EL PUEBLO DE INDIOS DE LA TOMA EN LAS INMEDIACIONES DE CÓRDOBA DEL TUCUMÁN.

UN EJEMPLO DE ASENTAMIENTO PERIFÉRICO. SIGLOS XVII AL XIX

Carlos A. Page*

Resumen

Este trabajo intenta acentuar el carácter particular del emplazamiento periférico del pueblo de indios de Córdoba, surgido con posterioridad a su fundación y levantado sobre una población originaria que fue trasladada y luego extingui- da. El nuevo asentamiento fue ocupado por algunas parcialidades de los des- naturalizados indios calchaquíes, donde se encontraba el hijo de Juan Chele- mín. Se ubicaron en tierras de los jesuitas que limitaban con el ejido, sin ningún tipo de imposición en su trazado, pero con funciones de servicio que lo incor- poran a una estructura urbana real compuesta por la ciudad efectivamente ocupada, el ejido y su pueblo de indios. La expansión urbana que se desarro- lla a partir de fines del siglo XVIII, produjo una valoración económica de las tierras que derivó en la eliminación de las formas comunales de tenencia de la tierra y con ello un reordenamiento de la originaria ciudad colonial.

Palabras claves: Pueblos de indios, Obras hidráulicas, Ciudad hispanoamerica- na, Calchaquíes, Jesuitas, Córdoba del Tucumán

Summary

This work tries to strength the paper played by the indian town of Cordoba city, which was built after its foundation with original population that was moved there but was soon stinguished. They were then replaced by some “parcialidades” of calchaqui indians brought there by force, among which was Juan Celemín’s son. They were placed in Jesuits lands, that limited whith those of the city, and developed an urban model according to their culture and with no imposition from city authorities in their outline. The urban expansion that took place since the end of XVIII th. century produced an economic increase of land values that ended in the disappearence of common land tenure; this fact produced, in consequence, a rearrangement of original colonial city.

Key words: Towns of Indians, hydraulic Works, Hispano-American City, Calchaquíes, Jesuits, Córdoba of the Tucumán

* CONICET

Cuadernos de Historia, Serie Ec. y Soc., N° 9, CIFFyH-UNC, Córdoba 2007, pp. 105-137

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1- Introducción

En las Ordenanzas reales para el buen regimiento y tratamiento de los indios o Leyes de Burgos de 1512 quedó claramente expresa la idea de la Corona de congregar a los indios en las inmediaciones de las ciudades y villas de españo- les1. Se perseguía con ello disponer de mano de obra, facilitar el adoctrinamiento y sobre todo la aculturación. Se insistió con otros instrumentos legales como Instrucciones, Reales Provisiones hasta la Real Cédula de 1540 que inició una efectiva política reduccional en Indias. Nace con ellos un nuevo tipo de concen- tración urbana, quizás producto de la optimista Bula Pontificia de 1537 que establecía la racionalidad del indígena, sumándose un programa de cristianiza- ción íntimamente ligado al de urbanización. Tema este último por donde desarro- llaremos nuestro trabajo.

Esta fue una nueva forma de concentración urbana que impusieron los españoles para los indios. Pero aquellos también fueron protagonistas de un proceso urbano original planteado a lo largo de todo el territorio conquistado, en una experiencia donde el indio tendrá un especial protagonismo. Es así que nos ocuparemos de las ciudades de españoles y la estrecha relación que tuvieron los indios con ellas. Bien afirma Solano que dentro de la variedad de pueblos de españoles “la ciudad exclusivamente para la población blanca nunca existió, ni se sostuvo jamás en Indias”. Efectivamente, las poblaciones españolas no se hubieran podido desarrollar sin la colaboración de la población indígena que ya existía al momento fundacional o la que se ubicó compulsivamente en barrios periféricos, como se había impuesto en la tradición urbanística bajo medieval ibérica, con sus propias autoridades2. Estos núcleos urbanos indígenas se regirán por un cabildo elegido por el vecindario pero conservando independientemente la autoridad del cacique. El modelo castellano se completará con bienes comunes (ejido, dehezas, agua) para poder sostenerse económicamente, cerrando una fór- mula lógica en su tiempo y espacio.

Un ejemplo de agrupación periférica, aunque extremo, es el caso de Poto- sí, donde los indios de mita superaban ampliamente a la población hispana con sus 13 barrios frente al único de españoles y mestizos. Cada uno de aquellos agrupaba diversas etnias que fueron traídas por los españoles para sumarse a la originaria como refuerzo a la actividad laboral. Incluso cada uno de ellos estaba estructurado en parroquias con su templo, que se convertía en el centro de su propia vida urbana.

En todos los casos que podamos presentar se producirá una desestructu- ración irreparable en las comunidades originarias con efectos nocivos. Pues era

1Pichardo Viñals, Hortensia, 1984.

2Solano, Francisco de, 1983: 245.

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importantísimo el arraigo de los grupos nativos con la tierra y su propia etnia. Y, como dice Gutiérrez, así lo entendió el español que para castigar alzamientos indígenas, aprovechó generar estos traslados; incluso con “indios amigos”, a los efectos de neutralizar posibles hostilidades. El mismo autor trae el ejemplo de los cañaris del Ecuador que poblaron el barrio de la Carmencca (Santa Ana) en el Cusco. También en la antigua capital inca es notoria la acción del licenciado Polo de Ondegardo en 1559 cuando distribuye cerca de 20.000 indígenas en cuatro pueblos que se integraron como parroquias de la ciudad española3.

Estos reagrupamientos forzados a los que estuvieron sometidos los indíge- nas, tampoco respetarán etnias de diferentes lenguas y cultura, con lo que se producirán conflictos y sobre todo la absorción de una cultura a la otra, perdién- dose con ello uno o más idiomas que incluso y, en la mayoría de los casos, será absorbido por la lengua de Castilla. También el reagrupamiento dejará libres grandes extensiones de tierras que serán repartidas entre los conquistadores pro- vocando impactos ecológicos que modificarían el paisaje y la fauna original.4

Estos pueblos o barrios, dependiendo de la proximidad y sobre todo de su dependencia con la ciudad, tenían casi siempre un trazado cuadricular como el que imponía el modelo español. Para el caso del virreinato del Perú tuvo paráme- tros bien delineados en las iniciales propuestas del Oidor Juan de Matienzo (1567) quien planteaba que las reducciones debían ser trazadas con manzanas cuadra- das con cuatro solares, plaza central con iglesia, cabildo, hospital y cárcel. A cada cacique se le adjudicaría una cuadra (dos solares) y a cada indio un solar. Curiosamente Matienzo aún sostenía que los solares restantes junto a la plaza se adjudiquen a españoles5.

Más particulares para la gobernación del Tucumán fueron las Ordenanzas del gobernador Gonzalo de Abreu de 1576 que exigían a los encomenderos que agrupen a los indios en uno o dos pueblos dispuestos en torno a una iglesia y plaza, con chacras para que puedan sustentarse6.

Para la gobernación son también importantes las Instrucciones del virrey Francisco de Toledo al gobernador Hernando de Lerma en 1579 que propone “se rreduzgan los dichos yndios a pueblos” en lugares de buen temple cercanos a sus antiguos pueblos7. A ellas se suman las variadas disposiciones administrativas que dicta el gobernador Ramírez de Velazco como aquella en la que advierte el riesgo que significa trasladar a los indios de su hábitat original8. En igual postura

3Gutiérrez, Ramón, 1993: 22 y 25.

4Solano, Francisco de, 1990: 348-349.

5Matienzo, Juan de, 1967: 49-50.

6Colección de Publicaciones del Congreso Argentino. Gobernación del Tucumán. Papeles de gobernadores en el siglo XVI. Documentos del Archivo de Indias, 1920: 33.

7Levillier, Roberto, 1931: 261.

8AM, Libro III, p. 49.

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se expidió al poco tiempo el gobernador Mercado Peñaloza en 1594. Pero se insistirá constantemente en la reagrupación a cualquier costo, como en las Orde- nanzas de Alfaro donde se establecía que los indios no podían ser trasladados a más de una legua de su residencia habitual y se reglamenta la formación de pueblos indígenas regidos por el alcalde indio de la misma reducción9. Finalmen- te cabe citar las órdenes que el gobernador Argandoña dicta en 1687 apuntando a congregar a los indios para mejor beneficio de los encomenderos y a los fines de “favorecer y gobernar más fácilmente”10.

2- La ciudad de Córdoba, antes y después de la fundación

El sitio escogido para la fundación de la ciudad de Córdoba y su territorio circundante era un lugar con potencialidades naturales desde mucho tiempo antes de la llegada de los españoles. Llamado por los indios Quisquisacate (junta de ríos) era un amplio valle regado por las aguas del río que los naturales deno- minaban Suquía, ubicado en el piedemonte de las Sierras Chicas con una varia- da fauna y sobre todo abundante vegetación de talas, chañares y algarrobos. Estas condiciones naturales lo colocaban como un lugar propicio para el estable- cimiento humano, ocupado desde hace unos diez mil años, como se demostró en las investigaciones arqueológicas realizadas en la ciudad por Florentino Ameghi- no a fines del siglo XIX. En ellas se localizaron diversos instrumentos líticos utili- zados para el procesamiento de alimentos, el cuero y la madera, al igual que restos óseos de la fauna local con que se alimentaban11.

