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Transformaciones estructurales, reforma del Estado y emergencia del tercer sector a fines del siglo XX

 

Leticia Medina*

 

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Cuadernos de Historia. Serie economía y sociedad, N° 23, 2019, pp. 11 a 42.

RECIBIDO: 05/11/2019. EVALUADO: 28/11/2019. ACEPTADO: 10/12/2019.

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Resumen

El artículo enfoca en la emergencia del tercer sector en el escenario de transformaciones estructurales del Estado y la economía a fines del siglo XX en Argentina. Acompañando tales transformaciones, se evidencia un desplazamiento simbólico -con importantes implicancias políticas- en el perfil de las organizaciones de la sociedad civil, que va de una primigenia idea del asociacionismo filantrópico, asociado a la caridad y el trabajo voluntario (Thompson, 1995; Di Steffano, 2002), hacia la noción de sociedad civil y, ya entrados los noventa, a la idea de lo social como sector (“sector social” o “tercer sector”). Por estos años, la noción de tercer sector adquirió centralidad y una formidable capacidad instituyente: nombró y clasificó prácticas y actores, ordenó lo social y delimitó lo político, reconfigurando de este modo las relaciones entre Estado y sociedad, escenario para la construcción y ejercicio de la ciudadanía.

Palabras clave: tercer sector – política social – reformas estructurales

Summary

The article focuses on the emergence of the third sector in the scenario of structural transformations of the State and the economy at the end of the 20th century in Argentina. Accompanying such transformations, a symbolic shift is evident -with important political implications- in the profile of civil society organizations, which goes from an original idea of philanthropic associationism, associated with charity and voluntary work (Thompson, 1995; Di Steffano, 2002), towards the notion of civil society and, already in the nineties, to the idea of the social as a sector ("social sector" or "third sector"). During these years, the notion of the third sector acquired centrality and a formidable institutional capacity: it named and classified practices and actors, ordered the social and delimited the political, thus reconfiguring the relations between State and society, the scenario for the construction and exercise of citizenship.

Key words: third sector – social policy – structural reforms

 

 

Las ONGs [constituyen] un fenómeno mundial, relativamente reciente, que surge y se disemina durante la segunda mitad del siglo XX, desde los países centrales hacia los periféricos. Desde su origen, posee un carácter internacionalizado, sedimentando, a lo largo de su trayectoria, diversas capas de historia social que se actualizan en los contextos nacionales e internacionales donde aparecen y adquieren nuevos significados”[1]

 

 

 

 

Introducción

Este trabajo propone una lectura de algunas transformaciones estructurales que, durante los años noventa del siglo pasado, acompañaron e impulsaron el protagonismo de las organizaciones no gubernamentales (ONG), instituyendo un tercer sector responsable del desarrollo social y la expansión de la ciudadanía.

En un escenario de reconfiguración de las legitimidades sociales y políticas, la crisis de las instituciones tradicionales -asociada a un cuestionamiento del modelo “estadocéntrico” y las prácticas clientelares que este modelo supuestamente implicaba-, fue correlativa con la fuerte valoración de las ONG como instituciones “confiables”. Se trató de un proceso que forma parte de lo que diversos autores analizaron -al calor de estas transformaciones- como pasaje de un modelo “estadocéntrico” a uno centrado en la “sociedad civil”.[2]

Pero el tercer sector no es un tercero que mira “desde fuera” a los otros sectores, sino que se presenta habitualmente como mediación entre sociedad y Estado; y en tanto la relación con el Estado es terreno de constitución y ejercicio de la ciudadanía, esta posición de mediación es profundamente política. Es justamente esta condición de lo político lo que se modifica significativamente al instituirse las ONG como pilares de lo público, en tanto ejecutoras de proyectos sociales, organismos de control del Estado, voceras de actores y derechos vulnerados, organizaciones privadas participantes en el diseño de políticas públicas, entre otras funciones.

En este artículo, sostenemos que las transformaciones estructurales de la economía y el rol del Estado en los años noventa se acompañaron con la emergencia del tercer sector y las ONG, como actores clave en la reformulación de las políticas sociales. En conjunto, tales transformaciones redefinieron las modalidades de lo político y las relaciones entre lo público y lo privado, sobre la base de una instrumentalización de la participación social y la deslegitimación de la acción política de las organizaciones de la sociedad civil.

El análisis del protagonismo del tercer sector en el contexto de reformas estructurales del Estado permite enfocar procesos sociales y culturales diversos: por un lado, las transformaciones en el ámbito de las políticas sociales, territorio privilegiado de acción de las ONG, y los consecuentes desplazamientos en las concepciones sobre la ciudadanía y los derechos. Por otra parte, los procesos de reconfiguración de lo público, la relación entre esfera pública y privada y las mutaciones de la política vinculados a la transformación (y crisis) del Estado-nación, como tendencias estructurales en nuestra historia reciente que, probablemente, aún resuenan en los debates y formulación de políticas actuales.

 

América Latina y Argentina en los noventa. Transformaciones estructurales y reforma del Estado

Durante la última dictadura militar en la Argentina (1976-1983) se sentaron las bases de un nuevo régimen social de acumulación,[3] con fuertes implicancias en la configuración de lo social y lo político. El desmantelamiento del Estado y la represión de las organizaciones populares fueron estrategias centrales en la construcción de una sociedad disciplinada, desarticulada y desprotegida.

Este nuevo régimen supuso la recurrencia de procesos inflacionarios, el estancamiento del PBI, la baja en las tasas de actividad, la desindustrialización, la precarización y desprotección de los trabajadores y la retracción del empleo, junto con el incremento de la deuda externa -con el consiguiente aumento de la dependencia económica- y la crisis fiscal permanente.[4] Pero todas estas situaciones fueron no sólo expresiones dramáticas de la crisis, sino recursos en la construcción de este nuevo régimen de acumulación, conducido por un Estado “neoliberal asistencialista”.[5]

La década de los ochenta transcurrió, como indican Del Cueto & Luzzi, “bajo el signo de la inflación”, que entre 1975 y 1990 nunca bajó del 100% y fue en promedio del 300% anual.[6] Este fenómeno agravó la crisis fiscal que atravesaba el país por esos años, debilitando la capacidad del Estado para financiar áreas clave del sistema de protección social, todo lo cual redundó en un brutal aumento de los niveles de pobreza.

Hacia mediados de los años noventa, la crisis del trabajo se consolidó como eje de la cuestión social -cuando la desocupación alcanzó los dos dígitos y se revirtieron los indicadores de crecimiento-, reemplazando a la pobreza que había dominado el discurso público desde los ochenta. Sin embargo, para hacer frente a esta cuestión se repitieron recetas que revelaban la persistencia de una visión libremercadista del mundo, impulsada por los organismos multilaterales, que sostenía la ineficacia de la intervención estatal. En este marco, la noción de “globalización”,[7] que proponía la imagen de un mundo sin conflictos crecientemente desarrollado, fue uno de los significantes que estructuró el discurso sobre la política y legitimó el papel de los organismos internacionales como agentes con capacidad instituyente a escala mundial.

El llamado “Consenso de Washington” transparentó la presión ejercida por los organismos internacionales en las ya debilitadas economías latinoamericanas. A partir de su formulación, a fines de los años ochenta,

 

se impulsaron una serie de programas de estabilidad y ajuste centrados en el achicamiento del Estado, la estabilidad macroeconómica a través del combate contra la  inflación y mayor disciplina fiscal, la racionalización del gasto público, la desregulación de la economía y una apertura (…) al comercio y las finanzas internacionales[8]

 

Esta tendencia se acentuó a lo largo de la década del noventa, con el agregado de un nuevo entramado de normativas laborales[9] que profundizó los procesos de precarización del empleo, la desocupación y la subocupación. De este modo, hacia fines de siglo asistíamos a un aumento de la desigualdad en términos de la distribución del ingreso -se incrementó en un 57% la brecha entre el 10% más rico y el 10% más pobre de los perceptores de ingresos-,[10] a un proceso de profundización de la pobreza y a la emergencia de una “zona de vulnerabilidad social y económica[11] que incluía a pobres estructurales, nuevos pobres y sectores de los estratos medios.

