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Las políticas de desarme y desmovilización tras el asedio de la ciudad de Buenos Aires (1853)

Carla M. Molteni *

Ricardo D. Salvatore*

 

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Cuadernos de Historia. Serie economía y sociedad, N°31, 2023, pp. 91 a 114.

RECIBIDO:  15/02/2022. EVALUADO: 13 /05/2023 ACEPTADO: 01/06/2023.

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Resumen

El asedio de Hilario Lagos a la ciudad de Buenos Aires demostró la existencia de sociedad rural politizada, de signo federal, con capacidad de movilizarse y armarse. En este artículo indagamos sobre la restitución del orden en la campaña y la ciudad en el periodo posbélico más inmediato. Para ello, analizamos las medidas de desmovilización y desarme de los ejércitos, el destino de la oficialidad rebelde y las consecuencias materiales de las políticas de la pacificación. Mostramos que una combinación de coacción y persuasión por parte de la dirigencia porteña permitió reestablecer el orden en la campaña.

Palabras clave: Asedio - Desmovilización - Buenos Aires

 

Summary

Hilario Lagos' siege of the city of Buenos Aires demonstrated the existence of a politicized rural society, of federal adherence, with the ability to mobilize and arm itself. In this article we inquire about the restitution of order in the campaign and the city in the most immediate post-war period. For this, we analyze the measures of demobilization and disarmament of the armies, the eventual fate of the rebel officers and the material consequences of the pacification policies. We show that a combination of coercion and persuasion from Buenos Aires leaders´ allowed re-establishing order in the campaign.

Keywords: Siege - Demobilization - Buenos Aires

 

Introducción

 

En este artículo indagamos sobre los medios por los cuales la elite vencedora buscó reestablecer el orden en la campaña y la ciudad de Buenos Aires en una vez finalizado el asedio de Hilario Lagos. Para comprender este proceso, analizamos las medidas de desmovilización, desarme y reintegración de los milicianos federales en el periodo posbélico más inmediato (año 1853). Más específicamente, estudiamos las medidas de pacificación, castigo y disciplina implementadas por la elite porteña; y examinamos el  impacto de aquellas disposiciones en la campaña. También analizamos el indulto a de los vencedores y el trato diferencial de estos hacia los jefes rebeldes, sus milicianos y ciertos personajes de pasado rosista. Además, examinamos las representaciones simbólicas de la experiencia bélica y cómo fue la desmovilización en la ciudad sitiada. Las fuentes que utilizamos para el análisis son actas y disposiciones del gobierno, correspondencia entre jueces de paz, jefes militares y el gobierno de Buenos Aires, prensa, denuncias y cartas de vecinos de la campaña y la ciudad a las autoridades, inventarios del Parque de Artillería, y bibliografía secundaria sobre la época.

Luego de la batalla de Caseros se activó el proceso de organización constitucional del país. Este proceso no fue sencillo ni exento de conflictos porque a la derrota de Juan Manuel de Rosas siguió una redefinición de objetivos políticos entre quienes se habían unido para combatirlo. Tras un primer momento de euforia, la concordia entre los aliados se debilitó y, sobre la base de fuertes tensiones entre la elite porteña[1] y el gobierno confederado liderado por Justo José de Urquiza, el 11 de septiembre, militares y vecinos de la ciudad de Buenos Aires se levantaron contra la autoridad de Urquiza. A poco de esta revolución, la oficialidad bonaerense cuestionó el poder adquirido por miembros del antiguo partido unitario en el nuevo gobierno provincial (el regreso del Gral. José María Paz era el hecho más controversial).[2] Al ello se sumó el descontento entre las tropas del antiguo ejército rosista; estos reprobaban la ofensiva del gobernador Adolfo Alsina contra las provincias de Entre Ríos y Santa Fe ya que ello significaba continuar el largo ciclo de enfrentamientos armados.[3] Los jefes militares y largos sectores de la campaña también desaprobaron la medida porteña de desconocer a Urquiza como director provisorio de la Confederación y oponerse al proceso constituyente.[4]

Sobre la base de estas discrepancias, el 1º de diciembre de 1852 el Coronel Hilario Lagos, jefe del Departamento del Centro, se pronunció contra el gobierno de Buenos Aires. En su proclama, Lagos argumentó que las medidas del gobierno porteño no contaban con el apoyo de la población de la campaña, mientras que el movimiento liderado por él y Flores, favorecía la paz y la fraternidad interprovincial.[5] A pedido de los rebeldes, el 6 de diciembre, Alsina presentó su renuncia; pero esto no fue suficiente para calmar los ánimos. El desacuerdo entre ambos grupos desató una guerra dentro de la provincia: Lagos reclutó milicianos entre los pueblos de la campaña y cercó la ciudad de Buenos Aires.[6] La contienda bélica tomó la forma de una guerra de desgaste, en la que el sector federal rodeó a la ciudad por tierra y agua; y los defensores formaron una línea defensiva protegida por trincheras.[7] A mediados de julio de 1853, debilitados por masivas deserciones, los rebeldes de Lagos se rindieron ante las fuerzas de la Ciudad.

Finalizado el sitio a la Ciudad, la elite vencedora se encontró con un importante problema: cómo restablecer el orden social en la campaña y hacer que sus habitantes aceptaran como legítimo al nuevo gobierno porteño. El asedio había dejado en claro el peso político-militar de los habitantes de campaña y lo sólido que era la fidelidad de los paisanos a sus jefes federales.[8] Consciente de ellos, el gobierno porteño combinó medidas de índole institucionales y otras de carácter más represivo para asegurar su dominio sobre una campaña de dudosa lealtad política.[9] Buscó además un mayor control sobre las autoridades locales y más vigilancia sobre las comunidades rurales, a fin de fomentar un nuevo consenso político y social en la provincia.[10]