Estos primeros habitantes eran cazadores y recolectores que dejaron sus restos en campamentos base, siendo los predecesores de los grupos que produ- cían sus propios alimentos, principalmente el cultivo del maíz y el pastoreo de llamas, aparecidos aproximadamente en el año 1000 dC y que tuvieron una sólida ocupación en el sitio. También de este período agroalfarero se han descu- bierto evidencias arqueológicas en la ciudad de Córdoba que demuestran la ubi- cación de asentamientos residenciales con restos cerámicos, líticos, estatuillas, óseos humanos y faunísticos12.

De tal manera que cuando llegan los españoles encuentran numerosos habitantes, de los que se han registrado varios testimonios en sus escritos. Uno de esos primeros textos fue el rubricado por el propio fundador don Jerónimo Luis de Cabrera, seguramente con la información suministrada por el expedicionario

9Hernández, Pablo SJ, 1913: 661-677.

10AHPC, Gobierno, Caja 2, 1693-1700, Carp. 1, Leg. 3.

11Ameghino, Florentino, 1885: 347-360.

12Serrano, Antonio, 1945.

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don Lorenzo Suárez de Figueroa que visitara las tierras antes del ingreso de Ca- brera. En esta relación se expresa que se hallaban más de 600 pueblos con casi treinta mil indios13. A partir de esta cifra surgen otras varias apreciaciones que elevan a cuarenta mil el número de naturales. Tal afirmación la brindó en 1580 el gobernador Juan Ramírez de Velazco en una carta que informó al rey sobre su visita a Córdoba14. Coinciden en este número los historiadores jesuitas Pedro Lozano y luego Nicolás del Techo. Este último agrega que eran indios guerreros de los cuales para el año 1600 estaban sujetos a la ciudad sólo ocho mil, pues el resto había perecido15.

Queda claro entonces que el territorio se encontraba sumamente pobla- do; fundamentalmente de dos etnias, los comechingones y los sanavirones que, principalmente los primeros, se mostraron hostiles frente al conquistador, aunque no lo suficientemente organizados para rechazar la invasión.

La fundación de la ciudad se realiza con todo el boato y las tradiciones que imponía el momento, en un acto debidamente protocolarizado, presidido por Cabrera y celebrado el 6 de julio de 1573. Pero quizás ante la desconfianza y temor que producía tanto aglomeramiento de indios alineados en caseríos junto al río, se decidió construir un fuerte de tapias con dos baluartes que contenían sus respectivos cañones, en un área alta ubicada en la margen opuesta del río que regaría los límites de la futura ciudad. Con esta medida se dejó para más adelan- te la materialización del trazado de la ciudad que, a pesar de ello, ya tenía distribuidos los solares entre el grupo de expedicionarios de acuerdo al plano que trazó el fundador el 28 de agosto de aquel año.

Lozano escribe que el sitio escogido para la fundación era el más poblado de indios, justamente para que mejor se pudieran servir los españoles de ellos16. Incluso cuando se le otorgan en encomienda a Juan de Mitre dos de los muchos asentamientos indígenas que estaban junto al Suquía, llamados Chilisnasacate y Cantarasacate, se le ordena que los traslade tres o cuatro leguas de la ciudad por encontrarse junto al fuerte17. Pero más evidencias en este sentido tenemos cuan- do el 24 de diciembre de 1574 el teniente don Lorenzo Suárez de Figueroa le otorga una merced de tierra a los indios de Quisquisacate, encomendados a Tomás de Irobi, en compensación por las “tierras que se le tomaron para esta dicha ciudad”18. Las nuevas tierras comprendían una legua en redondo ubicada

13Levillier: 317. Levillier transcribe el documento original que firma Cabrera; anteriormente se conocían copias sin rubricar por ello se le dio en llamar “Relación anónima”, tema que aclaró Zurita, Carlos E., 1969: 84.

14Colección de Publicaciones del Congreso Argentino…, Tomo I, p. 276.

15Techo, Nicolás.

16Lozano, Pedro SJ, 1843-1875: 274.

17Cabrera, Pablo, 1930: 77.

18Tanodi, Aurelio Z.; Fajardo, María Elsa y Dávila, Marina Esther, 1958: 48.

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en la confluencia de los ríos Anisacate y Potrero de Garay, donde nace el río Segundo. Es sorprendente cómo en pocos años, más precisamente en 1586, esas mismas tierras fueron nuevamente otorgadas en merced al encomendero Juan de Mitre porque “ha venido a su noticia aver fallecido los dichos indios”19.

Cinco años después de la fundación formal de la ciudad los vecinos se- guían residiendo en el fuerte con sus mujeres e hijos y lo hacían por seguridad frente a la resistencia que opusieron los indios y al estado de guerra generalizada en que se encontraba la región. El mismo Cabildo trató en 1574 la conveniencia de prohibir la salida de los habitantes “por quanto la tierra de guerra”20. Igual- mente en la probanza de méritos y servicios del capitán Hernán Mejía Miraval de 1589, varios testigos no dudan en responder afirmativamente a la pregunta de que la ciudad no tenía gobernador que saliese “a conquistar los yndios que están de guerra”21.

Hay testimonios también de la necesidad de armas, tanto arcabuces como municiones, pólvora, plomo y mechas, que solicita el Cabildo al gobernador en 157522. Además sabemos que el fuerte tenía celdas para los indios capturados, pues el mismo don Lorenzo Suárez de Figueroa mandó el 11 de mayo de 1574, al vecino Miguel de Mojica para que de los bienes de Blas de Rosales, que tenía en su poder en depósito“saque una plancha de hierro la mas pequeña de tres que tiene para hacer prisiones para esta dicha ciudad para aprisionar a los delincuen- tes que se traen de la guerra”23 y otros detallados relatos sobre la muerte de encomenderos de manos de los indios sublevados, ante las numerosas incursio- nes españolas realizadas con el objeto de incorporar mano de obra a sus enco- miendas, como la de obtener alimentos. Entre ellos, el mencionado Blas de Rosales, asesinado por los indios de Ongamira; o el conocido frustrado intento de matar a Tristán de Tejeda que pergeñó el cacique Citón, detalladamente des- cripto por Lozano24.

Las repetidas malocas, como los mismos españoles las llaman, que se llevan a cabo a fin de pacificar la tierra, también producen pleitos entre los españoles por la posesión de los indios. Sobre todo con los de Santiago del Estero y Río de la Plata que organizaban continuas incursiones desde años tem- pranos. Para evitarlas, el gobernador Pedro Mercado de Peñaloza siguiendo in- cluso a su antecesor, dictó en 1594 una serie de ordenanzas para prohibir estos

19Ibídem, p. 156.

20AM, Libro Primero, p. 138.

21Gobernación del Tucumán. Probanza de méritos y servicios de los conquistadores, 1920, Tomo II, Madrid, p. 428.

22AM, Libro Primero, p. 173.

23AHPC, Esc. 1, Leg. 2, exp. s/n, f. 185.

24Lozano, 1843-1875: 284-287.

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traslados ya que ocasionaban “graves y inconvenientes asi por desnaturalizarse sus tierras como por disiparse los rrepartymentos en gran daño al bien común”25.

Pero la resistencia, como dijimos, no tendrá una continuidad y sólo se registrarán acciones aisladas, frente a gran parte de los indios que decide alejarse hacia tierras seguras, siguiendo la práctica de movilidad a la que estaban acos- tumbrados. Muchos otros morirán por las pestes y los que quedaron sometidos a las encomiendas, sufrirán padecimientos que lentamente los harán desaparecer.

Con todas estas vicisitudes de los primeros años, el gobernador Gonzalo de Abreu decidió declarar baldíos los solares del trazado fundacional de Cabrera y hacer un nuevo repartimiento en otro plano, similar al anterior. La traza defini- tiva la presentó el teniente Lorenzo Suárez de Figueroa el 11 de julio de 1577 con un rectángulo de 10 por 7 manzanas siguiendo el modelo limense. Pero el trasla- do desde el fuerte recién se completó un año después, aunque la ocupación del trazado fue parcial ante la escasez de habitantes que periódicamente eran convo- cados a expediciones militares, quedando poco tiempo para la explotación de los campos y el desarrollo económico26.

Antes y después del traslado, los vecinos soportaron rebeliones e incursio- nes de los indios, como cuando los miembros del Cabildo le escribieron en 1576 al gobernador, contándole sobre el riesgo latente que sufría la ciudad ante el desamparo que corrían los escasos 25 vecinos que la habitaban. Por ello solicita- ron permiso para abandonarla ante la amenaza de los indios, argumentando que “an concertado que en estando las comidas maduras daran en esta ciudad”27. Ya ubicados en el flamante sitio las amenazas continuaron y forzaron en 1581 a ordenar que se cercaran los solares ubicados en la plaza “para que si fuere nece- sario alguna cosa tocante a la guerra de los naturales e vinieren a esta ciudad aya donde se puedan recoger”28. Luego vino el levantamiento que sofocó Tristán de Tejeda, como relata el deán Gregorio Funes en el capítulo XII de su conocida obra29. En poco tiempo la tierra quedó con los indios sujetos al dominio español, pero con el saldo de haber disminuido considerablemente su población.

Sin embargo, en la ciudad predominaba en número la población indíge- na. Así lo manifestaba el gobernador Alonso de Rivera al rey, mencionando en 1607 que la ciudad de Córdoba tiene 4.113 indios frente a 60 vecinos30, enten- diendo a éstos como los jefes de familia. Estas cifras son muy divergentes a los empadronamientos que se realizaron debido a los intereses que los mismos repre- sentaban, como el de 1598 ordenado por el gobernador don Pedro Mercado de

25AM, Libro II, p. 383.

