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Sobre el tabú de la muerte y el surgimiento del Cementerio San Vicente, Córdoba

Ana Sánchez*

 

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Cuadernos de Historia. Serie economía y sociedad, N°31, 2023, pp. 115 a 146.

RECIBIDO:  07/07/2022. EVALUADO: 10 /05/2023 ACEPTADO: 21/05/2023.

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Resumen

A continuación, propongo un recorrido que procura poner en contexto el surgimiento del Cementerio San Vicente en la ciudad de Córdoba. Para ello, se vuelve necesario partir de una historización de los procesos (sociales, culturales, políticos y médicos) que dan lugar a los cambios de las actitudes frente a la muerte en Occidente, y en particular, a un nuevo culto a los cementerios hacia el siglo XIX. En un segundo momento, ahondo en las maneras en las que se fue construyendo la zona Este de la ciudad de Córdoba, donde se ubica el cementerio, haciendo especial hincapié en el concepto de tabú sugerido por Douglas (1973). Las siguientes preguntas guían este trabajo: ¿cuáles son los procesos socio históricos inmiscuidos en el nuevo culto a los cementerios durante el siglo XIX?, ¿Cómo fue este proceso en Argentina y en particular en Córdoba? y ¿Qué papel juega el tabú de la muerte en el desarrollo de la zona Este de la ciudad de Córdoba?

Palabras clave: Cementerios  – Muerte – Historización

Summary

Next, I propose a tour that seeks to put the emergence of the San Vicente Cemetery in the city of Córdoba in context. For this, it becomes necessary to start from a historicization of the processes (social, cultural, political and medical) that give rise to changes in attitudes towards death in the West, and in particular, to a new cult of cemeteries towards XIX century. In a second moment, I delve into the ways in which the eastern area of ​​the city of Córdoba was built, where the cemetery is located, with special emphasis on the concept of taboo suggested by Douglas (1973). The following questions guide this work: what are the socio-historical processes involved in the new cult of cemeteries during the 19th century? And what role does the death taboo play in the development of the eastern area of ​​the city of Córdoba?

Keywords: Cemeteries  – Death –  historicization

Introducción

La muerte es un hecho biológico

 al que se le da un tratamiento social específico

Norbert Elias. La soledad de los moribundos.

 

 

En el período 2018-2020 realicé mi trabajo final para la obtención del título de grado en Antropología. En esté procuré analizar, desde una perspectiva etnográfica, los sentidos que se crean en torno a los restos humanos que yacen en el cementerio San Vicente, desde el punto de vista de los empleados de la necrópolis. Para interpretar aquellos sentidos en torno a los restos humanos, fue fundamental comprender primero los sentidos en torno al cementerio y a los barrios que lo colindan. Una parte importante de mi trabajo, se dirigió, entre otras cosas, a realizar un abordaje histórico, para poder poner en contexto socio-histórico, el surgimiento del Cementerio San Vicente (1888), de Córdoba, Argentina y las representaciones que hasta el día de hoy se le confieren a éste y a los barrios colindantes.  Para ello, opté por un enfoque que me permitiera comprender aquella particularidad, la del cementerio cordobés, como producto de otros procesos que se estaban dando a nivel global (cambio en las actitudes frente a la muerte en Occidente, procesos de secularización) y regional-local (expansión de las fronteras agrícolas-ganaderas, mortalidad de las nuevas pestes -viruela, cólera-, grandes inmigraciones y el desarrollo médico). En esta línea, el trabajo que se presenta a continuación constituye una parte considerable del primer capítulo mi tesis de licenciatura.

El artículo se divide en dos grandes ejes de historización: en un primer momento, el foco está puesto en la muerte como una de las grandes estructuradoras de la convivencia social. Se hace especial hincapié en la genealogía sugerida por Philp Ariès para exponer algunos aspectos de los cambios en las actitudes frente a la muerte en Occidente, y ubicar la concreción del Cementerio San Vicente, en aquel que Ariès denomina como el período de “La Propia Muerte”, siglo XIX.[1]  Una vez ilustrado a partir de esta genealogía un cierto clima de época respecto de la relación con la muerte y el morir, se procede a exponer la manera en la que ésta se expresa, de manera general en Argentina, y de manera particular en Córdoba. Este análisis pone a los cementerios, nuevamente, como locus de la muerte. En este primer apartado se siguen hipótesis parciales de autores clásicos,[2] y autores específicos del campo local.[3]

En un segundo momento de historización, me enfoco puntualmente en la zona Este de la ciudad de Córdoba, prestando especial atención a las formas en que la expansión de la ciudad hacia el Este creó un espacio que, hasta la actualidad, podría denominarse “marginal” en distintos sentidos; un espacio al que le atribuyo una cierta lógica de segregación, fundada históricamente allí. Aquí, se ensaya una hipótesis propia, en función del trabajo de campo etnográfico mencionado anteriormente. El foco en la muerte pierde relevancia y especificidad, ya que se integra en un conjunto más amplio y heterogéneo -enfermedad, pobreza, delincuencia. El análisis sobre la expansión hacia la zona Este y las instituciones que se fueron albergando allí, convoca a pensar el concepto de tabú sugerido por Mary Douglas[4] como articulador en este apartado, a la vez que permite retomar la genealogía de Ariès y el concepto de “amenaza” de Elías.[5]

 

La muerte en la historia, breve historización

 

La muerte siempre fue un problema para el ser humano, un problema de los vivos. Acaso porque “es lo único que esta fuera del poder del hombre, lo único ante lo cual es completamente impotente”.[6] En efecto, los seres humanos somos los únicos en la tierra que podemos prever nuestro final “tenemos conciencia de que puede producirse en cualquier momento y adoptamos medidas especiales para protegernos del peligro de aniquilamiento”.[7] Como síntoma de esta inquietud acuciante encontramos a los entierros que no solo constituyen una de las evidencias más antiguas de la presencia del ser humano en la tierra, sino también de la constante relación de la muerte con la cultura. En el curso del desarrollo de las sociedades, las actitudes frente a la muerte y el hecho de morir han ido cambiando. Las distintas respuestas que se fueron generando en torno a este evento, han tenido que ver, según Elías,[8] con el estadio de desarrollo de la civilización, pero también son específicas de cada grupo social. Las ideas acerca de la muerte y sus rituales unen a las personas o las separan, son un momento de socialización.

Philippe Ariès[9] sitúa cuatro grandes periodizaciones para explicar los cambios que (en Occidente) ha experimentado el comportamiento del hombre respecto de los moribundos y su actitud ante el hecho de morir. Su genealogía, busca delinear progresivamente, desde la Antigüedad, los cambios del “modelo de muerte cristiana que culminará en el Barroco hasta desintegrarse en el siglo XVIII, con el modelo de la muerte burguesa que se elabora desde las Luces al siglo XIX, para culminar en el presente con la muerte en el hospital”.[10]

            El primer período que trabaja, se sitúa en el orden de la sincronía, es decir, abarca una larga serie de siglos, del orden del milenio hasta el siglo XII. La muerte, en ese entonces, constituía una ceremonia pública y organizada por el moribundo mismo que la preside y conoce su protocolo. La ceremonia se realizaba sin ostentar un carácter dramático, la simplicidad de los ritos que se celebraban sin excesivo impacto emocional demuestra que la muerte era aceptada y celebrada. A esta relación Ariès la define como “Muerte Domesticada”, con lo cual no quiere decir que antes haya sido “salvaje”, sino que actualmente se ha vuelto “salvaje”. Esta actitud frente a la muerte, expresaba el abandono al Destino y la indiferencia frente a formas demasiado particulares y diversas de la individualidad. “Morir tenía un orden y hasta era parte del arte de vivir”.[11] Continuando esta idea, Gil Villa adhiere que “durante buena parte de nuestro pasado histórico, la muerte como tal, no poseía una entidad específica. Más bien era pensada en términos concretos: existían los muertos más que la muerte”. [12]

Hasta este momento los entierros se realizaban ad sanctos, es decir, “lo más cerca posible de las tumbas de los santos o de sus reliquias, en un espacio sagrado que incluía a la vez el claustro de la Iglesia y sus dependencias”.[13] Cualquier punto del recinto que rodeaba a la Iglesia admitía entierros. Así cada persona precisaba en su testamento el lugar elegido como última morada. Los más pobres eran relegados hacia lo más alejado posible de la Iglesia y sus muros, en un extremo del recinto, en profundas fosas comunes.