Si analizamos los datos del INDEC, es posible concluir que la pobreza no fue un problema significativo en la Argentina hasta la década del ochenta, cuando los efectos de las políticas económicas de la década anterior comenzaron a hacerse visibles. A mediados de los años 70, sólo el 5% de los hogares era pobre; ese valor aumentó al 12% a mediados de los ochenta y registró un pico en el contexto hiperinflacionario de 1989/1990.

El índice bajó durante los primeros años del Plan de Convertibilidad,[12] pero desde 1994 comenzó un proceso de ascenso sostenido que llegó al 35,6% en octubre de 2001. En mayo de 2002, el 52,2% de la población permanecía bajo la línea de pobreza, alcanzando cifras cercanas al 70% en regiones del noroeste argentino.

En cuanto a la tasa de desocupación, alcanzó su pico a nivel nacional en 1995 registrándose el 18,6%.[13] Este índice se mantuvo cercano al 15% en la segunda mitad de la década, y alcanzó el 24% en mayo de 2002. Por esos años, se generó una fuerte percepción de fragilidad del mercado de trabajo así como de las formas de inserción de los trabajadores en ese mercado, asociada también a una significativa dispersión en las remuneraciones que aumentó la inestabilidad laboral.

Dada la gravedad de la crisis no es de extrañar que, a finales de la década de 1980 y principios de los años noventa, la Argentina -y la región latinoamericana, que experimentaba una crisis similar- asumiera la necesidad de transformaciones profundas. Sebastián Edwards, jefe del Banco Mundial en 1995, resumió este cambio de paradigma:

 

Durante la década de 1980 y principios de 1990, se produjo una notable transformación en el pensamiento económico en América Latina. El punto de vista alguna vez dominante, basado en un fuerte intervencionismo estatal, la orientación hacia el mercado interno y el desprecio por el equilibrio macroeconómico, poco a poco dio paso a un nuevo paradigma basado en la orientación a la competencia de mercado y la apertura económica[14]

 

Los años noventa fueron así el escenario de un proceso de ajuste estructural y reforma del Estado que introdujo cambios sustantivos en la relación entre éste y los diferentes actores sociales. Estas transformaciones suelen analizarse en términos de etapas o generaciones de reformas, lo que a los fines analíticos suele ser de utilidad. En esta línea, Oszlak desarrolló a comienzos de los noventa un esquema de análisis para caracterizar el sentido de estos procesos: denominó a la primera etapa como “quirúrgica”, y a la segunda, siguiendo con la metáfora médica, de “rehabilitación” o fortalecimiento del Estado. En cuanto a la primera, se dio un proceso que el autor, retomando a Feigenbaum & Hening, denomina de “privatización sistémica”, que apuntó no sólo a transferir los activos del Estado a manos privadas, sino a “reconfigurar la sociedad en su conjunto, alterando las instituciones y los intereses económicos y políticos”.[15] La privatización sistémica supuso en este sentido una serie de desplazamientos: en el plano del poder -el aumento del peso económico y político de unos actores en detrimento de otros-; en el plano institucional -el aumento de la confianza hacia soluciones privadas-; y en el plano simbólico -la deslegitimación de la política y del Estado como herramientas para la transformación social-.

Al perder vigencia los principios de solidaridad y de justicia que sostenían al modelo de Estado de signo “bienestarista”, la privatización sistémica introdujo también una nueva categorización en la condición de ciudadanía: fueron “ciudadanos de primera” aquellos que pudieron acceder a los servicios a través del mercado vía ingresos, mientras que permanecieron en un estatuto inferior, como “ciudadanos de segunda”, quienes solo accedieron a ellos por la vía de la acción pública.

Sin embargo, y aun asumiendo esta periodización, sostiene también Oszlak que lo que vinculó a la primera y segunda etapa de reformas -más allá de la retórica de la “reinvención”- fue la decisión de implementar una serie de transformaciones en las relaciones entre el Estado, el mercado y la sociedad que permitieran la profundización de un modelo económico de corte neoliberal a escala mundial. En este sentido, los ejes rectores del primer programa de reformas se continuaron en el segundo: ajuste estructural, eliminación del déficit fiscal, reformas en la administración tributaria y calidad de la gestión pública. Por otra parte, y a pesar de la precisión y los mecanismos de control que supusieron los programas y políticas diseñados por los organismos internacionales, la implementación de tales reformas fue un proceso complejo, particular en cada país, sometido a los vaivenes de la historia y la política locales, de avances y retrocesos, de logros y fracasos.

La Argentina, además, es uno de los países en los que la reestructuración principal de la economía y el Estado se dio más tardíamente, en la “tercera oleada” junto con Brasil, Colombia, El Salvador, Guatemala, Guyana, Honduras, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú y Venezuela.[16] Es el período de fines del siglo XX, entonces, el escenario privilegiado para el despliegue más intenso de las políticas propias de estos dos momentos de reforma supuestamente consecutivos, así como también de su interrupción violenta en el marco de una crisis social, económica y política que marcó el fin de una era, en diciembre de 2001.

En síntesis, la relación entre las dos generaciones de reforma estatal no se dio a la manera de una continuidad natural -tal como pretendían los ideólogos y técnicos de los bancos multilaterales- sino como un único proceso de redefinición del Estado y de su rol como organizador del conjunto social, proceso en el que las particulares configuraciones de la política local inscribieron su marca.

 

La segunda reforma en Argentina: una nueva relación entre sociedad y Estado

En 1996 el entonces presidente Carlos Menem anunció el lanzamiento de la Segunda Reforma del Estado. En el marco de una crisis que se evidenciaba no sólo en el ámbito nacional sino también en cada uno de los espacios regionales, las propuestas de solución contenidas en este plan de reformas fueron coherentes con el diagnóstico y las prescripciones divulgadas a nivel mundial por los organismos internacionales. La globalización como superación de las fronteras comerciales nacionales y desdibujamiento de ciertos roles del Estado, la transformación del mundo del trabajo y sus consecuencias en la desintegración de lo social, los nuevos modos de articulación social y política frente a la crisis de los partidos y lealtades tradicionales, debían ser abordados con decisión y con ingenio, con firmeza pero de modo “creativo”.

Frente a las crisis políticas desatadas hacia finales del siglo XX, uno de los desafíos de esta segunda etapa de reformas se orientó al diseño de una nueva gobernabilidad -entendida como “ejercicio de la autoridad política, económica y administrativa para gestionar los asuntos de una nación”, lo cual implicaba una serie de “mecanismos, procesos e instituciones a través de los cuales los ciudadanos y grupos sociales articulan sus intereses, ejercen sus derechos y obligaciones legales y median sus diferencias[17] - como condición para un nuevo modelo de integración social. Pero por otra parte el propio Estado debía continuar redefiniéndose, en el sentido de abandonar su lugar protagónico en la provisión de bienes y servicios para dejar lugar a otros actores. De este modo, la nueva gobernabilidad implicaba el desplazamiento de un modelo “estado-céntrico” a una “socio-céntrico”.[18] Se trató, en suma, de un cambio en las reglas de juego en el que “la política y la economía, el Estado y los mercados abren paso a la sociedad civil”.[19]

Pero las propuestas acerca del nuevo modelo de Estado recogían la experiencia de aquella primera etapa de ajuste y reducción del sector público. La formulación del nuevo perfil estatal partía de un diagnóstico acerca de la profunda deslegitimación y crisis del poder del Estado, generada como consecuencia de las políticas de achicamiento sustentadas en la crítica al Estado omnipresente del capitalismo productivo. En el informe sobre Desarrollo Mundial de 1997, el Banco Mundial advirtió sobre la urgencia de trabajar en la reconstrucción del Estado; Oszlak analizó este interés del Banco en los siguientes términos:

 

muchos se preguntaron por qué se había vuelto necesario reconstruir aquello que el propio Banco había recomendado reducir, años antes, a su mínima expresión. La respuesta es simple: porque le resultaba evidente que junto con el desmantelamiento estatal se había vaciado la escena pública y desgarrado el tejido social, comprometiendo la paz social y la gobernabilidad democrática[20]

 

Esta crisis se expresaba, por una parte, en la incapacidad del Estado para controlar la acción de los grupos económicos, muchos de ellos dueños de las empresas de servicios privatizadas. Y por otro lado, en su debilidad para estimular el desarrollo social, e incluso para contener las situaciones de exclusión y desigualdad generadas por el ajuste estructural. Frente a los limitados resultados de las políticas impulsadas hasta mediados de los noventa, comenzaron así a proponerse reformas que permitieran una intervención más efectiva sobre los problemas públicos, lo cual requería de tramas político-institucionales sólidas. Esta preocupación por construir -o reconstruir- los institutos que permitieran gestionar procesos complejos y conflictivos

 

hizo volver al Estado por la puerta trasera, luego de su ruidosa expulsión por la puerta principal. Claro que se trata de un Estado entendido como agente de organización del espacio público, irremisiblemente distinto al del mundo desarrollista y estadocéntrico previo a las reformas[21]

 

De este modo, las reformas de los Estados en toda Latinoamérica apuntaron hacia el modelo de gestión: los modos de organización de las empresas que se articularon exitosamente con el sistema posfordista de producción, se tradujeron en las propuestas de reforma gerencial del Estado. La introducción de una perspectiva empresarial incluyó la implementación de mecanismos de gestión novedosos en todos los ámbitos de la política pública; en el plano de las políticas sociales, esto se correspondió entre otras cosas con la formulación de programas focalizados para los grupos sociales definidos institucionalmente a partir de sus carencias o dificultades.

