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Aproximaciones al imaginario y prácticas en torno a la muerte en Santa Fe de la Veracruz (1740-1810)*
Cecilia Laura Verino**
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Cuadernos de Historia. Serie economía y sociedad, N° 20, 2018, pp. 173 a 202.
RECIBIDO: 02/03/2018. EVALUADO: 04/05/2018. ACEPTADO: 01/06/2018.
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Resumen
La muerte es quizás uno de las cuestiones que más temores ha generado en las mujeres y los hombres a lo largo de la Historia. En el imaginario cristiano, había un amplio cúmulo de acciones para acortar el tiempo de permanencia en el Purgatorio y así poder acceder al Paraíso. La Monarquía Hispana acogió esta cosmovisión y la implantó en sus territorios ultramarinos. El entierro de cuerpos en los pisos de las iglesias llevaba siglos en práctica. Se creía que las oraciones y misas ayudarían a los difuntos a llegar a la salvación. El presente artículo se propone abordar estos elementos del imaginario cristiano en lo que concierne a las prácticas funerarias para la ciudad de Santa Fe de la Veracruz durante la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX.
Palabras claves:
Sepultura – Santa Fe – Iglesias.
Summary
Maybe dead is one of the issues that frightens to women and men in history. In the Cristian imaginary there a large series of actions to get shorter the stay in Purgatory and the arriving into Paradise. Hispanic Monarchy introduced this worldview in their ultramarine territories. The burying of corpses in the churches ground was practiced from centuries ago. It were believed that prayers and masses would help dead ones salvation. This article attempts to study this Cristian imaginary elements relating to funeral practices in the Santa Fe de la Veracruz city between the second half of 18th century and the first years of 19th.
Keywords:
Graves – Santa Fe – Churches.
Introducción
En cada cultura, sus integrantes construyen el sentido de la vida por medio de imágenes y símbolos que atañen a las múltiples actividades que les competen. Podríamos considerar a los rituales como prácticas sociales simbólicas cuyo propósito es la reunión del grupo y su cohesión, ayudando también a constituir su identidad mediante un elaborado código.[1] Esto implica un lenguaje que ayuda al hombre a percibir y aprehender su realidad, a través de la construcción de leyes, hábitos y costumbres.
Los rituales funerarios forman parte de esto último y constituyen la manera en que la comunidad enfrenta la muerte de una persona cercana. Delci Torres menciona tres funciones que intervienen: psicológicas, sociológicas y simbólicas. Las psicológicas están referidas a la atenuación de los múltiples sentimientos de negación que advienen con la muerte. Los ritos funerarios constituyen la manera de canalizar sentimientos, como ira, dolor, rabia, impotencia, etc. Las funciones sociológicas comprenden la realización de rituales que permiten estrechar los lazos de solidaridad que se establecen entre los deudos del difunto y sus allegados, así como brindar apoyo para superar la pérdida del ser querido. Por último, las funciones simbólicas aluden al mito que se pone en juego con el rito: si se ejecutan los rituales, se pueden alcanzar los propósitos por los cuales ellos se realizan. En el objeto de estudio que nos interesa, el mismo sería lograr la trascendencia de una vida terrena a una divina y asegurar el descanso eterno del alma del fallecido. En este sentido, se realiza una gran variedad de rituales, cuya finalidad es brindar una estructura, un orden y un sentido a la existencia humana, a través de ciertas ceremonias periódicas, formales y participativas.[2]
Las imágenes en torno a la muerte, el acto de morir y el más allá, así como el modo de enfrentar estas cuestiones son construcciones sociales, es decir, cada sociedad adopta las formas y medidas necesarias para satisfacer las inquietudes espirituales que se ponen en juego. Este conjunto de elementos e imágenes se transforma con el correr del tiempo, y así aconteció con la liturgia cristiana. Resulta interesante estudiar la representación social de la muerte entendiéndola como el sistema de creencias involucrado y compartido por los integrantes de la sociedad colonial. Creencias y valores que hacen a su cultura, que forman parte de su memoria social y que son expresados en un discurso que ratifica un conjunto de prácticas sociales.[3]
Desde el inicio
El propósito del presente trabajo es analizar diversos aspectos de la “muerte cristiana” en Santa Fe de la Veracruz durante la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX, en perspectiva comparada, es decir, como parte de las posesiones ultramarinas de la Corona Hispana. Comenzaré dando cuenta de manera breve sobre el devenir de la liturgia cristiana desde sus primeros siglos, para luego indicar cómo evolucionó esta costumbre y explicar cómo se ha llegado a los entierros en las Iglesias en el recorte temporal del presente trabajo.
Como afirma Philippe Ariès, en sus orígenes los cristianos enterraban a sus muertos “en las mismas necrópolis que los paganos, luego aliados de los paganos en cementerios separados, siempre fuera de la ciudad” en lugares de paso, lo suficientemente cerca como para estar presente en la vida de las personas, pero a la distancia debida de las mismas.[4] En un informe sobre el estado de entierros dado al Consejo por la Real Academia de Historia con fecha del 10 de junio de 1783, se afirma que
estos usos que fueron los que hallaron establecidos los primeros Christianos en las tres naciones de que diximos haberse compuesto la primitiva Iglesia, como no se oponían al dogma y buenas costumbres, sirvieron de exemplo, para construir sobre las catacumbas aquellos retiros, que miran con tanta veneración los fieles y los amantes de la antigüedad[5]
Entre el siglo III y principios del IV, los cuerpos de los mártires se enterraban en criptas y catacumbas, alejados de posibles profanaciones de los paganos; siendo luego algunos restos de ellos trasladados a las iglesias con el fin de rendirles culto. Fue en este momento cuando comenzó a extenderse esta práctica a otros fieles, debido a la sacralidad que favorecía al alma, según el imaginario colectivo de los cristianos.[6] Cuando el sitio disponible fue insuficiente para poder acoger todos los cadáveres, algunos ciudadanos ricos, convertidos a la religión emergente, ofrecieron sus tierras para sepultar a sus hermanos de credo.
Desde el Edicto de Milán en 313, las catacumbas se convirtieron en lugares de peregrinación, creándose en ellos cementerios en superficie alrededor de los templos conmemorativos para poder enterrarse junto a las reliquias de los santos, aunque estos sitios continuaban todavía fuera de la ciudad. La Iglesia, en agradecimiento a la obra de difusión que Constantino hizo del cristianismo, le concedió el privilegio de sepultar su cuerpo en el vestíbulo o atrio de la Basílica de los Santos Apóstoles que el mismo Emperador había hecho construir, por lo que desde entonces se estableció la costumbre de enterrar a los difuntos en tierra santa.
Para dar cabida a tantos fallecidos en tan reducido espacio, se realizaba de manera períodica la llamada monda de cuerpos, que consistía en exhumar los cadáveres, recuperar los huesos y llevarlos al osario del templo. Los restos de los tejidos blandos se removían con la tierra de la tumba para acelerar su descomposición y así quedaba preparado el sitio para recibir a nuevos fallecidos. Evidentemente esto era una solución precaria además de bastante insalubre.
Si nos atenemos a la fuente mencionada anteriormente, hasta fines del siglo IV no cambiaron las costumbres y sólo se concedían excepciones de entierros en suelo consagrado a personas de notoria virtud y a miembros del clero. Luego se alteró esta disciplina, permitiendo esta salvedad a más personas llevando a un abuso. No obstante, esto no modificó por lo general el sitio determinado por las leyes civiles y costumbres eclesiásticas para las sepulturas del común de los fieles y siempre fueron pocos los que consiguieron el privilegio de ser inhumados dentro de las ciudades, y muchos menos eran los que tenían descanso final dentro de las iglesias. Para conciliar el deseo de los que querían ser enterrados en estos recintos con lo establecido por ley, se instalaron sepulcros en los alrededores de los mismos. Al haber cementerios en las inmediaciones de las parroquias es posible que después quedasen dentro de la población cuando la misma aumentó.
