LOS ESPACIOS PUBLICOS EN IBEROAMERICA. AMBIGÜEDADES Y PRO- BLEMAS. SIGLOS XVIII-XIX

François-Xavier Guerra; Annick Lempérière et al.

Fondo de Cultura Económica - Centro Francés de Estudios Mexi- canos y Centroamericanos, México, 1998, 366 páginas

Finalmente, comienzan a circular publicaciones de historiadores interesa- dos en indagar el tema de la conformación de la esfera pública en los dominios iberoamericanos. A esta compilación organizada por Guerra y Lempérière, se añade la que coordinó Hilda Sábato, Ciudadanía política y formación de las naciones. De esta manera se puede intentar una visión comparativa sobre el proceso de gestación de la modernidad política en América Latina en los siglos XVIII y XIX.

En el caso que nos ocupa, 13 autores dan cuenta de una mirada organizada de manera cuidadosa, abordando en conjunto el mismo tema, lo que prefieren llamar espacio público, pero valiéndose de distintas apoyaturas: el nacimiento y desarrollo de la prensa, el funcionamiento de escuelas, la renovación del derecho, la primer ola de creación de asociaciones, los incidentes que superan lo anecdótico y anidan significaciones más profundas, etcétera.

Son 9 historiadores europeos y 4 latinoamericanos, varios de los cuales están relacionados con el Centro de Historia de América Latina, en la Universi- dad de París I, donde trabajan precisamente los dos coordinadores. El colectivo presenta el caso iberoamericano, pero con la ausencia de análisis para Centro- américa, lo que no deja de ser inconveniente cuando se quiere dar una visión de conjunto de toda el área (a la vez, se incorpora el caso español, que suele ser dejado de lado por anudar una trama latinoamericana).

El hilo conductor entonces del libro es el surgimiento de un espacio público diferente, moderno pero no del todo, y que confronta con el modelo haberma- siano de “esfera pública”, posición que es explicada en la introducción, reco- giendo la suma de críticas que desde la práctica disciplinaria se hace al famoso libro del filósofo y sociólogo alemán. Sin embargo, no son pocos los autores que en esta compilación apelan a la categoría más reconocida (Curiel, Verdo, Lomné) o la usan indistintamente (Schaub, Serrano).

Buena parte de las hipótesis comunes aquí desarrolladas ratifican que estos espacios públicos no responden a una lógica impecable de una novedad que arrasa con los usos, costumbres y dispositivos antiguos, los del Ancien Régime,

Cuadernos de Historia, Serie Ec. y Soc., N° 3, Reseñas, CIFFyH-UNC, Córdoba 2000, pp. 317-323

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sino que enfatizan la necesidad de advertir los enclaves y las coexistencias de ambos tipos de procesos, en una transición que, bien vista, alcanza al menos a durar un siglo, por lo menos. Es un proceso fascinante: un contexto permanen- te de transformaciones vigorosas, prerevolucionarias y revolucionarias, que sin embargo no se proponen una disolución definitiva, sino una gradualidad peda- gógica para concebir y plasmar lo que se va a llamar modernamente “ciudada- no”. Con las ambigüedades y problemas que enuncia el subtítulo del libro: por ejemplo, los que se conocen al estudiar a fondo lo que se esperaba de la opi- nión pública, por parte de quienes la enfrentaban y de quienes la componían o, más frecuentemente, la representaban, sus portavoces. Una opinión que es fuerza y es peligro. U, otra opacidad no menos importante, la que se percibe en el paso de una estructuración corporativa urbana a otra más individualista (...pero también crecientemente asociativa...cuerpos al fin, pero insertados bajo otra lógica institucional, cultural y social).

Otro de los aspectos comunes en el interés de tratamiento de los autores reside en la aproximación de carácter estrictamente conceptual que realizan sobre los principales tópicos: opinión pública (Hébrard, Verdo, Morel); público (Lempérière, Hocquellet); privado (Lempérière); política (Guerra). Aquí hubié- ramos querido conocer si hubo o no cambios de sentido en un concepto impor- tante en este siglo clave de la publicidad, el de cuerpo -corporación-, cuyo relieve ha sido destacado precisamente por Guerra en Modernidad e Indepen- dencias y en varios de sus artículos, conformando una idea central en su obra.

