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Pasión de juventudes: la Reforma Universitaria y la emergencia de la literatura latinoamericana
Fernando Degiovanni*
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Cuadernos de Historia. Serie economía y sociedad, N° 21, 2018, pp. 53 a 75.
RECIBIDO: 31/10/2018. EVALUADO: 01/12/2018. ACEPTADO: 01/12/2018.
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Resumen
Este artículo analiza el rol que tuvo la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), y especialmente la actividad cultural de los exiliados apristas, en la emergencia de un latinoamericanismo literario inspirado en los ideales de la Reforma Universitaria. En particular, explora la incidencia del crítico peruano Luis Alberto Sánchez, responsable de la labor propagandística del APRA en el exterior y autor de la primera historia literaria latinoamericana publicada en castellano, en la articulación de la disciplina en la primera mitad del siglo XX. Su Historia de la literatura americana (1937) no solo cuestionará el proyecto latinoamericanista esbozado por Pedro Henríquez Ureña en la década de 1920, sino que promoverá una aproximación vitalista y militante al mismo anclado en la lectura que el Aprismo hizo del legado de la Reforma.
Palabras clave:
Latinoamericanismo – APRA – Luis Alberto Sánchez
Passion of Youth: The University Reform movement and the emergence of Latin American literature
Summary
This article analyzes the role of the Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), and especially the cultural projects developed by exiled apristas, in the emergence of a literary Latin Americanism inspired by the ideals of the University Reform movement. In particular, it explores how Peruvian literary critic Luis Alberto Sánchez, responsible of APRA’s propaganda machine overseas and author of the first history of Latin American literature ever published in Spanish, shaped the discipline in the first half of the twentieth century. His Historia de la literatura americana (1937) not only questions the way literary Latin Americanism had been defined by Pedro Henríquez Ureña in the 1920s, but also promotes a vitalist and militant approach to it anchored in APRA’s reading of the University Reform movement’s legacy.
Keywords:
Latin Americanism – APRA – Luis Alberto Sánchez
El valor cultural y el lugar institucional de la literatura latinoamericana como objeto de conocimiento todavía eran fuertemente disputados hacia 1930 en América Latina. Varias décadas después de la publicación del Ariel de Rodó y de las campañas latinoamericanistas de Manuel Ugarte y Rufino Blanco-Fombona persistían los cuestionamientos sobre la pertinencia de estudiar la literatura de América Latina en los propios países de la región, donde, a diferencia de los Estados Unidos, el apoyo para la enseñanza de la materia era mínimo o inexistente. En este sentido, la situación resultaba opuesta a la que caracterizaba a las literaturas nacionales, cuyo rol en la consolidación del Estado nacional y la formación de la ciudadanía había quedado claramente definido a comienzos del siglo XX por medio del establecimiento de cátedras a nivel secundario y universitario. La obra de Ricardo Rojas en Argentina, Julio Jiménez Rueda en México, José de la Riva Agüero y Luis A. Sánchez en el Perú, Carlos Roxlo y Alberto Zum Felde en Uruguay, entre otros, había significado un paso decisivo en esa dirección: cada uno de ellos había trabajado para forjar un archivo y un relato teológico sobre la modernidad nacional cuyo objetivo era disciplinar las masas urbanas emergentes que se integraban a la vida pública y a la economía de mercado en sus respectivos países.
En La personalidad de la literatura hispanoamericana (1935), el crítico cubano Raimundo Lazo sostenía que eran los aparatos culturales del nacionalismo de Estado los que habían impedido la consolidación de la literatura continental como objeto de estudio. “Lo menos conocido en los países hispanoamericanos es precisamente la historia y la literatura de Hispano América, consideradas como un todo orgánico”,[1] señalaba en uno de los primeros libros programáticos escritos en defensa de la enseñanza e investigación en la materia y su función en el logro de la integración regional. “En cada uno de nuestros pueblos se estudia, y, sobre todo, se admira, la porción de la realidad americana que limitan las fronteras nacionales”,[2] agregaba. Pasando por alto cualquier referencia bolivariana a la hora de justificar la necesidad de establecer un campo de estudios latinoamericanos, Lazo señalaba correctamente que las primeras reflexiones sobre el tema habían correspondido a Juan María Gutiérrez y Bartolomé Mitre, pero subrayaba el carácter puntual de sus esfuerzos, y, en el caso de Mitre, las serias objeciones que había formulado sobre el asunto.[3] Lazo entendía como “lamentable y censurable paradoja” el hecho de que los latinoamericanistas de 1900, como Rodó, no hubieran afirmado el valor de la literatura latinoamericana como arma de lucha contra el materialismo y el utilitarismo: Rodó había apostado en su lugar por el clasicismo y el cristianismo antiguos como modelos de religación estética.
En esa dirección, Lazo señalaba no sólo que se “ha negado la existencia misma de una literatura hispanoamericana”, sino que incluso si se aceptaba su existencia, “la gran dificultad reside en que todo se está por hacer”.[4] En la atmósfera nacionalista militarista y corporativa de la década de 1930, Lazo era consciente de que la posibilidad de “reducir [‘las diversas literaturas autónomas de Hispano América’] a un todo orgánico superior” sólo era posible a partir de una operación sublimadora que subrayara la “viva y palpitante realidad física y social”[5] del continente, antes que su integración política. Como queda claro en su texto, su escepticismo en este punto se fundaba en la secuencia de conflictos armados que, desde la Guerra de la Triple Alianza (Argentina, Uruguay y Brasil contra Paraguay, 1864-1870) hasta la más reciente del Chaco (Bolivia y Paraguay, 1932-1935) – pasando por la Guerra del Pacífico (Chile y Perú, 1879-1883) y la Colombiano-Peruana (1932-1933) – no habían hecho más que exacerbar las tensiones entre los países del área. Así Lazo reconocía que las “rencillas que podemos llamar internacionales, conflictos enconados y en esencia mezquinos e injustificables” se interponían a cualquier narrativa de convergencia continental.[6]
Pero no todo estaba perdido, ya que existían grupos universitarios provenientes de las emergentes clases medias que desde la década de 1910 habían sostenido la necesidad de subrayar la unidad sobre las divisiones de los países del área, como una manera de confrontar el imperialismo norteamericano (al que se veía como responsable de algunos de estos conflictos bélicos). Esos eran los grupos que habían apoyado la gira de Ugarte por América Latina entre 1911 y 1913, y que en 1918 habían lanzado en Córdoba la Reforma Universitaria. La gestión de José Vasconcelos al frente de la Secretaría de Educación Pública de México (1921-1924), durante la presidencia de Álvaro Obregón (1920-1924), había servido de incipiente estímulo para el proceso de consolidación de la literatura latinoamericana como campo de estudios. De hecho, fue durante las reuniones del Primer Congreso Internacional de Estudiantes (convocado en México en 1921 por José Vasconcelos para promover los objetivos propuestos en Córdoba tres años antes), que se producirían los primeros intentos de dar existencia material a ese proyecto. Ahí Pedro Henríquez Ureña (delegado por la República Dominicana) propondría a Héctor Ripa Alberdi (estudiante de Letras de la Universidad de La Plata, y presidente de la Federación Universitaria Argentina) “escribir en colaboración una breve historia de la literatura en la América española” para plasmar un discurso de unidad continental que carecía todavía de un libro de referencia en castellano.[7] Pero paradójicamente los destinatarios directos de este texto no serían los lectores latinoamericanos, sino estudiantes norteamericanos llegados a México para tomar clases en el nuevo Departamento de Intercambio Universitario y de la Escuela de Verano para extranjeros de la Universidad de México, bajo la dirección del propio Henríquez Ureña. Esta iniciativa institucional basaba sus posibilidades de éxito en el interés creciente por el español en las universidades norteamericanas a raíz de la Primera Guerra Mundial y la apertura del Canal de Panamá, que habían dado un fuerte impulso al discurso panamericanista. Esa colaboración, con todo, no se concretará jamás. Henríquez Ureña, por su parte, dará forma al proyecto veinte años después en el contexto de las iniciativas culturales de la Política del Buen Vecino, cuando sea invitado a ocupar la Cátedra Norton de la Universidad de Harvard (1940-1941) y publique como resultado sus Literary Currents in Hispanic América (1945), obra que no será traducida al castellano hasta 1949.
