LA MODERNIDAD IMAGINADA, LA NACIÓN EXHUMADA: HISTORIOGRAFÍA Y POSTCOLONIALISMO EN ÁFRICA OCCIDENTAL

Mario Rufer*

“Ustedes y nosotros no tuvimos el mismo pasado; pero tendremos, estrictamente, el mismo futuro”.

Cheikh Amidou Kane –

The Ambiguous Adventure.

Resumen

En este artículo propuesto se hace una reflexión teórica sobre los principales problemas recurrentes de la historiografía africana de los años 1970, momento de su institucionalización académica. La creación reciente de los estados nacio- nales independientes permite analizar en las producciones históricas de esos años –escritas por historiadores africanos pero generalmente producidas como tesis de doctorado en las metrópolis europeas— la urgencia por crear una versión histórica vernácula de modernidad política, que a su vez imprimiera el carácter endógeno de las historias nativas. En este sentido, la tensión constante entre traducción y rechazo por el pensamiento histórico y filosófico europeo es claro. Particularmente, aquí trabajo la obra de I. A. Akinjogbin –reconocido historiador de la trata atlántica de esclavos— tratando de poner en contexto su obra dentro de las luchas por posicionar a África (en este caso específico a Dahomey, hoy Benin) dentro de una nueva “modernidad africana imagina- da”, que a su vez, define los límites, la originalidad y la especificidad de las “nuevas naciones”.

Palabras clave: Historiografía africana - Trata atlántica de esclavos - Postcolonia- lismo - Dahomey - Formación de los Estados Nacionales

Abstract

This article poses a theoretical reflection about the main concerns in African historiography produced in the ‘70, period of its academic consolidation. The coeval creation of independent nation states becomes a starting point to analyze in those historical writings– produced by African historians, normally as the Ph D Thesis submitted at metropolitan universities— the urgency to create a

* El Colegio de México – Universidad Nacional de Córdoba.

Cuadernos de Historia, Serie Ec. y Soc., N° 8, Secc. Art., CIFFyH-UNC, Córdoba 2006, pp. 127-151

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vernacular historical version of political modernity, together with the hallmark of native, “endogenous” narratives. In this sense, I analyze the constant tension between translation and rejection of European historical and theoretical thinking. Particularly I take in this article the writings of I. A. Akinjogbin –a prominent historian of slave trade—trying to put in context his thinking with the academic struggles, to allocate Africa (in this specific case Dahomey, current Benin) into a new “imagined African modernity”. At the same time, this modernity would define the borders, originality and specificity of the “new nations”.

Key words: African Historiography - Atlantic Slave Trade - Posctocolonialism - Dahomey - Nation States Formation

Introducción1

Después de 1965, en los años posteriores a las independencias africanas, la Historia parecía constituirse como el discurso redentor de las posibilidades del continente volcadas hacia el espejo borroso del pasado inexplorado, y como la garantía de las más amplias expectativas hacia un futuro “moderno”. Hoy, ha- blar de historiografía en África no sólo pide una revisión crítica de lo que pode- mos entender como las proyecciones hacia el pasado, sino que necesariamente implica situar qué tipo de discurso sobre el pasado se trabajará. Fuera del canon pueden quedar implícitamente las proyecciones discursivas del estado, pero difí- cilmente lo hagan las producciones sociales de la memoria que circulan en la pintura callejera, en el relato de los últimos “archivos de la palabra” (los griots de África Occidental), en los discursos alternativos y muchas veces contradictorios en el seno de los propios grupos étnicos2. En este trabajo abordaré sólo uno de estos discursos sobre el pasado: el histórico académico, seguramente el más re- ciente en África y el más repleto de intersecciones significativas –entre historia y memoria, entre matrices africanas de reproducción del conocimiento y soportes europeos de producción epistemológica–; pero por ello mismo, el más controver- tido con un signo claro: el de la traducción de la racionalidad historicista a una

1Quiero agradecer los comentarios y sugerencias estimulantes de Ramon Grosfoguel (de la Universidad de Berkeley) y de Chanzo Greenidge a una primera discusión sobre los lineamien- tos de este trabajo, sostenida en el marco de la VII Fabrica de Ideias, en Salvador de Bahia, en agosto de 2004; como así también al Prof. Luis Nicolau, del Centro de Estudos Afro Orientais (CEAO) de la Universidad Federal de Bahía por sus valiosas observaciones. Celma Agüero, Mónica Cejas y Saurabh Dube, profesores del Centro de Estudios de Asia y África de El Colegio de México, han sido interlocutores irreemplazables durante la preparación de la investigación. 2 Para una exploración de los diferentes lenguajes sobre el pasado en África, véase Cohen, 1994; para un estudio de las historiografías locales “no académicas” y su recepción en el entorno social africano ver Harneit-Sievers, 2002: 7-26.

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experiencia vernácula que imprime en clave textual los aspectos de la diferencia ligados a las resonancias de modernidad (Dube, 2002: 741 y ss.).

En el primer punto analizaré las preguntas teóricas más resonantes sobre esta experiencia textual vernácula. Tomaré algunos de los problemas que se plan- tean para dilucidar las connivencias entre telos occidental, modernidad endóge- na, razón legisladora, destino prefigurado y diferencia africana con el que se escribieron las historias nacionales. En el segundo punto tomaré un texto particu- lar, Dahomey and Its Neighbors, del historiador nigeriano I. A. Akinjogbin (1967) como foco de análisis de estos puntos, así como algunas referencias a textos en diálogo. Este cruce entre crítica postcolonial y análisis textual de la historiografía nacionalista y académica, espera ser una contribución, desde el estudio de la producción africana, a las profundas imbricaciones existentes entre narrativa, política, imperio y geopolítica contemporánea del conocimiento. De esta imbrica- ción, América Latina participa indudablemente, y el cruce de reflexiones podría ser fructífero para comprender nuestras propias traducciones y reinscripciones, no sólo del pensamiento histórico sino de las prácticas experienciales que vincu- lan la temporalidad, la identidad y la diferencia inscriptas en nuestra escritura e “iteración”3 de la historia.

Dahomey fue por mucho el estado misterioso y contradictorio de África Occidental, política y militarmente organizado, cuyo establecimiento implicó la consolidación de la etnia “fon” en el gran país Aja. Pensar en ese reino precolo- nial –colonizado por Francia, políticamente derribado por esa potencia europea en 1894 y cuyo territorio ocupa hoy la mayor parte de la República de Benin– implica casi automáticamente “imaginar” un episodio de la trata esclavista. Con escasas excepciones, su estudio está centrado en la importancia del comercio atlántico de esclavos, en la desmesura de su magnitud, en los engranajes internos de su funcionamiento, o en la discusión álgida sobre la injerencia de los gobiernos nativos en el funcionamiento de la esclavitud capitalista en el siglo XVIII y prime- ra mitad del XIX. Los temas principales de la historiografía dahomeyana han versado sobre la constitución y desenvolvimiento del reino a expensas de las organizaciones políticas vecinas, y sobre el puerto de Ouidah como centro princi- pal de acciones comerciales, o en el cuello de botella que Dahomey debió sufrir con la abolición de la trata de esclavos a comienzos del siglo XIX. Sobre estos temas contamos con una amplia bibliografía4. Ejemplo de negociación exitosa

3El concepto de “iterabilidad” o “citación” de Jaques Derrida es útil para comprender cómo la eficacia de los discursos (o de las narrativas) radica no sólo en su performatividad locucionaria (la capacidad del texto de “hacer”), sino en su reiteración constante como disposición, como habitus de disciplina inmerso en las relaciones de poder (de la academia y de toda institución en la que el conocimiento circula). Cosa que, sin dudas, se traslapa al mundo social. Derrida, 1998 [1988]; Dube, 2004b, 18-23.

