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Santa Fe la Vieja y las historias conectadas: espacios, personas, tradiciones
Darío Gabriel Barriera*
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Cuadernos de Historia. Serie economía y sociedad, N°34, 2024, pp. 46 a 61.
RECIBIDO: 10/05/2024. EVALUADO: 18 /07/2024. ACEPTADO: 30/07/2024.
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Resumen
El texto reflexiona sobre los 450 años de la fundación de Santa Fe, conectando la historia tangible con la simbólica. A través de una experiencia personal y académica, se explora la construcción de la identidad santafesina. Se menciona la importancia del archivo, los encuentros interpersonales, y la intertextualidad en la investigación histórica. Además, se analizan las conexiones entre Santa Fe con otros lugares a través del tiempo, incluyendo Malvinas y el Imperio español, destacando la metodología microhistórica y el análisis de trayectorias. La reflexión concluye con la idea de una historia abierta, en constante reinterpretación.
Palabras clave: Microhistoria – Santa Fe – Identidad
Summary
The text reflects on the 450th anniversary of the founding of Santa Fe, connecting tangible and symbolic history. Through personal and academic experience, the construction of Santafesina identity is explored. The importance of archives, interpersonal encounters, and intertextuality in historical research are highlighted. Furthermore, the connections between Santa Fe and other places across time are analyzed, including the Malvinas Islands and the Spanish Empire, emphasizing the microhistorical methodology and the analysis of trajectories. The reflection concludes with the idea of an open-ended history, subject to constant reinterpretation.
Keywords: Microhistory – Santa Fe – Identity
El pasado 15 de noviembre del 2023 se cumplieron 450 años de la fundación de la ciudad de Santa Fe.[1] Cuatro siglos y medio de la fecha elegida, bajo la protección de San Jerónimo, para datar unos ritos y unos actos de voluntad que fueron el puntapié intangible para crear algo tangible, el momento efímero para dar comienzo a algo durable.
En estos días, no sé si porque vuelven a cernirse sobre nosotros algunas figuras aciagas del pasado,[2] tuve presente algo que le oí decir a Oscar Terán en el Congreso de Filosofía de Puerto General San Martín en noviembre de 1986.[3] El filósofo hacía la autocrítica de una generación que había tomado la lucha armada como expresión posible de la voluntad política, y terminaba su conferencia sugiriendo que debíamos tomar conciencia de «todo lo que la muerte le debe al símbolo». Por entonces yo promediaba mi carrera universitaria y de alguna manera mi vida adulta. No sabía, claro, que las asignaturas de 4to y 5to año no iban a poder cursarlas con normalidad… 1987 y 1988 fueron caóticos y casi no pudimos regularizar materias en la Universidad esos años. Casi todo fue a exámenes libres. Aquella frase quedaría resonando además como parte de una experiencia áulica que, en lo sucesivo, iba a resultarme por lo menos esquiva. Durante la larga investigación que hice para escribir mi tesis de licenciatura y la de doctorado –que terminaron cerrando en Abrir puertas a la tierra (Barriera, 2013)– me convencí de que lo que decía Oscar Terán era cierto, pero sobre todo de que lo contrario era más cierto todavía: en la historia antigua de la ciudad de Santa Fe encontré todo lo que la vida le debe a lo simbólico.
Esa dimensión, no obstante, lejos está de la superpoblación o la hipérbole. Se compone de unos pocos ritos de los cuales tenemos noticia solamente porque pudieron ser plasmados en papel cuando lo hubo –porque la fundación y su narración jurídica, como lo dijo el mismo Juan de Garay, no fueron coetáneas–. La notación de esos gestos alcanzó para poner a rodar una historia que, si se me permite la hipótesis, ni el más optimista de los integrantes de aquella hueste venida de Asunción del Paraguay –por vasco que fuera– tenía motivos para imaginar que iba a durar cuatro siglos y medio. Y aquí estamos.
El recorrido que les propongo está construido con conexiones como esta. Generalmente impensadas, las dejé venir al papel sin mucho gobierno, con el solo propósito de permitirnos celebrar algunas maneras de hacer historia, pero también de colar en el festejo encuentros intertextuales e interpresonales que subyacen a los recorridos que posibilitaron la historiografía de una ciudad a través de sus interpretaciones.