Este trabajo con las palabras es propuesto para “aprehenderlos en el con- texto en que se utilizaron”. Valorable para no caer en usuales anacronismos, esta práctica teórico-metodológica se topa, sin embargo, con los límites y la libertad conceptual que tiene el trabajo del historiador; sino, ni podría hablarse de un “espacio público” que los contemporáneos no habían concebido como tal.

Así como podemos destacar los puntos en donde las exposiciones se tocan, también hay lugar para llevarlos a confrontar, por el peso mismo de la compa- ración de casos. Por ejemplo, cuando se toma el tema del decreto de libertad de expresión, sancionado para provocar una explosión en la aparición de periódi- cos. Este argumento, hecho propio por Marcos Morel para Brasil o por Céline Desramé para Chile (“la libertad de prensa se impuso sin ambages”)1 , no pue- de ser completamente suscripto por Genevieve Verdó, que al tomar el caso de las Provincias Unidas del Río de la Plata propone: “el decreto de libertad de imprenta consiste sobre todo en limitar el uso de dicha libertad”2 . El mismo

1“La comunidad de lectores y la formación del espacio público en el Chile revolucionario: de la cultura del manuscrito al reino de la prensa (1808-1833)”, p. 287. Todos los artículos de pie de página que se mencionan aquí son los que conforman el libro que reseño.

2 “El escándalo de la risa, o las paradojas de la opinión en el período de la emancipación rioplatense”, p. 234.

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Morel enfatiza que los derechos humanos no son enarbolados como una ban- dera, sino que se buscaba “concebir los límites de tales derechos”.3 Por eso mismo, hablar de confrontación es más una invitación a tener en cuenta los alcances, similares o muy distintos, de procesos más o menos simultáneos en contextos cambiantes -reformistas, revolucionarios y postindependentistas- que, aún cuando parecen echar un manto de homogeneidad, revelan particularida- des regionales o nacionales.

El libro se estructura en tres partes: “El público del Antiguo Régimen”, “Re- voluciones y movilizaciones del público” y “Formar el público moderno”. Aquí se comprende que el verdadero objetivo que guió las colaboraciones es dar cuenta de los cambios en la cultura política más que lo que el concepto de «espacio» permite entrever. A la vez, sitúa las investigaciones muy articulada- mente tanto en el campo de la historia política renovada (con preferencia se trabaja el derrotero seguido por la idea-fuerza de opinión pública), como en una manera «charteriana» de atender a la dinámica cultural (por el interés en atender las prácticas de la lectura, la circulación de los distintos impresos, la supervivencia duradera y cada vez menos central de la oralidad en lo público).

Ese abordaje de historia política se hace más explícito en el texto que abre la galería de recreaciones interpretativas, el de Jean-Fréderic Schaub. Apostando a una crítica a la historiografía política de los siglos XVI-XVII, Schaub objeta la presencia demasiado contundente de una “razón de Estado”, que simplifica encadenamientos de mayor densidad. Contra una visión “en el cual el sujeto político es el individuo, el productor exclusivo del derecho es el Estado, la sobe- ranía reside en la nación indivible, los contratos entre personas obedecen a la lógica unificada del mercado”, Schaub ofrece una perspectiva más ajustada, que reconozca la no operatividad del espacio público en ese período temprano; por eso cabe dudar, dice, de la existencia de una esfera pública “cuando no se dan las condiciones institucionales y sociales de separación rigurosa entre el ámbito particular y las necesidades públicas”.4 Revisando corpus documenta- les, criticando los presupuestos clásicos, Schaub va actualizando la historia política de la España del Antiguo Régimen, cuyos conceptos pueden ser trasla- dables al mundo colonial hispanoamericano.