Desde la década de 1920, sin embargo, los proyectos de institucionalización de la literatura latinoamericana no se detienen, pero se dan en circunstancias ajenas a la trayectoria de Henríquez Ureña y a su lectura del legado de la Reforma. En este artículo analizo precisamente el lugar que tuvo la fundación de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) por parte del líder reformista peruano Víctor Haya de la Torre (1895-1979) en la segunda mitad de la década de 1920, así como la intensa actividad de los exiliados apristas en varios países de América Latina a lo largo de la década de 1930, en la emergencia definitiva del latinoamericanismo literario en la región. En particular, demuestro cómo la obra del crítico peruano Luis Alberto Sánchez (1900-1994), figura decisiva en la labor propagandística del APRA en el exterior,[8] protagoniza este movimiento: Sánchez no solo será el autor de la primera historia literaria latinoamericana publicada en castellano –la Historia de la literatura americana (desde sus orígenes hasta 1936), que tuvo cinco ediciones entre 1937 y 1949—[9] sino también de un conjunto de textos—Vida y pasión de la cultura en América (1936), Balance y liquidación del 900 (1941), El pueblo en la revolución americana (1943), ¿Existe América Latina? (1945)—fundamentales para la articulación pedagógica y editorial del campo en la primera mitad del siglo XX. La propuesta de Sánchez es significativa porque no sólo se alejará del proyecto latinoamericanista esbozado por Henríquez Ureña en “Caminos de nuestra historia literaria” (1925), sino que se anclará en la particular lectura vitalista y militante de la Reforma Universitaria realizada por el aprismo.
Rebeldes Universitarios
Profesor de literatura de la Universidad Mayor de San Marcos desde 1927, y afiliado al APRA en 1931 (cuando el movimiento fundado por Haya busca ingresar como fuerza electoral después de la caída del dictador Augusto Leguía en 1930), Sánchez es expulsado por primera vez del Perú en 1932 bajo la acusación de conspirar contra el gobierno de Sánchez Cerro (1931-1933). Autorizado a regresar pocos meses después al país, es obligado a salir nuevamente a fines de 1934 cuando las autoridades peruanas decretan la prohibición del APRA. Como ha señalado Portantiero, la dispersión aprista en Chile, Argentina, México y Cuba contribuyó a la idea de comunidad latinoamericana llevada a los hechos: “Cuando la reforma empieza a chocar en las calles con las policías brutales y los soldados; cuando los dictadores de turno abren las cárceles a los dirigentes estudiantiles y los dirigentes obreros”,[10] comienza a definirse una ideología de resistencia que reafirma el vínculo transnacional.
Concentrados mayormente en Santiago de Chile, donde fueron protegidos durante las presidencias de Arturo Alessandri (1932-1938) y Pedro Aguirre Cerda (1938-1941), los desterrados elaboraron una plataforma de renovación cultural y justicia social frente a las dictaduras latinoamericanas que emergían por todo el continente. Lo hicieron utilizando una amplia red escrituraria (que incluía tanto una asidua correspondencia entre sus líderes como una amplia actividad editorial) cuyo fin era reforzar la conexión de sus aliados en distintos países. Es en el marco del exilio, entre 1932 y 1945, cuando Luis A. Sánchez se dedica a desarrollar un dispositivo docente y cultural latinoamericanista (centrado en la editorial Ercilla, de amplia repercusión en el continente), a medida que realiza estadías docentes en Panamá, Cuba, Ecuador, Argentina y los Estados Unidos. Con el apoyo que le brindan las extensas redes intelectuales del APRA en muchos países, Sánchez lanza la más amplia y sistemática campaña por la constitución del latinoamericanismo literario fuera de Estados Unidos, país que contaba con un cada vez más creciente número de cursos y cátedras debido a las políticas culturales del Panamericanismo, iniciado a fines del siglo XIX y reafirmado como Política del Buen Vecino a comienzos de la década de 1930.
Revolución y latinoamericanismo habían sido dos premisas cruciales de la Reforma Universitaria de Córdoba. El “Manifiesto Liminar” de Deodoro Roca señalaba: “Creemos no equivocarnos, las resonancias del corazón nos lo advierten: estamos pisando sobre una revolución, estamos viviendo una hora americana”.[11] La revuelta universitaria tuvo una rápida repercusión internacional: iniciada en Argentina, el movimiento sacudió en poco tiempo a Perú y Chile, y poco después a Cuba, Colombia, Guatemala y Uruguay. En una segunda oleada, posterior a 1930, llegó a Brasil, Paraguay, Bolivia, Ecuador, Venezuela y México. A lo largo de la década de 1920, numerosas organizaciones en distintos países del continente se hicieron cargo de los ideales de la Reforma: entre ellas, la Unión Latinoamericana (ULA) en Argentina, la Liga Antimperialista de las Américas (LADLA) en México, la Asociación General de Estudiantes Latinoamericanos (AGELA) de París, y la Unión Centro Sud Americana y de las Antillas (UCSAYA) también fundada en México. A través de ellas, sus dirigentes lograron articular una fuerte red de contactos a nivel regional.
