DISTINCIONES SIMBÓLICAS Y REALIDADES SOCIALES. LA ALTA SOCIEDAD Y LOS ADVENEDIZOS EN LA BUENOS AIRES DEL CAMBIO DEL SIGLO XIX AL XX.

Leandro Losada*

Resumen.

El trabajo analiza los márgenes que el móvil escenario de la Buenos Aires del 1900 dejó a la elite tradicional para trazar distinciones sociales. Para ello se aborda una categoría muy común en ese círculo social para referirse a quienes experimentaban la aventura del ascenso: el advenedizo. El argumento es que si por un lado este término es efectivamente una manera peyorativa de nombrar a quienes comenzaban a adquirir poder, riqueza o prestigio en la Buenos Aires de la belle époque, aludiendo a la carencia de un capital de alta signifi- cación simbólica por su escasez en una sociedad aluvional (orígenes «anti- guos»), al mismo tiempo descubre la retirada a que la modernización estaba confinando a las familias tradicionales. En este sentido, se plantea que las formas simbólicas de construir diferenciaciones, si efectivamente inciden en las relaciones sociales, a su vez, también pueden ser una expresión de los limita- dos márgenes que la realidad deja para trazar semejantes operaciones de dis- tinción.

Palabras clave: advenedizo-elite-distinción-modernización-belle époque

Summary.

This paper analyses the margins left to the tradictional elite of Buenos Aires for stablishing social differences in the changing scenario of 1900. Thus, this article discusses a very common word in that social circle to refer to those that experimented the adventure of social ascent: the “advenedizo” (newcomer; parvenu). Our argument is that this term is no doubt a peyorative way of naming those that have started to have power, riches or prestige in Buenos Aires of the belle époque and refers to their lack of significant symbolic capital –which was scarce in that alluvial society (that is the lack of ancient origin). At the same time it shows traditional families withdrawal caused by the modernization process that was taking place.

In this sense, this paper argues that symbolic way of building differences have and impact on social relations, and at the same time, they can be considered a

* IEHS-UNCPBA.

Cuadernos de Historia, Serie Ec. y Soc., N° 9, CIFFyH-UNC, Córdoba 2007, pp. 65-85

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manifestation of the constraint margins left by social facts to stablish such distinctions.

Kew words: advenedizo-elite-distinction-modernization-belle époque.

Una de las notas más recurrentes en los testimonios de la elite porteña de fines del siglo XIX es la descalificación hacia aquellos que, como consecuencia de la movilidad social y de la prosperidad económica de la época, y al calor de la inmigración masiva, estaban experimentando la aventura del ascenso1. Esa des- calificación se revistió con una palabra emblemática: el advenedizo.

Algunas obras de la literatura son especialmente reveladoras, como En la sangre, de Eugenio Cambaceres (1887). Allí se relata la trayectoria de Genaro, un inmigrante italiano de orígenes humildes que, sin detenerse en cuestiones de escrúpulos, logra un vertiginoso ascenso social que le permite ingresar en los principales clubes de la ciudad (como el Club del Progreso), y a partir de allí, aprovechándose de la generosidad de las familias decentes, que no dudan en abrirle las puertas de sus casas, conseguir un valioso matrimonio con una de las hijas de la alta sociedad. Los hombres nuevos que comenzaban a aparecer en la Buenos Aires del cambio de siglo gracias al floreciente escenario abierto en la década de 1880 –sólo brevemente interrumpido por la crisis del noventa- se retrataban de esta manera como un fenómeno amenazante para los sectores tradicionales, que debían cuidar de sus espacios de sociabilidad y de sus familias, para evitar que su mundo social se viera contaminado por los nuevos arribistas.

La novela de Cambaceres es un ejemplo entre muchos otros: las adver- tencias y el rechazo al advenedizo es una constante en la literatura, la ensayística y las memorias de los integrantes de la elite tradicional de la belle époque, enten- diendo por ésta al grupo de familias cuyos orígenes eran anteriores a las transfor- maciones del fin de siglo y que estaban unidas entre sí a través del matrimonio, el parentesco y la vida social. Debemos tener en cuenta en este sentido que este círculo social estaba recorrido por una sensible heterogeneidad, en tanto incluía a familias porteñas de orígenes coloniales pero también a otras fundadas por inmi- grantes exitosos anteriores al boom inmigratorio de fines de siglo, y a familias provenientes del interior, y radicadas en Buenos Aires y proyectadas hacia sus altas esferas básicamente a través de la política, en especial por medio del Parti- do Autonomista Nacional y del roquismo2.

1Tomo esta expresión del título del trabajo de Korn, 1983.

2Al respecto me permito remitir a un trabajo de mi autoría a publicarse en febrero próximo en Hispanic American Historical Review, L. Losada, “¿Oligarquía o elites? Estructura y composi- ción de las clases altas de la ciudad de Buenos Aires entre 1880 y 1930”.

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En general, la constante referencia al advenedizo ha sido tratada por una abundante bibliografía, proveniente especialmente de la crítica literaria o de la historia de las ideas, pero que ha dejado una huella bastante marcada en las miradas convencionales sobre este período, que la ha interpretado como el signo de las mutaciones que los cambios del fin de siglo dispararon en las ideas de la elite tradicional, dándoles un giro fuertemente reaccionario, del que la xenofobia que destila un libro como el de Cambaceres sería una de sus mejores y más radicales expresiones3.

