SOBRE BRUJOS, HECHICEROS Y MÉDICOS.

PRÁCTICAS MÁGICAS, CULTURA POPULAR Y SOCIEDAD COLONIAL

EN EL TUCUMÁN DEL SIGLO XVIII

Judith Farberman *

Introducción

En 1688 Doña Laurencia de Figueroa presentó ante la justicia eclesiástica una denuncia contra Luisa González, india de la encomienda de su esposo, vecino de San Miguel de Tucumán. La querella prosperó: según doña Lauren- cia, Luisa habría hechizado a su hijo mediante un encanto que custodiaba celosamente en su rancho. El dispositivo mágico no tardó en ser descubierto por un indio adivino convocado para la ocasión, que logró además deshacer el hechizo. Aunque Luisa fue sometida a tormentos, la confesión parece haber no llegado nunca a oídos de sus jueces, cuya sentencia por otra parte ignoramos.1 También la india María, de Santiago del Estero, fue acusada de delitos simila- res. En 1726 se le atribuyó la enfermedad del teniente de gobernador don Alonso de Alfaro. La más contundente de las pruebas con que contaba la justicia capitular era que el doliente, delirando por la fiebre, solicitaba a quie- nes lo rodeaban que apartaran a la mujer de su lecho toda vez que ella se le acercaba. Sin embargo, las declaraciones de los testigos no acompañaron la acusación y sólo se desprendió de ellas que María era una “grande borracha”. Por fin, los alcaldes terminaron por descartar el cargo, dejando en libertad a la sospechosa.2 También el Santo Oficio recibió este tipo de denuncias. Como en 1728, cuando el español Josep Moyano acusó a la mulata Jacinta de haber maleficiado, y luego curado bajo amenaza, a su propia hermana. Sólo la pri- mer parte del trámite consta en el archivo inquisitorial, pero ya es significativo

*Universidad Nacional de Quilmes-CONICET. Agradezco a Roxana Boixadós, Raquel Gil Montero y Roberto Di Stefano los comentarios que oportunamente hicieron de una versión preliminar de este trabajo. Me resultaron además de gran utilidad las críticas de Ana María Presta, comentarista y atenta lectora, en las Vll Jornadas Interescuelas y Departamentos de Historia, realizadas en Salta, en setiembre de este año. Finalmente, quiero expresar mi recono- cimiento a las sugerencias de los evaluadores convocados por esta publicación

1Archivo General de Tucumán, (en adelante AGT), Sección Judicial, caja 1, exp.9. 1688.

2 Archivo General de la Provincia de Santiago del Estero, (en adelante AGPSE), Tribunales,

2,33, 1726.

Cuadernos de Historia, Serie Ec. y Soc., N° 4, Secc. Art., CIFFyH-UNC, Córdoba 2001, pp. 67-104

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que sus temores lo animaran a acercarse al comisariado “para descargar su conciencia”.3

Los tres ejemplos que escuetamente describimos remiten a episodios cuyas protagonistas fueron acusadas de practicar la hechicería y tuvieron lugar en el Tucumán colonial, entre fines del siglo XVII y a lo largo del XVIII. Quienes denunciaron, o incluso llegaron a querellar judicialmente contra estos sujetos, hicieron públicos temores ampliamente difundidos en el tejido social. ¿Qué entendían ellos por hechicería? Un consenso extendido le adjudicaba a ciertas personas –por lo general indígenas o negras– la capacidad para dañar a otras mediante artes mágicas. El patrón predominante, el más general y sencillo, el más cercano también a la hechicería europea y por ende familiar para los denunciantes, era el de la hechicería empírica. Ésta suponía generalmente la factura de un dispositivo mágico, capaz de vehiculizar los poderes del hechicero y de arrebatarle la salud, la cordura y hasta la vida a su víctima.

Este trabajo intenta una primera y general aproximación histórica a la pro- blemática de las llamadas prácticas hechiceriles coloniales y su persecución en el actual noroeste argentino. Por tratarse de un tema poco explorado por la historiografía regional,4 nuestro aporte tendrá que abrirse camino trabajosa- mente, incursionando en terrenos aledaños y no mejor conocidos para nuestro país: el de la cultura jurídica supuestamente doctapor un lado, y el de la híbrida cultura popular colonial, por el otro. Al igual que en otros contextos espaciales y temporales, ambas se dieron cita en los tribunales civiles y ecle- siásticos, y no siempre por primera vez. Como veremos, en algunos casos la magia nos muestra uno de sus aspectos más interesantes: su capacidad de unir, aunque más no fuera transitoriamente, a sujetos distantes por su jerarquía social. En efecto, muchos españoles contrataban los servicios de especialistas en el arte de enfermar y curar.5 Y para bien o para mal, el español que acudía

3Archivo del Arzobispado de Córdoba (en adelante AAC). Santo Oficio, legajo 18.

4Pocos trabajos existen sobre estas cuestiones para el territorio actualmente argentino. Una excepción es el reciente libro de Carlos Garcés, (Garcés, 1997). Lamentablemente, el enfoque de Garcés es a nuestro juicio insatisfactorio por limitadamente descriptivo, más allá de sus “condimentos” foucaultianos. Algunos de los casos analizados por Garcés fueron tratados con anterioridad en los viejos trabajos de Emilio Catalán, (1936) y J. López Mañán (1916) y reproducidos parcialmente por Fernando Pagés Larraya (1991). El historiador sevillano Adolfo González Rodríguez tampoco pudo sustraerse del cautiverio de estas fuentes en su artículo sobre el proceso santiagueño de 1761, también trabajado por nosotros (González Rodríguez, 1998). Los aportes más ricos y provocativos son para nosotros las recientes contribuciones de los jóvenes investigadores Isabel Castro (2000) y Mario Rufer (2001) sobre dos casos cordobeses de contenidos bien diferentes (el proceso analizado por Rufer es retomado en este trabajo). Por nuestra parte, hemos incursionado sólo recientemente en esta problemática a través del análisis de un único caso santiagueño, excepcional en el contexto de la muestra que aquí se presenta (Farberman, 2000 y 2001).

5 Seguimos a Carlo Ginzburg que, en este sentido, reconoció en el sabbat europeo “una formación cultural de compromiso: el híbrido resultado de un conflicto entre cultura folklórica y

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a la “hechicera” indígena o al “curandero” negro debía someterse a su volun- tad: una temporaria reversión de las relaciones de poder tenía lugar en el acto de curación, adivinación o daño a terceros. La situación del proceso judicial ponía las cosas nuevamente en su lugar, restableciendo el equilibrio.

¿Pero acaso las prácticas mágicas están siempre presentes? ¿O simplemen- te se invoca la figura del hechicero para vengar otras ofensas que nada tienen que ver con la magia y el daño? Que el rótulo común de los procesos y el perfil bastante nítido de sospechoso no nos engañen: una variedad notable de situa- ciones se esconde detrás de una misma carátula. Uno de los objetivos de este trabajo es ingresar en esas diferencias, desde los denunciantes, desde los reos, y también desde los contextos regionales que sirvieron de escenario a los su- puestos episodios de hechicería.6 Contextualizar regionalmente este mundo va- riopinto de adivinos, médicos y “hechiceros”, que actúan como una suerte de intermediarios sociales y étnicos en las ciudades y campañas tucumanas es, en efecto, el segundo objetivo que nos proponemos. Para ello analizamos procesos y denuncias generados en tres cabeceras diferentes del Tucumán: Santiago del Estero, San Miguel y Córdoba.

Estructuramos el texto en tres partes. En la primera, periodizaremos proce- sos y denuncias, abordando muy sumariamente el marco jurídico en el que se insertan. En la segunda, esbozaremos el perfil de los reos sobre la base de los datos de la muestra, aún provisoria e incompleta, de la que disponemos. La última parte, necesariamente descriptiva, apunta simultáneamente a los dos objetivos recién explicitados. Una suerte de clasificación temática de los proce- sos y el ánalisis de casos que presentamos como paradigmáticos tienden a complicar la homogeneidad del perfil de los “hechiceros” expuesta en la segun- da parte: las variaciones regionales y la ambigüedad de las actividades mágicas están presentes en el desarrollo de la última sección.

El tiempo de la “hechicería” colonial: una periodización provisoria

La hechicería era un delito mixto fore y por ende podía ser juzgado tanto por tribunales eclesiásticos como civiles, si bien sólo el brazo secular se ocupa-

cultura docta”. (Ginzburg, 1989: XXIV. (La traducción es nuestra.) Sin embargo, lo dicho sonaría demasiado esquemático si se soslaya que, tal como ha sostenido Solange Alberro, las prácticas mágicas pueden “unir, aun provisionalmente en una red clandestina a varios sectores sociales antagónicos o por lo menos poco afines entre si” en consecuencia, y en el contexto de una sociedad multiétnica “es natural que encontremos un carácter sincrético en los procedi- mientos utilizados” (Alberro, 1988:301).

6Dada la naturaleza poco comprobable del delito de hechicería, y para no asumir nosotros el papel de los jueces, escribiremos entre comillas el término “hechicero” y “hechicera” cuando se aplica a los sospechosos de ejercer el arte.

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ba de efectivizar el castigo. De los tribunales eclesiásticos, el más especializado era el Santo Oficio de la Inquisición pero éste no tenía jurisdicción sobre la población indígena y los casos que encontramos en el archivo del comisariado atañen exclusivamente a la jurisdicción de Córdoba y sus entornos.7 Aunque los familiares de la Inquisición estuvieran presentes en la principales cabeceras tucumanas y los sacerdotes se encontraran disponibles para recibir denuncias, lo cierto es que, fuera de Córdoba, los procesos contra hechiceros fueron segui- dos por la justicia capitular (Zorraquín Becú, 1947).

¿Cómo era el procedimiento? Como todas las cuestiones criminales, se deci- dían en primera instancia frente al alcalde de primer voto, cargo que se renovaba anualmente. Estos alcaldes ordinarios carecían de formación jurídica formal. Requerían entonces el consejo de asesores letrados que, en rigor, brillaron por su ausencia en buena parte de las cabeceras tucumanas. Por lo tanto, debemos pensar en la realidad de una justicia lega, que solía decidir cuestiones tan crucia- les como el tormento, la pena capital o el destierro de los reos sobre la base (no menor) de su propia experiencia, de la costumbre local, de saberes heredados de padres a hijos y del sentido común más que de la cultura libresca.8 El tribunal de notables se formaba en el caso de que el proceso fuera de oficio, como de hecho ocurrió con buena parte de los casos sobre los que trabajamos. Si, en cambio, éste se iniciaba con una acusación de parte (recordamos que la hechicería era un delito de carácter público), era el mismo el acusador quien se constituía como fiscal y debía probar la veracidad de sus dichos.9 Lo que nos interesa destacar es que, en cualquiera de los dos casos, el funcionamiento de esta justicia debe ser ponderado en el ámbito local. Es que este tipo de proceso criminal sólo rara vez pasaba a instancias superiores, por lo que factores como el peso del apellido del querellante, las relaciones de éste con los jueces o con sus familias eran relevan- tes en la resolución de las causas.10

7En rigor, los párrocos habilitados para ejercer como de jueces eclesiásticos tuvieron un papel más activo que el Santo Oficio en materia de persecución y represión de delitos vinculados con la religión (Di Stefano y Zanatta, 2000: 79 a 84).

8 Lo cual no era para nada excepcional en el contexto de las sociedades de Antiguo Régimen. Antonio Hespanha ha revalorizado el papel de la costumbre, la descentralización de la adminis- tración de justicia y el “débil grado de institucionalización de las instancias que deciden las cuestiones jurídicas” en las cuales participan “personas escogidas por su prestigio social y que simultanean además estas funciones judiciales con otras de carácter social” (Hespanha, 1993:24). Lo dicho sin embargo no soslaya que los conocimientos jurídicos estaban mucho más difundi- dos en la sociedad de antiguo régimen que en la sociedad moderna y que cultura lega no es sinónimo de arbitrariedad.

9 Agradezco a Jaqueline Vasallo que me asesoró sobre las cuestiones prácticas del procedi- miento jurídico. Sobre la justicia capitular específicamente cfr. Zorraquín Becú 1947.