26Para el tema de la fundación de Córdoba ver Luque Colombres, Carlos A., 1949 – 1954.

27AM, Libro Primero, p. 240.

28Ibidem, p. 399.

29Funes, Gregorio.

30Segreti, Carlos S. A, 1998: 39.

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Peñaloza que pudo hacer empadronar a sólo 17 encomenderos de la ciudad que declararon tener en su morada a 286 indios con servicio en la ciudad, de distintos pueblos de Córdoba y aún de otras regiones31. Un segundo empadronamiento, también seguramente fragmentario, se concluyó en 1617 por orden del goberna- dor don Luis de Quiñones Osorio siguiendo las disposiciones de las Ordenanzas de Alfaro. Fue realizado por un vecino de la ciudad vinculado con los encomen- deros, arrojando la cifra de 211 indios para 28 casas visitadas32.

Recién a mediados del siglo XVIII se produce una tímida expansión urba- na hacia más allá de las 70 manzanas fundacionales, de las que incluso queda- ban muchos solares sin edificación alguna. Esa ocupación se hizo en el ejido de la ciudad, entregándose en enfiteusis, con lo cual el enfiteuta mejoraba el terreno abonando una suma anual a la administración de la ciudad que mantenía su dominio legal33. Pero debido a la topografía del mismo, sólo se ocupó los del sector oeste que quedaban separados de la ciudad por el arroyo de La Cañada, siendo igualmente beneficiados por las obras hidráulicas y de infraestructura ur- bana que se emprenden en la segunda mitad de la centuria.

Junto al ejido del oeste y al camino que conducía a las sierras, se encon- traba el asentamiento suburbano de indios calchaquíes, llamado La Toma y también El Pueblito o El pueblito de la Toma, como indistintamente se lo cono- ció.

3. La formación del asentamiento suburbano de indios calchaquíes

Ya vimos cómo desde aún antes de la llegada de los españoles se encon- traban asentamientos indígenas en el sitio fundacional. Grupos que por los mo- tivos analizados fueron desapareciendo, con lo cual los habitantes de la ciudad requirieron renovar la mano de obra para las obras privadas y públicas de la ciudad. De tal forma que los triunfos militares ante la resistencia indígena apor- taron lo necesario y las guerras calchaquíes, en particular, fueron una casi inago- table fuente de servicio humano.

Las ciudades que colaboraban con la guerra serían entonces merecedoras del repartimiento indígena. Tal fue el caso de Córdoba que participó en la larga guerra calchaquí con diversos matices. Así da cuenta una declaración del sargen- to mayor don Pedro de Villarroel, teniente de gobernador de Córdoba, quien a fines de 1634 manifiesta que ese año habían partido de Córdoba varios grupos de vecinos y soldados siguiendo la convocatoria del gobernador Felipe de Albor-

31AHPC, Esc. 1, 1598, Leg. 8, Exp. 2.

32AHPC, Esc. 1, 1623, Leg. 53, Exp. 2.

33Page, Carlos A., 2004ª.

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noz para combatir a los calchaquíes. Por cierto que para aquellos que no lo hicieran las penas eran graves, advirtiendo el mismo documento que aún falta- ban llegar varios vecinos de Córdoba. Por tal motivo el general don Jerónimo Luis de Cabrera, que había llegado la noche del 13 de diciembre a Salavina, desde donde se escribe la declaración, comisiona al capitán don Juan de Zúñiga y Cabrera para que ejecute la convocatoria en Córdoba con caja de guerra. Iba con instrucciones y nombres precisos a quienes tenía que apercibir, como el alfé- rez Gaspar de Quevedo a quien se lo amenazó con quitarle los indios de su encomienda y una multa de mil pesos, pero como tenía 70 años debía mandar un soldado debidamente pertrechado. Otros tenían que presentarse personal- mente como Pedro de la Cruz, Juan Ruiz de Castilblanco, Paulo González e Ignacio de Loyola. El capitán Zúñiga y Cabrera luego tenía que pasar por La Rioja y Santiago del Estero para reclutar a los vecinos que aún no se habían presentado, pero antes cumplió con su mandato en Córdoba y lo hizo con rigor ya que tanto Gómez como Loyola, además de Lázaro de Sotomayor fueron puestos presos y se les embargaron sus bienes.

Había resistencia para ir a la guerra, incluso los padres dominicos y jesui- tas, como las monjas Teresas, intercedieron para que no se saquen más vecinos, argumentando que la ciudad quedaría sin protección alguna, principalmente de los mil quinientos esclavos que residían y podrían llegar a levantarse. Pero Zúñiga y Cabrera logró movilizar a algunos vecinos que, sin llegar a viajar, asistieron con arcabuces, espada, balas, ropa, dinero, comida y cuatro mulas como lo hizo don Luciano de Figueroa al soldado Juan de Padilla. Otros daban a un hijo, pero varios se fueron a sus estancias y no se los encontró. Villarroel no quedó muy conforme con lo realizado por Zúñiga y Cabrera y ordenó que se presentaran todos los vecinos sin excepción en Totoral, para de allí ir con el general Cabrera, expresando que no aceptaría “personeros reemplazantes”. No se presentó ningu- no y Villarroel volvió a la ciudad y produjo un duro auto, pero la convocatoria definitivamente fracasó.34

Siguiendo al historiador Aníbal Montes, con documentación que presen- ta, se apunta que el general Cabrera en realidad protegía a los vecinos de Córdo- ba, que en su mayoría eran ricos hacendados parientes suyos, incluso el mismo Villarroel, al que se acusa de haber castigado sólo a quienes no eran sus parientes y amigos, entre una larga lista de privilegiados que jamás habían ido a la guerra. El general Cabrera tuvo a su cargo la ciudad de Londres con 90 españoles y 250 indios de las reducciones de esa ciudad actuando con negligencia al decir de su superior el gobernador Albornoz35.

34AHPC, Esc 1, Leg. 69, Exp. 5 y Esc. 1, Leg 116, Exp. 1 cit. Montes, Aníbal, 1959: 127-136.

35Ibidem.

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Igualmente Córdoba recibirá la apetecible mano de obra que necesitaba; sofocado el levantamiento llegará una partida de indios hualfines y abaucanes36. Lo hacen luego de ser vencidos y por orden del gobernador don Gutiérrez de Acosta y Padilla quien, por decreto del año 1643, ordenó trasladarlos desde el fuerte de San Blas del Pantano. Designó para la tarea al capitán Pedro Nicolás de Brizuela, teniente de gobernador de La Rioja37. Las “cuatrocientas piezas de las naciones de Malfín y Abarcan” salieron de San Juan en 1645 y permanecieron más de tres meses en La Rioja y de allí partieron a Córdoba38. La carta del mandatario recién fue leída en el Cabildo de Córdoba en la sesión del 11 de diciembre de 1646, expresando que aquellas parcialidades con sus familias las tiene presas en “el fuerte del Pantano por yndomitos rrebeldes y pertinaces y an sido caussa de nuebos levantamientos de los yndios ya rreducidos a la obedien- cia”. Por tal motivo ordena llevarlos a Córdoba donde se le señalarían dos para- jes apartados en más de veinte leguas. Joan Albarracín Pereyra fue nombrado como capitán de caballos con la misión de conducirlos a los parajes de Cavinda y Nobosacate. Debía acompañarlos “hasta que hayan fecho su ranchería y que- den alimentados con toda comodidad poniendo por primera obra las iglesias donde sean doctrinados y enseñados en la fee catolica”. Los vecinos más cerca- nos debían sustentarlos en el primer año de permanencia39.

Hasta este momento aún no tenemos noticias de ningún asentamiento indígena en las inmediaciones de la toma de la acequia. Al contrario de ello verificamos que al año siguiente el Padre Simón de Ojeda, rector del colegio jesuítico, ofrece tomar a su cargo la obra de la acequia que se encontraba inuti- lizada desde hacía mucho tiempo. Expresa el contrato que emplearía entre 35 y 40 peones a quienes se les pagaría dos mil pesos. Si se les abonaba, seguro eran indios, ya que no debían hacerlo con sus esclavos, pero no sabemos de dónde eran estas personas. De todas formas, concluidas las obras en vísperas del vera- no de 1647-1648, se decide nombrar a Matías Suárez para que a cambio de un salario de cincuenta pesos y unas tierras para sembrar en la toma de la acequia, se encargue de cerrar o abrir las compuertas de la toma en caso de crecientes40.

Pero he aquí que en el acta capitular del 6 de setiembre de 1650 se señala que para las fiestas que se realizaron con motivo del casamiento real, se ocupa- ron 12 indios hualfines para limpiar la plaza y cercarla para los toros “indios de

36Sistemáticamente los españoles ejercitarán el método de “desnaturalización”. Lo hicieron en distintas épocas con los Mallis a Andalgalá, los Pomanes a Catamarca, los Quilmes a Buenos Aires, los Matará a Santiago del Estero y los Alijilan a Amberes. Incluso a Córdoba también se mandará una partida de Quilmes después de la sublevación de Bohorquez.

37AHPC, Esc. 2, 1682, Leg. 4, Exp. 26.

38AHPC, Esc. 2, 1695, Leg. 9, Exp. 21.

