SECULARIZACIÓN: DOCTRINA, TEORÍA Y MITO. UN DEBATE DESDE LA HISTORIA SOBRE UN VIEJO TÓPICO DE LA SOCIOLOGÍA

Miranda Lida*

Resumen

El concepto de secularización, que halla su principal fuente de inspiración en la sociología clásica, es clave para la compresión de la historia del catolicismo de los siglos XIX y XX. Este concepto permitiría iluminar las transformaciones que tuvieron lugar en las relaciones entre la Iglesia Católica, la sociedad y el Estado de los últimos dos siglos. Este concepto refiere al declinar de la religión —supuestamente inevitable—, que habría de suceder a la par del desarrollo de la sociedad moderna. El objetivo de este trabajo es discutir la pertinencia de este concepto para el estudio de la historia del catolicismo argentino a la luz de los más recientes avances que se han verificado en la historiografía sobre esta materia. El debate sobre este concepto es inseparable tanto de una relectura de los clásicos de la sociología como de una discusión conceptual que lo coloque en relación con otros conceptos en boga en la historia del catolicismo argenti- no. En especial, merecerá nuestra atención la relación que el concepto de secu- larización sostiene con el de romanización, que se ha introducido con gran fuerza en la historiografía argentina.

Palabras clave: secularización- romanización- historiografía- historia del catoli- cismo argentino- siglos XIX y XX

Summary

The concept of secularization, that founds its most important origin in classic sociology, is a key to understand the history of catholicism on XIX and XX centuries. This concept allows to illuminate the transformations that took place in the relations between the Catholic Church, the society and the State during the last centuries. This concept refers to the presumed decline of religion during the development of the modern society. The purpose of this article is to discuss the significance of this concept for the study of the history of argentine catholi- cism, according to the most recent researches on this subject. The debate about this concept not only is related to a discusion about classic authors of sociolo- gical tradition, but also to other concepts that are frequent in the historiography of argentine catholicism. Specially, we will pay attention to relations between

*Universidad Torcuato Di Tella- Conicet. Una versión preliminar de este trabajo fue presentada al coloquio “Espacios y modos de la modernidad”, Universidad Nacional de Córdoba, 10 al 12 de agosto de 2006.

Cuadernos de Historia, Serie Ec. y Soc., N° 9, CIFFyH-UNC, Córdoba 2007, pp. 43-63

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the concept of secularization and that of romanization.

Key words: secularization- romanization- historiography- history of argentine catholicism- XIX and XX centuries

Introducción

La reflexión en torno a la secularización ha concitado creciente y renova- do interés en la sociología de las últimas décadas. Su fruto fue el desarrollo de un fuerte debate acerca de los límites y las potencialidades de un concepto que en la sociología clásica se había aceptado tradicionalmente sin mayores discusiones. Puede decirse que hasta la década de 1960, existía un fuerte consenso heredado de los padres de la sociología acerca de que las sociedades modernas conlleva- rían un inevitable proceso de secularización. En este sentido, la secularización fue considerada casi como una doctrina que se aceptaba sin mayores discusiones, sin necesidad de ser sometida a la prueba empírica1. No obstante la doctrina comenzó a ser revisada y discutida, en especial a partir de la década de 19602. A partir de esta discusión se comenzó a transitar el camino en pos de una teoría que procuraba alcanzar solidez y consistencia en sus postulados, en relación con los nuevos avances y debates por los que atravesaban, por entonces, las ciencias humanas. Si tradicionalmente la secularización había sido pensada como un componente más de la tesis de la modernización, tan en boga hasta la Segunda Guerra Mundial en las ciencias sociales, los nuevos debates que sucedieron en las últimas décadas en torno a la cuestión de la modernidad (y la posmodernidad) no tardaron en llamar la atención sobre el problema de la secularización3. Los nuevos frutos de esta discusión están a la vista: hoy en día en la sociología ya no se piensa el declinar de la religión como un destino ineluctable en el marco de una teleología predefinida, sino como un proceso complejo que en lugar de llevar a la muerte, como pregonaba la vieja doctrina, habría -según algunos autores- llevado incluso a su revivificación4. El debate se ha reabierto en muchas direccio- nes, todas ellas muy provechosas, y está claro que en este tema todavía queda mucho terreno por desbrozar.

El objetivo de estas páginas es proponer una vuelta de tuerca más a la discusión sobre este tema, que desde la sociología tanto ha venido rediscutiéndo- se en las últimas décadas, poniendo de relieve sobre todo lo que la historia puede

1La idea de doctrina la tomo de Jeffrey K. Hadden (1987: 587-611).

2Para una sistematización y revisión de los debates que se han desarrollado en las últimas décadas, véase la minuciosa síntesis proporcionada por Philip S. Gorski (2000: 138-167).

3En este sentido, David Martin (1969); Phillip Hammond (1985).

4Una discusión sobre este tema en Antonio Flavio Pierucci (1998: 101-131).

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aportar a este debate. Para el historiador, la tesis de la secularización no es ni una doctrina -harto discutible, como ya sabemos a esta altura-, ni se agota tampoco en ser una teoría cuyo valor sociológico puede ser revisado una y otra vez por la investigación. El historiador no puede dejar de llamar la atención sobre el hecho de que la secularización, además de todo eso, fue en el pasado un mito que le dio sentido a las acciones de muchas personas siendo capaz de movilizar- las de manera eficaz. Es decir que, independientemente de si la secularización tuvo o no un asidero en la realidad, se constituyó en un mito que fue utilizado de manera efectiva por la Iglesia Católica para la movilización de diferentes actores sociales que se proponían combatir los así llamados efectos perniciosos del pro- ceso de secularización. Visto desde la perspectiva del mito, no importaba que la secularización hallara su correspondencia o no con la realidad, sino que fuera eficaz a los fines que se proponía. Y en este aspecto, la secularización cumplió su cometido con innegable eficacia, en especial en la década de 1930. Para analizar este aspecto de la secularización en tanto que mito, debemos pues revisar cues- tiones claves de la historia del catolicismo argentino en el siglo XX.

