanos desde su llegada a América: las sublevaciones que dieron origen a los palenques o cumbes, mambises, quilombos o sociedades cimarronas en distintos lugares del continente y que implicaron la concreción de una solidaridad africana expre- sada activa y pasivamente y posiblemente el uso de memorias de resistencia a la trata de procedentes del continente. Trabajos de la nueva historia africana como los de Oruno Lara (1981:130) traen a la luz testimonios de esa resistencia en Guinea con los Bijagos y en el Congo con los Jagas, en el siglo XVI. Escuadras de guerreros fuertemente organizados política, religiosa y militarmente operaban en amplias regiones a partir de campamentos fortificados llamados quilombos. Estos intentaban desorganizar las estructuras portuguesas de la trata esclavista, conquistando y destruyendo los reinos aliados a los europeos en el negocio de la trata. En América, entretanto, las sociedades cimarronas vivían una reintegra- ción activa en zonas de ciénaga, bosque y selva húmeda. Y entre aquellos africa- nos trabajadores de haciendas, plantaciones, minas y ciudades. El proceso era pasivo y conllevó a enmascarar su pensamiento ético y estético, su sentir y disen- tir. Testimonio de ello fueron los cabildos de negros, verdaderos refugios de africa- nos en las ciudades coloniales (Friedemann 1998; Ortiz 1984).

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Con la inauguración de las nuevas repúblicas en el ocaso del siglo XIX y principios del XX, los espejismos de la igualdad socio-racial congelaron tempo- ralmente las expresiones de etnicidad. El fenómeno fue más agudo en los países sudamericanos, si se tiene en cuenta el estado de penuria de la mayoría de los descendientes de africanos frente a las instituciones de las nuevas naciones en el período post-abolición. Su aislamiento de la educación formal, en la cual África como entidad geo-social y política fue suprimida, había impedido a la vez la formación de un estrato intelectual entre los afroamericanos. La supresión de África en los programas educativos nacionales le privó al resto de la sociedad de un conocimiento verídico sobre el continente y su gente (cuestión que, por prime- ra vez, se está reevaluando en Brasil).

Así, la conciencia sobre África y los nexos con ella quedarían inmersos en la creación literaria, en las tradiciones orales y en la cotidianidad ritual, gestual y simbólica de las sociedades negras. Y también en la impregnación genética y cultural de amplias regiones: el Caribe colombiano, panameño y venezolano; el litoral Pacífico colombo ecuatoriano y peruano; Bolivia en los Andes; Argentina, Paraguay, Uruguay y Chile en el cono sur del continente y, por supuesto, los territorios del Brasil. En adición, la barrera lingüística de información, divulgada en inglés y francés, sobre los movimientos del panafricanismo en los Estados Unidos y las Antillas, agudizó la marginalización del hecho y conciencia en torno a cualquier participación que hubiera podido tener la diáspora sudamericana en tales procesos (Larkin, 1980).

Caminos del encuentro

La búsqueda de nuevos caminos para reencuentros entre África y Améri- ca es un empeño que en nuestros países de habla española, así como en Brasil, tiene entre sus metas la afirmación de identidad afroamericana1. Sin embargo, el proceso implica la difusión local, nacional e internacional de contribuciones que grupos con ascendencia africana han realizado a la cultura y a la evolución de la sociedad humana.

El estudio de las migraciones a través del Atlántico (M’Bokolo, 1992) y los cambios generados en distintos espacios y tiempos son elementos para el acerca- miento de África y Afro-América. Asimismo, numerosos científicos africanos en-

1Whítten y Torres (1992:19) presentan los siguientes porcentajes de la población de diáspora afroamericana en países de Sudamérica. Las cifras anotan como mínimos y máximos en el recuento total de habitantes de cada país: Brasil min.5.9%, máx.33%; Colombia min.1.2%, máx.2.1%; Perú min.6.0%, máx.9.7%; Venezuela min.9.0%, máx.10.0%, Ecuador min.5.0%, máx.10.0%; Bolivia min.2.0%, máx.2.0%; Paraguay mín. 3.5%, máx.3.5%; Uruguay min.1.2%, máx.1.2%; Chile /sin datos, Argentina /sin datos.