Uno
El Manual Santafesino[4] –leído, subrayado y anotado demencialmente en 1975– y la visita al sitio de Cayastá en 1977 fueron decisivos en mi temprana vocación por convertirme en historiador. El Parque arqueológico de Santa Fe la Vieja,[5] pero particularmente la impresión que me causaron los huesos de Hernandarias y Jerónima expuestos allí, en las “ruinas” de la Iglesia de San Francisco, encendieron en mí una curiosidad inexplicable, pronto apagada por las aguas más urgentes de la pubertad y la adolescencia. Estas brasas quedaron subrogadas a la categoría de rescoldo a partir de los años siguientes, durante los cuales el suave pero consistente mandato familiar me orientaba hacia el derecho (con el objeto de convertirme en escribano, pues tras «el rodrigazo»[6] y algunos otros episodios el patrimonio familiar se había casi pulverizado), con resultados que también son conocidos: si bien preparé el ingreso a esa carrera, no pude soportar el bochorno que me producían las clases de Derecho Civil y bajo los eficientes estímulos de una filósofa (María del Carmen Vitullo) y una historiadora (Nani Blanc Blocquel), las brasas quemaron los papeles y el cambio se consumó enseguida, decantándome por el ingreso a la Facultad de Humanidades en la cátedra de Nani Blanc Blocquel consolidaban una visión más o menos republicana sobre el asunto.
Dos
Una de las primeras lecturas que nos propuso Blanc Bloquel en Introducción a la Problemática Histórica fue hermenéuticamente decisiva: se trataba de «El tiempo del Quijote», de Pierre Vilar, un texto que venía dentro del volumen Crecimiento y desarrollo, editado por Ariel, de Barcelona,[7] que a pesar de su altísimo valor para mi poder adquisitivo –9 australes, cuando yo no ganaba ni 150– compré en agosto del ‘85 a Homo Sapiens, la librería que Perico Pérez –histórico y premiado librero de nuestra ciudad– tenía en el Pasaje Pam.
La inflación, las crisis, Don Quijote. De ninguno de los tres temas de ese libro pude desprenderme. De los dos primeros, por mor de ciudadanía, del tercero, por gusto. Esa obra de Cervantes soporta muchas lecturas, y yo ya le he asestado tres: como novela social, como fuente, como mera inspiración para hacer historia. De 1984 a 2023 las conexiones se multiplican, incluso a partir de coincidencias: porque no fue mi iniciativa que el rostro de un Quijote de Doré fuera la cara de la revista que creamos con Tatato Baravalle[8] en 1996; Tatato, como Santa Fe, cumplía sus años el 15 de noviembre; Pierre Vilar fue el director de las tesis sobre el sindicalismo anarquista catalán que hizo en su país Bernard Vincent, mi director de doctorado. Su formación me llega, tiempo después, como le llega a un nieto el legado de su abuelo, sin imaginarlo el uno, sin poder impedirlo el otro; Pierre Vilar recomendó a Bernard Vincent dejar la historia contemporánea. Yo me convencí de hacerlo, posiblemente, porque el siglo XVII de «El tiempo del Quijote» me cautivó y nunca más pude soltarlo. 1492, el año admirable,[9] el libro que leí casi de un tirón apenas llegando a Almería en febrero de 1997, comienza y termina con una arenga que decía una cosa pero para mí sonaba a otra: ¡Volvamos a Santa Fe!
Tres
En 1986 cursé historia de América Colonial –en una cátedra que piloteaba Nidia Areces– y en 1988 ya me había convertido en ayudante-alumno de la misma. Sin embargo, por situaciones cuyo dramatismo no será difícil de recordar para los que vivieron aquella crisis, durante ese año y el siguiente la vida universitaria se hizo muy difícil. Pronto tuve claro que no sería profesor y que debía hacer una tesis. Mis dos primeras opciones no prosperaron.[10] Bastante más adelante, durante el año 1993, Nidia Areces me sugirió entrar en el equipo de investigación que dirigía y en 1994 ya había elegido el tema: trabajaría sobre Santa Fe bajo el gobierno de Hernandarias de Saavedra. Pero ¿qué de Santa Fe? ¿Por dónde empezar? Por leer lo que se ha escrito: Manuel Cervera, por supuesto; Agustín Zapata Gollán, Luis María Calvo, pero también Raúl Alejandro Molina, Carlos Aranguren, el Pepe Rosa, Leoncio Gianello, Ruth Tiscornia, Juan Faustino Salaberry, Carlos Guastavino, Andrés Roverano. Nícoli, Ensink, De Marco. Tica, Viglione, Busaniche, Cecchini, Vigo… Y todo esto –que no era todo– había que conectarlo con las interpretaciones regionalistas de Assadourian, Garavaglia, Moutoukias o Jorge Gelman, que por entonces eran apenas nombres en fotocopias. Los caminos eran redes, pero también las relaciones entre las personas: Imízcoz, Boissevain, Requena Santos, Dedieu. Todo era muy confuso y muy difícil.
