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La viruela y la muerte del rey. La enfermedad de Luis I a través de la correspondencia de Juan Bautista de Orendain (agosto de 1724)

 

Rafael Guerrero Elecalde*

Edurne Echevarría**

 

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Cuadernos de Historia. Serie economía y sociedad, N° 24, 2020, pp. 11 a 41.

RECIBIDO: 27/04/2020. EVALUADO: 02 /05/2020. ACEPTADO: 22/06/2020.

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Resumen

La British Library (Londres) conserva la correspondencia que Juan Bautista de Orendain, secretario del Despacho de Estado, escribió a José Grimaldo, secretario de Felipe V durante su retiro de San Ildefonso, para darle comunicado de los acontecimientos sucedidos en el palacio del Buen Retiro, especialmente durante la enfermedad de Luis I, en 1724. A través de esta documentación, se analizará pormenorizadamente las actuaciones que se llevaron a cabo para la curación de las viruelas: composición y desarrollo de las juntas de médicos, valoración de los signos y síntomas, pronósticos, remedios aplicados… para así interpretarlos en su justo contexto.

Palabras clave: Luis I – viruelas – correspondencia de Orendain.

Summary

The British Library (London) keeps Juan Bautista de Orendain’s correspondence, secretary of the Office of State wrote to José Grimaldo, secretary of Felipe V during his retirement in San Ildefonso, for the communication of the events that occurred in the Buen Retiro palace, especially during the illness of Luis I, in 1724. Through this documentation, analyze in detail of the actions that were carried out for the cure of smallpox: composition and development of medical boards, evaluation of signs and symptoms, thus, applied remedies... and read into them in their proper context.

Keywords: Luis I – smallpox – Orendain´s correspondence.

 

 

La marquesa de Montehermoso, el conde de Altamira y el marqués del Surco, que conocen bien la complexión de S.M., me aseguran que esta indisposición es un resfriado, del cual se librará a las 24 horas, que suponen sudará; y en esta inteligencia espero que los reyes no tomen más cuidado que el correspondiente a esta corta indisposición y, durante ella, me tomaré la libertad de despachar a v.e. dos correos al día: uno por la mañana y otro por la noche. Ahora, que son las once, bajo del cuarto del rey, y me aseguran que S.M. duerme dos horas ha con quietud[1]

De este modo se expresaba Juan Bautista de Orendain, secretario del Despacho de Estado, sobre la salud de Luis I, quien había sufrido una indisposición unas horas antes. Nadie en la corte madrileña podría imaginarse que, doce días después y tras un fuerte ataque de viruelas, el rey encontraría la muerte con tan sólo diecisiete años de edad.

 

 

La correspondencia de Orendain. Una visión distinta y completa de la enfermedad del rey

Juan Bautista de Orendain (Segura, Guipúzcoa, 1683-1734) es una de las figuras más reconocibles del reinado de Felipe V. Aunque tradicionalmente ha sido descrito como un hombre con poca personalidad y sin dotes de mando, los estudios recientes sobre este periodo muestran a un hombre activo y con poder en las tramas cortesanas. Así se demuestra con su participación en las negociaciones con el emperador Carlos IV para la firma del Tratado de Viena (1725); actuación por la cual Felipe V le concedió el título del Marquesado de la Paz.[2]

Este ministro presentó una dilatada carrera en la alta administración en pleno proceso transformador de las estructuras políticas de la Monarquía. Tarea en la cual tuvo un papel activo (a su nivel) junto a su jefe y mentor, José Grimaldo y el resto del equipo de gobierno, encabezado por la princesa de los Ursinos y Juan Orry. De hecho, a lo largo de la Guerra de Sucesión estuvo encargado de la contabilidad de la venalidad de oficios, ejerció de oficial de la Secretaría del Despacho de Guerra y Hacienda, así como de la Tesorería Mayor de Guerra, entre otros desempeños.[3]

Posteriormente, y con la consolidación de posiciones en la corte felipista, Grimaldo continuó siendo su principal apoyo y valedor, manteniendo con él una estrecha relación hasta el final de sus días. Esta vez, bajo la esfera de la reina Isabel de Farnesio. Ligado a estas figuras Orendain ascendió en las oficinas del Despacho,[4] llegando en 1721 a la mesa de oficial primero del negociado de Estado. Empleo que ejerció hasta que, con la llegada al trono de Luis I, fue elevado a secretario de Despacho de Estado (10 de enero de 1724), sustituyendo a su protector Grimaldo.[5]

La abdicación de Felipe V a favor de su primogénito se ha considerado uno de los hitos más controvertidos del reinado del primer Borbón, como se demuestra con los numerosos debates para establecer sus motivos.[6] Esta renuncia generó un hecho realmente especial y complejo, la identidad regia y el gobierno de la Monarquía quedaron divididos en dos “cortes”. Una de ellas se encontraba en el palacio de La Granja de San Ildefonso, en Segovia, donde residían Felipe V e Isabel de Farnesio junto a algunos de sus más estrechos colaboradores,[7] como el secretario Grimaldo. La otra se situaba en el madrileño palacio del Buen Retiro, con el rey Luis, asesorado por un Gabinete que había sido confeccionado por su padre, en el que también participó Orendain.

Desde las primeras reformas borbónicas, uno de los ejes de la administración real fueron las Secretarías del Despacho, siendo las personas que encabezaban estas oficinas, figuras principales de gobierno. Entre todos destacaron los secretarios de Despacho. Sin embargo, con la nueva reconfiguración administrativa planteada con la entronización de Luis I, parece que su poder estaba más limitado, entre otras cuestiones, estableciéndose como enlace entre Grimaldo y el Consejo de Gabinete.[8]

 

Grande es el consuelo que he recibido con la confidencial respuesta de v.e. a mi papel cuando hallo en ella las aprobaciones de v.e., que son las que solicito en todas mis palabras mis obras y mis pensamientos, pues entiendo (como otras veces tengo dicho) como un medio el más seguro para conseguir el completo de mis deseos de cumplir con mi obligación de bienservir a unos y otros nuestros amos, agradándolos siempre[9]

 

Una conexión vía epistolar que fue primordial para el desarrollo de las políticas del reino ya que, aunque generadas en Madrid, tenían que ser supervisadas y orientadas desde Segovia. Es importante señalar, aunque no sea el objetivo de estas páginas, que a través de su análisis es posible vislumbrar que, tanto los principales gobernantes de la Monarquía como los servidores de palacio establecidos en la corte de Luis I, fueron esencialmente servidores proclives a Isabel de Farnesio, como el conde de Altamira, la marquesa de Montehermoso, Aquenza, Orendain, Cervi, Scotti, Cocorani, San Pedro, entre otros.

En la British Library (Londres) se conserva un grupo de cartas emitidas por Orendain a Grimaldo (BL, Mss., Add. 15.577). Aunque se trata de un corpus documental más amplio, que abarca un periodo que trasciende entre 1724 y 1733, resultan especialmente interesantes las correspondientes al breve reinado de Luis I. Un total de treinta y nueve cartas entre el 19 y el 31 de agosto de 1724, escritas desde su oficina del palacio del Buen Retiro y otras estancias de Madrid,[10] en las que describe los acontecimientos relacionados con la enfermedad del monarca.

Diariamente, Orendain expidió por lo menos dos correos a San Ildefonso, uno por la mañana y otro por la tarde, coincidiendo con la conclusión de las juntas de médicos, con las que comunicaba las novedades, aunque muchos de los días, también despachó un extraordinario por la mañana para relatar lo acontecido durante la noche.[11] Junto a ellas, también emitió las misivas que escribían cada jornada el doctor Higgins y el conde de Altamira y, desde el 22 de agosto, una reservada diaria del médico de Cámara Aquenza.[12]

Su frecuencia estuvo íntimamente relacionada con el estado de salud de su majestad. En los días en los que se agolpaban los acontecimientos escribía mucho más, obligado por la necesidad de comunicar noticias a Grimaldo.

Tras una lectura pormenorizada de la correspondencia, a pesar de ser una transcripción posterior y presentarse con su propia numeración, hemos observado que algunas de ellas se encuentran desordenadas, lo que hemos resuelto para poder escribir en estas páginas.

Al dar voz a los propios protagonistas, las cartas que Orendain envió a Grimaldo durante el reinado de Luis I, nos permiten acercarnos con una riqueza cualitativa a los intercambios que las personas ejecutaron a través de ellas. Y es que, en las correspondencias epistolares se describen funciones, atributos, valores e ideas con los que actuaban y se relacionaban, permitiendo que nos adentremos, de forma privilegiada, en las sociedades del pasado. De este modo, se nos ofrece la posibilidad de construir los procesos históricos sin apriorismos.[13]

Además de los testimonios del secretario del Despacho de Estado, se conocen otras correspondencias escritas por otros protagonistas sobre estos acontecimientos, como las conservadas del conde de Altamira y los médicos de Cámara Pedro de Aquenza y Juan Higgins, y no descartamos que aún existan más por consultar.