En la Península Ibérica, desde un primer momento, los godos enterraban los cadáveres en las afueras de la ciudad. Estas leyes se respetaron hasta la mitad del siglo VII. Pero en el Concilio de Toledo celebrado en el 792 ya se contemplaba la posibilidad de que algunas personas de jerarquía superior pudieran ser enterradas en los templos. El Informe que citamos afirma al respecto de este Concilio que
estas leyes de los Godos tuvieron en lo sucesivo debida observancia, pues desde mediados del siglo VII año de 633, en que se recopilaron y publicaron en el quarto Concilio de Toledo en tiempo de Sisnando, hasta el reynado de Don Alonso II el Casto año de 792, no estaban en España exentos de la ley general de enterrarse fuera de las iglesias las personas de la mayor gerarquía ni aun los mismos Reyes[7]
En los siguientes siglos fue extendiéndose este uso. Lo cierto es que según este Informe, el Concilio de Nantes celebrado a fines del siglo IX prohíbe absolutamente las sepulturas dentro de las iglesias y sólo las permite en el atrio o pórtico. Por otro lado, un canon del Concilio de Roan, que prohíbe la costumbre, sólo exceptúa del veto a los eclesiásticos de notoria virtud, mientras que las demás personas debían ser inhumadas en los cementerios circundantes a los templos.[8] Ahora bien, las posibilidades económicas y la religiosidad medieval generalizaron la práctica; ya que las Partidas de Alfonso X en 1318 prohíben enterrar a los muertos dentro de las iglesias, reservando este derecho solamente a
los reyes & a las reynas & a sus fijos & a los obispos & a los priores & a los maestres & a los comendadores que son perlados de las ordenes /2/ & de las yglesias conuentuales & los ricos onbres & los onbres onrrados que fiziesen yglesias de nueuo o monesterios o escogiesen en ellas sepulturas & todo onbre que fuese clerigo o lego que lo meresçiese por santidad de buena vida o de buenas obras: & si alguno otro soterrasen dentro en la yglesia sino los que sobre dichos son en esta ley deue los el obispo mandar sacar ende & tanbien estos commo qualquier de los otros que son nonbrados en la ley ante desta que deuen ser desoterrados de los çementerios: & deuen los sacar ende por mandado del obispo & no de otra manera[9]
Estos sitios, entonces, paulatinamente dejaron de ser solamente lugar de encuentro para la liturgia, la misa y el culto a los santos para convertirse además en punto de referencia y encuentro de la vida y la muerte.
Durante el siglo XII queda fijado como dogma la existencia del Purgatorio, un lugar de tránsito entre esta vida y el cielo o el infierno. En suma, había dos estados: el reposo o la condenación. En ciertos casos, si la persona mostraba sincero arrepentimiento por sus pecados, Dios suspendía la condenación y le concedía un tiempo en este sitio para expiar su culpa. Esto último tenía entonces un carácter de excepción, reservado a casos dudosos. Se suponía que era un período de espera, durante el cual, el alma del fallecido podía recibir favores, auxilio espiritual mediante plegarias y misas e intercesión divina.[10]
Con el Concilio de Trento, a mediados del siglo XVI, se dispuso de pautas que den orden a la sociedad como, por ejemplo, el registro de defunciones[11] y revitalizó este lugar intermedio adquiere una crucial importancia en el viaje del alma hacia su morada eterna. Según Philippe Ariès, el tercer sitio va a convertirse en una etapa inevitable de la migración del alma y toda ayuda espiritual de los deudos (misas, rezos, honores, exequias) así como toda intercesión divina será aún más fundamental que antes para lograr la salvación.[12] De este modo, podría explicarse la dinámica de la piedad barroca, observando que ésta estimulará a una serie de acciones, celebraciones y ritos que permitan conseguir los méritos para salir del Purgatorio y entrar en el cielo. Estos preparativos se realizarían “durante toda la vida. El arte de morir es sustituido por un arte de vivir”.[13] Una de sus propuestas sugerentes para nuestra indagación es que no es durante el momento de la muerte ni estando próximo a la misma cuando hay que pensar en ella y poner todo lo necesario en orden. En palabras del citado historiador, el impulso reformista trentino (al igual que su par protestante) desconfía en todo momento de los arrepentimientos tardíos y las expiaciones apuradas en la última confesión previas al deceso. Durante el siglo XVI, el mismo observa que ya no estaban en boga los libros de buen morir, sino un nuevo tipo de estas obras, diseñado para la devoción diaria, para fomentar la piedad en vida y en la cotidianeidad.[14]
Considero pertinente relacionar este momento crucial destacado por Ariès con la afirmación que Martina Will realiza para los siglos XVIII y XIX, durante los cuales las creencias populares sostienen la continua vitalidad del cuerpo y las fronteras difusas entre la vida y la muerte. Este estado liminal era sensible y había mucha importancia en los rezos y oraciones y el santo sepulcro, para salvar el alma, dado que el cuerpo fresco está expuesto a peligros, castigos y bendiciones. La muerte, entonces, era concebida como un continuum y no un momento fijo, donde se observa una diferencia entre el cuerpo muerto intacto y el cuerpo reducido (esqueleto). La autora afirma que esto habilita en el imaginario católico y el espacio iberoamericano a hablar de una coexistencia entre vivos y muertos, al menos hasta el entierro de los segundos. Recién cuando los cuerpos se descomponían, podía probarse definitivamente la muerte y el fin del estado liminal. Por eso, Will resalta la admiración y asombro que causa la capacidad de conservación de los cuerpos santos. Los mismos serán exhumados, diseccionados y analizados para satisfacer la curiosidad y fascinación que causan en los letrados y sacerdotes.[15]
Ser cristiano en esta vida y en la otra
En resumen, eran importantes las diferentes acciones que podían realizarse para un buen morir y asegurar la salvación del alma, así como también acortar el tiempo de permanencia en el purgatorio. Dos vías permitían lograr eso: apelando al auxilio divino, invocando la intercesión de la virgen, santos, corte celestial, etc.; o buscando una ayuda terrenal, que puedan llevar a cabo familiares y personas cercanas,[16] Valentina Ayrolo nos detalla los diferentes pasos a seguir para conseguir esto último: “Integrar cofradías, fundar capellanías y pías memorias eran otras maneras de ir preparando una ‘buena muerte’”.[17] El tránsito hacia la vida eterna debía arreglarse, y en esto los vivos jugaron un papel primordial porque las misas cumplían una función clave, la de acortar el tiempo de permanencia en el purgatorio. Recibir la confesión, viático y extrema unción completaba los requisitos de una ‘buena muerte’. Además, el sitio de enterratorio adquiere una gran importancia, ya que debe permitir recibir al difunto in situ la asistencia espiritual de misas, rezos, oraciones de los que transiten por ese espacio.[18]
Como pudimos ver hasta ahora, la costumbre de enterrar a los muertos en las iglesias, se fue consolidando paulatinamente por razones religiosas y económicas a lo largo de la historia de la cristiandad. Se pensaba que los enterramientos en el interior del templo hacían más efectivos los sufragios, al facilitar el recuerdo de los muertos y favorecer la intercesión de los santos. Y la Iglesia fue permitiéndolo porque al mismo tiempo que lograba la adhesión de los creyentes; constituía una fuente de financiación de las arcas eclesiásticas, dado que los grupos sociales más privilegiados pagaban para tener reservados espacios o capillas en los templos parroquiales. Todos estos ingresos iban a las fábricas[19] de los templos parroquiales y se utilizaban para costear la erección de capillas y ermitas adosadas a sus muros. Dentro de la iglesia y otros edificios religiosos los personajes más favorecidos ocupaban espacios privilegiados: capillas privadas, criptas o bóvedas excavadas en muros y suelos. La nave central se reservaba para categorías religiosas y familias reales. El resto de la población ocupaba el espacio sobrante.