Luego, a partir del XII una serie de modificaciones sutiles dieron poco a poco un sentido más dramático y personal a la tradicional familiaridad del humano con la muerte: adquirieron de esta un sentimiento más personal e interior. La nueva relación que se generó, entendida como la “Propia Muerte”, se constituyó como el evento en el que se verifica un acercamiento entre tres categorías de representaciones mentales: la muerte, el conocimiento personal de la propia biografía y un apego apasionado a las cosas y a los seres poseídos en vida. De esta manera, la muerte se convirtió, según Ariès, en el lugar donde el humano tomó, mejor que ningún otro, consciencia de sí mismo. Sin embargo, “lo que importaba era el recuerdo de la identidad del difunto y no el reconocimiento del lugar exacto del depósito del cuerpo”.[14] Hacia los siglos XVI y XVII bajo la influencia de la Reforma Católica,

 

“la religión no otorga ya tanta importancia a la tumba, ni a su emplazamiento cerca de los santos, ni a su papel de súplica a los vivos. Por el contrario, recomienda la indiferencia en relación con la sepultura. El cementerio juega un papel más discreto en la sensibilidad religiosa. Por más que continúa siendo tierra de la iglesia, se seculariza insensiblemente”.[15]

 

El siglo XVIII se encuentra marcado por una progresiva descristianización de la sociedad, la muerte supone una ruptura. Es importante destacar a este punto, que “más que la religión, son los índices de industrialización y de urbanización los que entrarían en juego”.[16] A partir de fines del siglo XVIII, en el transcurso del XIX y hasta mediados del XX, la muerte se vuelve problemática, se le carga de un sentido erótico: se asocia la muerte al amor. La “muerte del otro” es considerada como una transgresión que arranca a la persona de su vida cotidiana, de su sociedad razonable, de su trabajo monótono. Para el autor, en este momento ocurren dos cambios importantes: por un lado, aparece la complacencia en la idea de la muerte y el luto comienza a desplegarse con ostentación. La muerte temida ya no es la muerte de uno, sino la muerte del otro. El cementerio comienza a ocupar el centro de la escena, y se vuelve un lugar de conmemoración, el nuevo culto a las tumbas:

 

 “Fue entonces cuando la concesión de la sepultura se convirtió en una cierta forma de propiedad, sustraída al comercio, pero asegurada a perpetuidad […] se trata del culto privado, pero también, desde el origen, culto público. El culto al recuerdo se extendió en seguida del individuo a la sociedad, tras un desplazamiento similar de la sensibilidad” .[17]

 

El segundo gran cambio tiene que ver con la relación entre el moribundo y la familia, y más precisamente respecto de la redacción de los testamentos: se vuelve un acto legal de la distribución de las fortunas, o, en otras palabras, el testamento se laicizó. En este contexto, el cementerio vuelve a ocupar el lugar físico-moral en las ciudades.

Siguiendo a Jáuregui la apertura de cementerios modernos separados de las Iglesias y la práctica cada vez más regular de inhumar a los muertos en tumbas individuales, fue una costumbre adoptada por todo occidente a comienzos del siglo XIX y se relaciona, como ya se describió, con un cambio significativo en la sensibilidad colectiva: “Por un lado, se intenta dar solución definitiva al problema de la higiene. Por otro, se observa un interés creciente en localizar las sepulturas de los seres queridos”.[18] El cementerio se vuelve un espacio de conmemoración, y llega a ser una ciudad de muertos integrada a la ciudad de los vivos. Como se mencionó anteriormente, durante el siglo XIX la muerte será percibida hacia la ausencia del otro:

“convirtiéndose en una irrupción, en una violencia sobre lo cotidiano y, por consecuencia, en una ruptura de la familiar noción de la muerte, una especie de desnaturalización […] La muerte resultará entonces intolerable, y los gestos que ahora la acompañan estarán cargados de un nuevo dramatismo, de aquel que se resiste a la separación del ser próximo. Deja de ser una cuestión exclusivamente privada, para convertirse en un espacio donde también se hace evidente el cambio de las relaciones familiares y sus nuevos contenidos sentimentales y afectivos. La muerte ajena dará lugar al Cementerio y al moderno culto a los muertos”.[19]

 

Godoy y Hourcade, retoman de Ariès, la perspectiva de que el cementerio surge como manifestación visible del sentido erótico que ha adquirido la muerte en tanto muerte ajena. En la misma dirección, Godoy y Hourcade manifiestan que el nuevo dramatismo que se advierte en los ritos demuestra la resistencia a separarse del ser próximo, pero agregan algo más: la muerte tiene una faz pública y el rito se hace público exhibiendo el cambio de las relaciones familiares. Ansaldi agrega otro matiz a tener en cuenta: la muerte es -también- clasista.[20] No se muere ni se es sepultado de la misma manera en los diferentes niveles sociales e incluso esto trae aparejado importantes variaciones en el tratamiento de los muertos.

Finalmente, en la época contemporánea, la muerte aparece presente en todas partes: cortejos fúnebres, ropa de luto, ampliación de los cementerios y de su superficie, visitas y peregrinaciones, culto al recuerdo. Este decorado de la muerte ha oscilado y se ha vuelto innombrable, la muerte ahora está “vedada”. Se vuelve objeto de vergüenza y tabú. El entorno del moribundo tiende a protegerlo y a esconderle la gravedad de su estado: la verdad empieza a plantear un problema. Estos cambios son productos del desplazamiento del lugar de la muerte. Ya no se muere en casa, se muere en el hospital y solo. La muerte pasó a ser un fenómeno técnico que se divide en una serie de etapas que han reemplazado y difuminado la acción dramática de la muerte. Así, por ejemplo, la incineración se convierte en el modo preponderante de sepultura.

Las transformaciones en las formas de morir y de sepultar, de recordar y de hacer duelo han variado a lo largo de la historia junto con sus manifestaciones culturales. Estos cambios son el producto, a su vez, de otros desplazamientos como el constatado en las ideas que las personas tienen de sí mismas, de los otros, de la naturaleza y de concepciones filosóficas, políticas, sociales y económicas del momento. Se puede afirmar que los cambios sociales y culturales que experimenta la sociedad alteran sus relaciones con los muertos y con la muerte. La condición actual general es una en que “la muerte se halla más presente, independientemente de la voluntad de los vivos”.[21]

El cementerio está en el centro del tema que nos ocupa. Este breve repaso ha permitido constatar la existencia de diferentes actitudes posibles frente a la muerte y conocer su historia. De esta resulta particularmente relevante un momento particular descripto como “la muerte del otro (s. XIX)”.[22] Encuentro en éste, elementos útiles para comprender el proceso del surgimiento del cementerio San Vicente, en Córdoba, que será profundizado a continuación.

 

 Los cementerios de Córdoba, y la creación del San Vicente

 

Particularmente en Córdoba, desde 1880 se incrementa la pompa del velatorio y sepelio,

 “lo que no solo exterioriza la posición social del difunto –una manifestación de secularización dentro de lo profano- sino también una manera distinta de tratar al cuerpo carente de vida. De igual manera los cementerios embellecen su paisaje y se convierten en verdaderas ciudades de los muertos con todas las simbologías de las diferencias sociales -panteones familiares, mausoleos ostentosos, nichos comunes -”.[23] 

 

La obra de Liliana Pereyra “La muerte en Córdoba a fines del siglo XIX” resulta clave en la construcción de este momento histórico particular. En lo que sigue, me referiré explícitamente a pasajes de su trabajo. La autora afirma que la cuestión del desplazamiento de los muertos hacia las afueras de la ciudad,

 

comienza a finales del siglo XVIII (1787), a través de una “real cedula” (decreto) que trasladaba al interior de esta parte de la colonia una problemática europea, donde como es de suponer, las preocupaciones en torno a la higiene pública, la salubridad y en este caso específico, el alejamiento de focos de productores de “miasmas nocivos”, comenzaron a hacerse sentir con anterioridad”.[24]

 

Así, toma los aportes de Michael Foucault quien planteó, para el caso francés que

 

“entre 1740 y 1750 surgieron las protestas contra el hacinamiento de los cementerios y comenzaron los grandes desplazamientos de los Cementerios hacia las periferias de la Ciudad alrededor de 1780. En esta época aparece el Cementerio individualizado, es decir, el ataúd individual, las sepulturas reservadas para las familias, donde se escribe el nombre de cada uno de sus miembros”.[25]

 

La medicina urbana, según el autor, intentaba cumplir el objetivo de analizar los lugares de acumulación y amontonamiento de todo lo que en el espacio urbano podía provocar enfermedades. Esta tendencia europea, se repite en Argentina de la mano de los procesos históricos que estaba atravesando el país y como repuesta a las necesidades higienistas del momento.