En verdad, el hecho de que los cambios sociales motiven actitudes reac- cionarias en la gente que puede ver amenazado su lugar como consecuencia de los mismos, no es un fenómeno que debiera sorprendernos demasiado. También hay que tener en cuenta que las reacciones xenófobas y excluyentes de la elite tradicional no quiere decir que ésta en su conjunto lo haya sido, incluso a pesar de que hubiera querido serlo. Por el contrario, las alertas y los rechazos contra los inmigrantes exitosos bien pueden ser un síntoma de un éxito limitado en ese sentido (si tenemos presente que difícilmente se considera peligroso aquello con- tra lo cual tenemos –o al menos creemos tener- un buen resguardo).

De esto es de lo que hablaremos aquí. La movilidad social en la Buenos Aires de la belle époque fue demasiado intensa como para poder detenerla efi- cazmente en todas las aristas de la alta vida social –aunque no en algunas de ellas- y, en consecuencia, provocó mutaciones profundas en las elites de la ciu- dad.

En este sentido, los apuntes contra los advenedizos nos interesan menos por lo que nos dicen de las ideas de quienes los enunciaron, que por el fenómeno al que hacen referencia. En otras palabras, plantearemos que las descalificacio- nes contra los advenedizos revelan, por un lado, que las altas esferas de la ciudad de Buenos Aires se caracterizaron menos por su férrea exclusividad que por su porosidad, o al menos que el aumento de la exclusividad no necesariamente se experimentó subjetivamente entre sus protagonistas como altamente eficaz. Y aquí se considera que lo significativo de toda exploración por el pasado reside en captar la experiencia de los protagonistas antes que en delinearla a partir de lo que una mirada retrospectiva, que ya conoce los resultados del proceso, puede inducirnos a concluir.

En segundo lugar, señalaremos que las referencias al advenedizo develan las formas en que podían operarse en ese escenario móvil, mutante y poroso que era la Buenos Aires del cambio de siglo, las identificaciones y las distinciones sociales. Desde este punto de vista, no consideraremos a las referencias sobre los advenedizos como testimonios de determinadas posiciones ideológicas o de cier- tos climas de ideas, sino como maneras de construir y de expresar status. Eviden-

3Cfr. en especial Viñas, 1980; Jitrik, 1982; Foster, 1990; Needell, 1999.

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temente éstas pueden estar atravesadas por aquellas, pero el punto es que nos interesa más ver los apelativos sobre los advenedizos como un recurso lanzado en el juego de distinciones que atraviesan a la vida social, que como el reflejo de climas intelectuales e ideológicos. Nuevamente, consideramos que esta perspec- tiva puede ser muy alumbradora para conocer la experiencia subjetiva de la elite porteña en el marco de las transformaciones sociales que tradicionalmente se han denominado como proceso de modernización, o construcción de la Argenti- na moderna4.

El presente trabajo, en este sentido, se detiene menos en una exhaustiva reconstrucción empírica, que en la formulación de un conjunto de interrogantes y de hipótesis, sí basados en un trabajo de investigación previo pero que, por ob- vias razones de espacio, es imposible reproducir aquí –aunque nos referiremos a él cuando la argumentación así lo requiera-5. En efecto, el ánimo de las páginas que siguen descansa fundamentalmente en invitar a discutir ciertas líneas de reflexión acerca de las posibilidades y los márgenes que existieron en una socie- dad extraordinariamente móvil como lo fue la Buenos Aires del novecientos – extraordinaria tanto con relación a momentos anteriores de su historia, como a la realidad del resto del país en el período aquí considerado- para construir y manifestar distinciones sociales.

El término advenedizo revela, casi literalmente en su sentido etimológico, una forma bastante elocuente de entender y de definir el status social. Desvalori- za la movilidad ascendente súbita o vertiginosa; y en un sentido más amplio, denota que carecer de antigüedad familiar, o en otras palabras, descender de una familia recientemente establecida en la sociedad implica carecer de status. Por contrapartida, provenir de familias arraigadas en la sociedad es un capital que hace a la condición distinguida. Semejantes formas de entender el status –en tanto que prestigio o reconocimiento social- se advierte en diversos testimonios de la belle époque.

Están por un lado aquellos que definen a las conductas distinguidas como patrimonio exclusivo de quienes tienen “abolengo”. Por ejemplo: “la distinción y el garbo […] son rasgos naturales, se nace o no con ellos”; también, el “tono y la cadencia […] viene de los antepasados”; o “el criterio y el gusto […] no se improvisan ni en una ni en dos generaciones”6. De igual manera, se puede encon- trar en diversas semblanzas trazadas por individuos provenientes de familias arrai-

4La formulación más representativa en este sentido es Germani, 1962. Acudiendo a los térmi- nos de Marshall Berman, 1988, nuestro trabajo estaría concentrado en aprehender la dimen- sión subjetiva de la modernidad en la elite porteña, antes que en analizar su costado objetivo, esto es, los indicadores económicos y sociales referidos a los cambios en la estructura social.

5Losada, 2005.

6Respectivamente, Aldao de Díaz, 1933: 168; García, 1923: 111; Quesada, 1893: 377.

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gadas en el país, y referidas a personajes notables del cambio de siglo de simila- res orígenes sociales (de Roque Sáenz Peña a Manuel Quintana), el énfasis de que su presencia y sus conductas distinguidas se debían a que en ellos “había historia”7.

En el reverso de la moneda, aparecen los argumentos dedicados a subra- yar que la sofisticación y el refinamiento son inaccesibles para quienes tienen orígenes nuevos, es decir, para aquellos que reconocían su procedencia en la inmigración del cambio de siglo. Los pasajes más ilustrativos y conocidos al respecto son los de José María Ramos Mejía en Las multitudes argentinas, al referirse a los guarangos y canallas que habían “trepado por la escalera del buen vestir o del dinero” y que figuraban como socios de “los mejores centros, miem- bros de asociaciones selectas”, pero que, despojados de fachadas como las que conferían el sastre o “algún diploma pomposo”, dejaban ver sus almas llenas de atavismos, pues “hay algo que escapa a la acción del tiempo y la instrucción, algo que queda permanentemente en su alma, como persiste el lunar en la piel”; esto es, “su abolengo inmediato”8.

