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Relaciones de hermandad y solidaridad en el monasterio de San José de Córdoba (siglos XVII-XVIII)
Ana Maria Gonzalez Fasani*
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Cuadernos de Historia. Serie economía y sociedad, N°34, 2024, pp. 171 a 198.
RECIBIDO: 27/08/2024. EVALUADO: 3/12 /2024. ACEPTADO: 09/12/2024.
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Resumen
En la ciudad de Córdoba en las primeras décadas del siglo XVII se fundó el convento de San José para monjas carmelitas. En el cenobio se establecían nuevos vínculos, una nueva familia, en la que las monjas se cuidaban y asistían en diferentes situaciones. Sin embargo, algunas de ellas llevaron consigo a sus criadas para que las sirvieran individualmente o a la comunidad. El artículo reconstruye las relaciones que mantenían las religiosas entre sí y, especialmente las que sostenían con sus criadas, esclavas y esclavos.
Palabras clave: Monasterio– Relaciones de solidaridad – Criadas
Summary
In the city of Córdoba during the early decades of the 17th century, the convent of San José was established to house Carmelite nuns. Within the cloister, new bonds were formed—a new family where the nuns cared for and supported one another in various situations. However, some of them brought their servants with them to serve either individually or for the community. This article reconstructs the relationships among the nuns themselves and, particularly, the connections they maintained with their servants, enslaved individuals, and slaves.
Keywords: Monastery – Solidarity relations – Servants
La ciudad de Córdoba, localizada al sur del virreinato del Perú fue fundada en 1573 por Jerónimo Luis de Cabrera y los repartimientos de solares, huertas, tierras para chacras y estancias y las encomiendas de indios se iniciaron ese mismo año.[1]
Para finales del siglo XVI, Córdoba presentaba el aspecto de una aldea de sesenta viviendas de adobe y paja levantadas en las manzanas centrales, unas construcciones que se confundían con la tierra de sus calles “ora polvorientas, ora fangosas, surcadas por acequias en permanente refección”.[2] El trazado inicial tuvo diez cuadras de largo por siete de ancho. De ellas, una estaba reservada a la plaza mayor.
En la carta escrita por el obispo Trejo sobre el estado religioso de su diócesis del 4 de noviembre de 1610, se lee:
En esta gobernación hay cuatro religiones: Santo Domingo, San Francisco, la Merced y la Compañía. De la primera hay un solo religioso en la ciudad de Córdoba […], de la segunda hay seis en Córdoba [con] seis o siete religiosos, [igual de la Merced]. De la Compañía hay dos casas: un colegio en la ciudad de Córdoba donde me dicen hay más de veinticuatro religiosos a causa de estar en él los que vinieron ahora de España acabando sus estudios […][3]
El crecimiento del vecindario fue lento. Así lo manifestaba el gobernador Alonso de Ribera al rey, mencionando en 1607, que la ciudad de Córdoba tenía 4.113 indios frente a 60 vecinos.[4] No obstante, Córdoba de la Nueva Andalucía había comenzado a echar sus raíces y lentamente su población empezó a afianzarse. Mercedes y encomiendas irían produciendo las riquezas del primer grupo fundacional.
Tristán de Tejeda, al igual que la mayoría de los conquistadores, vino a Córdoba con su familia. Nacido en Castilla la Vieja era sobrino nieto de Teresa de Jesús. Gracias a que su actuación militar fue muy exitosa[5] obtuvo un gran prestigio, fue honrado sucesivamente con los cargos de regidor, contador y tesorero de la Real Hacienda, alcalde ordinario de primer voto, alférez real, procurador general. Además, en premio a sus servicios obtuvo algunas encomiendas, siendo propietario de la estancia de Soto, de gran importancia por sus trabajos textiles y la producción de vinos de primera calidad. Igualmente, fueron de su propiedad las estancias de Guamacha y Anisacate, con obraje de paños. También obtuvo tierras en el río de las Conchas y cuadras y solares en la propia ciudad.[6] Otro de los capitanes que formaron parte de la hueste de Cabrera fue el maestre de campo Hernán Mejía de Miraval, hidalgo sevillano, suegro de Tristán de Tejeda.
Del matrimonio de Tejeda con doña Leonor Mejía Miraval (hija del mencionado Hernán Mejía) nacieron siete hijos. Los dos primeros, Leonor y Juan, posibilitaron la fundación de los dos monasterios femeninos existentes en la gobernación del Tucumán, Diaguitas y Juríes, el de Santa Catalina de Sena, para monjas dominicas y el de San José para religiosas carmelitas descalzas. Al igual que en el resto de la América Hispana, los monasterios fueron obra de las familias adineradas, las consideradas beneméritas.[7] “Piedad aparte” -como declara Asunción Lavrin- “los conventos tenían fuertes vinculaciones con las familias gobernantes y sus lazos económicos se extendían y adquirían profundidad cuando sus préstamos y sus propiedades en la ciudad y en el campo los ligaban a personas de ambos sexos y de diversa extracción social y étnica”.[8]
En este artículo nos proponemos adentrarnos a la clausura del convento de San José y, nuevamente en palabras de Asunción Lavrin, “penetrar en esos recintos interiores y muy personales de las profesas, y a cientos de años de distancia en una especio de voyeurismo intelectual”[9], y tratar de desentrañar las relaciones mantenidas entre ellas y con sus criadas, esclavas y esclavos.
Luego de la consulta de varios archivos, como el Archivo General de Indias, el Archivo Histórico de la Provincia de Córdoba, el Archivo del Arzobispado de Córdoba y el particular del monasterio de San José, puede decirse que no se ha encontrado, si acaso hubiese existido, ningún epistolario o diario escrito por las religiosas en el período que abarca el estudio. Por lo tanto se han examinado, entre otros, los autos de visita de los diocesanos al convento y las constituciones y normativas dadas a las religiosas. La documentación custodiada en los Protocolos de Escribanos fue de primordial interés por cuanto a través de los escasos testamentos de renuncia[10] encontrados se pudieron conocer los bienes ingresados por las monjas al profesar los que, analizados a la luz de la historia de la vida cotidiana religiosa, permiten entrever relaciones de hermandad y solidaridad dentro del claustro.
En otras palabras, visitaremos, junto a otros temas, el de la “amistad” entre mujeres. Hace no mucho tiempo, Angela Atienza editó una obra bajo el título Historia de la Sororidad. Historias de Sororidad. Manifestaciones y formas de solidaridad femenina. Si bien la historia de la sororidad es larga, el uso de la palabra es novedoso, explica la autora en el prólogo de la obra. Hacia finales del año 2018 el Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española, incorporó la palabra con tres acepciones: amistad entre mujeres; relación de solidaridad entre las mujeres, especialmente en la lucha por su empoderamiento; y, en los Estados Unidos de América, asociación estudiantil femenina que habitualmente cuenta con una residencia especial.[11]
La autora define la sororidad[12] como la solidaridad entre mujeres, que va más allá de la simple amistad, estableciendo un vínculo basado en la empatía y el apoyo mutuo. Atienza destaca que este concepto se desarrolla como una respuesta al "imaginario insolidario de la feminidad", que históricamente ha promovido la rivalidad entre mujeres.