Pero fue el APRA el que proyectó los ideales de la revuelta de Córdoba a escala continental, poniendo en marcha una vasta maquinaria política y cultural destinada a convertir los principios de la Reforma en movimiento político. Su núcleo dirigente estuvo constituido por estudiantes universitarios provenientes de las clases medias altas que pugnaban por la apertura de los círculos del poder oligárquico tradicional en el Perú. Concebido inicialmente por Haya no como un partido sino como un Frente Único de Trabajadores Manuales e Industriales, el APRA pretendía aglutinar al mismo tiempo las fuerzas de la “nueva generación” en una especie de “Internacional Latinoamericana”. Entre los puntos cruciales de su programa se contaron la acción contra el imperialismo norteamericano, la lucha por la unidad política de América Latina, la nacionalización de tierras e industrias y la solidaridad con pueblos y clases oprimidas del mundo. Su cercanía con el movimiento obrero y el marxismo suscitó la persecución sistemática de sus líderes por parte del gobierno peruano. Acentuando la conexión entre universitarios y sectores obreros, los apristas aspiraban a sumar en este sentido dos “proletariados”—concebidos como una contraélite—en su enfrentamiento contra los grupos conservadores.
En 1928, la lucha por el legado de la Reforma daría, sin embargo, un giro más. Una serie de factores internos y externos complicarían la vigencia del movimiento de Córdoba diez años después de su instancia fundacional. Por un lado, las disputas del Primer Congreso Mundial contra la Opresión Colonial y el Imperialismo reunido en Bruselas en 1927, en el contexto de la Tercera Internacional, generarán un enfrentamiento entre la “izquierda democrática”, bajo la que se encuadra el APRA, y los frentes comunistas de la región. Portantiero ha señalado en este sentido que la apertura de la Reforma a la lucha política supuso el despliegue de una de las polémicas latinoamericanas más agudas y tenaces del siglo XX: la del socialismo y la revolución democrática. Su eje era el papel que le cabía a la clase obrera y a las clases medias en la liberación nacional. En este contexto, el APRA rechazará ser un partido de clase, como el comunismo o el socialismo, para abrazar ideales “policlasistas”: Haya cita a Marx y a Lenin para apoyar la tesis sobre el papel revolucionario de la pequeña burguesía. La separación de José Carlos Mariátegui del APRA – del que fue militante entre 1926 y 1928, después de lo cual fundó el Partido Socialista Peruano – constituye, en esta coyuntura, un dato clave para entender la orientación del latinoamericanismo de los años 1930. Haya describía el APRA como “una alianza de todas las fuerzas populares afectadas por el imperialismo. Alianza o Frente Único de todas las clases productoras (obreros, campesinos) con las clases medias (empleados, trabajadores intelectuales, pequeños propietarios, pequeños comerciantes, etc.)”.[12] Pero para Mariátegui esa definición suponía la creación de un partido nacionalista pequeñoburgués y demagógico, populista y caudillesco; en su opinión, la voluntad política debía estar dirigida hacia el mundo obrero y sindical, y hacia el movimiento indigenista, y acusaba a Haya de querer poner a la pequeña burguesía al frente de las masas trabajadoras.[13]
A la disputa en el frente interno, se sumaban distanciamientos en materia de política internacional. Haya denunciaba el proyecto europeísta de los comunistas como inaplicable a la región. Influenciado por Vasconcelos, Haya adoptó sistemáticamente el nombre de “Indoamérica” para referirse a su proyecto político policlasista, antimperialista y limitado a un transnacionalismo continental. Para Mariátegui, por su parte, el antimperialismo no podía constituir por sí solo un programa político: “El antimperialismo – decía –, admitido que pudiese movilizar al lado de las masas obreras y campesinas a la burguesía y pequeña burguesía liberales nacionalistas, no anula el antagonismo entre las clases ni suprime su diferencia de intereses”.[14] Por eso Mariátegui se negaba a proclamar que el destino de América fuera original y extraño al ritmo de Occidente.
Estas diferencias son centrales a la hora de entender el surgimiento del latinoamericanismo literario en el continente, ya que la primera historia de la literatura latinoamericana se escribe en contra de las propuestas mariateguistas. De hecho, siguiendo las premisas de Haya, Sánchez fomentará en su Historia de la literatura americana una articulación disciplinaria que valide las alianzas policlasistas contra el imperialismo y la autonomía de la producción cultural regional frente a un horizonte internacionalista. En el caso de Sánchez, la toma de poder por parte de los partidos de derecha y líderes militares nacionalistas partidarios del catolicismo integrista y adversarios de la democracia de masas acentuará esas convicciones durante la década de 1930 (cuando Mariátegui ya ha muerto). Desde el derrumbe del sistema financiero en 1929, que ocasiona una contracción dramática de la producción y el comercio global, el Estado enfatiza en América Latina su rol de agente financiero de la economía nacional, estableciendo nuevas conexiones con el capital extranjero, con la consecuente acentuación de la dependencia de Inglaterra y los Estados Unidos. En su libro Vida y pasión de la cultura en América, Sánchez hará de la experiencia del destierro del Perú (así como de la situación política en Chile y Argentina) el disparador de un nuevo tipo de activismo político y cultural: “en [las minas de cobre de] Chuquicamata nació un… ‘estado yanqui’; se alteró el ritmo perfecto de su democracia pelucona… y con el hambre nació la angustia, la constatación de la desigualdad social”; en Argentina, “la popularidad de Irigoyen [sic] fue ahogada por el interés de ricos productores aliados de militarotes”.[15]
Esas condiciones políticas y económicas requerían pensar el latinoamericanismo desde un nuevo enfoque que Sánchez llamará “socioliteratura americana”. Si en los Estados Unidos la enseñanza de la literatura latinoamericana, alineada al discurso panamericanista, había resultado siempre una defensa de proyectos políticos y culturales que facilitaban la expansión del capital norteamericano en la región, Sánchez quiere combatir, según escribe en su Historia de la literatura americana, “la labor obstructora llevada a cabo por regímenes políticos que obstaculizan el libre tránsito de expresiones e ideas”.[16] El latinoamericanismo de Sánchez se propone como prolongación del ideal democratizador universitario de la Reforma que las dictaduras estaban clausurado. Por eso afirma en su Historia: “Una multitud de estudiantes – el limo de la literatura – sufre la vida del proscrito en la propia patria y en la ajena por el delito de querer ser libres”.[17] La producción de Sánchez hasta 1945 responderá a esta coyuntura: su propósito será reafirmar los ideales de la Reforma en el momento mismo en que estos son aplastados por las fuerzas de la reacción y el APRA es confrontado por el socialismo. De hecho, los libros de Sánchez tendrán en el centro de su relato un juvenilismo mesiánico y rebelde donde la figura del estudiante reprimido y muerto por la violencia del Estado será referente simbólico de una batalla que enfrenta la izquierda democrática con las dictaduras.