Después llegó la hora del archivo, y con los documentos las soluciones: la imaginación comenzó a calentarse transcribiendo el famoso pleito que enfrentó a Hernandarias con Osuna recuperado en un expediente más largo donde para reclamar el pago de un quinto en 1671, los jesuitas debieron librarse prácticamente a la reconstrucción de toda la historia de la tierra en la Otra Banda del Paraná. El «LII-10» de los expedientes civiles del etnográfico[11] contenía, de un modo cifrado pero no completamente indescifrable, un mundo donde los compañeros de una hueste tenían hermanos de padre pero no de madre, donde los yernos traicionaban a sus suegros, donde el número de unas vacas importaba más que las vacas mismas, donde los indios estaban pero no se nombraban, donde las mujeres hacían pero no se decía, donde la tierra no valía nada pero las relaciones entre las personas lo eran todo. Ese expediente fue la puerta de entrada a muchos otros, luego a las «escrituras públicas» que es como están guardados los archivos de protocolo y, más adelante, a la maravilla de las actas del cabildo en el Archivo General o a los libros parroquiales consultados en las estacas de «los mormones», cuyos microfilmes había que pedir con meses de anticipación y transcribir a mano –felizmente ahora son accesibles en línea–.
La existencia de un equipo de investigación sobre Santa Fe la vieja en Rosario se debe a Nidia Areces, pero la idea de un reparto del trabajo colisionaba con la posibilidad de una historia total. El funcionamiento del grupo no tardó en mostrar todas las aristas que harían las delicias de cualquier sociólogo, con lo bueno y con lo malo. La división del trabajo impedía algunas miradas integrales, y la diferencia de ritmos, tanto como algunos malos entendidos y fallas de distinto tipo se cargaron la posibilidad de un trabajo colectivo. Pero ir a los archivos de Santa Fe era una fiesta: viajábamos en bus o en coche, desde muy temprano hasta que nos cerraban la puerta y al mediodía, casi invariablemente –porque a veces no había dinero o tiempo– almorzábamos en el Brigadier. Ese era el punto de paso entre la Casa de López y el Museo Etnográfico. Entre uno y otro, además, conectaba el universo de los enfrentamientos políticos de los que informaban las actas con el de los reclamos judiciales, alojados en lo que había quedado del viejo archivo de tribunales. Esos espacios me permitieron conocer bien a Griselda Tarragó (la persona que más sabía sobre archivos en general) con quien podía colaborar de una manera creativa y equilibrada.
Cuatro
En el último texto que integra el libro Tentativas[12] cuenta las aventuras de dialogar con Orión, el Catálogo On line de la Universidad de California en Los Ángeles. Cuando hice mi primera visita al Archivo General de Indias en febrero de 1997, no conocía ese texto, que se publicó por primera vez en italiano en 2001. La experiencia, no obstante, puede resumirse con la misma frase: «alguien objetará que el mío ha sido un esfuerzo pequeño, pero inútil».[13] Para empezar, me preguntaron si antes de ir había visto todo lo que estaba publicado. Con mucha vergüenza, por supuesto, les dije que no. Me mostraron los tomos de Pastells, que sí conocía, pero pedí buscar documentos, porque leer cosas impresas en un archivo después de haber atravesado un Océano me parecía una inadmisible.
Como en la California de Ginzburg, en la Sevilla de 1997 se podía buscar en una computadora. Escribí Hernando Arias de Saavedra –el nombre de cuyo hilo, pensaba, tenía que tirar– y la máquina me devolvió un cachetazo que me dejó aturdido: existían 54 sujetos diferentes que respondían a ese nombre o alguno muy similar, y tuve que librarme a separar la paja del trigo. Primero por fechas, después por área, y por supuesto, lo fácil era que este no había viajado, sino que había nacido en estas tierras. Era, como lo ensalzaban algunos de los historiadores nacionalistas que había leído, el “primer gobernador criollo del Río de la Plata”, el primero que no había llegado desde la Península.[14] Encontré algunas cosas importantes, que me permitieron fotocopiar (no sin pagar unas cuántas pesetas) y otras que pude transcribir.