Al margen de algunas licencias que se puede tomar Juan Bautista de Orendain para dar importancia a su papel y, especialmente, para dignificar sobremanera la figura del joven soberano durante esa trágica enfermedad, la información que ofrece a los investigadores resulta de especial relevancia y de una calidad superior. Tanto por su contenido (sumamente detallista en las descripciones de las diversas situaciones que se suceden, las decisiones que se toman, así como en las sensaciones que afloran entre los cortesanos de palacio) como por la frecuencia de sus comunicados (podemos contemplar lo que acontece prácticamente a cada hora).

En estas páginas vamos a analizar, desde una perspectiva a escala micro, los acontecimientos que sucedieron en el palacio del Buen Retiro a lo largo de la enfermedad de Luis I, contemplando, a través de la información que nos proporciona Orendain, las actuaciones que los médicos de Cámara llevaron a cabo para su sanación (constitución de las juntas, valoración de los signos y síntomas, remedios aplicados, pronósticos…). De este modo, podremos interpretarlos en su justo contexto y llegar a comprender lo acaecido en ese reinado, a veces tan olvidado, pero tan importante para la comprensión del periodo relacionado con Felipe V.

 

 

Al cuidado de la salud de la familia real: corte, empleos y trayectorias

Los médicos al servicio de la familia de Felipe V y Luis I contaban con el más alto prestigio en la sociedad de entonces, no solo por sus conocimientos, sino también porque fueron patrocinados en las más altas estancias relacionadas con la Medicina con empleos en el Real Tribunal del Protomedicato de Castilla,[14] y en la casa real.

Desde el siglo XV, los Reales Tribunales del Protomedicato (Castilla, Navarra, Aragón, Cataluña; Valencia, Nápoles, Mallorca, Indias), fueron los encargados de regular la práctica de la medicina (médicos, cirujanos, boticarios), unificándose progresivamente en el curso del siglo XVIII, tras la nueva planta impuesta por Felipe V, alrededor del protomedicato de Castilla.[15]

El acceso a la figura del rey también permitió a los médicos situarse en las más altas instancias de la Monarquía, convirtiéndose en miembros poderosos de las facciones cortesanas y ocupando puestos en palacio al servicio de la familia real. De este modo, desde principios del siglo XVIII, el primer médico de Cámara del soberano también desempeñó la presidencia del Protomedicato de Castilla, influyendo en última instancia en las decisiones sometidas a su consulta. Estas abarcaban desde el ingreso, promoción y control de los médicos reales, hasta la concesión de permisos para las ausencias, dotes para las hijas casaderas de los médicos de Cámara, nombramientos y asignaciones de gajes y emolumentos, en otras cuestiones.[16]

A largo de los reinados de Felipe V y Luis I, los presidentes del Real Tribunal del Protomedicato de Castilla fueron Honorato Michelet, Claudio Burlet, Juan Higgins y José Cervi.[17]

Las dos figuras principales encargadas de tratar la enfermedad de Luis I pertenecieron a esta corporación. A la cabeza, se situó a Juan Higgins (Limerick, Irlanda, 1678-1729), doctor en Medicina por la Universidad de Montpellier (1700), contaba con gran prestigio gracias a su servicio en el ejército borbónico en el frente de Cataluña. Desde 1715, había ejercido como médico primero de Cámara de Felipe V y también, a partir de 1719, como presidente del Tribunal del Protomedicato de Castilla. En 1724, fue nombrado médico primero de Luis I.[18]

Tras Higgins, estuvo el sardo Pedro Aquenza y Mossa (1650-1730), discípulo de Gavino Fariña en la Universidad de Sassari, se había doctorado en Filosofía y Medicina por la Universidad de Pavía, ingresando poco después en la orden de los Escolapios. Pasó a la corte Madrid a fines del reinado de Carlos II, donde fue catedrático de Prima Medicina en la Universidad de Alcalá de Henares. Desde 1717, fue segundo médico de Cámara del rey Felipe V hasta que, con el comienzo del reinado de Luis I, fue elegido protomédico segundo de Castilla y médico de Cámara primero de la reina Luisa Isabel de Orleans.[19]

Cada uno de ellos se ganó la confianza de los reyes por distintos caminos. La trayectoria de Higgins había estado determinada por su labor en el campo de batalla y los ejércitos, especialmente en España, demostrando su fidelidad a la causa de Felipe V. Por otro parte, el clérigo Aquenza parece que debió su posición a Isabel de Farnesio, porque se le otorgó el empleo de médico de Cámara del rey en ejercicio el 12 de diciembre de 1714, coincidiendo con la llegada de la parmesana a la villa de Madrid.[20]

Ese favor con la reina hizo de Aquenza el hombre más influyente entre los médicos de palacio. Así se contempla cuando, con los primeros síntomas de la enfermedad del rey, Altamira y Orendain (cercanos también a la Farnesio) le hicieron llamar con el beneplácito del propio monarca,[21] para asistirlo y así consiguieron que interviniera poderosamente en las decisiones a tomar. En realidad, también tuvo por misión asegurar la veracidad de las noticias remitidas a Segovia por Higgins. La prueba más palpable de ello la encontramos el 22 de agosto, cuando comienza a enviar a Grimaldo diaria y “reservadísimamente” (al margen del irlandés), su parte particular sobre la salud de Luis I. Dichas cartas fueron remitidas a San Ildefonso de la mano del secretario del Despacho, quien prometió guardar “el mayor secreto”:

 

Y reservadamente (envío) la consabida de Aquenza, cuya nueva correspondencia con v.e es tan privada y tan secreta por lo que a mi me toca, que no solamente la sabrá el Dr. Higgins, pero tampoco otro alguno. Esta carta informará particularmente a v.e del estado de la enfermedad del rey”[22], “que suplico a v.e lea el primero, y a este fin, va señalado con una faja[23]

 

Asimismo, Aquenza fue una figura que representaba para algunos la concepción más conservadora del momento. Su obra De sanguinis missione (Madrid, 1696), lo describe como un firme defensor de las doctrinas hipocráticas, así como de Galeno, imperantes en la universidad.[24] Por este motivo, así como por sus afinidades políticas, fue el blanco principal de severas críticas por parte de los más renovadores, principalmente representados por Feijoo e Isla.[25]

 En este mismo equipo de médicos (ya sin cargo en el Protomedicato), también estuvieron Suñol y Sánchez, pertenecientes a la minoría de familias aragonesas que se mostraron proclives al primer Borbón y que tras la guerra fueron recompensadas notablemente.[26]

José Suñol y Piñol (Zaragoza, 1675-1760), que en 1704 había recibido el grado de doctor en la Universidad de Zaragoza. En 1712, fue llamado a la corte por la reina María Luisa de Saboya, para ejercer de médico de Cámara del rey, satisfecha por la atención que le dio durante su enfermedad en dicha ciudad.[27] Después se situó Alfonso Sánchez, natural de Ojos Negros, en el reino de Aragón, doctorado en Medicina en la Universidad de Zaragoza, y que había ejercido como médico del Conde de Oñate. En 1723 obtuvo el cargo de médico de Cámara por honores obteniendo el ejercicio de este, en calidad de sustituto, durante el reinado de Luis I.[28]

Por último, como miembro más moderno, Antonio Díaz del Castillo (Torrelaguna), antiguo colegial en el de Madre de Dios de los Teólogos de Alcalá de Henares. Se doctoró en Medicina en dicha universidad (1697), siendo después allí mismo catedrático de Anatomía, Cirugía y Vísperas. En 1724, también era médico de Cámara del rey.[29] En general, Díaz, junto con Sánchez, compartieron las opiniones de Aquenza, probablemente porque mantenían una relación, desde sus estancias en la Universidad de Alcalá.[30]

A la labor de los médicos se sumaron los inestimables cuidados proporcionados por el conde de Altamira y la marquesa de Montehermoso, con la que tenía un trato especial ya que había sido su aya y gobernadora de su casa.[31]

 

Recogiose SM mandando al conde de Altamira, porque la de Montehermoso había retirádose a descansar un poco, no se apartase, mediante ser, quien por su mano suena las narices de SM limpia la boca y toca la cara con un manojito de agenjos[32]

 

 

La medicina entre humores o la junta decide sobre la enfermedad del rey

La medicina en el primer tercio del siglo XVIII reunió el conocimiento y práctica de las enfermedades según las historias y observaciones que de ellas hicieron los médicos griegos. Junto a ellas, se incluyeron nuevos descubrimientos (especialmente en anatomía humana), sin destruir los sólidos fundamentos de los padres de la disciplina (Hipócrates, Galeno o Empédocles), como así lo respetaron Sydenham, Ballonio, Luis Mercado y Pedro Miguel de Heredia, entre otros. Estos principios, que versaban fundamentalmente en la teoría de los cuatro humores cardinales (sangre, flema, bilis amarilla, bilis negra), se enseñaron en las universidades españolas, especialmente desde la publicación de la real pragmática de 1617.[33]