Las dedicatorias y las notas explicativas de Vida y pasión de la cultura en América (1936) e Historia de la literatura americana (1937) – las dos intervenciones latinoamericanistas más importantes de Sánchez en la década de 1930 – constituyen declaraciones explícitas del anclaje de su producción en el marco de la Reforma y el exilio. En estos textos, maestros y alumnos son parte de una batalla continental por el poder lanzada desde el destierro (batalla legitimada por una larga secuencia discursiva). Vida y pasión está dedicada a Félix Lizaso y Raimundo Lazo (críticos cubanos) y a Manuel Roy (director del Instituto Pedagógico de Panamá), al que califica de “indiscutible guía de juventudes”.[18] La escritura de la Historia, por su parte, aparece como resultado del estímulo de Gabriel del Mazo (líder de la Federación Universitaria Argentina), y de los estudiantes apristas muertos y perseguidos por las dictaduras peruanas de finales de la década de 1920 y principios de 1930. Dice Sánchez: “A Gabriel del Mazo que, desde Buenos Aires, me animó a componer este libro; a mis estudiantes de la Universidad de San Marcos (1927-1932), desparramados hoy en cementerios, prisiones, destierros, persecución, bohemia, docencia y resignada burocracia. A Guido Calle, sacrificado el 7 de febrero de 1931, por defender la segunda Reforma Universitaria del Perú”.[19] Los libros, por su parte, aparecen fechados en ciudades distintas – La Habana 1932-Santiago, 1935 para Vida y pasión y Santiago, 1935-Buenos Aires, 1937 para la Historia – con lo cual Sánchez subraya el carácter itinerante de su producción después de salir forzado del Perú.
En Sánchez el estudiante combativo es el reverso del bohemio y burócrata: si el primero supone una resistencia incapaz de traducirse en práctica política concreta, el segundo encarna una suerte de muerte civil dentro de los mecanismos represivos del Estado. Frente a ellos, el estudiante comprometido es parte de una “contraélite” en la que opera como agente transformador. El sufrimiento por encarcelamiento y la persecución dan “autoridad” a su voz: son las bajas estudiantiles a manos de la represión estatal lo que genera el mesianismo y el apostolado sobre el que se apoya la prédica de Sánchez. Retoma en este punto el discurso cristológico del APRA, que, según Cúneo, se planteaba usualmente en términos de “consagración del sacrificio: persecuciones, prisiones, confinamientos, exilios, muertes… Cada campaña tendrá su mártir, o sus mártires, entre tropa propia y sus aliados obreros”.[20] Desde esa posición, los estudiantes perseguidos quieren “dar conclusión a los capítulos incompletos de las luchas contra el coloniaje” frente a dictadores de corte tradicional.[21] Sánchez escribe en esta dirección: “En 1920 ocurrió lo que en 1810. Solo una ventaja concurría en auxilio de los nuevos rebeldes: la de comprender la inocuidad de las puras medidas políticas, cuando no se encuentran respaldadas por realidades económicas y verificaciones sociales. Iniciábase algo así como la re-liberación”.[22]
Más sensibles por su edad a las convocatorias del activismo político, los estudiantes – en este imaginario – pugnan por romper las compuertas de un sistema político oligárquico que tiene en el “funcionariado” y la “burocratización”,[23] en el empleo público y la docencia universitaria tradicional, su eje de reproducción. Se trata de la primera formulación de lo que Rama llamará después asalto a la “ciudad letrada”, sólo que en lugar de llevarse a cabo por medio de intervenciones grafiteras o la práctica periodística, se articula por medio de la actividad política y cultural de los grupos juveniles. Las dedicatorias muestran que el latinoamericanismo crítico de Sánchez está fundado en una teoría mesiánica de la “joven generación” que ve en el estudiante un motor del cambio en el proceso de realización de la revolución democrática hasta ahora postergado. Desplazando el conflicto político del ámbito de las clases sociales al de las edades (juvenilismo) y la educación democrática, el latinoamericanismo deviene así un discurso de agitación fundado en una comunidad intelectual juvenilista transnacional. En otras palabras, “funcionariado” y “burocratización” aparecen en Sánchez como parte crucial de la cultura política de una ciudad letrada que es necesario asediar y derrotar.