Por un lado, el despliegue del poder coercitivo del gobierno porteño fue significativo. En ese periodo, el Estado de Buenos Aires asignó gran parte del presupuesto provincial (80%) a las funciones de justicia, policía y guerra.[11] Debido al casi permanente estado de confrontación armada (con la Confederación y con las parcialidades indígenas), el gobierno mejoró y expandió los mecanismos de enrolamiento en el ejército de línea y organizó la Guardia Nacional. Ambas medidas tendían a poner bajo control a la población campesina, considerada bárbara y propensa a revelarse frente a la dirigencia política.[12] Además, la elite política porteña generó una serie de medidas que tendieron a aumentar la vigilancia de los sectores rurales.[13] Por ejemplo, removió a autoridades locales no afines políticamente, investigó reuniones sospechosas entre vecinos, prohibió los símbolos representativos del federalismo y reprimió ciertas formas de sociabilidad no deseadas. La libertad de expresión también fue limitada por la dirigencia provincial.[14] Por otra parte, el nuevo gobierno llevó adelante el castigo ejemplar mediante ejecución de ex mazorqueros y delincuentes comunes.[15] Después del sitio a la Ciudad, los publicistas e historiadores liberales ofrecieron una reinterpretación de los hechos del asedio que denigraba tanto a los jefes rebeldes constitucionalistas como a sus seguidores, atribuyendo a los primeros un intento de restablecer el rosismo y a los segundos la persistencia de una cultura campesina violenta propia de los tiempos de la Tiranía.[16] El Sitio de Lagos había constituido, en su entendimiento, una manifestación de la polaridad entre la Ciudad “Civilizada” y la Campaña “Bárbara”.[17]

Los pasos hacia consolidación de un nuevo orden liberal y autónomo en la provincia fueron complejos y dinámicos. No solo se trató de implementar medidas represivas sobre la población; fue la combinación de “palos y zanahorias” lo que al final de la década consolidaría la causa de Buenos Aires. En relación con las medidas de carácter institucional, el gobierno creó nuevas jurisdicciones (municipalidades y prefecturas) y nombró nuevas figuras de autoridad en los pueblos de la campaña (jueces letrados y comisarios).[18] Además, se llevaron a la práctica formas de resolución de conflictos menos violentas, como los viajes de los gobernadores al interior de la provincia.[19] Para permitir la mejor administración de la población, la elite dirigente se avocó a construir un registro topográfico de la provincia, fijar los límites a los partidos y obtener registros estadísticos y estimaciones con los que montar sus planes de gobierno.[20] A través de la donación de tierras públicas, la dirigencia porteña intentó aumentar el número de propietarios y a la vez  expandir su base política en la campaña.[21] Y también fomentó la formación de asociaciones y clubes políticos que mejoraran las interacciones y cohesionaran el tejido social. Desde los mismo vecinos rurales surgieron iniciativas para promover el progreso material de la campaña;[22] mientras que la incorporación de inmigrantes europeos a las comunidades de campaña permitió la mayor diversidad social y de opiniones políticas.[23] Cómo demostraron los autores referenciados, estas iniciativas generaron un control espacial y el equipamiento político-institucional del territorio, a la vez que tendieron a modernizar las bases sociales del Estado de Buenos Aires y fomentar el consenso político a favor de una provincia unida y autónoma. Entonces, ¿qué queda para analizar sobre el establecimiento del orden en la campaña luego del sitio de Lagos?

Concluido el asedio sobre la ciudad, el gobierno provisional debió hacer frente a una situación de caos. Por aquellos días, las tropas federales se dispersaron por las inmediaciones de la ciudad, la inseguridad se apropió de los caminos y el ganado deambulaba disperso. A ello se sumaba la crisis económica por los gastos de la guerra, los ataques indígenas y el empobrecimiento material de las zonas rurales.[24] Por otra parte, las pasiones y los ánimos estaban exaltados y entre los habitantes urbanos habitaba el deseo de ajusticiamiento tras meses de asedio.[25] El bando vencedor debió, entonces, apagar simultáneos focos de tensión. Típico de los momentos de posguerra del siglo XIX, la desmovilización era una circunstancia de fuerte subversión del orden social ,[26] no solo porque el proceso de reunir "una fuerza militar, en las condiciones técnicas y administrativas del período, creaba condiciones de caos"[27] sino porque el proyecto político de la dirigencia porteña carecía de consenso entre amplios sectores de la provincia. En vistas de ello, para restablecer el orden y consolidar su hegemonía, la elite dirigente implementó diversos mecanismos de coerción y persuasión.  

 

Una Paz Negociada - garantías y cooperación

 

Sin existir un enfrentamiento frontal, los milicianos de uno y otro bando se batieron por casi ocho meses, hasta la derrota de Lagos en julio de 1853. El enfrentamiento no finalizó por la falta de hombres o equipamiento de los bandos opuestos, sino por previos sobornos y estímulos en oro a los rebeldes para “cambiar de bando” y una negociación de paz que incluyó una amplia amnistía para los sitiadores.[28] El desenlace facilitó la desmovilización de las tropas sitiadoras, proceso en el cual los líderes federales cooperaron con el bando vencedor.

Desde mayo, los rumores sobre los sobornos comenzaron a circular por las tropas sitiadoras y, a mediados de junio, el comodoro norteamericano John Halstead Coe (quien estuviera al servicio del ejército federal) entregó su flota entera al bando porteño a cambio de un pago oneroso (veinte mil onzas de oro).[29] Luego de este evento, el desaliento corrió entre las fuerzas federales, impulsando mayores niveles de deserción.[30] Se observa que esta estrategia de soborno permitió a la dirigencia porteña incorporar entre sus filas a porción importante del ejército sitiador antes de finalizado el conflicto. Además, tras la rendición de Urquiza y Lagos, otra cantidad considerable de soldados se acogieron al amparo de las nuevas autoridades.[31] Si bien no conocemos la cantidad de desertores en relación con el total del ejército federal, se advierte que la incorporación de más de 1200[32] milicianos hacia el bando opuesto impidió que la totalidad de las fuerzas sitiadores se desperdigaran por las inmediaciones de la ciudad tras la apresurada fuga de sus líderes, facilitando así el proceso de desmovilización posbélico. A ello hay que sumar que, tras la rendición de Urquiza, los contingentes confederados se retiraron a sus respectivas provincias en son de paz.[33]