La antigüedad familiar, capital escaso en la Buenos Aires del cambio de siglo, se convertía de esta manera en la piedra de toque de la distinción: tener un “abolengo inmediato” era equivalente a no poder alcanzar comportamientos ge- nuinamente sofisticados, o al menos era una barrera para ser reconocido como par por los círculos tradicionales.

En efecto, en un momento en que estaba cobrando forma una sensible renovación poblacional, la importancia simbólica de la antigüedad familiar era una manera significativa de conferir reconocimiento o de definir el prestigio. A propósito, la antigüedad familiar no sólo era importante por sí misma –esto es, por la profundidad genealógica- sino también porque implicaba haber gozado de canales informales, alternativos a aquellos que los cambios en el país estaban poniendo al alcance de la mayoría de la población, para acceder a diferentes capitales sociales.

Así, el sistema educativo o el consumo en sí mismo, ampliado de manera ostensible gracias al crecimiento del sector comercial y a la prosperidad económi- ca, no eran medios reconocidos por la elite para edificar y poseer un estilo de vida sofisticado9. Como se lee en el pasaje de Ramos Mejía, el título pomposo o el sastre eran insuficientes para esconder los lunares que dejaba el abolengo inmediato. Otra vez, varios son los testimonios que podrían enumerarse en este sentido, como los que volcó Juan A. García: “lo que no se adquiere en los

7Cfr. Loncán, 1933: 22 y ss; C. Ibarguren, 1917: 183-185; De Vedia, 1922; M. A. Cárcano, 1969.

8J. M. Ramos Mejía, 1934: 257-260.

9Sobre la ampliación del mercado de consumo, cfr. Rocchi, 1998 y 1999.

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estudios […] es la elevación moral, el tacto, la distinción de espíritu y carácter que producen diferencias sustanciales […] [y que son] el secreto del prestigio”10.

El refinamiento y la sofisticación sólo eran posibles para quienes hereda- ban ya cierta familiaridad con la alta cultura, con la elegancia y el buen gusto. El enriquecimiento súbito que podía permitir el acceso a un abono anual en el Teatro Colón, por ejemplo, no significaba que de manera igualmente repentina se adquiriera un conocimiento pormenorizado de la música lírica. Ese capital cultu- ral estaba delimitado para aquellos que poseían un contacto precoz con el arte, desde niños, gracias a generaciones sucesivas de la familia que habían frecuenta- do los grandes teatros de Buenos Aires. La importancia simbólica de estos rasgos biográficos se refleja en el hecho de que son toda una carta de presentación al momento de trazar la propia historia de vida: “Yo he sido un espectador teatral muy precoz. Desde los ocho años iba a la cazuela del viejo Teatro Colón, con mamá y mis tías Lebrero”11.

La importancia de la antigüedad familiar, y del acceso a distintos capita- les culturales por vías alternativas a las socialmente extendidas o establecidas, son formas emblemáticas de marcar distinciones en momentos de profundas mutaciones sociales12. El poroso y móvil escenario que era la Buenos Aires del cambio de siglo, signada además por una estructural renovación de su población a causa del boom inmigratorio, era un contexto especialmente propicio para que estas formas de representar el status ganaran fuerza13.

El peso que adquirió la antigüedad familiar como símbolo de status se aprecia, después de todo, en las nociones identitarias que recorrieron a la alta sociedad porteña. No debemos olvidar que la forma en que la gente se nombra a sí misma es sumamente reveladora de cómo los actores sociales leen e intervie- nen en la realidad en la que están insertos, al ser nada menos que el canal más directo de expresión de las identificaciones sociales14.

En este sentido, hay que tener presente que no siempre y desde un primer momento la elite tradicional se definió a sí misma en estos términos, es decir, como un núcleo cerrado, integrado por un conjunto de familias “originarias”.

La noción de aristocracia, una clave identitaria característica de la elite porteña, y extendida entre las burguesías de occidente de la belle époque como

10García, 1955: 540.

11Gallardo, 1982: 28. De igual manera, Adolfo Bioy destacó en sus memorias que “el teatro, desde el día que me inicié como espectador a los 8 años de edad, me sedujo de tal manera que no hubo ocasión que yo no aprovechara de concurrir a ese espectáculo”. Bioy, 1958: 216.

12Bourdieu, 1988.

13Como lo ha señalado J. Hernández Franco (1997: 21), “las construcciones mentales” acerca del parentesco, la sangre y la memoria son un signo distintivo de contextos definidos por “la renovación de los linajes, relacionado con procesos de movilidad social ascendente”.

14Cfr. Bourdieu, 1991: 239-243.

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forma de desmarcarse del crecimiento de las capas medias y de la pequeña burguesía, o en el caso de Buenos Aires, de los incipientes sectores medios fra- guados al calor de la inmigración y de la prosperidad económica de preguerra, se definió esencialmente como un estilo de vida: “entre nosotros existe [la aristocra- cia] y es bueno que exista. No la constituye por cierto la herencia, sino la concep- ción de vida”15.

Esa concepción de vida aristocrática, a su vez, tampoco se entendió en un principio como un patrimonio exclusivo de las familias tradicionales, como tam- bién lo definió Miguel Cané al momento de trazar el perfil de la aristocracia que, de acuerdo a sus expectativas, debía nuclear el Jockey Club, el club social que se convirtió durante la belle époque en referente de la alta sociedad:

“El Jockey Club de Buenos Aires no será, ni podrá ser jamás, una imitación de sus homónimos de París o Viena, un círculo cerrado, estre- cho, una camarilla de casta, en la que el azar del nacimiento y a veces la fortuna, reemplazan toda condición humana. Será un club aristocrático, si entendemos por aristocracia lo único que puede entenderse en nues- tros días, esto es, una selección social, vasta y abierta, que comprende y debe comprender a todos los hombres cultos y honorables”16.