Llegado a este punto, me ha resultado interesante caracterizar al sitio de entierro, bajo la luz de un concepto rescatado por Gabriela Caretta e Isabel Zacca y acuñado por el antropólogo Marc Augé: “El lugar antropológico se torna así en principio de sentido para quienes lo habitan y de inteligibilidad para quienes lo observan”.[20] Este lugar, en tanto construcción simbólica del espacio, está cargado de significaciones y es testimonio de la compleja trama de la sociedad donde se constituye. Las iglesias y templos, entonces, pasarán a tener una gran preferencia como lugar de último descanso. A decir de Ana María Martínez, ser sepultado en una iglesia que era frecuentada para cumplir las obligaciones propias de todo miembro de la comunidad cristiana, significaba para el creyente la continuidad de las relaciones sociales que habían mantenido en vida.[21] Allí irían los suyos para rezar y finalmente descansarían junto a él. Se podría decir entonces, que las relaciones sociales establecidas en vida tenían una cierta continuidad en la muerte. No puede entenderse esto si no tenemos en cuenta la cosmovisión comunal y corporativa vigente, muy distintas a las posteriores nociones de individualismo. En este sentido y a modo ilustrativo, me interesa rescatar una interesante cita de Gabriela Caretta e Isabel Zacca del cuento de Italo Calvino “Las ciudades y los muertos” que podemos encontrar en su libro La ciudades invisibles:
No hay ciudad más propensa que Eusapia a gozar de la vida y a huir de los afanes. Y para que el salto de la vida a la muerte sea menos brusco, los habitantes han construido una copia idéntica de su ciudad bajo tierra. Esos cadáveres, desecados de manera que no quede sino el esqueleto revestido de piel amarilla, son llevados allá abajo para seguir con las ocupaciones de antes[22]
Este fragmento nos remite a las tres funciones mencionadas al principio del presente trabajo: para que el salto de esta vida terrenal al más allá que enuncia el Cristianismo “sea menos brusco” y además tenga el destino que todo creyente desea; se ha de desplegar una liturgia cuyos componentes analizaremos en los siguientes apartados.
A este lado del mar
Las Indias Occidentales se integraban a la Monarquía Hispánica, sus regiones eran tierras de realengo de la corona castellana, o sea, territorios en que ésta administraba justicia a partir del derecho existente; y lo hacía directamente a través de sus agentes y tradición institucional. Santa Fe de la Veracruz se integra a estas posesiones como territorio de fronteras, con todo lo que esto conllevaba. Más allá de estos límites de la entidad política que supone la Monarquía[23] se encuentra “el lugar lejano y vacío de la sociedad cristiana”[24] parcialmente identificada como tierra de indios, y de presencia de forasteros que llegaban de otras provincias, que podían disputarles tierras a pobladores ya establecidos. Esto resulta en espacios donde se suceden contactos y conflictos en los cuales toman parte estos pueblos originarios no sometidos al control hispánico, una red de ciudades y poblados, caminos, redes de circulación, etc.[25]
Una de las características de una sociedad de Antiguo Régimen, como la de nuestro objeto de estudio, es que está fundada en la desigualdad jurídica. En este sentido, es importante entender cómo operaban los grupos sociales en este tipo de sociedades. Considero útil rescatar el planteo de Griselda Tarragó, quien sostiene que estos linajes actúan como “estructuras sociales reales, con reglas y prácticas específicas”.[26] Los hombres y mujeres se encontraban “adscriptos por vínculos de pertenencia a formaciones colectivas de diversa índole”.[27] Estas formaciones, denominadas estamentos, contaban con reconocimiento del sistema legal y conllevaban una serie de derechos y deberes prestablecidos por nacimientos y regían la existencia de estas personas por el resto de sus vidas.[28] Esto último decidía que trabajos y labores podían o debían desempeñar, con quien podían o no casarse, sus grupos de sociabilidad, sus accesos a la cultura letrada, sus recursos económicos, etc. Los santafesinos y las santafesinas en calidad de súbditos y vasallos del Rey de España debían participar de este imaginario, cuyos criterios dieron lugar a una minuciosa reglamentación, que comprende determinados usos y costumbres suntuarios donde todo (vestidos, joyas, lenguaje, uso de armas, etc.) se hallaba distribuido según los criterios de jerarquización.
En este sentido, no existía la noción de individualidad sino que los actores siempre tenían el carácter de colectivos, al interior de los mismos sus integrantes se encontraban unidos por vínculos permanentes y reglas de funcionamiento internas. Estas cuestiones se definían para cada persona por su nacimiento, siendo el mismo el que marcaba el lugar de cada uno en el entramado social y sentaba sus obligaciones a través de lazos como los de fidelidad, lealtad y honor. Una persona nacida en este tipo de comunidad tenía escasos o nulas posibilidades de acción que fuese a contracorriente de estas reglas y normas, debido a que las mismas estaban fijadas por la tradición, leyes u otro tipo de reglas.[29] Sus acciones personales siempre tenían un impacto de carácter colectivo; por ende, todas las decisiones que se tomen, deben ser pensadas en función del grupo al cual se pertenece de la comunidad en la cual se está inserto o inserta. Muchas veces las autoridades de estos cuerpos decidían y planificaban para sus subalternos según lo que contribuyera al bien común.[30]
Otro aspecto que quizás debamos remarcar para entender ese mundo espiritual y cultural es la especial significación del concepto del honor, que durante el Barroco no era algo íntimo, sino que adquirió un carácter social que obligaba a su exteriorización. Esto debía ser ratificado en las normas de etiquetas y ceremonial.[31] Es necesario además tener en cuenta que los límites entre el poder político y religioso no estaban definidos con precisión, todo ritual expresaba las relaciones de poder; las fiestas y procesiones marcaban el ritmo de la vida política acompañadas por un intenso ritual religioso.[32] Se reflejaba el orden de lugares vigente en la sociedad y el cumplimiento preciso de esta liturgia tendía a reproducir, aceptar y asimilar la jerarquía de los poderes civiles y eclesiásticos. Esto marcaba las pautas no solo de la vida urbana y el calendario de la comunidad, sino también de las diferentes etapas de la vida atravesada por las personas, las cuales estaban signadas por la dinámica de constitución, reproducción, mantenimiento y transformación de un orden social expresado básicamente por estructuras de redes articuladas por relaciones de parentesco, patronazgo, y lealtad personal; alimentadas en la dinámica del clientelismo y la mediación.[33] Esto último puede ser entendido de manera más fácil trayendo a colación esta definición que nos da Giovanni Levi:
la opinión generalizada es que se trata de un mundo inmóvil, protegido, conservador y fragmentado por la acción de fuerzas totalmente externas, sustancialmente incapaz de iniciativas autónomas, pero tenazmente dedicado a la tarea de tejer una costosa adaptación, con un continuo replanteamiento de una racionalidad propia, que se convertía progresivamente en anacrónica y desmembrada[34]
Volviendo a la cuestión de la muerte, entonces, era un momento más de la vida donde se ponía en juego todas estas cuestiones y como si fueran un reflejo de la naturaleza piadosa del individuo fallecido, la celebración de funerales ostentosos debía facilitar el tránsito de su alma al cielo.[35] Teniendo en cuenta esto último, debemos entender que morir no constituía un acto totalmente solitario. Era la última oportunidad de mostrar cómo se había vivido, e incluso cómo se hubiese querido vivir, y constituía uno de estos momentos de sociabilidad donde se ponían en práctica un conjunto de formalidades prescritas socialmente, manifestadas en la planificación consciente de las honras fúnebres. Por eso todo el ceremonial se disponía con ese fin a través del gasto excesivo, la suntuosidad y la ostentación. Es que el buen morir tenía un costo muy elevado, tanto para el difunto como para toda su familia y era fuente de beneficios económicos para las distintas instituciones eclesiales que mediaban el tránsito hacia el más allá. Más adelante veremos cómo se fijaban en Santa Fe estos costos elevados. No podemos entender esto último sin considerar que la vida religiosa se encontraba entrelazada con el resto de las manifestaciones de la vida social y con los intereses de los diferentes grupos que conformaban la sociedad. Se trataría de una sociedad marcada por la exaltación religiosa que no sólo debemos relacionar con toda la cultura del barroco español que se traslada a América sino que también debemos enmarcarlo en dos hechos de singular significación: primero, la reforma de Trento, que impuso una nueva manera de concebir el mundo y la religión. En segundo término, la grave crisis económica y social que padeció el siglo, que acentuó la visión de la fugacidad de lo terreno frente a lo celestial y confirmó la necesidad de preparar la muerte y el tránsito al más allá.