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con los poderes europeos, sin embargo Dahomey es el paradigma de estado patológico en el imaginario europeo de los siglos XVIII y XIX: sacrificios huma- nos “incontables”, un ejército de mujeres –las mal denominadas comúnmente “amazonas”–, y un culto religioso popular –el vodun – conducido ritualmente por mujeres, son algunos de los puntos que convirtieron al reino en locus de fascinación y exotismo5.

La época post independentista trajo a Benin (como pasó a llamarse en 1972 el ex Dahomey) el halo del quartier latin de África Occidental: la nación con más intelectuales de la región, con un sentido (atribuido) de unidad y una cultura política “moderna”, la que primero suscribió las Conferencias Nacionales de advenimiento democrático, es la misma nación empobrecida, multiétnica y renuente a una renovación política real de sus estructuras estatales. Esta figura paradojal resuena en el discurso historiográfico sobre el antiguo reino de Daho- mey como traducción de la experiencia: la diferencia africana es expresión de un “destino” particular, sólo inteligible a partir de la operación textual de la historia independentista. Esa operación textual y sus sentidos productivos son el foco de mi análisis.

1. La historiografía africana entre razón, traducción y reinscripción

El clima intelectual africano de los años 1960 y 1970 estuvo signado por el imperativo de la necesidad de dotar a África de una historia “académica”, de demostrar la capacidad de las civilizaciones del continente por generar una “con- ciencia histórica” endógena, propia, pero a la vez transferible al estatus académi- co6. En este sentido, la posición de los historiadores africanos fue importante a la hora de revertir las imágenes que la colonia había impreso como fundamenta- ción básica del “atraso” africano; así como la capacidad performativa de cierta antropología que había ubicado a África en el terreno perenne del “presente etnográfico”.7 Los desarrollos de los grandes proyectos sobre la historia africana, sus fuentes, metodologías y epistemologías propias, le dieron al debate el carác- ter de validez internacional, como lo demuestra la Historia General de África

4Para un estudio específico sobre el comercio esclavista en Dahomey, entre los numerosos trabajos y sólo a fines de un muestreo Cf.: Polanyi, K, 1967; Law, R. 1991; Law, R., 1986; Soumonni, E., 2001a. Soumonni, E, 2001b.

5 Para una extensa discusión en lo concerniente a la historiografía sobre estos temas, incluyendo las disputas sobre la nominación de la etnicidad y sobre el rol histórico de la trata atlántica de esclavos como configuradora de la identidad político social de la región véase Rufer, 2005.

6 Jewsiewicki, B., 1986, 10 y ss.

7 Me refiero básicamente a los análisis clásicos del estructural-funcionalismo. Véase Diouf, M., 2000: 330 y ss.

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editada por la UNESCO cuyo primer volumen de los ocho que componen la colección apareció en 19828. En aquellos años, una generación de intelectuales formados en las metrópoli volvían a África no sólo a re-pensar su historia en una clave que pudiera expresarse en un lenguaje asequible para la comunidad acadé- mica internacional, sino además, para expresar –tal vez involuntariamente– las tensiones inevitables que el imperio y la colonización, la metrópoli y su propio origen, habían impreso en ellos (Cooper, F., 1997: 1-56).

A esto se suma la profunda movilización para instalar una política simbó- lica perdurable a los nuevos estados nacionales surgidos del período independen- tista, que en la mayoría de los países se desarrolló en la década de 1960. Esta política contó con el desarrollo de proyectos historiográficos ambiciosos que tra- taron de dotar de una proyección conmemorativa a los nuevos estados naciona- les. Las políticas de la memoria, incluso las políticas públicas que no analizaré en este texto, son un aspecto clave al forjamiento identitario de cualquier comuni- dad. La historiografía post independentista jugó un papel clave en este sentido. Esta misma historiografía, a la vez que reforzó ciertos aspectos de la endogenei- dad africana, silenció otros, reformuló y dislocó categorías occidentales constru- yendo un pasado limítrofe: no el que bosquejaron las historias coloniales, tampo- co los pasados divergentes que narran las historiologías orales endógenas9. Es cierto que el pretexto metodológico de la utilización de los archivos orales no tomados en cuenta por la historiografía colonial fue una de las claves epistémi- cas de la arena historiográfica. Pero algunos de esos archivos endógenos también se silenciaron en esta historiografía.

El rol de la historia como disciplina en el continente africano se adjunta a una serie de problemas políticos más amplios que llevan a considerar la relación de las políticas de la memoria con el estado postcolonial. Sin embargo, el lugar siempre problemático de la nación en las historiografías posteriores a la indepen- dencia, y el rol de connivencia epistemológica que ha jugado allí la historia si- guen siendo los desafíos menos acudidos, las fisuras más silenciosas pero persis- tentes. Por último, la agenda “postfundacionalista” del discurso histórico aparece como horizonte y como carencia. Dentro de ella, algunos historiadores hablan de una “crisis de relevancia” de la historia en países como Nigeria –debido en parte a las estrategias de cooptación de los discursos estatales (Dibua, 1997)–, otros teóricos promueven más bien la idea de una “banalización” del discurso históri- co, mientras otros llevan a pensar en la necesidad de búsqueda de un lenguaje plural de representación para los pasados africanos10.

8Historia General de África, Paris, UNESCO, 8 vol., 1982-1998.

9El concepto historiología oral para reemplazar al de historiografía lo hizo célebre Jan Vansina, 1985, p. 195.

10 Para citar sólo un caso representativo de esta última línea véase Diouf, 1999.

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La historia como disciplina en África es de institucionalización reciente y eso no es tan importante como la forma en que este discurso enraizó simbiótica- mente con tropos locales de representar el pasado. A su vez, la “urgencia” por construir un pasado para las entidades políticas nacientes no sólo resultó en una represión de “historias alternativas” que desconocieran (o simplemente obviaran) al estado nacional como sujeto soberano de toda narrativa, sino en una esencia- lización de la Nación como el locus productor de significación presente (y el lugar de necesaria proyección al pasado). Para Frederick Cooper, “los historiadores [africanos] han tratado de construir un pasado útil, pero focalizado en la nación” (Cooper, 2000: 325). En los momentos contemporáneos de desgarro de las esta- talidades en construcción, de negociación problemática de las capacidades co- hesivas del estado nacional, no se trata de contraponer las invenciones sucesivas de la etnia y la nación, sino de visualizar que los “pasados posibles” se tornan recursos controvertidos a los cuales se transfieren las utopías fragmentadas, las esperanzas redentoras de la identidad localizada llevada a su propia universali- dad.

No hay novedad alguna en el planteo de que las historias nacionalistas africanas utilizan tropologías narrativas occidentales –la linealidad de la trayec- toria, la idea de destino en la realización del horizonte de espera, la figura del héroe–, pero a la vez imbrican la épica guerrera, las formas “tradicionales” de narrar el pasado, y los referentes propios de la cultura política como intrínsecos al modelo lineal. Parte de la novedad reside en analizar las formas como al hacerlo, traducen las categorías en un esquema propio que ensalza la originalidad y la endogeneidad del proceso histórico, “puramente africano”11. Sin embargo, se suele ver a los procesos de “traducción” como emergencia de la dispersión, de la heterogeneidad que trae aparejada la eventual ruptura con los universales. En este caso, más bien, trato de analizar los procesos de traducción en la historiogra- fía, como locus en los cuales visualizar operaciones productivas de poder y dife- rencia, de racionalidades legisladoras y cuerpos impositivos de sentido.