Como volveremos a plantear más abajo, el cuidado con el que Cané acotó la noción de aristocracia a una forma de vida, o a la vez, las diferencias que debían separar a la composición de la aristocracia porteña de la de París o Viena, se debe tanto a las características de la sociedad porteña, móvil y republi- cana –bien diferente a las europeas, en las que las huellas del antiguo régimen mantuvieron una considerable vigencia a pesar de su mutación burguesa a lo largo del siglo XIX- como a las propias características de la elite. Por el momento, no obstante, retengamos que la condición aristocrática radicaba esencialmente en un estilo de vida, y que, siguiendo este sentido, la aristocracia no se concebía delimitada a las familias originarias. El status conferido por un estilo de vida “aristocrático” no se restringía a los círculos que poseían abolengo.

La importancia que adquirió la antigüedad familiar como rasgo de status, sin embargo, apareció poco a poco, y en especial en otra de las nociones que comenzó a circular para definir a la elite tradicional: patriciado. Esta identifica- ción sí definía claramente a un grupo social “originario” e incorporaba más explí-

15Cané, 1903: 130-131. Sobre la aristocratización en la burguesías norteamericanas y euro- peas de la época, cfr. Harris & P. Thane, 1984; Cople Jaher, 1973; Crowley, 1999.

16La Prensa, 5/11/1897. Sin dudas, aún cuando aristocracia u otras formas de nombrarse colectivamente (como high life, gente decente, gente distinguida, etc.) circulan en diversas fuentes de la época –de la prensa a las memorias-, acercarnos a sus definiciones más acabadas nos pone en contacto fundamentalmente con los testimonios dejados por sus intelectuales, en tanto fueron ellos quienes reflexionaron más detenidamente sobre el tema.

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citamente la vinculación con el pasado como rasgo identitario: lo conformaban las familias que tuvieron acción protagónica en la construcción de la patria. Esta noción amplió sus límites al compás de las relecturas de la historia argentina producidas en el fin de siglo, permitiendo así que la pertenencia a ese grupo selecto pudiera ser un atributo de familias de inscripción o de destacada partici- pación en la vida pública del país en momentos bastante avanzados del siglo XIX. Un caso especialmente revelador fue el rescate y la valorización de las elites del interior como protagonistas cruciales de las gestas patrias y la adición del régimen del ochenta a los momentos fundacionales, algo sugestivo si se recuerda que en su momento se habían subrayado –tanto desde la oposición como desde el roquismo- las rupturas antes que los puntos de contacto con las etapas prece- dentes17.

De esta manera, los círculos tradicionales, aquellas familias que podían reclamar protagonismo en la edificación del país, sumaron a las de raíces colo- niales y porteñas, que habían alcanzado posiciones o lugares de relevancia a lo largo del siglo XIX, aunque en los momentos anteriores a que las transformacio- nes sociales aceleradas a partir del ochenta cobraran forma.

El patriciado fue también una noción dilatada en sus sentidos: estaba conformado por quienes habían contribuido al diseño político e institucional de la Argentina moderna, pero también por aquellos que habían sido claves para su progreso y desarrollo económico. Esta “inflación”, o al menos, la polisemia del concepto de patriciado o de familias tradicionales, no es sorprendente. Antes bien, se correspondía con las características que tenía la alta sociedad porteña del cambio de siglo, cuyos integrantes poseían, efectivamente, antigüedades fa- miliares sensiblemente distintas, y trayectorias igualmente diferentes: en ella con- vivían provincianos (pensemos en familias como la Uriburu o la Roca); porteños de raigambre colonial (como Martínez de Hoz o Anchorena); y familias fundadas por extranjeros que habían acumulado poder o riqueza ya entrado el siglo XIX (como los Luro o los Santamarina)18.

Lo cierto es que la noción de patriciado devela –y esto es lo que más nos interesa retener aquí- la importancia que adquirió la vinculación con el pasado como marca de status. En efecto, recortaba un grupo social originario, al ser una categoría cerrada por definición en tanto remitía a un contexto en sí irrepetible (los momentos fundacionales del país –tuvieran su frontera en 1810 o en 1880-). Con todo, también es nítido que, a diferencia de la idea de aristocracia, que asentaba la posición de preeminencia en una arista privada (en un estilo de

17Cfr. Alonso, 1997. Sobre la dilatación de las figuras y de los hitos fundacionales en el proceso de construcción de una tradición nacional, cfr. Bertoni, 2001: 286-292.

18Me permito remitir a Losada, 2006 a.

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vida), la condición patricia lo hacía sobre una dimensión pública legítima en sí misma (la edificación de la nación)19.

La noción de advenedizo era, por lo tanto, el reverso de la moneda en que la elite se miraba a sí misma: quienes no poseían abolengo, o no provenían de las familias fundadoras de la patria, no tenían aptitudes o fundamentos para recla- mar reconocimiento social de parte de quienes sí integraban esos círculos escogi- dos. Con estos elementos a la vista, no es sorprendente que a la elite tradicional se la haya entendido recurrentemente como un grupo cerrado y excluyente, inclu- so xenófobo20.

La búsqueda de cierre fue sin dudas cierta, y en buena medida esperable: una elite, si quiere mantener su condición de tal, no puede abrirse de manera absoluta a todos aquellos que reclaman un lugar en ella. Después de todo, quie- nes en algunas oportunidades aspiraron a conformar una aristocracia vasta y abierta, también subrayaron que era necesario “cerrar el círculo” y velar sobre él21. Sin embargo, no deben descuidarse algunos matices de importancia.