Doctrina

Repasaremos aquí los rasgos generales de la doctrina de la secularización, tal como ella fue elaborada en la tradición sociológica forjada en el siglo XIX a la luz del positivismo, el evolucionismo y el marxismo. En pocas palabras, es legíti- mo afirmar que en la sociología clásica ha existido un importante consenso acer- ca de que las sociedades modernas han experimentado un fuerte proceso de secularización, proceso que se habría iniciado a partir de una serie de factores: la reforma protestante, el desarrollo de los estados modernos, el capitalismo indus- trial y la revolución científica. Y dado que era tan fuerte el consenso al respecto, que fue posible prescindir de la investigación empírica. Ello fue lo que terminó convirtiendo a la secularización en una doctrina sobre la que no había necesidad de discutir. Simplemente se la aceptaba como verdadera.

Algunos jalones en la construcción de este consenso pueden hallarse en las obras fundadoras de la disciplina sociológica. Ferdinand Tönnies (1979) ad- virtió que con el desarrollo la Gesselschaft (sociedad) moderna, el lazo social forjado a la luz del mercado tornaba innecesaria la comunidad de creencias que estaba por el contrario en la base de la Gemeinschaft. O bien, como decía Durkheim (1993), era razonable afirmar que en la sociedad moderna “los anti- guos dioses envejecen o mueren, y aún no han nacido otros nuevos”. Weber (1984), por su parte, ha señalado que, una vez que la modernidad consumara el proceso de desencantamiento del mundo, las “antiguas iglesias” sólo servirían de refugio para aquellos que inútilmente pretendieran resistirse al proceso de racio-

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nalización. Fustel de Coulanges (1978) advirtió, a su vez, cómo el desarrollo del racionalismo en el mundo antiguo había dado origen a una sociedad que ya no necesitaba fundarse en la religión. Podríamos seguir acumulando referencias to- madas de la sociología clásica que dan cuenta de este consenso5.

Distintos aspectos de esta interpretación fueron sometidos a discusión re- cientemente, cuando los sociólogos contemporáneos se volcaron a revisar la doc- trina heredada. La primera reacción, cabe destacar, fue de rechazo liso y llano: un sociólogo de la talla de David Martin, que ha hecho tantas contribuciones importantes a la discusión de esta cuestión no vaciló, en uno de sus primeros ensayos sobre este tema, en proponer la idea de que el concepto de seculariza- ción debía ser eliminado sin más del repertorio sociológico, debido a lo inasible que le resultaba6. Consideraba que el concepto era poco claro, que ocultaba más de lo que explicaba y que no aportaba nada nuevo a la reflexión sobre el fenóme- no religioso en la modernidad. La idea de la secularización entendida como el declinar de la religión, tal como se la solía entender tradicionalmente, carecía de sólido asidero empírico en el cual sustentarse. Por entonces, el reclamo por una más sólida investigación empírica se hacía sentir hacia la Segunda Guerra Mun- dial en la sociología norteamericana bajo el influjo de Paul Lazarsfeld y Robert K. Merton. A partir de allí el concepto fue rediscutido. Pero no fue desechado, como había propuesto Martin en su momento, sino más bien revisado por un amplio abanico de autores. Y el resultado fue el nacimiento de una reflexión sobre la secularización que ahora sí podía pretender alcanzar un estatuto epistemológico más firme, al punto tal de convertirse en una teoría que -se esperaba- fuera capaz de resistir la prueba exigida por la investigación empírica.

Teoría

La teoría de la secularización se descompone en diferentes dimensiones de análisis que surgen a la luz tras una minuciosa discusión acerca de la doctrina esbozada más arriba7. Una primera, la más clásica, es la que se refiere al declinar de la religión, que habría de suceder a la par del desarrollo de la sociedad moder- na. Claro que este aspecto de la teoría tiene sus raíces en la Ilustración. La crítica iluminista de la religión contemplaba a la vez distintos aspectos: desde el reclamo por regenerar las instituciones religiosas que se deja, por ejemplo, leer en La

5Para un análisis general de la sociología clásica véase Raymond Aron (1992) y Robert Nisbet (1996).

6David Martin (1965), claro que el mismo autor revisó ulteriormente sus propias ideas (1991:465- 474).

7Para un análisis pormenorizado de cada uno de estos aspectos, véase José Casanova (2000).

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religiosa de Denis Diderot, hasta la crítica epistemológica a la superstición que prefería aferrarse a explicaciones sobrenaturales para los fenómenos naturales8. Este pasaje de la superstición a la razón se basa en el mito de que el mundo moderno, desencantado, habría de proscribir a la religión y es éste precisamente el aspecto que hoy en día resulta a los ojos de los estudiosos el más discutible de aquella tesis. Fue intensamente rediscutido para poner en duda la rapidez y la efectividad de ese declinar. Hay autores que hablan de una mitigación antes que de una declinación absoluta; otros en cambio ponen de relieve las dificultades para medir de manera cierta ese proceso9. Hay también quien prefiere hablar no tanto de un declinar de la religión (la fe, las prácticas y todo lo que ello implica), sino de la autoridad religiosa simplemente10. En este aspecto ha sido difícil arri- bar a un consenso.

En segundo lugar, otra serie de discusiones plantea el problema de la privatización de la religión. En las sociedades modernas se suponía —según la doctrina tradicional— que la religión quedaría relegada a la esfera privada e íntima de los individuos. A ello habrían contribuido una serie de procesos que en el mundo moderno hicieron que la religión perdiera su dimensión pública: desde las sucesivas expropiaciones que sufrieron los bienes eclesiásticos, en especial a partir de la Revolución Francesa, hasta el abandono del mito de la “unión del trono y del altar”, en el marco de los regímenes políticos republicanos que se fueron consolidando a lo largo del siglo XIX. Desprovista de tal dimensión públi- ca, la religión pasaría a refugiarse definitivamente en las conciencias, hasta que finalmente lograría incluso ser desplazada de éstas, gracias al desarrollo de la ciencia moderna. En los términos de Weber, según afirmara en su conferencia La ciencia como profesión, “a quien no pueda afrontar virilmente el destino de esta época debe decírsele que se vuelva más bien en silencio [...] a los brazos miseri- cordiosos y ampliamente abiertos de las antiguas iglesias”11. No obstante, hay importantes estudios que ponen de relieve el modo en que las religiones –el cato- licismo es sólo una de ellas en este aspecto- adquieren una dimensión pública y política en la modernidad12. Secularización no implicaría, necesariamente, priva- tización de la religión tal como la vieja doctrina había pregonado.