10 La visita del Archivo Nacional de Bolivia, que custodia los expedientes de la Real Audien- cia de Charcas, confirmó nuestras presunciones. Sólo encontramos un proceso jujeño que llegó a instancias mayores a raíz del reclamo de una esclava involucrada en el episodio. En cuanto al

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Vayamos ahora a la muestra que actualmente llevamos reunida. Como dijimos antes, comprende procesos y denuncias contra hechiceros de las juris- dicciones de Córdoba, San Miguel de Tucumán y Santiago del Estero.11 Los materiales fueron recogidos en cuatro archivos: los provinciales de Tucumán, Santiago del Estero y Córdoba y el del Arzobispado de Córdoba, que custodia el modesto fondo del Santo Oficio de la Inquisición. La calidad de los docu- mentos es despareja: aunque unos cuantos procesos se conservan completos, de los expedientes del Santo Oficio sólo tenemos la denuncia y eventualmente la comparencia de algún testigo. Sin embargo, consideramos que el número de casos acopiados hasta el momento es bastante significativo, tal de otorgarle relevancia al problema y de hacer posible un primer abordaje comparativo.

Contamos por ahora con 26 expedientes que remiten a siete casos cordobe- ses, uno riojano, diez santiagueños y ocho de San Miguel de Tucumán. Para otorgarle una mayor homogeneidad a la muestra, eliminamos de ella las de- nuncias y los procesos que juzgan delitos limítrofes con la hechicería, tales como la superstición, el sortilegio y el curanderismo, así como las querellas por injurias presentadas por mujeres tildadas de hechiceras, que exigieron su des- agravio ante las autoridades. En estos casos la hechicería como delito tiende a diluirse, tanto en la perspectiva de las autoridades judiciales como en la de los reos o demandantes. Por último, cabe destacar que de los expedientes cordobe- ses, cinco son denuncias realizadas frente al Santo Oficio de la Inquisición, cuya repercusión posterior en el tribunal limeño ignoramos. Por lo tanto, reite- ramos, lo más jugoso de los materiales recogidos hasta ahora proviene de los procesos criminales sobre los que tenía jurisdicción la justicia capitular.

¿Cuándo tuvieron lugar estos procesos? A juzgar por el patrimonio de los archivos consultados, con excepción de dos casos tucumanos de 1688 y 1689, la actividad antihechiceril parecería circunscribirse al siglo XVIII, precisamente cuando la persecución de brujos y hechiceros retrocede en Europa y en Améri- ca y los presuntos saberes diabólicos de la centuria anterior pasan a percibirse como fantasías de rústicos (Russell 1998; Campagne, 1999). Sin embargo, sabemos positivamente que también en los siglos XVI y XVII se persiguieron “hechiceros”, más allá de que no se conserven expedientes. Son bien conoci- dos el episodio de la quema de cuarenta ancianos indígenas, ordenada por Ramírez de Velazco en 1586 (Jaimes Freyre, 1915:108) y las denuncias hechas

funcionamiento de las justicias locales, no tenemos noticia de trabajos recientes sobre Santiago del Estero ni San Miguel de Tucumán. Para el caso cordobés (Punta, 1999) y sobre el Comisa- riado del Santo Oficio (Vasallo, 2000).

11Como obras de referencia sobre las tres jurisdicciones utilizamos (Punta, 1997); (Arcon- do, 1994) (López de Albornoz, 2000), especialmente el capítulo 8 y (Farberman, 1995). Como el lector podrá apreciar, se trata en general de trabajos que cubren un período algo posterior al considerado en este artículo.

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por los jesuitas en las cartas anuas del siglo XVII acerca de la pervivencia de prácticas religiosas indígenas interpretadas como hechiceriles. También los jui- cios que consideramos en la muestra evocan episodios de persecución anterio- res, de los que no han quedado rastros en los archivos. En cuanto al período posterior, la ausencia de fuentes criminales que se ocupen de delitos mágicos no necesariamente indicaría el cese de una, por lo menos discreta, persecución de “hechiceros”. Por ejemplo, una informante santiagueña de la Encuesta Na- cional de Folclore de 1921 registra que fue “en épocas de Ibarra y Taboada (....) cuando más se las ha perseguido [a las hechiceras, JF] castigándolas

cruelmente”; mientras que varios otros informantes describen los castigos que se les propinaban a las sospechosas en las comisarías en pleno siglo XX.12 Estamos, en consecuencia, ante un fenómeno de larga duración del que sola- mente estamos abordando un breve paréntesis.

Volvamos ahora a la muestra. Los 26 casos reunidos se encuentran poco homogéneamente distribuidos a lo largo del siglo y denotan también una acti- vidad diferenciada de las distintas cabeceras y tribunales locales. Aunque de- ben leerse con mucha cautela, los datos del cuadro I nos dejan esta impre- sión.13

Cuadro I: Procesos y denuncias contra hechiceros 1688-1797

Período

Inquisición

Capitular de

Capitular de

Capitular de

Capitular de

Total

 

 

 

Córdoba

La Rioja

Santiago

Tucumán

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Antes de 1700

 

 

 

 

2

2

1700-1719

 

1

1

 

3

2

7

1720-1739

 

1

 

 

5

2

8

1740-1759

 

3

 

 

1

 

4

1760-1779

 

 

1

1

1

1

4

1780-1799

 

 

 

 

 

1

1

 

 

 

 

 

 

 

 

Total

5

2

1

1 0

8

2 6

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

12Encuesta Nacional de Folclore, Provincia de Santiago del Estero, Caja111, carpeta 350, Los Mataderos (Salavina) p.68 vta. La informante es Jacoba A. De Jolde, de 70 años. Sobre denuncias y maltratos de supuestas hechiceras en las comisarías, cfr. carpeta 271.

13Ya que, como dijimos, el tiempo y el azar han pesado muchísimo sobre el patrimonio de los archivos y porque nos encontramos frente a una muestra mas bien modesta en comparación con las mexicanas o las peruanas que reúnen centenares de causas. Reiteramos, de todos modos, que la muestra es provisoria y que futuras búsquedas en los archivos provinciales pueden modificar los resultados.

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Dos hechos llaman la atención a simple vista: la menor injerencia de la justicia capitular cordobesa en torno a estos temas con la consecuente concen- tración de las pocas denuncias frente al Santo Oficio en el ventenio 1740- 1759, y la más intensa actividad temprana (primera mitad del siglo XVIII y antes) de la justicia capitular tucumana y santiagueña. El primero se explica por razones obvias: teniendo a mano el comisariado, fue éste el que acogió las angustias de los vecinos.14 El segundo resulta más difícil de explicar por el momento, pero bien podría atribuirse a la actuación de autoridades civiles más preocupadas por estos delitos, que emprendieron contra los “hechiceros” una suerte de cruzada personal. Un caso paradigmático en este sentido es el del teniente gobernador Alonso de Alfaro, mencionado en nada menos que seis procesos. Además de arrogarle en 1715 su propia enfermedad a las artes de la india Magdalena, el funcionario levantó en fecha desconocida un “sumario contra varias hechiceras”, denunció a otras dos mujeres en 1720 e hizo quemar “por bruja” a la madre de Francisca, protagonista del proceso santiagueño de

1761. La larga mano de Alfaro llegó también hasta San Miguel de Tucumán: en el juicio iniciado en 1721 contra las indias Magdalena y Lorenza, consta una carta del teniente de gobernador, solicitando que se envíe a las reas a Santiago del Estero. Lo dicho sobre Alfaro se refleja también en la composición de los tribunales: aunque las autoridades capitulares debían rotar de año en año, la reiteración de los miembros de los tribunales santiagueños, y también la de algunos testigos, es un dato insoslayable. En San Miguel de Tucumán los procesos de oficio no fueron la norma, pero también allí se nos revela una élite temerosa del poder de los hechiceros, que a veces es simultáneamente juez y parte: los querellantes aparecen entre los testigos del proceso siguiente y los mismos nombres se repiten en las declaraciones reunidas por los alcaldes.15

Tratemos ahora de sistematizar los casos recogidos en una provisoria perio- dización. En ella, la década de 1740 estaría señalando, en términos generales, una inflexión en el número de procesos pero también en su contenido. Antes de esa fecha, los tribunales civiles son los receptores principales de las denuncias y la actividad hechiceril ocupa el centro de la escena. La mayor parte de estos

14Que obviamente no se limitaban a los casos de hechicería. El fondo del Santo Oficio reúne una decena de denuncias sobre sortilegio, superstición y curanderismo que descartamos de esta muestra.

15Por ejemplo, en Santiago Agustín Ximénez y Guzmán ejerce la función de defensor de Francisca y su hija en 1720 y la de fiscal en los procesos contra Ana y Simona (1725) y contra Pascuala Asogasta (1728); don Juan de Trejo es designado fiscal en los dos procesos de 1715; Juan de la Vega, testigo en la causa contra las mulatas sanpedrinas en 1720, es nombrado intérprete en el proceso contra Francisca y Simona de 1725. En San Miguel de Tucumán los querellantes suelen ser encomenderos, por lo que no sorprende su participación en el tribunal capitular. En los casos de Magdalena y de Ana de los Manantiales, el tribunal tucumano fue compuesto de idéntica manera.

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procesos (17 en total) comparte el mismo esquema: es el encomendero/a o el propietario de esclavos domésticos quien denuncia o se querella criminalmente con su servidor por dañarlo personalmente o por haber muerto o enfermado a un pariente. Para consolidar la evidencia, se suelen traer a colación supuestos maleficios anteriores, a menudo dirigidos contra iguales y aún contra parientes del reo. En contraste, después de 1740 el Comisariado recibe otro tipo de de- nuncias que rozan más los delitos de curanderismo y sortilegio que la hechicería propiamente dicha. Son diez en total pero solamente incluimos tres en la mues- tra, por concernir más estrictamente a nuestra problemática. En un segundo grupo, encontramos los dos únicos procesos cercanos a la “brujería” (vale decir, que suponen un delito colectivo y por ende la complicidad de los supuestos culpables): se trata del proceso santiagueño de 1761 y del riojano de 1771, del que sólo se ha conservado la sumaria información. Por último, en los cuatro casos restantes de este período, la acusación de hechicería termina por desdi- bujarse y en uno de ellos el querellante se retira.

Resumiendo: el combate de los tribunales civiles contra la hechicería (al menos en las jurisdicciones que estudiamos) parece haber sido bastante activo en la primera mitad del siglo XVIII y, casi seguramente, también antes. Ya dijimos que los procesos más tempranos nos remiten a otros numerosos casos, cuyos expedientes no se conservan, mientras que en nueve de los expedientes recogidos la presunta hechicera estaría reincidiendo en su delito (y se reconoce que fue apresada, atormentada o desterrada tiempo atrás). En contraste, en la segunda mitad del siglo XVIII la hechicería parece adosarse a otro tipo de delitos más leves, especialmente al curanderismo (podríamos agregar una de- cena de expedientes judiciales más sobre este asunto). Sin embargo, los episo- dios de 1761 y 1771, sobre los que volveremos con más detalle, sorprenden por el terror que despertaron en la ciudad y la violencia inusitada que se aplicó con las reas santiagueñas. Más adelante intentaremos explicar las razones de esta alarma colectiva. En todo caso, es una señal de que la creencia en la hechicería seguía muy viva tanto en el imaginario popular como entre los miembros de las élites locales.

Los reos 16

Intentemos ahora delinear un perfil de los sospechosos, teniendo en cuenta que algunos procesos involucran a más de uno. Consideraremos en primer lu- gar el conjunto de la muestra, para discernir luego los distintos subgrupos que

16Utilizamos la palabra reo sin adjudicarle un sentido negativo. Simplemente, la preferimos a otros términos como “imputado”, no habituales en el lenguaje técnico de la época.

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aparecen en función del período, del tipo de delito y de las diferencias regiona- les.

1- El dato más imponente, y casi previsible, es que en el universo de los reos prevalecen las mujeres.17 Son, en efecto, 36 las mujeres sindicadas como hechiceras y solamente seis los varones, de los cuales tres denunciados -por mujeres- en el comisariado cordobés. Ahora bien, si las mujeres eran acusadas con mucha mayor frecuencia de ser hechiceras, los varones se imponían decidi- damente entre los curanderos y adivinos que, como veremos, solían “diagnos- ticar” el maleficio. La dupla “hechicera”/curandero, en efecto, es una constante en estos casos y aparece en más de la mitad de los episodios tucumano/santia-

gueños y en cinco de los cordobeses. Ya volveremos sobre el tema – estamos dejando de lado provisoriamente que la actividad hechiceril y la tera- péutica suelen ser dos caras de una misma moneda, por ahora sólo queremos dejar sentada esta peculiar diferenciación sexual.