Durante el período 1800-1900, Argentina transitaba una trasformación radical. Durante los primeros años se vehiculizaba la Revolución de Mayo (1810) y la declaración de la independencia (1816), situación que dio lugar, más adelante, a la guerra civil entre Unitarios y Federales (1820) por el predominio del puerto sobre las provincias del interior y la defensa de las provincias del futuro Estado Argentino; la creación de la Constitución Nacional (1853), la campaña del desierto impulsada por Roca (1880) y los gobiernos de la Confederación Nacional y de la república conservadora: “la época, presenta un territorio parcialmente dominado, una burguesía que ya ha logrado dar a sus intereses el carácter de nacionales y dirigentes que sin estar contenidos en partidos modernos, tienen claro el proyecto político, social y económico que pretenden implementar”.[26] Así, “la ampliación del aparato estatal tuvo que ver con la apropiación de intereses civiles y comunes, como objetos de su actividad, pero revestidos de la legitimidad que le otorga su contraposición a la sociedad como interés general”.[27] Parafraseando a Pereyra esta carrera por la legitimidad, “toca espacios sagrados”, sin cuestionar lo que fundamentalmente los sustenta.[28] Algunos ejemplos tienen que ver con la creación de la Oficina de Registros del Estado Civil (1880), que provocó el rechazo de la Iglesia y los conflictos suscitados a raíz de la ley 1420 de educación laica, entre liberales y católicos, junto con el corte de las relaciones del Estado y el Vaticano. Ansaldi comenta al respecto que “la Córdoba pre-modernizada tenía una estructura simbólica organizadora de su identidad, de su sentido, que se fundaba en el predominio de lo sagrado, dador de la autoridad moral de las normas sociales impuestas”.[29] En esta línea Vagliente expresa que

“en el período 1860-1880 los dirigentes que ocupan las posiciones dominantes dentro del aparato estatal, que están fundando, inician el período de enfrentamiento con la Iglesia en una disputa típica del poder, la que corresponde a la fase de penetración ideológica del Estado en la vida institucional y cotidiana nacional. […] lo que hay que emprender en primera instancia es asegurar un paulatino predominio de los sectores dominantes del Estado por sobre los sectores dominantes de la institución tradicional, la Iglesia”.[30]

 

A la vez que el Estado se posicionaba en un enfrentamiento por el poder con las Iglesias, el territorio del país crecía demográfica y económicamente acompañado de una profunda transformación cultural: Argentina seguía el modelo agro exportador periférico del imperio británico y realizaba una expansión de las fronteras agrícolas-ganaderas; extendía la comunicación y el transporte, y recibía inmigración europea. En este contexto de crecimiento ilimitado, el territorio argentino, en vías de desarrollarse como país, atravesaba también otro tipo de conflictos que tenían que ver con la calidad de vida de la población: Argentina enfrentó frecuentes epidemias letales para la época. Su aparición acentuó el escenario complejo de crisis política y social que se atravesaba durante estos años. Las epidemias generaron altas tasas de mortalidad y caos social, a la vez que se formaron nuevas instituciones y proyectos de reformas en áreas de salud y obras públicas, y el arribo de profesionales de la salud a las esferas estatales.

Los aspectos sanitarios formaron parte de los argumentos usualmente esgrimidos a la hora de discutir y resolver la ubicación de los cementerios fuera de las ciudades:

 

“En Córdoba, la preocupación por la coexistencia de los muertos entre los vivos, fue expresada por varios de los doctos que, consultados por el gobernador Manuel López, tuvieron que expedirse sobre la conveniencia o no de construir cementerios fuera de los poblados. Las antiguas prácticas enterratorias, ya hechas costumbre, tornaban precarias las condiciones sanitarias de la Ciudad”.[31]

 

Sin embargo, pasó mucho tiempo para que la orden de 1787 (Real Cédula) se concretara, a pesar de haberse insistido en ello en 1803 y de nuevo en 1806, 1813 y 1843. Este retraso en la ejecución de la construcción de cementerios, pudo haber tenido que ver, parafraseando a Ayrolo[32] con diversas razones: aspectos ligados a las costumbres, a la moral y al universo simbólico de la sociedad local, y a la pérdida del control por parte de los sacerdotes de la ciudad sobre la ritualidad de la muerte. Así fue como entre 1813 y 1843 hubo diversos intentos por concretar el proyecto del cementerio público. Esta situación dejo entrever una emergente separación de la Iglesia y el Estado, al hacerse, éste último, responsable de los cementerios. El paso de los cementerios a la órbita civil, llevó a diversos enfrentamientos.

A nivel local, las epidemias generaron la posibilidad de crear, reformar y convertir áreas específicas del Estado municipal, sobre todo aquellas vinculadas con la salud e higiene. Este proceso de conformación de los sistemas destinados a combatir las epidemias, se caracterizaron, por el “desarrollo de conflictos hacia adentro del Estado, llevados a cabo por agentes que tenían cierto grado de autonomía y cuyos intereses chocaban con la de otros organismos estatales”.[33] Como ya se mencionó, un foco de choque se desencadenó entre la Iglesia y el Estado, representado éste último por los médicos. Se trataba de un conflicto político con la Iglesia que en ese entonces “estaba fuertemente cohesionada, tenía poder frente a la sociedad y disputaba un espacio de capital social frente a los médicos y el mismo Estado”.[34] De esta manera, la colaboración de la Iglesia frente al caos de las epidemias estaba dirigida a acrecentar el prestigio e imponer una idea de la enfermedad directamente ligada a la religión “como acción divina frente a los pecados públicos e individuales”.[35] Otro problema de esta índole se dio entre los médicos y el Estado: los primeros cuestionaban las decisiones estatales y se negaban a dar atención médica, por lo que el Estado reaccionó contraponiendo la fuerza pública. Esta situación deja entrever que “la elite médica no tenía el grado de cohesión necesario frente a la enfermedad”.[36] En este contexto, también el Estado entró en contradicción con intereses económicos particulares ya que “le era difícil actuar sin lesionar intereses”.[37]

 Hacia el año 1838, durante el gobierno de Manuel López, se produjo un brote de fiebre escarlatina, cuya secuela de muertos obligó a las autoridades provinciales a habilitar un espacio destinado a Cementerio Público. El nuevo Cementerio fue llamado San Jerónimo. Sin embargo, dicha necrópolis no sería inaugurada en ese año sino más tarde. La razón de la demora fue la objeción de protomédicos[38] que se oponían a la elección del sitio elegido a dicho fin, ya que los vientos dejarían sentir en la Ciudad los malos olores provenientes de la necrópolis.

Hasta ese entonces se practicaba la vieja tradición colonial de enterrar a los muertos de las familias notables en los costados o en el interior de los templos, mientras que a los individuos sin reconocimiento social frecuentemente se los enterraba en campo abierto, a las afueras de la ciudad.

La erección del Cementerio San Jerónimo se realizó en el año 1842 y fue inaugurado en el año 1843 a partir de una epidemia de viruela que azotó a la Ciudad de Córdoba. El territorio del Cementerio se encontró ubicado en la sección Oeste de la Ciudad, en las inmediaciones del barrio entonces llamado “El Pueblito”, hoy Barrio Alberdi. 

 Pocos días después de la construcción del Cementerio San Jerónimo se promulgó un decreto que prohibía terminantemente el enterrar cadáveres en otro lugar que no fuera el cementerio público, contemplando con carácter de excepción a los religiosos, a quienes se les siguió permitiendo ser enterrados en sus propios conventos. A fines del año 1856 el gobierno reiteró mediante una ley la disposición de prohibir la inhumación de cadáveres en otro lugar que no fuera el cementerio habilitado y limitó los entierros en los templos. Hasta ese entonces, el cementerio no se encontraba integrado a la ciudad, sino que estaba fuera de ella.

Más adelante, en el año 1858, la Sociedad Extranjera Unión y Beneficencia solicitó a la Corporación Municipal la creación del cementerio para “disidentes” y recién en 1867 por ordenanza, se designó el terreno ubicado al sur del Cementerio San Jerónimo como lugar destinado a necrópolis para aquellos que diferían de la religión oficial del Estado, representada por la Iglesia católica. De este grupo, la mayoría profesaban el protestantismo y pertenecía a las colectividades británica, norteamericana y alemana. Si bien los “disidentes” estaban integrados a la sociedad, enfrentaban un serio problema al no contar con un cementerio propio (esta dificultad se acrecentó aún más con la inmigración masiva producida en Argentina en el último tercio del siglo XIX). En otros términos, se puede pensar que en este caso se da la construcción de una espacialidad separada en relación a estos otros muertos, en relación directa con la cuestión religiosa. Los sepulcros de esta necrópolis guardan los restos de armenios huidos del genocidio, masones e ingleses, escoceses, polacos, alemanes y otros extranjeros ligados a “La Fraternidad”, que es el nombre que recibió el gremio de los trabajadores ferroviarios en 1887. También hay tumbas de franceses, estadounidenses y difuntos de otras nacionalidades que no profesaban el catolicismo.