Así, la utópica función del Estado como agente de redistribución del ingreso -en mayor o menor medida, según el modo en que se expresa la contradicción entre los poderes sociales-, adquirió un nuevo sentido: la tarea del Estado pasó a ser la generación y distribución de oportunidades, puesto que “el cultivo del potencial humano debería reemplazar en cuanto fuera posible a la redistribución «tras los hechos»”.[22] Al mismo tiempo, el mandato vinculado a la necesidad de mejorar los indicadores de eficiencia y eficacia en la distribución de los escasos recursos disponibles, formateó la acción de los diferentes actores involucrados en las políticas sociales. La introducción del modelo gerencial en la administración de las políticas supuso como horizonte el aumento de la productividad de los propios pobres, como condición para la sustentabilidad de este nuevo esquema.

En este sentido, podemos afirmar que la política social propuesta para todo el período de reformas definió para el Estado una tarea de asignación de recursos en el marco de una disminución del gasto público, por medio de la privatización de los servicios sociales de los estratos medios altos y de una focalización de los escasos recursos en la población más pobre. A partir de la promoción de acciones de desarrollo local y emprendimientos a pequeña escala, se incentivó a los sectores populares a aportar en la satisfacción de sus necesidades, con lo cual el financiamiento resultaba la mayoría de las veces compartido.

De este modo, el pasaje de un esquema dominado por la presencia estatal a otro que ensanchaba el ámbito de responsabilidades de la sociedad civil, redefinía a su vez los modos de existencia de lo social. El nuevo modelo de gestión se completaba, entonces, con la propuesta de fortalecimiento de la sociedad civil que extendía ciertas funciones de gestión y control a entidades no estatales como ONGs e instituciones privadas. Así, no se trataba sólo -en la formulación propuesta por los organismos internacionales y retomada por la dirigencia local- de reformar el Estado para tornarlo más fuerte y eficiente, sino también de acompañar este cambio con uno semejante en el ámbito de la sociedad civil. La fórmula completa incluía, entonces, un Estado social inversor, que estimulara el fortalecimiento de la sociedad y la participación ciudadana en el control y la gestión, que promoviera un rol activo de la sociedad a través de las organizaciones del llamado tercer sector y lograra institucionalizar modernos canales de participación y diálogo entre las diferentes esferas.

De cualquier manera, no debería deducirse de esta descripción la simple “retirada” del Estado, a modo de un tablero en el cual las posiciones abandonadas por éste son ocupadas por el mercado y/o las organizaciones de la sociedad civil. En este sentido, más allá de la transferencia de responsabilidades y acciones, el Estado conservó su protagonismo como centro de las decisiones, como “usina central de gubernamentalidad”.[23]

En la era neoliberal, los esfuerzos se concentraron en lograr una economización de los procesos de gobierno, para lo cual el Estado recurrió a las energías de otros actores sociales. De este modo

 

organismos estatales, subestatales y supraestatales, ONG, organismos internacionales financieros o humanitarios, agencias de consultoría, think tanks, conglomerados de medios de comunicación, lobbies, partidos políticos, organizaciones sociales y comunitarias de diverso tipo (...) pasan a constituir una densa red en cuyo marco se planifican, diseñan, ejecutan y evalúan políticas, planes y programas de gobierno[24]

 

El horizonte de este proceso fue la racionalización y “optimización” de los recursos del Estado, el aprovechamiento de las energías sociales para el mantenimiento del orden y, en definitiva, la garantía de una gobernabilidad en el corto plazo.

 

Las transformaciones en el mercado de trabajo

El impacto de las reformas sobre los trabajadores fue decisivo: al desmantelamiento del sistema de empresas públicas vía privatizaciones, se sumó la descentralización de la infraestructura de servicios sociales. En números, unos 300 mil puestos de trabajo se perdieron cada año en la primera mitad de la década del noventa,[25] a lo que deben agregarse los miles de nuevos despedidos de las empresas ya privatizadas.

Así las cosas, a mediados de 1995 -apenas pasado el cimbronazo de la llamada “crisis del tequila”- [26] la desocupación llegaba al 18% -que sumado al 11% de subocupación resultaban en un 29% de la población con problemas de trabajo-, posicionando a la Argentina en el segundo lugar entre los países con mayor desocupación de América Latina.[27] La situación de crisis obligó por esos días al Ministro de Trabajo, Armando Caro Figueroa, a admitir a la prensa que “en los últimos dos semestres, la economía argentina fue destructora de empleos”.[28]

Aun así, el Banco Mundial insistía con la orientación de las reformas propuestas. En un informe publicado por el diario Clarín, el Banco sostenía que “la culpa del desempleo latinoamericano la tiene el populismo anterior al consenso de Washington, que vino dominando las ideas económicas de la región”.[29] Por su parte el jefe del Banco, Sebastián Edwards, aseguraba que “el desempleo es transitorio hasta que avanzan las reformas social, educativa y laboral”.[30]

Los ajustes provinciales agravaron el cuadro. En esos meses, distintas provincias avanzaron en la privatización de empresas estatales, transferencia de las cajas de jubilación e incluso reducción de los salarios de los empleados públicos.[31] La reacción ante la magnitud de los hechos no tardó en conocerse: la Iglesia, en repetidas intervenciones públicas, alertaba acerca de “la indignidad de la vida sin trabajo”, y sostenía que “dar trabajo es una forma de caridad y amor”.

Frente a la contundencia de los números, así como de la emergencia y visibilización de actores colectivos que pusieron en la escena pública la demanda por trabajo, el sector empresario ofrecía como salida la profundización de un esquema orientado a la desregulación de la economía y la puesta en vigencia de una serie de transformaciones en las relaciones laborales.[32]

El 15 de marzo de 1995 se había sancionado la ley N° 24.465 de Flexibilización laboral – Contratos de trabajo, que introducía decisivas modificaciones en el régimen laboral y completaba normativas impulsadas durante el primer gobierno de Menem: entre otras, la Ley de empleo N° 24.013 de noviembre de 1991 y el decreto 340/92 que establecía una Sistema de Pasantías en el ámbito educativo y en la administración pública. Con la Ley de 1995, se incorporaba el período de prueba, el contrato de trabajo por tiempo parcial, contratos especiales para grupos vulnerables y el contrato de trabajo-aprendizaje.

Para las mismas fechas, el gobierno nacional estudiaba la ampliación del seguro de desempleo[33] que se había lanzado en marzo de 1992. Hasta ese momento, uno de cada veinte desocupados recibía un subsidio de entre $150 y $300 mensuales, y de hasta un año para los trabajadores en relación de dependencia que hubieran aportado más de 36 meses. El modo considerado viable para esta ampliación fue reducir el monto del subsidio para distribuirlo entre un mayor número de beneficiarios. Se intentaba con ello alcanzar una cobertura de 400 mil desocupados, frente a los 110 mil que recibían el subsidio hasta mediados del año 1995.[34] Junto con ello, el ministro de economía Domingo Cavallo impulsaba la reducción de los aportes patronales para estimular a los empleadores a tomar nuevos trabajadores.