La solidaridad conventual se dejó ver en un buen número de biografías. Las carmelitas destacaron en el objetivo solidario escribe Rosa María Alabrús Iglesias. Luisa del Espíritu Santo se encargó de recopilar las virtudes de la madre Beatriz de San Miguel; Isabel de Figueroa lo hizo también con Catalina de Jesús; Cecilia de la Natividad, con Ana de San Alberto; Catalina de la Encarnación con Beatriz de San Miguel; Isabel de la Madre de Dios con María Bautista, la sobrina de Teresa de Jesús y con María de Jesús.[13] Las biografías leídas por las religiosas de San José inspiraban a las jóvenes a una vida de santidad caracterizada por la riqueza interior, la humildad extrema, la obediencia, las oraciones, devociones.[14]
El convento San José de Córdoba: la familia monástica
El Monasterio de Santa Catalina de Sena, inaugurado en 1613, fue abierto para monjas dominicas. El obispo Fernando Trejo y Sanabria, impulsor de la fundación decía: “Los monasterios de vírgenes, son una fuente fecunda de bendiciones del cielo: separadas del comercio del mundo, las imploran incesantemente y las obtienen del Altísimo a favor de la Iglesia y de los Estados”.[15]
El segundo, para carmelitas descalzas resultó ser el primer instituto de dicha orden en el Virreinato del Perú. El 7 de mayo de 1628 el obispo fray Tomás de Torres inauguró la nueva casa. En la carta que el obispo escribió al rey el 20 de febrero de 1630 decía:
Y en esta ocasión se hizo una solemnísima procesión desde la iglesia parroquial hasta el convento de las monjas [catalinas] a que asistieron todas las religiones, cabildo secular y la clerecía, hubo sermón y en él se proclamó la santa bula a que asistí y dije la misa de pontifical. Demás de esto con licencia de Vuestra Majestad fundé otro convento de la santa madre Teresa de Jesús en la misma ciudad y admitiose con particular devoción de todos en que está lo mas principal de ella es la fundadora doña Ana María y dos hijas suyas, mujer que fue del capitán Juan de Tejeda que acudió a cumplir fielmente la voluntad de su marido por habérselo ordenado así en su testamento. Este convento es muy rico porque tiene de renta más de veinticuatro mil pesos conque pasarán muy descansadamente.[16]
En el nuevo cenobio se congregaron las hijas de las familias de las élites tucumanas,[17] pero también las de Buenos Aires, Santa Fe y Paraguay. Como afirma Ana María Presta,[18] el convento constituía la continuidad de la tutela femenina patriarcal y familiar, aunque dentro de la rigurosa y estricta clausura impuesta por Trento. El elemento articulador entre la vida urbana y la civilidad irradiada por los monasterios, fueron las familias.
En el mundo hispánico, tanto en la Nueva España estudiada por Rosalva Loreto, autora de estas ideas, como en el resto de los territorios, las estructuras familiares y de parentesco tienen un valor fuertemente explicativo de los fenómenos clave de la vida conventual (su fundación, su crecimiento y la posterior merma de su influencia social) y están vinculadas a sus aspectos más sobresalientes como su riqueza material y cultural. La importancia de las actitudes familiares para explicar el impulso de los conventos, el honor y el prestigio que los monasterios proporcionaban a cambio, eran una garantía de la preservación de un ideal femenino y de religiosidad, además de ser un complemento de las estrategias patrimoniales.[19]
Desde la creación del monasterio, sus moradoras dieron obediencia al obispo del Tucumán máxima autoridad de la provincia en materia religiosa, que residiría en la ciudad de Santiago del Estero hasta el inicio del siglo XVIII, cuando la sede fue trasladada a Córdoba. En esta compleja red, algunas formas de autoridad no se ejercían frecuentemente. Los eclesiásticos en la cúspide de la jerarquía sólo visitaban el convento anualmente y entre ellos y sus súbditas existían intermediarios diría Asunción Lavrin para el caso mexicano.[20]
La vida en el convento conllevaba el respeto a la jerarquía y la obediencia, a la que se sometían todas las actividades, marcadas a toque de campana. Como autoridad doméstica se encontraba la priora, quien además de asegurar el buen comportamiento de todas las religiosas a su cargo y el fomento de las virtudes, debía asumir responsabilidades seculares, como llevar la administración de las cuentas, rentas, ingresos y gastos, controlar el cumplimiento de las reglas y supervisar los aspectos formales de las ceremonias religiosas. Pero existían limitaciones en la autoridad de la priora y en las decisiones de orden interno, debido a que todos los conventos dependían, no sólo el cordobés, en última instancia, de las autoridades masculinas: los prelados y representantes de altas jerarquías eclesiásticas y, en primer término, el director espiritual.[21]
La priora debía consultarlo antes de tomar decisiones de importancia. Era quien otorgaba las licencias a las novicias que deseaban ingresar al convento y los permisos para testar, o los permisos de ingreso temporal de extraños a la clausura o de criadas. También daba el visto bueno sobre las personas que ocuparían los puestos de mayordomo, administrador, cobradores de rentas, procuradores de causas, arquitectos de las obras y todos los permisos que involucraran a personas del exterior con el convento. Igualmente, se le informaban los asuntos administrativos, ya fueran contratos de locación, préstamos, compras de diferentes bienes muebles, y también se le pedía autorización para la compra o venta de bienes inmuebles. Asimismo, los obispos eran notificados acerca de las elecciones priorales y de los resultados de estas. Dentro de las obligaciones del gobierno de la diócesis se encontraba la de visitar los conventos y enmendar lo que estuviera en falta. Pero también en decisiones que podrían parecer intrascendentes, como el ingreso de mujeres de servicio o la salida de seglares acogidas al claustro, el prelado tenía la última palabra.
Hacerse monja era un rito sacrificial, como claramente se desprende de la liturgia de las ceremonias en las que las mujeres tomaban o renovaban los votos.[22] Entrar en un convento exigía un cambio radical en el estilo de vida, la adquisición de un nuevo nombre y un hábito monacal, y el abandono de todos los valores y bienes mundanos. Allí las monjas oraban por la comunidad de hombres y mujeres que estaban fuera de sus muros e invocaban la protección de Dios sobre ellos. Las mujeres que abrazaban la vida religiosa tomaban a Cristo como esposo espiritual. En tiempos medievales, explica Asunción Lavrin, se creía que Jesús se acercaba a las mujeres desde su niñez para enamorarse de ellas, hacer que cayeran rendidas ante él y, en un futuro, desposarlas. El camino para conservar esta unión con Dios no era fácil: las elegidas tenían que dedicarse en cuerpo y alma a su esposo, deshaciéndose de todas las relaciones y tentaciones terrenales. Algunas consideraban que era necesario sufrir de igual manera que su amado, por lo que realizaban largos ayunos, se flagelaban y portaban instrumentos de cuerdas o de metal sobre la piel desnuda para provocarse incomodidad o dolor.[23]
La perfección era la virtud a la que todas las monjas deberían aspirar y la santidad, el anhelo de muchas. No hubo en el monasterio de San José ninguna religiosa con dones y privilegios sobrenaturales que implicaran visiones de Jesucristo y prodigios místicos diversos, o con capacidades constatadas para la profecía, las curaciones, la bilocación, la transverberación y otras virtudes. La ilusión de la santidad, en ese monasterio se manifestó, como apunta Nora Siegrist para el caso del monasterio de Santa Catalina de Sena de Córdoba, en el esfuerzo extraordinario por ingresar en el referido convento, aún a costa de todas las renuncias a sus status de privilegiadas, en el ámbito social y político. El sacrificio y la renuncia a la propia identidad de origen fueron los avales para entrar en el convento y proyectarse hacia la santidad.[24]
Las Reglas establecían la rutina diaria de la vida conventual, las horas dedicadas a las prácticas devocionales, la disciplina que se seguía durante el día y los ceremoniales observados en ocasiones especiales, todo lo cual transmitía un mensaje simbólico de perfección religiosa expresado como actividades dentro del claustro.[25]
Las jóvenes adoptaban una nueva vida, casa y familia por lo cual, al ingresar al convento formaban parte de un grupo organizado como una familia espiritual en que sus miembros cumplían las funciones de una familia típica. Las monjas eran “hermanas” que debían amarse por igual. Eran “hijas” de la “madre” priora y, a la vez, tenían que obedecer al “padre” superior: el obispo.[26] En contraposición con los lazos de sangre, los vínculos espirituales establecidos, eran eternos y, por lo tanto, indivisibles. Eran hermanas espirituales unidas por la gracia divina. En el convento de San José, en la ciudad de Córdoba, las “hermanas” consultaban en todo a su “madre”, quien, por su parte, se dirigía a la autoridad inmediata: el obispo.