2- Son las indias las que predominan en el universo de las reas (19 casos), seguidas por las mujeres de color (8 casos). Entre los hombres, en cambio, la sangre negra prevalece sin contrastes y, salvo en un caso, todos los reos son negros, mulatos o zambos. Claro está que esta diferenciación étnica reproduce la composición de los sectores populares de las tres cabeceras que estamos considerando. Así, solamente en Santiago del Estero y en San Miguel de Tucu- mán encontramos “hechiceras” (y curanderos) indígenas, mientras que en Cór- doba el delito está asociado sobre todo a la negritud. En las tres jurisdicciones no faltan tampoco algunos sospechosos presuntamente españoles o tal vez mestizos (6 reas/os de etnia dudosa). Sin embargo, sólo se iniciaron efectiva- mente procesos contra dos mestizas y apenas un hombre mestizo fue apresado.

3- Contamos con el dato de la edad para 24 reos solamente (23 de los cuales son mujeres). El promedio de edad es alto, 42,7 años, pero la cuestión merece un análisis más detenido, ya que existe una correspondencia bastante evidente entre etnia y edad. En efecto, si tomamos solamente a los reos indíge- nas y mestizos, solamente cinco tenían menos de 40 años mientras que otros 13 –a los que habría que sumar dos mujeres más, de las que no se proporciona el dato de la edad pero se indica la madurezlos superaban. Y de las cinco

17El predominio femenino entre brujos y hechiceros es un tema bastante estudiado, espe- cialmente para Europa. Sobre los fundamentos teológicos y “biológicos” de la misoginia en la Edad Moderna (Daxelmüller, 1997: 218-225). Una militante mirada feminista del mismo pro- blema en (Lewellyn Barstow, s/f.). Sobre la hechicería en el área andina es importante la perspectiva de género que propone Irene Silverblatt (Silverblatt, 1990: 118 a 144).

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“jóvenes”, cuatro fueron absueltas inmediatamente: una había sido inculpada por una de las reas y las otras tres eran la hija y las nietas de dos supuestas hechiceras respectivamente. Todo lo contrario ocurre con las mujeres negras, pardas o mulatas. Salvo una, todas ellas eran jóvenes. Hay en estos casos una clara asociación entre los delitos hechiceriles y el apetito sexual desenfrenado, el clásico estereotipo aplicado a las mujeres de color (Goldberg, 2000: 67 a 83).

4- Las mujeres indígenas están casi todas encomendadas, aunque sola- mente ocho vivían en pueblos de indios y de éstas la mitad aparece involucrada en un único proceso, el santiagueño de 1761(Farberman, 2001). En cuanto a los reos de origen africano, son libres en cinco casos y esclavos en siete, y los mestizos, obviamente, resultan siempre libres. No obstante, más allá de su condición jurídica, el status de los hechiceros se ajusta a un perfil bastante nítido: todos pertenecen a la vasta categoría de “gente de servicio”. Pero esto no supone, salvo en el caso de la esclavitud, un vínculo de dependencia irreversible hacia sus amos: como ya veremos, el mundo de las hechiceras y de los curan- deros está estrechamente ligado a la movilidad espacial (forzada por fugas y espontánea) y con ella al cambio frecuente de patrones y protectores.

5- No tenemos datos sobre estado civil para todos los reos, especialmente en el caso de los varones. Sin embargo, considerando a las mujeres, resalta el hecho de que el número de solteras y viudas –solas, en definitiva– más que duplica al de casadas (20 y 9 respectivamente). Y entre estas últimas, dos son mujeres libres de hombres esclavos, lo que quizás las colocara, frente a los ojos de sus jueces y de la sociedad colonial, en una situación de “casadas a me- dias”.18 La ausencia de sujeción entonces, como hemos sostenido en otra parte y lo confirmamos ahora, es un componente importante del perfil de las reas (Farberman, 2000).

6- Mujeres, indígenas, maduras, solteras o viudas son entonces los rasgos que dominan claramente en los procesos tucumanos y santiagueños. Los siete casos cordobeses se ajustan menos a este perfil no sólo porque los negros y mulatos, por lo general esclavos, suelen ser sospechosos de hechicería sino porque los episodios transcurren con mayor frecuencia en el ámbito urbano. Es decir, en un espacio en el cual, entre otras cosas, los reos hablan el mismo idioma que sus denunciantes y las prácticas mágicas hispanas se confunden con otras de probable origen africano. Es otro mundo y son otros los actores

18Y de hecho, en esos casos los testigos censuran las “vidas licenciosas” que llevan estas mujeres casadas con esclavos.

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que animan los procesos cordobeses, como comprobaremos a través de la descripción de algunos casos.

7- Ya dijimos que los reos son en líneas generales “gente de servicio”. Preci- semos ahora un poco mejor las ocupaciones valiéndonos de los datos que ellos mismos declararon. Y aquí también aparecen diferencias regionales que recla- man su explicación. En principio, se interrogó por su ocupación a todas las reas santiagueñas, incluso a las muy jóvenes, pero solamente a una de las tucuma- nas, que declaró vivir “de hacer ollas”. Probablemente, los jueces dieron por descontado el carácter de criadas domésticas de casi todas las sospechosas tucumanas y también de las esclavas cordobesas. Esto, a nuestro juicio, debe relacionarse directamente con el denunciante o delator: en Tucumán las acusa- ciones parten de las presuntas víctimas o de sus parientes, que son a la vez los amos o protectores de las acusadas y lo mismo ocurre en cuatro casos cordo- beses. En Santiago identificamos al querellante en tres casos solamente, y to- dos los procesos, salvo uno, son de oficio. En líneas generales, las reas santia- gueñas tendrían una larga lista de crímenes de origen preternatural en su haber y casi todas provienen de pueblos de indios y viven por su cuenta, mantenién- dose con sus hilados, tejidos y eventualmente de la alfarería .

Presentamos hasta aquí un perfil de los reos que no puede sino ser esque- mático. Como vemos, algunos de los rasgos que caracterizan a nuestras “he- chiceras” (el sexo, la edad, la soledad) entran muy bien en el estereotipo euro- peo y de hecho, fueron juzgadas por los notables locales, que probablemente compartían ese estereotipo en su variante española.19 Y sin embargo, como ya adelantamos, los contextos, las causas y las repercusiones de estos episodios nos permiten discernir situaciones muy diversas entre sí y sobre todo mundos muy distintos y francamente lejanos del europeo, insinuado en las actuaciones de fiscales y defensores. Construimos una suerte de clasificación, no exhausti- va, para organizar los casos hallados hasta ahora: la propuesta de lo que sigue es otorgarle una mayor densidad a través de la narración de algunos de ellos.

Pleitos domésticos

Una disputa familiar o un litigio entre vecinos podían alimentar la fama de hechicera y, todavía más, podía “fabricar” una hechicera. En este apartado

19Es conveniente aclarar que en España tuvo mucho más arraigo el estereotipo hechiceril que el brujeril. Cfr. al respecto (Campagne, 1999) que analiza con detalle la manualística antisupersticiosa española del siglo XVII.

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incluimos algunos ejemplos de aquellas situaciones que, a diferencia del esque- ma más corriente, suponían una relativa horizontalidad –que con cierta fre- cuencia se expresa en relaciones de parentesco– entre los reos y sus querellan- tes o denunciantes.20 Estos pleitos parecen encontrar un terreno fértil en los sectores más bajos del mundo hispano criollo, más pendiente del deber ser, del honor femenino y de la pública buena fama. Como veremos a continuación, la moral sexual dudosa se superpone con la presunción de hechicería y es contra ambos cargos que las sospechosas se defienden, o simplemente se previenen.

Escuchemos por ejemplo a Juana Barrasa, pobladora de Mochimo, que en 1750 se dirigió al Alcalde de Primer voto del Cabildo de Santiago del Estero para denunciar a su vecino Julián Barrasa por haberla insultado y herido bru- talmente con un garrote.21 La pobre mujer llegó a la ciudad con el rostro hin- chado y sangrante. Sin embargo, para ella representaba “lo menos mi maltra- tamiento como el darme el renombre de hechicera o encantadora, lo que mis vecinos y comarcanos tal mancha ni infamia contra la fee han oido, solo por un curandero que a andado por esos paises”. Juana exigía de los jueces capitu- lares su desagravio y también el embargo de los bienes de su difamador.La denuncia de don Francisco Dominguez en el Comisariado de Córdoba tenía el mismo propósito que la de Juana. Dominguez pretendía salvar el honor de su esposa Rosa Oliva, vendedora de un polvillo que le había llagado la nariz a dos vecinos, despertando en ellos las sospechas de maleficio. También la cordobesa María Asunción Barrientos pidió a las autoridades capitulares, que se la des- agraviara. Don Ignacio Malpica, pulpero, la había tratado públicamente de hechicera y puta, en el momento en que concurría a empeñarle “una bolsita de avestruz dentro la qual conservaba una diente de ajo tostado para precaberme del veneno de víboras”.22

Ninguno de estos tres casos pasaron a mayores y, por tratarse de querellas por injurias, no los incluimos en la muestra inicialmente presentada. Si los traemos a colación en este apartado es porque nos proporcionan indicios de ajustes de cuentas entre vecinos más que sospechas sinceras en la realidad de las actividades mágicas. Juana Barrasa, Rosa Oliva y María Asunción Barrien- tos tenían bastante en común: por lo menos dos de ellas eran casadas y todas eran tenidas por españolas. Las tres eran pobres pero no por eso dejaban de pertenecer a la gente decente y era su respetabilidad la que defendían por considerar ultrajada.23 No sabemos qué ocurrió con María Asunción; en los

20La persecución intensa de brujos y hechiceros nacida en poblados minúsculos es un tema ampliamente estudiado en la historiografía europea. Los ejemplos de Zugarramundi, Montain- llou y Roquefort son algunos de los más conocidos (Henningsen, 1990); (Le Roy Ladurie, 1984).

21AGPSE, Trib, 11, 901, 1750.

22AHPC, Crimen, 77, 19,1797.

23Sobre el honor femenino y su defensa ante las autoridades judiciales, cfr. Cicerchia, 1990.

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otros dos casos, las mujeres recobraron su honra. Juana perdonó a Julián Barrasa, compadecida por “el lastimoso clamor de la muger e hijos del dho” y se le restituyeron al ofensor los bienes embargados. En cuanto a Rosa Oliva, el comisario del Santo Oficio desestimó su fama de hechicera por fundarse en “rumores populares, palabras ambiguas y echos equívocos”. En suma, las tres mujeres se preocuparon por su reputación pero quizás también actuaron por precaverse. La buena fama era un elemento de peso y su pérdida podía tener consecuencias peligrosas, tal como lo experimentaron en carne propia las tucu- manas María Mesa e Isabel Olloscos, la cordobesa María Murúa o el joven santiagueño Antonio Galván. Todos ellos, mestizos y españoles como los ante- riores, tuvieron que soportar la prisión a la espera del fallo de la justicia.

Los hechos que padecieron María Mesa y su hija Isabel Olloscos tuvieron lugar en 1688 y pueden resumirse como sigue: Ana Vira, india y “hechicera muerta en la hoguera”, delató bajo el rigor del tormento a María e Isabel, quienes le habrían “mingado” sus servicios mágicos para maleficiar a varias personas.24 Aprovechando este incierto indicio, la querellante doña Juana de Cevallos Morales, le endilgó a las mestizas la muerte por maleficio de su mari- do, su yerno e hijos. La prisión de las dos mujeres se prolongó durante siete meses, no obstante las diligencias del marido de María, que asumió la defensa e intentó apresurar la resolución de la causa. Finalmente, madre e hija queda- ron libres bajo fianza.