Las historiografías nacionalistas son en cierta manera una retórica de la liberación y la creación (Prakash, 1999: 48), pero en sus figuras discursivas de genealogía iluminista y espejismos hegelianos, son a su vez una poética de la exclusión y el olvido, de connivencias evolucionistas con expresiones revoluciona- rias de quiebre e invención (Duara, 1995: 5 y ss.). En el caso de casi toda África, lo que buscan en parte, es mostrar a las entidades políticas como esencias indi- visas y unívocas (Dibua, passim), en donde la Historia pueda hacer visible la

11La idea de ampliar analíticamente el concepto relativamente estático de “tradición” por el más dinámico y dialógico de “traducción” -ya sea de la experiencia colonial o de la narrativa disciplinar histórica– es una sugerencia relevante en la contribución de Dipesh Chakrabarty, 2000: 12 y ss.

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posibilidad de la modernidad, una “modernidad endógena”. En las historiogra- fías africanas que analizaré, este punto último está claramente prefigurado. Si la Historia trabaja valiéndose de estructuras narrativas y figuras analíticas occiden- tales, éstas son adaptadas a un sentido “propio” de la experiencia, percibida como telos. Esto es, la irrupción de la nación en la historia es un momento paradójico: por un lado porque se “interna” en la narrativa –occidental, colonial(ista)– garante de la evolución lineal del Progreso, pero por otro lado genera a su vez un sentido de singularidad, originalidad de la experiencia (Duara, 1995:30-31). Es en esta doble figura paradojal de la pedagogía y el quiasma donde radica la complejidad de la imaginación histórica africana de la indepen- dencia12. A su vez, en términos epistemológicos, es importante pensar este proce- so como aquello que el historiador indio Dipesh Chakrabarty denomina la rela- ción contradictoria pero productiva que establecen las modernidades políticas de espacios postcoloniales con el pensamiento europeo. Para Chakrabarty, el pensa- miento europeo es a la vez inadecuado e indispensable para comprender lo que constituye lo político y lo histórico en esas sociedades. De la misma manera lo es para las historias que serán analizadas aquí (Chakrabarty, 2000: 6).

Una visión anticolonial, presente en gran parte de los casos, no necesaria- mente se aleja de las concepciones “orientalistas” que esencializaron el pasado –de África en este caso– ni de los binarismos clásicos que las modernidades coloniales inventaron –y reinventan— entre tradición y modernidad, mito e histo- ria. (Dube, 2004a:108-109). Fundamentalmente porque en la urgencia política de un pasado nacional se traspolaron las figuras (la idea de comunidad política, de telos republicano, de unidad cultural ahistórica) referentes no tanto de la na- ción europea, como de la trayectoria histórica occidental. La idea redentora de un “pasado digno” para el presente (Lonsdale, 1989) instauró la urgencia por una voz autorizada –académicamente– para plasmar una narrativa acorde con un “horizonte de expectativas” (Kosselleck, 1979: 373 ss.) que en África, se pre- sentaba absolutamente prometedor –pero al mismo tiempo, incierto. La forma más clara con que se solucionó esta tensión en muchos casos, fue imprimiendo en el discurso académico una noción genealógica de destino histórico: algunos pueblos llevaban inscrito en su génesis la idea desplegada de una evolución pos- terior hacia la unión nacional y la soberanía política. La raíz pivotante de este nuevo discurso se hundiría hasta el pasado memorial, buscando en un espejo cultural histórico –a veces la “tradición”, a veces, como veremos en la obra que

12El aspecto pedagógico de la narrativa se identifica con lo que está encapsulado en la tradición de sucesiones que definen la línea histórica y la temporalidad continua de la identidad. El quiasma es, sin embargo, la aporía que designa lo que necesariamente se ve como ruptura en el espacio político para dar nacimiento a un ‘nuevo momento’, y al nuevo ‘sujeto político’ de la nación. Bhabha, 1994: 182-185.

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analizaré, la “teoría social antigua”– no sólo las justificaciones políticas para el telón presente, sino también los deberes históricos del estado postcolonial. La historia devino parte de una memoria selectiva del estado nacional recién creado, pero también imperativo categórico, historia-garantía (Dube, 2003: 22 y ss) para un futuro que no podía librarse sólo al “tiempo de la espera”. En este sentido, una razón legisladora como direccionalidad posible se impuso en gran parte de las historiografías nacionalistas: el texto historiográfico puede ser leído –en una de sus tantas posibilidades– como el despliegue textual de esa racionalidad.

Volviendo a los propósitos del trabajo, no se trata de analizar las narrati- vas de Dahomey para “probar” cuánto “inventó” la historiografía nacionalista acerca de la unidad fundacional de Benin en un pasado uniforme, y cuánto hay allí presente de categorías coloniales. Sin dudas las hay, pero menos como una imitación de sumisión a la experiencia occidental que como un sentido complejo que demuestra lo “grotesco” en la propia narrativa dominante (Young, 1990: 7- 20)13. Edward Said denominaba “reinscripción” a este proceso, aludiendo a la yuxtaposición de los territorios de la colonia y la metrópoli. Cuando la historia africana recupera formas previamente establecidas por el imperio para narrar la experiencia, no hay una ingenuidad imitativa, sino que el discurso subalterno se reinscribe ingresando en el discurso colonizador. Es cierto que al hacerlo, el sub- alterno define su narrativa en los términos colonizadores, pero también erosiona la coherencia monolítica del discurso imperial, estableciendo un diálogo produc- tivo en el cual se hace tangible la característica particular de ambos discursos (Said, 1993: 210 y ss). Esta peculiaridad ayuda a comprender la eficacia de la modernidad como destino en la historia occidental impuesta en (y traducida por) las colonias, a la vez que recalca el carácter provincial, el ‘origen impuro’, azaro- so, factual, con el que esa idea se instala y se reproduce como universal poético e histórico.

13El historiador Robert Young hace una crítica profunda del etnocentrismo en términos estric- tamente hermenéuticos. Quizás el problema de su crítica erudita sobre el logocentrismo, el historicismo y el posmodernismo, radique (al menos para este trabajo) en la alienación tácita de la alteridad al no visualizar la producción intelectual de las ex colonias como posibilidad de analizar el diálogo, y en la imposibilidad de analizar las relaciones de poder, o de “geopolítica del conocimiento”, que cualquier epistemología atraviesa.

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2.La administración textual de la nación: modernidad política, tradición “endó- gena” e identidad en la historiografía post-independentista

“La desmesura que pretendemos poner en evidencia radica en la intención de borrar el presente y la espera de un futuro indescriptible, mediante la mostración de lo que será como algo ya realizado”

Héctor Schmucler14

Entre otras, la obra importante de I. A. Akinjogbin, Dahomey and its neighbours15 (1967) es una muestra de las resonancias políticas que intervenían en la creación textual de los nuevos estados nacionales. Reconocido historiador nigeriano, formado en el SOAS (School of Oriental and African Studies) de Londres y con una extensa trayectoria dentro de los exponentes de la Universidad de Ife en Nigeria, Akinjogbin escribe este libro (una versión reformada de su tesis doctoral) con un objetivo claro que se identifica en el prefacio: “La introducción de la trata transatlántica de esclavos en el país Aja hacia fines del siglo XVII, debilitó las instituciones Aja y creó un vacío político. Sin embargo, antes de que este proceso hubiera alcanzado un carácter irreversible, uno de los grupos Aja fundó un nuevo estado, más tarde denominado Dahomey, creado para detener las influencias corrosivas del nuevo sistema económico” (1967, IX).