Sin embargo, en los años subsiguientes el panorama se agravó. Según un informe publicado por Cinterfor, dependiente de la Organización Internacional del Trabajo,

 

de cada 100 personas incorporadas a la vida laboral, 13 están totalmente desocupadas; 12 trabajan en forma intermitente; 20 tienen un empleo regular informal -es decir, ilegal-; y 12 son trabajadores autónomos carentes de seguridad social. Solo el 40% de la población económicamente activa tiene un empleo estable en blanco, pero uno de cada tres, trabaja jornadas superiores a la legal sin recibir compensación alguna en cerca de la mitad de los casos[35]

 

Este fue el contexto de recambio de gobierno nacional y asunción de una coalición entre la Unión Cívica Radical (UCR) y el Frente País Solidario (FREPASO), en diciembre de 1999. La Alianza por el Trabajo, la Justicia y la Educación -más conocida como “la Alianza”[36]- optó por un camino ya explorado y en junio del año 2000 se aprobó la ley de Reforma Laboral N° 25.250. Entre otras medidas, extendía el período de prueba -figura creada en las normativas anteriores-, y habilitaba durante este período el despido del empleado sin preaviso ni indemnización, tornando aún más precaria e inestable la situación de los trabajadores con poca antigüedad.

Además, la normativa incluyó un sistema de subsidios a microempresas que incorporaran trabajadores con dificultades de inserción laboral, a condición de que esto supusiera la creación de nuevos puestos de trabajo. Estas medidas, sin embargo, no sólo no redujeron las tasas de desocupación, sino que por el contrario colaboraron con el desfinanciamiento del sistema de seguridad social y el aumento de la evasión, el empleo en negro y el endeudamiento externo. De este modo, es posible afirmar que las políticas de flexibilización laboral fueron “funcionales a la acumulación y transferencia de recursos del sector trabajador al empresario”.[37]

Luego de cinco años de recesión, y con el agravamiento de los índices económicos y sociales, el año 2001 marcó el comienzo del fin de una era. En julio, el entonces presidente Fernando de la Rúa anunció la reducción de un 13% en los salarios de empleados públicos, jubilaciones y todo tipo de pagos realizados por el Estado. Poco después el Estado nacional emitió una moneda paralela -las Letras de cancelación de obligaciones provinciales (LECOP)- para pagar sus obligaciones, y a comienzos de diciembre el Ministro de Economía dispuso la restricción al retiro de efectivo de las cuentas bancarias (el llamado “corralito”), todo lo cual agravó el cuadro de crisis social y política en la Argentina.

 

Pobreza, desigualdad y territorialización: los desafíos de las políticas sociales

Las reformas estructurales generaron, además de las consecuencias ya señaladas en la organización del mercado de trabajo, un fuerte aumento en la brecha entre los sectores más ricos y los más pobres. Altimir, Beccaria & González Rozadas señalan que, desde el año 1974, se verificó una tendencia de constante empeoramiento de la desigualdad del ingreso de los hogares a un ritmo casi uniforme, que fue desde un coeficiente de Gini de 0,36 en 1974 a otro de 0,51 en el año 2000.[38]

Junto con esto, la década de los noventa estuvo signada por lo que Murmis & Feldman caracterizaron tempranamente como la “heterogeneidad social de las pobrezas”.[39] Aludían con esta noción no sólo a la extensión de las condiciones de precariedad en términos cuantitativos sino especialmente a la incorporación de nuevos grupos sociales al universo de la pobreza. Se trata de un proceso registrado a escala mundial en las últimas décadas del siglo XX, cuando se produce

 

[por un lado] una reestructuración productiva que genera el cierre de industrias, crea puestos de trabajo menos calificados y peor remunerados e incorpora al mercado de trabajo a obreros de los grupos más débiles en condiciones marginales; y, por otro, la implementación de políticas neoliberales que deterioran los sistemas de protección social existentes[40]

 

En Argentina, las transformaciones operadas en la estructura productiva desde los años setenta, sumadas a las crisis inflacionarias a fines de los ochenta y la desarticulación del mercado de trabajo, provocaron un aumento de la población en situación de pobreza, proceso que se consolidó con la aplicación de políticas neoliberales en los noventa. En este sentido es posible observar, junto con una tendencia a la disminución de la pobreza estructural, un marcado aumento de la pobreza por ingreso, es decir, de aquellas familias cuyos ingresos totales se encontraban por debajo de la línea de pobreza. Según el informe de Altimir y otros, la proporción de hogares en esta situación pasó del 12,3% en 1986 al 16,1% en 1991, fue del 20,3% en 1995 y llegó al 25,2% en el año 2000.[41]

Por otra parte, los estudios sociológicos sobre las transformaciones en los sectores populares coinciden en señalar como una característica central el proceso de territorialización experimentado en este período.[42] La pérdida de centralidad del trabajo como organizador de la vida supuso a su vez un nuevo eje articulador de las actividades familiares y comunitarias: el barrio, territorio en el que proliferaron organizaciones que intentaban dar respuestas a las necesidades sociales y que en muchos casos fueron mediadoras de las políticas estatales también territorializadas. De este modo el barrio -agente central de socialización como consecuencia del vacío dejado por las instituciones- se vuelve el locus de las políticas sociales focalizadas, así como lugar de refugio y de inscripción colectiva.[43]

En ese marco, la reforma en la política social latinoamericana registrada en la década del noventa se basó en un diagnóstico impulsado desde los centros internacionales y asumido por un conjunto de actores locales. Según esta mirada, el Estado debía encarar un proceso de transferencia de responsabilidades a las organizaciones sociales y al mercado, generando así un clima favorable a la inversión externa y el ahorro interno, para recuperar los índices de crecimiento económico.

En el ámbito de las políticas sociales se propuso también la superación del modelo “estadocéntrico” de provisión de servicios, desplazándose la acción del Estado desde el horizonte de garantizar el desarrollo con igualdad social hacia la más limitada meta de combatir la pobreza. Las estrategias desplegadas en esta lucha -focalizadas, puntuales y guiadas por la lógica de proyectos- se orientaron a paliar los efectos más desestabilizadores de las políticas macroeconómicas para garantizar una gobernabilidad sin conflictos públicos.

La nueva política social mostró algunos resultados importantes en la intervención sobre la pobreza extrema, que disminuyó su ritmo de crecimiento; sin embargo la pobreza por ingresos mostró persistencia e incluso crecimiento.[44] Si bien en toda América Latina la pobreza y la desigualdad son dos problemas socioeconómicos relevantes, la política económica orientada al crecimiento en los noventa fue acompañada por una política social que se centró en el objetivo de combatir la pobreza por ingresos, desplazando del discurso social la cuestión de la desigualdad.[45] En este marco, en el modelo emergente en estos años la intervención de tipo asistencial se volvió hegemónica y se sustentó en la escisión entre política económica y política social. Esta última adquirió la forma de compensación para los que resultaban excluidos de los beneficios del crecimiento económico,[46] a través de un conjunto de intervenciones que “amarraron a las personas a sus situaciones de carencia, a la vez que perfeccionaron los dispositivos de discriminación entre «pobres merecedores» y «no merecedores» de asistencia”.[47] Se trató, según Lo Vuolo y otros, de un abordaje de la cuestión social que sostuvo un tipo de regulación estática, orientada siempre a gestionar el problema de la pobreza más que a resolverlo, resguardando el principio de organización social y preservando el interés del “resto de la sociedad”.

Esta nueva forma de intervención estatal en la cuestión social se orientó según el paradigma del Desarrollo Social, instalado con fuerza en los noventa a nivel mundial, y dio origen a una modalidad de gestión que Álvarez Leguizamón denominó “focopolítica”, representada en el paso “de una economía política de la población a una economía política de las asociaciones intermedias y de la comunidad”.[48] Implementada desde comienzos de la década, la “focopolítica” se expresó en nuestro país en el

 

debilitamiento y privatización del sistema de seguro; [la] asistencialización de las políticas universales como salud y educación, [la] transformación de la “asistencia social” en políticas denominadas de “desarrollo social”, junto a la promoción de derechos abstractos de ciertas poblaciones especiales [49]

 

Todo esto supuso un viraje radical: el paso de una relación de contrato entre el Estado y la ciudadanía, a una forma de tutela asistencial para la autogestión de la vida a niveles mínimos biológicos.