¿Cuál es el significado de este pleito, que podemos definir con toda propie- dad como doméstico? Aunque existen vínculos de parentesco entre doña Jua- na y las reas, el pleito deja al desnudo la intrincada red de relaciones de depen- dencia informales que se establecen en el interior del grupo y que entran en crisis con la muerte de los hombres de la casa.25 Veamos cómo estaba confor- mada la familia ampliada de la querellante: doña Juana Cevallos, su marido e hijos componen el núcleo principal, que “protege” a un segundo núcleo depen- diente, conformado por María, su esposo y su hija Isabel. De tal “protección” nos hablan los testimonios de las reas, que en varias oportunidades destacan su propia reciprocidad frente a la querellante y su parentela, agasajando al difunto protector en las comidas, prestándole los bueyes y ofreciéndole su tra- bajo personal. Pero a su vez, estas mujeres agregadas de los Cevallos, también tienen una dependiente: han alojado “por caridad” a la india Ana Vira, la misma que ingratamente las acusó de haberles encomendado la muerte de los hombres de esa familia que, en definitiva, las protegía a todas. Mientras los tiempos de la justicia se prolongan, las procesadas y el marido de Isabel Ollos- cos deben enfrentar dificultades no menores. Claramente, parte de esas dificul-

24Por mingar se entiende en este caso “pedir” o “encargar”.

25Juana de Cevallos Morales es tía de Isabel Olloscos.

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tades tenían que ver con el honor de las mujeres involucradas (la más joven es acusada además de mantener relaciones ilícitas con un hombre casado) pero no resultan de poco peso otras razones más prosaicas. La dilatada prisión de María e Isabel redunda en la ruina de la escasa fortuna familiar: cuatro leche- ras y una sementera en “tierras propias” que según el defensor, las mujeres estaban impedidas de atender.26 El episodio de las mestizas tiene además para nosotros un valor adicional de síntesis. Como vimos, una mujer española acu- sa a sus dos dependientes, de condición socioétnica inferior, de “contratar” a una hechicera, no de hacerlo personalmente. Por lo tanto, quien tiene el secre- to, la “verdadera” hechicera, es en realidad la india muerta, la “otra”, el último eslabón de la cadena de dependencias, la que sufrió las torturas y además se llevó el secreto a la tumba. El honor y la moralidad sexual son el centro al que se reorientan las acusaciones contra las mestizas; la capacidad mágica y el mis- terio que la envuelve, la que condensa la presunta culpabilidad de Ana Vira.

Pasemos ahora al segundo episodio, cuya protagonista fue la cordobesa María Murua, que padeció un mes de cárcel por los dichos del médico itineran- te Santiago Azevedo. Un curandero es el que diagnostica el maleficio, en este caso, el que afligió a María Mercedes y a su padre, el capitán Melchor Palacios, rescatados de la muerte gracias a sus medicinas. Varios testigos fueron convo- cados para convalidar la fama de María: los jueces recabaron que había sido desterrada en el pasado por ladrona y alborotadora, que había huido con un mulato y “descompuesto” un matrimonio. Azevedo había detectado el daño analizando los orines de los enfermos y aseguraba que María había mezclado polvos de sapo en el pan y en el asado.

Las declaraciones testimoniales abonaron la mala reputación de la Murúa, si bien solamente Azevedo sostuvo que la mujer entendía de maleficios. En realidad, los testigos nos presentan a la rea en una actividad que con frecuen- cia confluye con la hechicería y el curanderismo: la de casamentera. A pedido de un vecino, declaró María, “habló a la hija de Dn Juan del Castillo para que se casase con él”. ¿Quiénes eran los Castillo? La familia a la que María presta- ba sus servicios en la ciudad, punto final de un itinerario por la campaña cordobesa. Aunque los Castillo convocaron a Azevedo como curandero, lo cierto es que no aparecen ni como querellantes ni como testigos. Y que la denuncia que Azevedo hizo frente a la justicia capitular terminó por volverse contra él, al punto que fue sentenciado a una condena de seis meses por curar sin permiso del Protomedicato y del tribunal del Santo Oficio. La declaración de María

26Esta estructura familiar compleja se ajusta muy bien a la que Cristina López describe como típica de la campaña tucumana. Los vínculos de dependencia, más informales que formales, se originan en las dificultades en el acceso a tierras en un contexto de altas densidades de población. Este sistema de “alta presión demográfica” era compensado con una alta movi- lidad espacial de la población (López de Albornoz, 2000: 246 a 249).

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descubrió además las verdaderas razones de Azevedo para inculparla: el curan- dero había tenido una riña con su marido y se había vengado primero divulgan- do y convirtiendo luego en denuncia el peligroso rumor. La misma María “se quejó al juez de comisión Dn Bernardo Lopez contra el declarante por haver este vociferado en aquel partido haver la dha Maria maleficiado a varias perso- nas”.27

Santiago Azevedo es un representante habitual del colorido mundo de cu- randeros que estos procesos nos descubren: personajes itinerantes, de múltiple procedencia y variopinta clientela. Originario de Santa Fe y viudo, Santiago declaró entender “de carpintería, albañilería y curandero y que con dhos minis- terios pasa su vida”. Sin residencia cierta, Azevedo ofrecía, como otros mu- chos, sus servicios en las campañas y en la ciudad, diagnosticando el maleficio a través de la observación de los orines y del pulso de los enfermos. Había aprendido su oficio de muy joven, cuando “sirvió de paje a un hombre de España cuyo nombre ignora y que ese se exercitaba en leer de un Libro que trataba de esas cosas”. Este caso de cultura docta que informa la popular resulta toda una excepción en un repertorio de medicinas y curaciones transmi- tidas oralmente, en las que abundan las evocaciones indígenas y africanas.

Por último, también el santiagueño Antonio Galván cayó en desgracia por culpa de un curandero.28 La denunciante Rosa Ulloa creyó en el diagnóstico de un “indio paraguay” que “formándose médico a andado publicamente curan- do” y que atribuyó su enfermedad a maleficio “poniendole en el vientre dos gatos”. Aunque el curandero se desdijo y la querellante desistió, Galván seguía en prisión. Es que, según lo interpretaba su madre, los dichos del paraguayo habían desatado una ola de rumores:

“la voz que ha corrido de calumnia de dho mi hijo de hechisero y el vulgo a divulgado ser causador de estas muertes por el poco afecto que dhas personas le mostraron o algunos curanderos que andan por aquel partido de los Xime- nez y Sotelo atribuido a hechiso todos los achaques naturales de que enferman por ganar algun interes con que pasar la vida”

La pobre mujer creía haber identificado los orígenes de la desgracia de su hijo, comunes a buena parte de los “hechiceros” perseguidos: las desavenien- cias entre vecinos por un lado y los diagnósticos de los curanderos –por su movilidad ajenos a la comunidad– por el otro. Estos azuzaban los rencores entre los vecinos y podían sacar algún rédito personal de sus rencillas. Volvere- mos a toparnos con este esquema en otros procesos pero en contextos dife-

27AHPC, Criminal, 22, 10, declaración de Santiago Azevedo.

28AGPSE, Trib. 6, 436, 1740.

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rentes. En los casos expuestos, los conflictos entre vecinos y parientes pare- cen haber provocado sólo indiferencia entre los jueces (las prisiones de María Mesa e Isabel Olloscos y la de Santiago Galván parecen prolongarse casi por inercia) o bien el descrédito del denunciante. Naturalmente, no sucedió lo mismo en situaciones en las que no predominaban las relaciones horizon- tales expuestas hasta aquí.

Los malos servicios

Con la excepción del caso de María Mesa e Isabel Olloscos ya mencionado, todos los procesos que se llevaron a cabo en San Miguel de Tucumán partici- pan de un mismo esquema: los querellantes o denunciantes son los amos y a la vez las presuntas víctimas de las “hechiceras” llevadas ante la justicia.29 Dos de los episodios cordobeses se ajustan también a este patrón no obstante el mun- do social y mágico que les sirve de contexto es, como ya veremos, bien diferen- te.

La relación entre la servidumbre y la hechicería empírica resulta casi obvia. Además de los resentimientos que un criado maltratado podía acumular contra su señor,30 con mucha frecuencia los maleficios circulaban a través de la conta- minación de la comida y la bebida. Un mate perfumado con misteriosos yuyos, una sopa o un panecillo envenenado podían terminar con la vida y los abusos del encomendero o del patrón. Y eran los esclavos domésticos y las indias de servicio los encargados de tratar con los sabores y los aromas de la cocina. ¿Quiénes podían entonces ser más sospechosos cuando las dolencias del señor manifestaban carácter preternatural?

Los jueces capitulares que signaron los destinos de los esclavos Juan Rocha y Gregoria en Córdoba.31 y de la negra Inés en San Miguel de Tucumán juzga- ron a los reos a la luz de un mismo estereotipo: el pacto diabólico. Era del Demonio de quien los victimarios recibían las enseñanzas y los insumos para dañar al prójimo, reato que debía castigarse severamente, aún con la muerte. Las dos mujeres fueron brutalmente torturadas; Inés sentenciada a la pena capital y Gregoria a la humillación pública y a la reclusión con servicio perpe-

29Y, en cierta medida, el caso de Olloscos y Mesa también participa de este esquema. Tal como lo señalamos en el apartado anterior, aunque existan relaciones de parentesco entre las reas y la querellante, éstas se acompañan de otras de subordinación en relación a la víctima del maleficio.

30En todos los procesos se descuenta que el maleficio responde al rencor hacia la víctima. Por ello se pide a los testigos que informen sobre posibles motivos de resentimiento y eventuales enfrentamientos y peleas entre hechiceros y víctimas.

31Sobre este caso, cfr. el excelente trabajo de Mario Rufer, 2001.

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tuo en un monasterio. En cambio el esclavo Juan fue tratado con benevolencia y se lo absolvió exceptuándolo de torturas.32

Analicemos ahora con más detalle el primero de estos episodios. El proceso contra los mulatos esclavos Juan Rocha y Gregoria se inició en la ciudad de Córdoba en 1716 a partir de la denuncia de Don Manuel Noble Canelas, amo de la mulata Tres delitos se le achacaban a Gregoria: el robo de parte de la platería de su ama, el mantenimiento de relaciones ilícitas con Juan Rocha y, por sobre todo, el haber maleficiado a su señora hasta provocarle la muerte. Temerosa de la furia de Noble Canelas, Gregoria había fugado, para luego entregarse arrepentida y declarar frente a las autoridades capitulares.

¿En qué fundaba Canelas sus sospechas? Además de que era la esclava quien se ocupaba de administrar los alimentos, un adivino y un sacerdote ha- bían confirmado sus conjeturas. Lo sabemos bien avanzado el proceso, cuando un testigo convocado por la defensa refirió que “un santo Padre debajo de confecion se lo abía dho y un adivino q estaba en cassa de Doña Juana Sal- guero”. Otro testigo precisaría más tarde que este adivino era indio: una vez más, estos sujetos aparecen mediando entre las víctimas y sus supuestos victimarios.

El proceso de 1716 contiene tres confesiones de Gregoria. La primera y la última, realizada bajo tortura, son casi idénticas. El mismo Canelas apuró las declaraciones de su esclava antes de llevarla ante los jueces con la elocuencia del cepo, los azotes y las amenazas verbales. Gregoria se reconoció finalmente como la autora de los robos pero sostuvo que era Rocha el único responsable del maleficio de su ama. En sus palabras, su amante se había servido de un par de zapatos confeccionados por él con “un alfiler en el talon para que se le entrase en las carnes y andubiese assi siempre enferma” y de un quesillo conta- minado con una sustancia mágica que llevó a la mujer a la muerte.

En la causa contra Gregoria y Juan fueron convocados numerosos testigos -tanto por el fiscal como por la defensa- negros y esclavos en su mayoría. En general hubo acuerdo sobre la buena reputación de la mujer (a lo sumo hubo quienes aceptaron que robó obligada por su amante) y la censurable fama de hechicero y encantador de Juan que “la tiene desde q es criatura” y que invo- lucraba a “la familia y parentela del dho Juan Rocha”. Incluso los testigos trajeron a colación otros sospechosos episodios del pasado de Rocha y algunos hasta pusieron en duda el hecho de que un esclavo zapatero dispusiera de dinero para andar “muy lucido de vestuario de ropa blanca (...) gastando en polbillo y xabon para labarse.33 Sin embargo, como anticipamos, solamente la

32Según Rufer, la absolución de Rocha se vincula con el alto valor económico de este esclavo en particular. Además de buen artesano, Rocha fue quizás polvillista, productor clandestino de una sustancia que se consumía sobre todo en los estratos altos.