En cuanto a los oficios sagrados realizados después del deceso, Hilda Zapico afirma que con la celebración se garantizaba no solo la inmortalidad espiritual, sino también la cohesión de los que quedaban vivos en torno al recuerdo de los fallecidos, fortificando los linajes al celebrar los vínculos familiares entre vivos y muertos y, sobre todo, al exponer públicamente el lugar jerárquico que ocupaba el fallecido en la comunidad.[36] La historiadora también se refiere al temor, la culpa y la posibilidad de la redención de los pecados terrenales, así como al significado social de la apariencia, que constituyen ideas fundamentales para entender la representación de la muerte como construcción del orden social propio del Antiguo Régimen.
Creo pertinente afirmar que la muerte teniendo la importancia en una sociedad donde lo religioso permea todos los otros aspectos de la vida diaria y la cultura material; plantea ciertas necesidades e inquietudes y mueve a estas personas a buscar soluciones que se traducen en estrategias, rituales, usos y costumbres para mantener esas preeminencias sociales, incluso en el más allá.
Las honras fúnebres más importantes para la Monarquía Hispánica y sus territorios, obviamente son las que atañen a la familia real, empezando por el Rey. Las actas capitulares son valiosas para aproximarnos a estas ordenanzas, porque nos permiten vislumbrar cómo circulaba la noticia a través de los diferentes escalones administrativos de la Monarquía, los plazos asumidos para realizar las exequias, las instituciones y sus respectivos actores que despliegan estos rituales. En cuanto a la liturgia, nos resulta interesante destacar la confección del túmulo, construcción temporal que representa la presencia física del monarca fallecido y que constituye toda una representación simbólica de lo que significaba su persona, majestad, su reinado y sus victorias.[37]
Cuando se producía el fallecimiento de un soberano se enviaban inmediatamente circulares a todos los territorios de la Monarquía a los fines de comunicarles la noticia, hacer partícipes a sus habitantes del luto por la pérdida y ponerlos al tanto de la entronización del nuevo rey. Podemos hablar de manifestaciones directas de los mensajes enviados desde el centro del poder para marcar la posición social de cada súbdito, el lugar que corresponde a cada uno en esta sociedad de Antiguo Régimen.[38]
Al recibirse en el Cabildo la Real Cédula que participaba a la ciudad del fallecimiento del Monarca y la proclamación del trono de su sucesor, inmediatamente se ponían en marcha todos los engranajes de sociabilidad para cumplir con las honras fúnebres.
Se designaba qué liturgias deben llevarse a cabo en la ciudad: erigir un túmulo que represente al monarca fallecido, realización de rezos, misas, sermones y novenarios en cada uno de los templos y conventos para asistir al alma del difunto, decoración de calles. Un ejemplo de estas ordenanzas lo constituye un acta capitular con fecha del 22 de julio de 1789 donde se comunica a las autoridades del Cabildo del fallecimiento de Carlos III, estableciéndose el siguiente protocolo: “solicitar a las comunidades dobles, y que han de cantar responsos y que se expidan dobles en todos los conventos” además de “responsos cantados por las sagradas religiones a quienes se les pida los sufragios de misas que puedan deliberar los prelados”.[39] Es decir, se especificaba los oficios que debían desplegar las diferentes instituciones eclesiásticas de la ciudad para auxiliar espiritualmente al alma del difunto monarca. Por otro lado, se prescribía al Comandante de las Armas que sus subalternos concurrieran a las exequias y se extendía el anuncio a otros poblados como Rosario, Paraná y Coronda para que los mismos realizaran sus respectivas ceremonias.
El Cabildo hacía saber la noticia a toda la ciudad a través de carteles y pregoneros, haciéndola partícipe de honras fúnebres realizadas, réplicas de las llevadas a cabo en la Península, consistente en actos públicos que incluían actividades relacionadas a la diversión. En estas fiestas públicas que solían realizarse en la plaza principal. Este sitio, espacio de significación “donde la vida religiosa y de diversiones se había materializado”[40] devenía en el centro de reunión de estas instancias de sociabilidad donde todos los vecinos eran compelidos a participar y cumplir su papel desde el lugar que tenían asignado en la sociedad. En el acta recién citada, el Cabildo ordena que “en regocijo y lealtad del debido vasallaje se hagan fiestas públicas de sortijas, púas, toros y comedias”.[41]
Felipe y Mónica Cervera nos brindan una hermosa descripción de cómo se desenvolvían estas celebraciones:
¿Somos capaces de imaginar la descarga emocional que generaban esas fiestas -que duraban dos, tres, cuatro días ininterrumpidos-, la alegría un poco desenfrenada y visceral de estar contemplando la muerte sangrienta de esos animales, el enfrentamiento de hombres a caballo luchando con varas hasta caer, con jinetes armados de picas o cañas, que se renovaban permanentemente a lo largo del día, lo que implicaba que muchos habitantes no solo miraban y festejaban, sino que participaban activamente en la lucha?[42]
Interpreto que la descarga emocional a la cual se refiere el autor como un carácter de “válvula de escape” que poseían estas celebraciones en cuanto a que canalizaban las tensiones que pudieran presentarse entre los diferentes grupos sociales. Además, coincido con Carlos Page en la definición de estas fiestas como “vehículos de propaganda a favor del poder real”[43] dado que estos acontecimientos tienen como propósito hacer pública expresar lealtad y acatamiento al nuevo monarca. En América sirvieron para reafirmar la pertenencia al Imperio español y mantener viva la presencia del Monarca lejano. Por otro lado, el dolor de la muerte real era totalmente revertido con la asunción del nuevo monarca. Estos acontecimientos también suponían una ocasión para que todos los habitantes exteriorizaran su posición, quedando expuesta simbólicamente la estructura de la sociedad que componían. Para este propósito se elaboró una legislación que reguló lo correspondiente a ceremonial, vestuario, formas de actuar, etc.