39AM, Libro Noveno, pp 363 y 391.

40Ibídem, p. 568.

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la nación malfin que estan situados en la toma de la acequia”41. Efectivamente parece ser que no todos los indios fueron a los pueblos asignados; un grupo se asentó en la toma de la acequia ubicada a media legua de la ciudad y posible- mente muchos otros se llevaron a las estancias, como sucedió al finalizar la guerra, tema que trataremos luego.

El grupo de indios de La Toma fue encomendado al vecino de La Rioja don Isidro de Villafañe y Guzmán. Estaba liderado por el cacique hualfín don Ramiro, quien en 1650 solicitó se reconozca su liderazgo frente al indio mitayo Sebastián Utisa Maya a quien se lo designó para gobernarlos. Del pleito suscita- do, expediente incompleto, se demuestra que don Ramiro era hijo nada menos que del memorable don Juan Chelemín, ahorcado y descuartizado por los espa- ñoles por haber liderado el levantamiento calchaquí42.

Por lo tanto, entre 1647 y 1650 de alguna manera se ubican en La Toma los indios hualfines. Pero la suerte que corrieron en su nuevo asentamiento no los favoreció. Así lo manifiesta el Padre Juan Pastor SJ al elevar a su superior la Carta Anua del periodo 1650-1652 expresando “El barrio de los indios cerca de la ciudad pereció casi por completo por la peste, quedando algunos sin abrigo al aire libre; por lo tanto mandó recogerlos en nuestra casa y cuidar y curarlos con la caridad que se acostumbra”43.

Otra noticia que tenemos de los hualfines de la época es que el adminis- trador de la encomienda de Villafañe fue el capitán Manuel Correa de Saa. Lo era “de los Malfines reducidos en esta ciudad” quienes se habían dispersado y por tanto solicitaba autorización para poder reducirlos. En el expediente fechado en 1654 se da cuenta que el gobernador Francisco Gil Negrete “los puso en la parte y lugar donde hoy están, media legua desta ciudad” y que el capitán Villafañe había obtenido una cédula de la Audiencia de Charcas que ordenaba que nadie sacara indios de la reducción vecina a la ciudad y que esos indios sirvieran sola- mente a su encomendero, a quien debían pagar la tasa anual establecida. El protector de indios manifestó que se debían escoger buenas tierras para su asien- to y que no era justo que le cargaran a estos indios con todos los trabajos que requería la ciudad, como por ejemplo la construcción de la cárcel y otros abusos que motivaron la huida y dispersión44, además de la peste señalada por el jesuita.

Recién vamos a volver a tener noticias de los abaucanes en el mes de abril de 1653, cuando el maestre de campo Pedro Tello de Sotomayor por orden del gobernador Roque de Nestares Aguado, llevó 10 indios de esta parcialidad, ubi- cados a 28 leguas de la ciudad, para el arreglo de la acequia45. Al mes siguiente

41Ibídem, p. 86.

42AHPC, Esc, 1, 1650, Leg. 94, Exp, 7.

43Page, Carlos A., 2004b: 168.

44AHPC, Esc. 1, 1654, Leg. 98, Exp 14.

45AM, Libro Décimo, p. 253.

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se menciona que además fueron acompañados por otras parcialidades enco- mendadas de la ciudad y esclavos para reparar la acequia. Sumaban 59 peones que al no habérseles pagado los dos reales prometidos sino sólo uno, se disgusta- ron y se fueron46.

Para el mes de abril de 1659 otra vez la acequia estaba derruida, nom- brándose a Martín Alfonso y Jerónimo de Funes47 para que trajera entre 20 y 30 indios pampas con sus mujeres, encomendados a algunos vecinos de Río Tercero para el arreglo de la acequia. Se les pagaría dos reales por día y la comida48. Recordemos que para entonces comenzaba el levantamiento de Pedro Bohor- quez con los calchaquíes. Precisamente en la sesión del 12 de mayo se leyó una carta del gobernador don Alonso de Mercado y Villarcorta del 8 de abril, agrade- ciendo el socorro que Córdoba había prestado al Valle Calchaquí en la pacifica- ción y desnaturalización de los indios49.

Efectivamente, y como es sabido, no hubo un único levantamiento cal- chaquí50, tampoco dejaron de tener participación los vecinos de Córdoba en asistir a la guerra. Tal es el caso de don Antonio Celis de Quiroga, que fue personalmente como capitán de una de las compañías de infantería de Córdoba afrontando a su costa los gastos de sus soldados. En compensación y como botín de guerra se quedó con cinco familias de quilmes que llevó a su estancia. En el expediente que solicita le sean dadas en encomienda por dos vidas, se mencionan los nombres, tanto el de los padres como el de las madres de los 9 niños que sumaban 19 individuos que finalmente, por auto del gobernador don Ángel de Peredo, son otorgadas en encomienda el 26 de octubre de 1670, ha- ciendo luego la tradicional toma de posesión en la Plaza Mayor51. Pero a él se sumaron también don Jerónimo de Funes y Ludueña, Francisco de Tejeda, Pedro de Carranza, Sebastián de Arguello, Bartolomé de Olmos y Aguilera, Juan Cle- mente Baigorrí, entre los oficiales mayores y a los que se suman otros de menor rango con similar recompensa52.

46Ibídem, p. 259.

47Funes también tenía calchaquíes en encomienda a quienes les había dado tierras en donde a fines del siglo XVIII el gobernador-intendente marqués de Sobremonte fundaría la Villa Real del Rosario. Ferreyra, María del Carmen, 2004: 247.

48AM, Libro Primero, 654 y 655.

49Ibídem, p. 661.

50Tres fueron los más importantes alzamientos de los Calchaquíes, el primero en 1562 al mando de Juan Calchaquí, el segundo entre 1630 y 1637 que comandó Juan Chelemín de nacionalidad hualfín. En ambos las pérdidas de los españoles fueron cuantiosas aunque las muertes de indios fueron numerosas e incluyeron a sus líderes. Pero será la tercera insurrección que se extendió desde 1658 y 1666 en la que el gobernador Alonso de Mercado y Villacorta vencerá definitivamente a los calchaquíes comandados por el español Pedro Bohorquez. Lozano, 1897; Soprano, Pascual P., 1896; Montes, 1959; Fernández Alexander de Schorr, Adela, 1968.

51AHPC, Gobierno, T.2, 1693-1700, Carp. 1, Leg 3.

52Idem.

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Este tipo de concesiones se multiplicaron luego de la definitiva pacifica- ción de los calchaquíes en 1665. Fue entonces cuando el gobernador Mercado y Villacorta dictó dos autos, uno en La Rioja y otro en Salta en los que repartía entre los encomenderos de Catamarca las familias de calchaquíes por dos vidas. Se hacía a aquellos “por haber servido con plata y medios para la pacificación y conquista de calchaquí y tomando las armas personalmente en ellas”. El extenso documento fue modelo para otros repartimientos en diversos sitios de la goberna- ción, en donde los encomenderos quedaban obligados, entre otras cosas, a “atender a dicha su enseñanza cristiana dándoles tiempo y forma para que sean doctrina- dos en las iglesias y capillas que se les fabricasen”53.

Contrariamente, los calchaquíes serán dispersos entre las estancias de quienes fueron sus enemigos en la guerra. No sólo fueron repartidos sin un agru- pamiento por etnia sino que se los mezcló, aunque conservando los grupos fami- liares, gracias a los insistentes reclamos de los jesuitas ante las autoridades espa- ñolas. Bien se señala aquella situación en un expediente donde el capitán Juan Clemente Baigorrí solicitó al gobernador los indios de su suegro, el capitán Juan de Tejeda Garay, que habían quedado vacos luego de su muerte. Se encontraban en la estancia de Calamuchita. Eran un grupo de indios nacidos allí y tres fami- lias de calchaquíes que “se hallan juntos en una reducción” que el gobernador Mercado y Villacorta los había encomendado por dos vidas a Tejeda54.

Pero otros indios calchaquíes serán reclamados por el Cabildo al goberna- dor Mercado y Villacorta. Se argumentaba la necesidad de que fueran a asistir en la obra de la acequia. Finalmente el mandatario accederá por carta del 28 de abril de 1666, enviando 10 indios quilmes para destinarlos a la obra, quedando bajo la supervisión de Agustín de Torres55. Mientras tanto y como la carta recién llegó en setiembre, en la sesión capitular del 5 de mayo del mismo año, se le propuso al teniente del gobernador Gabriel Sarmiento de Vega, entregar algunos indios quilmes que tenía a su cargo. Sumaban 30 familias “los cuales estan en la toma de la sequia desta ciudad que son para travajar en ella”. Se le pagarían un real a cada uno por día, además del sustento de carne y maíz para sus familias56.

De tal forma quedaban definitivamente asentados los calchaquíes junto a la acequia. La construcción de esta obra, muy importante para la ciudad, se empezó a tratar aún antes del traslado definitivo de la misma y ahora los calcha- quíes serán sus protagonistas57.

53Idem.

54Idem.

55AM, Libro III, p. 218.

56Ibídem, pp. 214-215

57El primer registro sobre la construcción de la acequia de la ciudad data de la sesión del 15 de diciembre de 1573 en que los cabildantes solicitaron se ordene la construcción de una acequia para riego de cada solar por lo que el teniente del gobernador respondió que éste había llamado a un entendido para trazar la misma (AM, Libro Primero, p. 75).