Asimismo, los monasterios proveían oportunidades prácticas, ya que eran lugares donde se recibía educación. Además de aprender los principios de la escritura y la lectura se adquirían habilidades domésticas. También ofrecían un refugio para las mujeres solteras y una salida laboral para aquellas de origen humilde que entraban para asistir a las monjas o para realizar servicios domésticos y trabajos manuales. Alejandra Fuentes González reafirma esta idea cuando expresa que algunos monasterios se consolidaron durante el siglo XVIII
como un microcosmos laboral que brindaba oportunidades de trabajo a los sectores más desprotegidos de la ciudad; alejándose de aquella idea que había motivado su fundación, esto es, ser un lugar de recogimiento exclusivo para las descendientes de los primeros y más ilustres conquistadores.[27]
En general los conventos albergaban, comenta Asunción Lavrin, a cientos de habitantes, de los que monjas y novicias eran una minoría. El resto, prosigue, “eran esclavos, sirvientes y mujeres legas que buscaban refugio o retiro”.[28]
Pedro Guibovich, en su estudio sobre los conventos limeños expresa que la descripción de cualquier convento sería incompleta sino se mencionara a las numerosas criadas y esclavas que habitaban en su interior. Algunas de ellas, como se verá más adelante en el trabajo, habían ingresado al monasterio junto con sus propietarias. Para cientos de mujeres pobres, que buscaban refugio y alimentación a cambio de sus servicios, el monasterio era una magnífica opción.[29]
La reforma carmelitana ordenaba que la comunidad no fuera numerosa. Las constituciones preveían un número de veinte religiosas: diecisiete de velo negro y tres de velo blanco. Sin embargo, además de monjas y novicias, en los conventos en general, y en el de San José en particular, se encontraban otras mujeres. Era común hallar niñas, casadas, donadas, criadas y esclavas.
Pese a que las carmelitas tenían vedado el ingreso de niñas para ser educadas en el convento de igual modo las recibieron, como consta en el informe que entregara la madre priora al obispo don José Gutiérrez de Zevallos en su visita. Con claridad expone que además de las novicias y las profesas habitaban allí una treintena de mujeres.[30] En general, a las niñas españolas sus padres las dejaban al cuidado de una parienta o amiga monja para ser educadas. No les estaba permitido salir del convento salvo en contadas excepciones. Inevitablemente, entre las monjas y las educandas que pasaban gran parte de la infancia y la adolescencia tras los muros del convento, nacían fuertes amistades, las que reforzaban el vínculo parental preexistente puesto que muchas eran primas o sobrinas de las religiosas. Ese es el caso de la familia Tejeda, ya que sus mujeres poblaron el instituto carmelita durante los siglos XVII y XVIII. Recuérdese que la primera priora, Leonor de Tejeda, que profesó con el nombre de Catalina de Siena, era la tía de las hermanas María Magdalena y Clara Tejeda y Guzmán, hijas de don Juan.[31] El mismo día en que las hermanas profesaron lo hizo su madre, Ana María de Guzmán, con el nombre de Ana María de Jesús y, con posterioridad, la madre de ella.
El 26 de junio de 1633 tomaron los hábitos Catalina de Sena (en el siglo Estefanía Celis de Ayala), nieta del conquistador Juan de Burgos y la sobrina de esta, Catalina de Jesús.[32] Doña Catalina Suárez de Mejía Cabrera, se convirtió en Catalina de la Encarnación; junto a ella profesó su hermana Antonia -Antonia de la Concepción- y años después, su sobrina Ana María de San José.[33]
También se ha encontrado un documento que hacer referencia a la entrada de una mujer casada y su esclava al convento de San José, por lo que puede desprenderse que quizás no fuera una práctica ajena al cenobio. Se trata de una obligación subscrita entre Juan Bautista Ángel, regidor perpetuo de la ciudad de la Trinidad y puerto de Buenos Aires, como principal y don Diego Negrete de la Cámara, vecino encomendero de la ciudad, como fiador, el monasterio de San José:
[…]en conformidad de lo tratado se obligan a pagar a la priora y monjas del convento de Santa Teresa el día que constase haber entrado doña Inés Quintero, mujer del principal, que al presente está en el puerto de Buenos Aires, en el dicho convento y una negra para su servicio, doscientos pesos corrientes en reales cada año del tiempo que permaneciesen en él y el principal traer licencia del Obispo para entrar doña Inés al convento desde el día que constare haber entrado pagaré y si estuviera menos han de pagar respectivamente al dicho y el convento le dará manutención a doña Inés y negra de servicio.[34]
Entre la población conventual también se encontraban las donadas. Estas eran sirvientas de confianza que vestían el hábito de las monjas y tenían a su cargo los esclavos y domésticos. Se trataba, generalmente, de mujeres de ascendencia española de sectores sociales bajos, o de mestizas que podían elegir permanecer en el convento toda su vida y también profesar, como fue el caso de:
Teresa de la Asunción. Donada en este monasterio de mi Madre Santa Teresa de Jesús que está a los sagrados pies de su Ilustrísima […] digo que hace seis años que estoy sirviendo en el y ministerio de mi obligación y habiendo precedido la última aprobación para que se me de la profesión con los votos secretos como la comunidad tiene por costumbre.[35]
Por último, como se ha adelantado, había en el convento criadas y sirvientas. Estas prestaban sus servicios en la sacristía, la cocina, la lavandería y la panadería, o que atendían personalmente a las monjas y a las niñas españolas.
Los criados y criadas que trabajaban tanto
para el servicio personal de las religiosas como para el monasterio se situaban
en el último eslabón de la jerarquía religiosa y social después de las monjas
de velo negro y blanco, las novicias, las niñas educandas y las seglares adultas.
Alejandra Fuentes Gonzaález (2018)
explica que conformaban una categoría religiosa y social constantemente
amonestada por las autoridades eclesiásticas, sobre todo en el siglo XVIII. Eran
vistos como foco de desorden y disturbios en el interior de la clausura. Es
que, como expone Asunción Lavrin para el caso de un convento michoacano en el
que la exclusión era notable: “el convento no
era un espacio de santas, sino un mundo de rivalidades y defectos humanos dentro del cual sus residentas
trataban de vivir una vida cristiana”.[36]
Mujeres de y al servicio
Ofelia Rey Castelao afirma que el trabajo manual era incompatible con el origen social de las monjas, en su inmensa mayoría de procedencia noble o de las élites burocrática y rentista, y con el hecho de que no sólo pagaban por entrar en los conventos, aportando una dote más o menos fuerte, sino que sus familias solían asignarles dotaciones de por vida, incluso establecidas contractualmente, de modo que, si los conventos podían ser pobres, sus ocupantes no tenían por qué serlo.[37] “En fin, que el trabajo tenía pocas adeptas y lo normal en la realidad era evitarlo con el pretexto del tiempo dedicado a la oración”.[38]
Por otra parte, legas y sirvientas, libres y esclavas, negras, mulatas, indias y mestizas, “representaban la heterogeneidad étnica de la sociedad urbana colonial misma”.[39] La vida cotidiana en los conventos era impensable sin la ayuda de sirvientas e incluso esclavas cuyas vidas se desconocen casi por completo, lo que refleja las distinciones sociales que hubo entre las esposas de Cristo y aquellas que las asistían.[40] Las criadas de clausura servían a sus amas en las necesidades internas. Contrariamente a las disposiciones de la orden que no permitían que se sirviese particularmente a las religiosas sino, en todo caso a la comunidad, las esclavas ingresaban a los monasterios junto a las mismas profesas cuando ellas comenzaban su noviciado, siendo adquiridas previamente como herencia familiar.
La función principal de estas mujeres era servir a las religiosas dentro de sus celdas, asistiéndolas en todas sus necesidades cotidianas: alimenticias, domésticas, asistenciales y de cuidados especiales en caso de alguna enfermedad. Al referirnos a las labores de cuidado y asistencia realizadas por las criadas intramuros entendemos que se trataba de cuidados domésticos.