La buena administración de los cuerpos y las almas de los súbditos y las súbditas de los dominios monárquicos hispánicos no podía dejar de ser regulada por las autoridades virreinales, en nombre de su rey. Obviamente, debemos tener en consideración que como todo tipo de reglamentación, la que nos compete no siempre se cumplía al pie de la letra. Aun así, nos interesa dar cuenta brevemente de la misma, a fines de poder aproximarnos a la manera en que la muerte y su tratamiento eran legislados. En este sentido, podemos dar cuenta de un acta capitular con fecha del 31 de octubre de 1752, copia del bando dictado por el gobernador José de Andonaegui, en Buenos Aires, el 17 de agosto de 1752, en vista de la Real Cédula dada en Madrid el 22 de marzo de 1693, inserta en una Real Provisión circular de 1736 de la Audiencia de la Plata sobre moderación de lutos que deben los vasallos varones y mujeres, tanto por miembros de la familia real como por parientes y allegados. Los vecinos y las vecinas han de tener en cuenta que
proveyendo no se cuelguen las casas con lutos, ni que los ataúdes puedan ser forrados sino en bayeta, paño, o holandilla negra, y clavazón pavonada y galón negro o morado, excepto los de párvulos, que puedan ser de color y de tafetán doble, y nomás, y doce hachas, sirios que solamente le pongan en el entierro u honras, con cuatro velas sobre la tumba
Señala que a pesar de haberse practicado dicha real orden del 18 de enero de 1737, “se ha hecho poco caso de lo mandado por Su Majestad, y hagan las penas contenidas en él y para que se cumpla como ley bajo pena de $ 1000”.[44]
Lo que más llama la atención en este acta es por un lado, la activa intervención en las autoridades coloniales en regular las liturgias fúnebres. Esto último es entendible dada la mencionada preeminencia que supone para una sociedad barroca donde lo espiritual permea todos los aspectos de la vida y la sociedad. Naturalmente, las autoridades eclesiásticas también solían tomar parte en la administración y regulación de la disciplina funeraria. Tenemos constancia de una visita pastoral realizada en 1774 por el Obispo Manuel Antonio de la Torre. Entre otros menesteres, el prelado se ocupó de realizar dictámenes sobre el tema que nos ocupa y la complejidad de los mismos se refleja de manera notable en el documento analizado.
Este tipo de visitas implica la presencia del Obispo (o de algún Visitador delegado por él) en los diversos ámbitos religiosos de su jurisdicción para realizar una revisan sobre las personas (eclesiásticos y laicos) y sobre las propiedades de la Iglesia. El Obispo analiza todo lo relacionado a los Sacramentos, los servicios, espirituales, los ritos litúrgicos y los Libros de Registros de Bautismos, Matrimonios y Defunciones.[45]
En cuanto al análisis del documento que da constancia de esta visita, en primer lugar, de la lectura de este fragmento podemos deducir que asistimos a una diferenciación en la composición de las honras fúnebres, según la edad (párvulo o mayor), calidad social (si es una persona notable o no) o la etnia (español peninsular o americano, negro, indio, etc.).
Los rituales funerarios para una persona notable solían incluir una misa que era atendida por los familiares, amigos y vecinos ilustres. La cantidad de gente que asistía a las mismas variaba de acuerdo con las redes sociales del difunto o de su familia, y se entendía que mientras mayor el número de gente que atendía el funeral era mayor el estatus social del difunto. Además, se podría inferir que el sumar elementos que compongan la liturgia y personas que participen en la misma, requiere pagar tarifas extras, es decir, realizar honras fúnebres más prolíficas requiere de desembolsar más dinero. El acta que recoge el testimonio de la mencionada visita obispal detalla los costos (limosnas) que deben pagarse por cada componente de la liturgia. Si algún testador desea “llevar en estos entierros más asistentes con sobrepellices”,[46] la asistencia de ministros a misas o novenarios, celebrar posas y misas cantadas extras, deberá pagar lo que corresponde en cada servicio espiritual.
Si tenemos en cuenta a esta élite descendiente de aquellas primeras familias conquistadoras –que mantuvieron lazos de parentesco, solidaridad, relaciones comerciales, etc. a través de los cuales fueron estructurando sus redes– podríamos entender la importancia de realizar estos ritos para fortalecer las interacciones y lazos establecidos entre familias.
Es aquí donde se aprecia una característica muy notoria de una sociedad barroca como la que constituye el objeto de estudio del presente trabajo; en esta cuestión es necesario tener en cuenta la calidad social del difunto y la misma va a influir la inversión monetaria, traduciéndose en beneficio espiritual, es decir, ayudar el alma a acortar el tiempo de permanencia en el Purgatorio y cuanto antes llegar al Paraíso.
Este enunciado que acabo de realizar, a su vez, podría entenderse mejor si rescatamos la afirmación de Roberto Di Stefano y Jaime Peire en cuanto a que en la sociedad barroca tanto la religión y la economía como aquella y la política no estaban separadas, sino más bien que el aspecto espiritual animaba y motivaba los otros dos recién mencionados.[47]
Por otro lado, resulta notable la preocupación que manifiesta el Obispo por el hecho de que “la piedad y caridad de los vivos con los difuntos está muy resfriada para con los muertos”.[48] Esto constituye para mí una muestra de lo primordial que es el auxilio que aquellos deben tener con estos últimos y que forma parte de la comunidad de los santos. Este dogma da cuenta de la unión espiritual de todos los seres, vivos o muertos, en la comunidad cristiana y donde cada uno contribuye al bienestar de todas las personas. Lo cual motiva la fundación de cofradías como es para el caso de Santa Fe la Hermandad de la Caridad, cuya función era asegurar mortaja, lugar de sepultura y un digno funeral cristiano a quienes no podían costearlo. Muchas personas podían realizar donaciones a estas cofradías para así, a través de esta limosna, sumar méritos para acceder al Paraíso. El mencionado documento establece que “cuando el difunto o difunta fuere persona miserable, por cuya causa no testó, se dirá donde corresponda: No testó por ser pobre y se le hizo entierro de limosna”.[49] Considero a este uso, parte de la piedad propia del cristianismo al asegurarle a los desposeídos un entierro con las condiciones mínimas para poder acceder a la vida ultraterrena deseada.
En cuanto a los negros, sus exequias son costeadas por sus amos. Si un vecino desea “más pompa, pagará los derechos conformes al entierro mayor o menor”.[50] Podríamos considerar este gesto de un notable para con su esclavo como una muestra más de piedad.
El testamento, última y postrimera voluntad
Aquellos con los medios suficientes para plasmar por escrito sus planes en un testamento solían dejar detalladas indicaciones para la disposición de sus cuerpos y sus almas, demandando arreglos funerarios cuidadosamente orquestados. Generalmente son los españoles quienes hacen uso de esta acta y aunque en muchas cartas de libertad se les da a los favorecidos la posibilidad de testar, entre otras, sólo se han encontrado contados casos de que esto haya sucedido.[51] De la lectura y análisis de estos documentos, podemos entrever como estos actores sociales se percibían a sí mismos frente a la sociedad, los suyos y como enfrentaban un momento tan importante como la muerte; así como también puede indagarse sus concepciones sobre la fe, la vida, la muerte, su temor por el destino de su alma, el futuro de los suyos y sus bienes o de qué manera se mostraban ante el entramado social.
De acuerdo a lo anteriormente expresado, considero necesario destacar en las actas testamentarias estos elementos que a nuestro entender más relevantes.[52]
1) El hecho de identificarse personalmente con calidades sociales propias, por ejemplo, títulos, cargos, condición de vecinos, su condición de legitimidad como hijos, esposa o marido, como por ejemplo “yo, el Alférez Real Pedro Florentino Urizar, actual alcalde ordinario de primer voto de esta ciudad”[53] o “yo Don Bentura Arias Montiel, vecino de esta ciudad e hijo legítimo…”.[54] La calidad social que siempre resalta en los testamentos es la de vecino, la cual no debemos dejar pasar desapercibida. El término “vecino” no designaba simplemente al conjunto de habitantes, y como tal más que una definición objetiva, era una construcción mental que implicaba una categoría social con compromisos legales y jurídicos. Según Griselda Tarragó, esta calidad social implicaba:
una ‘nobleza’ americana construida y auto-otorgada en virtud de una legitimación que tenía su fundamentación en la propia dinámica social de cada ciudad, especialmente en áreas como el Río de la Plata[55]
Esta categoría, además, aparecía asociada a una posición social, como a la posesión de medios para sostener una “casa poblada” que pueda albergar y mantener un abigarrado conjunto de habitantes (parientes, huéspedes y criados). Sólo los españoles y sus descendientes tenían categoría de “vecino”, y gozaban de todos los beneficios. Así, varias familias notables fueron constituyendo una red de vecindad, a través de la creación de lazos y alianzas.[56]
2) Dar cuenta del estado mental y físico del testador a la hora de dejar asentada su última voluntad. Por ejemplo, Don Thomas Vicente Herreñú y Arteaga afirma hallarse “enfermo en cama de enfermedad natural, pero por la Divina Misericordia con entereza de mis potencias y sentidos”.[57] La finalidad era demostrar y dejar documentado que, a pesar de sufrir de achaques físicos, se poseía en ese momento la lucidez mental suficiente como para poder llevar a cabo los arreglos necesarios para asegurar un buen morir.