El cierre efectivamente se dio, pero más en algunas esferas de la vida social que en otras. En el mercado matrimonial, por ejemplo –sin dudas la di- mensión más sensible, si tenemos en cuenta que es la instancia decisoria para la reproducción de todo grupo social, y la que, por lo tanto, significa un mayor grado de reconocimiento para aquel que es aceptado-, el cierre fue bastante evidente, como lo revela la sensible endogamia que signó a la alta sociedad porteña del novecientos22. Los cambios en la high life, que se pobló de protocolos y de cánones rígidos y formales (inspirados por los códigos de etiqueta franceses), fueron al mismo tiempo signo y manifestación de admisiones y de filtros más refinados, que favorecieron efectivamente a que el mercado matrimonial se man- tuviera fronteras adentro de la alta sociedad23.

19Aunque, del otro lado, creerse patricio no necesariamente alentara intervenciones legítimas en la vida política. Como es sabido, la identificación o la apelación a la condición de patricio estuvo presente detrás de episodios como el golpe de estado de 1930, sea como un “deber ser” (el patricio que, por la conducta que imponen sus ascendientes, interviene para “salvar a la patria”); o en un sentido de propiedad de la patria por haberla construido, que habilita prerro- gativas ante un potencial desplazamiento político. Ambas connotaciones aparecen en efecto en distintos testimonios referidos a las jornadas del seis de septiembre de 1930. Cfr. por ejemplo J. Roca (h), “Discurso con motivo del 50º aniversario del Círculo de Armas”, en Círculo de Armas, 1985: 15-20. Esta tensión también fue señalada para el caso chileno, en Barros Lezaeta & Vergara Jonson, 1978: 124-125.

20Esta es la mirada que ha prevalecido en distintos estudios emblemáticos –según ya hemos citado- sobre las ideas y cosmovisiones de la elite del ochenta. Remito a la nota 2, en especial a los trabajos de Onega, 1980 y Viñas, 1982.

21M. Cané, 1884: 129-130.

22Balmori, Moss & Wortman, 1990.

23Losada, 2005: 136-141.

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Sin embargo, en otras instancias de la vida social, que eran también im- portantes signos de status y de prestigio, la permeabilidad fue mayor. Tal fue el caso de los clubes sociales, como el Jockey Club, especialmente significativo teniendo en cuenta que fue el principal club de la Buenos Aires de la belle épo- que: su masa societaria creció sensiblemente a lo largo del período, y a pesar de que en ese crecimiento hayan tenido un peso importante las generaciones sucesi- vas de las familias tradicionales que fueron entrando a la entidad, su porosidad fue bastante considerable, al punto que se ha estimado que, a comienzos de los años 1930, entre el 30% y el 50% de sus socios no provenía de los círculos tradicionales (entendiéndolos en el sentido amplio ya comentado, es decir, en referencia a las familias que habían alcanzado poder, riqueza o prestigio con anterioridad a 1880 aproximadamente). Las modalidades de exclusión fueron más sutiles, como por ejemplo lo evidencia la cristalización de sus cúpulas direc- tivas –sí integradas por miembros de las familias tradicionales a lo largo de todo el período-, mientras su masa societaria crecía. Sin embargo, son efectivamente formas de admisión bastante tenues considerando el escenario móvil en que se desplegaron y que, en última instancia, vuelven difícil ver en el Jockey a un club que literalmente agrupó sólo a la elite más ranciamente tradicional de la ciudad (por el contrario, parece haber estado más cerca de cumplir con la intención declamada por Cané de reunir una aristocracia vasta y abierta)24.

La necesidad de cerrarse frente al aluvión inmigratorio existió, pero atra- vesó con desigual intensidad al alto mundo porteño. Las constantes referencias al advenedizo son precisamente testimonios de ello. Es decir, que a pesar de las restricciones y de las admisiones, la amenaza de la invasión de los nuevos arribis- tas no desapareció en el conjunto de la elite porteña, sino que permaneció como un peligro latente en el registro subjetivo de algunos de sus miembros.

En este sentido, es necesario tener en cuenta que el peligro de los advene- dizos no sólo era el resultado de un escenario móvil en sí mismo, sino también del lugar que la elite ocupaba en él. Los advenedizos existían porque la upper-class tradicional fungía como grupo de referencia. Eran sus pautas de vida las que debían ser adoptadas, eran sus espacios de sociabilidad aquellos a los que se debía ingresar, porque tales criterios y lugares eran sinónimos de prestigio y de reconocimiento. Para ser alguien, socialmente hablando, era importante ser parte de la high life que animaban las familias tradicionales25.

Por lo tanto, y de manera un tanto paradójica, a pesar de que ser un grupo de referencia refuerza el lugar de cualquier grupo social en una sociedad determinada –pues es motivo y a la vez expresión de la centralidad que tiene en ella- es, a vuelta de página, un rol que pone en riesgo exclusividades, en tanto

24Losada, 2006 b; Korn, 1983; Edsall, 1999: 91-93.

25Sobre el concepto grupo de referencia, cfr. Merton, 1964: 284 y ss.

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alienta o genera imitaciones. Como contemporáneamente lo señalara un cronis- ta porteño, en Buenos Aires sólo había un grupo social al que se dirigían todas las miradas:

“Diríase que toda ella [la ciudad de Buenos Aires], olvidada de sí mis- ma, vive mirando su mundo aristocrático […] No existe más que un solo núcleo social y a él pretende converger todo el movimiento de la ciudad, por un camino naturalmente congestionado e intransitable […] En balde la aristocracia quiere aislarse de este pesado cortejo de imitan- tes. Nuestro desdoblamiento social parece imposible. El paseo que ella elija y reserva para sí, será mañana el paseo de todos. Allí irá el cortejo inevitable, a una cita de aristocracia”26.