De ahí que el latinoamericanismo de Sánchez sea adverso al de Rodó. La Historia de Sánchez puede leerse, de hecho, como otro libro escrito en contra del latinoamericanismo arielista; su ataque a Rodó difiere, sin embargo, del de los panamericanistas. “Tan equívoco y a veces equivocado”,[24] el Ariel de Rodó es, dice Sánchez, obra de un “pensador aristárquico, antidemocrático, individualista, cultor de la elegancia expresiva, creyente en el idealismo desconfiado de las multitudes”.[25] Si por un lado Sánchez señala que Rodó “diagnosticó, apresurada y pesimistamente, la amenaza de los Estados Unidos, sin calar en el fenómeno económico que implicaba el imperialismo”,[26] por otro apunta que su legado no fue otro que la tendencia a la “burocratización”.[27] Insiste en esa dirección en el “criterio plutocrático de los holgados arielistas de entonces. Alguno que no es rico ni acomodado recala en la burocracia”.[28] Su obra, “perfectamente diversa a la dialéctica hegeliana y marxista”,[29] es calificada como “férula”: “la férula rodoísta”.[30] Para Sánchez, Rodó es vehículo de un “optimismo medicinal”[31] que ejerce “una influencia emoliente hasta nuestros días” y es “a menudo, excusa para no comprender el sendero de renovación”.[32] Insiste por eso en que es necesario traducir planteamientos discursivos y culturales en praxis revolucionaria. A esa causa debe servir la construcción del objeto literatura latinoamericana, instrumento de un relato de rebeldía apoyado en las capas medias.[33]
Una “socioliteratura americana”
Construido sobre el fondo de la Reforma Universitaria, sus héroes y mártires, el proyecto de Sánchez propone construir un canon en torno a la figura de los “grandes incitadores”, del “insurgente incansable”, del “insigne rebelde”, del “espíritu libertario” y de los “agitadores”.[34] En la teleología histórica de Sánchez, la larga tradición de alzamientos y denuncias contra el poder constituido que se inicia en la colonia encuentra su realización en el movimiento político estudiantil opuesto al imperialismo y al comunismo. La “socioliteratura” es un dispositivo capaz de articular esa trayectoria de enfrentamientos con regímenes autoritarios. La conexión entre el proceso emancipador de principios del siglo XIX y de comienzos del siglo XX inscribe en la condición de estudiante la figura heroica de la renovación: “Es éste [período] (1800-1825), al par que el período comprendido entre 1920 y nuestros días, uno de los más interesantes de la historia literaria americana… Los estudiantes de 1800 serán los gobernantes de 1830, y, antes, fueron los próceres de 1820. América vive bajo un clima heroico, y, por tanto, sufre transformaciones radicales”.[35]
En su Historia, Sánchez apunta que desde finales del siglo XVIII “se inicia la revolución por la independencia espiritual, cuya segunda etapa – por la independencia política – culmina entre 1810 y 1830, y cuya tercera etapa – por la independencia económica – se inicia hacia 1920 y aún no ha cerrado su ciclo”.[36] Su genealogía de la cultura latinoamericana es, en este sentido, una apuesta por darle a la etapa de la “independencia económica” una narrativa que recoja el legado de la “independencia espiritual”; los ecos marxistas de estos postulados se perciben en la reinscripción del latinoamericanismo en el discurso de la Revolución Rusa: “desde 1920, la [Revolución] rusa… [es una] de las influencias económico-políticas que más pesaron en nuestra realidad”.[37] Pero, además, la mediación del discurso marxista implica un desplazamiento metodológico en la formación del latinoamericanismo literario como disciplina. Sánchez entiende que su proyecto no puede sostenerse en dos saberes consagrados hasta entonces en el campo de los estudios literarios: la filología y la teoría de los caracteres nacionales. En su opinión, ambas constituyen disciplinas imperialistas: si la filología supone un relato en torno a la familia lingüística que distribuye su legado entre descendientes textuales legítimos y bastardos, la otra se funda en un proceso de control colonial instrumentado desde la psicología social.
Desde Vida y pasión, Sánchez trabaja en cambio por la formulación de lo que llama una “socioliteratura americana”, “nueva disciplina que he comenzado a desarrollar desde hace algún tiempo”.[38] En su Historia la caracteriza como “disciplina de mi invención”.[39] Frente al “avatar inquisitorial y colonialesco”[40] de Menéndez Pelayo o la posición biografista liberal “emersoniana”, la “socioliteratura” americana se propone lidiar con “la vida en cuanto vida misma”.[41] ¿Pero de qué “vida” se trata? Si bien el positivismo es una nota que atraviesa la obra de Sánchez, su propósito no es defender un criterio mesológico en la historia cultural. Así señala que si bien los factores ambientales “imprimen sin duda algún carácter, oscilan y se resquebrajan y rectifican bajo la influencia de los factores económicos”.[42] Y agrega: “Marx le gana la batalla a Taine, sin desbancarlo; y aparece evidente que si el medio crea diferencias, la realidad económica, al verificar y denunciar un dolor uniforme, un hambre universal, una injusticia ecuménica, borra las barreras, quita importancia a separaciones topográficas, disminuye las disputas de los climas y tiende a formar una temperatura común: la de la injusticia, la de la insatisfacción, la de la reivindicación…”.[43] Esta vida es resultado de una lectura del marxismo a partir de connotaciones retóricas cristianas: lo que le interesa a Sánchez es sobre todo la “vida” en acción, donde la “pasión” y el “dolor” – motores de la “justicia” – se construyen a partir de experiencias de encarcelamiento y destierro, pero también son el resultado de instancias de marginación social. En otras palabras, para Sánchez pasión y dolor – como formas del afecto – no constituyen articulaciones de energía opaca e inculta – ciega – opuesta a la razón, sino elementos disparadores de un conocimiento y una conducta más elevados: aquello que nos afecta desata una lucha que debe traducirse, en este caso, en acción política redentora, cuyo protagonista es un sujeto colectivo. La pasión redentora está ligada al cuerpo, pero sobre todo al pensamiento: supone la instalación de un orden político y social nuevo, estimulado por la literatura, y cuyo protagonista es la juventud universitaria.[44]