33AHPC, Crimen, leg. 3, exp. 12, f. 187 vta.

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mujer fue torturada y luego condenada al destierro, sentencia que el mismo Noble Canelas apelaría posteriormente.34 Al fin de cuentas, la esclava pertene- cía a su cuerpo de bienes: el celo del propietario terminó por revelarse más débil que el de la justicia capitular.

El caso de la negra Inés de San Miguel de Tucumán, aunque también com- promete a una esclava, nos remite a un mundo bien diferente del de la ciudad cordobesa.35 Por empezar, si bien Inés es negra, las relaciones con la cultura indígena tucumano santiagueña informan de manera manifiesta sus confesio- nes. Por otra parte, sobresale la práctica propia de una justicia más periférica que la cordobesa: casi no se convocan testigos para instruir la sumaria ni la defensa se esmera demasiado en salvar la vida de la rea. En pocas palabras, el proceso de Inés comienza con la denuncia del capitán don Francisco de Luna y Cárdenas, que la acusa de la muerte de sus dos hermanas y de provocar la enfermedad terminal de su mujer. Un médico español ha convencido al quere- llante de que se trata de un maleficio, después de realizar una curiosa prueba y de constatar que la negra “le andubo tocando la cabeza” a su ama. Según el médico, la negra Inés tenía como segunda intención asesinar al querellante “para que muriendo la dha Señora muriese luego su marido para que se presu- miese que el pessar lo avia muerto”. Y las pruebas no faltaban: ya había anda- do don Francisco vomitando “guesesitos (...) que parecian ser de sapo y (...) unos palos de yerva y otras inmundicias, votones de asahar que no se pudo determinar lo que eran”. Se trataba solamente del principio de las tribulaciones de Inés. A medida que se completaba la información sumaria, nuevos supues- tos crímenes, pruebas y verificaciones se iban agregando al expediente. La negra Inés declaró en castellano y trató desde el principio de repartir las culpas: en sus palabras era “una india matará que les avia enechisado a su amo” y lo sabía “por aver visto ella las inmundicias q echo de su cuerpo”.

Para valorar los dichos de Inés es necesario detenernos antes en algunas cuestiones. La más importante es la asociación entre las prácticas mágicas del piedemonte tucumano y las del chaco santiagueño, ya que la referencia de la negra Inés no es la primera ni la última que nos remite a esa región inhóspita y fronteriza. Bien por el contrario, en tres procesos distintos que en breve aborda- remos, se atribuye a los indios/indias del Río Salado (india matará) el aprendi- zaje del “arte” en una escuela a la que asisten también caciques, alcaldes y sacristanes indígenas de esa zona. En segundo lugar, esta vinculación con la tradición indígena chaqueña se acompaña de una visión claramente hispana del demonio, ligada al estereotipo del pacto diabólico y que bien puede haber sido inducida por los jueces. Así, Inés confesó en la desesperación de los tor- mentos que “el demonio le habla las veses que le parece y que viene en traje de

34AHPC, Crimen, leg. 3, exp. 12, f. 293 vta.

35AGT, Sección Judicial, Caja 2, exp. 11.

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español y que avia hecho trato de darle su alma al tiempo que le enseñó el arte de hechiseria (subrayado nuestro)”.36

El pacto diabólico aparece también en el episodio cordobés antes analiza- do, pero con menos detalles. Se insinúa, por ejemplo, en la declaración del testigo Don Juan de Echenique y Cabrera quien sostuvo haber concurrido por la noche, guiado por Gregoria, ”al parage donde el dho mulato tenía el male- ficio enterrado, pasando por el parage donde abian echado la lana de los col- chones en q abia muerto la difunta”.37 Otro testigo nos dará una precisión muy significativa acerca de ese lugar: lo denomina “parage de salamanca o barranca serca de la cañada (...) donde tenia el encanto dho Juan Rocha.38 El término es rico en evocaciones: el “infiernillo de salamanca”, como designó a ese mismo lugar un tercer testigo, era mucho más que un sitio donde esconder los disposi- tivos mágicos que alargaban y agravaban las penurias de los enfermos. Lo sugirió un cuarto testigo al puntualizar que la olla que habían encontrado en aquella barranca “el dho mulato la bolbería a poner con otros hechiseros con quien andaba sin decir quienes eran”. La salamanca era, como vamos a desa- rrollar en el siguiente apartado, una escuela de hechiceros, centro de peligrosas prácticas y actividades mágicas colectivas en las que, todavía hoy, se sigue creyendo en buena parte de los poblados rurales del noroeste argentino.39

Los “casi brujos”

Una hechicera utilizaba la magia sirviéndose de burdos dispositivos para agredir a otra persona por celos, venganza o envidia. El maleficio campesino y la magia amatoria podrían fácilmente englobarse bajo el rótulo de hechicería y también ciertas prácticas terapéuticas indígenas y africanas fueron juzgadas desde esa óptica por los europeos que llegaron a América. Pero ejercer la bru- jería, aunque en la práctica ambas categorías se confundieran, era algo mucho más delicado. En Europa la brujería estuvo íntimamente unida al estereotipo del sabbat y al pacto diabólico -vale decir a un ritual y a una práctica colecti- vos- así como en los Andes fue identificada con algunos de los antiguos ritos religiosos, reinterpretados en clave de idolatría por los extirpadores.40

36Sobre la aparición del Diablo y el pacto diabólico en la tradición folclórica, (Coluccio y Coluccio, 2000).

37AHPC, Crimen, leg.3, exp. 12 (1716), f. 251.

38Id. f. 254.

39Sobre la salamanca la bibliografía es bastante extensa pero pobre y reiterativa. La síntesis más reciente se encuentra en la obra ya citada de Coluccio y Coluccio, pp.245-258.

40La bibliografía sobre la hechicería/brujería es casi interminable. Para el caso europeo, remitimos al excelente estado de la cuestión en (Campagne, 1997). También los trabajos sobre la hechicería indígena en el área andina son muy numerosos. Entre otros, (Griffith, 1998),

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Ya hemos dicho que solamente dos de los procesos de la muestra rozan la brujería, entendida como delito colectivo.41 De uno de ellos nos hemos ocupado extensamente en otra parte; en cuanto al otro, se trata del, hasta ahora, único caso riojano que conocemos (Farberman, 2000). Sin embargo, aunque iniciados contra “hechiceras” individuales, otros pleitos de la mues- tra reúnen algunos rasgos que madurarían posteriormente en la misteriosa e híbrida salamanca.

¿Qué se entiende por salamanca? Siguiendo el proceso santiagueño de 1761, que nos las presenta con todos sus detalles, se trata de un espacio colectivo de aprendizaje, oculto pero identificable geográficamente con preci- sión, en el que participan personas de ambos sexos y de diversas etnias. Allí los iniciados obtenían los insumos necesarios para producir los maleficios y hacer efectiva la venganza contra las personas aborrecidas. Algunos de los componentes del estereotipo -presentes en las descripciones de las reas de 1761 y en las versiones folclóricas del presente- evocan al sabbat europeo (se baila y se canta; los asistentes se desnudan para ingresar y no pueden invocar a Jesús ni a los santos; entregan su sangre y se topan en el espacio mágico con demonios, chivatos y viborones), no obstante estas semejanzas sean más de forma que de contenido.42

En un trabajo anterior sostuvimos la hipótesis de la existencia de líneas de continuidad entre las salamancas del siglo XVIII y los rituales que bajo la forma de “juntas y borracheras” se celebraban en los siglos XVI y XVII. Aun- que muy escasa, la documentación temprana expresa la preocupación de las autoridades civiles y eclesiásticas por la pervivencia de estas prácticas religio- sas antiguas. Las Cartas Anuas jesuíticas, por ejemplo, son bastante elocuen- tes y muestran a la vez la vasta dispersión de los ceremoniales colectivos durante el siglo XVII.43 Los jesuitas entendían que era el Diablo el que instiga-

(Duviols, 1988) y (Silverblatt, 1990: cap. IX). De particular interés –y quizás más cercano a nuestros casos- es el análisis de la “hechicería colonial” de Laura de Melo e Sousa, (Melo e Sousa, 1993) . Como señala la autora, los procesos coloniales característicos son en su mayor parte contra hechiceros individuales.

41Por supuesto que el carácter colectivo o individual no es el único elemento que diferencia las prácticas hechiceriles de las brujeriles. También el carácter real (hechicería empírica) o imaginario (existe bastante consenso en rechazar la idea de la existencia real del sabbat) divide las aguas entre las dos prácticas.

42En el proceso de 1761 se describen minuciosamente tres salamancas. Por razones de espacio, reproducimos sólo una de las descripciones y remitimos a nuestro trabajo (Farberman, 2000) “Está del pueblo de Tuama cosa de una Legua para fuera, que se llama Vrea Panpa, que tiene un jarillar o monte espeso y que hablan con un hombre qe parece español, mui feo y con la cara mui peluda y qe este les enseña qe con tierra o hormiga y otra qualquiera cosa que les pida les dara para que maten o hagan daño”.

43Por ejemplo, sobre Santiago (Maeder, 1984: 34); sobre Córdoba, (Maeder, 1984: 52-54)

;sobre Tucumán (Documentos, 1929:410).

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ba a los indios a embriagarse con chicha de algarroba y registraron algunas de las figuras en las que ellos interpretaban que el Demonio se les presentaba a los iniciados. En Santiago del Estero, por ejemplo, una mujer que espiaba a un grupo de indios congregados en una borrachera “vio al demonio vestido de blanco de pies a cavesa muy regosijado bebiendo con ellos y en medio como presidiendo en aquella bestial junta”(Maeder, 1984: 34). A continuación, y al mejor estilo del sabbat, el demonio siguió a la india hasta su casa y tuvo relaciones sexuales con ella. En La Rioja el diablo instigó a los indígenas a cometer “contra la religión mil bárbaros desacatos, poniendo fuego a las iglesias, rasgando las santas imágenes, vasos sagrados; dansando con aque- llos en sus fiestas y veviendo en ellos en sus borracheras su chicha abominable (Maeder, 1984: 70). En Córdoba a un indio se le presentó también “el anti- guo enemigo de los hombres (...) en disfraz muy grande y temible; con barba muy larga, con ojos horribles” y lo volvió su esclavo, forzándolo a perpetrar todo tipo de atrocidades. Claro que esta perspectiva demonizante y eurocén- trica de los sacerdotes jesuitas oscurecía una de las reales dimensiones de los rituales de los montes: la de la recreación de aquellos lazos comunitarios aflojados por la conquista y la dominación colonial (Castro, 2000). Sostene- mos que esas juntas, asociadas durante los siglos XVI y XVII a prácticas reputadas como idolátricas y por lo tanto diabólicas, persistieron transforma- das y resignificadas a lo largo del siglo XVIII y los procesos nos permiten tener noticia de ellas a través de los testimonios indígenas.

Vayamos al primer ejemplo. En 1715 la india de Tuama (Santiago del Estero) Juana Pasteles fue apresada por la justicia por considerársela autora de la muerte del cura del pueblo. Juana tenía además un pasado sospechoso: se creía que había terminado con la vida de su marido años atrás y que había enfermado a un indio de su pueblo, salvado a último momento por un curan- dero del Río Salado (nuevamente, reaparecen los especialistas terapéuticos de la frontera chaqueña).44 La mujer dejó tres confesiones, dos de las cuales producidas bajo tormento y siempre traducidas del quichua al español. Atri- bulada por el sufrimiento, reconoció que una india del Tucumán fue su maes- tra y que fue ella quien le “enseñó a bailar en Chiquiligasta, donde hubo un arpa en cassa de Lasarte”. En ese mismo lugar, le fue entregada una piedra para prevenirse de “cuando los hombres no me quisiesen” y se la convidó a ejercer la hechicería a cambio de aprender a tocar la guitarra. Juana aceptó la propuesta sólo posteriormente y terminó por unirse a otros hechiceros en el monte. En la espesura “hallo un chivato (....)” al que su maestra “le dixo le

vesase el ravo”. La actitud, ahora decidida, de Juana –que arrojó el rosario que llevaba al cuello para que el chivato se le acercara– le permitió aprender

44AGPSE, Trib. 14, exp. 1145, 1715.