Dichos humores surgían de las segundas digestiones llevadas a cabo por los órganos del cuerpo cuya destemplanza (caliente o fría) se creyó que fue origen de muchas de las enfermedades de la época. El hígado (el más importante) es el encargado de producir la bilis, la flema y gran parte de la sangre. Este órgano distribuiría por todo el organismo la sangre venosa, que por llevar mezcla de humores tendrá un color distinto de la sangre arterial, que es más pura es porque se mezcla con el pneuma (espíritu que se introduce en el pulmón al inspirar). La mezcla de ambas llevará a cabo la solidificación de los humores, alimentando y haciendo crecer los distintos miembros del cuerpo al convertirse en la materia que los constituye.[34]

Según estos conceptos, la enfermedad era considerada un desequilibrio (discrasia) entre esos cuatro humores, que se restablecía con la "cocción" de los mismos gracias a la acción de la Naturaleza. Este proceso constaba de tres periodos fundamentales: inicio, incremento y resolución (krisis). De los tres, la crisis era la fase más relevante. Si la naturaleza vencía, las materias mórbidas eran evacuadas a través de la orina, las heces o la expectoración. En cambio, cuando estas vías no estaban disponibles, se formaban abscesos o hinchazones en diferentes partes del cuerpo, signos de que dicha “cocción” no se había llevado a cabo, lo que acarrearía finalmente la muerte del paciente.[35]

Desde estos principios, cada médico de Cámara procedió diariamente a la exploración de Luis I. Los primeros días, tras pulsar a su majestad para calibrar la calentura,[36] buscaron signos críticos que permitieran emitir un diagnóstico: orina, heces, sudor, apetito, “lo que arrojan de las narices”,[37] estado del vientre, vigor y pervigilio. Una vez diagnosticada la viruela se utilizó este mismo protocolo para comprobar si la infección transcurría por el camino natural esperable.

 

La calentura permanece en su estado. El vientre no se ha movido (gracias a Dios) […] La noche ha sido penosa, fatigosa y muy laboriosa y las […] orinas abundantes y de bastante buena calidad, (lo que) consuela mucho. A las ocho vinieron los médicos, en ocasión, e hizo un curso natural corto, y de buena calidad. Pulsaron a S.M. entrando los tres cada uno separadamente y después todos juntos con la luz a la mano, reconocieron las viruelas, que están extendidas desde la punta del pie hasta la cabeza en bastante, y aun grande cantidad, distintas y de buen color[38]

 

Recopilada la información, se celebraba la junta de médicos; una práctica de larga tradición, fundamentada en la medicina hipocrática.[39] Prácticamente desde los primeros síntomas que experimentó Luis I, se constituyeron diferentes juntas para tratar al monarca, llegándose a realizar un total de diecinueve. Únicamente el primer día, Higgins, como primer médico de Cámara, emitió el dictamen en solitario.

Durante las casi dos semanas de enfermedad se convocaron un par de juntas cada día, una por la mañana y otra por la tarde, todas realizadas en presencia de Orendain y del conde de Altamira. Sin embargo, y por lo que se contempla en las cartas consultadas, parece que el 23 y 25 de agosto solo se celebró una consulta por día, quizá porque no había necesidad de realizar algún cambio desde la última reunión.

La primera de ellas se celebró el 20 de agosto, a las siete de la mañana, con la concurrencia de los doctores Higgins y Aquenza:

 

El conde de Altamira, que no se aparta de la vista del rey quedándose vestido la noche, dispuso llamar a Aquenza (que por enfermo se retira a su casa) y vino a las siete. Los dos médicos hicieron su junta en presencia de s.e y de mí (Orendain)[40]

 

Tras ella, Orendain y Altamira resolvieron llamar a los “médicos de Cámara Suñol, Díaz y Sánchez”, que se presentaron el 21 de agosto. Sin embargo, Suñol no concurrirá en la celebrada al día siguiente, ya que “se le preservó de la asistencia del rey”, “para conservarle reservado y dispuesto a servir a SS.AA.”.[41] Este médico fue llamado de nuevo a junta el 29 de agosto por la tarde, siendo también convocado para las consultas siguientes.[42]

Los médicos, una vez reunidos, expusieron y defendieron su interpretación personal del caso clínico por medio de una gran profusión de citas, conceptos y teorías, de acuerdo con la jerarquía y antigüedad.[43] Por este motivo, debido al enorme debate que se generaba entre sus integrantes,[44] las consultas realizadas en palacio tendían a ser largas. Orendain no expresa explícitamente la duración de cada una de las juntas, aunque por la descripción que ofreció, en ocasiones se puede deducir que se desarrollaron entre dos y tres horas.

Una vez finalizada la exposición, cada uno de los componentes emitió un voto[45] para decidir el diagnóstico, pronóstico y tratamiento a seguir, vinculando su resultado al resto de los médicos. Con este acto terminaba la junta.

Desde el principio, Higgins, como primer médico del rey, fue elegido para comunicar dicha resolución al paciente y a los familiares. Dicha información, junto con la elaborada por el conde de Altamira, fue remitida por cartas separadas a San Ildefonso de la mano de Orendain, comunicando “oficialmente” a los reyes padres, Felipe V e Isabel de Farnesio.

 

 

El rey cayó enfermo. Los diagnósticos y pronósticos diarios que se fueron estableciendo

Una parte obligada en el procedimiento médico era establecer un diagnóstico y un pronóstico, para lo cual se debía conocer completamente el curso “natural de la enfermedad”.[46] Desde esta perspectiva se puede entender el razonamiento y las decisiones de los médicos que asistieron a Luis I.

Desde que cayó enfermo el 19 de agosto de 1724, los médicos de Cámara establecieron varios diagnósticos tomando la calentura como signo guía de la evolución del monarca. En los siglos XVII y XVIII la fiebre se contempló como una enfermedad en sí misma, que además era uno de los padecimientos más generales entre la población. En los textos médicos se definían diferentes tipos de calentura: continua, con o sin putrefacción, pestilenciales, ephemera, hética, tercianas intermitentes, cuartanas, de los fríos y cotidianas.[47]

Asimismo, la fiebre podría sobrevenir a otras enfermedades, como sucedía en el resfriado. Por eso, los primeros dos días,

 

de acuerdo del médico Higgins el rey tomó la cama […], y por la voz, por lo que arroja por las narices, por la destemplanza y por las circunstancias de no tener sed, se reconoce ser constipado […]. Así lo dice y asegura el médico y así lo avisará a v.e. en la adjunta carta[48]

 

Esta destemplanza del hígado había sido provocada por un resfrío ordinario, e implicaba la presencia de una calentura ephemera, cuya duración debería ser de veinticuatro horas, que terminaría con la llegada del sudor.[49]

En ese periodo, a la calentura se sumó un terrible dolor de cabeza, accidente que en palabras de Orendain el rey “antes no había sentido, porque no conocía su mal[50] y que decidieron atajar por entenderse como producto de un desequilibrio humoral.

Tras cumplirse una jornada, la fiebre no remitió, por lo que los médicos en junta empezaron a plantearse la presencia de una calentura continua,[51] mucho más peligrosa para la salud de Luis I. Específicamente Sánchez afirmó que “no es calentura sinocal, que es biliosa, terciana continua[52] con accesión”.[53]

En este punto lo primordial fue descartar la existencia de una calentura pestilencial, que además de asociar putrefacción de la sangre, tenía “también adjunta cualidad maligna, o envenenada, y también contagiosa”. Hay que destacar que este tipo de calentura solía ir acompañada de unas manchas por todo el cuerpo, denominándose propiamente tabardillo o tabardete.[54] Por esa razón, la madrugada de 21 de agosto, Higgins y Aquenza buscaron rastros de manchas por el cuerpo del monarca, sin “hallarse rastro de ellas”.[55]

Como se refleja en las cartas, Orendain, como el resto de los cortesanos, estaban viviendo momentos de gran incertidumbre, e incluso en ese mismo día el secretario reclamó a Grimaldo la presencia en el palacio del Buen Retiro de José Cervi, reputado médico de Cámara de Isabel de Farnesio:

 

Siempre es más confirmado tabardillo el que padece el rey. Sus fuerzas son admirables, aunque con pocas carnes. Resistirá fuertemente y nos sacará Dios de este trabajo. Vea vuestra excelencia si podrá venir Cervi[56]

 

Sin embargo, en esa misma noche se efectuó un nuevo diagnóstico. Cuando se iba a “echar a S.M. la lavativa recetada”, se descubrió una “irrupción de manchas en la cara y a las partes del cuerpo”, que sospecharon ser muestras de viruelas. Como aún se guardaba con recelo la posibilidad de que fuera tabardillo, los médicos decidieron esperar a la mañana siguiente para confirmar este hecho. Esta novedad se celebró entre los cuidadores de Luis I:

 

estos médicos la celebran mucho y esperan que el curso de esta noche los haga ver si son o no viruelas, con que se recelan, que si lo fueren serán buenas y se verá S.M. libre de calentura, y si no, serán manchas que arroja la naturaleza por crisis de la enfermedad[57]

 

Dicho contento se justificaba por tres cuestiones principales. La primera, porque se conocía definitivamente el origen de la temida fiebre (ya no era una terciana continua). Además, ya no sería pestilencial (no era tabardillo) y, finalmente, porque la calentura iba a disminuir de manera lógica al undécimo día, concluyendo las viruelas a la jornada catorce.[58] Por otro lado, al conocer la naturaleza de la enfermedad podrían ayudar a que ésta fluyera hacia un desenlace victorioso. Por último, la irrupción de los granos en el tercer día era signo de buen pronóstico, al “críticas y de salud”, ya que procedían de la ebullición de la sangre.[59]

Desde un principio, el pronóstico dado por los médicos se ajustó a lo establecido para cada una de las cuatro fases de la viruela.[60] La fiebre, el sueño, los cursos, la orina, el vientre, el vigor, los granos y el apetito de Luis transcurrieron según lo esperado. Así, por ejemplo, en el día 10 de la enfermedad (tercera fase de supuración):

 

las viruelas estaban universalmente en el perfecto estado de supuración, que en el pulso se reconocía algún aumento de calentura preciso al mismo estado, que se vería declinar al día once y concluir perfectamente al catorce, que no se reconocía novedad alguna en SM que causase reparable cuidado ni motivo para dejar de continuar el pronóstico de un feliz triunfo y seguridad de la importante salud de S.M.[61]

 

Sin embargo, Higgins siempre se mostró más receloso con el desarrollo de la fiebre, ya que nunca descartó la posibilidad de que por la “inquietud, por la agitación y por la falta de sueño, no […] encendiese alguna calentura pútrida”.[62] No era extraño que a las viruelas confluentes (excesivamente abundantes) les sobrevivinera en el día noveno o décimo una calentura pútrida tal y como lo afirmó Sydenham.[63]

De este modo, en la mañana del 29 de agosto, los médicos contemplaron signos de retroceso en las viruelas, que además podrían ir acompañadas de una corrupción de la sangre. El rey había pasado la “noche con terrible inquietud y sin poder conciliar el sueño”, la calentura había tomado bastante elevación, el vientre se había movido “en cuatro cursos, que hizo S.M. hasta las dos”: “cuatro cursos de materia, aunque trabada, desecha, de color de chocolate, pero no tan copiosos que no se deban reputar los cuatro, por dos medianos cursos, después de cuatro días de suspensión”. Igualmente, Luis I había orinado frecuentemente, pero “poquito cada vez” y en esa mañana ya había presentado el vientre elevado, “con un dolor de la cadera hasta la pantorrilla (que, aunque no se mira en ella inflamación externa ni mudanza de color todavía se debía esencialmente tener presente)”.[64]

A los signos de corrupción antes mencionados se unió una fiebre que podría ser “accidental”, producto de la calentura pútrida que podía levantarse cuando las viruelas eran muy abundantes. El mismo día 29, Higgins, confirmado en sus predicciones, “fundó su discurso muy dilatado en que la calentura era accidental y que las cuatro novedades le causaban mucho recelo y aprehensión”. Anteriormente, Díaz ya se había expresado en esa línea: Si “desde medio día en adelante hasta las cinco no prorrumpía un copioso sudor, que fuese crisis de la enfermedad […], sería en su opinión la calentura accidental y no esencial”.

En cambio, Aquenza no era de esa opinión, ya que supuso era “esencial y no accidental”, lo que le llevaba a esperar “con fundamentos la victoria”. Sánchez, aunque era de la misma idea, se mostró más cauteloso,[65] por lo que había que “observarle con mayor cuidado”.[66]

Tras un largo debate la junta concluyó que la calentura no era accidental, por lo que no se debía variar sustancialmente los tratamientos que se estaban aplicando desde el comienzo de la enfermedad.

Sin embargo, a la tarde, la situación de Luis I se agravó, empeorando aún más el 30 de agosto, cuando los médicos hallaron en su cuerpo una “inflamación interna o fluvio”.[67] El pronóstico dado entonces fue ominoso porque la sangre estaba muy enredada dentro de los vasos[68] y si no se conseguía la curación, el rey no sobreviviría hasta el día catorce de enfermedad, que era cuando habían pronosticado que iban a remitir sus dolencias. En palabras de Orendain: “la calentura es muy aguda y maliciosa, perniciosa, en cuanto padecía ya conocida inflamación interna, a lo menos flosis [sic] prodigiosa que temen su muerte antes del día 14”.[69]

 

 

Remedios para curar la real enfermedad. Sangrías, lavativas, cordiales, caldos, corderos, pichones y algún santo

La terapéutica en el siglo XVIII confiaba en la “fuerza medicatriz de la naturaleza” y, por lo tanto, la intervención del médico sólo debía servir para fortificarla y, en todo caso, atajar “los daños subsecuentes a las aberraciones en que muchas veces incurre […], cuando torcidamente trata de expeler la materia morbífica”.[70]

La farmacología era en su mayor parte tradicional (la formulada por Dioscórides), valiéndose de medicamentos simples o compuestos de origen animal o vegetal. La farmacopea química y mineral todavía estaba mal vista por catedráticos y médicos de familia, salvo por algunos pequeños sectores más avanzados (“los novatores”), y su expansión llegaría a partir de la segunda mitad del siglo XVIII.

 

 

Temor a las calenturas continuas de putrefacción. La terapia antes de saber que eran viruelas

Los médicos del rey, hasta la confirmación de las viruelas, desarrollaron su terapéutica de acuerdo con los signos y síntomas que iba presentando Luis I, prestando especial atención a la fiebre y el dolor de cabeza. Esta se basó principalmente en una dieta (victus ratio) adecuada, atemperantes, diaforéticos, purgantes y sangrías.

Con los primeros signos de fiebre en la mañana del 19 de agosto, Higgins, tras “comprobar destemplanza [del hígado] en el pulso”, aconsejó al monarca tomar la cama y un caldo para pasar mejor el constipado. Esa misma noche, hacia las ocho se le dio una “bebidilla compuesta de agua de achicorias, lengua de buey y sal y prunela”, que ayudarían a que prorrumpiera el sudor, cuya “crisis liberará al rey”.[71]

Este brebaje se incluía dentro de los cordiales; remedios que tenían la propiedad de elevar las fuerzas abatidas de los enfermos, acelerando la circulación, aumentando la fuerza del pulso y produciendo calor. Con la sudoración que provocaban, se facilitaba la evacuación a través de la piel de materias acres, particularmente las procedentes de intestinos y riñones.[72]

Al día siguiente, Luis amaneció con un fuerte “dolor de cabeza general”, derivado de la propia fiebre que sufría y que no había disminuido. Por eso, requiso de una intervención para “así atemperar el calor de los humores, que de por sí o por los vapores que levantan”,[73] causaban dicho padecimiento. Aquenza y Higgins, además de “darle un suero a modo de refresco”, ordenaron que se le cortara el cabello[74] y que se le realizara una sangría en el tobillo derecho:

 

S.M. […], que se previno gustoso a la sangría que se le hizo en el tobillo derecho a las ocho (de la mañana de 20 de agosto) por Le-Preu, pero feliz y sin más coste que la del susto, que ocasionó a S.M la novedad de este remedio, que jamás se le había hecho

 

Para la mañana del día 21 de agosto el dolor de cabeza había remitido,[75] pero la fiebre continuaba fuerte, a pesar de haber transcurrido las veinticuatro horas pronosticadas. Ante la posibilidad de que se tratara de una enfermedad contagiosa, los dos médicos:

 

acordaron también mudar a S.M. de alcoba, a una menos ardiente, que está a dos piezas más adentro del cuarto de la reina y que S.M. no durmiese en la misma alcoba, como lo hizo anoche, aunque en separada cama, y como esta y todas las siguientes lo quería hacer S.M.[76]

 

En la tarde del 21 de agosto, reunidos los cinco médicos, acordaron tomar medidas más específicas para disminuir la calentura, que ya entraba en la categoría de terciana continua: “Díaz, que fue de sentir que no es cosa de grave cuidado el accidente de S.M y que se continúen los atemperantes y absorbentes diaforéticos, que use ahora de una lavativa y que mañana se continúa la sangría”. Sánchez: “…y que no se determina a hacer la sangría hasta ver y observar a S.M esta noche y juntándose a las siete de la mañana determinar según lo que se observare lo más conveniente”. Por su parte, Suñol dijo “lo mismo y que se continúen los atemperantes y se eche la lavativa sin que S.M. ocasione hoy gran cuidado”, siendo todo ello reafirmado por Higgins y Aquenza.[77]

Durante el ejercicio de la purga, el rey se resistió enormemente y fue en ese momento cuando se descubrieron los posibles granos de viruela. Por ese motivo, los médicos desecharon continuar con la lavativa porque cuando las viruelas apuntan para salir, esta práctica era contraproducente.[78]

 

 

Las benignas viruelas y el tratamiento según su naturaleza

De manera general, tal y como se establecía en el primer tercio del siglo XVIII, la cura de las viruelas requería que, tras la presentación de la calentura, el enfermo debía estar abrigado moderadamente con paños (mejor colorados), sin que le diera el aire. Así se facilitaba la expulsión de la materia por medio del sudor y, por esta misma razón, no convenía limpiarlo ni “mudar, sino rara vez, la camisa, o la ropa”.