Así como Schaub explicita que no se puede hacer historia de ese período sin reconocer que “la verdadera matriz de la publicidad” descansaba sobre todo en la iglesia parroquial, Annick Lempérière se acerca a esa idea y la amplía me- diante una formulación conceptual, el “sistema de reciprocidad moral”, que sujetaba todos los comportamientos sociales o domésticos al bien común.5

3“La génesis de la opinión pública moderna y el proceso de independencia (Río de Janeiro, 1820-1840)”, p. 308.

4 “El pasado republicano del espacio público”; las citas son de pp. 31 y 41 respectivamente. 5 “República y publicidad a finales del Antiguo Régimen (Nueva España)”, p. 63.

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Este sistema consensuador entra en crisis con la “revolución” liberal de carácter conceptual: cuando lo público ya no remite a esa moral común, sino a los derechos individuales y privados, la igualdad entre los individuos, la nueva estructura de la representación. Pero aquí la autora hace valer esa hipótesis fuerte de la pervivencia de lo antiguo: el peso de lo colectivo como «ideal del público» seguirá rigiendo, y el liberalismo decimonónico debió seguir tomándo- lo en cuenta.

Como señalamos recién, es muy interesante analizar las diferentes formas de pensar, interpretar e hipotetizar alrededor del concepto clave de opinión pública. Ese es el norte de los trabajos de Jöelle Chassin, Georges Lomné, Véronique Hébrard, Richard Hocquellet y los ya mencionados Morel y Verdo. Para esta última, se pueden distinguir una opinión oficial, incuestionable, ideo- lógicamente estructurada alrededor de la revolución, y una opinión pública común, aideológica, sin referencias políticas sino sociales, «consideración que se le presta a alguien». Para Lomné, podemos hablar de un hecho fundamental en la historia bogotana, como es la aparición, en las primeras décadas del siglo XIX, de una “esfera pública plebeya”,6 que se diferencia -en una clasificación antagónica más convencional-, de una esfera pública de las élites, aquellas que diseñan una esfera pública restringida. Chassin, en el trabajo más descriptivo, también apela a otra diferenciación: opinión pública como tribunal y opinión general como la suma de la sociabilidad, “voz anónima y poderosa en la que todos concurren, pero no pertenece a nadie”.7

Hébrard encuentra, siguiendo el caso venezolano, una morfología más com- pleja de la opinión pública, la que descansa en una geografía social (otra vez: pueblo ignorante, élites ilustradas, corruptores de la opinión), una geografía territorial (y aquí no sostiene, a diferencia de Renán Silva, en que se pueda hablar de opinión pública en espacios rurales; para el historiador colombiano es perceptible una red epistolar con asiento en haciendas, cuyos efectos son válidos para aportar a esta esfera), una concepción de soberanía que articula ambas geografías, y una opinión pública ideal, unanimista, abstracta. Va dan- do cuenta de la polisemia del concepto a partir de los debates parlamentarios de 1811-1812, y a partir de ella plantea las ambigüedades de la relación entre opinión y representación; si no son lo mismo, si tampoco es la suma de las opiniones particulares ni la del pueblo, si tampoco descasa en los cuerpos de la sociedad, ¿dónde encontrarla consensuadamente? Los diputados se la arroga- rán y así el Congreso será la fábrica de la opinión, permitiendo distinguir entre opinión privada y opinión pública, siempre según el esquema iluminista diecio- chesco.

6“La patria en representación. Una escena y sus públicos: Santa Fe de Bogotá, 1810-1828”, p. 338

7“Lima, sus élites y la opinión durante los últimos tiempos de la Colonia”, p. 268.

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Este trabajo de Hébrard plantea otro de los problemas más repetidos en la construcción social de la modernidad política: el de la búsqueda, infructuosa, de la unanimidad, “la dificultad de concebir la coexistencia -la confrontación- de varias opiniones, como no sea en términos de conflictos y de atentados a la seguridad pública”.8 Los que serán identificados como facciosos, tal como re- salta Verdo. Homogeneidad bien expresada en un periódico brasileño hacia 1830: “el modo de pensar expreso y uniforme de más de la mitad de un pueblo sobre cualquier objeto”. Y que también parece haber guiado a la Junta Central española en el período de resistencia al bonapartismo, según lo indica Hocque- llet.9 Lo interesante es sopesar la influencia en la cultura política latinoamerica- na de ese afán unanimista, nunca alcanzado pero igualmente buscado a costa de sangre, exilios, mordazas, exclusiones, tan fuerte en la época de las guerras civiles. Destinado a perdurar.