3) Declaraciones de fe consistentes en expresiones estereotipadas. Estas fungen como pública demostración de su condición de buenos cristianos, temerosos de Dios y fieles a la Iglesia, tanto durante toda la vida como también al momento de morir. Cuestiones que se relacionan con el carácter sacralizado de la muerte, impuesto por las leyes y las costumbres. Las fórmulas más usadas involucran a muchos y variados dogmas católicos y son, entre otras:
creyendo como firme y verdaderamente creemos en el altísimo misterio de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas distintas y un solo Dios Verdadero, como todos los demás misterios que cree y confiesa nuestra Santa Madre Iglesia Católica Apostólica Romana, bajo de cuya fe y creencia hemos vivido y protestamos vivir y morir, como católicos fieles cristianos[58]
4) Los diferentes pasos a seguir en cuestiones funerarias, a saber: entierro, honras, cabo de año, novenarios cantados, mortajas, misas rezadas, etc. Las liturgias y los entierros realizados en los templos que son nuestro interés en este trabajo han quedado asentados tanto en el libro de difuntos de la Iglesia de Todos los Santos (la Iglesia matriz) como en las mandas testamentarias. Si bien no todos brindan la misma cantidad de información, generalmente aquellos registros que corresponden a los entierros de mayor pompa realizados para los vecinos más notables poseen las actas más completas y pueden dar mayor cuenta de cuestiones que hacen a la liturgia. Una de estas honras es la correspondiente a Matías Maciel, cuyas honras fúnebres consistieron en “entierro mayor cantado de primera clase con tres posas, cuatro capas y acompañaron al preste tres sobrepellices y misa cantada de cuerpo presente”.[59]
5) La elección del lugar de la sepultura en la Iglesia Matriz o en los templos de los conventos de la ciudad. En los casos que hemos estudiado en Santa Fe, los claustros más solicitados eran los de Nuestra Señora de la Merced, San Francisco y Santo Domingo. Luis María Calvo menciona la diferencia entre los términos iglesias y cementerios, los cuales designan a los entierros dentro y fuera del templo, respectivamente. El historiador afirma la mención de un entierro en el “convento”, el cual podría significar que se produce dentro de la iglesia; siendo esto último posible de corroborarse consultando los testamentos. Calvo observó para el caso de la Iglesia de Santo Domingo que los entierros en los lugares privilegiados del recinto estaban reservados a vecinos notables, sobre todo aquellos vinculados a la Orden, ya sea a través de relaciones de familiaridad o afecto con la misma, las cuales se transmitían de manera hereditaria. Algunas veces, esta vinculación eximía de pagar el costo de algún tipo de exequias o permitía realizarlas de limosna. Lo cual no le quita importancia y distinción a la honra fúnebre en cuestión.[60] Quienes pudieran costearlo elegían los sitios más importantes de los templos para ser sepultados.
Era común en vecinos notables hacerse enterrar dentro de las iglesias donde se encontraban sepultados sus familiares y ancestros. Un ejemplo de esto es el de Doña María del Tránsito Cabral quien solicitó ser inhumada “en la Iglesia de Nuestra Señora de Mercedes de esta dicha ciudad, en la sepultura o sepulcro donde han sido enterrados mis mayores de la casa donde fui criada”.[61]
Podría inferir a partir de esta solicitud que la vecina en cuestión no solo deseaba seguir estrechando los lazos con los suyos luego de su desaparición física; sino que, consciente o inconscientemente, se mantenía estas redes de relaciones y alianzas propias de este tipo de entramado social, incluso después de haber dejado este mundo. Por otro lado, ser terciario de una orden religiosa, brindaba beneficios extras, por ejemplo, ser enterrado con el hábito de la misma, poder asegurarse un digno lugar de entierro y luego del mismo, seguir recibiendo la asistencia que brindan los rezos y las misas de los miembros de la orden.[62] Incluso, tal como se detalla en el citado fragmento, se especificaba el atuendo (religiosamente connotado) que se deseaba portar; tal como un matrimonio que solicitaba que sus cuerpos “sean sepultados en la Iglesia del Convento de Santo Domingo en sepultura que tenemos propia amortajados con el hábito de dicha Sagrada Religión”.[63] Este atavío suponía para estas personas las posibilidades que daba una organización que garantizaba un verdadero “pasaje al cielo”.
6) El nombramiento de algún familiar o persona de confianza para que se encargue de “nombrar sepulturas, disponer nombramiento de albaceas y herederos y revocar otras disposiciones que antes que ahora hayamos hecho, para testar”[64] y también, “debiendo hacer el entierro, exequias, funerales, y más aún, sufragios que se acostumbran”.[65]
También puede suceder que un matrimonio proceda a nombrarse “el uno al otro y el otro al otro”[66] para las cuestiones mencionadas. Esta profusión de actos que expresaban esa ritualidad salvífica relegaba a los familiares a la función de ejecutores de las decisiones funerarias, sin importar que los elevados gastos mermaran de manera considerable las fortunas dejadas a los herederos. Coincidimos con Phillipe Ariès en cuanto a que esta delegación de indicaciones en personas cercanas suponen “testimonio de confianza absoluta” y que estos pasos a seguir eran respetados y cumplidos al pie de la letra, ya que afectaban a la calidad social de la persona.[67] Ahora bien, aun cuando se afrontaba la muerte física, la gente sabía que era temporal, ya que cuando Cristo regresara, los muertos resucitarían y si habían cumplido los requerimientos necesarios, serían llevados al cielo. Por ende, también era importante las diferentes “asistencias” que podía seguir recibiendo el alma del difunto (aun cuando su cuerpo ya había sido reducido a esqueleto). Incluso después de enterrado el difunto y realizadas las exequias, los albaceas se encargaban de las misas, rezos y cualquier precaución que auxiliara al alma en su tránsito al paraíso; esto puede ilustrarse con infrascritos en los cuales se dejaban sentado a modo de comprobante cuando alguien mandaba a hacer misas por el alma de alguna otra persona. Por ejemplo, Lorenzo Santa Cruz, en uno de estos “comprobantes” declara “haber dicho una misa por el alma de Don Luis Rapozo que me la encomendó Don Juana de los Ríos a quien di este en 23 de diciembre de 1796”[68] mientras que en otro podemos ver que Fray Manuel Antonio Juan, guardián del Convento de San Francisco de Santa Ana, con fecha del 7 de junio de 1746.
ha recibido ciento treinta y cinco pesos que ha pagado Doña Juana de los Ríos por el funeral de su esposo el difunto Don Luis Rivero Rapozo. Conviene a saber, entierro, honras, cabo de año, novenarios cantados, mortajas y ocho misas rezadas el día del entierro y haber misa de sepultura[69]
Evidentemente, si tenemos en cuenta lo expuesto hasta ahora, podemos pensar que cuanto más recursos económicos y más influencia social posea el difunto, mejor detalladas van a hacer sus indicaciones post mortem y más cuantiosas van a ser las asistencia que reciba, por ejemplo, un mayor número de misas han de celebrarse en su memoria y en ayuda de su alma.