Frente a perspectivas disciplinarias funcionales al imperialismo, en Sánchez la “historia auténtica”[45] debe ser narrada a partir de “la misma personalidad del pensador o el artista”[46] que lucha por rectificar una injusticia económica. No es por lo tanto un relato íntimo. Al mismo tiempo, las reiteradas referencias al marxismo en Sánchez, así como la fecha de publicación de sus obras, podrían hacer pensar que éste intenta dialogar con las nuevas formulaciones del realismo socialista de la Unión Soviética. Pero es claro que la narrativa rebelde de Sánchez escapa a todo problema de mímesis: a Sánchez no le interesan los relatos realistas, sino los anticoloniales y los románticos. Para avalar su posición cita a Georgi Plejanov y a Erwin Piscator. Sánchez parte de la consideración de Plejanov en El arte y la vida social (1912) según la cual “una de las fuentes del arte es la discrepancia entre la aspiración transformadora y el medio quieto y sojuzgado”.[47] La literatura no es solo reflejo de la injusticia, sino de un aparato simbólico que estimula a la praxis en el sentido de Piscator. Ese dictamen articula un objeto crítico: “la Literatura no subordina ni refleja a la vida, sino que la Vida abarca ya a la literatura”; lo que aproxima a los miembros de una comunidad es “el gesto de protesta, la voz de rebeldía, el acento patético de la disconformidad”.[48]
Más que narrar la literatura latinoamericana como un todo convergente, la Historia de Sánchez se propone poner en escena “los grandes debates y las más apasionadas discusiones… las polémicas más vehementes”.[49] Y dentro de estas tensiones dialécticas, la batalla más resonante librada en el campo cultural latinoamericano es la desatada contra lo que él llama alternativamente “formalismo”, “decorativismo” o “paramentalismo” – parte de una diglosia impuesta por una ciudad letrada colonial que todavía persiste en 1930. La propuesta de Sánchez es en este marco una crítica de toda forma de opacidad lingüística. Para Sánchez, “el formalismo es mal endémico en América y que – ya en terreno sociológico – ir contra él es cortar una de las amarras que nos atan al pasado”.[50] Es, pues, contra el “decorativismo” que se producen, en su opinión, “los primeros lampos de… rebeldía”,[51] a través de los cuales “América rectifica su rumbo, e inicia una marcha hacia una meta que se advierte”.[52] A través de la censura del formalismo, el latinoamericanismo de Sánchez puede leerse como crítica de las arqueologías de conocimiento disciplinantes y controladoras que van desde el barroco colonial hasta el modernismo. Sánchez es el primer historiador literario latinoamericano que censura sistemáticamente la brutalidad del aparato imperial tanto a nivel político como cultural: “Los conquistadores vencían matando y arrasando”, escribe, y los critica severamente por su “hablar complicado, chispeante de brujerías bizantinas…”.[53]
Por su parte, en el plano religioso Sánchez construye una narración decididamente antijesuítica que superpone la dominación colonial por parte de la iglesia a los regímenes políticos actuales. Frente a ellos, sitúa en el centro del canon colonial a Huamán Poma, nunca antes objeto de historias o antologías continentalistas: “El aluvión español destrozó las formas de la cultura aborigen y trató de aniquilar hasta los medios más simples de perpetuarla… La crónica de Felipe Huamán Poma de Ayala revela mucho de aquella dura y sistemática persecución…”.[54] Pero su importancia no es solo documental: Huamán Poma está en el origen de esa genealogía de las luchas por la ampliación de las bases sociales del poder que, en la versión de Sánchez, desemboca en las luchas estudiantiles del presente. Una vez más se trata de una historia entendida desde su dimensión afectiva. Coincidente con su propia noción de “vida” fundada en la pasión heroica, Huamán Poma – escribe Sánchez – aparece como “el más valeroso alegato contra el sistema colonial español. La pintura que hace, con la pluma y con el pincel, de los tormentos de sus hermanos de raza es realmente conmovedora. En él desaparece el cronista para dar paso al acusador”.[55] Por eso también la suya es la obra de un intelectual moderno. Huamán Poma es el Zola de su época: “Su libro constituye un verdadero J’accuse”.[56]
Esta descripción del rol del intelectual va a guiar y mediar el juicio sobre la literatura latinoamericana posterior elaborado por Sánchez, con argumentos que recuerdan los utilizados medio siglo después por Rama en La ciudad letrada. En Sánchez la alianza entre letra y poder oficial tiene como manifestación más extrema a los escritores barrocos por el “agravante” de que ellos fueron, además, “personajes de vasta influencia como elevados funcionarios”.[57] En la etapa postrevolucionaria, el autoritarismo de fondo colonial no se disuelve. Su eje está en la figura de un Bello gramático y burócrata. “Es característico en Bello su devoción a la norma. Hombre de orden riguroso, alentó, en política, el gobierno fuerte de una minoría severa y apoyó a Portales, el tirano ministro pelucón… encarnaba – concluye – la forma inmarcesible y absoluta, contra la realidad bullente e indisciplinada”.[58] Las defensas del clasicismo y el orden por parte de Bello constituyen para Sánchez amenazas a la idea de revolución, y deben ser denunciadas. “El más conspicuo de los clasicistas y de los absolutistas fue, sin duda, don Andrés Bello… sus impulsos revolucionarios se vieron atemperados por su incipiente tendencia humanista”.[59] Es precisamente el abandono del juvenilismo lo que lleva a Bello a “la máxima de Bentham que, aplicada a la política, conduce al autoritarismo y a la oligarquía”.[60]
El intelectual de acción
Frente a Bello, Sánchez enaltece la figura de Sarmiento, no por su tarea de estadista (ya que esto lo sepultaría en la línea del “funcionariado”), sino como intelectual de acción: “Bello funcionaba como intelectual… Sarmiento actuaba – la palabra es esa – como reactivo”.[61] E insiste en que “fue un vivo ejemplo para toda la América de entonces y de después; Sarmiento, el genio múltiple, capitanea la batalla política, sociológica y romántica contra la tiranía política, lingüística, gramatical y oligárquica”.[62] En este sentido, los exiliados argentinos de la época de Rosas figuran como los antecedentes más directos del grupo aprista. En ellos aparece el exilio como apertura y militancia en varios países del continente, el exilio como oportunidad de proselitismo. “La tiranía [de Rosas] – escribe Sánchez – compele a los escritores a definirse y engendra la generación más potente que se ha dado en América, la de los proscritos: Sarmiento, Alberdi, López, Gutiérrez, Mitre, Echeverría, Varela, Mármol: he aquí una pléyade gloriosa y honda, brillante y fecunda”.[63] A ellos sigue otra secuencia de pensadores que completan el canon de Sánchez y su genealogía del latinoamericanismo de acción: “los grandes apóstoles visionarios e ideólogos americanos: Montalvo, Acosta, Hostos, González-Prada, Vicuña Mackenna, Barros Arana”,[64] a los que se agregan las figuras de Bilbao y Martí. Todos ellos padecieron “carcelería y persecuciones”, por eso su “voz tiene autoridad”.[65] Ese repertorio culmina en el presente con una serie de escritores ignorados por la crítica latinoamericanista de la época, pero que han sido recuperados en las últimas dos décadas: Porfirio Barba Jacob, en tanto “encarna una auténtica insurgencia social”;[66] Salvador Novo “intelectual por excelencia… que no cree en lo trascendental ni en lo perenne”[67] y Augusto D’Halmar, representante de la “insurrección imaginista”.[68] En la genealogía de Sánchez aparece también Gabriela Mistral, “tocada de emoción social”,[69] y Magda Portal, agente de “protesta por la injusticia colectiva”.[70]