Otro elemento que caracterizó la desmovilización de los ejércitos fue la colaboración de los jefes sublevados con la dirigencia vencedora. La oficialidad federal fue posiblemente persuadida a ello gracias al acuerdo de paz alcanzado, en el cual la elite porteña prometía el indulto a cambio de la cooperación de los perdedores. ¿Cómo se llegaron a aquellas bases?  Cuando el desenlace del sitio era ya evidente, el Gral. José María Flores -exlíder del movimiento- fue autorizado por el gobierno de Buenos Aires para negociar con los sitiadores a cambio de dinero y la garantía sobre sus personas y bienes.[34] Desde Guardia del Luján (base operativa desde donde Lagos había iniciado el levantamiento) el ex aliado de Lagos dio un discurso que resultó ser “el tiro de gracia para desgranar al ejército sitiador”.[35] Luego de aquel episodio, el acuerdo fue concretado: el 13 de julio, Urquiza se rindió formalmente y firmó un documento por el cual los bandos acordaban “una amplia amnistía, el desarme de los ejércitos y la garantía de las propiedades”.[36] En aquellas bases, la elite dirigente ofrecía un “un olvido completo de todo lo pasado desde el 1o de Diciembre hasta esta fecha"[37]. A cambio del indulto Lagos debía reconocer al gobierno de la provincia, sus oficiales debían presentarse ante la autoridad en el plazo de una semana[38] y, a las tropas federales, el gobierno les pedía que "os entreguéis a vuestros trabajos bajo el amparo de las Leyes, y la decidida protección que a vuestras personas y propiedades os ofrece el Gobierno de la Provincia”.[39] Convenidos los términos, Lagos cooperó con su exaliado Flores para desarmar a las tropas que se dirigiesen a Guardia del Luján.[40]

 

"Esta mañana ha llegado hasta este punto el Grl Lagos con una pequeña fuerza y me ha ordenado haga el desarme de toda la fuerza dispersa que llegase a este partido […] conservando el mayor orden de la población: también me ha ordenado Lagos que los oficiales y tropa que fuesen viniendo a este punto los fuese remitiendo y teniendo a disposición del Grl José Flores."[41]

 

Un par de días más tarde, desde Santa Fe, Lagos se dirigió a Flores -por medio del jefe de Estado Mayor del ejército sitiador, General Gregorio Paz- para poner “por su conducto todas estas fuerzas [federales] a disposición del Gobierno de la Provincia a quien reconocen todas ellas y sus jefes bien penetrados que obtendrán de él una sólida y permanente garantía como lo desean”.[42] Si bien no sabemos cómo impactaron numéricamente estas acciones en la desmovilización de las tropas contingentes, se advierte la existencia de cierto grado de colaboración entre los bandos. Es probable que los exsitiadores se hayan visto inducidos a cooperar para que el gobierno cumpliera con la amnistía, la cual establecía que, para ser concedido el perdón de sus “extravíos políticos”, los paisanos debían retornar a sus pueblos y los oficiales presentarse a las autoridades.

Otro elemento de cooperación se halla en el accionar de los jueces de paz y comandantes  que sostuvieron la sublevación. Concluido el sitio, estos personajes apelaron a estrategias de colaboración con el gobierno porteño a la espera de ser reconocidos por este y recibir garantías para la permanencia en sus cargos. Cuando la derrota de Lagos llegó a sus oídos, los jueces federales enviaron cartas de felicitaciones al ministro de Guerra Lorenzo Torres en las que expresaron su adhesión a la autoridad legal y responsabilizaron su pasado accionar a “las órdenes fanáticas, opresoras de la libertad pública”.[43] Estas autoridades locales también ayudaron en la desmovilización de las tropas que, por aquellos días de julio, pasaban por las inmediaciones de las cabeceras de sus respectivos partidos. El caso siguiente es indicativo de una situación frecuente en la campaña a mediados de julio de 1853. Cuatro días después de firmada la paz, el juez de paz de Ensenada se dirigía a la nueva dirigencia capitalina de la siguiente manera, "desde que por los primeros dispersos tuve noticia de la dispersion del Ejercito que sitiava la Ciudad, tomé las mas prontas y eficaces medidas para que el partido que me estaba confiado no sufriera la mas leve alteración"[44]. La respuesta del ministro de Gobierno, Lorenzo Torres, se repetirá en una veintena de partidos, "siendo Dn. José Nicanor Dibois el Juez de Paz legal [...] haga inmediatamente entrega del Juzgado al dicho Ciudadanos Dibois".[45] El ministro de Gobierno agregaba "Por lo demás el Gobierno aprueba los esfuerzos que U. ha hecho p.a la conservacion del orden en su partido"[46]. Como se desprende del caso, la dirigencia vencedora fue firme en remover a los jueces de paz o comandantes “díscolos” porque “la única autoridad civil reconocida debía ser aquella que existiese antes de la rebelión”.[47] De veinte casos analizados, solo en dos partidos no hubo un cambio de jefes civiles o militares debido a su afinidad política con el gobierno provincial.

 

¿Cómo debe entenderse el indulto? La representación póstuma de los hechos

 

El intento de restablecer el orden en la provincia incluyó una reinterpretación de los hechos del asedio, y del lugar de los vencedores y vencidos en el orden político posbélico por parte de las nuevas autoridades provinciales. A continuación, examinamos las representaciones simbólicas de la experiencia bélica.

Derrotado Lagos, la nueva dirigencia porteña y  publicistas afín al gobierno se encargaron de reinterpretar los hechos recientes para que la población entendiera que con el fin del asedio, un nuevo orden liberal y autonomista nacía en la provincia.[48] En concreto, por medio de comunicados en la prensa, las autoridades establecieron una conexión entre el gobierno de Rosas y la sublevación en la opinión pública: ambos hechos fueron presentados como parte de un mismo pasado de barbarie y tiranía, clausurado en julio de 1853 gracias a la victoria militar de la ciudad. Además, los publicistas denigraron los fundamentos del levantamiento federal y representaron a la rebelión como un “conato de insurrección de naturaleza caudillista”,[49] en el cual Lagos ocupaba el rol de “judas de su patria”[50]. Por añadidura identificaron a la dirigencia con un proyecto político legítimo, que extendería su soberanía desde la ciudad hacia el campo ya que, habiéndose fugado los líderes federales, “la campaña quedaba casi completamente libre de la presencia de los rebeldes, y todo parece que entrara al estado normal.”[51] De esta manera, las representaciones póstumas de los hechos acentuaron la polarización existente entre la zona urbana y rural de la provincia.[52]

En esta misma dirección, las autoridades apelaron a determinadas representaciones discursivas que apoyaran un trato diferencial entre los principales jefes, las tropas federales y personajes de conocido pasado rosista:

 

“Que los desgraciados paisanos, instrumentos y primeras víctimas de la desenfrenada ambición de los caudillejos, se retiren a sus casas a trabajar tranquilamente, y contribuir a la moralización del país.

Que los jefes rebeldes y principales instigadores del motín, huyan de este país donde no podrán sufrirlos sin indignación lo hombres de conciencia y patriotismo.