7) Realizar un recuento de bienes, tanto de los poseídos al momento de contraer matrimonio, como los adquiridos durante la vida conyugal. También se procede a declarar las posesiones (incluyendo esclavos y/o esclavas), dejadas al momento de levantar el acta testamentaria. Esta cuestión no es menor, dado que es importante dejar establecidos con qué tipos y cantidad de recursos cuentan los albaceas y demás personas de confianza que deberán hacer uso de parte de ellos para cumplir con las disposiciones fúnebres que solicite el testamentario en favor de su alma, como así también pagar y saldar deudas que el difunto haya contraído en vida. En este sentido, es frecuente que el testador deje asentado en su manda, que manda a que sus albaceas se hagan cargo de sus bienes, “puedan venderlos y cumplir y pagar las mandas y legados que en el testamento o testamentos que en virtud de este poder fueren hechos y otorgados y en el remanente”,[70] se detalla cuáles de estos bienes deja a cada uno de los herederos, por ejemplo, Doña María Josefa Aguilera deja asentado que a cada uno de su cuatros hijos varones ha
dado algunos bienes, como animales y tierras, mando que todos traigan fielmente a colación lo que han recibido y formando un cuerpo con los existentes bienes de ellos por iguales partes, siendo mi voluntad consignar para las dos mujeres el sitio que poseo en la ciudad[71]
Llegado a este punto, es necesario aclarar que no era la transmisión de los bienes la principal finalidad de estos documentos. Si se analizan en detalle los mismos, coincidimos con Teresa Suárez en que aun presentando inventarios de los bienes poseídos detallándose cuales se dejan a cada heredero, la mayor parte de estas actas están dedicadas a cuestiones litúrgicas como las profesiones de fe, el pedido de intercesión divina, el lugar de sepultura, la composición de las honras fúnebres, etc.[72]
Un último aspecto de la liturgia fúnebre barroca, relacionado con la administración de los bienes, era la instauración de capellanías; generalmente por parte de una persona acaudalada, la cual dejaba asentado en su testamento una cantidad de dinero que se ponía en renta, para que con las ganancias se pagara la realización de un número determinado de misas y sufragios por la salvación de su alma. Estos patrimonios separados constituirían la manutención del sacerdote poseedor de dicha capellanía, quien se comprometería a celebrar en una capilla los mencionados servicios litúrgicos. Este uso responde a lo que Candelaria Castro Pérez, Mercedes Calvo Cruz y Sonia Granado Suárez denominan la “doble finalidad”, la cual consiste en contribuir a la salvación del alma de sus fundadores y generar una renta a partir de la cual puede mantenerse el capellán de forma vitalicia. El fundador es quien establece los detalles del funcionamiento de la capellanía: obligaciones del capellán, pasos a seguir en la liturgia, bienes que se ponen en renta y quien se haría cargo de la capellanía cuando ésta quedase vacante.[73] A mi entender, éste constituye el elemento más notable de la inversión económica para un reaseguro espiritual, dado que le brindaría al alma del testador una profusa y prolongada asistencia litúrgica, aun habiendo pasado un buen tiempo desde su entierro. Para ilustrar este proceder he rescatado el testamento de Don Francisco Solís, Capitán reformador de Milicia, en el cual destina su finca para instaurar su capellanía. En dicho documento da cuenta del valor de la misma, las calidades sociales y étnicas que deba reunir quien vaya a ser el Cura Capellán, como por ejemplo, en cuanto a la limpieza de sangre y calidad de buen cristiano tanto suya como de su familia:
que sus padres y abuelos paternos y maternos ni el hayan ejercido hayan ejercido oficios bajos, de hecho o de derecho, ni sean descendientes de Moros, Judíos, Herejes o Penitenciarios, nuevamente conversos, sino que sean Cristianos viejos limpios de toda mala raza, y que sean de vida ejemplar)[74]
El testamento además, sienta las pautas sobre cómo debe llevar a cabo liturgia el Cura Capellán:“(doce [rotos] misas, y al fin de cada una, rezará un [roto] aplicando todo a beneficio de mi alma)” y detalla otros deberes que ha de cumplir el mencionado eclesiástico: “siendo obligación de su capellán propietario, rezar un tercio de Rosario cada mes por las ánimas referidas”.[75] Además se aborda la administración y conservación de la capellanía, siendo propiedad del testador mientras esté viva y pasando a manos de sus herederos luego de su muerte, quienes deberán cuidar sus bienes y administrarlos; así mismo, miembros del clero deberán visitarla de manera periódica para asegurarse de que el Capellán esté cumpliendo con sus funciones:
que durante los días de mi vida, he de ser el Patrono de esta Capellanía, que por tal me nombro, y de mis cargos, y cuidado ha de ser la conservación de la finca, y exhibición de su rédito, siendo después esta obligación de los que me sucedan […] esta Capellanía, ha de ser visitada por el ordinario Eclesiástico para que cuide del cumplimiento de los Capellanes en cuanto a las cargas, y a los Patronos en la conservación de los bienes, satisfaciéndose de estos los derechos de visita, y por aquellos, el subsidio, y otros que estén establecidos[76]
Este fragmento es un ejemplo muy valioso dado que nos permite ver los elementos que atañen a la constitución de una capellanía, donde se tenía en cuenta una variopinta variedad de precauciones, como la cantidad de rezos y misas que deba realizar el cura capellán como su origen étnico y religioso. Tal como se puede apreciar en esta acta, el mismo fundador de la capellanía solía autodenominarse patrono o también designar a alguien de confianza para dicha función.[77]
Todo lo analizando en este apartado, me habilita a realizar una reflexión, mencionada en innumerables trabajos sobre el tratamiento de la muerte, pero que no puedo dejar de mencionar: al contrario de lo que suele pensarse en cuanto a que la muerte iguala a todos, por lo menos para el Santa Fe del siglo XVIII esto no es así y después de la misma se mantiene esta desigualdad jurídica que rige estos tipos de sociedades barrocas. Así como en vida a cada persona le está fijado su lugar en la comunidad por nacimiento, calidad social, género, edad, etc. esto se mantiene luego de la muerte, y a cada uno le corresponde diferentes tratamientos funerarios según las características enumeradas.
Conclusiones
Santa Fe, integrada a la Monarquía Hispánica, participó del gobierno e imaginario católico que tallaron a las sociedades coloniales. La desigualdad jurídica, las redes articuladas por relaciones de parentesco, patronazgo y lealtad personal atravesaron a la sociedad santafesina en el período abordado en el presente trabajo. Cada persona ocupaba el lugar que le correspondía en la sociedad según el nacimiento, lo cual le imponía ciertas obligaciones que debía cumplir de cara a la sociedad y a sus pares, superiores e inferiores. Esto era recreado y reflejado en las concepciones y prácticas en torno a la muerte.
Por otro lado, no había una separación entre el poder político y el religioso. Los mismos se expresaban en todo tipo de ceremonial, fiestas, honras y procesiones que marcaba el lugar de cada persona en ese entramado social. Esta liturgia marcaba no solo el calendario de la comunidad, sino las diferentes etapas de la vida por la que atravesaba una persona. La Iglesia regulaba los diferentes ritos de paso atravesado por cada sujeto y, entre ellos, la muerte era un momento más de la vida donde se ponía en juego todas estas cuestiones mencionadas.
Morir no era constituía un acto solitario, sino que las personas cercanas al moribundo o difunto eran implicados por la misma lógica de las redes de sociabilidad que les unía, siendo comprometidos a intervenir activamente en pos de auxiliar el alma de su deudo. Por un lado, el testamento fungía como descargo de conciencia, arreglo de asuntos terrenales, pedido de intercesión divina, elección de las honras y tratamientos fúnebres que quería recibir y era el documento que involucraba a la persona agonizante con los suyos, quienes debían cumplir con la voluntad de su ser querido. Finalmente, el sitio a ser enterrado, el templo de su elección y el lugar específico dentro del mismo, tenía una importancia cabal, tanto en la efectivización de los sufragios por el alma en el más allá, como en lo que este lugar simbólico producía y reproducía socialmente aún después de la muerte.