Por entonces, entre los círculos médicos transitaba un debate sobre los beneficios de beber agua fresca durante la enfermedad. Tradicionalmente no estaba recomendado darla en el crecimiento de la fiebre porque, aunque bajaba la calentura, encrudecía el humor y hacía más difícil su expulsión, agravándose así la enfermedad.[79] Los médicos de cámara siguieron esta regla, tal y como se puede observar en un episodio acaecido en la alcoba real:

 

S.M. está sufridísimo que admira en su corta edad. A las siete pidió esta tarde de refrescar con algún empeño y fue preciso con consentimiento de los médicos y sin repugnancia de ellos dadle medio vaso de agua fresca no más, con lo que se contentó y se quedó sosegado

 

De ahí que los refrescos, cordiales, caldos y horchatas fueran los recursos más utilizados al ser los mejores atemperantes y diaforéticos. Asimismo, servían para hidratar y saciar la intensa sed derivada del calor y la sudoración profusa que sufría Luis I: “era de padecer que se vaya a la mano en los remedios y que no se ejecuten otros, que los de continuar el alimento con los caldos y cordiales, excusando las horchatas y moderando los refrescos”.[80]

En las cartas no se especifica su completa composición, pero en alguna de ellas se mencionan ciertos elementos que formaron parte de estos caldos como, por ejemplo, pepitas de calabaza, arroz o cabeza de carnero. Igualmente, se alude al cordial de agua de escorzonera. Además, hacia el final de la enfermedad, en ocasiones se le daba al rey de cuatro a seis cucharadas de “jaletina” que, gracias a su consistencia, era fácil de digerir a pesar de tener la boca y la garganta llena de viruelas. Además, era refrescante.[81]

Las purgas y las sangrías eran contraproducentes una vez salidas las viruelas. Por este motivo, en caso de que el vientre del paciente se detuviera era necesario añadir ayudas en los caldos. Sin embargo, se podía realizar una sangría de forma excepcional si la calentura aumentaba tras la salida de los granos o cuando la orina fuera gruesa y colorada, ambos indicadores de corrupción en la sangre.[82]

Por último, otros remedios válidos para curar las viruelas fueron atar a la pata de la cama una oveja o un carnero vivo, para así atraer lo maligno de la enfermedad,[83] colocar al enfermo un cordoncillo de oro en el cuello y administrarle agua de Santo Domingo.[84] Así ocurrió también con Luis I desde el 22 de agosto: “Que se ponga a S.M. un cordoncillo de oro al cuello ... que se ponga un cordero atado a un mástil de la cama[85] y “uso con rara devoción de dos sorbos de agua de mi Padre de Santo Domingo”.[86]

Estas medidas continuaron aplicándose durante todo el proceso y fueron acompañadas de otras más específicas, orientadas a las distintas fases de la viruela y atajar los accidentes que pudieran producirse.

Luis I presentó numerosos granos a lo largo de todo su cuerpo, en los cuales se aplicaron distintos tipos de unturas, como de aceite de yema de huevo fresco,[87] en un intento por paliar sus molestias. Las viruelas fueron especialmente abundantes en la cara y, para aligerarla, Aquenza indicó: “que a las plantas de los pies se pongan pichones de cuando en cuando, para llamar las viruelas a la circunferencia del cuerpo”.[88]

La erupción en los ojos y en la boca merecía una especial atención, ya que podía acarrear “lacras para toda la vida”, como la ceguera. De este modo, la junta de médicos decidió aplicarle diversos colirios (Orendain cita uno de agua de cangrejos) y gárgaras,[89] siendo estas últimas principalmente de cebada cocida, llantén y granada,[90] a la que se sumaron otras elaboradas con higos secos y pasas[91].

Sin duda, el accidente más importante que sufrió Luis I fue el pervigilio. La falta de sueño ayudaba a la expulsión de las viruelas, por eso el jarabe diascordio (paregórico) solo era necesario cuando, bajo su criterio, el monarca no hubiera dormido lo suficiente. Por este motivo, la aplicación de este remedio fue intermitente.[92]

Finalmente, por miedo al contagio, se trasladó a los jóvenes infantes (Felipe, Carlos, Mariana Victoria) al palacio de Madrid, para después pasar a alojarse en las casas del marqués de Scotti y del conde de Cocorani.[93] Hubo incluso temor por el estado de uno de los infantes (el futuro Carlos III), ya que había pasado anteriormente el sarampión[94] y se hallaba algo destemplado en esos días. Sólo Luisa Isabel de Orleans, que hizo caso omiso a los consejos y se quedó a la vera de su esposo.[95]

Igualmente, los médicos de Cámara limitaron a los cortesanos acercarse a la real persona: “ninguno besase la mano al rey si no es el conde de Altamira ni yo, que aunque hinchada y disforme con la viruela siempre en nuestro respeto muy preciosa y apreciable sin melindre ni escrúpulo tuvimos el consuelo de besarla”.[96]

 

 

Cantáridas y santos. La calentura pútrida que llevó al rey a la muerte

Durante la mañana del 29 de agosto, los médicos entendieron que la enfermedad de Luis I se estaba complicando y que las novedades con las que amaneció (falta de sueño, aumento de la fiebre, elevación del vientre, exceso de cursos, micciones frecuentes, aunque de poca cantidad y dolor de cadera hasta la pantorrilla), aunque causaban recelo: se “resolvió que en esta hora solo se mudase los cordiales y las bebidas en compuestos diaforéticos”,[97] por lo que se modificó poco el tratamiento.

Ese mismo día por la tarde, entre las dos y las tres, como la inflamación del vientre le causaba a Luis I gran inquietud, le echaron en el abdomen dos redaños de carnero,[98] porque “con gran eficacia sosiega la furia que padecen los espíritus irritados […], suavizando y laxando las fibras y las glándulas intestinales”.[99]

Comenzó la junta a las cuatro de la tarde y en ella debatieron intensamente sobre la necesidad de practicar una sangría, con el objetivo de expulsar la corrupción que originaba la nueva calentura pútrida. A pesar de haber cuatro votos a favor de su aplicación y uno en contra (el de Aquenza, que pensaba que todo era debido a las propias viruelas), se decidió examinar de nuevo a Luis I, antes de proceder a la misma.

Durante el reconocimiento, “hallaron a S.M con la calentura que antes, pero sin haberle entrado el crecimiento aún; las Viruelas en supuración perfecta; y el vientre siempre elevado, y las orinas de buen color; y sin irritación padecida la noche antecedente”. Y “con estos materiales, se suspendió la sangría[100] a la espera de que el padre confesor le diera el santo viático, una práctica importante ante la gravedad de la intervención y que, tal y como planteaban los tratados de Medicina, debía darse ante de que el paciente “perdiera su entero juicio”.[101]

 

y que esta tarde recelando lo que podría sobrevenir con la noche, se hizo saber a S.M. en la mejor forma posible su peligro por medio del padre Marín, para que se dispusiese a recibir a Nuestro Señor, que con gran serenidad de ánimo y resignación recibió la noticia y confesó largo con el mismo padre muy despacio a toda satisfacción. Después recibió por viático a Nuestro Señor con suma inexplicable devoción a cuyo acto me hallé a los pies de la cama deshaciéndose en lágrimas y confusión e inmediatamente prorrumpió S.M. diciendo que ya estaba bueno y muy consolado y que se cumpliese la voluntad de dios y me mandó que se entregasen mil doblones al padre Marín para misas y sufragios de las almas del purgatorio, como al instante lo ejecuté y diese la orden para traer la sagrada imagen de Nuestra Señora de Atocha, a las Descalzas y de la Soledad, a la Encarnación y los cuerpos de San Diego de Alcalá y San Isidro a la capilla real de este palacio, como también ejecuté. Asimismo me mandó que despachase correo a Salamanca para que viniese con toda diligencia el Dr. Carrasco, catedrático de Medicina de aquella universidad y se le preparasen paradas en la marcha y lo hice así, al intendente de aquella ciudad[102]