El primer interés de Akinjogbin era demostrar que el origen político de Dahomey no fue el de incentivar la trata esclavista y conseguir a tal efecto una salida territorial y portuaria, sino la necesidad de crear un estado que detuviera la trata. En sí misma, esta afirmación generó y aún genera una controversia impor- tante, fundamentalmente porque en la historiografía clásica sobre la “Costa de los Esclavos” y la trata, Dahomey es “el” estado africano en el banquillo de los acusados por promover y sacar provecho de la trata esclavista para asumir una posición dominante en la región, al menos entre 1740 y 180016. Sin embargo, lo que interesa a los objetivos de este artículo es poner a la empresa narrativa de Akinjogbin en prisma de análisis; no tanto por el carácter “indefendible” de esta tesis como muchos otros autores la han calificado (Bay, 1998; Law, 1986, 1991; Ross, 1985), sino sobre todo para mostrar los espacios productivos de la obra, quizás más silenciosos pero no por ello menos poderosos en cuanto a la construc- ción de una idea diferente del pasado africano.

14Schmucler, 1998: 10.

15Dahomey y sus vecinos, en español.

16Trabajo en profundidad esta problemática historiográfica en Rufer, 2005, passim; Rufer, en prensa 2006: 40 y ss.

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Tanto Akinjogbin, como el historiador John Yoder (1974) o el nigeriano Augustus Adeyinka (1974), otros dos reconocidos intelectuales de la “escuela nacional”, construyen la noción de Dahomey como un espacio único dentro del gran país Aja, con diferencias notables en cuanto a la estructura estatal, la orga- nización política y la complejidad en la jerarquización y estratificación social. Para Akinjogbin, Dahomey representa “un oasis de orden interno y sólida admi- nistración en un mar de caos circundante”. Y agrega, “la base de esta posición única fue construida en el siglo dieciocho” (4). Esta imagen es interesante por el doble proceso significativo que en ella se advierte: por un lado, Dahomey perte- nece al “gran país aja-yoruba”, comparte un origen común e instituciones simila- res con sus “vecinos”, una unidad cultural perdurable, en sus términos (Akinjog- bin, 8)17. Sin embargo, “no somos tan iguales”. La piedra basal de Dahomey es un intento –históricamente fallido– para restablecer el principio de estabilidad dentro de la diferencia africana. Lo que las demás “culturas” –el término etnia sería demasiado riesgoso en su narrativa– no lograron cristalizar, Dahomey lo convirtió en parte de su filosofía política.

Para Akinjobin el país Aja-yoruba estaba construido sobre las bases de una “teoría social” que sería posible reconstruir a partir de las ceremonias y rituales “tradicionales” que aún persistirían en Benin. El principio fundante de esta teoría según el historiador nigeriano era la apropiación de un punto común originario de todos los pueblos del plateau, encarnado en un “gran ancestro” (1967: 14). De esta manera, una característica principal de la filosofía política de los grupos aja-yoruba aún visibles según Akinjogbin, es la concepción del estado como una “versión más amplia de la familia” (15)18. No sería pertinente evocar las reminiscencias hegelianas si no fuera porque páginas más adelante, el autor recalca la ruptura revolucionaria que hizo Dahomey con respecto a esta teoría social. Akinjogbin puntualiza que lo mismo que forzó al ancestro originario Dog- bagri Genu a escindirse de Allada (lo cual significó en términos prácticos el invo- lucramiento de los pueblos Aja en la trata esclavista)19, y a fundar un nuevo reino

17Ibíd., p. 8. Esto tuvo implicaciones claras sobre la política étnica contemporánea de la memoria. Sobre todo porque los pueblos Aja y los Yoruba estuvieron históricamente dispután- dose la hegemonía del territorio que hoy ocupa el este de Togo, Benin y el Oeste de Nigeria. Akinjogbin es el único que se atreve a proponer la existencia originaria de un “gran país” unificado, enraizado en la imprecisión de la historia antigua, cuya unidad habría sido interrum- pida por causas ajenas a su telos. Analizo las implicaciones de este punto en Rufer, en prensa: 70 y ss.

18Aquí el autor hace referencia a la palabra “dada”, como se llama al rey en Dahomey –lengua fon– y cuyo significado es “padre”.

19Según el mito originario, Abomey, luego capital de Dahomey, tiene su origen en la disputa que se da entre dos sucesores de Allada, uno de los cuales, Dogbari Genu, es expulsado del territorio y se refugia en las cercanías de lo que fue luego capital del reino. Esto habría sucedido hacia finales del siglo XVII.

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en Abomey, también causó el rechazo de la antigua teoría social y del sistema político basado en ella20. Así, el nuevo reino fue, además de una formación política disidente con el nuevo sistema socioeconómico, una estructura disidente con “la tradición”, para inventar otra. Los dahomeyanos rechazaron la imagen de la familia extendida y “representaron el estado como un recipiente con su superficie perforada y al rey como el agua que debía permanecer en él. Pero antes de que esto pudiera ser efectivo, debía haber un grupo de personas prepa- rado para colocar un dedo en cada perforación; ellos representaban a los súbdi- tos” (Akinjogbin, 25). Según esta tesis, Dahomey habría fundado una nueva tradición política africana: el énfasis relacional puesto en los individuos y el prin- cipio de adscripción “ciudadana” descansando en la voluntad individual de coadyu- var al sostenimiento de la estructura política –ya no en los lazos de parentesco ni en la estructura de la comunidad. La relación de interdependencia de la vieja concepción de la “familia extendida” era reemplazada a principios del siglo XVII por una matriz de claro corte liberal, por la cual el concepto abstracto de socie- dad, y más aún de representación, tenía su manifestación más clara en la con- cepción de un súbdito-individuo sólo responsable –y agente– ante el rey-estado.

Los problemas de esta teoría son varios. En primer lugar, Akinjogbin nun- ca explicita concretamente de qué tradición oral se trata, dónde y cuándo fue recogida, si él fue el etnógrafo que la recogió, etc. Por otra parte, las únicas fuentes escritas en las que se hace alusión al “recipiente perforado” son los relatos decimonónicos de R. Burton (1966 [1894]). Burton relata que un recipiente per- forado estaba en los salones del palacio, al lado de uno mucho más alto y compacto. Ese mismo recipiente perforado es el que se llevaba a las batallas, dado su “gran poder fetichista” (Burton cit. en Ross, 1983, 295). En su análisis sobre la presencia de modelos europeos en la obra de Akinjogbin, David Ross atribuye la existencia de este “recipiente perforado” a un elemento del vodun – religión popular fon– en la corte, que fue utilizado para luchar contra el reducto yoruba de Abeokuta a mediados del siglo XIX. Si bien la única aclaración que hace Akinjogbin es que esta tradición fue “articulada”21 por Ghezo (1818-1858),

20Aquí hay un punto divergente que no aparece en la obra de Akinjogbin. El estudio comparado de tradiciones orales revela que si bien a Wegbaja y Agaja (reyes que gobernaron entre el último tercio del siglo XVII y el primero del XVIII) se les endilga la “renovación” completa y el quiebre con las estructuras anteriores, esta versión no aparece en las historiografías locales sino hasta la segunda mitad del siglo XIX, cuando el reino adquiere más claramente la noción centralizada y jerárquica con los reyes Ghezo y Glelé. Las versiones anteriores registradas en relatos de viajeros proponen más bien las políticas de negociación y préstamo cultural entre Wegbaja y los antiguos reyes y jefes locales. Algunos historiadores proponen ver incluso a la “filiación” de Dahomey con Allada que aparece en las historias orales tardíamente, como una expresión en idioma “genea- lógico” que pone en evidencia que Dahomey “sucedió en supremacía” a Allada, más que la narración de un episodio estrictamente histórico. Cf. Law, 1988: 448.