Ser una referencia para el conjunto de la sociedad, por lo tanto, reforzaba el lugar de preeminencia, pero también, entonces, era un motor que en última instancia ponía en marcha al arribismo.

En consecuencia, la movilidad social y la prosperidad económica se con- jugaron con el lugar que la propia elite tenía como faro socio cultural para con- dicionar las posibilidades de expresar y de manifestar distinciones sociales. Con todo, otro factor también incidía en ello, y contribuía a que el peligro del advene- dizo permaneciera latente: los recursos que la elite tenía a su disposición para trazar distinciones.

La alta sociedad porteña sólo podía desmarcarse de los advenedizos en una dimensión socio cultural. La noción de aristocracia que vimos más arriba lo revela: el prestigio y el status debían edificarse a través de un estilo de vida –esto es, de un conjunto de pasatiempos, consumos y conductas- refinado y sofistica- do que, en coincidencia con el eurocentrismo característico del siglo XIX, se vio en las pautas que guiaban a las formas de vivir de las altas esferas europeas (no es casual que la high life porteña del cambio de siglo haya visto brotar en su seno todo un conjunto de aficiones de clara inspiración europea –de los clubes socia- les a los deportes, sin olvidar la moda y la cocina, y, claro está, esa práctica tan extendida y que mejor revela los afanes europeístas de la elite porteña, el grand tour por el viejo continente-)27.

Esto era así por la naturaleza misma de la sociedad, republicana y bur- guesa, que volvía impensable reclamar posiciones de prioridad en base al linaje o la sangre, pero también por los rasgos de la propia elite. Es en este sentido revelador volver sobre las singulares maneras en que se apeló al abolengo como rasgo de status. Como vimos, la noción de patriciado ponía el acento en las acciones personales o familiares (en aquellas que habían contribuido a la edifica-

26Gache, 1968: 34-35.

27Cfr. Fey, 1996.

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ción del país), antes que en la genealogía en sentido estricto. En alguna medida, esto era una manera de volver virtuosas las carencias, ya que en la alta sociedad del novecientos la antigüedad familiar se conjugaba a menudo con orígenes hu- mildes.

Es sobre este trasfondo que se acuñó la imagen de una aristocracia plebe- ya que, de manera significativa, encontró alguna de sus caracterizaciones más acabadas en la pluma de sus integrantes: “gauchos brutos, baguales, criados con la pata en el suelo, bastardos de india con olor a potro y a gallego con olor a mugre, aventureros, advenedizos […] y blasonaban de grandes después, la echa- ban de hidalgos […] Aristocracia… ¡qué trazas, qué figuras esas para aristocra- cia […]!”28.

Sin embargo, la humildad de los orígenes familiares –aquella que podía dar sustento al retrato de una aristocracia plebeya- no fue necesariamente consi- derada como oprobiosa. El ocultamiento de los antecedentes, familiares y mate- riales, señalado como un rasgo característico de la elite porteña del novecien- tos29, es una afirmación que, cuanto menos, debe precisarse con cuidado. Podría coincidirse en un sentido amplio, si se refiere a un distanciamiento resultante de las lecturas en clave civilizatoria que supieron trazarse frente al pasado. Pero no necesariamente en la definición de identidades sociales, en términos de una ne- gación de orígenes modestos y de una experiencia de ascenso a partir de ellos. Quizá su expresión más extrema fuera el caso de los Santamarina, que no tenían reparos en colocar en la entrada de su estancia la humilde carreta con la que Don Ramón, el patriarca, había iniciado la acumulación de su fortuna30. Podría argumentarse que para los Santamarina (cuyo fundador se había enriquecido en el tercer cuarto del siglo XIX) no había otra alternativa para definir el status familiar. Sin embargo, lo sugestivo es que no haya circulado sólo entre familias con este tipo de antecedentes.

Así, es claro por ejemplo que distintos intelectuales provenientes de anti- guas familias porteñas, como Juan A. García o José María Ramos Mejía, al bucear en los orígenes coloniales de las mismas, destacaron abiertamente la ausencia en Buenos Aires de una aristocracia como las de Lima o Chuquisaca31. A pesar de ello, Ramos Mejía no ocultó los peculiares ascendientes de las distin- guidas familias porteñas de fines del XIX. Por el contrario, apuntó que habían

28Cambaceres, 1968: 437-438. Apuntes similares en Payró, 1949: 274 y ss.

29Jitrik, 1980: 66-67.

30Cfr. “Los pioneers del progreso argentino. Ramón Santamarina”, en Caras y Caretas, nº 219, año V, 13/12/1902. También presenta referencias al respecto Sáenz Quesada, 1978: 291-293.

31E incluso –esto seguramente desprendido de las sensibilidades de ambos autores- la desventa- josa comparación que resistía la elite colonial porteña, definida por su espíritu mercantil, con su par de Córdoba, nucleada alrededor de la Casa de Trejo. Ramos Mejía, 1952: 137 y ss; García, 1966: 75-92.

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labrado “sus fortunas al frente de panaderías, barracas, tonelerías, pulperías, carpinterías, remates”. En los “gremios humildes” y en el “comercio modesto” estaban los comienzos de los “apellidos más conocidos de la sociedad, hoy mis- mo del mejor abolengo”. Los orígenes, por lo tanto, eran aquellos que Cambace- res reflejara en En la sangre, pero aparecen cargados con otro sentido. Esas familias, concluye Ramos Mejía, “representan en esta sociedad tradición, hono- rabilidad y trabajo32. En consecuencia, la antigüedad familiar valía como capital simbólico por aunar y reflejar, generación tras generación, mérito y virtud33.