Fuentes
Inéditas
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Archivo del Departamento de Estudios Etnográficos y Coloniales. Ciudad de Santa Fe. Argentina (ADEEC):
Escrituras Públicas. Tomos 17, 18, 20 y 22.
Expedientes Civiles Tomo 25
Archivos Recuperados
Éditas
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* El presente artículo es parte del Seminario de Historia Regional, materia curricular de la carrera de Historia de la Universidad Nacional de Rosario a cargo de la Prof. Sandra Fernández. Defendido el 30 de octubre de 2017.
** Universidad Nacional de Rosario. E mail: cecilialaura@gmail.com
[1] Torres, 2006: 116.
[2] Torres, 2006: 116.
[3] Zapico, 2005: 618.
[4] Ariès, 1977: 34.
[5] “Informe dado al Consejo por la Real Academia de la Historia en 10 de junio de 1783 sobre la disciplina eclesiástica antigua y moderna relativa al lugar de las sepulturas”, Madrid, 1786, pp. 8 y 9. Agradezco a Miriam Moriconi el haberme facilitado este documento.
[6] Martínez, 2005: 8-10.
[7] “Informe dado al Consejo por la Real Academia de la Historia…”, pp. 55.
[8] “Informe dado al Consejo por la Real Academia de la Historia…”, pp. 35-36.
[9] Alfonso X el Sabio (1255) Las Siete Partidas. P. Sánchez-Prieto Borja, Rocío Díaz Moreno, Elena Trujillo Belso: Edición de textos alfonsíes en REAL ACADEMIA ESPAÑOLA: Banco de datos (CORDE) [en línea]. Corpus diacrónico del español. http://www.rae.es [7 de marzo 2006]: Siete Partidas.
[10] Le Goff, 1981: 190-200.
[11] Suárez, 1994: 85.
[12] Ariès, 1977: 385.
[13] Ariès, 1977: 251.
[14] Ariès, 1977: 254
[15] Will, 2003: 62-63.
[16] Suárez, 1994: 88.
[17] Ayrolo, 2009: 213.
[18] Ayrolo, 2009: 213
[19] Se denomina fábrica a las rentas destinadas a la construcción y conservación de las instalaciones religiosas, así como para sufragar los gastos que implica dicha institución como los servicios litúrgicos. Para saber más sobre su funcionamiento, Citerio, 2011: 114- 121.
[20] Caretta & Zacca, 2010: 140.
[21] Martínez, 2005: 16.
[22] Caretta & Zacca, 2010: 2.
[23] Tarragó, 2016: 43.
[24] Tornay & Suárez, 2003: 526.
[25] Tarragó, 2016: 43.
[26] Tarragó, 2004: 239.
[27] Tarragó, 2004: 239.
[28] Cervera, 2005/2006.
[29] Tarragó, 2003: 239.
[30] Barriera, 2006: 13.
[31] Garavaglia & Fradkin. 2009: 199-220.
[32] Zapico, 2005: 614-615.
[33] Moutoukias, 2000:355- 412.
[34] Levi, 1985: 1.
[35] Zapico, 2005: 613-639.
[36] Zapico, 2005: 637.
[37] Zapico, 2005: 598.
[38] Garavaglia & Fradkin. 2009: 199-220.
[39] Archivo General de Santa Fe (en adelante AGSF), Actas de Cabildo de Santa Fe del 22 de junio de 1789, Tomo: XV, F. 379-382.
[40] Cervera & Cervera, 2016: 64.
[41] AGSF, Actas de Cabildo de Santa Fe del 22 de junio de 1789…
[42] Cervera & Cervera, 2016: 61.
[43] Page, 2009: 431.
[44] AGSF. Acta del 31 de octubre de 1752, Tomo: XII, F 189-190
[45] Stoffel, 2007/2010: 121.
[46] Archivo Histórico del Arzobispado de Santa Fe de la Vera Cruz (En adelante, AHASFVC) Visita del Ilustrísimo Señor Don Manuel Antonio de la Torre del Consejo de S. M. Obispo de la ciudad de la Santísima Trinidad de Buenos Aires y su obispado. Santa Fe, Autos y Decretos Tomo II (1752- 1910) 1 de octubre de 1774, F. 29-31. Agradezco la guía ofrecida por Miriam Moriconi en mi primer ingreso a este Archivo y el contacto con esta documentación
[47] Di Stéfano & Peire, 2004.
[48] (AHASFVC) Visita del Ilustrísimo Señor Don Manuel Antonio de la Torre…
[49] (AHASFVC) Visita del Ilustrísimo Señor Don Manuel Antonio de la Torre…
[50] (AHASFVC) Visita del Ilustrísimo Señor Don Manuel Antonio de la Torre…
[51] Suárez, 1994: 84.
[52] Suárez, 1994: 84.
[53] Archivo del Departamento de Estudios Etnográficos y Coloniales. (En adelante, ADEEC) Testamento del Alférez Real Don Pedro Florentino Urizar. Santa Fe. 29 de abril de 1773. Escrituras Públicas, Tomo 17, F. 455.
[54] ADEEC. Testamento de Don Bentura Arias Montiel. Santa Fe. 1 de enero de 1770. Escrituras Públicas, Tomo 17,F. 15 r- 15 v
[55] Tarragó, 2004: 243.
[56] Cervera, 2005/2006.
[57] ADEEC. Escritura pública de poder para testar de Don Thomas Vicente Herreñú y Arteaga. 6 de septiembre de 1782,Tomo 18, F. 474-475.
[58] ADEEC. Escritura pública de poder para testar de Don Ignacio de Aguiar y Doña Beatriz Gaete. 23 de abril de 1771. Escrituras Públicas, Tomo 17, F. 150- 151.
[59] Calvo, 2014: 55-76.
[60] Calvo, 2014: 55-76.
[61] ADEEC. Escritura pública de poder para testar de Doña María del Tránsito Cabral. 11 de noviembre de 1785. Escrituras Públicas, Tomo 18, F. 861- 862v.
[62] Zapico, 2005: 634.
[63] ADEEC. Escritura pública de poder para testar de Don Ignacio de Aguiar y Doña Beatriz Gaete.
[64] ADEEC. Escritura pública de poder para testar de Don Pedro José de Aguiar y Doña Juana María Arbestáin. 6 de julio de 1770. Escrituras Públicas, Tomo 18. F. 120.
[65]AHASFVC, Cédulas Pastorales, Real Cédula de 20 de junio de 1776, F. 66-69.
[66] ADEEC. Escritura pública de poder para testar de Don Ignacio de Aguiar y Doña Beatriz Gaete.
[67] Ariès, 1977: 269-273.
[68] ADEEC. Infrascripto firmado por Lorenzo Santa Cruz. 23 de diciembre de 1796. Expedientes Civiles, Tomo 25, F. 462.
[69] ADEEC. Infrascripto firmado por Fray Manuel Antonio Juan. 7 de junio de 1746. Expedientes Civiles, Tomo 25, F. 436.
[70] ADEEC. Escritura pública de poder para testar de Don Ignacio de Aguiar y Doña Beatriz Gaete.
[71] ADEEC. Escritura pública de poder para testar de Doña María Josefa Aguilera. 26 de diciembre de 1808. Escrituras Públicas, Tomo 22, F. 185v- 186v.
[72] Suárez, 1994:85.
[73] Castro Pérez, Calvo Cruz & Granado Suárez, 2007: 336-340.
[74] ADEEC. Escritura pública de poder para testar de Don Francisco Solis. 11 de enero de 1800. Escrituras Públicas, Tomo 20, F. 001-004.
[75] ADEEC. Escritura pública de poder para testar de Don Francisco Solis.
[76] ADEEC. Escritura pública de poder para testar de Don Francisco Solis.
[77] Para más información sobre el funcionamiento de las capellanías en el Río de la Plata, véase: Levaggi, 1998:143-154.
[p1]Faltaba la imagen de cierre