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4. El origen de las tierras y los jesuitas

Las tierras donde se asentaron los calchaquíes las explotaban los jesuitas junto con otras que tenían en propiedad ubicadas en el límite del ejido de la ciudad. Este fue señalado como tal por el mismo fundador de Córdoba el 12 de marzo de 1574, unos meses antes de su prisión y ejecución. Sumaban 15 suertes compuestas cada una por cuatro cuadras de 440 pies cada una, con calles que las cortaban en dos direcciones perpendiculares de 40 pies.

No todos estos terrenos fueron ocupados, mientras que algunos con el tiempo fueron abandonados. Uno de los adjudicatarios más importantes fue Juan Díaz de Ocaña quien llegó a poseer siete suertes, como a su vez el “ancón” de donde se sacaba la acequia de la ciudad, propiedad adquirida a Alonso de la Cámara. Su hijo y heredero, quien llevó el mismo nombre, ingresó a la Compa- ñía de Jesús en 1617, con lo cual hizo renuncia de sus bienes a favor de la Orden. Lo mismo hizo Fernando de Torreblanca cuando ingresó a la Orden en 1628 al haber heredado de sus mayores una de esas “cuadras de riego”. De tal forma que los jesuitas formaron con éstas y otras parcelas una amplia chacra que se cono- ció como “quinta de Santa Ana” 58.

Resalta entre ellos la figura del Padre cordobés Torreblanca (1613-1696). Lo destacamos en especial porque fue el principal sacerdote con que contaron los calchaquíes en las dos reducciones por él levantadas, junto al Padre Pedro Patricio Mulazzano y que dejó una extensa relación59 de los hechos que le tocó vivir por más de 15 años en los Valles Calchaquíes60. Hacía tiempo que para entonces residía en Córdoba donde fue consultor de provincia, prefecto de espí- ritu y vicerrector del Colegio Máximo, además de encontrarse ocupado en la redacción de su obra inconclusa.

Si bien no contamos con documentos que lo testifiquen, el Padre Torre- blanca seguramente debe haber influenciado entre los jesuitas para que aquellos indios fueran llevados a las tierras de su padre. Recordemos su rivalidad con el gobernador y la persistencia demostrada en evitar crueldades inútiles, abogando para que los vencedores no abusaran de la desdichada condición de los veinte mil indios desnaturalizados61.

También los jesuitas de Córdoba estaban relacionados con los calcha- quíes, como lo había dejado claro el Padre Juan Pastor. Pero varios años des- pués, en la Carta Anua de 1667 que envía a Roma el Padre Andrés de Rada,

58Page, 2004a: 641.

59Piossek Prebisch, Teresa, 1999.

60Referencias biográficas encontramos también en su necrológica, escrita al general de la Compañía de Jesús por el provincial Ignacio de Frías (BS, Cartas Anuas 1689-1700, Estante 11, ff. 62v a 67v.)

61Piossek Prebisch, Teresa, 1978: 242.

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menciona que los Padres del Colegio de Córdoba “pudieron bautizar muchos indios calchaquíes, desterrados acá por fechorías cometidas en su tierra, los cua- les juntamente con los anteriores de la misma raza, no mencionados en las Anuas anteriores, son por todo, entre grandes y chicos, unas 129 almas, esperando los obreros de esta viña del Señor, que estos neófitos, sujetos al dominio español, quedarán constantes en la fe”62. Igual labor informa al año siguiente expresando “Se pudieron bautizar calchaquíes adultos bien preparados, y en diferentes épo- cas del año otros 50 de la misma nación, entre chicos y grandes”63.

Fue entonces como las tierras de los jesuitas, la obra de la acequia y los calchaquíes quedaron relacionados. Bien recuerda Monseñor Pablo Cabrera64 el acuerdo del Cabildo con los jesuitas del 25 de setiembre de 1670. Allí se mencio- na la orden impartida por el gobernador don Ángel de Peredo para que se le señalen tierras y agua a los indios calchaquíes que se habían destinado para el cuidado de la acequia. Pero como el ayuntamiento no contaba con tierras, le solicitaron al padre rector del colegio jesuítico “se sirviese de dar un pedazo de tierras y de las que poseía el dicho colegio debajo de la acequia de dicha ciudad, cercadas, en las cuadras y chácaras que fueron de Juan de Dios de Ocaña, difun- to, y de otras personas, por donación que les hicieron los Padres Juan de Dios Ocaña, religioso de la dicha sagrada religión, hijo legítimo del dicho Juan de Dios Ocaña, y el Padre Hernando de Torreblanca”65.

Las tierras en cuestión eran las ubicadas “sobre el ancón y debajo de la acequia por donde lindan las dichas tierras y cerco que hoy tiene, posee y cultiva el dicho colegio, lindando con un pedazo de tierra que disen es del capitán don Juan de Tejeda Garay”. Se aclaró expresamente en el documento que el Padre rector no podría hacer la donación porque estaba prohibido enajenar bienes sin el consentimiento del Padre General. Igualmente se pudo conceder en préstamo “para este efecto que se quiere para los dichos indios para tal provecho y sus hijos y descendientes por todo el tiempo y mientras que estuviesen al servicio de la acequia y en darse su conservación y reparo”66.

El terreno en cuestión, donde los indios podrían hacer sus chacaras y sementeras, tenía “a lo largo de la acequia que sale del rio a esta ciudad tienen quinientas varas de largo y trescientas y cuarenta de ancho, de la dicha acequia, terreno por la parte del norte”. Como compensación de esta donación el Cabil- do entregaría agua de la acequia sin costo a los jesuitas para todas sus propieda- des hasta que las tierras fueran devueltas.

62Page, 2004b: 213.

63Ibídem 218.

64Cabrera, Pablo, 1933: 93.

65AHPC, Registro 1, 1670-1671, inv. 71, f. 157v.

66Ibidem, f. 158.

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De tal manera que el asentamiento se ubicó al oeste de la ciudad y al sur de la boca de toma de la acequia que los indios debían mantener, pero también llegaron a realizar otros trabajos a medida que alcanzaron mayor autonomía, que luego veremos.

5. El pueblo de indios según el padrón de 1785 y las mensuras posteriores

Es menester tratar el emplazamiento del pueblo de indios de “La Toma” como una particularidad del trazado urbano de la ciudad mediterránea, correla- tivo con ciudades como Cusco, Lima, Potosí y otras, donde los indios formaban asentamientos en los suburbios para desarrollar trabajos independientes que les permitieran tomar distancia de sus posibles encomenderos.

Este caso en particular era un conjunto de casas dispersas sin un trazado regular, es decir un caserío, que era el sector densamente más poblado de un amplio espacio rural. Muy distinto a los escasos pueblos reduccionales que se desarrollaron en Córdoba, como por ejemplo el de los pampas del Espinillo a cargo de jesuitas primero y franciscanos después, o el de los vilelas y yucunuam- pas provenientes del Chaco, que se los ubicó en San José de Chipión. Ciertamen- te hubo una serie de pueblos indígenas que no estaban trazados con el sistema reduccional y tampoco eran asentamientos originales, sino que eran pueblos de indios desnaturalizados o reagrupados por sus encomenderos.

Para tener una idea más o menos precisa de cómo fue morfológicamente este barrio desde sus orígenes, podemos valernos de algunos pocos documentos. Entre ellos, el primero que hace una descripción bastante precisa, es el padrón confeccionado en 1785. Le siguen las diversas mensuras que se sucedieron a partir de la primera de 1800. En esta documentación nos detendremos a conti- nuación.

En 1785 el gobernador intendente marqués de Sobremonte mandó a con- feccionar un padrón de indios de Córdoba por orden del visitador general Jorge Escobero. Recorrió los poblados el capitán don Florencio Antonio García, siendo asistido en algunos casos por los párrocos o curas doctrineros, funcionarios (juez recaudador, juez del partido, escribano) y testigos. García contabilizó diez pue- blos: San Antonio Nonzacate, Quilino, San Jacinto, Soto, Pichana, Salsacate, Nono, Cosquín, La Toma y Los Ranchos67.

Describió el pueblo de La Toma, con sus 229 habitantes de esta manera: “Componen este Pueblo de diez y seis ranchos mui dispersos, y distantes unos de

67Diez pueblos eran en 1785, aunque y como veremos luego en una nota de Ambrosio Funes de 1809 se habían reducido a ocho y en 1859 a seis: La Toma, San Marcos, Soto, Pichana, Cosquín y Quilino, cuando se ordena mensurarlos y repartir sus tierras.

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otros, sin formalidad de calles, ni plaza pública, pero ni menos tienen Iglecita, o capilla el cual se halla situado en una llanura desmontada en distancia de cosa de cuatro cuadras del Rio Primero de Cordova en parage alegre, de buena y agrada- ble vista sin tener tierras en que sembrar por las pocas, que dicen los habitantes les han dejado los circunvecinos, estrechándolos sumamente, y su comun exerci- sio es el de la construcción de ladrillos, texa, baldosa y adoves, que expenden en la ciudad 68.

De este documento obtenemos una somera descripción del hábitat que sigue las pautas de dispersión que caracterizaban a estos poblados. Las cifras de habitantes y “ranchos” nos brindan la cantidad de alrededor de 13 personas por unidad habitacional. La dispersión de forma desordenada con un espacio central que no podemos llamar plaza, aunque cumpla con esa función y tampoco calles aunque se circulaba, llegaba y salía del pueblo.