Durante el segundo semestre del año 1867 se propaga en la ciudad una epidemia de cólera, enfermedad que tuvo sus brotes iniciales cuatro años antes (1863). Esta situación obligó a la Municipalidad a tomar medidas extraordinarias, reforzando las funciones sanitarias existentes.

Contra el cólera, el Estado cordobés no tenía una política sanitaria definida y los conocimientos de la medicina no eran suficientes. Para este momento el Estado tenía un escaso desarrollo y ciertos sectores (Iglesia, Policía) tenían un grado de autonomía relativa que les permitía concretar medidas y desconectarse de las órdenes de un órgano superior. Se generó entonces, “un conflicto político entre órganos estatales por su autonomía, cuando la epidemia de cólera, sinónimo de crisis, amenazaba a la sociedad cordobesa”.[39]

Como se mencionó anteriormente, el entramado político y social, en estos tiempos, era complejo y la existencia de conflictos internos agudizó la epidemia. Las tensiones fueron de distintos tipos:

 

“a nivel interestatal, entre el Estado y la Iglesia, el Estado y los médicos, médicos e Iglesia y Ciudadanos y Estado […] el protomedicato se enfrentaba con la policía, que realizaba medidas por su cuenta y con la Iglesia que sostenía que la epidemia tenía un origen de castigo divino. Sin embargo, la Iglesia era la única institución que, por su grado de inserción social, su capital monetario y su organización, logró poner sus recursos humanos y su mobiliario al servicio de los enfermos”.[40]

 

En estos años la medicina adquiría nuevas dinámicas en el contexto de los desarrollos médicos que comenzaron en el siglo XVIII y que se caracterizaron por la

 

“aparición de la autoridad medica como autoridad social, […]el cambio en el campo de intervención de la medicina, no ya la enfermedad sino la salubridad, a saber, el aire, el agua, las construcciones, los terrenos, los desagües, así como también[…] la introducción de los hospitales, es decir, la medicalización colectiva, y por último, la introducción de mecanismos de administración médica, registro de datos, comparación, establecimientos de estadísticas, etc”.[41]

 

Una de las medidas preventivas que se desarrollaron fue la creación de un Oficina Química Municipal, la construcción de cuatro Lazaretos (espacios sanitarios donde se trataba a personas enfermas de Lepra), el desalojo de puestos de venta de objetos o artículos de mercados, la prohibición de vendedores ambulantes, la inspección de artículos de consumo, junto con la creación de una comisión permanente de trabajadores municipales, la búsqueda de Lotes para la creación del nuevo cementerio San Vicente y la clausura, a partir del primero de Enero de 1890, del cementerio San Jerónimo y el de Disidentes por malas condiciones higiénicas y por estar en un centro de una población cada vez más numerosa. Una nota elevada por el intendente Luis Revol al consejo, en el año 1889, afirma que:

 

Es altamente conocido por las reglas más generales de higiene, los perjuicios que acarrean a la salud pública estos entierros colocados tan próximos a las poblaciones y en todas partes los poderes públicos se han preocupado de la manera más seria de llevarlos a los sitios apartados y donde no puedan traer mal alguno a la salubridad de las Ciudades. El Cementerio San Jerónimo va siendo ya una amenazada a la salud de los que habitan sus inmediaciones y creo es oportuno que esta municipalidad se preocupe de clausurarlo por completo, para que cuando llegue la oportunidad aconsejada por la ciencia, sean trasladados al nuevo Cementerio de San Vicente, todos los restos inhumados en aquel enterratorio”.[42]

 

Frente a esta situación, el terreno conocido como “Potrero del Fresnadillo” se adquiere para la construcción del nuevo cementerio San Vicente. La escritura de este primer terreno se realizó en 1887 y contaba con cuatro manzanas, situado al Este de la ciudad, con una superficie de sesenta y siete mil seiscientos metros cuadrados. Más adelante, en ese mismo año un grupo de vecinos del Pueblo[43] San Vicente se dirigieron al intendente a los fines de pedir un cambio del cementerio a otro lote que no ofreciera los inconvenientes del actual, dada la proximidad que se hallaba de la población. De esta manera, el Cementerio San Vicente es trasladado y en el año 1889 se realiza la confección de planos para el nuevo cementerio, por el arquitecto contratado, Nicolás Caraccio. Las obras que se llevaron a cabo fueron: formación, arreglo general, construcción de nichos, oficinas de administración, sala de autopsias, osario.

Paralelamente a la queja de los vecinos, se propone el cese de enajenación de terrenos en el Cementerio San Jerónimo por la existencia de donaciones de terrenos para este y se permite solamente la inhumación en sepulcros o terrenos de propiedad particular. De esta manera se pretende evitar la aglomeración de cadáveres en un solo Cementerio y el poblamiento del nuevo. El Cementerio de Disidentes fue también modificado a los fines prácticos, intervenido con arreglos, desvío de avenidas de lluvias, y nuevamente habilitado. Mientras tanto, en el Cementerio San Jerónimo[44] se construyeron dos mil nichos, obras de portada y cuatro pabellones, decoraciones y adornos y el osario general: “una vez terminado el cementerio, será una obra imponente y digna de su destino, propia de la ciudad de la importancia de Córdoba”, comenta el entonces intendente Luis Revol en una carta presentada al concejo deliberante en mayo de 1891.

Así es como la imagen de los cementerios y de la muerte comienza a cambiar y a formar parte de una lógica sanitaria construida a partir del conocimiento médico. Frente a la intolerancia de “la muerte del otro” que señala Ariès, Pereyra (1999) comenta que “los cementerios operan ahora, como organizadores espaciales de recuerdo, monopolizando la posesión de los cadáveres y disciplinando los únicos aspectos tangibles de la muerte”.[45]

Hasta aquí se ha desarrollado el contexto general que dio lugar a la concreción de los diversos cementerios en la ciudad de Córdoba y en particular, aquellos procesos que dieron lugar al surgimiento del Cementerio San Vicente. Pese a sus variaciones nacionales y locales, fue adoptado por todo occidente, desde inicios del siglo XIX un modelo particular de cementerio: separado de las iglesias y alejados de las ciudades. Se presenta otra particularidad:

 

“Esta manifestación del sentimiento generalizado de localizar el lugar en donde reposaba el ser querido, convivía con una nueva función social: la de santuario de hombres y de episodios ilustres de cada historia nacional. Espacios en donde se desplegaba el culto republicano del “Gran Hombre”, algunos cementerios públicos -San Jerónimo es un ejemplo-, eran también un sitio en donde la clase alta a través de la calidad del ritual funerario de las tumbas y mausoleos familiares confirmaba su poder y primacía social”.[46]

 

Ahora interesa centrar la mirada en otros tipos de procesos, aquellos que dieron lugar, como producto de la expansión de la ciudad, a la concreción de la zona Este y sus atributos.

 

Expansión de la ciudad y la Zona Este

 

En este contexto ya desarrollado, y hacia 1870, junto con la llegada del ferrocarril a la ciudad de Córdoba, hubo un proceso de expansión hacia el Este. Se funda en ese año el “Pueblo San Vicente” y se construyen las primeras ciudades-barrio que se incorporaron al ejido municipal en 1888 aproximadamente. “Un barrio para obreros principalmente” comentaría su fundador Agustín Garzón. Estas nuevas tierras fueron vendiéndose a distintos compradores de “apellidos de lustre social, como hubo otros de raíz humilde”.[47] De esta manera, el “Pueblo San Vicente”, contaba con casas quinta de familias notables, una región residencial donde los habitantes de la ciudad tenían sus casas de descanso. En paralelo, este territorio fue conformándose históricamente como barrios de trabajadores, con arraigo popular.