Por último, podemos señalar una nueva dimensión: la secularización en- tendida como un proceso de diferenciación funcional de esferas que, según We- ber nuevamente, constituye la clave para entender el proceso de racionalización propio del Occidente moderno. El proceso de diferenciación al que hacemos

8Para una caracterización general de la Ilustración, véase S. Testoni (1997).

9Remito al trabajo ya citado de Philip Gorski (2000: 138-167).

10Mark Chaves (1994: 749-774).

11Max Weber (1991).

12En este sentido, José Casanova (1994).

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referencia se define por la creciente autonomía de la política, la ciencia y la economía con respecto de la religión: en la modernidad occidental, cada una de estas esferas se mueve según su propia lógica autónoma, por completo indepen- diente de la matriz religiosa tradicional. Con ello, la propia esfera religiosa tam- bién se especializa y se repliega de alguna manera sobre sí misma. Ya en el siglo XVI el propio Concilio de Trento se había propuesto, aunque no necesariamente lo haya logrado, hacer del sacerdote un ministro sumamente especializado que debía hacerse cargo de la administración de lo sagrado y de los bienes de salva- ción, pero no más que ello; de este modo, quedaría despojado de cualquier otra función social, económica o política que el clero hubiera podido tener en otras épocas. Este es el aspecto de la teoría sobre el cual suele haber más consenso, en general, una vez que la investigación empírica comenzó a desarrollarse sobre esta área de estudios13.

En fin, el concepto de secularización puede descomponerse en diferentes dimensiones de análisis que a su vez pueden ser discutidas separadamente. Las interpretaciones varían en función de, al menos, dos cuestiones fundamentales. Por un lado, el modo en que se piense la religión, ya sea como un sistema de creencias acerca de lo sobrenatural o bien -como decía Durkheim- como un hecho social. También depende del modo en que se piense la modernidad. La lectura que se haga de la tradición ilustrada es, en este sentido, decisiva para entender el modo en que se piensa la secularización, habida cuenta de los largos y todavía inconclusos debates que la crítica posmoderna suscitó en torno a la modernidad en las últimas décadas14. Hay autores que sostienen, por ejemplo, que la modernidad dejó una serie de promesas sin cumplir, entre ellas la de la secularización15. Así pensada, no obstante, la secularización recupera parte de su valor normativo, a la par que se debilita su estatuto epistemológico que tanto se ha esforzado por construir la sociología de las últimas décadas, desde 1960 a esta parte.

Pero la secularización no fue simplemente una tesis de un siempre discuti- ble valor sociológico, sino que constituía al mismo tiempo un diagnóstico de la modernidad que serviría de asidero para la acción de aquellos que se hallaban fuertemente preocupados por el declinar de los valores religiosos tradicionales. Fue así que la secularización devino mito.

13En este sentido, Steve Bruce (1997, 667-680)

14La bibliografía sobre este tema es muy abundante. Entre otros trabajos, destacaremos: Zyg- mut Bauman (2005); Gianni Vattimo (2007); Marshall Berman (1999) y Jürgen Habermas (1989).

15En este sentido, Agnes Heller (1995: 13) dice que “la secularización completa de la sociedad fue más fácil de proclamar que de conseguir”.

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Mito

Hablar de la secularización como mito implica prestar atención no sólo al discurso que esta idea movilizaba sino también a las prácticas a las que ella dio lugar. En este plano, ingresamos al terreno de la historia, para llamar la atención sobre cómo la idea de la secularización fue usada, en algunos casos de manera bastante efectiva, a los fines de la movilización social y política en el seno del catolicismo. En los últimos años se ha hablado y discutido mucho en torno al así llamado “mito de la nación católica”, a raíz del trabajo de Loris Zanatta. Este mito, fruto de la confluencia entre la Iglesia Católica revanchista de la década de 1930 y el Ejército, habría tenido connotaciones políticas capaces de explicar no sólo la crisis del liberalismo en la década de 1930, sino además el advenimiento del peronismo16.

En estas páginas queremos llamar la atención sobre otro mito que acom- paña al de la “nación católica”, construido por la Iglesia: es el mito del pasado liberal y laico de la Argentina, sustentado en la secularización que la generación del 80 le habría sabido infligir a la sociedad y a la política argentinas de fines del siglo XIX y tempranas décadas del XX. Para la Iglesia revanchista que sostenía el mito de la nación católica, la secularización precedente era un hecho indiscuti- ble. El mito de la secularización es su complemento necesario. Ninguno de los dos era verdadero, pero ello de hecho no importaba. Lo que interesaba, por cierto, era la eficacia con la que contaban estos mitos al construir imágenes del pasado, presente y futuro de la Argentina, al mismo tiempo que también eran capaces de construir imágenes poderosas de la Iglesia, ya sea asediada bajo el influjo del liberalismo o revanchista y victoriosa, una vez que hubiera logrado recuperar su centralidad en la vida nacional. Es que la eficacia del “mito de la nación católica” dependía a su vez de la eficacia del “mito de la secularización”.

Dicho en otras palabras, fueron los más fervientes detractores de la secu- larización y de la sociedad moderna quienes más se esforzaron por insistir en que tal secularización constituía un hecho innegable. Y lo hicieron sin molestarse en verificar si efectivamente ese proceso se hallaba del todo consumado (o no). En especial, fue el catolicismo integrista del siglo XX, que halla su fuente de inspira- ción en las más célebres encíclicas antiliberales del siglo XIX (desde el Syllabus hasta la Rerum Novarum) y en la vasta difusión del tomismo impulsada por León XIII, quien más se esforzó por sostener una mirada como ésta acerca de la secularización. Si la sociedad moderna se ha secularizado irremediablemente, de allí se deducía que la religión católica, por completo desplazada del centro de la escena, debía hacer esfuerzos sobrehumanos para volver a reconquistar lo perdi- do. De esta manera, la tesis de la secularización resultará altamente funcional

16Loris Zanatta (1996).