 

A las ocho de la tarde, de nuevo en junta, “se volvió a hablar mucho” sobre la necesidad de la sangría. Aquenza de nuevo se mostró contrario a su realización y recomendó continuar con los remedios esenciales, alegando que las viruelas habían llegado al undécimo día de desarrollo, por lo que era natural el exceso de calentura.[103] Pese a su disensión, la flebotomía se le realizó en el brazo derecho, extrayéndose entre tres y cuatro onzas de sangre.[104]

Por los comentarios de Orendain, el rey parece que mejoró, en un principio: “hizo dos cursos de buena calidad y se inclina a dormir”. Aun así, en su carta de la noche, el secretario del Despacho “solo sabe decir que S.M. se mantiene despejado, con los ojos bien abiertos, pero que le considero en inminente peligro”.[105]

Sin embargo, la sangría fue insuficiente para expeler el humor retenido, como se observa en la mañana del 30 de agosto cuando la fiebre llegó a su mayor auge y los médicos definieron la elevación del vientre como inflamación interna o fluvio.[106] La gravedad de la situación obligó a hacer una lavativa de agua de cebada y azúcar, y que se “continuasen si beneficio se reconociese”.[107] Igualmente, se le suministraron bebidas compuestas de sal de cardo santo[108] y ajenjos.[109] Junto a estos remedios se incorporó el espíritu de nitro,[110] utilizado para elaborar medicamentos atemperantes, absorbentes y diaforéticos contra las fiebres malignas, epidémicas, y cotidianas en las viruelas, la peste y semejantes.[111]

En estos momentos, Orendain expresó su pesimismo acerca de la curación del monarca: “Yo, que los oigo y veo los efectos de los remedios que disponen estos médicos, no espero ya el consuelo que hemos menester, por otra dirección que la de Dios”.[112] En ese mismo día, también certifica cómo el cuerpo incorrupto de San Diego de Alcalá, en lo que no parece un acto extraño en la familia real española,[113] fue introducido en la cama del rey para que con un milagro librara al monarca de la muerte: “Llegó el cuerpo de San Diego y, a la función de adorar el rey y tenerlo en su cama al igual de su rostro, se derramaron las últimas lágrimas de los corazones de los circunstantes”.[114]

Tras la purga, Luis realizó a lo largo del día ocho cursos y, “echándosele cantárides”,[115] entraron en junta a las cuatro de la tarde. Todos los miembros, concluyeron que la calentura era “muy aguda y maliciosa, perniciosa”, que iba acompañada de inflamación interna y que temían “su muerte antes del día 14” y que para su tratamiento “continuasen los redaños, las lavativas, los cordiales, las bebidas y se aplicases segundas y terceras cantáridas” por el cuerpo.

En esta situación, Orendain describió a Luis “con los ojos caídos. Le reducía la figura de un tronco”. Cuando abandonó la alcoba del rey para pasar a su despacho, un ayuda de Cámara del conde de Altamira le interceptó para comunicarle que los médicos habían decidido que se le administrara al rey la extremaunción,[116] quien en sus últimos momentos alternó el delirio y la sensatez. Así, por ejemplo, tras recibir el santo sacramento, Luis “preguntó al padre Castejón, ¿pecaré en beber ahora?”.[117]

A las 9 de la noche del 30 de agosto, el rey llamó a su presencia a Orendain para pedirle que le encomendara a Dios.[118] En la alcoba, el secretario fue comprobando cómo perdía la vista, un cuarto de hora más tarde el habla y después el oído. Fue entonces cuando “el padre Castejón [empezó a dar] fuertes voces, ayudando a ... morir a S.M.”.[119]

Finalmente, tal y como lo expresó Orendain: “en punto de las dos y media, después de la media noche, ha muerto el rey”.[120]

 

 

Su Majestad está sufridísimo. Un monstruo por las viruelas a merced de sus humores

Según las comunicaciones de Orendain, Luis I sufrió poderosamente a lo largo de su enfermedad. Junto con la alta calentura se sumaron el calor del verano de Madrid y el arduo tratamiento implantado por la junta de médicos, que estaban lejos de procurar el confort del enfermo.

Desde el principio, aunque se le mudó a una alcoba menos ardiente, estuvo encerrado, a oscuras y con la misma ropa de cama, con el objetivo de expulsar del cuerpo la fiebre y las viruelas. De hecho, los propios caldos, cordiales y bebidas diaforéticas tuvieron como fin principal el aumento de la temperatura corporal. A lo que también contribuyó, en palabras de Orendain, la colocación de los pichones en las plantas de los pies: “debió ser este remedio el que hizo aumentar el calor, ardor o calentura de S.M.” La descripción de cómo el rey quería “echarse de la cama[121] es prueba evidente del calor que estaba padeciendo.

Además, los refrescos y los sueros suministrados fueron insuficientes, pues en todo momento al rey le acució una sed intensa. Esta solo se trató puntualmente de acuerdo con lo establecido en junta, como ocurrió con el pervigilio, administrándosele paregórico solo “en caso de que S.M. no durmiera”, porque si lo hacía hasta tres horas no se debería ejecutar este remedio.[122] Esta precaria situación obligó en ocasiones al monarca a pedir “algún medicamento para dormir”.[123]

Higgins, receloso de que la vigilia pudiese agitar la sangre y levantar una nueva calentura pútrida, intentó administrar a Luis I unas gotas de láudano, que también podría haberle aliviado algo los dolores,[124] pero el resto de la junta votó en contra.[125]

La erupción fue especialmente abundante en párpados, lengua y garganta, lo que transformó completamente el semblante del rey. Orendain, el día 26 de agosto estimó: “ser ya en figura de un monstruo por la copia de las viruelas y por la elevación de toda la cara sin poder abrir S.M. los ojos, sin narices porque se le cierran también sus ventanas y han perdido su figura por la elevación, y sin manos porque ya no puede usar de ellas, por la elevación y materias, de las viruelas”.[126] Dichas vesículas, en la fase de supuración, se convirtieron en llagas, que le produjeron mucho dolor, para el cual no obtuvo más alivio que el proporcionado por las gárgaras y unturas. Además, se le aplicaron cantáridas sobre las mismas que, de acuerdo con sus propiedades, son especialmente irritativas.

Por último, debió padecer la crudeza asociada a la realización de lavativas y sangrías, remedios para nada indolentes que, probablemente, contribuyeron a deteriorar su estado. Buena parte del tiempo, Luis I parece que estuvo amodorrado, inquieto, aturdido, dolorido y aletargado. Su precaria situación no le permitió leer documentos políticos y se suspendieron los consejos del Gabinete. En contadas ocasiones recobró el sentido de la realidad. En esos momentos, se mostró preocupado por la salud de sus hermanos, preguntó por la viruela en Madrid y, en sus últimas horas, cuidó religiosamente su paso a la otra vida (“Orendain, encomiéndame a Dios”).[127] En el último día de vida, además, hubo de compartir lecho, al menos por un corto periodo de tiempo, con el esqueleto momificado de un santo del siglo XV.

Tras su fallecimiento, se le realizó la autopsia, en la concurrieron el conde de Altamira, los cinco médicos que habían atendido al monarca y otras personalidades de la corte.[128] Inmediatamente el cuerpo de Luis I fue vestido de gala para ser expuesto hasta la noche del domingo de 3 de septiembre y, seguidamente, fue trasladado al monasterio de San Lorenzo de El Escorial, para definitivamente darle sepultura en el panteón real.[129]

 

 

Conclusiones

El análisis de las cartas de Orendain, conservadas en la British Library (Londres), ofrece recursos suficientes para comprender el desarrollo de la enfermedad y la atención dedicada por parte de los médicos de Cámara a Luis I. La perfecta descripción de las situaciones y espacios, el gran detalle con el que narra los síntomas y signos, así como las acciones llevadas a cabo por los diferentes protagonistas son excepcionales. Estos documentos nos permiten trabajar desde una perspectiva a escala micro, contemplando los acontecimientos que a lo largo del día (prácticamente, a cada hora) transcurrieron en el palacio del Buen Retiro: composición de las juntas de médicos, interpretación de los síntomas y signos, remedios aplicados, miedos e incertidumbre…

Nuestro trabajo pone de manifiesto que la utilización de las cartas como fuente documental aporta una percepción del pasado mucho más compleja y completa, situando a los personajes como protagonistas de su propia historia. A través de sus ojos, podemos adentrarnos, a su vez, en las sociedades pretéritas.

Sin embargo, el valor de esta correspondencia no se limita solo a la información ofrecida durante la enfermedad del rey, sino que deja entrever el complejo entramado político establecido en la Monarquía durante el reinado de Luis I que, aunque con grandes contribuciones, queda mucho por conocer. Las posiciones ocupadas por Altamira, Montehermoso, Surco, Scotti, Orendain... fueron consecuencia de las decisiones que, desde San Ildefonso, llegaban a Madrid principalmente por boca de Isabel de Farnesio. Estos dictámenes comprometían a los componentes del equipo de médico que, cada uno a su escala, participaron de esta trama cortesana. Principalmente, porque cuidar de la salud del monarca y del resto de la familia real, suponía solventar un asunto político de máxima importancia.