 

La (re)emergencia de la sociedad civil y el impulso del tercer sector

En este contexto, desde fines de los ochenta, pero principalmente en la década siguiente, las agencias de financiamiento internacional impulsaron de manera sistemática una política de incentivos a la participación de la “sociedad civil” y el “tercer sector”[50] como modalidad de abordaje de ciertos temas prioritarios. En su página institucional el Banco Mundial señalaba en este sentido que

 

reconoce como de vital importancia el involucramiento proactivo de la sociedad civil, como un actor crítico en los procesos de desarrollo y de reducción de la pobreza, [e indica que] desde 1990, la participación de la sociedad civil en los proyectos financiados por el Banco Mundial se ha duplicado. En 2006, el 72% de las operaciones aprobadas por el Directorio del Banco, incorporó algún grado de participación[51]

 

Pero, por otra parte, el crecimiento de este tercer sector invocado desde los programas reformistas trascendió largamente el ámbito de los convenios entre gobiernos locales y agentes internacionales, y se incorporó al discurso público a través de los medios de comunicación masiva, ciertas redes de trabajo académico y la acción de las propias entidades civiles. En el año 2000, el diario Clarín informaba a página completa que “quienes trabajan en el llamado tercer sector son cada vez más numerosos y su profesionalización es mayor”.[52] Según el informe elaborado por el Grupo de Análisis y Desarrollo Institucional y Social (GADIS),

 

en 1997 trabajaban 6.000 personas en las organizaciones de la sociedad civil y por cada rentado había 1,7 voluntarios; mientras que a principios del 2000, predominaban los remunerados: el 60% sobre un total de 16.576 personas[53]

 

Al mismo tiempo, y en un contexto de fuerte crisis social y política -atravesado y caracterizado por el desmontaje de pactos, instituciones y regulaciones de la vida social-[54] resultan significativos los resultados arrojados por la encuesta del Instituto Gallup realizada en 1998 y publicada por la revista Tercer Sector en relación a las instituciones “más confiables” para los ciudadanos. Según el informe de Gallup, las entidades de bien público sin fines de lucro ocupaban el segundo lugar en la escala de confiabilidad social, superando con el 58% a las escuelas públicas, las Universidades nacionales y el ejército. El primer lugar, con un índice del 64%, correspondía a la Iglesia. Nos encontramos así con evidencias del protagonismo de las organizaciones del llamado tercer sector en el imaginario social de la década del noventa, que da cuenta no sólo de la deslegitimación de la institucionalidad propia del Estado sino de la correlativa emergencia de otros actores e instituciones depositarios de las expectativas y esperanzas sociales.[55]

El papel de los organismos internacionales -a través de distintas formas de financiamiento, imposición de condicionalidades e iniciativas de capacitación a funcionarios y dirigentes- fue clave en la consolidación del tercer sector como agente legitimado para intervenir en la cuestión social. Ya en 1994, Coraggio advertía que si bien diversos actores participaban en la producción discursiva respecto de qué hacer en los países en desarrollo, “hoy la iniciativa está ubicada en los organismos multilaterales, por lo que su contribución al discurso tiene una fuerza adicional a la de la argumentación racional”.[56] A través de las consultorías internacionales para asesorar procesos de reforma del Estado, liberalizar los mercados o reorganizar las políticas sociales, estas agencias hegemonizaron el discurso público en torno a las modalidades de inserción de los países latinoamericanos en el mundo globalizado.

Aun así, la aceptación e implementación de las políticas impulsadas por los organismos internacionales -asociadas a los préstamos y créditos negociados- no se dio de manera uniforme ni mucho menos automática. Como advierte Mato, las instituciones involucradas en estos programas, las políticas que desarrollaron y las representaciones que les otorgaron sentido son todas ellas resultado de complejos procesos de interacción entre actores globales y locales, en los que interviene la historia, la cultura y las configuraciones de la política en cada país.

Por esos años se habían hecho evidentes en toda América Latina los efectos de las políticas de ajuste y los Bancos comenzaban a impulsar estrategias y proyectos orientados a intervenir directa o indirectamente en las consecuencias sociales de los desequilibrios económicos generados: las Alianzas para la Superación de la Pobreza, el incentivo al fortalecimiento de la sociedad civil, la financiación de programas públicos que incluyeran participación de ONG, expresan a las claras la apuesta por establecer una vía de solución a la crisis abierta, instituyendo al “sector social” como responsable -en alianza con el Estado y el mercado- por la recuperación de algunos niveles de integración social.

En 1994 se realizó en Washington uno de los primeros eventos de envergadura sobre esta temática: el “Encuentro de Fortalecimiento de la Sociedad Civil”, organizado por el BID para la región Latinoamérica, que reunió a gobiernos nacionales y representantes de las agencias globales. Según advierte Mato, ya en aquellos años el BID reconocía que “aunque el fortalecimiento de la sociedad civil es en lo fundamental un proceso social doméstico, es necesario que sea fortalecido por la comunidad internacional”.[57]

Pero tal como lo adelantamos, estas iniciativas e instituciones no son fenómenos aislados sino resultado de procesos que anudan aspectos económicos, políticos y culturales de nivel local y global. En este sentido, no se trata solo de reconocer la negociación que supone la implementación de un determinado programa entre actores estatales locales y delegados de los Bancos internacionales, sino también de atender a los modos en que determinadas iniciativas se encarnan en cada territorio, en su historia y en el particular escenario político y cultural. Los agentes internacionales, señala Mato, no son desterritorializados: leen el contexto, actúan en él, interaccionan con los locales. Y al mismo tiempo, los acuerdos y decisiones se traducen luego en acciones e instituciones que deben encontrar arraigo en las sociabilidades, pautas culturales y aspiraciones políticas de las comunidades en las que se inscriben.

Asumiendo esta complejidad, es posible reconocer aquella idea rectora de las agencias internacionales en relación con el rol de la “sociedad civil” en ciertas iniciativas impulsadas en los noventa en nuestro país y en América Latina. En 1996, el Banco Mundial constituía el grupo sobre Participación y ONGs[58] como parte del Departamento de lucha contra la pobreza y políticas sociales, recuperando los desarrollos del Grupo de Trabajo de ONG sobre el Banco Mundial (GTONG), una organización internacional de ONG creada en 1984. En 1998 se funda la filial argentina del GTONG, que incluyó a unas cincuenta organizaciones y redes de todo el país. Con la mirada puesta sobre “la participación de la sociedad civil en la toma de decisiones sobre proyectos y políticas del Banco”,[59] el GTONG fue responsable de la organización de los Foros de Consulta sobre la Estrategia de Asistencia al País (CAS) del Banco Mundial en el año 2000.

En ese mismo año, se instaló en Argentina la representación local del Consejo Asesor de la sociedad civil, un instrumento orientado a operativizar el diálogo entre la sociedad civil con el BID tanto para la estrategia de país como para los temas coyunturales de la agenda común. El Banco Mundial alentó también en 1996 la formación del Foro del Sector Social en nuestro país, una entidad civil que articuló a numerosas organizaciones de base y de apoyo técnico en todo el territorio, y se consolidó como órgano de consulta y negociación con el Banco. El Foro tuvo, a su vez, un interlocutor local vinculado al sector privado empresario: en 1995 se conformó el Grupo de Fundaciones y Empresas (GdFE), que se propuso “promover y movilizar recursos de forma estratégica y eficiente en pos del bien público en la Argentina”,[60] promoviendo iniciativas de inversión social y de responsabilidad social empresaria (RSE). Ambas instituciones coordinaron acciones conjuntas hacia fines de la década, orientadas a la difusión y promoción de la RSE.[61]

Sin adentrarnos aquí en un análisis profundo acerca de los modos en que las políticas de los agencias financieras internacionales incidieron en la configuración de la institucionalidad del “tercer sector” en Argentina, podemos adelantar que el enfoque participacionista y de revalorización de la sociedad civil en los programas de estos organismos internacionales estuvo en el origen de una serie de iniciativas locales en la década del 90.[62] Al respecto, Mato indica que este tipo de interacciones entre actores locales y globales influyó en la producción de diversas representaciones sociales centrales para la configuración de lo social y lo político, entre otras, la propia representación sobre la sociedad civil. En el discurso de los Bancos, la sociedad civil es un componente de aquella tríada Estado/mercado/sociedad civil; en particular, el Banco Mundial la describe como la “arena en la cual la gente se asocia para perseguir sus intereses comunes”, excluyendo de esa arena del “interés común” tanto al Estado como al mercado.[63] Una definición problemática, en tanto concibe a la sociedad civil como un componente autónomo, exterior a la dinámica del “mercado” y el “Estado”, al mismo tiempo que subsume la heterogeneidad y complejidad de lo social al conjunto de organizaciones formales que demandan al Estado.