Demográficamente, el asentamiento indígena estaba compuesto por un grupo predominante que era el de los indios desnaturalizados, es decir los descen- dientes de los originarios calchaquíes, seguidos de los indios forasteros o traslada- dos de otros lugares. El fraile Rafael Moyano afirmó en 1893 que allí tuvieron un sitio los vilelas69. También tenemos variados testimonios documentales de movi- mientos de otros indios de la región, como los provenientes del pueblo de Minis- talaló con su curaca José Antonio Balmaceda o los del pueblo de Santa Rosa de Calamuchita cuyo cacique José Benito Liquinai solicitaba volver a sus tierras en el verano de 1790, luego de dos años de permanencia en el pueblo de La Toma70.

Pero también y en menor proporción había mulatos y mestizos en todos los pueblos. No así negros, que sólo había en el pueblo de La Toma, Soto y San Jacinto. Esclavos no había en La Toma y mucho menos españoles, aunque el padrón registra curiosamente la presencia de una mujer blanca.

La ubicación del sitio de La Toma, con respecto a la ciudad, se encuentra claramente referenciada en los escasos planos existentes de la misma que lo sitúan cerca del actual cementerio San Jerónimo. Justamente el del trazado de la acequia que se realiza en el gobierno de Sobremonte, publicado por Outes71, se lo señala como un conglomerado disperso de casas ubicadas al sur del río, de la acequia y de la propiedad del monasterio de Santa Catalina (Fig. 1). No se hace referencia de capilla alguna, como menciona el capitán García, pero se marcan los caminos que conducen o salen del pueblo. Además, señala sitios relevantes

68AHPC, Esc. 2, Leg. 64, Exp. 36, fs. 226 a 287. Varios autores citan este padrón. Así lo hacen Celton, Dora y Endrek, Emiliano, 1984. Este documento depositado en el Archivo Histórico de la Provincia de Córdoba fue reproducido íntegramente en el Apéndice del libro de Punta, Ana Inés, 1997: 278 y posteriormente por Moyano Aliaga, Alejandro, 1999.

69Moyano, Rafael, 1893: 538.

70CIFFyH, Doc. Nº 9.186.

71Outes, Félix F., 1930.

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de las inmediaciones, como los bosques, montes y lugares de sembradío. Otros dos conjuntos de viviendas se señalan más al oeste y paralelas al río. Creemos que uno de los dos, probablemente el más alejado, haya sido el asentamiento original, ubicado más cerca de la antigua toma de agua que también aquí se identifica. Esta hipótesis nos surge del texto de la mensura de 1820 que hace mención a una población originaria de la que “hai tradición haber sido en el parage que llaman de costanba [sic] en donde aun todavía hai vestigios distante media legua ó mas para arriba de la citada toma”72.

Figura 1

72AHPC, Esc. 2, 1824, Leg. 62, Exp. 21.

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En otros planos posteriores73 ya aparece el cementerio y un trazado urba- no circundante como el sitio de La Toma, en correspondencia al original predio cedido por los jesuitas. Pero sus tierras ocuparon una superficie mucho más extensa. Esa precisión la obtendremos de las mensuras practicadas sobre el sec- tor a lo largo del siglo XIX. La primera de ellas fue realizada por solicitud del cacique José Antonio Deiqui, quien lo hizo reclamando que varios intrusos se habían adueñado de parte de sus tierras74. Será el inicio de una serie de acciones que a lo largo del siglo XIX, contrariamente, terminarán despojando a los indios de sus tierras.

Desde 1770 hasta su muerte, ocurrida en 1800, Deiqui fue curaca o caci- que del pueblo de La Toma. Era hijo del cacique Pedro Deiqui y la india María Constanza. Su padre era un desnaturalizado del Valle Calchaquí y su madre, original de la región cordobesa. Fue un joven educado por los jesuitas en el inmueble que tenían en las inmediaciones del pueblo indio. Como cacique le tocó la tarea de refundar el pueblo hualfín, reuniendo a los calchaquíes dispersos por los campos aledaños a La Toma.

En 1774 el alcalde ordinario don Tiburcio de Ordóñez puso preso al caci- que Deiqui, tomando de excusa una pequeña deuda de “setenta y pico de pesos” que éste tenía con don Domingo Fernández. Lo hizo “en los calabozos bajos” del Cabildo y entre “españoles y gente plebeya” cometiéndole todo tipo de vejáme- nes. Deiqui, luego de que lo liberaran, tuvo que huir por temor a recibir más represalias. Seguidamente promovió una denuncia en donde, además de invocar las Leyes de Indias, aducía que gozaba del “fuero de los nobles”. El pleito se ventiló en la Real Audiencia pero no tuvo resolución, aunque lo hizo viajar tanto a Charcas como a Buenos Aires75. Por otro expediente sabemos de la firme autoridad que hacía imponer en La Toma. Allí no admitía pulperías, reprimiendo la ociosidad, la ebriedad y la vagancia, caracterizando a su gestión “por la virtud, la justicia y la ética”76.

73Nos referimos al realizado por el director de la fábrica de pólvora Diego Paroissien, que muestra la bifurcación de caminos que se produce a la salida de la ciudad, conduciendo uno a Punilla y otro hacia el barrio de indios. Otros planos con similares características son el de Albano Labergue realizado en 1860, el de Miguel Potel Junot de 1878 y el de Guillermo Bondembender de 1890.

74La propiedad comunal de los indios en América siempre fue amenazada por la codicia de los conquistadores, aunque la Corona, a través del Consejo de Indias, dictó numerosas disposiciones tendientes a salvaguardarla. Entre ellas la Real Cédula de 1591 que establecía la restitución de tierras sin justos y verdaderos títulos. El contenido de este instrumento se repetirá numerosas veces, incluso para que en la venta y composición de tierras no se toquen las de los indios, como disponía la Real Cédula de 1642. Solano, 1990: 341.

75AHPC, Esc. 3, 1775, Leg. 23, Exp.10

76AHPC, Esc. 2, 1795, Leg. 87, Exp.13 y Rojas de Villafañe, Emilio Argentino, 1978: 62.

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De tal forma que este particular cacique, en el invierno de 1796, comenzó a gestionar ante las autoridades “el entero” de su pueblo, es decir las aguas, tierras, montes, entradas, salidas, tierras de labranza y un ejido de una legua para el ganado. Lo hizo en plena conformidad de la ley y amplia acogida del protector general de naturales don Francisco Manuel Herrera. Este funcionario incluso defendió al cacique quien, poco después de su presentación, fue acusado por las autoridades que le endilgaban haber abandonado el pueblo sin el permiso correspondiente. Herrera lo justificó ante el temor de Deiqui que no se le autorice, exculpándolo por los móviles que impulsaron su partida.

El defensor argumentó que el pueblo poseía terrenos muy limitados y que a sus moradores se les había: “sujetado a la pensión de limpiar la acequia de la ciudad, privándoles de exercitarse en otras cosas para la justa satisfacción del Real Tributo”77. El petitorio fue autorizado por decreto del virrey Melo y comunicado al Cabildo y al gobernador Sobremonte que debía encargar la mensura de aque- llas tierras.

El mandatario designó para la tarea a don Dalmacio Vélez quien lo hizo acompañado del procurador de la ciudad y un regidor, ante la presencia de Deiqui y varios indios. Pero la mensura fue contradicha por don Lorenzo Caballe- ro y don José de Paz en nombre de su suegra doña Mercedes Roldán, lo cual motivó que se nombrara un nuevo agrimensor en la persona de don Félix Barre- ra.

A partir de ese momento se sumaron una serie de incidentes legales de los que nos detendremos en una presentación que realizó el ingeniero voluntario Juan Manuel López quien tenía intereses particulares por haber construido su molino en esas tierras. El ingeniero manifiesta que la acequia había estado aban- donada hasta 1785, año en que él comenzó la obra de reparación. Expresa que para la misma trabajaron los indios de La Toma “al precio de cinco pesos por mes, como se paga por regular a los peones”, aunque manifiesta que no era fácil reunir la gente a pesar del buen trato y comida que se les brindaba sin obligación. Entre otras cuestiones escribe López que el nombre del pueblo derivaba de las antiguas familias allí instaladas que “cuidaban de La Toma, o presa del agua, que entraba en la acequia contigua”, por ello estaban exentos del pago de impuestos. Otra presentación del Cabildo, que también reclamaba tierras, da cuenta del origen del pueblo expresando que: “son descendientes de los Indios Calchaquíes que el año de mil seiscientos [setenta] señalo a esta Ciudad para la asistencia de la Acequia el Gobernador Don Angel Peredo con motivo de haberse amotinado en su balle Jurisdicción de Salta”.

77AGN, Buenos Aires, Gobierno Colonial, Intendencia, Leg. 41, exp. Nº 1005, cit. Marquéz Miranda, Fernando, 1932: 118. También un extracto de todas las diligencias efectuadas desde entonces hasta la mensura de 1820 en AHPC, Esc. 2, 1824, Leg. 62, Exp. 21.