El segundo grupo de textos -aun cuando, insisto, la separación es claramen- te relativa- propone acercarse a la problemática de la esfera pública desde dis- positivos más específicamente culturales. Quienes privilegian a las tertulias como objeto son los estudios de Renán Silva y Georges Lomné para Nueva Granada. La tertulia, señala Silva, recoge elementos socioculturales de larga duración en el espacio colonial: la reunión, la conversación. Como dispositivo se va hibri- dando, separando el elemento público del ámbito familiar y doméstico;10 si la nueva sociabilidad promoderna no contaba con el aval oficial (el caso de las Sociedades Patrióticas), las tertulias y las prácticas de lectura grupal aseguraron cierta continuidad en el desarrollo de las nuevas formas. Cuando la revolución llegó, las dificultades políticas no desaparecieron, por aquel deseo de la opi- nión sin disidencias: Lomné va a demostrar cómo las fiestas públicas y el teatro patriótico, abroquelados en la “liturgia bolivariana de la unanimidad”, contri- buyeron, de todos modos, con las cofradías y otras entidades, a articular las esferas escindidas de la opinión racional ilustrada y la opinión social del bajo pueblo.

Carole Curiel, que aborda la provincia de Venezuela entre 1790 y 1810, indica que también puede hablarse de una “eclosión tertuliana” a partir de esta fecha, básicamente a partir de los cafés, bibliotecas, salones de lecturas y clu- bes políticos. La sociabilidad formal “no aparece precedido, como sucedió ha- bitualmente en Europa, por una tertulia informal, sino más como resultado de exigencias nacidas de las propias instituciones que reúnen a las élites provincia-

8“Opinión pública y representación en el Congreso Constituyente de Venezuela (1811-1812)”, p. 224.

9“La publicidad de la Junta Central Española (1808-1810)”, p. 167.

10“Prácticas de lectura, ámbitos privados y formación de un espacio público moderno. Nue- va Granada a finales del Antiguo Régimen”, p. 82.

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les”.11 También Sol Serrano recuerda la debilidad del espacio societario y lite- rario existente en Chile (en general los autores reconocen aquí una de las ma- yores diferencias con el proceso que describió Habermas para los casos euro- peos). Sin embargo, Desramé indica que en el Chile colonial el auge posterior de la sociabilidad tuvo desde los tiempos coloniales un origen “literario”, re- uniones de lectura y oratoria a las que le asigna un sentido crítico decisivo para la separación de las esferas estatal y civil.

Si las asociaciones formales no gozan de una atención privilegiada en el análisis de los espacios públicos (salvo el caso de la Sociedad Patriótica de Caracas en Curiel), la prensa en cambio es tema recurrente en muchos de los artículos. Ya he señalado algún contrapunto que puede establecerse en la inter- pretación del sentido y los alcances de la libertad de imprenta; sería injusto quedarse sólo con este comentario. Desramé, por ejemplo, afirma que la pren- sa también contribuye fuertemente a consolidar un proceso vitalmente moder- no, la individualización de la lectura, y que el auge que va a tener este «reino de la prensa» no sólo no alcanzará a agotar el peso de la oralidad en las comuni- dades sino que, por el contrario, obligará a la prensa a adaptarse a la palabra retórica. Chassin hace de este tema el núcleo de su colaboración, buscando presentar el impacto de la prensa sobre la opinión, a partir de «la guerra de las palabras». Morel destaca algo que solemos pasar por alto: suscribirse ya era en sí mismo un acto de opinión. Claro que cuando toma la base de suscriptores de un diario, la Gazeta do Brasil en 1827, encuentra que la sostiene la trilogía simbólica del Antiguo Régimen: comerciantes, militares y clero. Volvemos a las coexistencias y transiciones duraderas.