Por otra parte, las organizaciones sociales fueron adoptando como propios ciertos indicadores desarrollados por las agencias internacionales para medir los estándares de su desempeño en el terreno del desarrollo social, a partir de la difusión de tales criterios en trabajos como “El Capital Social. Hacia una construcción del índice de desarrollo de la sociedad civil en Argentina" (1998), del PNUD-BID.[64] Muchas organizaciones, en la búsqueda de fondos internacionales, asumieron aquellos indicadores gestados en las agencias que valoraban la “capacidad de respuesta frente a cambios en los beneficiarios”,[65] la visibilidad, la autonomía financiera, la articulación institucional, entre otros.

Estas transformaciones y desplazamientos promovidos por los organismos internacionales en los noventa, sin embargo, no supusieron una transformación radical en relación a la distribución del poder entre los actores involucrados en las políticas sociales, con respecto a las metodologías implementadas anteriormente. En lo relativo a los procesos de reforma estructural -tanto en el plano del Estado como de la economía-, así como en la definición de la orientación general de las políticas públicas, las decisiones continuaron tomándose en acuerdos entre los organismos internacionales y los gobiernos locales y sin participación de actores del tercer sector. En este sentido, si bien es posible reconocer diferencias de enfoque entre las iniciativas de los distintos Bancos globales, Casaburi & Tussie concluyen que en los noventa compartían una misma matriz respecto de las modalidades de trabajo con la sociedad civil: la participación se incluyó como componente sólo en programas compensatorios, mientras que en los préstamos de ajuste y reforma no hubo consulta a las organizaciones del tercer sector. La participación era, según la fórmula acuñada en 1996 por Naciones Unidas, una “Buena Práctica”[66], pero no fue obligatoria en los proyectos ni constituyó una directriz para las agencias multilaterales.

El enfoque hacia la participación de la sociedad civil fue una consecuencia de la presión sobre los organismos internacionales frente a los magros resultados de sus iniciativas orientadas al desarrollo, y al mismo tiempo, una respuesta ante la urgencia de garantizar una “gobernanza global” sustentada en la transparencia, la participación y la rendición de cuentas que permitiera atravesar las permanentes crisis económicas y políticas de la región.[67] En este sentido, ya desde principios de la década los organismos de crédito internacionales incorporaron a sus estrategias las consignas de “transparencia, fiscalización y participación”, dirigidas a promover el control y la eficientización del gasto social del Estado por parte de las ONG.[68]

Si bien el desplazamiento en la fijación de prioridades y la asignación de fondos por parte de las agencias multilaterales es evidente, la conclusión es imprecisa si no avanzamos en una caracterización acerca de qué tipo de organizaciones de la sociedad civil resultaron legitimadas para hacer frente a los nuevos desafíos. Frente a la heterogeneidad de actores que integran el llamado “sector social”, diversos autores han propuesto clasificaciones posibles. Diana Tussie estableció una tipología en la que distinguía organizaciones de base (integrada por los propios beneficiarios), de asistencia (integrada por voluntarios que no son beneficiarios directos) y organizaciones de desarrollo (formada por técnicos profesionales). Cercana a esta última categoría se encuentra la definición de Alicia Gutiérrez:

 

las llamadas ONG para el desarrollo integran un conjunto que constituye un universo institucional cuyo foco principal de actuación está colocado en la transferencia de capacidades a los sectores populares con el objetivo de que a través de su propio esfuerzo puedan mejorar sus condiciones de vida[69]

 

Tussie agrega, asimismo, un elemento central en su caracterización de este tipo de entidades: se trata de organizaciones con un fuerte perfil académico y con “una tradición de relacionamiento directo con las fuentes de financiamiento externo”,[70] lo cual las coloca en una permanente tensión entre la reproducción y legitimación de las políticas impulsadas por los organismos internacionales y la promoción de la organización y la acción colectiva en los sectores populares.

En lo que refiere al otorgamiento de subsidios y créditos, son los propios Bancos y agencias multilaterales los que definen a sus interlocutores y potenciales aliados. Según las investigaciones,

 

los bancos multilaterales de desarrollo parecen haber construido una imagen de la sociedad civil focalizada en las organizaciones no gubernamentales, sin considerar otras organizaciones de la sociedad civil, como los sindicatos o las cooperativas, que en América Latina aún ejercen un peso político relevante[71]

 

Del mismo modo, el desplazamiento de las organizaciones sindicales y movimientos sociales de los espacios de negociación con el Estado supuso la legitimación de organizaciones cuya representatividad se midió más por la visibilidad pública alcanzada a través de los medios de comunicación que por su efectiva articulación con los sectores a los que supuestamente representaban. Las organizaciones técnicas, más cercanas a los ideales de autorregulación, solidaridad y profesionalidad que impulsan los Bancos, lograron a su vez avanzar en articulaciones institucionales que permitieron la canalización de fondos para la asistencia social.[72]

La realización de los Foros de debate del CAS en Argentina es un ejemplo de estas tendencias. La definición de las organizaciones focales -encargadas locales de la convocatoria y realización de los eventos- fue acordada por el Banco Mundial y el Grupo de Trabajo de ONG (GTONG); una de ellas fue el Foro del Sector Social, integrante del GTONG, responsable de la organización del Foro de Buenos Aires en función de su trayectoria de trabajo con el Banco Mundial.

Unos años antes, en 1997, el Foro había compartido la organización del Seminario “El desafío de reducir la pobreza juntos”, convocado por el Centro Nacional de Organizaciones de la Sociedad Civil (CENOC), la representación del Banco Mundial en Argentina, el PNUD, el Banco de Crédito Argentino, la Fundación Interamericana (IAF), la Unión Industrial Argentina (UIA) y otras entidades asociadas al programa de “Alianzas para la reducción de la pobreza”. Dicha actividad se desarrolló en el marco del programa “Alianzas para la Reducción de la Pobreza en América Latina y el Caribe”, iniciado en 1997 y copatrocinado por el Instituto de Desarrollo Económico del Banco Mundial, el Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas y la Fundación Interamericana.

Concebido como un proyecto orientado a la “identificación, descripción y difusión de prácticas exitosas de alianzas entre el sector público, el sector privado y la sociedad civil para la reducción de la pobreza”,[73] este programa de Alianzas implementado en toda América Latina no supuso financiamiento a las acciones de organizaciones de base o comunidades en situación de pobreza. La atención -y los recursos- se enfocaron en la creación de redes académicas y de ONG, comités de promoción y producción de documentos[74] que favorecieran la circulación y difusión de las experiencias de acción conjunta entre actores privados, estatales y sociales consideradas positivas, pero en las cuales estas agencias financieras no tenían necesariamente incidencia directa.

Este tipo de acciones, al mismo tiempo, tuvo un efecto secundario significativo: la legitimación de ciertas organizaciones como “representantes” de la sociedad civil ante las agencias multilaterales, en función de un proceso de selección vertical que en la mayoría de los casos no supuso deliberación alguna entre las instituciones pares.[75]

Por otra parte, los avances que parecían estar produciéndose en la segunda mitad de la década en lo que refiere a procesos participativos vinculados a los programas de desarrollo financiados por las agencias, se vieron abruptamente interrumpidos por las crisis financieras mundiales entre 1995 y 1998. En función de estas situaciones de desestabilización, los bancos colocaron nuevamente como prioridad el logro de ciertos indicadores macroeconómicos, reorientando su acción a la negociación de préstamos a corto plazo con los gobiernos nacionales, en el marco de los cuales “el destino, uso y aplicación de los fondos sigu[ió] estando a la discreción de la administración en situaciones de emergencia económica”.[76] En este sentido, y tal como adelantáramos al comienzo de este apartado, los autores concluyen que “las prácticas participativas parecen limitarse a la compensación y los programas híbridos que incluyen un componente de asistencia directa”,[77] mientras que los préstamos vinculados a procesos de reforma de los sistemas[78] no estuvieron atados a ningún proceso participativo.