Y respecto de los asesinos de Andrade y Romero y los de 1840 y 42, que ejerza su acción la justicia ordinaria, y después… el verdugo.”[53]

 

Se advierte que la oficialidad fue acusada como autora de sedición y traición mientras que los milicianos fueron considerados “paisanos confundidos” o "alucinados" que habían sido arrastrados a una guerra que no querían, bajo la opresión de Lagos.[54] El gobierno hizo uso de esta imagen para absolver de culpa a los campesinos y propiciar su reinserción a sus comunidades de origen. 

 

Promesas incumplidas - El destino de los oficiales rebeldes

 

Luego del concluido el asedio, no era claro para los oficiales y mandos medios cuál sería su destino: si bien el acuerdo de paz aseguraba las garantías sobre sus personas y bienes, también exigió el exilio para las principales figuras sublevadas. La confusión de aquellos días se puede observar en el caso de Antonino Reyes -mano derecha de Lagos y ex Edecán Mayor de Rosas en Santos Lugares- quien se dirigió a Guardia del Luján y allí consultó a Flores si era conveniente escapar al Uruguay. Si bien el general le respondió que se respetaría su cargo militar -de acuerdo con lo acordado en el indulto-, más tarde, el 11 de agosto, Reyes fue apresado. Como sugiere Barcos (2019), el gobierno de Pastor Obligado rápidamente endureció las medidas de vigilancia y control sobre los oficiales sitiadores y sus vínculos cercanos. En concreto, dictó la captura de personajes como Gerónimo Costa, Benjamín Méndez, y Francisco Olmos, el embargo de sus bienes y propiedades y la investigación e interrogatorio de personas sospechosas.[55]

Por otra parte, los personajes “más odiados”[56] del régimen Rosista fueron juzgados y condenados a muerte, y ejecutados en público. Una vez finalizado el sitio, la prensa liberal instó a los habitantes urbanos a rememorar los crímenes de la época rosista y a ligarlos al asedio de la ciudad. Por aquellos días, era amplia la indignación y encono que provocaba en los ciudadanos urbanos la presencia en la capital de mazorqueros que se habían acogido a la “ley de olvido”. La presión de la prensa se hizo eco en opinión pública, que reclamó el escarmiento de los responsables de las masacres de 1840 y 1842.[57]

Los primeros apresados fueron los ex mazorqueros Manuel Troncoso y Ciriaco Cuitiño, remitidos el 15 de julio al departamento de policía de la ciudad, donde fueron expuestos a un público exaltado.[58] El 11 de agosto estaban presos los demás acusados de los asesinatos de 1840 y 1842; Leandro Alén, Manuel Leiva, Torcuato Canales, Silverio Badia, Fermín Suarez, Estanislao Porto y Manuel Gervasio López. De los nueve imputados, cinco fueron condenados por crímenes aleves y sentenciados a muerte (Badía, Troncoso, Suárez, Cuitiño, y Alén).[59] Entre octubre a diciembre de 1853, estos personajes fueron ejecutados en la Plaza de la Concepción, y sus cuerpos quedaron exhibidos ‘a la expectación pública’. Las ejecuciones funcionaron como una suerte de pedagogía estatal mediante las que el gobierno trató de imponer orden y evitar la emergencia de nuevos levantamientos populares por parte de ex rosistas.[60] En 1854, Antonino Reyes y Manuel G. López se salvaron de este castigo gracias a un cambio en la política de los jueces. A partir de aquel año, los jueces pasaron a considerar que los crímenes cometidos durante la gobernación anterior se debían al “temor generalizado” de los oficiales frente al poder ilimitado de Rosas y que las atrocidades cometidas durante el régimen eran el producto de un periodo de predominio de la “barbarie rural”.[61]

Sin embargo, no toda la oficialidad sublevada fue ajusticiada sino que algunos jefes federales fueron reincorporados en la estructura militar de la nueva dirigencia. Por ejemplo, la elite gobernante utilizó la influencia y relaciones del Gral. Flores (quien había sido incorporado a la estructura de mandos del gobierno porteño poco antes de concluido el asedio) para comunicarse con los jefes federales y pautar la desmovilización de las tropas sitiadoras. La posición central del exaliado de Lagos sorprendió a algunos jueces de paz, quienes escribieron al ministro Torres preguntando si efectivamente debían seguir las órdenes que este les daba.[62] También, contamos con el caso del Cnel. Eugenio Bustos quien fue un militar destacado en las relaciones con las parcialidades indígenas durante el gobierno de Rosas y después de su caída.[63] En el momento de la sublevación de Lagos, este coronel se encontraba entre las filas federales, era comandante militar en Bragado y, luego de finalizada la guerra, permaneció en su puesto. No sabemos si este general se pasó de bando antes del 13 de julio, pero su permanencia en el cargo muestra claramente la apremiante necesidad de hacer uso de la estructura militar preexistente para armar un defensa contra posibles incursiones indígenas.[64]

De la misma manera, el Teniente Coronel Antonio Cané, que había sido crucial a la hora de formar los contingentes sitiadores en Guardia del Luján, fue perdonado luego de finalizado el Sitio a Buenos Aires y participó inicialmente en los cambios de la organización político-militar. A una semana de finalizado el Sitio, Cané comunicó al Juez de Paz de Guardia del Luján que había nombrado un nuevo mayor en su regimiento y por tanto debía dar conocimiento a los Guardias Nacionales del partido.[65] Un mes después, Cané fue designado a cargo de la tropa de línea.[66] La presencia de estos federales entre las tramas de poder demuestra la necesidad que tenía el gobierno de valerse de los lazos relacionales de individuos reconocidos y respetados entre los habitantes rurales para asegurarse el control de la campaña.