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cómo deshacerse con artes mágicas de un marido que “la martirisava y maltratava”. La Pasteles sostuvo también haber hablado con el demonio en figura de indio (luego se rectificó y lo describió como español) y haber recibi- do de él las hierbas que, en complicidad con una comadre suya, le permitieron poner fin a la vida de un indio de Matará. Según Juana

“Maria, mujer del sacristan del pueblo de Matala, su comadre, suele comu- nicar de dho arte y es hechisera cuia comunicazion con otros mas la tiene en su casa de esta confesante, en donde se suelen juntar por tiempo de algarrova i en dhas juntas i borracheras se les aparece el demonio en figura de indio y puesto un cuchillo vailan, cojiendo brasas en las rocas”.45

Como vemos la “salamanca” de 1715 está casi completa, es más, constitu- ye una especie de “borrador”de las de 1761 que, no casualmente, involucran a otras indias del mismo pueblo de Tuama. Se nos podría decir que la tortura que apresura esta confesión invalida los dichos de Juana. Sin embargo, no podemos imaginar a los jueces como “apuntadores” de este discurso, demasia- do local y vinculado a las prácticas campesinas de Santiago para ser dictado.

En otros casos aparecen sólo algunos elementos aislados del estereotipo, que de todos modos nos sugieren fuertemente su presencia. Como en el episo- dio santiagueño de 1729, que comprometió a la india Luisa y secundariamente a su hija Antuca, de Pitambalá.46 No contamos con la confesión de la rea, pero varios testigos afirmaron que madre e hija, sospechosas de haberles provocado enfermedades a varios vecinos, se alejaban hacia el río por la noche. Y ambas lo hacían desnudas, como quien asiste a una salamanca... Lo mismo podemos alegar en referencia a Pascuala Asogasta.47 Esta india santiagueña, casada con un esclavo de la ranchería de los mercedarios, no habla de salamancas pero suele concurrir a “una junta que tienen sobre el río en cierto paraje para apren- der a bailar” (subrayado nuestro).48 Y he aquí que, no casualmente, esta mujer se desempeña como “médica”, atando y desatando encantos, en los parajes rurales. En fin, aunque no se trate de procesos colectivos y los jueces no se empeñen ni siquiera en conocer los nombres de quienes concurren a las peca- minosas “juntas” en las que se liba, se toca música y se baila, no podemos dejar de evocar a aquéllos rituales de orígenes remotísimos, que en el siglo XVIII sólo están convocando a selectos iniciados.

Nos queda ahora por presentar brevemente el proceso de La Rioja, en el cual –en contraste con los antes analizados– la complicidad y la acción colec-

45AGPSE, Trib. 14, 1145, 1715.

46AGPSE, Trib. 10, 806, 1729.

47AGPSE, Trib. 9, 72, 1728.

48AGPSE, Trib. 9, 72, 1728, f. 15.

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J. Farberman Sobre brujos, hechiceros y médicos

tiva de los “hechiceros” se nos presenta, en apariencia, como una construc- ción de los jueces.49 La coyuntura parece propicia para una interpretación de esta naturaleza: en ese año La Rioja se encuentra extenuada “en la pobreza y desdicha (....) abatida de plagas, ya de gusano, ya de langosta, de peste, de

seca y aun las aguas que caen de grande perjuicio” y “no pueden faltar plagas ni desdichas donde tambien tiene el demonio secuaces quienes le hagan sa- crificios”. ¿Quiénes integran la supuesta junta de hechiceros? La sumaria información inquiere a los testigos sobre las obras de Ursula Juarez (Uchuca) y sus hijas, doña Pascuala Moreno, viuda del cacique del pueblo de Olta, la parda Bernachilla y Manuel, negro esclavo de Santo Domingo. La variedad socioétnica de los reos se reproduce en el espectro de las víctimas de los maleficios: cuatro notables de la ciudad (todos llevan el “don”), dos negras esclavas, una mujer mestiza y una negra libre.

Es notable que casi todas las personas afectadas hayan sido atendidas por “médicos” de condición servil. Por ejemplo, a una de las negras esclavas, “el negro Juan le sacó de la pierna donde tenía el dolor una mazorca de maíz” mientras que la parda María de las Mercedes le extrajo a don Laurencio Quin- tero “una lagartija de la pierna donde padecía el dolor”. Ninguno de estos curanderos figura entre los presuntos hechiceros. Sin embargo, la pregunta que se les dirige a los testigos reza “si saben que las dichas [personas] contenidas en la segunda pregunta y otras y otros hayan usado o hubiesen usado y crean en hechicerías, brujerías y otras supersticiones y curan o han curado de achaques y maleficios de dicha naturaleza”. Así es que, para los jueces riojanos, el arte de dañar y el arte de curar se aprenden en idéntica escuela, no obstante se hagan diferencias, como en los dichos atinentes al negro Juan, que “había aprendido el arte de hechicería para curar y no para dañar y que de facto, sabía esta declarante curaba dicho negro de los dichos achaques”.

Desgraciadamente, las declaraciones de los reos no han llegado hasta noso- tros por lo que no queda nada claro que efectivamente existieran entre ellos vínculos que permitieran presumir complicidad. No obstante los testigos sugie- ren jerarquías entre los presuntos hechiceros, jerarquías que estrecharían toda- vía más sus destinos (Bernachilla aparece como discípula de Pascuala Moreno; las hijas de Ursula aprendieron de la madre). Podemos conjeturar que se trata- ba de curanderos o médicos convocados por las víctimas, que fracasaron en sus curaciones en el momento menos oportuno, tal vez en medio de una epide- mia. Aunque los elementos que nos proporciona el proceso son demasiado escasos, parecería éste el clásico esquema del chivo expiatorio, empleado, por ejemplo, para explicar la brujomanía europea.50 Es que el poder de curar se

49AHPC, Crimen, 1771.

50Una síntesis de las principales posiciones en Russell, 1998: 139-156. Por supuesto que las

89

 

caracteriza por su ambigüedad extrema: de esto último, volviendo a algunos de nuestros viejos conocidos, nos ocuparemos en el siguiente apartado.

Médicos y médicas

Como dijimos antes, en 12 de los 18 procesos y denuncias por hechicería que conforman la muestra, intervienen médicos. Hemos contabilizado 22 mé- dicos, identificados con este rótulo o con el de “curandero” y, en general, dife- renciados como especialistas de los supuestos hechiceros. Decimos “en gene- ral” porque reiteramos que las fronteras entre el médico y el hechicero pueden ser muy lábiles: una curación malograda puede engendrar a la hechicera, así como las habilidades demasiado ostensibles para aliviar los males ajenos pue- den despertar sospecha y recelo entre los vecinos.

¿Qué tipo de médicos aparecen en nuestros materiales? El cuadro que re- producimos puede aportar una primera aproximación

Cuadro II. Médicos y médicas 1688-1761

Proceso/

Médico

Actuación

Observaciones

denuncia

 

 

 

 

 

 

 

Tuc. 1688

Pablo, indio adivino

Diagnóstico y curación.

Es zahorí y advino. Sirve a los

 

 

 

caciques para identificar

 

 

 

hechiceros.

 

 

 

 

Tuc. 1703

Don Juan de Vargas

Diagnóstico a través

 

 

Machuca

de los orines

 

 

 

 

 

Cba. 1713

Esclavo Capitán

Diagnóstico y curación.

Malefició y luego curó a su

 

 

Vende remedios y

denunciante.

 

 

amuletos.

 

 

 

 

 

Sgo. 1715

“Indio curandero

Diagnóstico y curación.

 

 

del Salado”

 

 

 

 

 

 

Sgo.1715

“Indios de Amaicha”

Curación

“Aviéndose valido de los dhos

 

 

 

Indios de Amaicha sanó”

 

 

 

 

Sgo. 1715

María, esclava del

Detecta un falso

Solicitada por la justicia

 

Capn. Orellana.

embarazo

capitular.

 

Partera

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

explicaciones sociales de la brujería dan por descontada la existencia de un sustrato muy arraigado de creencias mágicas imprescindible para que la mecha se encendiera.

90

 

 

 

J. Farberman

Sobre brujos, hechiceros y médicos

Cuadro II. Médicos y médicas 1688-1761 (continuación)

 

 

 

 

 

Proceso/

Médico

Actuación

 

Observaciones

denuncia

 

 

 

 

 

 

 

 

Cba. 1716

Indio Paraguay

Diagnóstico, propor-

 

 

 

ciona bevedizos

 

 

 

 

 

 

Cba. 1716

Juan Pascual,

Curación con remedios.

 

 

médico

 

 

 

 

 

 

 

 

Cba 1716

Indio adivino

Diagnóstico

 

Convocado por Doña Juana

 

 

 

 

Salguero

 

 

 

 

 

Tuc. 1718

Indio Corredor de

Diagnóstico.

 

Adivina cuando le dan a beber

 

Choromoros

 

 

chicha.

 

 

 

 

Tuc. 1718

Médico Vallejos

Dianostica y cura con

 

 

 

remedios caseros.

 

 

 

 

 

 

 

Tuc. 1721

Médico Miguel

Diagnostica.

 

 

 

 

 

 

 

Tuc. 1721

Indio Juan Quemado

Cura.

 

Padre de Magdalena,

hechicera.

 

 

 

 

Sgo. 1725

Mulata Francisca

Curandera y hechicera.

El proceso es contra ella.

 

 

 

 

Sgo. 1725

Pardo Domingo “que

Curandero y hechicero.

Maestro de Francisca

 

anda como médico”

 

 

 

 

 

 

 

 

Sgo. 1725

Negro Forastero de

Diagnostica y cura

 

 

 

la ciudad de Córdoba

 

 

 

 

que tenia opinion de

 

 

 

 

curandero de

 

 

 

 

encantos

 

 

 

 

 

 

 

 

Sgo 1725

Mulata Felipilla

Cura con remedios

 

 

 

 

caseros

 

 

 

 

 

 

 

Sgo 1725

Médico Baltasar

Aplica una purga de

 

 

 

 

polvos

 

 

 

 

 

 

Sgo 1728

India Pascuala

Curandera y hechicera.

El proceso es contra ella

 

“algunas señoras

Diagnostican

 

 

 

curanderas”

 

 

 

 

 

 

 

Sgo 1740

Juan, indio Paraguay

Diagnostica e identifica

 

 

 

al hechicero.

 

 

 

 

 

 

 

Sgo 1750

“un curandero que

Cura y reconoce

 

 

 

ha andado por esos

hechiceros

 

 

 

países”

 

 

 

 

 

 

 

 

Sgo 1761

Marcos Azuela,

Cura “a los que le da

 

Identificado como hechicero

 

 

zambo de indio

 

el viento”. por una de las y

 

 

 

 

 

por los jueces

 

 

 

 

Cba. 1769

Santiago Azevedo,

Diagnóstico y curación

Es uno de los reos. Condenado

 

curandero santafecino

 

 

por curar sin licencia

 

 

 

 

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Como puede apreciarse, el perfil medio del médico es bastante diferente de aquel del “hechicero”. En primer lugar, predominan ampliamente los varones y, con la excepción de dos casos, su carácter de especialistas terapéuticos deja poco lugar a dudas. Es decir, los jueces pueden dudar de la eficacia de sus medicinas y de sus diagnósticos pero no los piensan como hechiceros ni creen en el origen diabólico de su saber.

En segundo lugar, los médicos suelen ser profesionales itinerantes y por eso mismo externos a la comunidad (lo dicho se aplica en por lo menos 14 casos). Ello explica que en muchas ocasiones los declarantes se refieran a ellos con vaguedad y desconozcan sus nombres. En rigor, el mayor mérito que se les reconoce a estos médicos es el de diagnosticar y esto incluye la identificación del carácter preternatural de la dolencia (que muchas veces se deduce de la propia imposibilidad de curarla) y el señalamiento del autor u autora del daño.