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para el desarrollo de un catolicismo intransigente que se jactará de su carácter fervientemente antimoderno (recordemos aquí el trabajo homónimo de Jacques Maritain17), y que no vacilará en añorar un paraíso perdido que habrá de identi- ficar en los tiempos medievales. La tesis de la secularización en este contexto será empuñada como un arma, sin importar si los hechos concuerdan o no con la teoría. Al igual que el marxismo que proclamó que la sociedad capitalista estaba destinada a fenecer, el catolicismo intransigente, que se gestó a la luz del Concilio Vaticano I, proclamó por su parte que la religión estaba destinada a perecer y comenzó a hacer el identikit de sus enemigos, que la atacaban desde todas partes: liberales, masones, socialistas, anarquistas, judíos, comunistas, etc. La religión se convirtió en un parteaguas, separando a aquellos que estaban a favor de los que estaban en contra. De allí resultó una historiografía ferviente- mente militante, sea confesional, sea anticonfesional: la primera consideró a la secularización como el enemigo a combatir; la segunda, como si se tratara de un baluarte a defender. Pero, en ambos casos, se daba por descontado que la secu- larización era un dato indiscutible de la realidad, un hecho consumado que no merecía mayor discusión.

¿Debemos concluir pues que el historiador debe descartar sin más la idea de la secularización?. No necesariamente. Ella expresa con todo algo muy cierto: que la religión ocupa en la modernidad un lugar distinto al que tuvo en otros tiempos. Que la religión haya dejado de desempeñar el mismo papel que tuvo antaño no significa que no haya encontrado, pese a todo, su propio lugar. Se trata de un lugar que debe ser definido sin hacer de la secularización un problema que sólo admite una respuesta que supone una toma de partido, a favor o en contra; pero para ello es necesario no dar por descontado el proceso de seculari- zación.

Creemos que una manera útil de poner a prueba la utilidad del concepto de secularización es cotejándolo con los diferentes tipos de estudios a los que fue abriéndole el paso, tanto en la más reciente sociología de la religión como en la historia religiosa. La idea de la secularización ocupó un lugar central en cada una de estas áreas de estudio. Desde la sociología, se ha puesto énfasis en el relativo declinar de la religión católica en la sociedad moderna, declinar que no es de carácter absoluto, sino que se halla por momentos amortiguado por un movi- miento ofensivo de la Iglesia en pos de la recuperación de sus antiguos fieles. Las transformaciones en la religiosidad popular, las modificaciones que tuvieron lu- gar en las estructuras eclesiásticas a fin de adaptarse a las sociedades modernas e industriales, el papel que desempeña el clero en la sociedad, la relación del catolicismo con otros cultos (incluso los no cristianos), por ejemplo, han sido áreas que han despertado enorme interés entre los sociólogos contemporáneos

17Jacques Maritain (1922).

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de la religión. En este punto, la influencia de la obra de Pierre Bourdieu ha sido muy significativa18. El sociólogo francés señaló que en la modernidad la religión quedaba relegada a un simple campo de la vida social, comparable a otros, con una lógica intrínseca que el investigador podía desmenuzar detenidamente en su análisis; no ocupaba el centro de la escena ni era capaz de atravesar todas las esferas de la vida social como pudo haber ocurrido en épocas premodernas; pero ello no quiere decir que hubiera perdido definitivamente su sentido, como habían augurado los padres de la sociología. Simplemente se encontraba descentrada y el campo específico que en la modernidad pasó a ocupar la religión no era muy diferente a otros: eran espacios para el ejercicio del poder, así como lo son tam- bién las universidades o los sindicatos, por ejemplo.

La historia religiosa, por su parte, se inspiró en un grado superlativo en el concepto de secularización. Desde la Revolución Francesa hasta la Revolución Rusa podían ser pensadas y explicadas a la luz de los avances de la seculariza- ción en el mundo moderno. El fenómeno religioso cobró tal relevancia que hubo autores que se aventuraron incluso a encontrar en él las causas de 178919. Desde la perspectiva de los historiadores, se priorizó el estudio de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, tema clásico de la historiografía religiosa tanto en Europa como en Hispanoamérica20. Desde esta perspectiva el Estado suele presentarse como el sempiterno enemigo de la Iglesia, que avasalla las tradicionales prerro- gativas eclesiásticas a través de decretos que establecen limitaciones sobre las propiedades del clero, la disciplina eclesiástica, las rentas y la administración eclesiástica, las designaciones de obispos, las relaciones con la Santa Sede, etc. Todos ellos son ítems sobre los cuales la Revolución Francesa no se privó de tomar decisiones: así el caso de la Constitución Civil del Clero de 1791, que fue en este sentido su manifestación más evidente. Este tipo de perspectiva, que tiene a la experiencia francesa como un referente central, ha inspirado infinidad de ensayos y análisis sobre el tema en distintos escenarios tanto europeos como hispanoamericanos. De esta perspectiva resulta, en general, una imagen de la Iglesia asediada por los embates del mundo moderno, el Estado y el laicismo, imagen sumamente persistente en la historiografía. Una concepción de la secula- rización sin mayores discusiones ha sido la fuente de inspiración de este tipo de imágenes. Si partimos de la base de que el concepto de secularización merece ser problematizado (en lugar de ser aceptado sin mayores discusiones), entonces lo mismo cabe decir con respecto a la imagen de la Iglesia asediada que se deduce

18Pierre Bourdieu (1971: 295-334).

19Un ejemplo de ello en la obra de Dale K. Van Kley (1996).

20En este sentido, por ejemplo, Michel Vovelle (1988). Para el caso mexicano, puede verse por ejemplo Roberto Blancarte (1992). Para el caso uruguayo, Gerardo Caetano y Roger Geymo- nat (1997).

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de aquel concepto. Esta imagen merece, según creemos, una discusión pormeno- rizada.