21Como apunta Ross, Akinjogbin nunca aclara qué significa esa articulación y en todo caso por qué Ghezo la realizó, y cuáles son sus fuentes concretas que ofrecen esa información.

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lo más probable es que se trate de una innovación simbólica de Ghezo para unificar con fundamentos religiosos populares al ejército y las fuerzas del estado contra Abeokuta, lo que convierte a la simbología en una creación reciente (Ross, 1983: 296; Djivo, 1977: 72).

Otro de los pilares renovadores descansaba en la legitimidad del poder: el principio de adjudicación territorial22 ya no estaba dado por la herencia, la perte- nencia clánica o la consanguinidad, sino por la fuerza. Esto marca en Akinjogbin dos puntos clave: por un lado, la justificación filosófica de la ocupación forzosa que hicieron los primeros reyes de Dahomey sobre las tierras ancestrales de los mahi y los bariba. Pero por otra parte, es una forma de conducir al sustento de la filosofía histórico política de la tradición la estructura militarizada del reino de Dahomey, generalmente adjudicada a su estructura económica (contingente, via- bilizada por Europa) de razzias esclavistas. Para el historiador nigeriano, poco tiene que ver con esto último. En efecto, el factor militar centralizado en las manos del rey fue para Akinjogbin una forma de impedir las guerras intestinas en el país Aja (que se habían producido antes de la “llegada” de Dahomey en el territorio, sobre todo con el uso de armas de fuego europeas, y que serían las que desmembraron el “sub” país yoruba), y fue también la base sustentadora de la operatividad política del estado. La importancia de la organización dahomeyana no se halla en la fuerza militar per se, sino en haber mantenido (gracias a su estructura militar) una organización administrativa intacta en todo el conflictivo siglo XVIII. Se trata para Akinjogbin de una innovación en las fuentes legitiman- tes del poder, que “corre acorde con la moderna idea europea de un estado nacional” (1967: 25). Cualquier persona que se comprometiera con la nueva concepción de poder político y de representación monárquica, podía adherirse al nuevo estado, encontrar seguridad en él en una coyuntura de “caza humana”, y convertirse en ciudadano dahomeyano, sin importar su origen.

El resultado es claro: el pueblo de Dahomey es “cosmopolita” (26). En la obra de Akinjogbin esto parece tener poco que ver con las circunstancias históri- cas de la trata esclavista, del destino de los “retornados” y de las postas europeas desde el siglo XVII. El cosmopolitismo dahomeyano es consecuencia de una filosofía política originaria, original y sobre todas las cosas, revolucionaria.

Así, el origen del estado es una figura de ruptura con el resto de la confi- guración política africana. En Akinjogbin hay una doble operación con respecto a la historia: Dahomey es completamente africano y su nacimiento no debió nada a la importación de ideas europeas y mucho menos a la necesidad de asegurarse la primacía en el nuevo contexto económico. Sus instituciones y sus

22Nótese la importancia de este punto en las consideraciones de Akinjogbin, tratándose funda- mentalmente de fuentes orales que trabajan con las concepciones históricas de derechos cam- pesinos sobre la tierra.

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fundamentos organizativos responden a la vieja matriz panafricana. Sin embar- go, esta célula política aparece para romper con un punto clave: la imposibilidad histórica de los demás pueblos del “gran país”, su anacronismo y su horizonte de expectativas inexistente. Dahomey ingresa en la Historia como un principio de orden, como el conductor de una forma política nueva, y el protector, pater de las débiles organizaciones de la zona. A su vez, aparece como base de desarrollo del “espíritu” universal: su filosofía política es moderna, prevé una Idea de Esta- do Nacional –que por accidentes equivocados no será lograda sino hasta el mo- mento en que Akinjogbin escribe la historia, los años 1970– y se inscribe en la connivencia de una Historia Universal desde el principio del siglo XVII23. Por supuesto, nada de este principio “peligrosamente revolucionario” (1967: 26) cua- jará en un entorno africano que aún era “incapaz” de reconocer la historia- destino dahomeyana, “progresista”; y fueron otras fuerzas “corrosivas” las que signaron la historia-errada: la sumisión periférica al capitalismo emergente, el ingreso de lleno en la economía extractiva del esclavismo, el decaimiento poste- rior de un estado pobre y saqueado; estado que sin embargo, conservó intacta una matriz-destino. Hacerla re-emerger, sólo es patrimonio de esta nueva clave textual: la historia-garantía que Akinjogbin escribe, operación que se parece por momentos a un desciframiento esotérico –acto que siempre requiere de un inicia- do24– en clave de escritura historiográfica.

Es la propia operación textual de Akinjogbin la necesaria –en sus térmi- nos– para redimir a la historia africana, y en particular a la de Dahomey, de su propio sino trágico: la visión patológica y anacrónica, junto con la figura moder- na, siempre presente, de la “carencia” (de madurez política, de potencial econó-

23De hecho las historiologías orales presentan a Dahomey como un reino “en constante expan- sión”, en términos radicalmente diferentes a una “historia lineal”. Sin embargo, es interesante que Akinjogbin se apropie de esta narrativa para encastrarla en el lenguaje evolucionista de formación del estado nacional. Law, 1988: 443.

24La característica del autor “iniciado” no es un punto exclusivo de Akinjogbin. Me interesa traer a colación esto por el espacio liminar (epistémico y político) en el que se colocan explíci- tamente algunos historiadores. El conocido historiador y político beninés Maurice Glelé, por ejemplo, afirma ser el único a quien todas las puertas de la información [sobre el conocimiento histórico africano precolonial transmitido por los ahanjito o poemas históricos] le han sido abiertas: por ser fon, por pertenecer a la familia real, por merecer las versiones verdaderas de la historia y, como corolario, por tener formación académica occidental (Glelé,1974:6-26). Desde esa perspectiva, el problema autorial que denomino “esotérico” radica en que los historiadores y lectores de este lado del mundo y del conocimiento, estamos implícitamente excluidos de cualquier posibilidad de evaluar, constatar o analizar críticamente su discurso histórico; somos el “símbolo roto”, carecemos de una parte del todo gnoseológico que nos convierte inmediata- mente en subalternos con respecto a su aparente posesión holística del conocimiento y de la comprensión de la historia. La pregunta salta a la vista: ¿no será esta una forma peculiar de contestar con el mismo lenguaje, el de la exclusión, a la violencia política y epistémica del imperio? Un análisis más detallado véase en Rufer, 2006, en prensa: 150 y ss.