Hay así en Sánchez un posicionamiento definido sobre el lugar político y social de la literatura y éste tiene consecuencias importantes para pensar su relación con el espacio público. La idea del intelectual que reivindica su práctica específica a condición de que ella no se perciba reñida con el valor supremo de la acción será lo que diferencie el proyecto de Sánchez del de otros críticos contemporáneos. En su Historia, Sánchez cuestiona duramente a los latinoamericanistas que se dedicaron “a hurgar en archivos y bibliotecas la verdad de la vida”.[71] En ese grupo se ubica Francisco García Calderón, quien creyó que “América se salvaría ‘bajo el polvo de una biblioteca’”.[72] Pero también se encuentra Henríquez Ureña, admirador de García Calderón, a quien Sánchez describe como un crítico al cual “el verbo le obsede, le enamora”.[73] Ellos son los adversarios de su propia “socioliteratura”, discurso de vidas rebeldes. Con una obra que “versa sobre todo acerca de temas filológicos”, Henríquez Ureña es parte de una serie de académicos que no sintieron, en opinión de Sánchez, “el reclamo de urgentes problemas sociales; practicaron la historia pura, y aún más, una historia que busca documentarse avaramente, al modo de la eurística germana, y cubrirse con una forma resonante”.[74] En Henríquez Ureña predomina, según Sánchez, el “deleite ante la literatura como técnica”.[75]
Frente a la investigación erudita y el análisis normativo de las obras, asociadas con ese enemigo ideológico que es el germanismo, la Historia de Sánchez se figura como un proyecto disciplinario propio de una comunidad intelectual exterior al academicismo. Al considerar maneras alternativas de escribir historia literaria, Sánchez apunta que “una historia de la literatura no es el limbo de las almas que no alcanzaron a hacer el mal, por inepcia, ni el bien, por ignorancia”.[76] Las condiciones mismas del exilio generan un libro – el suyo – pensado como referente para prácticas culturales inscriptas fuera de las titulaciones y de los grados académicos provistos por el Estado. Compuesta por “apuntes tan asendereados, por culpa de prisiones y destierros, del autor”,[77] la Historia apela a un destinatario que tenga “sentido de la proporción y de las circunstancias”,[78] y que por lo tanto no busque en el texto erratas u omisiones. El autor ni siquiera promete revisar el texto en el futuro: la dificultad de “ponerse en contacto con dichos materiales”, hace que Sánchez ofrezca su trabajo “sin promesas de enmienda en próximas ediciones”.[79] Se trata de la reafirmación de una práctica intelectual alternativa y coyuntural. Por lo tanto, el lector que el libro presupone no es el especialista sino el “curioso de nuestro movimiento cultural”.[80]
En el marco del exilio, toda apuesta por la especialización aparece, de hecho, asociada a una complicidad tácita con el dispositivo “policial” del cual la Historia quiere ser el reverso. Sánchez identifica explícitamente al receptor letrado y al público académico con las instituciones del Estado represor, sinónimo en este caso de fascismo: en Europa y en América Latina, los que no han sido expulsados del país pertenecen a sectores nacionalistas en el poder, o son agentes de sus pedagogías disciplinarias. El especialista que censure su trabajo, dice, “que se haga policía. Es buena profesión en estos tiempos policíacos”.[81] La censura “eruditesca y excesiva”[82] aparece en este sentido como práctica de críticos aliados del orden establecido. Las prácticas documentalistas y de corte empiricista se adscriben así a los académicos del régimen, que disfrutan de la “comodidad local” y que por lo mismo no participan de la democracia política y la libertad académica.
En Sánchez, como en los apristas, el exilio mismo es un espacio de máxima productividad política y cultural, y también de generación de “vida”. En este sentido, supone una forma de activismo cívico en la esfera pública, distante de la institución universitaria. Trazando una genealogía de exiliados latinoamericanos, Sánchez afirma que “García Moreno tuvo frente a sí, durante casi toda su vida, a Juan Montalvo”, un “desterrado permanente de su patria… de ímpetu combativo indomeñable”.[83] A él se suma Cecilio Acosta quien, contra Guzmán Blanco, “mantuvo una resistencia inquebrantable”.[84] Hostos fue también un “noble ejemplo vital” que “propugnó la formación de una Federación antillana como base de una vasta federación indoamericana”.[85] Testigo de la revolución de 1848, Francisco Bilbao, otro exiliado, “tiene una vida realmente ejemplificadora”: ferviente jacobino, “fue un admirable agitador de ideas… En materia social, estuvo al lado del pobre y el oprimido y sus palabras constituyen un antecedente indudable del socialismo”.[86] González Prada “modeló la mentalidad de la juventud peruana. Fue incorruptible e indoblegable. Los nuevos movimientos políticos y sociales peruanos, sintetizados en el Aprismo, ostentan el nombre de González Prada como su oriflama”.[87] José Martí, “la vida y el temperamento más completo del continente… se dio a su obra, que era su arte y su acción, sin que sea posible separar la una del otro”.[88] “Su vida es un ejemplo”, agrega, para concluir: “se le metió en el alma la incurable y arrogante locura de los libertadores”.[89]
La apuesta por el “intelectual de acción”, cuyo referente más remoto es Huaman Poma, se traduce en una condena por el escritor desconectado de toda praxis: en este contexto, por ejemplo, escribe que Juan León Mera produce una novela “irreal [Cumandá] que … anuncia al Tabaré escrito por otro hombre de vida reposada, el uruguayo Juan Zorrilla de San Martín”.[90] Las prebendas estatales y el empleo público son otro foco de su crítica: el modernismo, período de “inesperado dinero, fácilmente ganado, pero cruelmente cobrado en la riqueza pública, creó un ficticio confort. Y del confort surgió una mentalidad tolerante y pseudo liberal, una literatura formalista y bizantina, y una política oligárquica”.[91] Y concluye: “Los novecentistas vivieron en un mundo confortable… estaban satisfechos de la nueva conquista [la consolidación del capitalismo financiero], por lo que su mente posee todos los caracteres de lo colonial: encarnaron un neocolonialismo”.[92] Y neocolonialismo era una palabra nueva para entonces en el vocabulario de la crítica latinoamericanista.