 

“Existían numerosas usinas en la orilla del río dedicadas a la curtiduría y tintura del cuero, que eran fuente de trabajo para la gente del barrio, así como otras industrias derivadas de esta actividad económica como la costura y remallado del cuero, fábricas de zapatos, etc. “Esta zona de Córdoba contaba con un gran número de pequeñas industrias (curtiembres, empresas familiares de diversos rubros y talleres metal mecánicos) que formaban un cordón productivo a la vera del Río Suquía y empleaban a un gran número de vecinos del sector”.[48]

 

También eran una fuente laboral para los habitantes de la zona las numerosas fábricas y proveedores de la industria automotriz instaladas alrededor de la ruta 9. Estas condiciones generaban fuentes de trabajo y prosperidad para los vecinos. Con la llegada de la industria a fines del Siglo XIX el perfil del barrio empezó a cambiar: con la instalación de los Hornos de Cal en la Bajada Pucará en 1897 y los Molinos Minetti llegaron nuevos habitantes que pertenecían a la clase media y la clase obrera. Más adelante hacia la década de 1920 se construyó, el Barrio Kronfuss (hoy parte constitutiva del tradicional Barrio San Vicente), el primer barrio obrero planificado de la Ciudad de Córdoba, ejecutado en estilo neocolonial. Este perfil más industrial se consolidó a mediados-fines del siglo, con la instalación de varias empresas del sector productivo.

El tradicional Pueblo San Vicente, tuvo hacia el Norte, su prolongación a través de otros barrios. La mayoría de estos, tienen como nombre el apellido del dueño original de las tierras que hoy ocupan (Acosta, Maldonado, Müller) ya que fueron loteados en un período donde el gobierno provincial o municipal no reglamentaba ni controlaba los loteos.

A partir de 1930, los asentamientos acrecentados por la magnitud de los flujos migratorios del campo a la ciudad comenzaron a alterar el paisaje de la zona, junto con la degradación ambiental, la contaminación y el deterioro. Estos atributos pasaron a caracterizar a los asentamientos enclavados en este sector hasta la actualidad.

Hacia fines de los años ochenta, la situación económica de estos barrios obreros se agrava por los efectos híper inflacionarios registrados a fines de la presidencia de Raúl Alfonsín, con la suba de precios que impactó de manera directa en los costos de los productos básicos de la canasta familiar, y con la pérdida del salario real de los hogares de los trabajadores:

 

 “La quiebra y cierre de estos centros productivos fue dejando a sus trabajadores y familias sin trabajo, provocando el incremento de las actividades de tipo informal y la proliferación de problemáticas sociales y económicas propias de la desocupación y subocupación. Por otra parte, muchos vecinos de esta zona antiguamente eran operarios de las grandes industrias automotrices de la Ciudad, sector que mostró también una profunda retracción en los puestos de trabajo que ofrecía”.[49]

 

En la década de los noventa, diversas instituciones estatales presentes en la zona y dependientes de las políticas de asistencia pública, atravesaron los procesos de descentralización, lo que significó un repliegue del Estado nacional en las funciones que históricamente venía desempeñando, y dio lugar a una situación de extrema conflictividad y abandono para los habitantes de la zona.

Así pues, se verifica en Córdoba, y en particular en el sector Este de la ciudad lo que Loic Wacquant describe a nivel general de la sociedad occidental a fines del siglo XX, a saber, una enorme transformación en la que convergen la modernización económica acelerada producto de la reestructuración global del capitalismo y nuevas condiciones de trabajo. No se verifica, en cambio en nuestro campo el desarrollo de nuevas industrias de uso intensivo del conocimiento, pero sí se produce el mismo “ascenso de un nuevo régimen de desigualdad y marginalidad urbana”[50], en virtud del cual la pobreza queda relegada de manera permanente en barrios “de mala fama en los que el aislamiento y las alienaciones sociales se alimentan el uno a otro, a medida que se profundiza el abismo entre personas allí confinadas y el resto de la sociedad”.[51]

Actualmente, el conjunto de estos barrios es percibido como territorio periférico-marginal de la ciudad de Córdoba, rodeados por los denominados “sectores rojos”: Miralta, Acosta, Bajada San José, Primero de Mayo, Renacimiento, Los Josefinos. Si bien se encuentran relativamente cerca del centro de la ciudad, a unos 8 km aproximadamente, difieren significativamente en términos materiales y simbólicos.[52] Estas diferencias pueden observarse en distintas características del espacio: las condiciones materiales de construcción de las casas, con fachadas sin pintar, humedades y paredes rotas; la erosión ambiental y los terrenos baldíos con basura acumulada en ellos; la falta de espacios públicos de esparcimiento; condiciones de deterioro de las calles y de los sitios sin edificar; calles sin señalizar y de tierra, lo que las hace intransitables cuando se inundan por la lluvia; los carteles de negocios escritos a mano; los barrios etiquetados como inseguros, como espacio de operaciones y movimientos del narcotráfico, al que no llegan los servicios de limpieza y sanitarios, y los servicios de transporte se reducen a una línea de colectivo que, pasado cierta hora del día, ingresa custodiada por un patrullero. Todo lo cual es indicio de una condición sociocultural de escasos recursos económicos y con escasa intervención estatal:

 

 “En el presente los habitantes de estos barrios deben hacer frente cotidianamente a la desocupación, la precarización laboral y la dificultad para acceder a derechos sociales básicos. Esta situación social que enfrentan los habitantes del sector, se vincula de manera directa con el impacto que produjo el proceso de desindustrialización que se inició en Argentina a partir de mediados de los años setenta”.[53]

 

Los otros “contaminados

 

Las ideas sobre la muerte del otro y la muerte vedada configuraron esta zona de la ciudad. En efecto, en estos territorios, fuera del Pueblo San Vicente, también se fueron ubicando, desde fines del siglo XIX y durante el siglo XX, distintas instituciones estatales atendiendo a diversas necesidades del momento. Cronológicamente: siglo XIX, el Lazareto (1886) dispuesto para atender enfermos de Cólera, establecido en un sitio de fosas sanitarias en las que eran enterradas personas de escasos recursos económicos que morían de esta enfermedad; el Cementerio San Vicente (1888), junto con el Israelita y el Musulmán.[54]  Durante el siglo XX, el leprosario San Francisco del Chañar, que funcionó (entre 1939 y 1978) a pocos metros del Cementerio de San Vicente, también recibía enfermos de cólera y lepra; la prisión militar de encausados[55] (1945-1947, luego mudada a La Calera durante los años de la dictadura); en ese mismo edificio, funcionó más adelante el Centro Clandestino de Detención, Tortura y Exterminio Campo de la Ribera (1975-1978) y luego el espacio se reinserta como prisión militar más adelante (1978-1986); el Leprosario San Francisco del Chañar, que funcionó hasta 1978 a poca distancia de los cementerios, para también internar a los enfermos del Cólera y Lepra; el Hogar de Ancianos Padre La Mónaca (1999), que albergó desde sus inicios a ancianos indigentes sin cobertura alguna. Estas instituciones, albergaron los despojos, lo “contaminante”, lo “peligroso”, lo abandonado, lo “impuro”: los muertos, los viejos, los pobres, los enfermos, las formas de crueldad humana, el castigo. La hipótesis que se ensaya es propia y procura exponer aquellas actitudes frente a los muertos y los moribundos de la que nos hablaba Ariès, circunscriptas en un espacio de la ciudad, la zona Este de Córdoba.

Siguiendo a Garbero,[56] podemos entender que esta zona de la ciudad ha sido construida históricamente como periférico-marginal. “La ambigüedad de la noción de -marginalidad- reside en el hecho mismo de saber si lo que está en cuestión es el estar al margen (defecto de integración) o el ocupar una cierta posición en el seno mismo del sistema social”.[57] Para este caso, entiendo que la zona que me ocupa se ubica al “margen” en diversos sentidos: en primer lugar, respecto de la distancia física entre centro-periferia; también en el margen del foco de atención del control administrativo estatal y finalmente como albergadora de aquellas otredades “contaminantes”. “Marginal” en varios sentidos: físicamente ocupa el margen de la ciudad del centro histórico y de los barrios de la ciudad; en el sentido descriptivo y valorativo, en que “marginal” denota descuido, abandono, olvido, negligencia; y por último, como una zona de la ciudad de Córdoba, en las que se han agrupado y construido identidades estigmatizadas y frecuentemente despreciadas.

En este marco, el Cementerio San Vicente se anexa a esas identidades albergando, en parte, a los muertos que provienen de ese margen. Se anexan también los muertos de los sectores de bajos recursos, los restos de judíos y musulmanes, los ancianos indigentes, los enfermos, los militares castigados y presos políticos.