Un repaso en pocas líneas de la historia de la Iglesia argentina nos permi- tirá discutir más detenidamente las consecuencias que se desprenden de una interpretación de este estilo. La historia de la Iglesia en el Río de la Plata colonial se halló condicionada por el carácter marginal que la región ocupaba hasta fines del siglo XVIII en el conjunto de las vastas posesiones españolas en América. Una vez constituido el virreinato del Río de la Plata en 1776, la región comenzó a experimentar un proceso lento de crecimiento socioeconómico y, junto con él, se produjo una significativa consolidación de las estructuras eclesiásticas y dioce- sanas. En Buenos Aires -capital virreinal- fue donde este proceso pudo advertirse con mayor claridad: se constituyeron instituciones destinadas a la formación del clero, se extendió la red parroquial a medida que se poblaba la pampa y creció de manera significativa el número de los sacerdotes, en especial en el clero secu- lar. No obstante, este progreso no logró consolidarse ni madurar, dado que la revolución de independencia en 1810 no tardó en provocar un fuerte cataclismo en la Iglesia. En todas las diócesis, las estructuras eclesiásticas comenzaron a desmoronarse luego de 1810, a la par que se iniciaba un fuerte proceso de desar- ticulación política de la geografía rioplatense; el poder central residente en Bue- nos Aires, que había dado importantes muestras de debilidad desde 1810, termi- nó por desmoronarse en 1820, provocando un verdadero cataclismo en el orden político y también, por consiguiente, en el orden eclesiástico. La fragmentación política se vio acompañada por el desmoronamiento de las estructuras eclesiás- ticas preexistentes; algunas diócesis quedaron sumidas en un profundo descala- bro: los diezmos dejaron de ser percibidos con regularidad, las designaciones de los curas párrocos dieron lugar a interminables disputas que permanecieron atra- vesadas por intereses facciosos y la autoridad episcopal comenzó a encontrar trabas en su ejercicio. La crisis por la que atravesó el clero en las décadas inicia- les del siglo XIX tornó imperativa la necesidad de emprender una reforma ecle- siástica; en efecto, puede afirmarse que la reforma eclesiástica emprendida en Buenos Aires en 1822 por Rivadavia estaba ante todo destinada a revitalizar a las instituciones eclesiásticas, que habían sido raleadas por la revolución de inde- pendencia. Los vientos de reforma comenzaron a soplar por doquier. Pero la reforma eclesiástica sólo logró implementarse con relativo éxito en Buenos Aires; las demás provincias, atravesadas por las dificultades que trajeron consigo la revolución y la guerra civil, no lograron encontrar una respuesta acabada a las dificultades21. Fue necesario aguardar que llegara la hora de la organización na-

21Acerca de las transformaciones que tuvieron lugar en la diócesis de Buenos Aires desde fines del siglo XVIII, véase Roberto Di Stefano (2004); María Elena Barral (2004: 19-54). Acerca de las transformaciones sufridas por las demás diócesis a fines del XVIII y comienzos del XIX, véase Miranda Lida (2004: 383-404).

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cional, a partir de 1853, cuando el país inicia exitosamente el camino de la consolidación de sus instituciones políticas, para que comenzara a advertirse la necesidad de atender también la situación de la Iglesia. En efecto, fue a partir de esta última fecha que las bases institucionales de la Iglesia argentina empezaron a consolidarse: en 1865 se constituyó la primera sede arquidiocesana argentina, establecida en Buenos Aires, se normalizó el nombramiento de los obispos y la formación del clero, a la par que se intentó una aproximación a la Santa Sede con el propósito de regularizar las relaciones con el papado22. Y ello tenía lugar, paradójicamente, en el momento de mayor auge del liberalismo.

La paradoja señalada nos conduce a poner de relieve un problema que es clave para la historia de la Iglesia argentina desde mediados del siglo XIX en adelante: a pesar del impulso secularizador que se desarrolló a lo largo del siglo XIX y que encontrará su principal exponente en las leyes laicas dictadas en la Argentina en la década de 1880, el liberalismo no desembocó nunca en un anticlericalismo militante ni agresivo. Aún en los momentos de mayor auge del liberalismo, el Estado participó del proceso de conformación y consolidación de la Iglesia nacional; no fue en absoluto su enemigo23. No olvidemos que las dióce- sis y las arquidiócesis se creaban gracias a la iniciativa del Estado. Es por ello que importantes figuras del liberalismo argentino se mostraron atentas a las dificulta- des por las que atravesaba la Iglesia que emergía de la crisis de la independencia; así el caso de Bartolomé Mitre, que se encargó de presidir las gestiones necesarias ante la Santa Sede a fin de lograr que la ciudad de Buenos Aires fuera erigida en sede arzobispal. El anticlericalismo no revistió en la Argentina un tono agresivo contra la Iglesia; de hecho, los católicos solían compartir con los liberales los mismos círculos de sociabilidad, y ello incluso en el momento más álgido de los debates que se desarrollaron durante el gobierno de Julio A. Roca (1880-1886). El debate entre católicos y liberales en ocasión de las leyes laicas de enseñanza y de matrimonio civil, dictadas en la década de 1880, no dividió las aguas en la sociedad argentina24.

El saldo de estos debates no fue una Iglesia perseguida y vilipendiada, sino más bien el inicio de un proceso de consolidación del catolicismo argentino. Brindaron la ocasión para el desarrollo de un catolicismo militante que encontró en las leyes laicas la excusa para argüir una retórica cada vez más virulenta, que apuntaba sus dardos contra el liberalismo, inspirada en el Syllabus de Pío IX y otros documentos pontificios. Sin embargo, el catolicismo militante, en clave intransigente y antiliberal, careció a fines de siglo XIX de suficiente consistencia:

22Al respecto puede verse Roberto Di Stefano y Loris Zanatta (2000); Miranda Lida (2006).

23En este sentido, Miranda Lida (2004: 47-74).

24Acerca de estos debates, puede verse Ezequiel Gallo y Natalio Botana (1997); Néstor Tomás Auza (1981).