Entre los autores interesados por “una realidad social que inicia su marcha hacia el drama de las desigualdades económicas”,[93] los indigenistas ocupan una posición importante en el discurso de Sánchez; para éste, el indigenismo “ha crecido y se ha cernido en forma tal que hoy alimenta un sector cuantioso, intenso e importante de la literatura del continente”.[94] La recuperación de este movimiento se enmarca dentro de un proyecto modernizador criollo que es inescindible de las disputas por el lugar del indio y las clases medias en el latinoamericanismo. Sin embargo, la denuncia por la situación de explotación indígena no se traduce en Sánchez en una defensa de las comunidades indígenas. A pesar de que Haya insistía en llamar “Indoamérica” al continente—término que aparentemente empieza a usar a partir de su contacto con Vasconcelos en 1924—, los apristas apelarán a estereotipos positivistas para describir la “psicología” indígena (indolencia, alcoholismo, fanatismo). Sánchez fue reacio, por su parte, a usar el término “Indoamérica” y explícitamente puso en segundo plano el rol de los grupos subalternos en la histórica lucha contra la opresión que promueve en sus textos: los conatos anticoloniales de indígenas y negros son presentados en la Historia como parte de la “violencia insurgente… mas no revolucionaria”[95]—esto es, como movimientos incapaces de generar respuestas programáticas y organizadas a la opresión. En ocasiones, siguiendo el vocabulario marxista, los hacía parte de un lumpen proletariat incapaz de agencia política transformadora.[96]
Por eso es crucial entender el latinoamericanismo de Sánchez, y con él la consolidación de la idea de literatura latinoamericana en América Latina, a partir de la defensa del policlasismo y el antiimperialismo del APRA. Frente a la definición clasista del marxismo y del mesianismo indígena sostenidos por Mariátegui, Sánchez argumentaba que cualquier proyecto de unidad continental no debía hacer de “lo indígena… el punto capital de la propaganda social”[97] porque esa apuesta podía impedir la penetración del movimiento en zonas del continente de diferente constitución social y cultural. En el debate por el potencial revolucionario de los sectores subalternos, el rechazo de las comunidades indígenas suponía una batalla inconclusa por la definición de la modernidad donde la cuestión del mestizaje ocupaba un lugar central. Solo que para el aprismo se trataba de un mestizaje no regulado por fuerzas aristocráticas, como quería Gilberto Freyre, o a la manera selectiva de José Vasconcelos. De hecho, la obra de Sánchez es crítica de los modelos de mestizaje de Freyre y Vasconcelos, y propone una alternativa: “El blanco – escribe Sánchez – fue el regulador de tan dispares elementos… trató de unificar tendencias tan encontradas, más, al fin y al cabo, solo superpuso, sin modificar sustancialmente”.[98] Para él, eran las clases medias urbanas y, en particular los estudiantes salidos de ellas, quienes debían hacerse cargo de la tarea de regulación y unificación latinoamericana.
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[1] Lazo, 1935: 3.
[2] Lazo, 1935: 3.
[3] Lazo, 1935: 6.
[4] Lazo, 1935: 4.
[5] Lazo, 1935: 9.
[6] Lazo, 1935: 5.
[7] Henríquez Ureña, 1960: 302. Para la relación de Ripa Alberdi con Henríquez Ureña, Barcia, 2006: 48-51.
[8] Melgar Bao, 2010: 149.
[9] Ellas son las de Ercilla (Santiago de Chile) 1937, 1940 y 1942, y las tituladas Nueva historia de la literatura americana que publicaron Americalee (Buenos Aires, 1944) y Guaranía (Asunción, 1950). A pesar del cambio de título, esta última edición representa una actualización de datos, no una modificación de la perspectiva historiográfica.
[10] Portantiero, 1978: 72.
[11] Roca: “La juventud argentina de Córdoba a los hombres libres de Sudamérica”, en Portantiero, 1978: 131.
[12] Mariátegui en Terán, 2010: 177.
[13] Terán, 2010: 184.
[14] Mariátegui en Portantiero, 1978: 101.
[15] Sánchez, 1936: 20.
[16] Sánchez, 1937: 577.
[17] Sánchez, 1937: 575.
[18] Sánchez, 1936: 5.
[19] Sánchez, 1937: 7.
[20] Cúneo, 1979: xvi.
[21] Cúneo, 1979: xiii.
[22] Sánchez, 1936: 128.
[23] Sánchez, 1937: 471.
[24] Sánchez, 1937: 450.
[25] Sánchez, 1937: 470.
[26] Sánchez, 1937: 470.
[27] Sánchez, 1937: 471.
[28] Sánchez, 1936: 119.
[29] Sánchez, 1937: 471.
[30] Sánchez, 1937: 487.
[31] Sánchez, 1937: 470.
[32] Sánchez, 1937: 643. El subrayado es mío.
[33] Otros apristas también fueron antiarielistas. Cf. Bergel, 2012: 283-316.
[34] Sánchez, 1937: 150, 155, 172.
[35] Sánchez, 1937: 151.
[36] Sánchez, 1937: 129.
[37] Sánchez, 1937: 34.
[38] Sánchez, 1936: 8.
[39] Sánchez, 1937: 17.
[40] Sánchez, 1936: 12.
[41] Sánchez, 1936: 13.
[42] Sánchez, 1936: 19.
[43] Sánchez, 1936: 21.
[44] Sarlo, 2003: 236-239.
[45] Sánchez, 1936: 18.
[46] Sánchez, 1936: 8.
[47] Sánchez, 1936: 48.
[48] Sánchez, 1936: 28.
[49] Sánchez, 1937: 284.
[50] Sánchez, 1937: 92.
[51] Sánchez, 1937: 122.
[52] Sánchez, 1937: 38.
[53] Sánchez, 1937: 120-121.
[54] Sánchez, 1937: 45.
[55] Sánchez, 1937: 66.
[56] Sánchez, 1937: 66.
[57] Sánchez, 1937: 96.
[58] Sánchez, 1937: 211.
[59] Sánchez, 1937: 192.
[60] Sánchez, 1937: 193.
[61] Sánchez, 1936: 97. El subrayado es mío.
[62] Sánchez, 1936: 281. El subrayado es mío.
[63] Sánchez, 1937: 259.
[64] Sánchez, 1937: 355.
[65] Sánchez, 1937: 581.
[66] Sánchez, 1937: 586.
[67] Sánchez, 1937: 560-561.
[68] Sánchez, 1937: 624.
[69] Sánchez, 1937: 537.
[70] Sánchez, 1937: 530.
[71] Sánchez, 1937: 491.
[72] Sánchez, 1937: 491.
[73] Sánchez, 1937: 491.
[74] Sánchez, 1937: 494.
[75] Sánchez, 1937: 492. El subrayado es mío.
[76] Sánchez, 1937: 575.
[77] Sánchez, 1937: 527.
[78] Sánchez, 1937: 645.
[79] Sánchez, 1937: 645.
[80] Sánchez, 1937: 646.
[81] Sánchez, 1937: 646. El subrayado es mío.
[82] Sánchez, 1937: 18.
[83] Sánchez, 1937: 366-367.
[84] Sánchez, 1937: 370.
[85] Sánchez, 1937: 375.
[86] Sánchez, 1937: 291.
[87] Sánchez, 1937: 365.
[88] Sánchez, 1937: 371-372.
[89] Sánchez, 1937: 450-451.
[90] Sánchez, 1937: 407.
[91] Sánchez, 1937: 447-448.
[92] Sánchez, 1937: 478.
[93] Sánchez, 1937: 395.
[94] Sánchez, 1937: 45.
[95] Sánchez, 1936: 55.
[96] Sánchez, 1936: 55.
[97] Sánchez, 1936: 42.
[98] Sánchez, 1936: 57.