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focan el evento de 1492 como parte de una serie de comienzos en los cuales África nunca estuvo ausente. Ello, no obstante, sin perjuicio de que las hipótesis en torno al contacto africano con América Precolombina aún sigan considerán- dose “sacrílegas” por la ciencia de Occidente. Con todo, para los africanos sigue siendo una inquietud que estimula la búsqueda de testimonios de variada índole. Una conversación entre el gobernador de El Cairo y el emperador de Malí, Kankou Mousa, durante su peregrinaje a lugares santos del Islam en 1324, compilada por Ibn Fad I Allal Al Omari, narra los esfuerzos de su predecesor Mansa Aboubakar

IIen torno a la exploración del Océano Atlántico (M’Bokolo, 1992). Documen- tos como este se divulgan para estimular investigaciones sobre técnicas antiguas de navegación en África, que aún es uno de los asuntos menos abordados en la nueva historiografía del continente; lo cual no significa que no existieran. Las experiencias del explorador Thor Heyerdahl demuestran lo contrario; con su pira- gua Ra I, construida de acuerdo con las técnicas de los Buduma del Chad, Heyerdahl navegó 4.345 kilómetros, saliendo de Safl el 25 de mayo para llegar a las Antillas el 18 de julio de 1969.

A la vez, enfermedades2 y plantas nativas de América han sido también protagonistas de encuentros históricos y han contribuido tanto a la vida como a la muerte de seres humanos en el mundo africano. La yuca (manihot esculent) llevada desde el Brasil al reino del Congo por los portugueses entre los años 1600 y 1624 (Obenga, 1992), después de un tiempo de ser comida de extranjeros blancos, ingresó en la base agrícola y alimentaria africana. Del mismo modo que el maní (arachis hypogea L.) que es una palabra tama, conocida en azteca como cacahuate y en quechua como inchis, y que en el Congo era parte de un plato especial con hojas de yuca trituradas, un uso culinario poco conocido en Améri- ca. Otra planta genuina de América, el tabaco (nicotina tabacum) y sus más de diez especies distintas usadas como narcóticos, como medicina y en rituales: masticado, olfateado, bebido salió de América en 1519 y ya en 1668 era citado entre las hojas que apasionaban la cotidianidad del reino del Congo (Obenga, 1992). Esta, que es apenas una muestra del legado americano resultante del encuentro de mundos, hace parte de una historia sin mayor controversia y con una amplia documentación.

Pero distinta situación presenta la hipótesis sobre el origen de la agricultu- ra en América. Al involucrar a África se separa de aquella que postula cuatro grandes centros de invención independiente –el Valle de Tehuacan en México, el callejón de Huaylas en el Perú, las tierras bajas de la llanura Caribe y el curso

2La presencia de la sífilis en el encuentro de los mundos se enmarca en tres hipótesis: (1) La de su origen en las Américas y su transporte a Europa en 1493 por marineros de Cristóbal Colón.

(2) Presencia en Europa antes del viaje de Colón pero encubierta por la lepra. (3) La sífilis está presente en poblaciones humanas del viejo y el nuevo mundo al tiempo del viaje de Colón (Baker y Armelagos 1988:703-737)

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medio del Amazonas en Sudamérica y la región boscosa del oriente de Nortea- mérica-. La hipótesis liderada por el arqueólogo Donald Latlirap (1977) propone que los procesos de domesticación vegetal, como otros ocurridos en el viejo mun- do, se derivan de un patrón único de experimentación neolítica elaborado en el África hace 40.000 años, por portadores de las culturas Sangoana y Lupembana (Shaw, 1972).

Latlirap rompe con las corrientes que le han prestado atención a las regio- nes semiáridas de Asia Menor, Mesoamérica y el Perú, y al papel desempeñado por las semillas de trigo y maíz. Su alternativa es la de estudiar, por una parte, a los pobladores ribereños de los bosques tropicales de África y América del Sur y, por otra, a los transplantes y plantas como las del calabazo (Lagenaria sicerari) y el algodón; los barbascos que se emplean en la pesca y finalmente la yuca. Propuesta que se enmarca en la del doblamiento temprano de la selva amazóni- ca que no puede desecharse de ninguna manera. El origen de los actuales grupos de cazadores y recolectores selváticos como producto de su expulsión desde terri- torios ribereños amazónicos sobrepoblados, constituye la explicación más seria y cercana de la realidad (Ardila, 1986)