Cuando opté buscar por Santa Fe, la cosa se puso mucho peor. Porque si había toneladas de entradas para Santa Fe de Granada y más todavía sobre la Audiencia de Santa Fe –esta vez de la Nueva Granada–, la tercera Santa Fe en orden de volumen para la documentación fue la de «la Laguna», de la cual no viví muy lejos cuando trabajé en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Pero Santa Fe la nuestra no parecía un tópico relevante. Pronto se reveló la importancia del mundo jurisdiccional, y bajo los nombres de Charcas o de Buenos Aires –los propios de sendas Reales Audiencias– comenzaría a aflorar un mundo que, al contrario, se hacía mucho. Porque lo poco se hace mucho cuando hay que leerlo y trabajarlo.
Uno de los documentos que transcribí proviene de un fondo aparentemente anodino, pero rendidor cuando se interroga por nombres. “Contaduría 5388, 74” del AGI contenía información sobre algunos sujetos conocidos: los papeles relativos al embarque del gobernador Francisco de Céspedes revelan que otro peninsular, Juan de Zamudio, uno de los tenientes de gobernador resistidos por el cabildo santafesino en la década de 1620, había embarcado con él como «su criado». En los archivos locales, estas relaciones de dependencia interpersonal solo aparecen en caso de conflicto; casi nunca se ofrecen en estado quieto. Siglos después lo mismo puede ser revelado en la relación que Pedro Antonio de Cevallos trató de ocultar respecto de su residenciador, Pedro Medrano, quien le debía su enriquecimiento, su prestigio y, también, sus enemigos.
En tiempos previos a las búsquedas digitales, encontrar ese tipo de conexiones provocaba una cierta electricidad en el cuerpo. Además, todo esto había sido tematizado por por José María Imízcoz Beunza, Zacarías Moutoukias, Jeremy Boissevain o Jean-Pierre Dedieu, quienes también pronto dejaron de ser «textos» para convertirse en colegas que acompañaron la formación de muchos de nosotros, en el primer caso por contactos que por ejemplo hizo Elsa Caula a través del Centro Vasco. Es interesante ver de qué manera temáticas tan alejadas entre sí como los espacios de sociabilidad en la Rosario del siglo XX y las redes de dependencia personal en Santa Fe la Vieja podían encontrar carriles comunes y provocar encuentros fructíferos, fundantes de relaciones que todavía perduran.
Cinco
La crisis de diciembre de 2001 fue devastadora. Recuerdo que llegué a Ezeiza el 3 de diciembre –venía de un coloquio en Murcia, unas Jornadas de la Red Columnaria donde había ido a hablar de la rebelión de los Siete Jefes–. Hacía aproximadamente un año que con Griselda Tarragó trabajábamos sobre unos expedientes enormes donde una mujer viuda –Juana– reclamaba por una deuda que su marido no había podido cobrar en vida.
Juana tenía el apellido del hombre que le dio nombre a mi pueblo (Maciel), porque Manuel Maciel, que se llamó igual que su padre, era descendiente suyo. Juana Maciel y Lacoizqueta era viuda de Bartolomé Diez de Andino, «mercader sedentario» que desde Santa Fe conectaba la yerba del Paraguay y las mulas del Salado con las vacas de la otra banda, los textiles del Tucumán y la plata de Potosí. Bartolomé no se movía, entonces otros lo hacían en su lugar: Francisco de Barúa, mercader itinerante de gran movilidad y poca voluntad de pago, o su compadre, el portugués Manuel Ferreyra Braga de Couto, padre de tres niñas que el Diez de Andino más ilustre apadrinó para tenerlo más agarrado. Muerto el mercader, su viuda intentó por todos los medios cobrarle a Barúa una deuda por 30 mil pesos de yerba. Durante el intercambio epistolar, Barúa cambió su estatuto de «muy amado compadre» a verdadero tránsfuga.
Los que se movían de Santa Fe hacia el Norte, por rústicos que fueran, además de mulas, vacas, yerba o tabaco también llevaban algunas presentaciones para la Real Audiencia de Charcas, tribunal de alzada para los santafesinos hasta 1785 con un breve interregno en la década de 1661-70. Que un comerciante se convirtiera en procurador, incluso si no tenía la menor instrucción, era frecuente. Mover cosas siempre tuvo un valor, además de un precio.