 

El Orden en la campaña: coacción y persuasión

 

La rebelión de Lagos había dejado en claro la existencia de una cultura política popular federal y con autonomía suficiente para propiciar un levantamiento contra las autoridades instituidas.[67] En relación con ello, la dirigencia central desplegó una serie de disposiciones para "cortar de raíz los gérmenes de desorden que hayan podido quedar"[68]. Como mencionamos anteriormente, la elite política removió a las autoridades locales designadas por Lagos y nombró a personajes afines porque “del modo de proceder de los jueces de paz depende mucho el que la tranquilidad y bienestar fututo se cimenten de un modo sólido y estable en nuestro desgraciado país”.[69] De acuerdo con Eduardo Míguez, este recambio de jefes locales se debió a que el Estado bonaerense buscó montar su legitimidad sobre la trama de obediencias y lealtades preexistentes en la campaña. Más que la asignación de funciones administrativas propias de una gobernación moderna, el gobierno porteño se avocó a reforzar los sistemas clientelares en que se fundaba el poder político.[70]

Una vez que el gobierno se aseguró la afinidad política de los jefes locales, reforzó el poder de aquellos para implementar las disposiciones de pacificación social y así obtener un mayor control de los habitantes de la campaña. Siendo así, entre julio y octubre de 1853, el gobierno central encomendó a los jueces de paz adeptos una serie de “Instrucciones” para formar “partidas de ciudadanos de probidad y respeto”[71], recorrer los partidos y recoger armas y municiones, “desarmando los grupos que existan, y depositando las armas que, todo bajo inventario, Ud. debe remitir a esta ciudad.”[72] Como sugiere Barcos, estas medidas demuestran hasta qué punto los liberales porteños entendían que los paisanos eran actores bien distintos de los vecinos.[73]

Además, mientras que en el indulto los milicianos de Lagos fueron representados como paisanos “ignorantes” y “confundidos” que se habían visto arrastrados por un extravío político, en las "Instrucciones", estos milicianos fueron clasificados como “dispersos”. Englobados en esta categoría social, las fuerzas federales causaban gran preocupación y alarma por lo que debían ser desmovilizadas y desarmadas con el poder de policía de los jueces de paz.[74] Frente a las exigencias del gobierno provincial, las respuestas de las autoridades locales fueron elocuentes: los grupos que estos desarmaban nunca eran descriptos como vecinos reconocibles del partido, sino que caían en la generalización de pequeños grupos dispersos, individuos armados o partidas de paisanos armados, “rebeldes” y “orgías vandálicas”.

Otro mecanismo de control fue el restablecimiento del decreto de conchabo de 1823, decretado el mismo día que se enviaron las disposiciones de Torres a los jueces de paz. Si, por un lado, las Instrucciones indicaban a las autoridades: “A los paisanos hará usted entender que el gobierno les manda volver a sus hogares […] que el gobierno ha concedido completo olvido y perdón de todos los errores políticos”;[75] el decreto de conchabo establecía “el peón que se halle fuera de la estancia, chacra o establecimiento del patrón, será tenido por vago y forzado a contratarse por dos años en el servicio de las armas.”[76] La implementación simultánea de ambas medidas muestra que, para la elite gobernante, los milicianos que estuviesen dispersos no diferían de aquellos tipificados como “vagos” o “malentretenidos”. Documentos de la época permiten sugerir que la aprehensión de “vagos” aumentó en los meses subsiguientes al fin del Sitio de Lagos.

Por otra parte, la prohibición de la divisa punzó en toda la provincia fue un mecanismo más de control sobre los paisanos y funcionarios.[77] Esta medida tendió a remover un símbolo de apoyo popular hacia el federalismo entre los ciudadanos de la campaña;[78] a la vez que ligaba, de manera simbólica, el proyecto federal urquicista con el federalismo rosista. Esta prohibición demuestra los intentos del gobierno por consolidar una nueva identidad política, distinta de las experiencias anteriores.[79] Por otra parte, Ignacio Zubizarreta (2018) demostró como otras formas de sociabilidad no deseada fueron reprimidas por la dirigencia porteña, aunque estas medidas fuesen contrarias a los postulados del dogma liberal que la elite porteña y la prensa liberal pregonaban. Fernanda Barcos (2019) señaló que las reuniones sospechosas, en pueblos cercanos a las provincias del litoral, fueron investigadas por las autoridades y sus concurrentes, interrogados. Esta serie de disposiciones gubernamentales -de tono más bien represivo- nos advierten que las tropas de Lagos no fueron objeto de persecución individual, sino que fueron sometidas a medidas de control y disciplina más generales, aplicadas a toda la población de la campaña.

 

El desarme y sus efectos en la campaña

 

El despliegue coercitivo no se detuvo allí: las disposiciones de vigilancia y dominación de los vecinos fueron complementadas con medidas de desarme y un control más intenso sobre la propiedad privada y sobre los bienes del Estado e instituciones militares de la campaña. Recordemos que este era un territorio sumamente empobrecido: los gastos de la guerra, el reclutamiento de campesinos que luego no regresarían a labrar sus tierras, y la dispersión de caballos y ganado generaban un paisaje desalentador en donde el gobierno porteño debía extender su presencia y su poder.[80] Un caso ilustrativo es el del pueblo de Federación donde,

 

“nada hay más lamentable que su aspecto a primera vista […] en tan excesivo grado de miseria, desmoralización y atraso, pues que como en ninguno otro punto de la Prov, va cediendo su puesto la civilización a la barbarie […] el Estado mismo no cuenta con más útiles que una carreta, algunos bueyes, y otros de menor importancia […] así es que el único medio de evitar la emigración de este punto y de hacer revivir el germen de civilización que existe en ellas es el siguiente en mi opinión: aumentar la fuerza militar que hay en este punto, hacer un Templo, mandar un Cura, y establecer una Escuela del Estado, y mandar un Médico.”[81]

 

Entonces ¿cómo se ejerció el control de los bienes y propiedades y bajo qué circunstancias? Mientras los vecinos-propietarios salían a la búsqueda de paisanos armados, los jueces de paz debían investigar “si existen cueros, ganados u otras especies que hayan sido adquirido por los sublevados y los recojan en formal inventario”[82] y que los “pingos que se sospechan mal habidos se embarguen porque el escandaloso robo que han hecho los rebeldes de estos efectos, fuerzan al gobierno legal a tomar estas medidas a proteger a los legítimos dueños[83] Esta cita advierte que la resolución ministerial acusaba virtualmente a todos los rebeldes por robo.