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mico, de voluntad liberal, etc.). Una de las imágenes más persistentes sobre Dahomey, que fue el locus de proyección ideal para la colonia francesa, es la de los sacrificios humanos. Dahomey era presentado como el espacio horroroso en el cual la sangre humana era motivo de ritualidad y culto religioso de comunica- ción con los ancestros. El hecho de que esto sucediera a fines de siglo XIX, el siglo de la fe en la ciencia positiva, en el registro de toda la experiencia política a partir de la historia, es algo que irrumpe en la Historia de Europa como un fantasma anacrónico, vivido y superado, insostenible. La editorial de una revista francesa especializada en temas de exploración y viajes en el siglo XIX, hablaba de esta manera sobre Dahomey:

“En efecto, ¿No nos parece un mal sueño que a pocas horas de camino de Cotonou donde tenemos una residencia, una guarnición militar, una oficina de correo y un telégrafo, se cometan, en diferentes momentos del año y bajo pretexto de divertimento público, de solemnidad, asesi- natos y masacres de criaturas humanas en los cuales las víctimas se cuentan por miles? [.....] ¡En 1890! Parece que estuviéramos soñando”.

Journal des Voyages et des Aventures de Terre et e Mer, 20 de julio 1890. (Cit. en Campion-Vincent, 46)

Lo insostenible para la Europa decimonónica era la complicidad histórica de esa “barbarie”; África debía llevarse, al menos en la esfera de la representa- ción, al espacio anacrónico25, uno que no fisurara la Historia que se había mun- danizado, y había impreso en un Destino el único trayecto posible, secular y capitalista. Los sacrificios, como sostenía Bataille, representaban la barbarie pero también el derroche. El nativo no sólo se inventa como el salvaje, sino como el que desperdicia los recursos eficientes del capitalismo: los hombres en la deca- pitación, y el tiempo en el ritual (Condouriotis, 1999: 64-66). En esa imagen desmesurada de los “incontables” sacrificios, los dahomeyanos transgreden el espíritu de acumulación. Así, África era el escenario patológico de la Historia violada: el telégrafo coexistía con la plataforma sacrificial, universo sólo posible en el mundo onírico en el cual Clío no tiene compromisos por cumplir. Pero en el mundo real, había que salvar el hiato, restituirle la “garantía” teleológica a la Historia –o, lo que es igual, desplazar las posibilidades alternativas de existir en el tiempo. La herramienta eficaz en este razonamiento real, demás está decirlo, era la colonización.

Es contra esta visión caricaturesca que Akinjogbin arremete, casi un siglo después, superponiéndole una trayectoria específica, corrigiendo una versión errada, incomprensiva, de la historia. De alguna manera, el propio reino de Dahomey es

25Este concepto responde a la representación de África como lo que Johannes Fabian llamó “la negación de la coetaneidad” (“the denial of coevalness”). (Fabian, 1983: 37 y ss).

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parte de una teleología que sólo es posible de ser definida a partir de la puesta en trama histórica, de la exhumación postcolonial de las claves de su pasado: ya no importan los sacrificios, accidente religioso de un pueblo-en-evolución. Lo que interesa exhumar es la Razón prístina de la nación, que tiene un Destino –moder- no en su definición, y que sin embargo, opera dentro de la diferencia (Bhabha, 1994: 115 y ss.).

Esta Razón sólo es posible de ser desplegada en su texto histórico, el de Akinjogbin. En este sentido, Agaja, el rey de Abomey, primera célula del reino, conquistó el puerto de Allada en 1724, con lo cual “precipitó una revolución cuyo final aún no era previsible” (1967: 66). Pero la importancia de Dahomey no radica en haber logrado “llenar” el vacío político reinante, sino que “rechazó la constitución tradicional y formuló una nueva. Estaba destinado a producir un choque entre lo ‘nuevo’ y lo ‘viejo’ (...) en otras palabras, la conquista fue la culminación lógica de los principios por los cuales la dinastía de Wegbaja se había levantado, el principio de autoridad derivado de y respaldado por la fuerza, y no ya por el orden de nacimiento” (Ibid.).

La situación de caos es reemplazada por un orden no sólo cronológica- mente nuevo sino políticamente renovador. El estado dahomeyano empuña tem- pranamente un sentido de laicidad que “repatria el devenir humano en una aven- tura exclusivamente terrestre” (Diouf, 2000: 338). Agaja es el héroe que logra rearmar la situación política en un clima de caos circundante, y los principios legitimantes del poder son otros, nuevos y modernos: la fuerza militar (y no la sangre), la legitimación individual de los súbditos ante el rey (y no meramente el respaldo hereditario), el reclamo de la pertenencia territorial por la fuerza de la conquista (y no en base a mitos ancestrales fundadores).

Un punto quiero resaltar aquí. No hay canon estatuido y universal para esta traducción moderna, no hay tropos obligados. Y si bien Akinjogbin es acom- pañado en su empresa narrativa por otros historiadores, la forma en que se encastra la diferencia en el interior de la historiografía es singular. Cuando Adrien Djivo (1977), un historiador beninés contemporáneo de Akinjogbin y con quien éste dialoga frecuentemente en su texto, escribe la bio(hagio)grafía del rey daho- meyano Ghezo26 (1818-1858), el autor instala un recurso aparentemente contra- dictorio a las aspiraciones de la historiografía nacionalista: el rey tenía poderes sobrenaturales27. En su caso, se mundaniza la historia, la narrativa, pero no los

26Ghezo fue el rey escogido como “paradigmático” por la historiografía nacionalista como paladín de modernidad, capacidad de negociación con los europeos, virilidad y renovación. Analizo con detalle este punto en Rufer, en prensa: 56 y ss.

27Hay que considerar que Adrien Djivo fue un historiador reconocido académicamente, y esta biografía que escribe sobre Ghezo se publicó en el marco de una colección editada en francés e inglés en la década de 1970, en este caso en Paris por ABC, bajo el título “grandes personajes africanos”. Lo que quiero decir con esto es que esa colección fue parte de una estrategia

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agentes que posibilitan su realización. La religión como sistema se atomiza: es sólo el rey quien tiene poder de hacer funcionar los amuletos. Así, la concepción fon del poder inmaterial se estatiza en una acción secularizadora, al subordinarse a las necesidades del estado, y la voluntad del líder. Aunque esto parezca una contradicción lógica, se trata más bien de una apropiación local singular de los sentidos de modernidad política. Podemos pensar al análisis de Djivo como un caso aislado, pero de todas maneras nos da una idea de la riqueza de las formas de traducción de la modernidad vernácula. Si en general las historiografías na- cionalistas de África (o de India, China, México o Perú) han tratado de desechar la “superstición” como elemento disruptivo del proceso modernizador (Chakra- barty, 2000: 237-238), este caso nos muestra que paradójicamente, los “poderes inmateriales” de un exponente político son, sin embargo, parte de un proyecto secularizador. Lo “irracional” se domestica, se aterriza y se naturaliza en la na- rrativa teleológica de la nación.