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su única manifestación activa se encuentra en el periódico La Unión que José Manuel Estrada fundara en 1881, un periódico católico que no llegó a tener en realidad larga vida -dejó de aparecer en 1890-. Una vez desaparecido este perió- dico, que constituía el más importante bastión de la “reacción clerical”, pudo advertirse un cierto apaciguamiento del catolicismo argentino; hay autores que incluso llevaron el argumento hasta sus últimas consecuencias y se atrevieron a hablar de un “letargo”25. A pesar de la magnitud del impulso inmigratorio en la Argentina, que llevó al Río de la Plata a importantes contingentes de población provenientes en su mayor parte de países católicos como Italia y España, la idea del “letargo” se instaló a sus anchas en la historiografía26.

El aletargamiento que se habría producido hacia 1890 en el seno del catolicismo argentino habría redundado en una muy lenta serie de progresos para el avance de la Iglesia sobre la sociedad argentina: las asociaciones parro- quiales y las instituciones eclesiásticas crecían a un ritmo muy espaciado, los diversos ensayos para la organización de las fuerzas católicas no parecían dar resultados de provecho, mientras las publicaciones católicas se mantenían a un nivel de subsistencia y no había ninguna que se destacara por sobre las demás. Este letargo, sin embargo, logró ser superado hacia la década de 1930 y se inició entonces un proceso de “renacimiento católico” de vastas consecuencias. Por un lado, la Iglesia católica vio consolidar sus estructuras institucionales a través de un proceso de multiplicación de diócesis y parroquias; por otra parte, se vinculó con los intereses políticos de los que obtuvo privilegios tales como el estableci- miento de la enseñanza religiosa obligatoria en las escuelas —que se implementó a nivel nacional en 1943—; por último, se convirtió en un actor social de enver- gadura que se hacía presente en infinidad de manifestaciones de masas, en los medios de comunicación y en la esfera pública en general27. Este renacimiento se desarrolló a la par que se difundía una retórica profundamente revanchista, en la que se enfatizaba la necesidad de dejar atrás el pasado liberal de la Argentina, un pasado que había desplazado a la religión del centro de la vida nacional, cuando no la había atacado abiertamente28. El sentimiento revanchista dio lugar a un discurso abiertamente militante y virulento en el que el catolicismo se presentaba enemistado con todos aquellos que opusieran resistencias al proyecto católico de recristianización, tal como se encuentra condensado en la fórmula Restaurare

25En este sentido, véase Roberto Di Stefano y Loris Zanatta (2000: 355). Hemos discutido la idea del “letargo” en Miranda Lida (2005).

26Existen algunos estudios pioneros que constituyen una buena base para seguir adelante en la indagación en este tema: Fernando Devoto (1991); Néstor Tomás Auza (1991).

27Acerca de estas transformaciones del catolicismo argentino, véase Loris Zanatta (1996); Lila Caimari (1994); Susana Bianchi (2001).

28Pueden encontrarse antecedentes decimonónicos de esta retórica. Véase al respecto Loris Zanatta, (2000: 155-199)

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omnia in Christo del papa Pío X. La Iglesia procuraba renacer de las cenizas de un pasado en el que, solía afirmarse, el catolicismo había quedado desplazado a un segundo plano del cual debía aspirar a recuperarse, luego de la derrota sufrida en las manos del liberalismo decimonónico.

Ésta es en rasgos generales la imagen que se obtiene de la Iglesia en la historiografía que aborda el período que va desde fines del siglo XIX hasta los orígenes del peronismo. Se trata pues de una historiografía rupturista que pone énfasis en el contraste absoluto entre el pasado secularizador y liberal del siglo XIX con el “renacimiento cristiano” que habría vivido la Argentina en las décadas centrales del siglo XX. De este modo, en la historiografía argentina se nos presen- ta la imagen de una Iglesia Católica que, aún con sus diversos matices, atravesó un completo ciclo de derrota, deseo de revancha y de victoria, pasando de la retaguardia a una posición abiertamente ofensiva. Y una vez alcanzada esta posición, estuvo dispuesta a luchar por llevar adelante el proyecto de lograr la recristianización absoluta de una sociedad ya secularizada y moderna. El fervor por llevar adelante un profundo proceso de recristianización se esperaba que funcionara como un freno capaz de detener los avances de la secularización.

La virulencia con la cual se manifestó el afán recristianizador propio de la Iglesia Católica argentina hacia la década de 1930 dio origen a una fuerte pre- ocupación entre los historiadores acerca de si existía un límite en el proceso de secularización. El así llamado “renacimiento católico” ponía en entredicho la idea de que la sociedad, por más moderna que fuera, se hallaba por completo secularizada. A medida que la sociedad se modernizaba, el catolicismo parecía más fuerte que nunca. Esta situación, si se quiere anómala, requería de una explicación; la tesis de la secularización se mostró por completo insuficiente para ello. Si el proceso de formación y consolidación del Estado liberal nos había llevado finalmente a la forja de la “nación católica” -parafraseando a Loris Za- natta-, ¿cómo podía explicarse que este desarrollo hubiera desembocado en cau- ces tan desviados?. Ello habría sido el producto de toda una vasta confluencia de factores entre los que se destaca el hecho de que la Iglesia Católica argentina, desde sus más altas jerarquías, se había ya por entonces comprometido a acom- pañar el proceso de romanización que vivió el catolicismo desde mediados del siglo XIX en el mundo occidental. De este modo, la romanización se convirtió en una tesis complementaria de la secularización que contribuía a salvar los baches que esta última por sí sola no lograba explicar.