En efecto, en los años ’70, durante la dictadura militar, esta zona de la ciudad de Córdoba fue un sector particularmente marcado por el terrorismo de Estado, ya que en su territorio se hallaron lugares paradigmáticos del accionar del aparato represivo: el entonces centro clandestino de detención, tortura y exterminio Campo de la Ribera y el Cementerio San Vicente, en el cual se ubicó la mayor fosa común relacionada a la práctica de asesinatos y desaparición del terrorismo de Estado. En estos tiempos, la parte del cementerio donde se encontraba ubicada la fosa común constituía la zona postrera de la necrópolis. También, con la vuelta de la democracia al país, se dan los primeros pasos para averiguar la localización de entierros clandestinos. En 1984, cuando la evidencia era suficiente según denuncias tanto de vecinos del barrio como de funcionarios del Cementerio San Vicente y de la morgue judicial, los primeros testimonios sacaron a la luz que en dicho cementerio existían fosas comunes donde podrían estar enterrados desaparecidos.

Sumado a estas características, se articulan también un conjunto de connotaciones negativas, en palabras de los empleados del cementerio con los que trabajé en otra investigación[58]: zona roja, Cementerio de pobres, tierra de nadie. Podríamos decir que a través del tiempo estas zonas han sido identificada como un lugar de y para que desarrollen parte de su tarea de reproducción de su vida cotidiana algunos sectores subalternos de la ciudad de Córdoba (judíos, musulmanes, presos, enfermos de lepra y cólera, ancianos, ciertas clases sociales). Todo esto conforma y ha conformado a lo largo del tiempo, consolidando a nivel de estructuras, “un conjunto de degradación circundante a los atributos estigmatizantes que recaen sobre el territorio, y, por lo tanto, sobre sus habitantes”.[59]

 Para realizar un análisis en relación a los atributos estigmatizantes, me resultan apropiados los conceptos que Mary Douglas pone en juego, en su tratado sobre las ideas de “suciedad” y “contagio”.[60] Douglas desarrolla dos temas: por un lado, el “tabú”, como mecanismo espontáneo para proteger las categorías distintivas del universo y proteger el consenso local sobre cómo se organiza el mundo. Por el otro, la inquietud cognitiva causada por la ambigüedad: el “tabú” confronta lo ambiguo y lo coloca en la categoría de lo sagrado. Resultan útiles sus aportes para analizar la implicancia de sus conceptos de “pureza y peligro” dentro de las relaciones sociales y analizar las maneras en las que se teje la estructura social a partir de las creencias y las prácticas en relación a los que se entiende, en la cultura y a lo largo del tiempo, por “contaminante” o “impuro”. En esta línea, menciona que las cosas ambiguas pueden ser amenazadoras y rescata que, para nosotros, occidentales, el “tabú” es entendido como lo “sucio” y lo “peligroso”, es decir, no cumple una función protectora, sino que puede mantener la moralidad o el decoro, su incumplimiento causa peligro. Los tabúes, para Douglas, dependen de una forma de complicidad de toda la comunidad. Así,

 “el tabú es una práctica de codificación espontánea que establece un vocabulario de límites espaciales y señales físicas y verbales para cercar las relaciones vulnerables. Amenaza con peligros específicos si el código no es respetado. Algunos de los peligros que siguen al quebrantamiento del tabú extienden el daño indiscriminadamente a través del contacto. El contagio temido extiende el peligro de un tabú quebrado a toda la comunidad”.[61]

 

 La “suciedad” tiene dos aspectos: el cuidado por la higiene y el respeto de las convenciones. Para nosotros, las cosas y los lugares sagrados han de estar protegidos contra la profanación. “La cultura, en el sentido de los valores públicos establecidos en una comunidad, mediatiza las experiencias de los individuos”.[62] La forma de evaluar la higiene y la “suciedad” pasa por un esquema mental de valores y concepciones acerca de lo que se debe o no hacer, y los símbolos que representan esas prácticas son culturales, por tanto, la visión occidental de “limpieza”, es simbólica.

Para el caso que me ocupa, hay diferentes lógicas de peligro, de contaminación y de tabú para cada grupo: la represión del envejecimiento (pobre, además), las enfermedades infecciosas y los muertos; la prisión militar; el centro clandestino de detención, tortura y exterminio, la pobreza.

 En primer lugar, los Lazaretos y Leprosarios, fueron edificios en los que se trató la desinfección de personas portadoras de enfermedades contagiosas. Estas instituciones han sido ubicadas en sectores aislados con un fin preciso: para el resguardo de la salud pública. Los portadores de estas enfermedades eran, entonces, excluidos, alejados para evitar los contagios. La “contaminación”, tenía que ver con el peligro del contagio y con alejar a estos futuros muertos contaminantes, impuros. El decrecimiento de la frecuencia de estas patologías propició los cierres de estas instituciones y sus instalaciones han sido utilizadas como hospital de mediana complejidad.

Respecto del envejecimiento, retomo los aportes de Elías quien comenta en “La Soledad de los Moribundos”, que, de alguna manera, consciente o inconsciente “la gente se resiste por todos los medios a la idea de su propia vejez, de su propia muerte”.[63] Esta resistencia o proceso de represión es para el autor, más visible o pronunciado en las sociedades más desarrolladas: “conforme se vuelven (las personas) más viejas y más débiles, se ven más y más aisladas de la sociedad y del círculo de sus familiares y sus amistades. Existe un número creciente de instituciones en las que viven exclusivamente personas mayores que no se habían conocido en años anteriores”.[64] Elías comenta que la gente se ha vuelto más “racional” o sensata que en años anteriores. Este cambio reconoce que

 

“una de las transformaciones implicadas en el crecimiento del conocimiento social orientado por los hechos, es un conocimiento capaz de proporcionar un cierto sentimiento de seguridad. La expansión del conocimiento de la realidad y la correspondiente contracción del conocimiento imaginario va de la mano del aumento del control eficaz de acontecimientos que pueden ser útiles para la gente y de amenazas que se ciernen sobre ellas. El envejecimiento y la muerte se cuenta entre estas amenazas”.[65]

 

 Por último, el autor hace referencia a que los moribundos y la muerte son empujados cada vez más fuera de la vista de los vivos, y que las sociedades esconden estos hechos tras bambalinas de la vida normal.

El hogar de ancianos Padre La Mónaca, asila a personas mayores e indigentes. Aquí hay una doble dimensión de exclusión. Una de ellas tiene que ver con la represión al envejecimiento y la otra, concomitante con esta, tiene que ver con la situación de indigencia de estas personas. Hay una diferencia entre morir solo del que habla Elías, y el morir de una persona mayor y pobre. Dada la edad y que se trata de indigentes, están incluso puestos al “margen” del sistema de producción. Esto es también otro factor fuerte de exclusión en las sociedades contemporáneas.

Por otro lado, la existencia de una cárcel militar que fuera trasladada para que ocupe su espacio un centro clandestino de detención, tortura y exterminio también conforman a esta zona de la ciudad. Este territorio se ha prestado en dos instancias distintas como espacios de castigo. En un primer momento como castigo a miembros del ejército declarados culpables de un delito grave, y luego como castigo a presos políticos. Cuando la cárcel militar es trasladada, el espacio resultó permisivo de otras conductas delictivas, como la tortura, el interrogatorio, la detención ilegal y el exterminio. Esta situación se relaciona directamente con el Estado de facto que operaba durante los años de la desaparición forzada de personas (1976 – 1983). La zona Este de la ciudad, en su estado de abandono y aislamiento se convirtió en un espacio apto para que el Estado operara clandestinamente. La violencia y crueldad humanas que caracterizaron al accionar represivo de Estado de facto durante este período, operaron en este caso como un “tabú” del que no se hablaba y cuyas prácticas se mantenían ocultas. Mucho tiempo más adelante, en el año 2010 se creó, bajo la órbita de la Comisión Provincial de la Memoria (ley 9286), el Espacio para la Memoria “Campo de la Ribera”, que fue inaugurado el 24 de marzo de ese año y que actualmente se encuentra en funcionamiento.

En este sentido, me resulta provechoso retomar nuevamente a Mary Douglas para pensar cómo las sociedades construyen su percepción sobre lo que representa el “peligro”, (o “amenaza” para Elías) o algún tipo de “contaminación”. Las diversas maneras de definir estos peligros se han ido transformando a lo largo del tiempo, y varios de los cambios tuvieron que ver con los conocimientos científicos y la tecnología como instrumentos para la solución de problemas concretos. Es así que, con el brote de la epidemia de Cólera, por ejemplo, al comenzar a tratarse como un problema de la salud pública, una de las soluciones que se pensó tuvo que ver con la construcción del Cementerio San Vicente en la zona Este a las afueras de la ciudad de Córdoba, de nuevo el “peligro” tenía que ver con el miedo a la “contaminación”, ahora, que pudieran generar los espacios de muerte.