Vemos entonces que al interior del claustro, dentro del grupo de esclavas había diferencias. Algunas eran propiedad del convento en tanto que otras trabajaban y pertenecían a las monjas de velo negro. Estas últimas formaban una clase aparte, con más prestigio y socialmente superior al resto. Vivían en las celdas de sus amas, no estaban sujetas a las supervisoras ni a las duras y cotidianas tareas en el monasterio.
Para iniciar el noviciado las candidatas debían ser aceptadas en una primera votación.[41] Pasados seis meses se hacía la segunda y a los diez la tercera que les permitía profesar, es decir, hacer los votos perpetuos una vez cumplido el año, momento en que realizaban la renuncia de sus bienes de acuerdo a la Regla y a las Constituciones.[42] Es decir, en el momento en que van a hacer los votos, previa autorización del obispo, renuncian por testamento irrevocable a todos sus bienes habidos y por haber, cambian el nombre –perdiendo el apellido– para tomar otro de profesión relacionado con el carisma de la Orden, se cortan el cabello, las campanas tocan a muerte y las oraciones son para difuntos.[43] Estos documentos, los testamentos de renuncia, en que se señalaban el destino de sus bienes, los presentes y los futuros, son de gran utilidad porque en ellos se hace público que las religiosas tenían quienes las sirvieran, lo que permite conocer esa relación amas-monjas.
Tómese como ejemplo en el caso de las hermanas Casas y Ceballos (Ponce).[44] Sor María de la Cruz, declaró que tenía una esclavita de seis años que le dieron sus padres para su servicio; Susana de las Casas, sor Susana del Sacramento, llevó consigo a Lorenza, “negra esclava que tengo a mi servicio que después de sus días vuelva a sus padres y sus hijos”. De la importancia asistencial y del cuidado recibido por estas mujeres esclavizadas también nos habla Doña Jerónima Cortés de Vilches y Santucho,[45] sor Jerónima de la Encarnación, quien ingresó con “la negra María que le crió y le dio de mamar para que le sirva quien estaría con ella hasta el momento de su muerte”.[46]
Como Fabienne Brugère[47] escribe “ningún ser humano se basta a sí mismo; fundamentalmente vulnerables e interdependientes los individuos han recurrido en algún momento de su vida a relaciones de protección y de ayuda”. En San José se hacen visibles esas relaciones de protección y de dependencia. Como Alejandra Fuentes señala: “Los afectos cultivados por décadas entre las monjas y sus criadas personales, no eran fáciles de romper; más allá de las prácticas, se habían transformado en una forma de vida”.[48] Sin embargo, entre las amas-monjas y sus criadas los vínculos no dejaban de ser asimétricos.
Por eso sor Jerónima de la Encarnación dispuso que luego de su muerte, la negra María, aquella que la había criado desde su nacimiento, “quede para el convento de Santa Teresa”.[49] Esta condición es aún más relevante si tomamos en cuenta que la vida de las monjas solía ser muy longeva. En este caso la esclava no solo debía esperar el fallecimiento de su ama, sino que era heredada al convento. Por otra parte, sor Jerónima también arregló que la hija de María, llamada Lucía, fuera entregada a “su sobrina doña Bartolina hija del capitán don Félix de Cabrera”.[50]
El destino de las esclavas de servicio personal a la muerte de sus “amas enclaustradas”, dependía de las renuncias que éstas habían firmado en vida, sin embargo, la última palabra la tenía la comunidad monástica, si aceptaba o no que permanecieran allí. Se ha visto que las esclavas podían pasar a ser criadas del monasterio o bien ser cedidas a familiares y parientes. Fuentes González en su estudio sobre conventos, encontró una tercera posibilidad para las esclavas, que las religiosas otorgaran voluntariamente carta de libertad o manumisión, sin embargo, esta práctica no se observó en el convento de San José de Córdoba.
Una de las primeras menciones sobre la tenencia de criadas fue hecha por el obispo don Francisco de Borja a mediados del siglo XVII[51] en las precisas indicaciones que le hiciera el maestro Gabriel Bazán de Pedraza, vicario designado, al momento de encomendarle su labor. Una fuente esencial para conocer de qué manera se organizaba la comunidad y, por ende, las relaciones entre las religiosas y también con las criadas y con las esclavas y los esclavos, son las cartas y las visitas canónicas. Las visitas periódicas de superiores a los claustros de regulares y de monjas fueron especialmente encomendadas por el Concilio de Trento (1545-1563). En el marco de la reglamentación centrada en la reforma de la vida religiosa, en el restablecimiento y conservación de “la antigua y regular disciplina, son un instrumento para asegurar su observancia”.[52] La misma Teresa de Ávila dejó instrucciones precisas para el prelado encargado de visitar los conventos carmelitas.[53] Se trata de unas 55 advertencias que tocan diferentes cuestiones, tanto espirituales como materiales, siempre con el afán de “corregir y quitar faltas poco a poco”.
Sin embargo, de los diferentes obispos que ocuparon la silla episcopal en la ciudad de Santiago del Estero en el siglo XVII[54] sólo quedaron escasas notas sobre las visitas al monasterio carmelita, las que pusieron el acento en aspectos como el retiro del mundo, la pobreza, la obediencia, la castidad, la honestidad, el decoro, la oración y la vida contemplativa.
No se cuenta con la visita del obispo Borja sino con sus indicaciones. Una de las advertencias fue que Bazán debía “dejarles sólo una [criada] y que las demás estén en la ranchería y que no entren ni salgan de los conventos”.[55]
Es que las órdenes religiosas fueron importantes poseedoras de esclavos destinados a sus conventos, colegios y establecimientos de campo. En las rancherías anexas a los establecimientos convivían esclavos y libres. Sobre el monasterio de Santa Teresa un viajero del siglo XVIII expresaba:
me aseguraron que sólo (esas) religiosas tenían una ranchería de trescientos esclavos de ambos sexos, a quienes dan sus raciones de carne y vestido de las burdas telas que trabajan, contentándose estas buenas madres con el residuo de otras agencias. Mucho menor es el número que hay en las demás religiones.[56]
Sin embargo, esta cifra es exagerada con respecto a la del censo de 1778, ya que los datos oficiales presentan un número de 56 esclavos y 70 libres, lo que hace un total de 126.[57]
Estos esclavos de origen africano compartían funciones con indígenas, negros libres o mestizos. Ingresaban al monasterio por cesión de las religiosas que poseían esclavos de servicio particular, o por donaciones o préstamos de benefactores, entre otros. Estos sujetos realizaban diferentes labores, tanto en el interior de los edificios conventuales como fuera de ellos, en chacras y estancias que tenían las monjas: los hombres se desempeñaban en carpintería, albañilería, pintura, sastrería, agricultura y ganadería.[58] También podían atender la huerta del convento.
Así como su número aumentaba por un natural crecimiento vegetativo, los esclavos también podían venderse como ocurrió en 1791 cuando, presentes en el locutorio el escribano, el síndico del monasterio, José Manuel Martínez, y la priora Teresa Antonia de Jesús, se traspasó a don José de Paz, vecino y administrador de correos, un mulato esclavo de 23 años a quien vendían debido a:
ser dado a la embriaguez y otros vicios, de género intrépido, resuelto y atrevido, y también enfermizo y no haber sido posible el sujetarlo y ser muy perjudicial su perseverancia en la ranchería por el mal ejemplo que causa y temer que si se trata de remitirlo para arriba, hará fuga y se perderá enteramente.[59]
Regis, que así se llamaba el mulato no estaba hipotecado ni sujeto a ninguna obligación, deuda ni responsabilidad de dicho monasterio, “tácita ni expresa”, y lo vendieron a un precio de cincuenta pesos. El comprador tomaba todos los riesgos y se hacía cargo del pago de la escritura y de la alcabala, señalándose que, si se arrepentía por su compra: “no se podrá jamás intentar rescisión de este contrato por ningún título aun cuando se descubra algún otro defecto”. Las carmelitas no querían saber nada de que Regis volviera a su ranchería. A diferencia de los esclavos de servicio personal, estos sujetos eran considerados por las monjas y las autoridades en función de la criminalidad y los vicios que eventualmente poseyeran.