Es que la valoración expresada públicamente por las agencias internacionales respecto de las ONG no siempre supuso su habilitación como interlocutores válidos en la toma de las decisiones macroestructurales, que están en el origen de las situaciones de pobreza y desigualdad que asuelan el territorio latinoamericano. El riesgo de instrumentalización de la participación se hace explícito en el discurso del Banco Mundial, que en su informe de Desarrollo Mundial de 1997 propone como una de las claves del desarrollo la ampliación de la participación, advirtiendo que:

 

Cada vez hay más indicios de que los programas estatales son más eficaces cuando se recaba la participación de los presuntos usuarios y cuando se procura aprovechar el acervo social de la comunidad, en vez de luchar contra él. Los beneficios de este enfoque para los organismos gubernamentales se manifiestan en una ejecución más eficiente, una mayor sostenibilidad y un mejor intercambio de información[79]

 

Es así como muchas veces las organizaciones no gubernamentales que respondieron a las convocatorias de los organismos internacionales cayeron en la “trampa de la irrelevancia”,[80] asumiendo actividades que no resultaban rentables para el sector privado o que el Estado debilitado no podía afrontar, así como problemáticas a las que se había despojado de su potencialidad política. En definitiva, se incorporaron a la dinámica social con un rol subsidiario tanto en el plano económico como en lo político. En este sentido, la gestión tecnocrática y subsidiaria de la cuestión social asignada a las ONG se distanció de un modelo de extensión del ejercicio de la ciudadanía, incrementando la brecha entre ciudadanos, asistidos y excluidos.[81]

 

A modo de conclusión

La sociedad civil, el tercer sector, el sector social, son conceptos con diferentes tradiciones teóricas y políticas, con disímiles valores en cuanto a su capacidad explicativa, pero que comparten la característica de haberse legitimado, a fines del siglo XX en nuestra región, como significante capaz de interpelar a un conjunto heterogéneo de organizaciones sociales en tanto actores orientados por unos ciertos valores y posiciones en el espacio social.

Junto con los desequilibrios económicos y sociales y las crisis políticas que atravesó nuestro país en esta etapa, es posible registrar un desplazamiento que acompañó las transformaciones en el perfil de las organizaciones de la sociedad civil configurando un tercer sector como corresponsable en el abordaje de las consecuencias sociales de las políticas macroeconómicas. A partir de este impulso, el concepto de tercer sector adquirió protagonismo en la última década del siglo XX: con una formidable capacidad instituyente, nombró y clasificó prácticas y actores, ordenó lo social, delimitó lo político. En sus usos más extendidos se montó sobre un binomio “público-privado” que asociaba lo público a lo estatal, y ambos a lo político, desvinculando de este modo su accionar tanto respecto de la acción lucrativa como de la intervención política.

En esta década signada por un modelo de política social de corte asistencial y asentada en los territorios, la participación de las organizaciones de la sociedad civil adquirió un carácter subsidiario en el entramado de las políticas públicas, erigiéndose como contracara de la “desrresponsabilización” del Estado respecto de los efectos de las reformas neoliberales. En este sentido, se evidencia el papel orientador de las agencias financieras internacionales en la definición y sustentación de estas formas de participación, limitada a la ejecución de programas sociales y excluyente de otras formas de ejercicio de la ciudadanía de los propios actores destinatarios de estas acciones.

Por último, si bien este modelo de relación entre Estado y sociedad fue cuestionado de modo sustantivo en el período posterior a la crisis de 2001 -etapa en la que se avanzó en procesos de institucionalización de la participación social desde un enfoque de derechos-, los acontecimientos políticos más recientes en nuestros país y nuestra región latinoamericana nos invitan a continuar indagando acerca de las persistencia de ciertos sentidos acerca de la ciudadanía, el rol del Estado y las políticas públicas propios de una matriz (neo)liberal que aun operan en nuestro presente.

 


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* Centro de Investigaciones de la Facultad de Filosofía y Humanidades/ Facultad de Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Córdoba. E mail: letmedina@hotmail.com

[1] Steil & Carvalho, 2007: 172. La traducción nos pertenece.

[2] García Delgado: 1994 y Oszlak: 1997.

[3] Nogueira, 2010.

[4] Grassi, 2003.

[5] Para Grassi, el Estado neoliberal asistencialista es el modelo que resultó “de la orientación impuesta a la «solución a la crisis» y de las políticas de ajuste estructural en los años noventa. Este Estado construyó su legitimidad vía un discurso develador de la desigualdad que incorporaba el costo social (o a las víctimas del ajuste) en un orden natural. Es decir, que develaba lo que la ideología de la igualdad oculta, en el mismo movimiento que ocultaba la condición histórica de la desposesión”, Grassi, 2003: 32.

[6] Del Cueto & Luzzi: 2008: 20 y siguientes.

[7] Al respecto Bourdieu señala: “La Globalización es un mito, en todo el sentido de la palabra. Es un discurso poderoso, con una fuerza social que obliga a creer. Es el arma principal que se esgrime contra los avances y ganancias obtenidas por el Estado Benefactor”, Bourdieu, 1999: 50.

[8] Iriarte, 2003.

[9] En el marco de las tensiones generadas con las organizaciones obreras alrededor de las iniciativas de reforma laboral impulsadas por el ejecutivo nacional, desde los primeros años de la década se registra una serie de transformaciones parciales orientadas a la flexibilización y a la desregulación de las relaciones laborales: en 1991, el decreto 1334/91 definió nuevas pautas para los Convenios Colectivos de Trabajo y la Ley de empleo Nº 24.013 inaugura un período histórico en materia de desregulación laboral. En 1995 se sancionaron el régimen de Contratos de Trabajo (Ley Nº 24.465) y el régimen laboral para las Pequeñas y Medianas Empresas (Ley Nº 24.467), mientras que en 1998 se aprueba la Ley de reforma laboral Nº 25.013, Féliz, 2000, Novick y otros, 2000, Dasso, Contartese & Zeller, 2011. Algunos de estos instrumentos se analizan en detalle más adelante.

[10] Iriarte, 2003.

[11] Bustelo & Minujin, 1997: 8.

[12] En el marco del Plan de Convertibilidad de 1991 se estableció por ley la paridad cambiaria del peso/dólar como mecanismo para controlar la inflación, subordinando la base monetaria a las reservas internacionales.

[13] Esta cifra refiere únicamente a desempleo absoluto. Junto con ella deben considerarse los índices de subempleo y empleo en negro. El subempleo pasó del 8,6% en 1991 a 14,5% en 2001. La proporción de empleo no registrado, que era de 26,5% en 1990, alcanzó el 35% en 1999, Thwaytes Rey: 1999.

[14] Edwards, 1995: 35.

[15] Oszlak, 1997: 12.

[16] Borón, 2003.

[17] Management and Governance Development Programme, citado en Oszlak, 1997: 27.

[18] Consejo Científico del CLAD, 2000.

[19] Reilly, 1993: 282.

[20] Oszlak, 1999: 90.

[21] Repetto & Andrenacci, 2005: 294.

[22] Giddens, 1999: 121.

[23] De Marinis, 2005: 21.

[24] De Marinis, 2005: 20.

[25] Clarín, 6 de enero de 1995; Ámbito Financiero, 5 de agosto de 1993; La Voz del Interior, 20 de agosto de 1993, Página/12, 3 de diciembre de 1994, La Nación, 20 de julio de 1995.

[26] A fines de 1994, una profunda crisis financiera en México derivada de la abrupta devaluación del 50% de la moneda nacional, propagó sus efectos en los países de la región, con economías igualmente vulnerables a los movimientos de los capitales internacionales. En este contexto, entre el 20 de diciembre de 1994 y el 15 de mayo de 1995, el efecto tequila provocó una fuga de alrededor de 6.500 millones del sistema financiero argentino, Manzanelli, P. Barrera, M. Wainer, A. & Bona, L. 2015.

[27] Clarín, 16 de julio de 1995.

[28] “El gobierno nacional asume la desocupación como un problema principal” en La Voz del Interior, 16 de julio de 1995.

[29] Clarín, 5 de marzo de 1995

[30] Ibidem.