La cercanía al soberano favoreció su acceso a espacios y cargos de poder, donde pudieron influir en el ejercicio de la profesión (a través del Real Protomedicato), patrocinando a allegados y fieles seguidores con la concesión de licencias  para ejercer como médico de familia, cirujano o botánico, por ejemplo. Actuaciones que sólo se pueden entender dentro de las reformas políticas que venían implantando Felipe V. Además, estas posiciones les permitieron obtener mercedes de la mano del rey para sus parientes, allegados y otros colaboradores.

En definitiva, nos hemos aventurado a elaborar, esperamos con éxito, un estudio pormenorizado de las prácticas médicas durante el primer tercio del siglo XVIII, tomando como campo de análisis el diagnóstico, pronóstico y tratamiento de la enfermedad que llevó a la muerte al rey Luis de Borbón, consultando tratados médicos que fueron referencia en el periodo.

Más allá de las viruelas, a través de Orendain hemos conocido pormenorizadamente que, en realidad, fue un proceso complejo durante el cual los médicos tuvieron que interpretar cada uno de los signos y síntomas que presentó el monarca, para así poder tomar decisiones. Prácticas que, en muchas ocasiones, fueron agresivas, obviando el confort del enfermo. Este tratamiento, unido a la propia enfermedad y el verano madrileño, provocaron que Luis sufriera en sus últimos días de vida.

Al mismo tiempo podemos observar quiénes y cómo practicaban entonces la Medicina y cómo se aplicaba en la corte. Los médicos de palacio controlaron los espacios oficiales y más importantes de esta disciplina, como el Real Tribunal del Protomedicato. Ejercieron su oficio de acuerdo con la antigua práctica galénica, cimentada en la teoría humoral y en el uso de remedios naturales. Las escasas figuras españolas asociadas al movimiento novator (Antonio Hugo de Omerique, Diego Mateo Zapata, Juan Muñoz Peralta, por ejemplo) estaban siendo perseguidos puesto que empezaban a desmentir algunas de las tesis más asentadas y peleaban para que disciplinas, como la iatroquímica, se impartieran en las universidades. La modernidad de la práctica médica, tal y como se ha afirmado tradicionalmente, no llegó con el siglo XVIII, sino que se fue retrasando hasta los últimos coletazos de esta centuria.

La muerte de Luis I no fue vista como un fracaso del modelo médico preeminente, pues se entendió que se habían aplicado todos los conocimientos disponibles en procurar la sanación del monarca.


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* Universidad de Córdoba. E mail: rgelecalde@uco.es

** Universidad de Cantabria. E mail: echevarriaguerreroe@gmai.com

[1] Carta de 19 de agosto de 1724 (1), 148r-149v. British Library, Manuscritos, Add. 15.577.

[2] Guerrero Elecalde, 2012: 379-476.

[3] Guerrero Elecalde, 2009: 247-258.

[4] Guerrero Elecalde, 2012: 379-476.

[5] Badorrey Martín, 1999: 406.

[6] Luzzi, 2012: 559-574, 2016 y 2017: 135-150, Dubet, 2012: 7-54, Dubet & Solbes Ferri, 2019.

[7] Martínez Millán, 2009: 579-523.

[8] Castellano, Dedieu, & López-Cordón (eds.), 2000, Escudero, 1979: 30-33, 42, Dedieu, 2000: 115, Castro, 2004: 37-45, Martínez Cardós, 1972: LIV-LVI, López-Cordón, 2000: 93-111.

[9] Carta de marzo de 1724, 74r-76v.

[10] El mismo 20 de agosto se escribieron dos cartas más dedicadas al fallecimiento del teniente general de la Armada Carlos Grillo, las cuales no han sido tenidas en cuenta por su contenido. Cartas de 20 de agosto, 153r-154r.

[11] Cuando la enfermedad del rey estaba más estable, Orendain compartía algunos apuntes con Grimaldo sobre asuntos políticos: la recepción del embajador de Inglaterra, la “dependencia de Caracas”, la flota de Nueva España o asuntos de Italia. Cartas de 24 de agosto (19), 178r-180r; de 26 de agosto (22), 196r-199r; de 25 de agosto (18), 187r-188r.

[12] Carta de 22 de agosto (12), 166 r-167 v.

[13] Guerrero Elecalde, 2012: 32.

[14] Así, por ejemplo, desde la real cédula de 1677, sus miembros juraron las plazas ante el Consejo y gozaron de emolumentos, gacetas, guías, bulas, y lutos de corte. En ocasiones, también desempeñaron comisiones encomendadas por el rey, por los Consejos, audiencias y altos dignatarios. Con arreglo a su fuero especial, el Tribunal gozaba con el tratamiento de “señoría” y el uso de un sello de placa. Iborra Iborra, 1885: 255.

[15] Campos, 1999: 126-130, Iborra Iborra, 1885: 183 a 307, 387 a 418 y 496 a 593.

[16] Pardo & Martínez Vidal, 1996: 59-89.

[17] Hernández, 1850: 271, Pardo & Martínez Vidal, 1996: 75.

[18] Hernández, 1850: 273, Parrilla, 1976: 482-484, Iborra Iborra, 1885: 508-511.

[19] Hernández, 1850: 200-201, García, 2018: 184-192, Chinchilla, 1846: 8-11, Iborra Iborra, 1885: 504-505.

[20] Aquenza juró su cargo el 7 de febrero de 1715, despachándose el título el 9 de octubre de ese mismo año. Iborra Iborra, 1885: 504-505, Pérez Samper, 2003.

[21] Se citan las cartas sobre la enfermedad con esta lógica: fecha, (número asignado según su redacción) y folio. Carta de 20 agosto (2), 155 r - 156 r; Carta 20 agosto (3), 150r-151v.

[22] Carta de 23 agosto (14), 175 r- 177r.

[23] Carta de 22 agosto (12), 166 r-167 v.

[24] En el segundo tomo defiende que a veces es necesario sangrar como hacían Hipócrates y Galeno (“hasta el desmayo”) y que la curación de las calenturas por sangrías era muy anterior al de Pérgamo. Por su parte, en el tercer volumen, expone los casos en el que el médico debe ser un fiel imitador de la naturaleza y en los que debe apartarse de su tendencia, Chinchilla, 1846: 9.

[25] Así, por ejemplo, entre otras lindezas que le brinda el padre Isla: “Ya veo que el médico Aquenza no entiende de curas en seco, que sin lucro no visita a nadie, y que tiene hecho juramento de dejar morir a todo el género humano, si no le conduce el interés; porque esto de cumplir con tan sagradas obligaciones, es de mediquillos de chicha y nabo: con que así, Padres míos, tienen disculpa, y me doy por convencido”, Isla, 1787:18.

[26] Dedieu, 2000: 113-139.

[27] Hernández, 1852: 382, Chinchilla, 1846: 361-362, Iborra Iborra, 1885: 508-509 y 265.

[28] Chinchilla, 1846: 120, Iborra Iborra, 1885: 510.

[29] Chinchilla, 1846: 20-22, Iborra Iborra, 1885: 510.

[30] Lo que sí se puede demostrar es que Alfonso Sánchez, en 1713, emitió por cuenta del Consejo de Castilla una censura favorable sobre el “Hipócrates desagraviado”, de Antonio Díaz del Castillo.

[31] Archivo Histórico Nacional, Órdenes Militares, Alcántara, exp. 29, año 1748; Guerrero Elecalde, 2012: 171-172.

[32] Carta de 27 agosto (24), 203r-204v.

[33] Iborra Iborra, 1885: 223; 216-217.

[34] López, 1986: 168-170.

[35] Dagnino, 2016, Campohermoso, Soliz, Campohermoso, & Zúñiga, 2016: 85-90.

[36] Laín, 1978: 360. Aunque el termoscopio fue desarrollado por Santorio en 1611, en las cartas de Orendain no se indica que hubiera sido utilizado para la medición de la fiebre.

[37] Carta de 19 de agosto (1), 148r-149v.

[38] Carta de 23 de agosto (13), 173r-174v.

[39] León, 2002: 66, Rodríguez, Jarillo & Casas, 2018: 3.

[40] Carta de 20 de agosto (3), 150r-151v.

[41] Carta de 22 de agosto (11), 168 r-172v.

[42] Carta de 29 agosto (32), 223r-224r.

[43] Pardo & Martínez Vidal, 2002: 305

[44] Pellaz & Espinosa, 1708: 298-303.

[45] Carta de 29 agosto (32), 223r-224r.

[46] Dagnino, 2016.