En San José, al igual que en los demás conventos del mundo hispano, existía el grupo de las llamadas “recaderas” o mensajeras del convento. Eran los ojos y oídos con el mundo exterior. Cada mañana salían de los claustros para repartir mensajes y correspondencia, convocar doctores, confesores y otros oficiales, solicitar órdenes de abastecimiento de los mercaderes, comprar medicinas y artículos diversos, y llevar regalos a los benefactores del convento. Sobre este particular grupo Guibovich indica que “el retorno de las recaderas al convento producía una gran expectativa entre las monjas, ya que traían noticias recogidas en las calles, mercados y bazares de la ciudad”.[60]
Estas criadas no pernoctaban en el monasterio, las que sí lo hacían eran las que en la comunidad se encargaban del servicio doméstico en cocinas, comedores, sacristías o enfermerías comunitarias. Igualmente, como se mencionó, lo hacían las negras y mulatas al servicio de las religiosas. La presencia de las criadas como agregadas al monasterio pone al descubierto un aspecto particular de las relaciones en una sociedad organizada en redes de deberes y solidaridades. Las relaciones tejidas entre “doñas” y “castas” enfatizaban, una vez más, que la vida de las religiosas repetía la escala de valores propios de la sociedad externa. A pesar de que las sirvientas soportaban todo el trabajo, el trato que se les daba no causaba inquietud ni escándalo en la sociedad porque, a fin de cuentas, se trataba de tareas a cubierto y su existencia era comparativamente buena.[61]
Hacia fines del siglo XVIII don José Antonio de Ascasubi,[62] chantre, quien había sido designado provisor del obispado[63] realizó su testamento en el que dispuso la donación de varias de sus esclavas:
Iten quiero y es mi última voluntad señalar a cada una de las mencionadas mis hermanas monjas una mulatilla de mis esclavas, a saber: a la madre Francisca y soror Mercedes, a Teresita chica de cuatro años junto a su madre de treinta años llamada María; a soror Anselma, a Francisca Borja de siete años; a la Madre María Teresa, a Francisca Paula de cinco años, lo que declaro para que conste. […] En este estado dijo dicho señor otorgante que las esclavas donadas a sus hermanas monjas, después de sus días de ellas queden para sus respectivos monasterios.[64]
Vínculo poderoso y afectivo que se había articulado históricamente entre las monjas de velo negro y sus esclavas de origen africano, en la época llamadas “criadas particulares”, con el fin de diferenciarlas de aquellas criadas, libres o esclavas, que trabajaban para las comunidades en general. El documento muestra que, a fines de siglo XVIII, la tenencia de esclavas seguía siendo una práctica habitual entre la población conventual y que, lejos de decrecer, seguía incrementándose.
Si bien las constituciones de la orden indicaban que las religiosas debían procurar servirse a sí mismas para evitar el ingreso de criadas, en la práctica, los autos de visita dan cuenta de una situación diferente.
Juan Manuel de Sarricolea y Olea fue el obispo elegido por Inocencio XIII para hacerse cargo de la diócesis del Tucumán, a la cual llegó en 1724. El relato minucioso que el obispo hizo sobre la situación de los dos monasterios femeninos de la ciudad de Córdoba ponía de manifiesto la pobreza en que vivían las religiosas y la corrección en el desempeño de sus deberes: “compiten en igualdad de perfección de espíritu”, emulando ambos para si los mejores carismas de la gracia a que aspiran fervorosos con el más estrecho cumplimiento de sus Reglas.[65] El obispo ni siquiera mencionó la existencia de las criadas particulares de las religiosas.
Un nuevo obispo, José Antonio Gutiérrez de Zevallos llegó a la diócesis en 1733 donde de inmediato comenzó la visita.[66] Cuando inspeccionó los cenobios femeninos expresó que “los conventos de monjas me dieron más cuidado porque los hallé en muy grave relajación, y mayor en el de Santa Teresa”. Tres asuntos preocupaban primordialmente al obispo: la gran cantidad de seglares que habitaban los conventos, el excesivo número de esclavas que pernoctaban y la elaboración de ollería.
La necesidad de reformar el monasterio carmelita fue informada a los principales representantes del clero reunidos en el palacio episcopal, estos eran el deán, el arcediano y los prelados de las diferentes órdenes.[67] Los eclesiásticos estuvieron de acuerdo sobre el punto de echar fuera a las seglares ya que todavía resonaba en la ciudad el escándalo que se había producido tiempo atrás en ese mismo convento.[68]
Por parte de algunas religiosas de mucha antigüedad dentro del convento supo el obispo de la existencia de cocinas o chimeneas particulares, las que, sin duda, en varios casos serían atendidas por las criadas. Las religiosas aducían que en invierno las lluvias, el frío y, sobre todo, la edad y enfermedades de algunas, hacían imposible su traslado hasta el comedor. El problema iba más allá de la atención que recibían por parte de sus criadas, ya que significaba que las religiosas no guardaban la vida en común, es decir no participaban de las comidas comunitarias en el refectorio como estaba normado. El prelado, que debía promover la vida en común, es decir que las monjas realizaran en comunidad todas sus actividades intramuros, tanto espirituales como cotidianas, mandó demoler las chimeneas y dejar sólo la que utilizaban todas.[69]
Para hacer frente a las escasas entradas económicas, funcionaba en el monasterio, dentro de la clausura, una ollería en la que trabajaban no sólo las esclavas, sino también, según palabras del obispo Zevallos, algunas monjas. Esta se había creado desde los comienzos mismos del convento y fue consentida por los visitadores anteriores pues proveía a la comunidad de los utensilios necesarios y de metálico para poder afrontar sus necesidades. Por mandato del prelado la ollería y por tanto las esclavas que trabajaban en ella fueron trasladas a la ranchería de la comunidad en la cual había unos cuarenta esclavos.[70]
En los discursos de los prelados del siglo XVIII las criadas eran inculpadas de los desórdenes internos de los conventos. La imagen de descarrío como característica de los monasterios femeninos fue muy marcada en la capital del Virreinato, en donde la población conventual era notoriamente numerosa. Un viajero que pasó por Lima, el francés Amedée Frézier, diría:
Las religiosas, con excepción de tres o cuatro conventos, no tienen sino una apariencia de regularidad que es la que da la clausura, pues en lugar de vivir en común y en la pobreza, de la que hacen voto, viven séquito de domésticas, de esclavas negras y mulatas, de las que ellas son ministros de galantería que mantienen desde el locutorio.[71]
También el virrey del Perú, don Francisco Gil de Taboada y Lemos, al igual que varios de sus predecesores ilustrados[72] veían con preocupación la convivencia de las religiosas con las seglares:
Las monjas, que por el privilegio de su sexo se conducen por diferente regla y economía claustral, exigen mayor dedicación a la observancia de aquella, viéndose cada monasterio que no es recoleto habitado de una multitud de libres y esclavas, que llevándoles el mal ejemplo, entibian en muchas su vocación de varios modos. […] Compónese por lo común estas sirvientas de gente de color y mixta, siendo las conductoras de las novedades y las que causan el escándalo, perturbando a la inocencia.