Los caballos de propiedad del Estado también fueron motivo de preocupación. El gobierno pedía a las autoridades rurales informes de reconocimiento y recolección de las caballadas que permanecían dispersas en la campaña. Las respuestas no se hicieron esperar: la mayoría de las autoridades locales respondieron denunciando el estado lamentable de las caballadas patrias, “abandonados por los rebeldes”,[84] “muy flacos y maltratados”,[85] “muy flacos e inútiles”.[86] También, resaltaron la escasez de estos animales. Por ejemplo, el juez de paz de Exaltación de la Cruz mencionaba que,

 

ni a cargo de este partido ni en invernada hay en este partido ninguna caballada y que los pocos caballos patrios que existen en él se hallan en servicio de las postas, sin los cuales no se podría desempeñar estas, por la notable escases de caballadas que hay en la campaña.”[87]

 

Los vestuarios y artículos que los rebeldes hubiesen adquirido o que los vecinos pudiesen retener en sus casas fueron recolectados, inventariados y enviados a Torres. Además, las autoridades debieron declarar los bienes del juzgado y los materiales construidos bajo las órdenes de Lagos.[88] Con el correr de los meses, las mercancías administradas incluyeron desde barricas de azúcar, yerba, tabaco hasta ponchos, camisetas y ladrillos. Además, todos los armamentos y pertrechos militares de los sitiadores fueron remitidos al Parque de Artillería en la ciudad. De julio a octubre de 1853, el desarme y envío cobró grandes dimensiones: las autoridades de cuarenta y dos pueblos rurales remitieron todo tipo de armamento, munición y vestuario de tropa, tanto en buen estado como inútil. La orden de requisa alcanzó también a los juzgados, los que solo podían retener lo necesario para su funcionamiento, es decir, el equipo para armar las partidas de policía y para defender las fronteras con los indígenas. Estas disposiciones demuestran el recelo con que la elite porteña miraba a los habitantes de la campaña.

De la misma manera, el gobierno transformó el aparato militar para asegurar su supremacía sobre instituciones que tradicionalmente guardaban cierta autonomía del gobierno central. En un principio, la dirigencia vencedora dispensó a los civiles de toda responsabilidad militar y licenció a los Guardias Nacionales rurales (exceptuando el servicio miliciano en los puntos fronterizos). Semanas después, el ministro de Guerra, José M. Paz, encomendó a los jueces de paz que remitieran un informe sobre el estado de las fuerzas veteranas y de la Guardia Nacional que se encontrasen en los partidos a su cargo, tanto de la tropa como de los jefes y oficiales. Ya en agosto de 1853, las nuevas autoridades dispusieron la formación de los cuerpos de caballería de línea mediante el método de “enganche”[89] y la reorganización Guardia Nacional para mejorar la defensa de las fronteras.[90]

Las medidas de desmovilización y desarme fueron extensivos a todos los pueblos de la campaña[91] y, si bien las medidas del gobierno tendían a reconocer y controlar loe bienes de Estado, también provocaron escases de recursos en los juzgados, y las autoridades rurales se expresaron lamentándose de la falta de fuerzas militares; la escasez de armamentos y vestuarios para armar las partidas de policía de los juzgados; así como la falta de escuelas, iglesias; y otros elementos de civilización. Este contexto de pobreza estatal generó una sensación de indefensión de los pobladores, sobre la que se superponían anhelos de progreso y desarrollo material. Es ilustrativo de ello la sutil sugerencia del juez de paz de Federación al ministro de Gobierno, Irineo Portela:

 

“El infrascripto conoce bien la utilidad que reportara a la Provincia toda de la adopción de las benéficas medidas […] pero siendo este punto fronterizo al Desierto de consiguiente mui escaso de hombres y fronterizo a la Prov de Santa Fe y en las actuales circunstancias creo Sor Ministro se halla este Partido en un caso excepcional hasta tanto que el Gobierno provea de un número de fuerza que nos garantice respecto de los Indios y la Prov vecina".[92] 

 

Es decir, las disposiciones del gobierno central chocaron con la realidad material de la campaña, causando efectos indeseados. Sin embargo, a pesar del estado de descalabro del aparato militar y miliciano,[93] se advierte que el gobierno pretendía obtener el monopolio de la coerción y asegurarse su supremacía sobre los habitantes rurales, hasta entonces armados.

 

La restitución del orden en la ciudad sitiada

 

Las medidas de restitución del orden en el ejido urbano fueron diferentes de aquellas aplicadas en la campaña. En los días que sucedieron a las negociaciones de paz, se vivió un clima de entusiasmo entre las autoridades y los habitantes de la ciudad. El 13 de julio, una vez acordadas las bases para la terminación de la guerra, se realizó una gran ceremonia en la Plaza de la Victoria (con cuatro mil soldados formados) y allí se homenajeó a los combatientes urbanos y se licenciaron a las legiones Valiente y Nacionales.[94] Luego de la ceremonia, el gobierno provisional solicitó a los milicianos que depositasen sus armas en un determinado lugar, antes de abandonar sus puestos militares y retirarse a sus casas.[95] Al día siguiente, se sucedieron demostraciones de júbilo en toda la ciudad, “las baterías hacen salvas – repican en todas las iglesias hay cohetes, música, […] y no tenemos que señalar un solo hecho desgraciado; reina el mayor orden, y es sin duda nuestro más grande día de festividad pública”.[96]

Durante el asedio la población de la ciudad había sufrido el encierro, los ataques enemigos, el reclutamiento para la defensa y el pesado gasto de la guerra. Después de la victoria, la euforia coexistió con la preocupación por la posible inestabilidad política y el desorden social.[97] Para evitar que fragmentos del ejército derrotado causaran desórdenes en la ciudad, el 14 de julio por la mañana la Legión Italiana, y parte de la caballería, se estacionaron en San José de Flores, mientras que un grupo del batallón 1o de Guardias Nacionales y del Parque de Artillería se movieron a Palermo, antigua base del gobierno de Rosas, para custodiar el área.

Por otro lado, se reorganizó el espacio urbano que había sido escenario de combate. El 19 de julio, el gobierno provisional ordenó a los cuerpos de línea y de la Guardia Nacional que recolectasen los pertrechos de guerra y que se ocupasen del allanamiento de fosos, la devolución de las casas ocupadas, el desmonte de la artillería y de los telégrafos de campaña.[98] También se procedió a desmantelar la logística médica:

 

“La comisión de las ambulancias dice que se han levantado las del Sud y Centro, […] entregando las casas que ocupaban a sus dueños y remitiendo al Hospital Gral los heridos que existieran y los enseres todos que los establecimientos contenían […]”[99] 

 

Otros aspectos de la vida civil fueron volviendo a la normalidad con el correr de los días. El sábado 23 de julio, la ciudad salió del “estado de asamblea” en que estaba desde diciembre de 1852[100]. El 28 de julio la Guardia Nacional fue licenciada y desarmada y se redujo el número de soldados en el ejército.[101] Asimismo, el ministro de Gobierno asignó un presupuesto del Departamento Topográfico para las obras y reparaciones de la universidad, a fin de abrir las aulas el 1° de agosto[102]. Más adelante, las nuevas autoridades se volcaron hacia el progreso material de la ciudad: el gobierno de Pastor Obligado inició una serie de obras para mejorar las aguas corrientes y contrató una empresa para el alumbrado a gas. Además, inició la construcción de la línea del Ferrocarril del Oeste, a la vez que se construía un nuevo muelle y el edificio de la Aduana.[103]