¿Sobre qué elementos se basaban tales diagnósticos? Tenemos tres mencio- nes explícitas de indios que asocian el curanderismo al arte de la adivinación. Es el caso del tucumano Pablo, aludido en la introducción, quien además de descubrir el encanto que la hechicera Luisa González tenía escondido bajo su cama, logró componer la salud del enfermo. Interrogado por la justicia, Pablo explicó su don extraordinario

“es adivino y qe suele saber de las cosas ocultas y qe las cossas qe se pierden o hurtan las suele saber y hallar con su saber y que suele conocer quando alguna persona esta en hechisada” (....) “ninguna persona le a enseñado y qe

desde mui niño a tenido esta siencia, qe entiende qe nació desde el vientre de su madre con esta gracia y que oio decir a los suios q antes de nacer hablo en el vientre de su madre y qe por esto le decian q era adivino y q en su pueblo y siendo muchacho este declarante le preguntaban los casiques por los hechise- ros qe avia, y q este declarante los conocia y los declaraba y q dichos casiques ajusticiaban a dichos hechiseros y q esto es publico entre los suios”.51

Otros tres médicos diagnosticaron a través de la observación de los orines del maleficiado. Recordemos a Vargas Machuca, el único médico “occidental” que encontramos en los procesos (al que se llama pomposamente “doctor”), quien se valió de una prueba dudosamente científica para detectar los orígenes de la afección de la tucumana Isabel de Vera y Aragón

“puso el dicho dotor a cossimiento una cuarta de xabon en una paila de agua [...] y dejandolo enfriar se conbirtio en una semejansa a leche cuajada en temple mui subido y el dicho dotor admiradod el caso pidio un pan de jabon

51AGT, Sección judicial, caja 1, exp.9, 1688.

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J. Farberman

Sobre brujos, hechiceros y médicos

y en la mesma pis la puso en persona elante de testigos a ser mucho cosimiento y puesto en la misma olla se enfrio y quedo el agua como agua labasas”52

Sin embargo, la evidencia más contundente de la existencia de maleficio era el fracaso en los intentos de curación del enfermo. Como dedujo el curan- dero Miguel Vallejos, las sobrinitas de Doña Josefa Román se encontraban maleficiadas ”pr no hazerle provecho los medicam.tos q se le dan”, es decir, los que él mismo había elaborado, consistentes en “darles a beber aseitte con semilla de cardo”.53

Una vez que se daba por cierto el origen preternatural de la enfermedad, el diagnóstico se completaba “entregando” al culpable. Y, como hemos visto ya, el culpable, o mejor dicho “la” culpable, solía formar parte del servicio del enfermo –cuando éste pertenecía a la élite– o de la comunidad rural –cuando se detectaba una “oleada” de maleficios y muertes dudosas–. Las mujeres que según se sabía habían reñido con las víctimas de maleficio por amores contra- riados o desacuerdos “comerciales”, las que preparaban los alimentos, las que los enfermos nombraban en sus agonías y delirios febriles, las que ostentaban una dudosa moral sexual, eran las primeras sospechosas. De ellas hemos ha- blado ya bastante y también han hablado por ellas los ejemplos que trajimos a colación.

Pero también hay médicas que como tales especialistas son sospechosas. En el cuadro identificamos a dos de ellas, reas principales de sus respectivos procesos, que explícitamente son reconocidas como curanderas por los testi- gos. Sin embargo, podemos conjeturar que muchas otras mujeres reputadas como hechiceras ejercían el oficio de médicas y eran consultadas habitualmen- te por hombres y mujeres de las más variadas condiciones sociétnicas.

En este sentido es notable que el único saber que los pobladores actuales reconocen que las mujeres pueden obtener en las salamancas sea el de curar (y al mismo tiempo provocar) enfermedades.54 Y en los procesos que analizamos, frente a la mirada de los jueces, las “hechiceras” confirman su culpabilidad tanto si logran deshacer el hechizo (demostrando que pueden y por lo tanto lo produjeron) cuanto si son impotentes frente al mal por ellas provocado (demos- trando que no quieren o que tan sólo sus maestros/as pueden desatarlo). Así el papel de hechicera, aunque no siempre se nos presente con evidencia, puede ser doble: médica y hechicera. Quien a ellas acude, asume el riesgo de la ambigüedad que supone el oficio.

52AGT, Sección judicial, caja 2, exp.11 1703.

53AGT, Sección judicial, caja 2, exp. 7, 1717.

54Mientras que los hombres pueden aprender múltiples habilidades (tocar la guitarra, domar, bailar, entre otras).

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Veamos un último ejemplo, el de la mulata Francisca, tejedora santiagueña de lienzo y fajas, sometida en 1720 a un proceso de oficio que juzga sus presun- tos múltiples crímenes, y en primer lugar, la curación fallida de Don Vicente Bravo.55 Entre los antecedentes que comprometen a la rea, se cuentan el haber reñido con una india por un mate que le había prestado, el haber maleficiado a otra por disputarle el amor de un hombre, y el haber matado un gato con el fin de disecarlo para la fabricación de polvos medicinales. Francisca se ajusta bastante al modelo del curandero itinerante que describimos antes (se aclara que merodea por la zona del Río Dulce), si bien recibe algunas consultas – como la de don Vicente Bravo– en su rancho de Pitambalá. ¿Cuál es su espe- cialidad? Como la de muchas otras médicas, diagnosticar maleficios y desha- cer encantos ajenos. Así don Vicente se había llegado hasta su rancho, donde la mulata identificó a la culpable y trató de forzar la curación pidiendo

“...que llamase a su precencia a Isabel India de dho Pueblo que era la del encanto y que asi lo iso y en su presencia iso cargo la dha franc.a a la dha India diciendole sanase aquel hombre porque conocia cer ella la encantadora sobre que tubieron boces y riña q fue todo publico”

No es la primera vez que encontramos españoles convocando a indios o a negros para curarlos o incluso trasladándose hasta sus casas. A Francisca, la curación fallida le valió el tormento, bajo el cual confesó haber sido iniciada por un maestro, el pardo Domingo, que con la complicidad del Demonio le enseñó los secretos de las raíces, los polvos y las hierbas. Desconocemos la sentencia que se le impuso, pero difícilmente haya sido liviana. Como en todos estos procesos, la voz de la razón suele ser la del defensor quien sabiamente había vislumbrado que las mentadas hechiceras

“por bia de caridad se aplican a la asistensia de algunos enfermos por no aver medicos y asen algunas medizinas la imputan por los que sanan que curan con arte diabolico y sino pudo sanar el enfermo diran que la curandera lo malefi- cio”

En otras palabras, el fracaso de la curandera hacía a la hechicera, más allá de que, muy probablemente, las mismas especialistas tuvieran en muchos ca- sos conciencia –lejos de la vía de caridad expresada por el defensor– de que sus saberes eran mal habidos...

55AGPSE, Tribunales, Leg. 5, exp. 93,1720.

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J. Farberman

Sobre brujos, hechiceros y médicos

Reflexiones finales

Como afirmamos en la introducción y se desprende de los casos expuestos, un proceso o una denuncia de hechicería podían esconder un espectro bastante amplio de situaciones. Hemos discriminado algunas de ellas en el análisis pero no desconocemos que en la realidad cotidiana éstas se entremezclaban y con- fundían: la médica del pueblo de indios, o la negra curandera, podía ser con- sultada –y eventualmente inculpada– por la encomendera/ama enferma. El arte de las hechicería podía aprenderse en las juntas colectivas y utilizarse tanto para curar como para tomar venganza... Y el maleficio no necesariamente podía afectar al otro étnico o cultural: los esclavos, los indios de la comunidad, los mismos parientes podían saberse agredidos a través de prácticas mágicas.

En todo caso, el análisis de estos episodios nos propone algunas reflexiones, que son a la vez advertencias metodológicas. Más que concluir, este epílogo aspira a formular preguntas y a la vez sentar premisas para futuros trabajos más pormenorizados de los procesos particulares que, si algo nos han dejado en claro, es la existencia de varios y diversos mundos de hechiceros. Por supues- to que algunas de estas preguntas están presentes en la literatura universal sobre brujería y hechicería. En la medida en que estamos trabajando sobre estructuras, habremos de toparnos con los mismos problemas en los más varia- dos contextos temporales y espaciales. Pero otras conclusiones se encuentran fuertemente ancladas en el marco regional y local. Como lo ha expresado Peter Burke (Burke, 1978: 96) “la cultura popular fue siempre percibida como una cultura local” y es allí, en las peculiaridades y en la densidad que lo local puede otorgarle a sus “contenedores” universales, donde creemos que nuestro aporte puede ser más provechoso.

1- Los procesos contra hechiceros constituyen fuentes producidas desde el poder. Ninguna espontaneidad se le puede atribuir a los testimonios de los reos, máxime en los casos en que sus confesiones se producen bajo tortura. Esta cuestión, planteada por muchos autores (Ginzburg, 1989: XXV; Burke, 1978: 126 a 127; Levack, 1995: 38 a 39), es ineludible. Sin embargo, el hecho de que la tucumana sea un claro exponente de justicia periférica, aunque no suprime ni mucho menos la coerción ni la violencia, acorta la distancia cultural entre los reos y los jueces, que no eran ni más ni menos que los notables de la ciudad. Repasemos algunos ejemplos que los procesos nos aportan sobre la cercanía: los “dones” que acuden a la médica indígena, los regidores bilingües del Cabildo de Santiago del Estero (quichua- español), algunas prácticas medi- cinales mixtas, las mismas salamancas. Claro está que lo dicho es válido espe- cialmente para San Miguel de Tucumán y Santiago del Estero y algo menos para la tradicional ciudad de Córdoba, donde las formalidades procesales fue-

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ron respetadas con mayor rigor, el asesoramiento letrado más frecuente y la separación entre cultura letrada y cultura folclórica tal vez más pronunciada.56

2- La relativa cercanía cultural de la que hablamos resulta de la avanzada hibridación y mestizaje culturales, favorecida, salvo en el caso cordobés, por las dimensiones de estas ciudades que son casi aldeas y están poco diferencia- das del ámbito rural. Pero, como es sabido, tal hibridación terminó por reforzar las líneas de casta que “en el siglo XVII han pesado más que en el XVI y en el XVIII aún más que en el anterior”(Halperín Donghi, 1972:53). En tal contexto, la persecución horizontal de “hechiceros” (los pleitos domésticos) puede inter- pretarse también (y de hecho es un tópico en la literatura específica) como un mecanismo de control social que interviene en dos sentidos. Por un lado, desde las autoridades civiles o religiosas que, o bien son ellas mismas denunciantes (y vale la pena recordar que las autoridades legas de justicia santiagueñas o tucu- manas no están separadas de la sociedad local) o bien se hacen eco de las denuncias. Y en ese sentido, recordemos que los contextos en los que hemos trabajado se caracterizan por la vasta y perturbadora movilidad y libertad de la población que, inútilmente, las autoridades coloniales tratarán de controlar.57 Por otro lado, desde los miembros de la comunidad que, colectivamente, ten- drán la oportunidad de aliviar su temor a lo oculto y a lo desconocido culpando al vecino –o mejor, a la vecina– de movilizar daños sobrenaturales.58

3- En la culpabilización de los presuntos hechiceros suelen cumplir un pa- pel relevante los curanderos itinerantes, los adivinos, los esclavos urbanos. Es- tos sujetos, presentes en buena parte de los procesos, actúan como mediadores culturales articulando los diversos mundos que componían el mosaico étnico y regional de este espacio colonial. Notemos que, a diferencia de buena parte de los reos, estos personajes hablan en español (porque no conocieron otra lengua o bien porque son ladinos en ella) y suelen aparecer como eslabones entre los “hechiceros” y sus supuestas víctimas, pasando chismes, “diagnosticando”, adi- vinando. Ellos contribuyen a crear la “pública fama”, expulsando así del ámbi- to doméstico a las hechiceras reales e imaginarias.

56Hablamos en términos relativos ya que, como sostiene Ana Inés Punta, “los miembros de la élite colonial cordobesa –si excluimos a algunos clérigos- no se destacaron tampoco por su cultua ni formación profesional salvo agunos ejemplos aislados (...). Es frecuente así encontrar en estos años quejas sobre la falta de abogados en la ciudad para no hablar de médicos” (Punta 1997:115).

57Incluso en Córdoba la más “estamental” de las jurisdicciones (Punta, 1997:209-233).