De acuerdo con una parte de la propuesta de Latlirap, en algún punto de la costa septentrional del Brasil, hace más de 12 000 años, pudo arribar un grupo de pescadores. Buscando terrazas fueron llevados por corrientes marinas lejos de las costas occidentales de África hasta algún lugar entre Recife y la desembocadura del Amazonas. ¿Viajaban en balsas o en canoas? ¿Fueron arras- trados con redes y semillas? ¿Acaso las semillas fueron empleadas por la gente en las costas americanas? Y desde luego, otra serie de preguntas derivadas de la posibilidad de que las semillas hubieran viajado a la deriva de corrientes marinas desde las costas africanas hasta las americanas.

La hipótesis de la temprana migración africana tiene a su favor el aumen- to del número y la antigüedad de las fechas que atestiguan el poblamiento del continente americano. Una fecha muy importante es la de Peddra Furada con 32.000 años. En el sitio ubicado en el nororiente del Brasil, se hallaron cuchillos, raspadores y lazcas de cuarzo y cuarcita (Guidon y Delibrias, 1986). El reto de la arqueología sería el reconstruir la ruta que pudo haber llevado hasta el curso medio del Amazonas las semillas del calabazo de botella (lagenaria sicerarla) o dar respuesta al sinnúmero de interrogantes que propone Latlirap.

El calabazo - Lagenaria siceraria

El calabazo, la enredadera de flores blancas que los botánicos llaman siceraria, es uno de los elementos principales de la propuesta. Su domesticación es tan temprana que, fuera de África, no ha podido reproducirse sin la ayuda

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humana. Aún verdes, sus frutos pueden servir de recipientes desechables, ya secos se utilizan como vasijas para alimentos y sustancias sagradas, como instru- mentos musicales y juguetes; y lo más importante, como flotadores de redes para pescar. El impacto de esta planta sobre el afianzamiento de la agricultura se ha ido deduciendo al considerar que diferentes tipos de calabazos aún hoy en día continúan figurando en los primeros renglones, no sólo del inventario de artefac- tos, sino del simbolismo de las más diversas culturas, tanto de América, como de Melanesia, del Oriente Asiático y de África. Adicionalmente, su enorme disper- sión geográfica se conjuga con una gran antigüedad.

El andamiaje de la proposición de Latlirap se fundamenta en que “El inicio de la experimentación humana con las plantas útiles como artefactos y ayuda para la pesca, se inició hace unos 40.000 años con la siembra de la calabaza (Lagenaria Siceraria)” (Marcos, 1988:148). Luego en reflexiones moti- vadas por unos fragmentos de calabazo que, además de ser muy antiguos, apa- recen casi simultáneamente en excavaciones de Asia y América. Un tercer punto, la consideración de que en el Nuevo Mundo y en especial en Sudamérica, las condiciones que llevarían al neolítico se originaron como resultado de experimen- tos en la siembra de plantas en el “jardín”, un área aledaña a las casas de los primeros pescadores sedentarios de los trópicos húmedos. Allí se sembraron pri- mero plantas como calabaza, algodón (gossipium barbadense) y barbascos (Ge- nus Lonchocarpus y Teplirosi), que servían para hacer flotadores de redes, las redes y las sustancias para paralizar los peces y facilitar su pesca.

Según la evidencia de Latlirap, todas las plantas parecen haber sido do- mesticadas en África (Marcos, 1988:148). La sorpresa contemporánea en Ama- zonia muestra que calabazos, algodón y barbascos ocupan un lugar preferencial en los jardines que rodean un sinnúmero de viviendas amazónicas (Marcos, 1988:148; Arocha y Friedemann, 1985:33). La profusión de las especies que allí se cuidan ha llamado la atención de los especialistas en botánica. Un pilar adi- cional es el escrutinio histórico referente a la cobertura y firmeza de los vínculos comerciales que -como respuesta a las carencias de cada región- concretaron a la Amazonía de la Orinoquia, las costas peruanas y la llanura caribe (Arocha y Friedemann, 1985; Latlirap, 1983).