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Al cabo de tres años el expediente seguía su confuso curso, evidenciado en los obstáculos que encontraba en su camino. Pero por fin se comienza el deslinde el 18 de enero de 1800. Allí se encontraban el mensurero o agrimensor José Manuel González “sugeto de conducta y pericia”, teniendo como veedor a don Dalmacio Vélez “cuyo nombramiento se produce por el conocimiento que le asiste en la agrimensura”78. Fueron acompañados por el escribano, el protector de naturales, dos regidores, diputados del Cabildo y los colindantes, presuntos dam- nificados, como Juan Manuel López. Al llegar a La Toma la comitiva se aumen- tó con el cacique y varios indios, quienes se trasladaron a la plaza del pueblo para tomar dirección otra vez al oeste hasta una estaca de algarrobo que tenía labrada la inscripción “término de la ciudad”. A partir de allí y con una cuerda de cáñamo de cincuenta varas se procedió al amojonamiento. No concluyeron ese día sino que volvieron el 21, 22 y 28, y a pesar de las oposiciones, en esta última fecha “como a las seis de la tarde, en dia claro, y sereno” se le dio finalmente la posesión al cacique. De tal manera quedaron “señalados, demarcados, y amojo- nados, los terrenos correspondientes a dicho Pueblo media legua, y una quadra en quadro, y (mas de) una legua de egidos para pasteaderos según Ley Real”.

No obstante el veedor y el protector de indios no quedaron conformes y argumentaron que el deslinde perjudicaba a los intereses de los naturales mani- festando que se les negaron tierras donde “proseguir sus faenas de teja y ladrillo, que es lo unico con que se mantienen”. Es decir las tierras de los Molinos de López y de las Huérfanas como las de doña Mercedes Roldán donde se hallaba el horno. Agrega Deiqui en otra carta dirigida al virrey que “solo vuestra excelen- cia puede meter en camino a estos señores; que disfrutando nuestros servicios, parece nos consideran esclavos”. Mientras tanto el oidor protector general de naturales expresaba en Buenos Aires en 1799 que “a nada de esto se debía haber dado lugar reprimiendose de plano unas gestiones irregulares”79.

El expediente aquí queda trunco y sin resolución alguna, ya que en ese año Deiqui falleció. Luego se inició un pleito de sucesión con rigurosos mecanis- mos, quedando consagrado cacique don Juan de Dios Deiqui80. Nueve años

78AHPC, Esc. 2, 1824, Leg. 62, Exp. 21.

79Idem.

80El caso fue engorroso pues en realidad sucedió a José Antonio Deiqui su hijo José Domingo quien falleció al poco tiempo. En aquel momento es cuando se inicia un pleito por la sucesión del cacicazgo entre Juan de Dios Deiqui, hermano menor de José Antonio y el hijo de José Domingo, quien asumirá interinamente el cacicazgo. El expediente se inicia ante la presentación de Juan de Dios ante el gobernador aduciendo que su hermanastro era hijo de la esclava María de los Dolores Noble Canela, hija a su vez de un esclavo del convento de Santa Catalina. Por tanto era ilegítima aquella sucesión y así lo entendieron las autoridades que fallan a favor de Juan de Dios. Pero las actuaciones administrativas se extienden primero a las autoridades virreinales y luego a la Real Audiencia. Del expediente se extraen interesantes datos como que el pueblo tenía además del cacique un alcalde que se elegía anualmente, en este tiempo Matías Helguero y luego

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después Ambrosio Funes escribe que había en la jurisdicción de Córdoba ocho pueblos, de los cuales sólo cuatro tenían una capilla. La Toma no tenía templo como tampoco doctrinero, acudiendo los indios a las iglesias de la ciudad. Pues ninguna de las recomendaciones gubernativas que se dictaron al respecto, a fines del siglo XVII, se habían cumplido. En cuanto a las tierras y ejido reclamados por el cacique, Funes se muestra pesimista expresando “si se le ha de dar pastos comunes ciertamente que esta entre ellos. Hablo por los rumbos de oriente y sur que por el norte también esta separado de otras pertenencias que con dificultad les permitirán unas pocas cuadras de terreno”81.

Varios años después de los convulsionados días de la Revolución se volve- rá a tratar el tema de la mensura de las tierras. Pero ahora los intereses que persiguen esta decisión se orientan al despojo que mencionamos, lejos de solu- cionar lo solicitado por Deiqui. La idea, casi obsesiva, que tuvieron los nuevos gobernantes, era la de desestructurar el régimen comunal de tenencia, así como la de subdividir y adjudicar parcelas a fin de incorporarlas al sistema de propie- dad privada. Éstas serían rurales y urbanas, por ello se destina un pequeño sector al noreste, con manzanas y lotes urbanos, para ubicar a los indios. Más aún, el Estado consideró que las tierras comunales pertenecían a su patrimonio y por tal podía disponer de ellas. En este tema se han detenido Rojas Villafañe y Boixa- dós82.

De tal modo que un nuevo deslinde se practicó en 1820 a cargo del juez de mensura José Paz, hermano del general José María, y los doctores Roque Funes y Joaquín Pérez quienes firmaron la mensura del nuevo y reducido pueblo de La Toma83. En el expediente no se encuentra el plano correspondiente, pero se transcriben extractos de antecedentes del deslinde de La Toma que desarrolla- mos anteriormente84.

Una ley del año 1837 ordenó la venta de esos terrenos, pero ante la im- posibilidad de hacerlo y quizás como una verdadera muestra de la legitimidad que aducía el Estado, se destinó el centro del espacio a urbanizarse para la ubicación del cementerio “San Jerónimo”. Fue a raíz de la epidemia de escarla-

Juan de Dios Villafañe. Ambos, el curaca y el alcalde, eran los únicos que no tributaban y quienes lo hacían pagaban dos pesos semestrales de los cuales el uno por ciento era para el cacique, aunque en realidad casi nadie pagaba. Hay una descripción de la situación real del poblado al expresarse que “sus terrenos son escasos, no buenos y cuestionados; los habitantes pobres, y su ejercicio y ocupación el de la teja y ladrillo” (AHPC, Esc. 4, 1805, Leg. 25, Exp. 5).

81AHPC, Esc. 4, Leg. 37, Exp. 5. (cit. Punta, 1997: 302).

82Rojas de Villafañe, Emilio A., 1976: 25-27. Posteriormente Rojas de Villafañe amplía el tema en un artículo que describe un libro inédito quizás de igual título que no hemos hallado (1978:55-

73). Más recientemente desarrolla principalmente la etapa del siglo XIX, Boixadós, 1999: 87-

83Rojas de Villafañe, 1978: 68.

84AHPC, Esc. 2, 1824, Leg. 62, Exp. 21.

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tina de 1838 cuando el gobernador Juan Manuel López tomó esta decisión, quedando inaugurado el 15 de setiembre de 1843, año de una epidemia de viruela que azotó a la ciudad.

Después de casi veinte años se dictó una nueva ley autorizando al Poder Ejecutivo a subdividir las tierras en parcelas, tanto de La Toma como del resto de los pueblos de indios. La diferencia con la ley anterior es que ésta, de 1858, le adjudicaría algunas parcelas a sus originales dueños y el resto quedarían para la venta. En la mensura que se practicó se relevaron los emplazamientos habitacio- nales, cercas y hasta los cultivos de las tierras (Fig. 2).

Figura 2

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Una copia posiblemente de esta mensura, con el relevamiento de las vi- viendas, aparece en un expediente de la década del ochenta85. Aquí podremos comprender el significado urbano de estos asentamientos indígenas donde el mayor agrupamiento no superaba la docena de viviendas. Las otras se ubicarán junto a los caminos, aunque no pegados a ellos, de La Calera, de la Línea, de la Lagunilla y el de Alta Gracia, además del arroyo de La Cañada que atravesaba, como aquellos, al inmenso campo. Éstos eran los caminos principales pero no se señalan los secundarios que por ejemplo se marcan en el plano de 1800. Cami- nos aquellos que aún podemos ver en la foto aérea de 1924 que incluso muestra cómo por entonces no se habían abierto las calles del trazado cuadricular (Fig. 3).

Figura 3

85AHPC, Juzgado 2da Nominación Civil, 1886, Leg. 5, exp. 2.

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El nuevo proyecto urbano se ubicó en un pequeño sector del amplio cam- po con manzanas de 100 varas de lado separadas por calles de trece varas de ancho. Una plaza central sería el ordenador de un trazado cuadricular que incluía manzanas para iglesia y casa parroquial, casa municipal, escuela, hospital, mer- cado o plaza de carretas y cuartel de la guardia nacional o policial. Como obras complementarias se abriría un camino que conducía de la ciudad al Pueblito por la actual calle 25 de mayo86. Pero lo más significativo fue haber elegido ubicar la villa alrededor del cementerio, que sería el sitio de menor valor inmobiliario.

En estos dos trazados señalados, el urbano y el rural, no se llega a concre- tar el repartimiento como el que también se encarga por una ley de 1867, donde una vez realizada una “Junta Sindical” encabezada por el curaca Lino Acevedo, que sucedía en el cargo a don Félix Cortés, debía levantar un censo a fin de ubicar a las personas que se les otorgaría el título de propiedad, tanto del lote de la villa como de la parcela rural que se les concedería.