Como mencionamos en otro apartado, en las representaciones póstumas de los hechos, el gobierno y los publicistas liberales descalificaron de las tropas rurales, expresando que estas no eran más que “paisanos confundidos” arrastrados a la guerra por "la demagogia de Lagos y Urquiza". Esta imagen de los milicianos rurales contrastó con la celebración de la Guardia Nacional porteña, que fue presentada como una institución compuesta por lo más selecto de la juventud urbana y encargada de sostener las instituciones que se recuperaron con la caída de Rosas.[104] Desde su establecimiento en 1852 y en los años subsiguientes, la Guardia Nacional capitalina tuvo un rol central en la legitimación de la causa porteña.[105] Luego del asedio, la representación discursiva de aquella institución y su contrapartida rural refleja no sólo la toma de posición sobre el significado de la experiencia bélica, sino que nos da pauta de como fue el trato dado a los desmovilizados. Mientras que los combatientes urbanos fueron celebrados, las tropas rurales fueron desarmadas por rondas policiales de vecinos y jueces de paz y sus formas de expresión, su movilidad y sus bienes y propiedades estuvieron sujetos a medidas de control y vigilancia. El trato diferencial entre los ejércitos y la dimensión simbólica de aquella diferencia contribuyó a cimentar una división al interior de la provincia, la ya conocida oposición entre barbarie (campo) y civilización (ciudad), una polaridad que el sitio a la ciudad había consolidado.[106]

 

Conclusión

 

El asedio de la ciudad porteña había dejado en claro la existencia de una sociedad rural politizada de signo federal, con capacidad de movilizarse y armarse. También era aparente que los jefes rebeldes gozaban de cierta autonomía y protección en los partidos de la campaña. Las disposiciones de desmovilización y desarme que hemos examinado reflejaron una clara resolución de las autoridades porteñas por controlar política y militarmente a la campaña. La presión estatal se hizo sentir de arriba hacia abajo con los milicianos federales, la dirigencia central reforzó el control sobre los funcionarios y habitantes de la campaña y buscó obtener su supremacía sobre las instituciones militares de la campaña. Para que la población interpretara los hechos desde la perspectiva de un naciente orden liberal y autonomista, la elite gobernante y la prensa militante representaron el sitio a Buenos Aires como una insurgencia de la “barbarie federal”, como un dificultoso paréntesis en el camino hacia la consolidación del orden político deseado por la dirigencia de Buenos Aires.

Las múltiples deserciones, la paz negociada por el Gral. Flores y la amnistía incidieron en el carácter de la desmovilización de las tropas, impidiendo que un mayor número de milicianos federales se dispersaran por la ciudad. A estos "paisanos" el gobierno les otorgaría el perdón, siempre y cuando volviesen a sus pueblos de pertenencia. Gracias a ello, se esperaba que la normalidad retornara pronto a la ciudad liberada. Por otra parte, debido a los acuerdos alcanzados entre el bando vencedor y los ex sitiadores, Lagos y otros jefes cooperaron con el Gral. Flores para la desmovilización de los soldados federales (en especial en Guardia del Luján). Además, las autoridades locales procedieron a desarmar a las “turbas dispersas” en las cercanías de sus partidos a la espera de ser reconocidos por la nueva autoridad.

Las políticas de pacificación fueron más allá del control sobre jefes y milicianos rebeldes. La dirigencia central implementó medidas coercitivas sobre la población rural y un intenso control sobre los bienes y propiedades particulares, incluyendo a los juzgados de campaña. El operativo de desarme fue tan extensivo que, al llevarse a cabo en un contexto de pobreza y desarreglo material, provocó la escasez de equipamiento en los juzgados y una sensación de indefensión entre los habitantes rurales. Por otro lado, sometió a las autoridades civiles locales al mismo control que los gobernados, removiendo a jueces de paz o comandantes afines a la rebelión. Por este medio, la elite porteña buscó renovar las redes clientelares sobre las cuales montar su poder político en la campaña. El lugar del Gral. Flores en la pacificación también advierte sobre los objetivos de la nueva autoridad: Flores era un líder militar legítimo en la campaña, relacionado personalmente con muchos vecinos de peso en la región. Utilizando a personas como Flores, Antonio Cané y Eugenio Bustos, el gobierno central pensaba afianzar su presencia en la campaña.

El castigo y destino de los sublevados difirió en términos de su responsabilidad en los hechos: las tropas rasas fueron absueltas mientras que los principales jefes sitiadores fueron perseguidos y apresados por las autoridades. Las figuras de conocido pasado rosistas, asociadas con la mazorca, fueron ejecutadas en la plaza pública, un claro mensaje del gobierno para desestimar futuras rebeliones y conectar el asedio de la ciudad con los crímenes perpetrados por el régimen rosista y sus adeptos. Los habitantes urbanos, tras meses de encierro, escasez y temor, aprobaron o toleraron aquellos castigos. Por otra parte, las medidas de restablecimiento del orden en la ciudad difirieron de las disposiciones de pacificación en la campaña. Claramente, el trato dado por las autoridades a los ejércitos y milicianos de cada bando refleja la diferenciación consciente entre la ciudadanía “civilizada” de la Ciudad y la "barbarie" de la campaña.

 

 


FUENTES

Éditas

Diario El Nacional

Inéditas

Archivo General de la Nación, Argentina, Buenos Aires, Sala X, Gobierno

Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, Juzgado de Paz de Giles

 

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* Universidad Torcuato Di Tella. E-mail: carlamolteni36@gmail.com

* Universidad Torcuato Di Tella. E-mail: rdsalva@utdt.edu

[1] Clase política en formación, integrada por liberales exiliados, ex-rosistas y miembros de la letrada de la ciudad. Este grupo tenía una fuerte vocación autonomista en el sentido de que se negaban a subordinarse a la autoridad nacional querida por Urquiza.

[2] Barcos, 2012

[3] Lettieri, 2006. Recordemos que, desde 1848 (pasando por la reciente Batalla de Caseros en febrero de ese año) se abrió un ciclo de tensión bélica y enfrentamientos armados por los que los habitantes de la campaña bonaerense habían sido constantemente movilizados y sus recursos y propiedades desgastados.