58Esto es casi un lugar común en la literatura sobre hechicería y brujería. Cfr., además de los textos sobre Europa moderna ya citados (Alberro, 1988:300).

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J. Farberman

Sobre brujos, hechiceros y médicos

4- Pero aunque estos intermediarios se encuentren en la mayoría de los casos, esperamos haber demostrado que los procesos contra hechiceros tienen una valoración y un impacto diferente según las regiones y los actores involu- crados. Y ello porque es imposible hablar para este período y en esta región de una cultura popular homogénea. Así, como se desprende de los casos analiza- dos, en el mundo hispano y mestizo es sobre todo el honor femenino el que se juega en las denuncias y procesos, honor comprometido en la acusación de un delito, en última instancia, arduo o imposible de demostrar aún en el marco de una sociedad que cree a pies juntillas en la eficacia de la hechicería.59

5- Por supuesto que si el hechicero es un criado o un esclavo urbano, si se trata de un indio o de un individuo de sangre mezclada, la acusación puede acarrearle consecuencias mucho más graves. En este escenario dominado por vínculos de dependencia más formales, la hechicería se presenta como un deli- to más específico y las consideraciones morales pasan a un segundo plano para dejarle el principal a las actividades mágicas y a sus medios y productos concretos: los dispositivos mágicos y las dolencias que los daños provocan en las víctimas.

6- Hasta aquí, la hechicería como delito individual. Sin embargo, tal como hemos visto, varios de los procesos nos sugieren la existencia de una suerte de contracultura de hechiceros, que siguiendo las fuentes se expresa en una jerár- quica escuela de hechiceros (Burke, 1978: 92). Esta línea de investigación es la que puede producir los mejores frutos ya que nos sugeriría la persistencia de rituales antiguos, aunque resignificados y convocantes de restringidas minorías, en una extensa región entre los Andes y el Chaco. En este sentido, no es casual la reiteración de los mismos lugares en las declaraciones de las reas tucumanas y santiagueñas: Matará y el Salado, Amaicha, Chiquiligasta, Tuama. Son és- tas tierras de hechiceros y curanderos, en las que se aprende el arte o a las que se acude para ser curado (recordemos, por ejemplo, a los enigmáticos “indios de Amaicha” que salvaron a una de las víctimas de Juana Pasteles). Es un hecho bien conocido que los habitantes de las tierras altas mantuvieron estre- chas relaciones interétnicas e intercambios comerciales pluriseculares con los de las tierras bajas (Lorandi, 1980; Sánchez y Sica, 1990). Estos procesos podrían sugerirnos la pervivencia o la recreación de otro tipo de relaciones (¿religiosas? ¿de transmisión de prácticas terapéuticas?) cuyo alcance y signifi-

59No obstante los esfuerzos por “crear” las pruebas. Por ejemplo, convocando a la supuesta hechicera frente a su víctima y obligándola a curarla delante de los jueces, aportando como prueba material los vómitos de los dolientes o presuntos dispositivos mágicos. Estas pruebas se reiteran en varios procesos de la muestra.

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cado resta esclarecer, pero que nos proponen un fascinante dilema a tratar en futuros trabajos.

7- La hechicería supone una triple convicción “la creencia del hechicero en la eficacia de sus técnicas; luego la del enfermo que aquél cuida o de la víctima que persigue en el poder del hechicero mismo; finalmente, la confianza y las exigencias de la opinión colectiva, que forman a cada instante una especie de campo de gravitación en cuyo seno se definen y se sitúan las relaciones entre el brujo y aquellos que él hechiza (Levy Strauss, 1996: 196)”. En pocas palabras, siguiendo al mismo autor, “la situación mágica es un fenómeno de consenso”. Podemos suponer que las tres condiciones estaban presentes en la situación previa a la conquista, cuando la hechicería formaba parte de la religión. Pero en el contexto de un orden colonial ya maduro, en el que las creencias y rituales antiguos ya habían sido insistentemente demonizados, la hechicería fue adqui- riendo una connotación diferente, y no sólo para quienes la juzgaron como delito. El consenso colectivo sobre su existencia y su eficacia siguió vigente pero no cabe duda de que muchos de los reos, que en realidad no practicaban la hechicería, cargaron con el estigma (la fama pública) o fueron castigados por hechiceros. Al describir el “perfil tipo” de los acusados notamos que las sospe- chas recaían fácilmente sobre personas que reunían determinadas condiciones étnicas, de estado civil o características personales.

8- Otras personas, sin embargo, practicaron realmente las actividades má- gicas, según se observa en los procesos a través de la simple ejecución de medios mecánicos (los “encantos” o dispositivos mágicos). Y detrás de estos procedimientos podía esconderse un hechicero individual pero también una inquietante, “escuela de hechiceros” como la salamanca o las juntas que sin llevar este nombre le sirvieron –hipotéticamente– de antecedente. Las dos for- mas de hechicería eran de temer aunque, a juzgar por los cuestionarios, el estereotipo brujeril no se impuso entre los jueces, que siguieron arraigados al que mejor conocían: la hechicería individual.

9- El peligro radicaba en el daño concreto (la enfermedad o la muerte) pero también en el temor a lo demoníaco. Es que la figura del Demonio europeo, probablemente por la insistencia del personal eclesiástico en instalar un modelo dual que enfrentara sin ambigüedades el Bien y el Mal, terminó por calar hon- do en la cultura folclórica. Los hechiceros se apropiaron de la figura del Demo- nio para afirmar su propio poder: ya dijimos que de él recibían los insumos para dañar. Y en este Demonio, que se presenta rigurosamente vestido de espa- ñol en los procesos analizados, predomina la faceta del maestro. Siguiendo las declaraciones de las reas, el Diablo enseña y a la vez forma maestros de hechi- ceros.

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J. Farberman

Sobre brujos, hechiceros y médicos

10- Y aquí precisamente anidaba otro inquietante peligro: la hechicería es un arte que se aprende y que prácticamente está al alcance de cualquiera que tenga el coraje suficiente para “iniciarse”. No era un desafío pequeño ya que, como lo declararon Juana Pasteles o Francisca, tratar con el Demonio produce miedo: implicaba dar el alma (o la sangre) estrechando un pacto irreversible. Tal pacto se expresa en los procesos en términos de renegar del cristianismo. Recordemos a Francisca y a Lorenza que al ingresar a la salamanca tenían prohibido mencionar a Jesús, María o los santos (casi una abjuración), o a Juana Pasteles, que se desprende del rosario que lleva al cuello para que el chivato se le acerque.

11- Sin embargo, en el contexto colonial esta negación tiene un sentido más complejo y es en algunos de los procesos santiagueños donde ese sentido puede captarse mejor. Como dijimos antes las juntas y borracheras indígenas fueron censuradas por observadores civiles y eclesiásticos que las interpretaron a tra- vés del lente de la idolatría/hechicería o las asociaron indefectiblemente a la violencia y al ocio. ¿En qué medida estas valoraciones penetraron en las comu- nidades sometidas? Quizás la pregunta esté formulada en términos demasiado amplios pero a la luz de los procesos judiciales del siglo XVIII, núcleo de nues- tro análisis, la identificación entre la hechicería y los rituales en el monte con- siguió imponerse y las juntas comenzaron a reunir a grupos de selectos inicia- dos, ahora forzados a ocultar celosamente sus prácticas. Las personas sospe- chosas de concurrir a los secretos encuentros suscitaron desconfianza y temor entre sus vecinos y, como ocurrió en el caso de 1761, la comunidad se apropió de la denuncia y “entregó” a las hechiceras.

12- Pero esas prácticas y rituales subsistieron transformados y resignificados en varios sentidos. Por ejemplo, las descripciones de las salamancas nos sugie- ren una escala jerárquica entre los asistentes –distinta en las antiguas juntas, en que toda la comunidad participaba–, en la que el aporte español se recono- ce con certeza. En las nuevas juntas hay maestros y discípulos, que también ostentan distintas jerarquías. Y hay también un gran maestro, el Demonio. Aún admitiendo que tal vez las menciones que las reas hacen del Demonio pueden haber sido inducidas por los jueces, resulta insoslayable que nada de la am- bigüedad primitiva ha subsistido en la figura que provee a las hechiceras los insumos para eliminar a las víctimas aborrecidas.60

60Según Alfred Metraux “los misioneros siempre han fallado en su empeño de hallar en la religión de los indios chaquenses el concepto de un Ser Supremo”. Tampoco existe en su cosmovisión un equivalente del demonio europeo, sino una multiplicidad de seres sobrenatura- les que pueden hacer daño dadas determinadas condiciones y, sobre todo, provocando enfer- medades (Metraux, 1944: 294-312).

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13- Quizás esa ambigüedad sólo subsista en la actividad terapéutica que, como los hemos visto, puede coincidir, o ser fronteriza, con la hechiceril. ¿Qué poder es más ambiguo que el de las curanderas rurales? La señal más clara es que a ellas se les atribuye simultáneamente la habilidad de curar, dañar y reparar el daño. Es sabido que la hechicería supone una inversión de las rela- ciones de poder. Lo que los procesos nos advierten una vez más y de lo que las médicas rurales nos dan un buen ejemplo, es que esta “arma de los pobres” podía utilizarse con el consenso y aún a pedido del poderoso. Al fin de cuentas, la eficacia de la medicina “científica” no habría de ser mayor que la de la médica rural ni más certeros sus diagnósticos.

Archivos históricos consultados

Archivo General de la Provincia de Santiago del Estero (AGPSE) Archivo de la Provincia de Córdoba (AHPC)

Archivo del Arzobispado de Córdoba (AAC) Archivo General de Tucumán (AGT)

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Fuentes inéditas

Archivo de la Provincia de Santiago del Estero (AGPSE)

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1721. Tribunales 9, 720. Olleta Antonio contra Pascuala, india. Querella criminal.

1726. Tribunales, 2, 33. Auto del juez de crimen para indagar un maleficio.

1728. Tribunales, 9, 703. Asogasta, Pascuala, india. Criminal sobre adulterio. Hechi- cerías.

1729. Tribunales 10, 806. Tolosa, Juan contra Luisa india sobre injurias.

1740. Tribunales 6, 436. Catalina Giménez pide la libertad de su hijo Antonio Galván.

1750. Tribunales 11, 901. Barrasa, Juana contra Julián Barrasa. Criminal.

1761. Tribunales 13, 1062.

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Archivo Provincial de Córdoba (AHPC)

1716. Crimen, 3, 12. Por la muerte de doña Catalina de Echenique Cabrera. Robos de plata. Contra Juan sobre los mismos robos

1769. Crimen, 22, 10. Sumaria echa por el comissionado Dn Berarndo López contra Santiago Azevedo y María Murua por unas echizerias o supersticiones de que usaba dho Azebedo por delirio o demencia de estte según consta de sus declara- ciones.

1771. Crimen. (Proceso de La Rioja)

1797. Crimen, 77, 19. María de la Ascención Barientos contra el pulpero dn Ingacio Malpica por haberla tratado de hechicera y puta.

Archivo Provincial de Tucumán (APT)

1688. Luisa González. Acusada de encantamiento. Sección Judicial, Caja 1, exp. 9.

1689. Juana Ceballos, Acusada de maleficio o encantamiento. Sección Judicial, Caja 1, exp. 6

1703. Inés, negra. Acusada de hechicera. Sección Judicial, Caja 2, exp. 11.

1718. India Clara. Acusada de brujería a Salvador Perez de Valdez, Sección Judicial, Caja 2, exp. 7.

1721. India Magdalena. Acusada de maleficio o encantamiento. Sección Judicial, Caja 2, exp. 1.

1727. India Ana. Acusada de muerte por encantamiento. Sección Judicial, Caja 1, exp. 29

1766. India Pascuala. Encantamiento a Antonio de Toro. Sección Judicial, Caja 6, exp. 42.

Archivo del Santo Oficio de la Inquisición (Arzobispado de Córdoba). Los documen- tos utilizados se encuentran en el legajo 18.

1713. Denuncia contra el negro Capitán.

1728. Denuncia de Josep Moyano contra la mulata Jacinta.

1741. Causa contra Miguel, mulato.

1745. Denuncia de Andrés Pereira contra su amante mulata

1747. Declaración de María, mulata.

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