Cuando se va un poco más allá en el tiempo, la segunda mitad del siglo XIX, como lo hace Sol Serrano al tomar la discusión de lo público y lo privado alrededor de la escuela chilena, se percibe ya una definición más clara y no exenta de múltiples giros y rodeos, para diferenciar el espacio público en senti- do moderno. Las luchas políticas entre liberales y conservadores fortalecen la esfera pública porque al abandonar el Estado la identidad católica excluyente, los últimos apelaron al asociacionismo y al debate crítico para combatir esa posición.12

Dejé para el final de este comentario el artículo de François-Xavier Guerra. Se trata de un artículo en el que, tal como lo hace Schaub, parte de la crítica a ciertos supuestos conocidos de la historia política del Antiguo Régimen. La idea tradicional de una transferencia directa de la soberanía, depositada en el rey y luego en la nación (posición que asume Hébrard; ver p. 205 y p. 224), entiende mal las relaciones políticas, ya que asigna al rey todos los atributos del

11“Tertulia de dos ciudades: modernismo tardío y formas de sociabilidad políticas en la pro- vincia de Venezuela”, p. 179.

12“La escuela chilena y la definición de lo público”, pp. 361/362.

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poder, cuando en realidad se encontraba distribuido en una red corporativa: «la acción política, en el Antiguo Régimen, tiene un aspecto esencialmente gru- pal», que limita ese poder regio. Estas autoridades «naturales» prevalecen sobre las acciones individuales y confieren a la política un carácter esencialmente pactista y de reciprocidad. Es contra estos cuerpos que deberá levantarse el proyecto de modernidad política: ésta supone «el triunfo , o por lo menos la extensión, de figuras abstractas -nación, pueblo, soberanía, representación, opinión- que contrastan con el carácter mucho más concreto de los actores de la política antigua y, con ella, la aparición de nuevas prácticas políticas». La nación como contrato reemplaza a la nación como red corporativa, grupal, y la idea de soberanía unificada, absoluta, no limitada, ahora sí logra imponerse. Claro que en Hispanoamérica es un triunfo precoz, azuzado por el marco exter- no de disolución monárquica, y donde las representaciones, imaginarios y prác- ticas sociales mantienen sus ligazones con el Antiguo Régimen.

Si a esta visión de Guerra, amparada en la identificación y distinción de las figuras políticas en torno a lo concreto/premoderno - abstracto/moderno, pode- mos dejarle un margen para relativizarla (la misma noción de poder absoluto y sus remisiones metafísicas no dejan de plantear abstracciones para la arquitec- tura del poder monárquico), cabe destacar igual cómo su insistencia -y, se ha visto, la de varios de los autores que colaboran en este libro- en el peso de los grupos, desde los hacendados a las cofradías o los cabildos civiles y eclesiásti- cos, se traducirán en ingentes esfuerzos por concretar “ecuaciones de transfe- rencias” (el paso del teórico titular de la soberanía a quienes operan su efectivo ejercicio) a partir de la acción pública, la representación electoral y la opinión; las tres confirmarán, todavía para buena parte del siglo XIX, esa presencia de la sociedad tradicional y plasmarán un tipo particular de modernidad: “la persis- tencia de una visión grupal de lo social, la tenaz tendencia al autogobierno y la correlativa dificultad de pensar y de construir el Estado y la sociedad civil sin duda encuentran ahí una de sus principales explicaciones”.13

Este libro ofrece, así, una mirada de anclaje para los siglos XVIII y XIX signado y marcado por la hibridación, la coexistencia, de lo premoderno y lo moderno, mucho más de lo que se afirmaba en la historiografía establecida. Donde el espacio público moderno puede ser, como se afirma en la introduc- ción, uno más de los espacios en que la sociedad se pensaba y actuaba, y no la fragua exclusiva de las matrices. Esto nos deja sin etiquetas clásicas; ofrece, a cambio, una caracterización más verosímil de los comportamientos y una clave inevitable para la explicación de las decisiones.

Pablo Vagliente

13“De la política antigua a la política moderna. La revolución de la soberanía”, citas de páginas 116, 131 y 139, respectivamente.

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