[4] Literas, 2012; Salvatore, 2020

[5] Caletti, 2009

[6] Literas, 2012

[7] Lettieri, 2006: 130

[8] Lettieri, 2006; Caletti Garciadiego, 2009; Barcos, 2012

[9] Aramburu, 2019

[10] Zubizarreta 2018; Barcos, 2019

[11] Garavaglia, 2003

[12] Literas, 2013

[13] Garavaglia, 2003; Míguez, 2003

[14] Zubizarreta, 2018; Barcos 2019

[15] Salvatore, 2001

[16] Salvatore, 2020

[17] Salvatore, 2001, 2020

[18] Canedo 2014, 2018; Yangilevich 2009, 2018

[19] Zubizarreta, 2018

[20] Canedo 2011

[21] Infesta & Valencia, 1987; Barcos & Lanteri, 2013

[22] Zubizarreta, 2018

[23] Barcos 2019

[24] Barcos, 2017

[25] Saldías, 1910; Sáenz Quesada, 1982.

[26] Míguez, 2003

[27] Míguez, 2003: 25

[28] Bosch, 1984

[29] Barcos, 2012

[30] Sáez Quesada, 1982

[31] Bosch, 1984

[32] Estimación obtenida sobre la base de las publicaciones de Adolfo Saldías (1910), Maria Sáenz Quesada (1982) y Beatriz Bosh (1984).

[33] Saldías, 1910

[34] Bosch, 1984

[35] Bosch, 1984: 315; Barcos, 2012

[36] Bosch, 1984: 315

[37] Diario El Nacional, Buenos Aires, julio 14 de 1853.

[38] Bosch, 1984: 315

[39]Diario El Nacional, Buenos Aires, julio 14 de 1853.

[40] AGN, sala X, Gobierno, leg. 18-9-1

[41] AGN, sala X, Gobierno, leg. 18-9-1

[42] Saldías, 1910: 65

[43]AGN, Sala X, Gobierno, leg. 28-3-5

[44]AGN, Sala X, Gobierno, leg. 28-3-5

[45]AGN, Sala X, Gobierno, leg. 28-3-5

[46]AGN, Sala X, Gobierno, leg. 28-3-5

[47]AGN, Sala X, Gobierno, leg. 28-3-5

[48] Salvatore, 2020

[49] Salvatore, 2020: 245-272

[50] Diario El Nacional, Buenos Aires, 15 de julio de 1853.

[51] Diario El Nacional, Buenos Aires, 15 de julio de 1853.

[52] Salvatore, 2001

[53] Diario El Nacional, Buenos Aires, 15 de julio de 1853.

[54] Salvatore, 2020

[55] Barcos, 2019: 302

[56] Miembros o cabecillas de la facción y seguidores de Rosas, impopulares por los crímenes cometidos durante la gobernación de Rosas.

[57] Sáez Quesada 1982; Barcos, 2019

[58] Sáez Quesada, 1982

[59] Ibidem.

[60] Salvatore, R. 2001: 319

[61] Salvatore, 2001: 314

[62] AGN, Sala X, Gobierno, leg. 28-3-5

[63] Salvatore, 2020

[64] Caletti Garciadiego, 2014

[65] Literas, 2012

[66] A pesar del inicial perdón,  Literas (2012) y Barcos Fernanda (2019) demostraron que el perdón a Antonio Cané no duró mucho. Cuando José María Paz, antiguo miembro de la junta militar de defensa de la ciudad de Buenos Aires, asumió el ministro de Guerra, no reconoció su grado militar y Cané fue excluido de la fuerza.

[67] Caletti Garciadiego, 2009

[68] Diario El Nacional, Buenos Aires, 15 de julio, 1853

[69] AGN, Sala X, Gobierno, leg. 28-3-5

[70] Míguez, 2010

[71] AGN, Sala X, Gobierno, leg. 28-3-5

[72] AGN, Sala X, Gobierno, leg. 28-3-5

[73] Barcos, 2019

[74] Los ‘rebeldes’ no estaban lejos de ser los peones y asalariados que trabajaban con esos capataces o dueños de estancia que conformaban las partidas de desarme

[75]  AGN, Sala X, Gobierno, lega. 28-3-5.

[76] AHPBA, Juzg Paz Giles, leg. 39-2-22.

[77] Barcos, 2019: pp. 295

[78] Zubizarreta, 2018

[79] Barcos, 2019

[80] Caletti Garciadiego, 2014; Barcos, 2019

[81] AGN, Sala X, Gobierno, leg. 18-9-1

[82] AGN, Sala X, Gobierno, leg. 28-3-5

[83] AGN, Sala X, Gobierno, leg. 28-3-5

[84] AGN, Sala X, Gobierno, leg. 28-3-5

[85] AGN, Sala X, Gobierno, leg. 18-9-1

[86] AGN, Sala X, Gobierno, leg. 18-9-1

[87] AGN, Sala X, Gobierno, leg. 18-9-1

[88] Frente a las extensas listas enviadas por los jueces de paz, el ministro Torres generalmente pedía que los enseres bélicos, armamentos y municiones fuesen enviados a la ciudad y que las existencias de alimentos quedasen en los juzgados.

[89] El enganche supone voluntarios reclutados por un pago inicial de dinero, y la promesa de un sueldo.

[90] Clausurado el conflicto entre federales y autonomistas al interior de la provincia, prontamente el gobierno porteño debió enfrentar nuevos focos de tensión en sus fronteras: con los indígenas y con la Confederación.

[91] Encontramos a lo menos 42 pueblos bajo órdenes de desarmar a los rebeldes y enviar inventarios al Parque de Artillería de CABA.

[92] AGN, Sala X, Gobierno, leg. 18-9-1-*

[93] Caletti Garciadiego, 2014: 61

[94] Sáez Quesada, 1982

[95] AGN, Sala X, Gobierno, leg. 28-3-5

[96] Diario El Nacional, Buenos Aires, 14 de julio, 1853.

[97] Sáez Quesada, 1982

[98] AGN, Sala X, Gobierno, leg. 28-3-5

[99] AGN, Sala X, Gobierno, leg. 18-8-3.

[100] AGN, Sala X, Gobierno, leg. 28-3-5

[101] AGN, Sala X, Gobierno, leg. 28-3-5

[102] AGN, Sala X, Gobierno, leg. 28-3-5

[103] Saldías, 1910: 81

[104] Eujanian, 2015: 24

[105] Eujanian, 2011: 12

[106] Lettieri, 2006: 131; Salvatore, 2020