30 mil fueron los pesos de la yerba reclamada por Juana Maciel; 30000 las vacas donadas por Jerónima de Contreras para apoyar el trasiego de la ciudad; 30000 es el número de fojas por el cual se conoce el pleito entre Hernando Arias de Saavedra, Juan de Vergara y Diego de Vega a comienzos del siglo XVII y 30000 es el número de desaparecidos, cifra que se intenta poner bajo sospecha cuando tiene toda la fuerza simbólica que requieren las representaciones de aquello que es incomprobable porque fue ilegal y clandestino. Nunca escuché a nadie discutir por el número redondo de las vacas de Jerónima, los pesos que le debía Barúa ni por la cantidad de fojas del pleito.
Seis
Un mapa bello como una obra de arte se abría ante mis ojos para ilustrar la publicación de una investigación fantástica sobre un conflicto jurisdiccional entre el Monasterio de Santo Toribio de Liébana, el concejo de Potes y los duques del Infantado, o el corregimiento que encarnaba la autoridad de la Merindad de Liébana. Ese libro[15] contaba una historia hecha con materiales que yo, por prejuicioso e ignorante, no había sabido ver: las justicias –de cuyo plural presumía– no se agotaban, tampoco en Santa Fe, a sus varas civiles. Insistí para que «volviera a Santa Fe», territorio que para ella era equivalente al Cine de Birri, quien la consideraba su biógrafa, pero a explicarnos aquello que había mostrado para Cantabria en nuestro suelo. Si había podido con un territorio lejano, consiguiendo los materiales de las maneras más esforzadas lo que haría sobre Santa Fe sería fantástico. Y así fue: traspuso las puertas de todos los archivos, la del Arzobispado incluido, y construyó conexiones que no habíamos visto: la escandalosa convivencia de las dos varas bajo el mismo techo, toda vez que el cura vicario y el alcalde llevaban el apellido Martínez del Monje y se componían para hacer u omitir, es uno de los puntos altos de esos hallazgos. El mismo año que salió publicado el libro sobre Liébana, nuestra relación se transformó en vínculo.
Siete
Hace muchos muchos años, en 1999, publicamos un número de la revista prohistoria para dar cuenta de la microhistoria como práctica y del microanálisis como programa.[16] Tres años después, cuando en México pude agregar a ese dossier una introducción más pensada en 2002, propuse que la práctica microhistórica se distinguía del programa (todavía inconcluso) hacia una vía radical del microanálisis en Historia en un par de puntos muy precisos: mientras que la microhistoria era una etiqueta para una práctica de presentación de los resultados de una investigación, el microanálisis representaba (o era) una epistemología. Tengo la impresión de que las actuales corrientes en boga denominadas historias conectadas o microhistorias globales son precisamente versiones del microanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias.
Uno de los principios del microanálisis radical que se ve palmariamente en las historias conectadas es el imperativo categórico de la trayectoria. Es decir, a los agentes se los sigue por donde nos lleven y hasta donde nos lleven, y son para nosotros el hilo de Ariadna que nos permite revelar un mundo. Si seguimos a Juan de Garay, vamos de Gordejuela, Luyando, Villalba de Losa u Orduña hasta Santa Fe, Buenos Aires o Sierra de los Padres, cerca de Mar del Plata. Pero habremos pasado por Cádiz, Portobelo, el Callao, Santa Cruz de la Sierra, el Bermejo, Asunción del Paraguay y las inmediaciones de Coronda. Así y todo, si ponemos esos puntos en un mapa, incluso si ponemos fechas a su recorrido, las líneas que dibuja su trazabilidad dicen poca cosa si no se las interpreta a la luz de las relaciones que fue tramando.
Entonces, a esa historia conectada hoy tan de moda que dice “no me importan los contenidos de las conexiones, sino las conexiones en sí misma” cualquiera que se haya formado en el microanálisis le responde que las conexiones en sí mismas no dicen nada si no conocemos el contenido de los intercambios. ¿De qué nos sirve saber que Juan de Garay coincidió con Martín Suárez de Toledo si no registramos que arreglaron los matrimonios de sus hijos? ¿De qué nos sirve saber que el fundador de Santa Fe y el de Córdoba se encontraron cerca de la desembocadura del río Coronda si ignoramos que las nietas de Garay fueron prometidas a los hijos de Cabrera y que con sus famosas 50 leguas a los cuatro vientos se rieron de un problema jurisdiccional que no pudo ser solucionado hasta el laudo arbitral de 1888? ¿De qué nos sirve seguir los pasos de Gabriel Sánchez de Ojeda, el primer jurista que pisó suelo santafesino, si no tenemos el sentido de ese viaje, si su trayectoria expresa el camino de un premio o de un castigo? Y los vínculos: Hernandarias supo bien aquello que amor de yerno, sol de invierno: los Cabrera le hicieron de las suyas cada vez que pudieron. A Bartolomé Diez de Andino nada le sirvió para bajar los niveles de incertidumbre, ni convirtiendo a su deudor en su pariente.