¿Qué se entiende por romanización en la historia del catolicismo contem- poráneo?. Son muchos los autores que hoy en día se aferran a este concepto para dar cuenta de las transformaciones del catolicismo, en especial a partir de Pío IX. Si bien es difícil datarlo (no existe un claro consenso entre los historiado- res), está de todas formas claro que se desarrolló a lo largo del siglo XIX. La idea de la romanización da cuenta de una serie de procesos que afectaban a la Iglesia

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universal, en primer lugar, y repercutían luego en la manera en que se pensaba la historia de las iglesias nacionales. En pocas palabras, por romanización se en- tiende habitualmente el proceso mediante el cual el papado fue concentrando un poder en la Iglesia cada vez más omnímodo que se verificaba en distintas esferas y atribuciones: en lo dogmático gracias a la tesis de la infalibilidad pontificia consagrada en el Concilio Vaticano I, en la homogeneización del derecho ecle- siástico (a fines del siglo XIX, León XIII sentó las bases que más tarde hicieron posible el primer Código de Derecho Canónico de 1917), en la disciplina del clero cada vez más estricta gracias a la codificación eclesiástica, en la liturgia y en la regulación de las atribuciones que les correspondían a los laicos. No fue un pro- ceso lineal ni sencillo; las tendencias que se anunciaron con fuerza ya desde el pontificado de Pío IX no se verificaron en cada una de estas áreas al mismo tiempo. Pero de cualquier forma este proceso tuvo sus hitos, entre los que se cuentan: la condena a Lamennais por parte de Gregorio XVI en 1832, el Conci- lio Vaticano I, el Motu proprio de Pío X de 1903 que uniformó la liturgia sobre la base del canto gregoriano, la condena al modernismo en nombre de un tomismo cada vez más ortodoxo —obra, ella también, de Pío X—, y más tarde la crea- ción de la Acción Católica por Pío XI. Si nos concentramos en la historia de la Iglesia argentina, son varios los hitos en la historia de la romanización: la crea- ción del Colegio Pío Latinoamericano (1858) a donde fueron a formarse buena parte de los clérigos que en los años sucesivos pasarían a ocupar las jerarquías eclesiásticas, la convocatoria al Concilio Plenario Latinoamericano (1899) que tenía como objeto uniformar la disciplina eclesiástica, la regularización de las relaciones con la Santa Sede en 1900, la creciente uniformidad ideológica en el seno del catolicismo gracias a la introducción del tomismo y la condena al mo- dernismo, el disciplinamiento del clero y del laicado bajo la batuta de la autori- dad eclesiástica29. En fin, la imagen que resulta de todo este proceso complejo y multidimensional es la de una Iglesia cada vez más piramidal, centralizada y jerárquica, donde el grueso de las decisiones se deposita cada vez con mayor insistencia en las manos del papado.

Retomemos el hilo del argumento. Puede afirmarse que ambas tesis —tanto la de la secularización como la de la romanización— son a su modo complementarias; más precisamente, una es el perfecto reverso de la otra. Am- bas se vinculan del siguiente modo: entre aquellos autores que defienden la tesis de la secularización y creen en ella como si se tratara una verdad sin matices, suele encontrarse la denuncia frecuente de las intenciones revanchistas de la Iglesia y su inagotable deseo de recuperar las posiciones perdidas ante el avance de la modernidad. Con un espíritu de clara denuncia, se suelen apuntar los

29Algunos de estos problemas han sido abordados por Susana Bianchi (1997: 17-48), (2002: 143-161).

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dardos contra las autoridades eclesiásticas que, por estar adscriptas a las directi- vas de la Santa Sede, se las considera responsables de conducir la Iglesia hacia posiciones de lo más intransigentes y refractarias a la modernidad. Quienes ads- criben a la tesis de la romanización, suelen cargar las tintas en la responsabilidad política del papado y de las autoridades eclesiásticas a la hora de interpretar los procesos históricos. Desde esta perspectiva, el laicado, por ejemplo, suele ser considerado un actor menor, carente por completo de autonomía: en este senti- do pueden verse los distintos trabajos que se han dedicado a estudiar la Acción Católica, donde se presenta a esta importante organización del laicado como el más firme bastión de las autoridades eclesiásticas a la hora de emprender la lucha por la reconquista de la sociedad para el cristianismo30. La tesis de la romanización es una tesis cargada de un alto valor político e ideológico, donde prevalece la más de las veces el tono de denuncia contra las aspiraciones de las jerarquías eclesiásticas por obtener mayores cuotas de poder político y presencia social31. Es por ello que es muy difícil hallar entre los historiadores confesionales -aquellos que escriben desde la propia institución eclesiástica- a quienes suscri- ban la tesis de la romanización; se trata, más bien, de una tesis que suele ser esgrimida por historiadores no confesionales, inscriptos en instituciones académi- cas laicas.

Coda

Así, pues, ni la secularización ni la romanización fueron objeto de un debate crítico por parte de los historiadores; o se las aceptaba, o se las rechazaba de lleno, con actitudes que la más de las veces eran fruto de la pasión antes que del frío análisis historiográfico. Durante muchas décadas, se habló de seculariza- ción sin emprender serios estudios acerca de la historia de la Iglesia; era un área de investigación que permaneció depositada exclusivamente en las manos de la institución eclesiástica y de algunos organismos que la Iglesia se encargó de sos- tener a fin de promover la investigación en esta área32. La historiografía confesio- nal se limitó a denunciar los avances del proceso secularizador, con el propósito de defender las prerrogativas eclesiásticas y combatir al mundo moderno; era ésta una perspectiva enormemente ideologizada. Apenas comenzó a desarrollar-

30Para México, véase Roberto Blancarte (1992); para la Argentina, Fortunato Mallimaci (1988) y Susana Bianchi (2002: 143-161).

31Para una perspectiva amplia que comprende en sentido comparativo distintas experiencias latinoamericanas, véase Enrique Dussel (1995: 63-80). Para el caso argentino, y entre los trabajos más recientes, Roberto Di Stefano y Loris Zanatta (2000). Para la historiografía francesa, puede verse por ejemplo Claude Langlois (2001: 95-124).

32Acerca de la historiografía confesional, véase Roberto Di Stefano (2003).