Pero al Cementerio San Vicente, se le fueron anexando otros, el Cementerio israelita y el Cementerio musulmán. Estas otredades fueron y son actualmente una minoría de clase media o baja. Si bien el país no es especialmente intolerante con otras religiones, es probable que la fuerte impronta católica de Córdoba haya aislado los cementerios de estas minorías hacia la zona Este de la ciudad.

 Entonces, tanto la cárcel militar, el ex Centro Clandestino de Detención y los cementerios, así como el Hogar de Ancianos, responden a realidades de valor negativo que la sociedad no puede anular, que no se pueden desechar: la muerte, el envejecimiento, las formas de la crueldad humana. En tanto se los percibe como amenaza o “impureza”, se lo vuelve periférico, clandestino y oculto, desplazándolo fuera del foco de atención. Obedece a una cierta lógica de represión (en el sentido psicoanalítico). Al sacarlo de la vista, se posibilita que no regrese.

 Por último, la pobreza naturalmente se tiende a ocultar en sociedades que deben mostrar que son pujantes, que están bien integradas al sistema capitalista, incluso hay un rechazo estético, es el espectáculo que no deben dar las grandes ciudades.

A los diversos avatares de la historia de Córdoba, se fueron buscando diversas soluciones que incluyeron una carga simbólica: alejar del centro sano de la ciudad, todo lo que pudiera contaminarlo, en este caso, los muertos, los enfermos, los pobres, los delincuentes, la tortura. Las ideas sobre la muerte del otro y la muerte vedada configuraron esta zona de la ciudad. En efecto hemos visto cómo hacia fines del siglo XIX y durante el siglo XX, se llevó un proceso que a la vez que, se caracterizó por una creciente secularización, de la mano de un crecimiento y una legitimación cada vez mayor de las ciencias, (entre ellas, la medicina, con sus ramas vinculadas al sanitarismo), surgió la necesidad de organizar la ciudad que era cada vez más grande y requería de la participación de las instituciones que legitiman y organizan la vida de los ciudadanos, y también la muerte.

 

Lógica de segregación que funda el espacio

 

La reconstrucción histórica que se desarrolló a lo largo de este trabajo, resulta útil para comprender la manera en la que se configura la zona Este de la ciudad de Córdoba. A continuación, no se pretende extrapolar el concepto de gueto que remite al trabajo de Loïc Wacquant, “Elías en el gueto negro”, a esta zona, pero sí, más bien, servirme de la adaptación del marco de Elías que el autor propone. Que esta zona continúe siendo percibida[66] y construida, en el imaginario común, como una zona peligrosa y marginal, es el resultado y la continuidad de una serie de actitudes para con estos “otros”, de los avatares económicos que enfrentó el país, y a nivel local, la ciudad de Córdoba, de decisiones políticas y, de la “ausencia” de un Estado benefactor.

Lo que me interesa destacar es que la constitución de este espacio no se puede explicar por cuestiones mono-causales, a partir de los sujetos que habitan estos espacios, sino que, en clave de Elías, hay “un sistema de fuerzas dinámicas que entrelaza a agentes situados en el interior y en el exterior del perímetro”[67] los cuales son interdependientes y están vinculadas en varias dimensiones. También, es importante tener en cuenta que los procesos y relaciones no son productos aislados de un contexto, son históricos y los sujetos se vinculan de manera relacional. Esta “sociogénesis y psicogénesis” se entienden como dos caras de la misma moneda, en los que los cambios en una repercuten en los cambios de la otra. Por otro lado, es importante tener en cuenta que, en esta línea de análisis, el miedo, la violencia y el Estado, son partes integrales de la formación y trasformación de esta zona. Miedo a la “contaminación” y degradación vía la asociación y el contacto con los enfermos, los pobres, los viejos, los delincuentes, los presos políticos, los espacios de muerte, están a raíz del penetrante y generalizado prejuicio y de la institucionalización de la rígida división y segregación, la cual, combinada con la urbanización, forman esta zona de la Ciudad. Para Wacquant, esta “violencia, juega un rol crítico en el re-trazado de los límites sociales y simbólicos” de los cuales esta zona es la expresión material.

El presente de este espacio urbano puede ser pensado a partir de una “retirada del Estado”. Esto no quiere decir que el estado esté ausente, sino que se corre, absteniéndose de impulsar políticas sociales que tiendan a favorecer el desarrollo de la vida de las personas: desinversión social. Siguiendo al autor, esto tiene que ver con una “compleja y dinámica constelación de factores económicos y políticos que se han desarrollado a lo largo de la historia”.[68]

Siguiendo este razonamiento, pensamos la zona Este como constitutiva del Estado. En este sentido, los aportes de Veena Das y Deborah Poole, son significativos. Pensar esta zona como un “margen”, implica entender estos espacios como supuestos necesarios del Estado, de la misma forma que la excepción es a la regla: las prácticas y políticas de vida en esta área moldea las prácticas políticas de regulación y disciplinamientos que constituyen aquello que llamamos “el Estado”. Los “márgenes”, ofrecen espacios frágiles y efímeros donde el poder del Estado se llega a cuestionar. De esta manera el concepto de “margen” ayuda a pensar la idea de Estado descentralizado; lo permitido, lo prohibido; el espectro de permisibilidad; las sombras del Estado; tema de la autonomía; ilegibilidad de conceptos, clasificaciones, tipos. Estos espacios que se los suelen pensar por fuera del Estado, son en realidad parte constitutiva de él. “Los márgenes espaciales y sociales son vistos como espacios de desorden, sitios en los que el Estado no ha podido instaurar el orden”.[69] En este sentido, la relación entre la violencia y las funciones ordenadoras del Estado es clave para el problema de los márgenes.

Asimismo, los aportes del Bourdieu en “La miseria del mundo”, permiten complejizar el concepto de margen. El autor da forma a una idea que tiene que ver con la relación entre centro y periferia. Menciona dos conceptos que ayudan a pensar uno de los aspectos de la segregación que se puede observar en este caso: “espacio físico y espacio social”. Bourdieu afirma que la estructura del espacio se manifiesta bajo la forma de oposiciones espaciales, es decir que el espacio habitado funciona como una especie de simbolización del espacio social. Esto indica que, en una sociedad jerarquizada, todo espacio expresa y se organiza en base a la jerarquía, marcando las distancias sociales. “Así, determinadas diferencias producidas por la lógica histórica pueden parecer como surgidas de la naturaleza de las cosas”.[70] Entonces, el espacio social se retraduce en el espacio físico, siguiendo la siguiente lógica: el poder sobre el espacio que da la posesión del capital en sus diversas formas se manifiesta, en el espacio físico, bajo la forma de una determinada relación entre la estructura espacial de distribución de los agentes y la estructura espacial de distribución de los bienes o servicios, privados o públicos. De manera que

 

“en la relación entre la distribución de los agentes y la distribución de los bienes en el espacio se define el valor de las diferentes regiones del espacio social reificado” […] La idea principal es que “el espacio es uno de los lugares donde se afirma y ejerce el poder, sin duda bajo la forma más sutil, la de la violencia simbólica como violencia inadvertida”.[71]

 

Si pensamos desde la perspectiva que nos ofrece el sociólogo francés, advertiremos que, en efecto, la zona Este de la ciudad no puede ser pensada como algo aislado, como algo que se explica en sí mismo.

Como se viene desarrollando, la lógica de segregación que funda este espacio, tiene que ver con la actitud de alejar a aquellos “otros contaminantes”: alejar el cementerio, el hospital, restringir el lugar de los viejos mendigos al asilo, alejar los lugares de muerte, “apartando así los riesgos y las imágenes de fealdad y anormalidad”,[72] hacerlos objeto de ostracismo, estigmatizarlos socialmente. Por su parte, Pereyra, entiende que, si bien estos “otros” son incluidos, en el sentido demográfico, dentro de una representación geográfica y temporal, son excluidos también, en tanto entre otras cosas, “participan de consumos diferentes de los que tienen y fomentan quienes los nombran”.[73] Asimismo, el historiador Efraín Bischoff se refería a esta zona de la Ciudad como un sitio ideal donde era (es) factible llevar aquello que provoca pánico público. La lejanía del lugar se convierte en una cualidad constitutiva del espacio para trasladar aquello que produce miedo (también rechazo, lo prohibido, lo impuro).

Volviendo entonces a los conceptos tratados por Mary Douglas, la suciedad para la autora, sería aquello que está fuera de lugar, y las personas y objetos contaminantes se convierten en “tabú”: son segregados del resto y son catalogados como peligrosos, marginados, excepcionales, etc. También Elías, advierte que estas actitudes, de tácito aislamiento de los moribundos y de los seniles de la comunidad de los vivos, atestiguan las dificultades para identificarse con los viejos y los moribundos.