Ocho
A comienzos del siglo XX, más precisamente en el contexto del Centenario, Gaspar García Viñas realizó la primera de dos misiones que se le encargaron para copiar documentos en el Archivo General de Indias. Si el financiamiento venía de las inversiones que la España católica realizaba por entonces para reconstruir relaciones con los países que se habían librado de su yugo cien años antes, el impulso intelectual, paradójicamente, provenía del ilustre francés que conducía los destinos de la Biblioteca Nacional.
Durante 1994 pude realizar varias visitas a la sección tesoro de esa magnífica Biblioteca, donde nos recibía –para aliviar trámites– Mariana Baravalle, la hermana de Tatato. Lo primero que se advertía era un tomo abierto de la obra de Charlevoix, pero no había tiempo para distraerse. Viajar costaba mucho y solo quedaba tiempo para testear los tomos de la colección García Viñas que, gracias a un subsidio que había obtenido Nidia, podríamos mandar a microfilmar. Hice la selección atendiendo a intereses propios y ajenos: de allí salieron las transcripciones que, cómo no, mostraban otras conexiones. Para estudiar la rebelión de 1580 en Santa Fe –fomentada desde un afiche en el Etnográfico como “el primer grito de libertad en el Río de la Plata”– había que estudiar, lo supe de casualidad, el juicio de residencia de un gobernador de otra provincia. Los rebeldes que intentaron poner a Santa Fe bajo la jurisdicción del Tucumán respondían a Gonzalo de Abreu, que tenía su sede en Santiago del Estero y sus dispositivos de comunicación para ejecutar el plan, en la ciudad de Córdoba del Tucumán. La Nueva Andalucía estaba convulsa: mientras Garay viajaba para volver a conectar al Paraguay con el Océano Atlántico –fundó Buenos Aires el 11 de junio de 1580– 34 hombres habían conspirado para quedarse con el poder local y entregarlo a Gonzalo de Abreu. La conspiración se desarmó desde adentro y la limpieza de traidores se hizo con juicios sumarios y a filo de hoja: una tradición romana, pasada por el bueno juicio del Rey Sabio, había servido de instrumento jurídico para terminar con la revuelta y con la vida de algunos de sus animadores. La verdadera élite santafesina surge de esa represión: el 2 de junio de 1580 es la fecha de nacimiento de los beneméritos santafesinos. El 9 de enero de 1581, la fecha en que se decide crear el cargo de Alférez Real, es el único día en que ese episodio se menciona de soslayo. Las actas del cabildo santafesino no dicen ni una palabra sobre la Rebelión de la noche de Corpus de 1580. Es el silencio más ruidoso de toda la historia de Santa Fe la Vieja, roto por historiadores y poetas, con interpretaciones que uno puede juzgar erradas, pero nunca negacionistas. Al final, esto termina siendo un buen síntoma.
Nueve
La última de las conexiones a la que voy a referirme –no porque no haya más, sino porque estos son botones de muestra– involucran a Santa Fe con Malvinas, y no pasan por la Guerra ni por sus veteranos.
Un expediente con un mapa de Malvinas aparece en una de esas cajas que el AGN tiene en Sala IX y que todos reconocemos muy bien: son verdes, regordetas, pesadas, y dicen SANTA FE. Allí apareció un juicio donde se ponía en cuestión la transparencia o el cumplimiento de un contrato de abasto. Uno de esos temas era el abasto de carnes a Malvinas. El hilo que cose estos puntos lejanos es un nombre, Gabino, el de un proveedor bien conectado, de apellido Arias, que se movía entre Salta, Santa Fe y Buenos Aires.
En los años 1790, un hombre metido hasta los tuétanos en los negocios que más rendían, los que podían hacerse con las milicias, había llegado a interesarse por el abasto de unas islas de las que nada sabía. Desde 1740, el corredor medio acuático medio terrestre que unía Portobello con Callao o Buenos Aires con Santiago y Valparaíso comenzaba a verse desplazado por la conexión bioceánica completamente acuática que habían abierto Magallanes y Hoces al Sur de la Patagonia, y el movimiento del corredor se había convertido en un problema de escala mundial.