Lo cierto es que ese trasfondo genealógico, fuera por convicción o como el resultado de volver virtuosas las carencias, volvía imposible reforzar la condición de elite en base a la sangre o el linaje. La asociación del honor o de lo honorable con la respetabilidad y la virtud, al mismo tiempo, tampoco podía pensarse como un capital exclusivo. Por el contrario, se convirtió en una noción extendida en la sociedad, y en especial, en la forma en que los incipientes sectores medios comenzaron a legitimar su posición en la sociedad34.

De esta manera, reforzar la condición de elite a través del refinamiento socio cultural (de un estilo de vida aristocrático) era una forma legítima, pero también la única posible, a causa del propio background social de los círculos tradicionales como también de la naturaleza de la misma sociedad. Sin embar- go, los cambios acelerados en el fin de siglo, motorizados en muy buena medida por el proyecto civilizador encarado desde la propia elite para legitimarse como clase dirigente –o mejor dicho, por aquellos de sus integrantes que se desenvolvie- ron en la acción pública-, al aparejar una inédita y considerable ampliación de las posibilidades de acceder a distintos capitales sociales (desde bienes materiales hasta culturales, como la educación), probaron que esa forma de construir dis- tinción tampoco aseguraba exclusividades.

Otra vez, el rechazo al advenedizo refleja este punto: la descalificación era sobre aquellos que –retomando las expresiones de Ramos Mejía- ya habían tre- pado la escalera del buen vestir, del dinero, que poseían un título o que habían ingresado a los espacios de sociabilidad más distinguidos de la ciudad; no sobre quienes querían acceder pero no lo conseguían (que también podrían llamarse, después de todo, arribistas).

Desde ya, las alertas contra los advenedizos no fueron patrimonio exclusi- vo de la Buenos Aires de la belle époque, sino un registro frecuente en todo occidente durante este período, en buena medida porque la movilidad social fue un fenómeno igualmente extendido por entonces. Pero también es claro que, al

32Ramos Mejía, 1952: 168.

33Al respecto, cfr. Atienza Hernández, 1997: 42. Una articulación que ya Gaetano Mosca incluyera contemporáneamente a este período en su teoría sobre las elites (“la herencia familiar referida a cualidades morales”). Mosca, 1995: 337-338.

34Gayol, 1999; Devoto & Madero, 1999.

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menos a partir de lo que sugieren las investigaciones abocadas a otras ciudades, no fue una lectura que aparezca de manera tan insistente como en Buenos Aires. Es sugestivo atribuir esas diferencias a que se trató, o de sociedades en las que la movilidad fue menos intensa –como fue el caso de algunas ciudades latinoame- ricanas, como Santiago de Chile o Río de Janeiro- o porque la alta sociedad, a pesar de la creciente convivencia, tenía resguardos (como los títulos nobiliarios) para seguir recortándose con singularidad y no quedar diluida en una cúspide de la pirámide social que se renovó y diversificó (como les sucedió a las aristocracias europeas)35.

En otras palabras, los acentos singulares con que aparece el problema del advenedizo en Buenos Aires –su recurrencia, esa sensación de invasión latente- nos hablan de la particularidad de la sociedad –extraordinariamente móvil- como también de la singularidad de la high society porteña, que sólo tenía a su dispo- sición barreras económicas o capitales culturales para marcar diferenciaciones, las cuales eran, en última instancia, fronteras lábiles en esa sociedad magmáti- ca. De esta manera, las descalificaciones contra los advenedizos marcaban terri- torios y jerarquizaciones en un mundo social atravesado por la convivencia, pero, por lo tanto, no podían impedirla, e incluso eran insuficientes para que las dife- renciaciones operadas fueran apreciadas desde afuera de los escenarios en que tenían lugar.

Los teatros reflejaban estas cosas de forma bastante elocuente. En el viejo Colón (aquel que quedaba en Rivadavia y 25 de Mayo, cerrado en 1884), “uno conocía a todo el mundo”; en el nuevo Colón (abierto en 1908, en Plaza Lavalle) “uno no conoce a casi nadie”36. Estas distinciones, sin embargo, bien podían pasar desapercibidas para el observador ajeno, como lo apuntaba una crónica periodística: “para quien no conozca la vieja aristocracia porteña, el espectáculo es siempre el mismo, soberbio, suntuoso”37.

Desde este punto de vista, los apelativos contra el advenedizo alumbran, más que una oligarquía en posición de fuerza, los acotados márgenes que los cambios sociales de la belle époque le estaban dejando para trazar distinciones. En algún punto, da cuenta de una elite en retirada, tanto por los cambios de la época, como por el lugar que ocupaba en la sociedad en tanto que grupo de referencia, sin olvidar el tipo de recursos que tenía a su disposición para ensayar diferenciaciones.

En este sentido, la noción de advenedizo revela que las distinciones en la Buenos Aires de la belle époque sólo eran posibles en un plano estrictamente

35Cfr. Vicuña, 2001; Beezley, 1989; Needell, 1987; Cannadine, 1990; Montgomery, 1998; Digby Baltzell, 1971.

36Herrera Vegas, 2002: 154.

37“Notas sociales de la Dama duende”, en Caras y Caretas, nº 984, año XX, 11/8/1917.

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simbólico, porque en la trama social las diferencias resultaban muy tenues. Es decir, está claro que las diferenciaciones simbólicas moldean la realidad. Pero también pueden ser una expresión de los limitados márgenes que la realidad deja para trazar diferenciaciones, esto es, que las mismas queden reducidas a mati- ces, a cuestiones semánticas significativas para los participantes de un determi- nado entorno social, pero imperceptibles para quienes lo observan desde afuera.