Pues bien, la Lagenaria siceraria más antigua ha sido excavada en la cueva sudamericana de Pikimachay sobre el Valle de Ayacucho. Tiene una fecha de 11.000 años AP; otra fecha es de la de 6.000 a 5.000 años AP en un lugar cercano a Lima. En la cueva de los Espíritus de Tailandia, las excavaciones indican que allá se cultivaba hace 10.000 años. Una edad comparable se ha encontrado en hallazgos de la Sierra Madre de Tamaulipas, Tehuacán y Oaxaca en México.

Además de las preguntas suscitadas por la distribución geográfica, la an- tigüedad de su cultivo y su creciente utilización, el interrogante que más inquieta

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es ¿de dónde se origina?, Latlirap dice que “pese a que los dos géneros son bastante distintos, la siceraria pertenece a la misma familia botánica de calaba- zas ahuyamas, cultivos del nuevo mundo, clasificados dentro del género cucúrbi- ta […] empero las especies silvestres del género lagenaria son nativas de África

[…].Se dice que hay sólo una especie de lagenaria en el oriente del Brasil, pero no presenta las características del posible ancestro salvaje de la lagenaria sicena- ria que se cultiva […]. El calabazo no ha podido establecer comunidades salvajes agresivas ni en Asia, América u Oceanía (fuera de África, la permanencia de la especie requiere la intervención humana.) África se yergue como el centro a partir del cual se propagó el cultivo del calabazo” (Latlirap, 1977:720).

Si hablamos de encuentro de mundos, esta hipótesis alude a uno tempra- no, claro que reclama saber cómo se difundió el calabazo desde África hacia América en tiempos precolombinos y esa explicación legitimada por la ortodoxia de los arqueólogos aún no existe. Sin embargo, Latlirap (1977) cita experimentos realizados por Carter y Whitaker que probarían que a la deriva, arrastrado por corrientes marinas, un calabazo puede llegar desde África Occidental a la franja de terreno comprendida entre Recife y la boca del Amazonas, Victor Manuel Patiño (1964) concuerda con esta idea cuando aduce que las semillas de lagena- ria tienen el poder germinativo y que podrían comenzar a desarrollarse al termi- nar la travesía transoceánica.

Pero si el calabazo sólo prospera con la intervención humana, alguien familiarizado con siembras tuvo que facilitar el proceso reproductivo. ¿Y cómo se logró?, una contestación quizás resulta teniendo en cuenta que en casi toda América, en adición a la lagenaria, los totumos (Crescentia Ou ete L. y Crescen- cia alata H.B.K) se han cultivado y sus frutos también se han empleado como recipientes, cucharas e instrumentos musicales y ceremoniales. Pero esta respues- ta tiene tropiezos porque no hay informes arqueológicos que indiquen si la agri- cultura o los usos del totumo americano son anteriores a los del calabazo africa- no. Los datos de Latlirap sólo hacen referencia a la lagenaria.

Y aquí interviene el concepto de otros estudiosos como el arqueólogo Gerardo Ardila, quien al respecto consultó especialistas botánicos del Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de Colombia. Ellos opinaron que probablemente en África y en América hay géneros compartidos cuya edad pue- de ser anterior a la separación continental, y que a partir de ésta pudieron surgir especies africanas y americanas muy cercanas pero con diferencias significativas. Lo anterior sólo presenta otra hipótesis de interpretación a la presencia de la Lagenaria arqueológica en América; hipótesis que además no cuenta con corpus alguno de investigación, al menos conocida hasta el momento.

Aunque el problema del origen de la agricultura en el Nuevo Mundo pro- ponga nuevas inquietudes frente a las hipótesis de unos y de otros, lo que aquí es preciso subrayar es la existencia de un cuerpo nutrido en materiales de investiga-

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ción y de opiniones de científicos. A partir de estos se puede hablar de la posibi- lidad del contacto temprano entre África y América. Por otro lado urge la nece- sidad de estudios botánicos, paleobotánicos y paleogeográficos tanto en África como en Sudamérica para responder tantas preguntas.