Pero Akinjogbin no permite ambigüedades. La transición de una Edad Media descentralizada daba paso a la “Modernidad” fundada en los principios históricos de un Estado Absoluto: “en contraste con la situación en Allada y Ouidah, Dahomey era un reino estable donde el rey tenía autoridad suprema y controlaba un ejército (...) Una vez que Allada fue tomada, el resto del país Aja fue conducido a reconocer las nuevas bases de la autoridad” (Akinjogbin, 68). La renovación política contra el conservadurismo y los criterios obsoletos de las instituciones anteriores es muy clara en lo que Akinjogbin quiere demostrar. Los criterios meritocráticos del estado se impusieron sobre la tiranía de las designa- ciones ad hoc. “Siendo Dahomey una monarquía centralizada, ningún cargo fuera de Agaja era inalienable o hereditario. Cada oficial era impuesto por sus aptitudes, y podía ser transferido desde una tarea a otra, promovido o desplaza- do por el rey” (1967: 100)28. La diferencia que establece Akinjogbin con este

política, editorial y académica para posicionar a la historia de África dentro de los grandes “tópicos” políticos de fines del siglo XX. Sin embargo, en dos momentos de la obra son ratifica- dos estos atributos sobrenaturales: en primer lugar cuando Gakpe –el nombre que tenía Ghezo antes de ser coronado– rescata a su amigo el portugués “Chacha” De Souza de la prisión, con amuletos que paralizaron a los guardias de Adandozan (Djivo, 1977: 21). En otra ocasión cuando Djivo señala que las armas más potentes que Ghezo acarreaba en la guerra contra Abeokuta en 1851 no eran las armas de fuego de los blancos, sino un amuleto que habría servido para inmovilizar a la armada yoruba (69). Ghezo era además, el rey preparado para “desafiar” a los oráculos. En la novela Doguicimi, el escritor y político beninés Paul Hazoumé (1886-1984) relata con un valor etnográfico muy preciso el funcionamiento de los oráculos y el lugar del bokonon –especie de intérprete real del sistema de adivinación— en las decisiones importantes del rey. A su vez, Hazoumé pone a Ghezo como el rey que era capaz de contradecir la decisión de los oráculos y manipular su veredicto ante la población. Esto sucede antes de la batalla de Abeokuta para la cual todos los oráculos habrían dado el veredicto de suspenderla. (Hazoumé, 1990 [1938]: 111 y ss). De hecho, Dahomey perdió esta batalla.

28Es necesario recordar en este punto que la figura del rey, en Akinjogbin, no se asocia al manejo

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estado absoluto es que era, además, nacional; la simbología política del recipien- te perforado hacía resaltar un punto clave: ningún rey tendría poder sin la cola- boración de cada uno de sus súbditos, ligados al estado por vínculos específicos (y no excluyentes) de pertenencia.

La tensión entre lo nuevo y lo viejo se rompe en el “choque de espadas luminoso” 29 del origen límpido, sin fisuras, sin conflictos: Dahomey se posiciona en la narrativa histórica como el sujeto destinado a rescatar al gran país Aja de la sumisión a las políticas europeas, de la aberración de la trata esclavista, de la fragmentación política y del caos. Las palabras de Akinjogbin sobran en elocuen- cia: “El estado que crearon [los fundadores de Dahomey] no fue el desarrollo de una organización tradicional hacia la tiranía feudal de la Europa Medieval. Fue algo más parecido a un estado nacional moderno [...] los fundadores de Daho- mey veían al estado como un poder en el cual la ciudadanía estaba abierta a todos, a la gente diversa que quisiera obedecer y servir al rey (...) Visto de esta manera, la organización de Dahomey no era ‘tradicional’, como eran los viejos reinos aja o los reinos yoruba. Era una organización revolucionaria, y así lo fue también el impacto que tuvo más tarde en el gran país Aja-Yoruba” (1967: 204, cursivas mías).

El orden nace históricamente de una concepción sin embargo a-histórica; esa es, en la obra de Akinjogbin, la característica clave de Dahomey. Las aporías de la historia lineal se repiten: se glorifica el carácter antiguo del estado nacional porque es en ese espacio de experiencia en el que el “pueblo” deviene conciente de ser sujeto de la Historia. A la vez, el estado nacional que irrumpe marca un nuevo tiempo, una ruptura de carácter único y libertario. Paradójicamente, hay una doble dinámica de historización y de simultánea negación de la historia30. Cuando el autor, luego de narrar la victoria de Dahomey sobre Allada y Whydah se pregunta “¿Por qué la revolución fue tan fácil?” (1967: 71)31, las respuestas que encuentra son la concienzuda intervención de Agaja, y la profunda debilidad del viejo sistema. Pero ¿de dónde nacieron las nuevas concepciones de legitimi- dad del poder? ¿cómo fue posible al nivel de las prácticas, terminar con “la tradición” del viejo sistema? ¿qué tipo de condiciones experienciales estaban da- das en los sujetos sociales y políticos de Abomey como para “romper” con el

indiscriminado de los poderes por parte de una sola persona, dado que lo que antecede los fundamentos de la monarquía (poder, coerción y dominación) es el consentimiento soberano de los súbditos.

29Uso esta expresión en alusión a la crítica de Nietzsche al concepto de origen. Nietzsche, 1998. Ver también la crítica de Foucault, 1992.

30Para un tratamiento profundo de este punto ver Duara, 1995: 27-33.

31La retórica revolucionaria también está presente en forma recurrente en la narrativa histórica de este historiador.

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universo político pan-aja?32 Nada se nos dice de esto en el texto de Akinjogbin. Dahomey simplemente “lo hace”, se interna en la historia como sujeto redentor sin pasado. Es a partir de esa irrupción que es posible escribir La Historia de Dahomey y sus vecinos, antes no hay nada; después, está incompleta. Quizás la diferencia con otras historiografías de la nación como las chinas, en las cuales la “tradición oral” se convierte en un elemento repudiado (Duara, 27-33), carente de verosimilitud, es que aquí las historias orales se apropian selectivamente, son el elemento que intenta solucionar la aporía al amalgamar –diferenciando, cla- ro– la experiencia de lo “tradicional” y de lo “histórico”.

Tomaré por un momento las implicaciones del texto de I. Akinjogbin sobre un punto clave referente a la construcción de la nación: la referencia étnica. Dahomey, reino comúnmente definido como dominio de la etnia “fon”, debía incorporar, en los años 1970, la ineludible presencia de la etnia yoruba en el costado este del nuevo estado, colindante con Nigeria, cuyos límites fronterizos coloniales quebraron la unidad territorial yoruba. Akinjogbin establece que el préstamo de lenguas e instituciones religiosas provenientes de los yorubas, es parte de la realidad Dahomeyana desde siempre. Pero agrega un punto más clarificador para su análisis: es esta amalgama de religiones y lenguajes comunes lo que hace de lo que ya citamos como “la unidad del gran país Aja-Yoruba, una realidad” (14). Este gran país existe, para el historiador nigeriano, como una realidad histórica desde comienzos del siglo XV. Es importante que recalque la operación epistemológica de Akinjogbin: el historiador ubica en la “escurridiza” característica de la tradición –por la dificultad de sus referentes precisos33– a esta “unidad cultural”, basada en la existencia de aquella “teoría social tradicional” Ebi, que se evidenciaría en “actos específicos del estado” tales como las ceremo- nias de coronación, las declaraciones de guerra, la celebración de festivales. Esta “teoría social tradicional” es lo que conforma, para Akinjogbin, la “base subya- cente de la organización política tradicional de los reinos Aja-Yoruba” (14).

El punto que comprobaría la existencia de esta teoría pan-aja-yoruba es la existencia de “un solo gran ancestro” como descendiente de ambas culturas.

32Historiadores como Robin Law y sobre todo Susan Preston Blier hacen un recuento y un análisis cuidadoso de las tradiciones orales periféricas a Abomey que relatan desde diferentes ángulos la fundación del reino y las políticas de los primeros reyes con respecto a las poblaciones anteriores del lugar, resaltando la negociación simbólica de significados con las poblaciones igede y bariba, la apropiación de los atributos locales de poder y la legitimación del poder político mediante la conformación de confederaciones. Akinjogbin, además de no mencionar este tipo de argumentos, hace menciones en diversas partes del texto sobre “la imprecisión” de las tradiciones orales, la “oscuridad” de los hechos anteriores a este primer cuarto del siglo XVIII. Akinjogbin, 62; Law, 1998;¿citado? Preston Blier, 1995.