Gutiérrez de Zevallos caracterizó como “el mas enorme abuso, tan contra regla y derecho”, el hecho de que durante el día hubiera sirvientas y esclavas casadas trabajando dentro de la clausura y que regresaran a sus casas por la noche, o que las solteras entraran y salieran de la clausura con total impunidad. Por lo tanto: “mandamos que precisamente todas las dichas mujeres salgan de la dicha clausura, así las seglares que están por causa de educación como las demás esclavas y sirvientas”.[73] Permitió, sin embargo, que a las seis donadas que había en ese momento se incorporasen otras cuatro criadas para atender la huerta.[74]
Además, permitió a dos mulatas: María Catalina, de condición libre, y Severina, esclava del monasterio, el ingreso para servir de seglares en la clausura, sin poder volver a salir de ella. Estaban obligadas a conservar la “decencia” y “honestidad” en la clausura, tanto en vestimenta como en comportamiento. En el último folio del Libro de Recepción de novicias se copió la autorización para que las monjas también fueran servidas por las mulatas María e Ignacia, esclavas, quienes deberían: “guardar clausura en dicho monasterio y no salir de él sin nuestra orden, les damos licencia para que puedan entrar y entren a la clausura de dicho monasterio a servir a las Religiosas en todo lo que se les ofreciere de su alivio y conveniencia”.[75]
Cuando don José Frías, en calidad de delegado del obispo Moscoso visitó el convento fue informado de que en lugar de tener cuatro criadas poseían diez: “Hay diez personas entre claustradas libres y criadas que tienen algunas religiosas en particular que como no sirven a todas igualmente hay algunas quejas por lo que Su Señoría determinará lo que parezca mejor”. Con respecto a las criadas Frías resolvió de manera muy caritativa, que cuidaran que se emplearan en servicio de todas para mantener la unión, “y sean comunes las cosas que tienen a uso que en cuanto a este ministerio no haya particularidad más a favor de la que tienen en amor”.[76]
Asimismo, diferentes religiosas comunicaron su inquietud por el deambular en la clausura de muchachos con la finalidad de ayudar a sacar agua o trabajar la huerta. Las conversaciones distraían y rompían el silencio del lugar.
El decimosexto obispo del Tucumán fue fray Antonio de San Alberto. La inspección a su diócesis la inició en la ciudad de Córdoba y en el invierno de 1782 les tocó el turno a los monasterios femeninos. Visitó la comunidad teresiana en dos oportunidades, en julio de 1782 y en 1785 apenas un mes antes de abandonar la ciudad. A pesar de la prohibición de los monasterios descalzos de tener criadas y de los esfuerzos de los prelados por desarraigar esta costumbre, las religiosas continuaban teniendo sirvientas y este fue uno de los aspectos que el prelado carmelita procuró reformar. Sin embargo, el pastor entendió que era una conducta inveterada y buscó evitar situaciones difíciles a las monjas. Su ánimo amable lo dispuso a no chocar con costumbres arraigadas, que sólo se extirparían con dolor, y también a contemplar las necesidades mismas de las criadas particulares y a no exponerlas a cambios bruscos.[77] Por ello San Alberto aplazó el cumplimiento de la disposición que prohibía la servidumbre en el claustro hasta que fueran desapareciendo por muerte natural tanto las monjas como sus criadas:
No queriendo hacer novedad por ahora, mandando salgan las criadas que están dentro, ya por no desconsolar del todo a unas religiosas, a quienes amamos tiernamente en Dios, y que en esto han obrado siguiendo el estilo que ya hallaron en el Convento, ya por no exponer a los peligros del mundo a las criadas actuales, de quienes nos consta que viven, y sirven con mucha edificación y ejemplo de vida, nos contentamos mandar lo siguiente.[78]
De la relevancia asistencial pero también del cuidado hacia estas mujeres esclavizadas se refiere San Alberto en el fragmento anterior. Nótese que habla muy bien de ellas. Al igual que había hecho Zevallos en su momento, dispuso que las sirvientas se redujeran a siete, número que estimaba suficiente para atender bien el servicio del monasterio, y que se prohibiera que actuaran de mandaderas, lo que llevaba mucha gente a la portería, restaba virtud a la vida de recogimiento que debían llevar las religiosas y les quitaba tiempo de trabajo, “para que de esta manera se evite el tráfico continuo de gentes y de parientes, que acuden a la portería por los negocios y recados de las que están dentro, y ellas tengan más tiempo para servir a Dios y al Monasterio”.[79]
Otro problema, esta vez subrayado por el obispo Ángel Mariano Moscoso fue el de la falta de silencio. Las religiosas debían guardar silencio la mayor parte del día. En el silencio se manifiesta la plenitud de la Palabra, el silencio es creador, plenitud de vida y ser (Mariño, 2014, p. 348). Es que la vida de la carmelita implicaba una experiencia espiritual totalmente al servicio de Dios, basada en la oración, la contemplación silenciosa y un compromiso incondicional con la comunidad religiosa, de acuerdo con el ideal y las normas de los primeros monjes. El silencio y las frases modestas, los gestos mesurados y discretos, hasta la absoluta inmovilidad en los momentos de meditación, el control de los movimientos del cuerpo, y posiblemente de las intenciones del alma, según un código preciso de comportamiento, debían reinar soberanos.[80] Por eso Moscoso, al igual que sus antecesores puso el acento en el cuidado del silencio, que se quebrantaba mayormente en la portería “con la conversación que en el torno tienen ellas y las criadas”. Seguidamente detalló que en el interior de la clausura el silencio era turbado por las “seglaras, que considerándose no obligadas a su observancia con ocasión de las urgencias en que se ocupan”, por ello mandó que la madre las separara de la comunidad y les indicara su trabajo en un patio interior.
Consultadas las madres Mariana de los Ángeles, Josefa de la Presentación y Ana María del Carmen sobre la población conventual, coincidieron en que había niñas seglares pobres y huérfanas, en un número variable entre diez a veinte, también esclavas particulares y criadas libres y que compartían sus celdas con todas ellas. En el caso preciso de sor Josefa, confesó que con ella convivían cuatro españolas seglares y que tenía para su uso alguna esclava, como la mayoría de sus compañeras. Según las religiosas, no incumplían ninguna orden pues contaban con la licencia del obispo.[81]
No obstante, no se trataba solamente de una relación meramente servil. Era función del convento educar y catequizar a las sirvientas, a fin de que continuasen en la buena vida y conservasen ellas también la salvaguarda de la moral y la decencia pública, además de proporcionarles vestido, manutención, cobijo y cuidado en momentos de enfermedad. Por su parte, estas trabajadoras estaban sometidas a las normas de la orden y del convento, lo que comportaba no pocas obligaciones ya que sus vidas tenían que ajustarse a la rutina del claustro. La prelada, junto con la tornera, debían corregir el bullicio, pero sobre todo se obligaba a cuidar que las criadas, mayormente las que venían del exterior, vivieran cristianamente, comulgasen y se confesaran.
Conclusiones
El presente artículo se dispuso abordar la vida de relación al interior del claustro carmelita descalzo de la ciudad de Córdoba durante los siglos XVII y XVIII, particularmente el trato hacia las criadas y esclavas.
En cuanto a la perspectiva histórica, esta investigación, se fundamenta en el enfoque de la historia de la vida cotidiana religiosa. Junto a ella, este trabajo es deudor de los aportes de los estudios sobre solidaridad y sororidad que, en los últimos años se han aproximado a la vida religiosa y los monasterios. En términos metodológicos, los principales desafíos enfrentados durante la investigación se centraron en la búsqueda, selección, organización e interpretación de las fuentes documentales, poco abundantes y fragmentarias para abordar este tema. El acceso al archivo de la comunidad entregó solo algunas pistas, aunque insuficientes para el conocimiento de la cuestión.
Para una mejor comprensión de este estudio, hay que tener en cuenta que dentro de las mujeres y hombres que servían en el monasterio existía una diferenciación. Estaban aquellos que pertenecían a la comunidad, vivían en la ranchería anexa y que efectuaban diversas labores para las religiosas, como mantenimiento del edificio o, posteriormente tareas en la ollería. Las había también esclavas y criadas de la comunidad que vivían en el claustro y otras que servían a las monjas de velo negro, dormían en sus celdas y se conocían como “criadas particulares”.
Las mujeres que ingresaron y profesaron en el convento de San José fueron en su mayoría hijas o descendientes de conquistadores. Para ellas, entrar en clausura afianzaba su prestigio y el de su familia, aseguraba la salvación de su alma, y la de su linaje otorgándole un lugar de descanso eterno, misas, oraciones y sufragios. Para algunas en la renuncia a su status de privilegiadas, a su resignación del ámbito social en el que se había criado estaba su proyectada santidad. Ante la pregunta sobre la propiedad de criadas y esclavas frente a los votos de pobreza y la prohibición expresa de la Orden del Carmen se logró determinar que, al igual que en los demás conventos americanos, esto no se cumplía. Varias religiosas de velo negro habían ingresado con esclavas que las había criado desde pequeñas y que recibieron como parte de su dote, estableciendo con ellas una relación de “amas-castas”, que aunque visiblemente desigual, conformaba obligaciones para ambas, las de asistencia y cuidado.