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se una historiografía de la Iglesia de origen laico, en especial, hacia la década de 1980 con el retorno a la democracia en la Argentina, la preocupación de los historiadores se volcó por denunciar a las jerarquías eclesiásticas, sus vinculacio- nes con los distintos factores de poder —en especial, con los militares— y sus tendencias ideológicas y políticas, lindantes con el autoritarismo político y conta- minadas por una fuerte desconfianza hacia la democracia33. Este tono de revan- cha, que por ejemplo puede leerse con claridad en el trabajo testimonial de Emilio Mignone —relato inspirador de gran número de ensayos acerca de la historia de la Iglesia argentina— fue inseparable de la historiografía laica desde la década del ochenta a esta parte34. El tono de denuncia tanto contra las jerar- quías eclesiásticas entendidas como factor de poder, como así también contra la tradicional historiografía confesional que no hacía más que lamentarse de los avances del proceso de secularización, es difícil de extirpar de la historiografía más reciente, provocando algunas importantes distorsiones en la comprensión de la historia del catolicismo argentino. Esto se refleja en el modo en el cual se han estudiado algunos períodos claves de esta historia.

Veamos algunos ejemplos. Es tan fuerte el consenso que existe acerca de que hacia la década de 1880 se habría verificado en la Argentina un acelerado proceso de secularización, que se suele olvidar la fuerte presencia que la Iglesia y el clero tenían en la sociedad argentina. Ello se debe al hecho de que la historio- grafía dedicada a la Iglesia Católica se ha concentrado ante todo en el estudio de los debates políticos en los que se vio sumergido el catolicismo ante el avance de las reformas liberales a partir de fines del siglo XIX35. De tal modo que contamos con estudios que abordan el análisis de las ideas políticas de los intelectuales católicos del período y el modo en que se han desplegado las relaciones con el Estado, pero lamentablemente, en este contexto, la relación entre la Iglesia y la sociedad ha permanecido absolutamente a la sombra en muchos sentidos.

Asimismo, se ha puesto tanto énfasis en la idea de que la Iglesia tiene una función disciplinadora sobre la sociedad, tanto en sus conductas como en su ideología, que se perdió de vista que el catolicismo se vinculó con los sectores populares no tanto a través de mecanismos de adoctrinamiento ideológico, sino

33Por ejemplo, véase Fortunato Mallimaci (1996).

34Emilio Mignone ( 1986).

35Otro de los factores que contribuyó a que la relación entre los terratenientes y la Iglesia Católica permaneciera sin mayor indagación por parte de los historiadores ha sido el hecho de que el estudio de los terratenientes pampeanos ha estado dominado por la historia económica, en gran medida preocupada por entender la consolidación de la clase terrateniente a fines del siglo XIX, prestando especial atención a consideraciones sociológicas y económicas que permi- tieran explicar el modo en el que habían alcanzado la cima, luego de un profundo proceso de modernización de la estancia ganadera; consecuencia lógica de estos trabajos fue, también, la reflexión acerca del modo en que sus éxitos económicos se traducían en el acceso a crecientes cuotas de poder político. Al respecto, véase Miranda Lida (2005: 125-149).

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más bien por medio de distintas actividades recreativas que poseían enorme atractivo; ya sea a través de diferentes instancias de sociabilidad parroquial. A comienzos del siglo XX, se difundieron en los cien barrios porteños los oratorios festivos, espacios que las diferentes parroquias destinaban a la recreación infan- til. A la hora de asistir al catecismo, los chicos no se limitaban a escuchar pacien- temente a un adulto que hacía las veces de maestro y les repetía hasta el hartaz- go frases hechas, por lo demás aburridas, tomadas de algún viejo manual para la enseñanza de la doctrina cristiana. En realidad, la asistencia al catecismo podía ser mucho más interesante y entretenida que esto: era la puerta de entrada a un muy vasto conjunto de actividades recreativas que los cautivaban. Se participa- ba de la misa, se escuchaba el sermón y luego los chicos se zambullían en lo que realmente les interesaba: los juegos recreativos y deportivos. Claro que la misa no era lo que verdaderamente atraía; los juegos en cambio sí36. Nada menos que un socialista como Roberto Giusti recuerda, en sus memorias, con añoranza el tem- plo al que le tocaba asistir en su infancia:

“Solíamos ir por la tarde al convento de Santa Catalina aún existente en la calle Brasil entre las de Tacuarí y Bernardo de Irigoyen, entonces del Buen Orden. Allí, después de pasar en la capilla un rato de relativa compostura y distraída devoción, irrumpíamos en el vasto patio donde disfrutábamos de toda suerte de juegos infantiles: hamacas, trapecios, columpios, canchas de pelota, mientras aguardábamos la hora en que desde un balconcillo los buenos padres nos arrojaban naranjas, gloto- namente disputadas, por más que alcanzara para todos.”37

El hecho de que un socialista recuerde con cariño al templo católico de su infancia no puede de ningún modo ser explicado gracias a la tesis de la seculari- zación, dado que ésta considera al socialismo como uno de sus mayores enemi- gos. Asimismo, tampoco la tesis de la romanización resultaría apropiada para entender un caso como éste. Giusti no describe a un clero omnipotente, que se jacta de la posición de poder que ocupa -o aspira a ocupar- en la sociedad; tampoco hay en él un tono de denuncia. Más allá de la secularización y la romanización, muchas otras personas además de Giusti no dejarían de asistir a la iglesia todas las semanas y, a veces, lo hacían incluso con entusiasmo y diver- sión. La tesis de la secularización, así como la de la romanización, no permiten dar cuenta de la perspectiva del ser humano común y corriente. Nos hablan, sí, de las relaciones de poder y de los aspectos institucionales pero dejan de lado una consideración acerca de los múltiples modos que tiene la Iglesia para relacio- narse con la sociedad. Se ha puesto demasiado énfasis en el aspecto coercitivo e

36Al respecto, véase Miranda Lida ( 2005: 30-37).

37Giusti, Roberto F. (1965: 43-44).

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institucional de la Iglesia, ya sea con el propósito de denunciar este poder, o bien defenderlo de sus enemigos; nada sabemos sin embargo acerca de las formas que tenía el catolicismo para construir un consenso entre sus fieles. Ambos as- pectos, coerción y consenso -en los términos de Antonio Gramsci-, merecen ser pensados complementaria y simultáneamente. Es mucho lo que se ha escrito denunciando o defendiendo el primero de ellos; no ocurre así con el segundo.

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