Durante ese medio siglo se experimentaron al menos dos grandes guerras y dos revoluciones que pusieron el mundo de cabeza, pero para los tribunales de cuenta de Buenos Aires, cada vez más minuciosos y celosos de recaudar de manera perentoria, la máquina de hacer papeles no se detiene: hay que saber todo lo que se mueve, cuánto cuesta, quién lo paga y quién lo cobra.
Esas islas, lejos de Buenos Aires, eran de todos modos tan estratégicas e importantes como Coronda lo era para Santa Fe: si este curato era «la garganta del Paraguay» las Malvinas y su más cercano objeto de vigilancia, la región del Estrecho de Magallanes, lo eran del Océano Pacífico.
He pasado de estudiar las campañas de Santa Fe del Río de la Plata a unas islas que se comportan como las más remotas campañas del virreinato entero; de estudiar el gobierno de una población distribuida por islotes al gobierno de islotes con poca población; de reconocer un gobierno por archipiélagos metafóricos a preguntarme como se gobiernan los archipiélagos geográficos. Archipiélagos que no son centros de imperio –como lo es el conjunto de islas desde las cuales Inglaterra montó su imperio– sino bordes, verdaderas periferias del mundo conocido que, hasta la segunda mitad del siglo XVIII no habían dejado ver su importancia estratégica. Una vez lanzada su ocupación y poblamiento –a partir del primer establecimiento de Luis de Bougainville, de la Compagnie de Saint-Malo en 1764–, podemos seguir desde luego esas «global lives» de las que han hablado Jonathan Spence (1990) o Miles Ogborn (2008), de circulaciones biológicas –sobre las cuales hemos aprendido mucho con los libros de Alfred Crosby–, de adaptaciones tecnológicas o de intermediaciones culturales (que, en este caso, no encuentran en las islas una población aborigen). Colocando cada vez el ojo en una u otra vertiente del problema, la perspectiva microanalítica siempre nos devuelve hacia una escala cuya dimensión nos es desconocida. Así como los pobladores acadianos –entre las cuales se contaban mujeres embarazadas– no podían saber que iban a ser trasladados desde la península de Terranova hacia el archipiélago malvinense, siguiendo las pistas sueltas de los agentes tampoco nosotros podemos saber dónde acaba el hilo del cual acabamos de tirar.
Diez
Como lo dijo hace pocos días Bernard Vincent,[17] la vida está hecha de encuentros fundamentales. No los vuelve tales su frecuencia ni su rutinización sino, al contrario, su profundidad y su capacidad de generar movimientos. En este sentido, es importante terminar reconociendo las tradiciones: andamos a hombros de gigantes. Aunque no les conocí personalmente, para mí el encuentro con Manuel María Cervera y Agustín Zapata Gollán, con los archivos que organizaron, con los secretos que revelaron para todos nosotros, fue sin ninguna duda decisivo. Lo único que posiblemente pueda considerarse lamentable es, justamente, la escasa conectividad que tuvieron las tradiciones de historia y arqueología durante los últimos años, algo que seguramente puede imputarse a ritmos y lenguajes, pero también a la imposibilidad de haber desarrollado un respeto mutuo tanto como a la falta de financiamiento y de organización para trabajar conjuntamente (como lo hacían en los años 1990 Nidia Areces y María Teresa Carrara, por ejemplo). Los caminos parecen separados, aunque seguramente no tardarán en volver a juntarse.[18]
Por lo pronto, celebremos que, en esta tierra, célebre desde hace más de cinco siglos por la fiereza sus habitantes, de sus tormentas y de sus mosquitos, podemos todavía debatir interpretaciones sobre una historia que sigue estando abierta.
BIBLIOGRAFÍA
Barriera, D. G., 2002, Ensayos sobre microhistoria, Jitanjáfora, Morelia.
Barriera, D. G., 2013, Abrir puertas a la tierra. Microanálisis de la construcción de un espacio político. Santa Fe, 1573-1640, Ministerio de Innovación y Cultura, Santa Fe.
Barriera, D. G., 2018, “Hernandarias de Saavedra en la historiografía del Río de la Plata, o las raíces coloniales de un nacionalismo criollo”, en Boletín Americanista, 76, pp. 155-175.
Ginzburg, C. 2004, Tentativas, Prohistoria, Rosario.
González, H. (comp.), 1987, Los días de la Comuna: filosofando a orillas del río. Actas del Congreso Nacional de Filosofía y Ciencias Sociales realizado en la Comuna de Puerto Gral. San Martín del 5 al 8 de noviembre de 1986, Punto Sur, Buenos Aires.