Pero las dilaciones dejaron de serlas con un nuevo y definitivo instrumento legal dictado en 1881 que ordenó lo mismo: mensurar y repartir. De esta manera la ley de Comunidades Indígenas que abarcaba incluso los cinco pueblos indíge- nas que aún se encontraban en la provincia, establecía que las tierras sobrantes del repartimiento que se haría a los indígenas se subastarían en remate público y el dinero recaudado se les daría a los antiguos comuneros. Obviamente tendrían preferencia en el remate, pero debían tener dinero para hacerlo, con lo cual y a diferencia de la ley anterior, ya no sólo perderían el derecho a trabajar las tierras comunales sino que dejarían de poseerlas, conservando únicamente sólo la par- cela del sector urbanizado. Para todo esto había que realizar, además de la men- sura, un censo de población indígena. Se lo hizo en toda la provincia, registrán- dose para La Toma poco más de mil comuneros87. Mientras que la mensura la realizó Quintinaiano Tizera en 1885, se efectuó sobre el antecedente inmediato de la no aprobada mensura de Félix M. Olmedo de octubre de 188288 y de todas las anteriores. La misma arrojó una superficie de más de 8 mil hectáreas de tierras de chacras, además de las 147 manzanas con ocho lotes cada una del sector destinado a villa ubicado alrededor del cementerio. Esta superficie era verdaderamente enorme, ya que tenía una longitud que abarcaba, desde el río al sur, todo el sector oeste de la actual ciudad (Fig. 4).

El resto de las codiciadas tierras las adquirieron los adeptos al gobierno en subastas envueltas en situaciones de enfervorizado rechazo hacia los indios, quie-

86Boixadós, 1999: 98.

87Rojas Villafañe, 1976: 26. Adviértase que en los sucesivos censos nacionales que se inician en 1869 se excluye la categorización étnica, por otra parte es curioso que el censo de 1813 asigna para toda la ciudad tan solo 65 indios.

88ADGC, S/A 28.

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nes tuvieron una tímida adhesión de la prensa católica opositora al gobierno. Pero si de oposición se trata fue muy digna la actitud del fiscal de gobierno y tierras públicas Pablo Julio Rodríguez, que se negó a firmar las escrituras de remate.89

Lino Acevedo, el último curaca que había estado de acuerdo con las acciones del Estado, falleció en 1901 y con él quedó apagada la lucha por la posesión de aquellas tierras, quedando hoy sólo el trazado de una desdibujada acequia que por muchas décadas sirvió a la ciudad, y que se ubicaba bajo las

Figura 4

89Boixadós, 1999: 103.

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calles Octavio Pinto y Pedro Zanni hacia el sur. El nombre de su pueblo dejó de llevarlo, cuando por el sentido apologista de homenaje de los concejales, se le impuso a partir del 6 de setiembre de 1910 el nombre de barrio Alberdi, en conmemoración al año del centenario del natalicio del prócer argentino90.

Conclusiones

Una primera aproximación al tema que presentamos fue la de probar la existencia de una población indígena en el mismo sitio de la fundación de la ciudad de Córdoba. Pero no es el caso de superposición de trazados urbanos sino que los indios del valle de Quisquisacate fueron trasladados a otro sitio. Posible- mente esa mudanza fue la que llevó a demorar el asentamiento definitivo, amén del estado de guerra en que se encontraban, quedando los pobladores españoles ubicados en el fuerte por varios años. Ésta, constituye una primera hipótesis demostrada del trabajo que se refiere a la necesidad de contar con mano de obra indígena para desarrollar la misma ciudad en sus variados aspectos edilicios y urbanos.

Pero cuando esa mano de obra se acabó, por las razones expuestas, el recurso de desnaturalizar indios levantados en las guerras sirvió para cubrir las necesidades urbanas que planteamos. De tal forma que el conflicto bélico llevará aparejado el reparto entre los vencedores, de tierras, bienes y población activa de los vencidos. Los calchaquíes en particular y desde su asentamiento en los subur- bios, contribuyeron al desarrollo de la ciudad como grupo de servicio.

De tal manera aparece un sistema de pueblos de indios surgidos con la modalidad que presentamos y que llamamos “pueblos de desnaturalizados”, como el caso de La Toma. Surge éste como tal con una población aborigen de otra región a la que le costará tomar una posesión real del sitio y cuando casi la consigan los acontecimientos de fines del siglo XIX harán que la pierdan definiti- vamente.

Por todo esto es necesario determinar que la ciudad no sólo estaba con- formada por su planta fundacional sino por su ejido, también pocas veces consi- derado. Pero fundamentalmente por su segregado pueblo indígena. Con ello plan- teamos la importante relación de una ciudad que no se agotaba en sus 70 man- zanas fundacionales, sino una ocupación real del espacio urbano que incluía el ejido y el pueblo de indios.

El asentamiento particular de La Toma, como los otros pueblos de indios que ocupaban el territorio de la actual provincia de Córdoba, no sabemos que estuviera estructurado a partir de una planta urbana cuadricular ni mucho me-

90Bischoff, Efraín U., 1997: 172.

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nos. Al ser poblaciones de indios desnaturalizados los encomenderos, creemos, no respetaron estos preceptos comunes a las reducciones. Si bien se dictaron disposiciones genéricas que tratan poco sobre un trazado urbano, en lo que más se insistió fue en construirles iglesias para su adoctrinamiento, pero no se cumplió en la mayoría de estos pueblos, como en La Toma.

Por el contrario, creemos que mantuvieron la particularidad de continuar con la memoria de una morfología habitacional de caseríos dispersos, haciendo referencia a primitivas formas sedentarias de vida urbana. Lo que los españoles llamaban “dispersión” era en realidad una forma de ordenamiento en absoluta armonía con su cultura que les imponía un modo de vida altamente relacionada con la tierra. Sólo detectamos, de las funciones urbanas, administrativas, el tener un cacique y alcalde, es decir que hay autoridades, aunque no encontra- mos en la documentación existente otras funciones como espacio para intercam- bio comercial, un lugar de culto u otro tipo de sitio para el desarrollo de servicios comunes.

Dentro del espacio territorial que ocupaban había uno de mayor densidad poblacional, aunque sólo alcanza la categoría de caserío. Por tanto, este espacio es el centro de carácter urbano, cabecera del área rural que era utilizada por los mismos habitantes para sus cultivos, pastoreos e incluso para otro tipo de activi- dades como la fabricación de ladrillos, tejas, baldosas y adobes, que se destina- ban a la ciudad. Fueron entonces concebidos bajo un criterio propio y particular que lo conservaron a lo largo del tiempo y hasta fines del siglo XIX, aunque claramente se percibe la transformación que van a imponer sus caciques. Prime- ro Deiqui tratando de agrupar el pueblo en torno a una plaza y finalmente Ace- vedo que acepta comprimir su pueblo en las manzanas de un trazado regular ubicado alrededor del cementerio.

Ese sitio, aumentado un poco en sus dimensiones, es en realidad el otor- gado en préstamo por los jesuitas, que se reducía a un rectángulo de 420 por 250 metros aproximadamente junto a la acequia. Con los reclamos del cacique Dei- qui y la misma escala de expansión, que necesariamente debe cumplir esta tipo- logía urbana, las tierras se ampliarán considerablemente. Y lo harán hacia la propiedad de los jesuitas expulsos y hacia el mismo ejido. Con ello los indios conseguirán, a fines del periodo colonial y ya concientizados de adaptar su modo de vida, una superficie de 2.600 metros en cuadro donde se reagruparán, más un ejido del doble de esa dimensión para uso rural también propio.

Estas dimensiones definidas en la mensura de 1800 se conservarán en parte y con muy pequeñas variantes, surgidas de los mismos usurpadores que no dejarán de avanzar sobre La Toma. Actitud que los mantendrá enfrentados a los indios y por la cual buscarán otros artilugios, que finalmente terminarán con el despojo absoluto de las tierras a sus originales poseedores. Con ello aparece la etapa de eliminar el sistema comunal de tenencia de tierra, para incorporarlas a

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la planta urbana. Y no fueron pocos metros. Sumaron poco más de siete mil por diez mil metros, superficie que abarca desde el río, atravesando la ciudad hacia el sur, todo el sector oeste del actual trazado urbano.

Por cierto que el problema histórico planteado no se circunscribe única- mente a un análisis exclusivamente morfológico y de historia urbana, aunque es el motivo de este trabajo, sino que hay actores y circunstancias muy valiosas del pasado que pueden servir de aporte al estudio de uno de los temas pendientes de la historia urbana hispanoamericana.

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Esc. 1, Leg. 2, exp. s/n, f. 185. Esc. 1, Leg. 69, Exp. 5

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Esc. 2, Leg. 64, Exp. 36, fs. 226 a 287 Esc. 3, 1775, Leg. 23, Exp.10

Esc. 4, 1805, Leg. 25, Exp. 5 Esc. 4, Leg. 37, Exp. 5.

Gobierno, Caja 2, 1693-1700, Carp. 1, Leg. 3. Juzgado 2da Nominación Civil, 1886, Leg. 5, exp. 2. Registro 1, 1670-1671, inv. 71, f. 157v.

Archivo de la Dirección General de Catastro S/A 28.

Biblioteca del Salvador,

Cartas Anuas 1689-1700, Estante 11, ff. 62v a 67v.

Centro de Investigaciones de la Facultad de Filosofía y Humanidades, ex Institu- to de Estudios Americanistas

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Abreviaturas

ADGC

Archivo de la Dirección General de Catastro

AGN

Archivo General de la Nación

AHPC

Archivo Histórico de la Provincia de Córdoba

AM

Archivo Municipal de Córdoba. Actas Capitulares

BS

Biblioteca del Salvador

CIFFyH

Centro de Investigaciones de la Facultad de Filosofía y Humanidades,

 

ex Instituto de Estudios Americanistas.

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