La amplitud conceptual del cuidado, como sentimiento de responsabilidad hacia el otro, lleva a una mejor comprensión de las estudiadas relaciones de protección y de dependencia entre monjas y criadas. Educar, catequizar, proporcionar vestido, cobijo y cuidados en caso de enfermedad, son algunas de los compromisos asumidos por las religiosas.
Por otro lado, se pudo constatar que, en su mayoría, los obispos fueron condescendientes y permitieron a las madres continuar con la práctica de tener sirvientas, uso que se inició con el monasterio mismo. El asunto revela la existencia de acuerdos y de solidaridad de cuerpo para mantener dentro del monasterio sus criadas y esclavas, tal como se demostró en la visita del obispo Zevallos. En las diferentes visitas canónicas los obispos siguieron señalando la necesidad de terminar con la práctica de acoger seglares adultas o niñas para cuidarlas y educarlas y de poner fin a la inveterada costumbre de ingresar con criadas particulares que las sirvieran en sus celdas, esto último, con poco éxito.
Finalmente, parece necesario destacar la relevancia que adquiere el análisis de estudios de casos en la historia religiosa y conventual femenina ya que permite comprender cómo los procesos generales se manifestaron en contextos locales, revelando dinámicas específicas que enriquecen nuestra interpretación del pasado. En contraste, hacen posible identificar experiencias particulares de individuos y comunidades, desafiando narrativas homogéneas y aportando matices a nuestra comprensión histórica.
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* Universidad Nacional del Sur. E mail: anamonikafa@yahoo.com.ar
[1] No obstante, como Héctor Lobos (2009, tomo I) explica, fueron años muy difíciles, de gran escasez, sin comida, ni semillas ni pertrechos y los pocos hombres que quedaron en el fuerte debieron recurrir a la ciudad de Santiago del Estero. Sin embargo, como existía la voluntad política de no desmantelar la ciudad, Suárez de Figueroa con acuerdo de los primitivos fundadores y los recién llegados, confeccionó una nueva traza. Así se hizo un nuevo repartimiento de solares «conforme a sus méritos, calidad y servicios», incluyéndose un grupo de personas que, con intenciones de llegar al Perú, habían decidido quedarse.
[2] Lobos, 2009, I.
[3] Larrouy, 1923, “Carta del Obispo Fray Fernando de Trejo sobre el estado religioso de su diócesis de Tucumán, doctrinantes y religiosos”, Santiago del Estero, 4 de noviembre de 1610.
[4] Segreti, 1998.
[5] Levillier, 1926.
[6] Bustos Argañaraz, 1998.
[7] A lo largo de este capítulo se reproducen algunos fragmentos de la tesis doctoral de mi autoría, “Religión y Sociedad. Las carmelitas de Córdoba del Tucumán en el período hispánico (1628-1820)”, Buenos Aires, Universidad del Salvador, 2016, (disponible en línea).
[8] Lavrin, 1986: p. 175.
[9] Lavrin, 2003: p. 59.
[10] El testamento es un documento jurídico especialmente a los efectos patrimoniales de los herederos, pero esencialmente religioso en su concepción porque perseguía la tranquilidad de conciencia, tanto respecto de lo espiritual como de lo material. El testamento ponía en paz a la persona que lo obraba porque era un “documento a la eternidad”. En el caso de las personas dispuestas a entrar en la vida religiosa, tanto hombres como mujeres, el testamento implicaba una renuncia de bienes, que era obligatoria por ley y debía realizarse anees de jurar los votos definitivos. Por lo común el nombramiento de uno de los albaceas recaía en la madre priora del monasterio, de acuerdo a Martínez de Sánchez, 1996.
[11] Atienza, 2022.
[12] La sororidad atiende las relaciones entre mujeres y las diversas formas en las que estas se han desarrollado y manifestado históricamente, los vínculos que han establecido, las formas en las que se han mirado entre sí, y se han visto, tratado y actuado, y la diversidad de modos y maneras en los que, a su vez, las mujeres se han relacionado con los modelos de género establecidos y con las derivadas de la cultura patriarcal en la que han discurrido sus vidas, de acuerdo a Atienza, 2022.
[13] Alabrús Iglesias, 2023.
[14] Gonzalez Fasani, 2019.
[15] Monasterio de Santa Catalina de Siena, 2014.
[16] Levillier, Audiencia: p. 445.
[17] Siguiendo a José Maravall se entiende por élite local a un reducido grupo no formalizado, sin carácter institucional ni aparato organizado que actúa con carácter duradero y recurrente y se proyecta sobre una amplia zona de aspectos de la vida social. Posee, también, un sentimiento de superioridad política y social e incluso moral, que lo cohesiona. Además, sus integrantes cuentan con cierto grado de reconocimiento público al que se suma otro factor: “la mentalidad”. Por lo tanto, al hablar de élite nos referimos a un segmento social que cuenta con una gran capacidad económica, una gran influencia en la comunidad y un prestigio reconocido. La confluencia de estos factores en un reducido número de familias es lo que les confiere cierta “conciencia de grupo” y las transforma en élite. Ver Gonzalez Fasani, 2011.
[18] Presta, 2019: p. 16.
[19] Loreto López, 2000.
[20] Lavrin, 1993.
[21] Lavrin, 2003.
[22] Fraschina, 1993.
[23] Lavrin, 2016.
[24] Siegrist, 2000.
[25] Lavrin, 2000.
[26] Guibovich, 2003.
[27] Fuentes Gonzalez, 2018.
[28] Lavrin, 2016.
[29] Guibovich, 2003.
[30] Archivo General de Indias (en adelante AGI), Testimonio de Autos de visit. Estas niñas eran: Francisca Javiera Azócar; Josefa Peralta; Petronila Pinto; Teresa Catalina Casas; Catalina de Arrascaeta; Josefa Bracamonte; María de Ramila; Dominga Carranza; Bartolina Cabrera; Luisa (no se inscribe su apellido). Si bien se dice que eran trece, sólo figuran diez nombres entre los cuales reconocemos apellidos vinculados a la élite local. Junto a estas se encontraban tres mestizas y una india principal que aparece como curaca. Menciona, además, cuatro mulatas libres y quince esclavas, una de ellas con un hijo de tres años. La priora aseguró que las treinta y seis mujeres y el niño dormían dentro del convento.
[31] A su ingreso, María Magdalena profesó con el nombre de Teresa de Jesús y Clara tomó el nombre de Clara del Sacramento.
[32] Archivo Histórico Provincial de Córdoba, (en adelante AHPC). Protocolos Notariales, Inv. 48.
[33] Archivo del Monasterio de San José (en adelante AMSJ). Libro de las profesiones.
[34] AHPC, Protocolos Notariales, Inventario 49.
[35] Archivo del Arzobispado de Córdoba (en adelante AAC), Legajo 8, T. 1, Monjas Teresas, s/f
[36] Lavrin, 2003.
[37] Rey Castelao, 2009.
[38] Ibídem: p. 64.
[39] Lavrin, 2016.
[40] Ibidem, p. 190.
[41] En cada una de las reuniones capitulares las religiosas reunidas emitían sus decisiones de un modo peculiar: introduciendo porotos negros o blancos en la urna. Los negros eran contados como votos en contra de la incorporación de la candidata y los blancos, como votos favorables. Así, la decisión de abrazar la vida conventual se iniciaba en la pretendiente misma -o en su familia- pero finalmente eran la comunidad conventual y las autoridades religiosas quienes aceptaban o rechazaban esa posibilidad.
[42] Nieva Ocampo, 2008.
[43] Martínez de Sánchez, 2016.