En este punto, me interesa hacer una aclaración: hasta aquí se ha intentado analizar las formas mediante las cuales esta zona de la ciudad de Córdoba aparece frecuentemente en el imaginario común, como un sitio olvidado por el Estado, con connotaciones negativas tanto de su espacialidad como de quienes habitan sus alrededores. Esto no significa que en estos sitios no se tejan otros sentidos de comunidad generados por sus habitantes, que escapan al orden de la segregación. Si bien ahondar en estos otros sentidos excede la pregunta de este trabajo, no quiero dejar de mencionarlo, para no caer en la lógica de la estigmatización de estos sectores.

 

Palabras finales

 

A lo largo de este análisis, he intentado echar luz sobre los diversos procesos (globales, regionales y locales) que se vieron inmiscuidos y entrelazados en la concreción de los cementerios extramuros en Argentina y de manera particular en Córdoba, con el Cementerio San Vicente. Se ha desarrollado cómo a lo largo de la historia, se dio un desplazamiento del lugar de la muerte, y del rol del Estado. Haciendo especial foco en el siglo XIX, se expuso que el período estuvo atravesado por un proceso de secularización, en el que el Estado aparece como principal administrador de los cuerpos. Se trata del momento de la muerte del otro, en el que Aries adjudica al lamento y el recuerdo del otro, como constitutivos de un nuevo culto de las tumbas y los cementerios.

La concreción del cementerio San Vicente en Córdoba, permite ilustrar de manera particular y con matices locales, este momento específico de las actitudes frente a la muerte descriptas por Ariès. De la misma manera, la descripción sobre las instituciones de la zona Este de la ciudad de Córdoba erigidas durante el siglo XX, permitió ilustrar otras actitudes frente a la muerte y los moribundos, propias de la modernidad, o como Ariès denominara, de la muerte vedada.

Las ideas de “contaminación e impureza” definidas por Douglas y de “amenaza” al envejecimiento definida por Elías, junto con el marco general propuesto por Ariès de la “muerte vedada”, permiten complejizar la hipótesis de la existencia de una zona de la ciudad de Córdoba en la que se ha construido históricamente un sentido estigmatizante.

 

 


FUENTES

Éditas

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Wacquant, Loïc. (2001) Elias en el gueto negro. En: Wacquant, Loïc. Parias urbanos. Marginalidad en la ciudad a comienzos del milenio. Buenos Aires: Manantial pp. 105-119.



* Universidad Nacional de Córdoba, Departamento de Antropología. E mail: anitaa.sanchez.5k@gmail.com

[1] Ariès, 1975

[2] Ariès 1975; Elías, 1989; Hertz 1990; Mauss 1970; Morin 1994

[3] Godoy-Hourcade 1993; Jáuregui 1993; Pereyra 1999; Ayrolo 2014; Carbonetti 2007

[4] Douglas, 1973

[5] Elías, 1989

[6] Morin 2011:161

[7] Elías 1989:23

[8] Elías, 1989

[9] Ariès ([1975] 2017)

[10] Gayol y Kessler 2011:61

[11] Schlögel 2007:432

[12] Villa, 2011: 23

[13] Ariès [1975] 2017:194

[14] Ibidem

[15] Ariès [1975] 2017:197

[16] Ariès [1975], 2017:82

[17] Ariès [1975] 2017:75

[18] Jáuregui 1993:80

[19] Godoy y Hourcade 1993:41

[20] Ansaldi, 1996

[21] Gil Villa 2011:27

[22] Ariès [1975], 2007

[23] Ansaldi 1996:23

[24] Pereyra 1999:160

[25] Foucault 1990:63 citado en Pereyra 1999:160

[26] Pereyra 1999:31

[27] Oszlak 1990:11

[28] Pereyra 1999

[29] Ansaldi 1991:602 citado en Pereyra 19999

[30] Vagliente 1995:215, citado en Pereyra 1999

[31] Ayrolo 2014:11

[32] Ayrolo, 2014

[33] Carbonetti 2007:6

[34] Carbonetti 2007:7

[35] Carbonetti 2007:7

[36] Carbonetti 2007:7

[37] Carbonetti 2007:7

[38] Se llamaban protomédicos a los físicos o médicos principales que tenían el cargo de habilitar para el ejercicio de la ciencia médica a los que lo solicitaran

[39] Carbonetti, 2007:74

[40] Carbonetti, 2007: 72- 74

[41] Pereyra 1999:106-107

[42] Luis Revol, 28 de junio de 1889. Este proyecto de clausura, comenta Liliana Pereyra en una nota al pie, no se llevó a cabo. (Pereyra 1999:176)

[43] Se le llamaban “Pueblos” a los barrios tradicionales de Córdoba. Se denominan “pueblos” debido a que en esa época la Ciudad estaba encerrada en el conocido “pozo” o “embudo” que por muchos años la caracterizó. De este modo, los actuales barrios-pueblos próximos al centro estaban alejados del municipio, presentando en algunos casos ciertas características rurales y autonomía en cuanto a sus necesidades en materia de infraestructura, redes sociales, etc.

[44]  En comparación con el Cementerio San Vicente (zona Este), el San Jerónimo (zona Oeste) se destaca por albergar entre sus muros, restos de personalidades de la políti­ca, la ciencia, la cultura y el deporte, de familias aristocráticas y apellidos tradicionales de la alta sociedad. Además, está en vías de ser declarado Patrimonio Histórico Nacional, debido a su riqueza arquitectónica e histórica, por lo que en los últimos años ha habido una intervención de la gestión municipal, para realizar un trabajo de puesta en valor. Se trata de una distribución clasista y patrimonial de los sig­nificados que presentan uno y otro cementerio. Cada necrópo­lis cuenta una historia. El San Vicente esta signado por el delito, la pobreza, y el abandono por parte del Estado mientras que el cementerio San Jerónimo está signado por la atención y cuida­do dispensados por el Estado al punto de constituir un itinera­rio turístico y cultural

[45] Pereyra 1999:161

[46] Gayol y Kessler 2015:15

[47] Bischoff 1990:122

[48] Baldo, Maffini, Samoluk, Tabera 2011:16

[49] Baldo, Maffini, Samoluk, Tabera 2011:16

[50] Wacquant, 2001: 168-169

[51] Wacquant, 2001: 169

[52] Garbero, 2015: 2

[53] Baldo, Maffini, Samoluk, Tabera 2011:16

[54] Estos tres cementerios actualmente comparten la misma administración, ubicada en el predio del Cementerio San Vicente, pero éste es municipal, es decir depende del municipio, y en cambio, tanto el Israelita como el Musulmán, son dirigidos por sus respectivas comunidades. Los tres cementerios se encuentran ubicados en la misma manzana y limitan entre sí, separados por muros.

[55] En 1904, el Estado Mayor del Ejército Argentino adquirió la titularidad de las tierras que forman el Campo de La Ribera. La compra originaria fue de setenta hectáreas que están atravesadas por el Río Suquía; escasos metros separarían a la institución militar del Cementerio de San Vicente. A partir de 1930 debido a los fuertes flujos migratorios que se produjeron provenientes del campo se originaron asentamientos espontáneos en los terrenos de la zona del Campo de La Ribera (Baldo, Maffini, Samoluk, Tabera 2011:21)

[56] Garbero, 2015

[57] Gutiérrez 2003:12

[58] Ver: Sánchez, A. (2021). Restos humanos: derroteros de objetivación en el cementerio San Vicente. Revista Del Museo De Antropología, 14(3), 229–236. https://doi.org/10.31048/1852.4826.v14.n3.33146

         Sánchez, A. (2020/2021). Uno trabajando en el Cementerio aprende lo que es la vida: procesos de subjetivación y objetivación de restos humanos en el Cementerio San Vicente, Córdoba, Argentina. Síntesis (11), 23-34.

[59] Garbero 2015:5

[60] Douglas, 1966

[61] Douglas 1966:12

[62] Douglas 1966:59

[63] Elías 2009:111

[64] Elías 2009:11

[65] Elías 2009:121-122

[66] Percibida, porque se sigue construyendo a partir de la opinión pública y la prensa de los medios de comunicación como un lugar peligroso. Esta construcción de sentido también moldea y produce una percepción de este espacio y que quienes lo habitan.

[67] Wacquant 2001:107

[68] Wacquant 2001:112

[69] Das y Poole 2008:22

[70] Bourdieu 2002:1

[71] Bourdieu 2002:3

[72] Pereyra 1999:110

[73] Pereyra 1999:111