[47] Esteyneffer, 1712: 244-293. El Florilegio medicinal tuvo un éxito importante, como demuestran sus reediciones en la villa de Madrid, en 1732 y 1755.

[48] Carta de 19 de agosto (1), 148r-149v.

[49] Esteyneffer, 1712: 261.

[50] Carta de 20 agosto (3), 150r-151v.

[51] Esteyneffer, 1712: 261.

[52] Calentura que tiene su creciente cada tercero día, sin intermisión total, y se origina de sangre mala, y colérica, con destemplanza caliente, y seca del hígado”, Esteyneffer, 1712: 245.

[53] Carta de 21 agosto (7), 162r-163r.

[54] Esteyneffer, 1712: 269-270.

[55] Carta de 21 agosto (5), 157r-157v.

[56] Carta de 21 agosto (6), 158r-159v.

[57] Carta de 21 agosto (9), 164r-164v.

[58] Carta de 28 agosto (28), 213r-215v.

[59] Las Viruelas son granos, ..., los cuales comúnmente al tercero, o cuarto día de la calentura apuntan, y de esta manera son críticas, y de salud, porque proceden de muy poca putrefacción, más por ebullición de la sangre”, Esteyneffer, 1712: 279-280.

[60] Thomas Sydenham estableció cuatro fases en la viruela. El “Galeno inglés” analizó esta enfermedad en varios tratados como, por ejemplo, Issertatio epistolaris (1666), Methodus curandis febres (1688) y Procesus integri in morbis fere obnibus curandis (1696), Heister, 1776: 106-108.

[61] Carta de 28 agosto (28), 213r-215v.

[62] Carta de 25 agosto (20), 196r [sic], 192r-193v.

[63] Su obra sobre las fiebres, Schedula monitoria de novae febris ingressu (1687) siguió siendo referencia durante el siglo XVIII. Ver Heister, 1776: 113-114. Esta obra es una reedición de su primera impresión de 1752.

[64] Carta de 29 agosto (29), 216 r-219r.

[65]En todas estas calenturas, ... mucho se ha de observar, en que en dichos tiempos del crecimiento, no sutilmente se administren medicamentos, ni tampoco sangrías, ni ventosas, ni comida, ni bebida, sin particular necesidad”, Esteyneffer, 1712: 268.

[66] Carta de 29 agosto (29), 216 r-219r.

[67]Cualquier lentitud, remanso, o estagnación de los humores, de donde nace alguna hinchazón con dolor, y rubor”, Heister, 1776: 161.

[68] Heister, 1776: 167.

[69] Carta de 30 agosto (35), 229r-230r.

[70] Laín, 1978: 367.

[71] Carta de 20 agosto (2), 155r-156r.

[72] En su variedad se incluían numerosos simples (agua de escorzonera, menta o canela; semillas de cardo santo, anís, entre muchos otros) y compuestos (agua teriacal, tinturas, elixir de adormidera…), que tenían en común el ser sustancias aromáticas o licores alcohólicos, Mercant i Ramírez, 2008: 176, 178.

[73] Esteyneffer, 1712: 1; 254.

[74] En nuestra opinión, para disminuir el dolor.

[75] Orendain afirmó que el corte de pelo y la sangría le iba a aliviar. Carta de 21 agosto (6), 158r-159v.

[76] Carta de 21 agosto (6), 158r-159v.

[77] Carta de 21 agosto (7), 162r-163r.

[78] Esteyneffer, 1712: 279.

[79] Esteyneffer, 1712: 280, 258 y 268.

[80] Carta de 22 agosto (11), 168r-172v.

[81] Carta de 24 agosto (17), 184r-186v; Carta de 25 agosto (20), 196 [sic], 192r-193v. Carta de 27 agosto (24), 203r-204v; Carta de 27 agosto (26), 208r-210r; Carta de 28 agosto (27), 211 r-212r. Carta de 24 agosto (29), 216 r-219r.

[82] Esteyneffer, 1712: 281.

[83] Esteyneffer, 1712: 280.

[84]Santo Domingo es el abogado de las calenturas cotidianas”, Esteyneffer, 1712: 292.

[85] Carta de 22 agosto (11), 168r-172v.

[86] Carta de 28 agosto (27), 211r-212r.

[87] Carta de 27 agosto (26), 208r-210r.

[88] Carta de 22 agosto (11), 168r-172v.

[89] En cuanto a las gárgaras, el Florilegio Medicinal se recomienda exactamente los mismos remedios que se ofrecen al rey. Esteyneffer, 1712: 282.

[90] Carta de 22 agosto (11), 168r-173v.

[91] Carta de 25 agosto (20), 196r [sic], 192r-193v.

[92] Carta de 25 agosto (18), 187r-188r; Carta de 26 agosto (21), 194r-195v.; Carta de 26 agosto (23), 200r-202r; Carta de 27 agosto (24), 203r-204v.

[93] Carta de 24 agosto (16), 178r-180r.

[94] Carta de 23 agosto (14), 175r-177r.

[95] Carta de 22 agosto (10), 165r-165v.

[96] Carta de 26 de agosto (22), 196 r-199 r.

[97] Carta de 29 agosto (29), 216 r-219r.

[98] Carta de 29 agosto (30), 222r-222v.

[99] Suárez de Rivera, 1722: 149.

[100]  Carta de 29 agosto (32), 223r-224r.

[101] Primeramente, en todas enfermedades donde puede haber peligro de la vida, hay obligación de procurar, y ordenar el Santo Viático. Esteyneffer, 1712: 247.

[102] Marín fue sustituido por el padre Castejón por petición del rey, ya que, si se quedaba toda la noche en vela, le podía hacer mal. Carta de 29 agosto (31), 220r-221v.

[103] Carta de 29 agosto (32), 223r-224r.

[104] Olmedilla y Puig, 1909: 19.

[105] Carta de 29 agosto (32), 223r-224r.

[106] Carta de 30 agosto (34), 226r- 227r.

[107]A fin de estimular benignamente las glándulas intestinales, y con tal estímulo por razón del consenso recíproco de Hipócrates ..., obligar la sangre a deponer en la cavidad intestinal todo el material corrompido de las viruelas que retrocede, y que, detenido, ocasionaría una muerte irreparable”, Heister, 1776: 112-113.

[108] Carta de 29 agosto (33), 225r-225v.; “Tiénese por bueno para curar las fiebres tanto continuas, como intermitentes, ...; provoca el sudor; es contra la putrefacción de los humores”, Palacios, 1706: 139. Esta obra fue dedicada a Diego Mateo Zapata. La reedición de 1730 estuvo dedicada a Juan Higgins.

[109] Junto con otras sustancias, se crea un compuesto usado para purgar los humores gruesos y viscosos en las calenturas obstinadas y rebeldes. Palacios, 1706: 240.

[110] Carta de 30 agosto (33), 225r-225v.

[111] Palacios, 1706: 443.

[112] Carta de 30 agosto (34), 226r- 227r.

[113] En 1562, Carlos, hijo de Felipe II, fue curado al tocar los huesos del cuerpo de fray Diego de Alcalá tras haber sido introducido en su cama. Parker, 2015: 587-588, Gachard, 2007: 94, 96.

[114] Carta de 30 agosto (34), 226r-227r.

[115] Se muelen y aplican sobre la piel en forma de ungüento vesicante. El polvo penetra mezclándose con la sangre, poniéndola en movimiento, por lo que son válidas para tratar la fluxión. Palacios, 1706: 333.

[116] Carta de 30 agosto (35), 229r-230r.

[117] Carta de 30 agosto (38), 232r-234r.

[118] Alfonso Dánvila, expone que a última hora fue llamado el médico Juan Muñoz Peralta para que examinara al rey. Ponemos en cuarentena esta afirmación ya que el autor no cita con exactitud sus fuentes; en esos momentos, Peralta estaba siendo procesado por la Inquisición; Higgins le guardaba profunda enemistad; y, por último, Orendain no reseña ningún pasaje similar, Dánvila, 1997: 145 y Domínguez Ortiz, 1959: 47.

[119] Carta de 30 agosto (38), 232r-234r.

[120] Carta de 31 agosto (39), 235r.

[121] Carta de 23 agosto (13), 173r-174v.

[122] Carta de 24 agosto (17), 184r-186v.

[123] Carta de 26 agosto (21), 194r-195v.

[124]Medicamento anodino más seguro que tiene la medicina .... Quita todos y cualesquiera que sean lo dolores, detiene las hemorragias o fluxos, ..., sosiega las inquietudes grandes y el calor en las fiebres malignas”, Palacios, 1706: 407.

[125] Carta de 28 agosto (28), 213r-215v.

[126] Carta de 26 agosto (21), 194 r-195v.

[127] Carta de 30 agosto (38), 232r-234r.

[128] Olmedilla y Puig, 1909: 15.

[129] Dánvila, 1997: 147.