El marcador HLA

Si la hipótesis recién mencionada es, en sí misma, un camino para el reencuentro con África, hay otras rutas que se exploran para encontrar la prove- niencia específica de los ancestros de los afroamericanos; un tema que también inquieta a las comunidades afroamericanas que se esfuerzan en precisar datos que les permitan proyectar su etnicidad. En Colombia, con el desarrollo de los estudios de genética médica, ha surgido la posibilidad de rastrear tales orígenes. El conocimiento de la estructura genética de los grupos, mediante estudios de marcadores como el HLA, podrá ofrecer elementos valiosos para confirmar da- tos documentales y lingüísticos sobre el origen de los africanos. El HLA constitu- ye lo que podría ser una cédula de identidad biológica; es un sistema de proteínas que está presente en la superficie de las células humanas y cuya variabilidad identifica a cada individuo a la manera que lo hace una célula de identidad social. Este tipo de estudios, que actualmente se realiza en el programa Expedi- ción Humana de la Universidad Javeriana entre grupos Colombianos (Bernal, 1990), intenta el dibujo de un mapa genético de amerindios y afroamericanos que defina tanto los elementos comunes como las relaciones filogenéticas entre diversos grupos y también las de otras poblaciones que les dieron origen. Desde luego que esta proyección del trabajo en el área afrocolombiana, tendría que consultar materiales africanos. Se anticipan, entonces, encuentros futuros en esta área de trabajo y desde luego el afianzamiento de relaciones científicas entre África y América.

La familia africana y la afroamericana

En los estudios de la familia, el problema de la invisibilidad de África y de su diáspora en América ha constituido una barrera para el encuentro académico. Con el resultado de manejos etnocéntricos por parte de estudiosos del tema. La explicación de la situación africana a la luz de conceptos como los de familia nuclear y misógama, ha conducido a errores y tergiversaciones. El modelo clási- co de familia extensa propuesto por Murdok (1949) compuesto por dos o más familias nucleares no pareciera definir la realidad ni en África ni en Afroamérica.

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En la familia extendida africana, apuntan los estudios de la antropóloga africanista Niara Sudarkasa (1980:43), la importancia del vínculo consanguíneo ha sido mayor que el conyugal; el ciclo de este último consta de una fase monó- gama seguida de una polígama, donde ambas son equivalentes. Si un hombre tenía una esposa e hijos, dos esposas e hijos, su familia era y es una familia. Claro que, cuando se trata de definir la fase monógama de esta familia, es necesario desvincularse de la ideología que sustenta la noción de la familia nu- clear monogámica en la sociedad occidental, ya que en la familia extendida africana, institucionalmente dicha fase no es insular ni en su formación ni en su funcionamiento.

Este punto ha sido, según los africanistas, ignorado y trastocado en las discusiones teóricas sobre el tema, cuando se propone que tales familias eran “múltiples familias” con un esposo –padre- en común (Sudarkasa, 1980:43). Asimismo, cuando se ignora que su estabilidad no depende de la unión conyugal en cualquiera de sus fases, monógama o polígama, sino del ejercicio de derechos de consanguinidad en el grupo familiar se plantea que poseen una base poligíni- ca.

En Colombia, como en otros países latinoamericanos, la familia nuclear, monógama y cristiana se yergue como paradigma dentro de los análisis históri- cos y contemporáneos de organización social a nivel nacional. No ha sido fácil introducir la consideración de huellas de la familia extendida africana en análisis sobre la familia negra. Más bien, el encuentro de formas poligínicas ha servido para estereotipar los roles de la mujer y del hombre, tanto en el campo de la responsabilidad socio económica como en el afectivo (Friedemann y Espinoza, 1992).

Tal estereotipo se ha manifestado en la ciencia y en la literatura, en el pensamiento religioso y en el filosófico. Es preciso entonces, intensificar los estu- dios sobre las maneras como los afroamericanos han adaptado y recreado me- morias africanas de principio de consaguinidad y conyugalidad, normas de resi- dencia y patrones de comportamiento, para responder a necesidades de supervi- vencia en espacios temporales geográficos, sociopolíticos y económicos concre- tos.

Al referirme a huellas de africanía o cadenas de asociaciones icónicas me sitúo cerca de los planteamientos de Gergory Bateson (1972) sobre el lenguaje de los iconos e ideas que podrían relacionarse, a su vez, con el concepto de “orien- taciones cognoscitivas” propuesto por Mintz y Price (1976), para aproximarse a los problemas de la evolución de las culturas afroamericanas. Hablo de memo- rias, sentimientos, aromas, formas estéticas, texturas, colores, armonía y otros elementos icónicos, materia prima de la génesis de los nuevos sistemas cultura- les. Aunque los esclavos negros llegaron desprovistos de sus trajes, armas y herra- mientas, desposeídos de sus instrumentos musicales y bienes terrenales, trajeron