[31] Farinetti, 1999.

[32] “El empresariado ofrece vías de salida para la desocupación” en La Nación, 15 de julio de 1995.

[33] “El gobierno estudia ampliar el seguro de desempleo” en Clarín, 11 de julio de 1995.

[34] “Bajarían el subsidio de desempleo” en Clarín, 14 de julio de 1995.

[35] Cinterfor. Disponible en:

www.cinterfor.org.uy/public/spanish/region/ampro/cinterfor/temas/worker/doc/otros/ix/index.htm#fatida

[36] El Dr. Fernando De la Rúa había asumido la presidencia de la Nación a fines del año 1999 al frente de la Alianza por el Trabajo, la Justicia y la Educación, fruto del acuerdo entre la Unión Cívica Radical y el Frente País Solidario.

[37] En 1990 el empleo en negro era del 25,3% de la fuerza laboral ocupada; en 1999 fue del 37,1%, lo que equivale a un aumento del 46,6% del trabajo en negro. Entre 1994 y 1999 cada 100 puestos de trabajo sólo 6 estaban en blanco y los empleados en negro alcanzaron la cifra de 3.700.000 personas, Raffaghelli, 2000: 319.

[38] Altimir, Beccaria & González Rozadas, 2002.

[39] Murmis & Feldman, 1992.

[40] Del Cueto & Luzzi, 2008: 45.

[41] Altimir y otros, 2002. Por su parte Susana Torrado indica que el desempleo, la disminución del salario real y la regresividad en la distribución del ingreso impactaron de manera decisiva en el aumento de la tasa de pobreza por ingresos, que pasó del 21,5% en 1991, al 28,9% en 2000. Por otra parte, el porcentaje de indigentes (aquellos cuyos ingresos no alcanzan siquiera a cubrir los gastos de alimentación) saltó de 3% a 7,7% en igual lapso, Torrado, 2004.

[42] Svampa, 2005.

[43] Del Cueto & Luzzi, 2008.

[44] Repetto & Andrenacci, 2005.

[45] Cfr. Molina, 2003.

[46] Como indican Gasparini, Tornarolli & Gluzmann entre 1992 y 1998 se registró un crecimiento del PBI que no obstante tuvo escaso impacto en la reducción de la pobreza. “La combinación de reformas estructurales sin una buena red de contención social implicó un fuerte aumento de la desigualdad: el coeficiente de Gini aumentó 5 puntos en apenas unos años. Este deterioro distributivo más que compensó el crecimiento económico, generando una «anomalía»: el aumento de la pobreza en un contexto de aumento del PIB”, Gasparini, Tornarolli & Gluzmann, 2018: 80.

[47] Andrenacci & Soldano, 2005: 28.

[48] Álvarez Leguizamón, 2005: 84-85.

[49] Álvarez Leguizamón, 2005: 91.

[50] Roitter sostiene que si bien el Banco Mundial, el BID y el PNUD optaron en los noventa por el concepto de “sociedad civil”, fue la noción de tercer sector la que logró mayor popularidad en América Latina en función del trabajo de ciertas instituciones académicas, ONGs vinculadas a agencias norteamericanas y los medios de comunicación, Roitter, 2005.

[51] Banco Mundial, 2009.

[52] Clarín, 25 de febrero de 2001.

[53] Clarín, 25 de febrero de 2001, destacadas en el original.

[54] Ignacio Lewkowicz refiere al proceso de desfondamiento de las instituciones modernas en Pensar sin Estado. Robert Castel analiza la situación de desafiliación característica de los sujetos que quedan “fuera” en el contexto de desintegración de la sociedad salarial (La metamorfosis de la cuestión social, 1998). En diversos artículos, Rossana Reguillo caracteriza los procesos de desinstitucionalización actuales (“Los laberintos del miedo. Un recorrido para fin de siglo”, 2001; “¿Guerreros o ciudadanos? Violencia(s). Una cartografía de las interacciones urbanas”, 2000). Por su parte, Ulrich Beck describe el carácter modelizador del riesgo en las sociedades contemporáneas: el riesgo es “una condición estructural inevitable de la industrialización avanzada” (La sociedad del riesgo, 1986).

[55] Mato, 2005, Roitter, 2005 y Bertolotto, 2003, entre otros.

[56] Coraggio, 1994: 5-6.

[57] BID citado en Mato, 2001: 165.

[58] Banco Mundial. Colaboración entre el Banco Mundial y las Organizaciones No Gubernamentales, Grupo sobre Participación y Organizaciones No Gubernamentales, Departamento de Lucha Contra la Pobreza y Políticas Sociales, Washington, D.C., EE.UU., mayo de 1996.

[59] Martina, 2010.

[60] Misión del GdFE, en el sitio web del Grupo: http://www.gdfe.org.ar/

[61] En el año 1999, en el marco del Programa de Responsabilidad Social Empresaria, cuarenta y tres empresarios firmaron un acuerdo de colaboración con el Foro. El acuerdo se sustentó en la idea de promover el trabajo conjunto y la coordinación entre el mundo de los negocios y el tercer sector, suscribiéndose para ello diez principios sobre RSE (Foro Ecuménico Social, en www.foroecumenico.com.ar/e/s_argentina.htm)

[62] El 15 y 16 de noviembre de 1991 se realiza en Buenos Aires el Primer Foro Nacional de ONGs “Organizaciones no gubernamentales, Sociedad Civil y Sociedad Política en Argentina”, con auspicio de UNICEF Argentina. Participan más de 160 ONGs de todo el país, Fascendini: 2004. El segundo Foro se realiza en 1992 en Río Ceballos, Córdoba, y no hay registros de su continuidad.

[63] Karaman, Trinchero, & Woods, 2001.

[64] A lo largo de tres volúmenes, el PNUD y el BID desarrollan y aplican el Indice de Desarrollo de la Sociedad Civil (IDSC) con el que miden el volumen y características del capital social en nuestro país.

[65] Forni & Leite, 2006: 231.

[66] En el año 2000, por ejemplo, la Mesa de Concertación de Políticas Sociales de Córdoba (una experiencia de concertación entre Estado provincial, ONGs y organizaciones de base que para esa fecha ya había dejado de funcionar) fue premiada como Buena Práctica -luego de un estudio realizado por el Consejo Asesor de la sociedad civil del Banco Interamericano de Desarrollo-BID-, por el Programa de Liderazgo Local y Buenas Prácticas de Naciones Unidas.

[67] Casaburi & Tussie, 2000.

[68] Karaman, Trinchero, & Woods, 2001.

[69] Gutiérrez, 2004: 160.

[70] Tussie, 1997: 71.

[71] Casaburi & Tussie, 2000.

[72] En Argentina ese tipo de vinculaciones se expresó en la creación del Centro Nacional de Organizaciones de la Comunidad (CENOC) en 1995, un organismo dentro de la Secretaría de Desarrollo Social de la Nación destinado a fomentar los vínculos activos con organizaciones no gubernamentales.

[73] Este objetivo es tomado por la iniciativa Código R del sitio de Alianzas para la superación de la pobreza. En: http://www.codigor.com.ar/partciudadana.htm#Alianzas

[74] En nuestro país, por ejemplo, esta iniciativa tuvo como uno de sus resultados la publicación del libro “Alianzas para la reducción de la pobreza. Experiencias exitosas en Argentina”, 1998, Banco Mundial- PNUD.

[75] En el caso del Foro Buenos Aires del CAS, se suscitó un conflicto entre el Foro del Sector Social y las otras dos asociaciones civiles convocadas por el Banco Mundial como organizadoras del evento. La controversia concluyó con la ruptura del grupo organizador, a partir de la “decisión del Foro del Sector Social, planteada a principios de febrero de 2000, de postularse como única institución responsable para organizar el Foro Buenos Aires (fundamentada en ser la firmante del contrato con el BM para financiar el evento)”, Karaman, Trinchero, & Woods, 2001.

[76] Acuña & Tuozzo, 2000.

[77] Acuña & Tuozzo, 2000.

[78] En el caso de la investigación de Acuña y Tuozzo, se trata del sistema de salud y de la regulación del mercado de trabajo.

[79] Banco Mundial, 1997.

[80] Wahl, 1997.

[81] Grompone, 1998, Rofman & Foglia, 2015.