33De hecho Akinjogbin no proporciona otros elementos que permitan comprender por qué ubica “aproximadamente” en el siglo XV a la conformación de esta “unidad cultural”.

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Me interesa destacar este punto no sólo porque es difícil encontrar referencias a esta “teoría social tradicional” y mucho más lo es visualizar algún punto de unión en las mitologías compartidas de origen entre los Ajas y los Yoruba, sino porque es en la “tradición” –lejana, indefinible históricamente– donde Akinjogbin subsu- me la diferencia étnica. De hecho, a pesar de la descripción en términos teóricos que hace Akinjogbin de esta teoría social Ebi compartida entre los numerosos pueblos yoruba y los pueblos aja, varios historiadores –y no todos de forma reciente– han puntualizado las diferentes tradiciones originarias egba-yoruba, igede, ewe-fon y aja-fon. Incluso un análisis “genealógico” y diacrónico de las tradicio- nes orales ha permitido visualizar la invención relativamente reciente –incentiva- da por la administración colonial y luego por el estado independiente– de con- cepciones de “homogeneidad” cultural, que se presentan sin embargo como “tra- dicionales”, “originarias”. El caso aja-yoruba es uno de ellos34.

Esta estrategia narrativa es parte de un desplazamiento postcolonial más amplio, aquel que combina de manera productiva la aparente contradicción entre la pluralidad (étnica) y la unidad (del pueblo); entre el tradicionalismo legitimante y la “novedad” moderna. En palabras de Homi Bhabha,

“…la unidad política de la nación consiste en un desplazamiento conti- nuo de la angustia causada por la irredimible pluralidad de su espacio moderno; lo que equivale a decir que la territorialidad moderna de la nación se ha transformado en la temporalidad arcaica y atávica del Tradicionalismo. La diferencia de espacio retorna como la Igualdad con- sigo misma [Sameness] del tiempo, volviendo Tradición al Territorio, y volviendo Uno al Pueblo.” (Bhabha, 1994: 185).

De hecho Akinjogbin no silencia la presencia yoruba en su narrativa histó- rica –como lo hace, por ejemplo, Adeyinka (1974) – sino que la ingresa dentro de una metanarrativa de la “unidad cultural” prefigurada en la tradición: ese es el sustrato esencial de la nación dahomeyana. En su narrativa, el conflicto histórico es un error contingente, redimido por la Historia que el historiador rescata, como redentor, de las “oscruridades” de la memoria “tradicional”. Así se ilumina una nueva –y definitiva– versión événementielle: las guerras con Oyo y Abeokuta, la esclavitud yoruba dentro de Dahomey, el apoyo yoruba a la campaña militar francesa a comienzos de 1890 son meros “accidentes históricos”, voluntades emergentes, individuales y efímeras, incapaces de quebrar el telos originario de la

34Para las divergentes mitologías fundadoras yorubas y aja/fon en un análisis diacrónico véase Cornevin, R.: Histoire du Dahomey, pp. 148 y ss. Para los procesos de apropiación y rediseño colonial y postcolonial de esas tradiciones, véase Law, R., 1988; “Notsie narratives: history, memory and meaning...”, op. cit., passim.

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nación, “re-emergida” en los años 70 del siglo XX, momento en que Akinjogbin escribe su historia35.

Reflexiones finales

El epígrafe de Cheik Amidou Kane con el que comienza este artículo, transmite las palabras de un jefe aldeano (peul y musulmán) al nuevo adminis- trador de distrito de Senegal en pleno contexto colonial. En ellas, un sentido inmaculado de la experiencia moderna trasladada a África aparece como el absoluto realizable en aquello que Reinhart Kosseleck llamaba el horizonte de expectativas (323 y ss.): “tendremos, estrictamente, el mismo futuro”. Más que un ingenuo y errado sentido profético, estas palabras pueden estar indicando un punto clave para las historias africanas analizadas: el futuro también se realiza en el espacio de la experiencia, en la narración y en la dotación de sentido parti- cular del pasado. Allí se conforma una noción deseable de la experiencia social y política de los pueblos; y en este caso, de la experiencia revolucionaria y redento- ra de Dahomey: sin culpas históricas, sin responsabilidades extemporáneas que resolver. La Historia es la que indica que el futuro es explícito, porque es el pasado el que revela el destino exitoso de la nación. Aquí los sentidos de la operación historiográfica parecen revertirse: la “verdad” no recae sobre la bús- queda de “un” pasado, sino sobre la exhumación explicativa de un único futuro posible.

En Dahomey and its neighbors de Akinjogbin, no es la historia la que explica el surgimiento de Dahomey, sino Dahomey el que abre el camino de la historia y marca su devenir lineal, claro y distinto entre el caos circundante. A partir del origen disruptivo del estado, la historia es puesta al servicio de su desti- no teleológico (Duara, 1995:26-27) a partir de una racionalidad construida a posteriori. La narrativa debe ser la que recalque no tanto las características mundanas del desenvolvimiento histórico, como la superioridad política del esta- do, su grandeza moral y sobre todo la garantía del progreso36, lo cual predice a su vez la latencia subterránea y la culminación exitosa del “verdadero” Sujeto de estas historias: el estado nacional independiente.

El escenario del “estreno postcolonial” en 1970, aparece como el tiempo impreso de manera indeleble en el texto. Entre la contradictoria situación enun- ciativa de estas historiografías que proclaman la resistencia anticolonial desde una escritura “alterna” de la historia a la vez que hacen uso de claras reminiscen-

35Cf. Diouf, 2000: 338.

36Parafraseando el concepto propositivo de “historia sin garantía” de Saurabh Dube. (Dube, 2003: 22 y ss.)

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cias ilustradas, se instala sin embargo una capacidad performativa: la nación es creada en el texto, con la legitimidad racionalista que confiere la epistemología disciplinar, con los cimientos fundantes del imaginario europeo, pero con una producción particular de relaciones de poder y diferencia que establece otras jerarquías, otros mapas del lugar subjetivo de las clases y los grupos étnicos en el desarrollo de la nación.

Said sostenía que cualquier análisis sobre la resistencia cultural al impe- rialismo debe tener en cuenta la disparidad en las relaciones concretas de poder y sobre todo, de poder político (210 y ss). Por eso el concepto de reinscripción al que aludíamos más arriba, que está implícito en trabajos como los de Akinjogbin o Djivo, es más clarificador. El lenguaje del imperio es reinsertado en una narra- tiva local como forma de contranarrativa, de contrahegemonía, y para posicio- nar al espacio periférico en el lenguaje político y epistemológico de Occidente. El problema es que allí mismo reside el sentido trágico al que Said se refería (95), porque a la vez que estos contradiscursos fisuran la aparente coherencia del “centro”, impiden la gestación de un andamiaje conceptual alternativo que per- mita insertar una noción diferente no sólo de la experiencia temporal, sino tam- bién de la sociología del conocimiento. En este sentido, la historia como discurso sólo puede funcionar con potencial político de cambio en el in-between del que Bhabha habla para referirse a las identidades en diálogo (Bhabha, 1994: 18-20): en medio de la inadecuación e indispensabilidad de los conceptos y la trama, debe crearse un espacio que hable por y opere desde la diferencia, pero en un lenguaje asequible a la experiencia contemporánea (lejos del nativismo, del indi- genismo políticamente cómodo o de la celebración despolitizante de la tradi- ción).

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Fuente: Cornevin, R.: Histoire du Dahomey, Berger-Levrault, Paris, 1962, p. 17.

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