[44] Hijas legítimas del maestre de campo don Ignacio de las Casas y Ceballos, regidor propietario, y de su primera mujer, doña Teresa Ponce de León.
[45] Hija del capitán Francisco Viches Montoya profesó en 1696. En 1723 fue elegida priora y en el trienio posterior, clavaria, para volver a gobernar el monasterio por tres años más, entre 1729 y 1732. En este mismo año volvió a ser electa clavaria y en las elecciones siguientes, obtuvo el priorato una vez más.
[46] AHPC, Protocolos Notariales, Registro 1, 1724-1725, f. 26v.
[47] En el capítulo I “El tema del cuidado, la voz de las mujeres” la autora pone el acento sobre el “cuidar” y el sentimiento de responsabilidad hacia el bienestar de los otros como conductas que benefician sicológicamente a la sociedad. La teoría del cuidado es elaborada, en principio, como una ética relacional estructurada por la atención hacia los otros. Brugère, 2021.
[48] Fuentes Gonzáalez,
2018.
[49] AHPC, Protocolos Notariales, Registro 1, 1715-1716, f. 165 y 1724-1725, f. 26v.
[50] De las treinta y nueve mujeres que ingresaron en la primera mitad de siglo XVIII, 10 pertenecían al linaje de los Cabrera –fundador de la ciudad–, es decir, casi un 26%. Se trataba de las doncellas apellidadas Ledesma y Pacheco; Villafañe y Navarrete; de las Casas y Ponce de León; Parejo y Bracamonte; Echenique; Salguero y Cabrera; Ascasubi y Casas; Tejeda y Cebreros.
[51] Nombrado por Felipe IV por real cédula del 27 de septiembre de 1665, permaneció catorce años en la diócesis años hasta su promoción al obispado de Trujillo.
[52] Cohen Imach, 2003.
[53] Se trata de un opúsculo escrito en Toledo hacia el verano de 1576 por orden del padre Gracián. La autora no dio título alguno a su escrito. “Unos avisos” les llamó sencillamente Gracián, sin embargo, sobre la guarda anterior del autógrafo escribió una mano tardía: Modos de visitar los conventos de religiosas escrito por la Santa Madre Teresa de Jesús, por mandado de su superior provincial, fray Gerónimo Gracián de la Madre de Dios. Este título coincide casi materialmente con el de la edición príncipe de 1613, y que ha sido mantenido comúnmente por los editores. Álvarez, 2010.
[54] Fray Fernando de Trejo y Sanabria (1597-1614); doctor Julián de Cortázar (1618-1626); Fray Melchor de Torres (1628-1630); fray Melchor Maldonado de Saavedra (1634-1661); doctor don Francisco de Borja (1670-1679); fray Nicolás de Ulloa (1679-1686); doctor Juan Bravo Dávila y Cartagena (1690-1691) y fray Manuel Mercadillo (1698-1704).
[55] AGI, Charcas, 97, N° 22, 30 de abril de 1670, f.2v.
[56] Concolorcorvo, 1942.
[57] Para el siglo XVIII es notable el alto grado de mestización alcanzado en la ranchería del monasterio ya que más del 50% de la población era libre. Sin duda muchos de ellos nacieron y se criaron allí. Celton, 1993.
[58] La dotación efectuada por don Juan de Tejeda incluía la cesión de los inmuebles urbanos donde iba a instalarse la comunidad, la cesión de estancias, en Anisacate y Umasacate, entre otras, la entrega de esclavos y los objetos destinados a la iglesia.
[59] AHPC, Registro 1, Protocolos Notariales, 13 de agosto de 1791, “El monasterio de Teresas vende un esclavo a don José de Paz”, f. 145v-147r.
[60] Guibovich, 2003.
[61] Rey Castelao, 2009.
[63] El doctor don Juan Manuel de Moscoso y Peralta, decimoquinto obispo de Tucumán nació en Perú en 1723. La celebración del concilio de Charcas entre 1774 y 1778 lo mantuvo alejado de su diócesis de la que sólo visitó las jurisdicciones de Salta y de Jujuy. La designación que tanto el obispo como el cabildo eclesiástico hicieron como provisor del obispado en José Antonio Ascasubi, chantre, fue desacertada debido a su carácter (según Abad Illana era grosero, inurbano, hosco e intratable, soberbio y dominante y con él tuvo muchos problemas). Muy pronto se arrepintieron de la elección, “porque es león de tal especie que ni con los suyos se domestica”. Obró a su antojo y sin miramientos. Bruno, 1969.
[64] AAC, Monjas teresas, Legajo 59, T. I, Testamento de don José Antonio de Ascasubi.
[65] Las citas textuales de la visita fueron íntegramente extraídas de Levillier, 1922.
[66] La visita y el curso de esta han sido estudiados por Gabriela Braccio 1998 y 2003.
[67] Las modificaciones impuestas por el obispo Zevallos brindan pautas de los intereses de las autoridades eclesiásticas y preanuncian las conductas netamente regalistas de los obispos posteriores. Braccio, 1998.
[68] Fue noticia popular que una de las mujeres recogidas, doña Josefa Maltés, resultó embarazada de un mulato, esclavo del mismo monasterio y hombre casado, cuyo nombre era José Antonio. Reunidas en consejo, las madres decidieron expulsarla de la clausura y casarla con un hombre blanco que vivía en las afueras de la ciudad. AGI, Testimonio de auto de visita del monasterio de Santa Teresa.
[69] AMSJ, Libro de elecciones, f. 56 r.
[70] AMSJ, Libro de elecciones, f. 57V. Cuarenta esclavos le pareció al obispo un número excesivo sugiriendo que algunos de ellos fueran llevados a la estancia de Anisacate para poder rentarla por más precio y que otros fuesen vendidos.
[71] Amédée-François Frézier fue un viajero científico francés que viajó por América del Sur, sobre todo por las costas del Pacífico, y permaneció pocas semanas en Lima; recaló luego en Concepción, en 1712, para visitar también Valparaíso, Santiago y Coquimbo. En todos estos lugares realizó investigaciones en terreno acerca de los habitantes, la minería y la agricultura. Recopilado por Raúl Porras Barrenechea, 1965.
[72] Recuérdese que la influencia de la Ilustración posibilitó en mayor medida la adopción de ideas regalistas, es decir el reforzamiento de la figura real como general del reino. Ello significó, en la práctica, que el monarca quedaba autorizado a ampliar sus facultades sobre la autoridad del Pontífice y, a su vez, que el vicario, o sea el monarca, era responsable del aspecto material de la iglesia y de la inspección del comportamiento del clero mediante los arzobispos y los prelados de las órdenes religiosas. Fisher, 2000. El virrey Manuel Amat y Junient (1947) expresa en su memoria las ideas regalistas de la época de la siguiente manera: “Es el Rey en lo absoluto una imagen viva que destina la providencia divina para el gobierno del Estado, entendiéndose su Soberana Regalía á ser un Legado Nato de la Silla Apostólica, por lo que ejerce varias funciones, y actos Religiosos muy conducentes para expedir las providencias temporales, pues de otro modo implicaría, tal vez el régimen y buena armonía de sus Dominios. En estos de las Indias es igualmente Patrón y Delegado de la Santa Sede en todo lo Eclesiástico, siendo esta cualidad una Piedra la mas preciosa y resplandeciente que adorna su Corona, y la que cada día descubre mas fondos para el aprecio, acreditándose este esplendor en todos los casos ocurrentes, de que hacen extensa relación mis Antecesores”.
[73] AMSJ, Libro de elecciones, f. 59r
[74] AGI, Testimonio de Autos de visita del Monasterio de Santa Teresa.
[75] AMSJ, Libro de recepción, ff. 181 v-182 r.
[76] AAC, Catalinas, Legajo 9, T. 1.
[77] GonzalezGonzález
Fasani, 2019.
[78] AAC, Catalinas, Legajo 9, T. 1.
[79] Ibidem.
[80] Ramos Medina, 1990.
[81] AGI, Testimonio de auto de visita del Monasterio de Santa Teresa.