Moriconi, M., 2011, Política, piedad y jurisdicción. Cultura jurisdiccional en la Monarquía Hispánica. Liébana en los siglos XVI-XVIII, Prohistoria, Rosario.
Moriconi, M., 2012, “Usos de la justicia eclesiástica y de la justicia real (Santa Fe de la Vera Cruz, Río de la Plata, s. XVIII)”, Nuevo Mundo, Mundos Nuevos, Núm. 12, 2012, disponible en http://journals.openedition.org/nuevomundo/64359.
Ogborn, M., 2008, Britain and the World, 1550-1800, Cambridge University Press, Cambridge.
Spence, J., 1990, Le Chinois de Charenton. De Canton à Paris au XVIII e siècle, Plon, Paris.
Vilar, P., 1976, Crecimiento y desarrollo. Economía e historia, Ariel, Barcelona.
Vincent, B. 1992, 1492 – El año admirable, Crítica, Barcelona.
* Universidad Nacional de Rosario. Investigaciones Sociohistóricas Regionales, Universidad Nacional de Rosario/CONICET. E mail: dgbarriera@conicet.gov.ar
[1] Lo fundamental de este texto fue ofrecido como conferencia para la Junta de Estudios Históricos de la Provincia de Santa Fe en la ciudad de Rosario, el 7 de diciembre de 2023, con motivo de los 450 años de la fundación de la ciudad de Santa Fe del 15 de noviembre de 1573.
[2] La referencia es al triunfo electoral obtenida el 20 de noviembre de 2023 en la Argentina por una alianza electoral entre los autodenominados libertarios anarcocapitalistas y la ultraderecha nacional-católica.
[3] Las ponencias de aquel congreso, así como muchas de las intervenciones orales he se formularon desde el público, están recogidas en González, 1987.
[4] Lo editaba Peuser, y se utilizaba como libro de texto en 4to grado en las escuelas de la provincia de Santa Fe durante los años 1960 y 1970.
[5] https://www.santafelavieja.gob.ar
[6] “Plan de ajuste” anunciado el 4 de junio de 1975 por el ministro de Economía de la República Argentina, Celestino Rodrigo, durante la presidencia de María Estela Martínez de Perón. A través de medidas de shock y sorpresivas precipitó una brutal transferencia de ingresos de los sectores populares a los sectores más concentrados de la economía (empresas energéticas, tabacaleras, alimenticias, etc.)
[7] Vilar, 1976.
[8] María del Rosario Baravalle (Rosario, 15-11-1951 / 07/05/2018), co-fundadora de la revista Prohistoria y Profesora Titular de Historia Colonial en la Facultad de Humanidades y Artes de la UNR entre 2011 y 2013.
[9] Vincent: 1992.
[10] Porque tanto Maricha Giani como Silvia Cragnolino, que habían sido las directoras apuntadas, debieron dejar la docencia prematuramente por cuestiones de salud.
[11] Departamento de Estudios Etnográficos y Coloniales de Santa Fe, Biblioteca Agustín Zapata Gollán, Expedientes Civiles, Tomo LII, leg. 10.
[12] Ginzburg, 2004.
[13] Ginzburg, 2004: 334
[14]Algo que sirvió a muchos para fabricar genealogías más osadas que la de San Martín – Irigoyen – Perón. Véase Barriera, 2018.
[15] Moriconi, 2011.
[16] Dossier “La microhistoria en la encrucijada”. 1999, en Prohistoria, N°3, Rosario. Disponible en: https://www.academia.edu/23135414/Revista_Prohistoria_03_1999_
[17] La referencia es a la intervención del maestro Bernard Vincent en las XVIII Jornadas Internacionales de la Red Columnaria, celebradas en Rosario durante los días 22, 23 y 24 de noviembre de 2023 en el ISHIR (CONICET Rosario) y en el Espacio Cultural Universitario de la UNR en la ciudad de Rosario.
[18] Hace pocos días (escribo esto en junio de 2024, casi siete meses después de haber escrito esta frase) tomé conocimiento de colegas del área de arqueología de la Facultad de Humanidades y Artes que trabajaban sobre sitios santafesinos fueron a hacer arqueología no invasiva a los sitios de combate durante la Guerra de 1982 en Malvinas. Juan Leoni y Diana Tamburini me propusieron un primer encuentro donde comenzamos a tirar de un hilo que, aparentemente, solo habíamos perdido de vista.