Como ya lo hemos argumentado, los cambios que atravesaron a Buenos Aires en este período fueron en muy buena medida responsables de ello: si bien no borraron literalmente las diferencias, sí generaron expectativas de que pudie- ran borrarse, forzando así nuevas formas de trazar distinciones: era cada vez más improbable que hubiera pautas diferentes según distintos grupos sociales; sino pautas crecientemente compartidas y generalizadas. En este contexto, los mati- ces ganaron significación, aunque también fueron en última instancia la única posibilidad.

No obstante, vale subrayar muy especialmente el punto de que los límites también fueron el emergente de que “sociológicamente” poco era lo que diferen- ciaba a la elite tradicional de aquellos a los que definía como advenedizos. El hecho de que, aparte de éstos, el otro gran temor, o dicho de manera más precisa, la otra gran valla a saltar haya sido para la elite tradicional el rastacue- rismo, es decir, las conductas groseras del nuevo rico (a superar precisamente a través de una educación mundana que forjara un estilo de vida sofisticado) deve- la lo poco que distanciaba a los círculos más arraigados de aquellos que estaban comenzando a forjarse en el cambio de siglo38. Después de todo, muchas de las familias de la alta sociedad eran, en efecto, “nuevos ricos”, debido a que la bonanza económica que cruzó a la belle époque puso a su disposición un nivel de riqueza sin precedentes, o porque, al menos, gozaron de una gran holgura econó- mica en un momento en el que las posibilidades de consumir, gracias tanto a la prosperidad del período como a la definitiva integración de la Argentina a la economía mundial, alcanzaron márgenes inéditos hasta entonces.

De aquí se desprende, en última instancia, algo sumamente seductor: que las identificaciones sociales, más que revelar grupos sociales (es decir, más que ser categorías que se corresponden con determinados conjuntos de gente) son recursos retóricos cuyo sentido, y cuyos depositantes y enunciadores, cambian según el contexto y las circunstancias.

Es decir, ¿quiénes eran los advenedizos? La respuesta depende de a quién acudamos para contestar la pregunta. El advenedizo era el hombre nuevo si nos detenemos en los testimonios de la alta sociedad. Pero también podían serlo los propios integrantes de la elite tradicional si nos remitimos a las apreciaciones que

38Con relación a las conductas rastacueras, ver las semblanzas dejadas por López, 1915: 349 y ss.

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dejaron los visitantes extranjeros, que veían en ellos justamente esas conductas rastacueras, sobre las que también alertaron –y criticaron- sus intelectuales. Como efectivamente puede leerse en diferentes testimonios, el lujoso refinamiento que pretendía alcanzar la alta sociedad era sólo vulgar ostentación para ilustres visi- tantes extranjeros, provenientes de aquellos países en los cuales la elite porteña aspiraba a verse reflejada39. Es cierto que estos testimonios no son unánimes. Para otros testigos foráneos, la alta sociedad porteña no tenía mucho que envi- diarle a las clases altas europeas40. Pero esto no hace más que reforzar lo señala- do líneas arriba: la gente distinguida y los advenedizos son categorías que cam- bian de sujeto según quién las lance.

En otras palabras, no es exacto pensar que la noción de advenedizo refle- ja un determinado grupo social. No se puede pensar que es una categoría que hace referencia exclusivamente a los sectores medios, o mejor dicho, sólo hace referencia a ellos en circunstancias puntuales, y en la boca de determinados sujetos. En otras circunstancias, y en otros sujetos, la noción de advenedizo engloba también a las familias tradicionales.

En consecuencia, de todo esto emana un punto muy sugerente. Este es, que las identificaciones sociales y las “clases” en buena medida sólo existen en la cabeza de la gente; quienes pertenecen a ellas varían según quién sea el que lo diga41. De este modo, si buscásemos identificar un sector social a partir de la categoría “advenedizo” –si pensáramos que refleja un determinado conjunto de gente, común por su posición en la sociedad, etc-, o por el contrario, pretendiéra- mos definir con precisión quiénes no son los advenedizos, estaríamos en un pro- blema, pues encontraríamos testimonios que nos dirían que son los inmigrantes exitosos, como otros que afirmarían que son los integrantes de la elite tradicional quienes cuadran con esa “etiqueta”.

En alguna medida, por lo tanto, semejantes indicios invitan a concluir sobre las inexactitudes a las que podría conducirnos concebir un escenario tan móvil y magmático como la Buenos Aires del cambio de siglo en términos de clase o de grupos clara y nítidamente diferenciados, fácilmente identificables. En este sentido, el hecho de que conceptos como “gente distinguida” o “advenedizo” resulten polisémicos –o más precisamente, que quienes se denominan bajo esas categorías sean cambiantes de acuerdo a los testimonios a los que nos remita- mos- no es confuso ni problemático. Sólo lo es si retrospectivamente pretende- mos asociar un grupo determinado con una “etiqueta” determinada. Proceder de esta manera, además de presuponer la omnipotencia del investigador sobre su

39Cfr. Turner, 1892: 31-32; Hammerton, 1916: 52, 69-81, 88. También Dávila, 1886: 50 y ss; 132-136.

40Son ejemplares en este sentido, Blasco Ibáñez, 1910; Oliveira Lima, 1920.

41Cfr. al respecto Furbank, 2005.

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objeto, descuida el peligro de los anacronismos. El punto de partida del historia- dor, por el contrario, debe ser exactamente el opuesto: tener presente que no hay mejor vía de entrada a cualquier sociedad del pasado, registros más valiosos para conocerla y entenderla, que los propios términos de sus protagonistas, porque fue a través de éstos que las personas se movieron y actuaron en ella.

a) Centros documentales consultados.

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