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con ellos imágenes de sus dioses, recuerdos de los cuentos de los abuelos, ritmos de canciones y poesías. Quizás también memorias de linajes o de sus familias extendidas y muchas otras representaciones icónicas. Me refiero a un bagaje cultural recreado y transformado creativamente a lo largo de siglos, parte de una realidad aprehendida mediante modos subconscientes relacionados con el apren- dizaje de individuos y grupos. Es en esa misma vena, que Niara Sudarkasa (1980), opina que el más importante legado africano en la diáspora es la familia exten- dida, la cual creó principios éticos, modos de comportamiento, rasgos estructura- les y orientaciones cognoscitivas en nuevos lenguajes de parentesco que le permi- tieron sobrevivir biológica y culturalmente en el Nuevo Mundo.

Los microcosmos

No quiero terminar sin mencionar caminos de encuentro en el campo de la religión, que junto con la música son los tópicos más frecuentes cuando se trata de relacionar África con Afroamérica. Para aquellos que conozcan los estu- dios de Sheyla Walter en Brasil los refiero a su publicación La coreografía del universo: El candomblé Afro/Brasilero como microcosmos de la geografía espiri- tual yoruba (Walter, 1991:41-50). Walter señala la existencia de una regionaliza- ción africana de los cultos de Orishas que llegaron a Brasil. Su cotejo con los de áreas en las que la esclavitud de yorubas fue masiva explica porqué ciertos Oris- has desembarcaron en América y otros nunca lo hicieron. Del mismo modo, cómo fue que ciertos Orishas cuyo culto se halla ampliamente difundido en Cuba o en Brasil desaparecieron de África.

Es el caso del culto de Oshossi, Orisha del bosque y de la cacería que tenía su centro en la ciudad de Ketu en la República de Benín. Ketu al ser devas- tada, en el siglo XIX, por el rey Fon de Abomey perdió a muchos de sus habitan- tes que fueron vendidos con destino a Cuba y a Brasil. Y cuando en ese siglo, oficiantes brasileños del Candomblé preocupados por la autenticidad de su culto, emprendieron el retorno a África en busca de las raíces del Orisha, lo que encon- traron fue un gran interés por parte de los estudiosos africanos por conocer el culto en Brasil. Desaparecido en África, los elementos del culto a Oshossi, aun- que reelaborados, se habían convertido en reliquias para la historiografía Yoruba.

Ahora bien en países como Ecuador, Venezuela, Colombia, Perú o Pana- má, las huellas de africanía en las prácticas religiosas con tradición colonial no se expresan de modo explícito como en Brasil o en países del Caribe. El enmasca- ramiento de las deidades africanas detrás de los santos católicos en tanto que facilitó a los descendientes de africanos el profesar públicamente tal religión, les allanó el camino para articular creencias, elementos éticos y estéticos de sus memorias ancestrales.

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Entonces, para los afroamericanos y también para quienes de algún modo comparten la diáspora africana, es importante conocer las coreografías de las visiones cósmicas africanas. Será menos difícil dilucidar el legado de africanía que sigue sumergido en las procesiones acuáticas de las vírgenes en los ríos o en las liturgias del teatro religioso en el bosque minero del litoral Pacífico sudameri- cano. Tanto como aquel en las lenguas criollas que surge aún en cantos fúnebres como el de lumbahí en el palenque de San Basilio en la región caribeña de Colombia.

Por otra parte, hay importación de cultos yoruba de lugares del Caribe y de Umbanda del Brasil en los últimos años (Pollak-Eltz, 1992)3

El reencuentro

El escrutinio de hipótesis como la propuesta de Donald Latlirap, la am- pliación de estudios históricos y de antropología histórica sobre la familia afro- americana y las precisiones en torno a la proveniencia de los africanos llegados a nuestros países, son temas que ya se discuten más allá de los círculos vanguardis- tas de intelectuales africanos y afroamericanos; y que ayudarán a la ampliación y a la afirmación de procesos contemporáneos de reintegración étnica entre so- ciedades de afroamericanos, particularmente en países de habla española. Pro- cesos que considero como verdaderos caminos para consolidar un escenario de reconocimiento de África y su diáspora en la construcción de América.

Bibliografía

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