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La Armada del Mar del Sur: reformas para asegurar los territorios en el nuevo contexto geopolítico de principios del setecientos*
Martín A. Gentinetta**
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Cuadernos de Historia. Serie economía y sociedad, N° 20, 2018, pp. 123 a 153
RECIBIDO: 09/02/2018. EVALUADO: 03/04/2018. ACEPTADO: 29/05/2018.
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Resumen
El presente trabajo propone explorar las transformaciones que tuvo la Armada del Mar del Sur desde su constitución y hasta las reformas de «nueva planta» aplicadas a mediados de la década de 1710, consideradas estas últimas un punto de llegada antes que un intento de crear una nueva fuerza del mar en el virreinato peruano. El recorrido propuesto se focaliza en el contexto de las primeras reformas implementadas por Felipe V y en la participación dentro de la armada de oficiales de origen norteño (guipuzcoanos y vizcaínos en buena parte), que fueron parte de la nueva elite de la que se rodeó el primer Borbón.
Palabras clave:
Armada del Mar del Sur – Monarquía hispánica – siglos XVI-XVIII
Summary
This article explores the Armada del Mar de Sur transformations from their constitution to the «nueva planta» reforms in the 1710 decade, usually considered as a point of arrival before the attempt to create a new sea force in the Peruvian Virreinato. It focalizes in the Felipe V reforms context and in the participation of northern origin officials (from Guipuzcoa and from Biscay, principally) in the armada, who were part of the new elite that surrounded the first Borbón.
Keywords
South Pacific Army – Spanish Monarchy – XVI-XVIII centuries
Introducción
Mi propuesta se orienta a explorar cómo se fueron gestando algunas transformaciones –junto a los contextos particulares que pudieron motivarlas– en la estructura y funcionamiento de la Armada del Mar del Sur, al calor de las primeras reformas que comenzó a aplicar Felipe V en los diferentes territorios de la Monarquía ni bien subió al trono en 1700. Los cambios que propició el joven rey y junto a los funcionarios que lo acompañaron, señalaron hacia varias direcciones. Por un lado, en el campo estrictamente naval, se avanzó en la modernización de las fuerzas navales y en la profesionalización de sus oficiales. Por otro lado, los intentos de fortalecimiento de la Armada del Mar del Sur se relacionaron con los cambios geopolíticos en América del Sur: Buenos Aires se convirtió en un enclave estratégico para la defensa del Atlántico Sur, junto con la fundación del puerto de Montevideo en 1724.
También han de considerarse en relación a los cambios introducidos en la Armada, los debates y posturas encontradas acerca de la conveniencia de mantener las ferias anuales en Portobelo o habilitar el comercio directo desde Cádiz hacia el Perú a través del Atlántico Sur, por el cabo de Hornos. Esta cuestión anudaba de manera directa con las estrategias para la defensa de las costas caribeñas del norte de América del Sur –los territorios actuales de Colombia y Venezuela. Otra cuestión central está relacionada con la incorporación a la Armada de oficiales de origen vasco que pertenecían a las «redes de norteños», las cuales constituyeron parte de la elite de gobierno que acompañó a Felipe V en el gobierno de la Monarquía y en la puesta en marcha de las primeras reformas.[1]
La escueta síntesis anterior da cuenta de las cuestiones que hacen a las reflexiones que propongo en este trabajo en relación a la Armada del Mar del Sur, las que están acompañadas de un recorrido por el devenir de la propia institución, desde su constitución a finales del siglo XVI y hasta el período histórico que interesa aquí, las primeras décadas del setecientos. De manera paralela, me detendré en aquellas circunstancias particulares que favorecieron la introducción de las reformas, tanto en lo que hace a funcionamiento como en quiénes fueron puestos al frente de ella. De este modo, se pueden ofrecer evidencias que ayuden a comprender mejor el papel desempeñado por la Armada del Mar del Sur desde su conformación y hasta las reformas de «nueva planta» a comienzos del siglo XVIII.
Orígenes y trayectoria de la Armada
La constitución de la Armada del Mar del Sur se inscribió dentro de un ambicioso proyecto que puso en marcha la Monarquía a mediados del siglo XVI, cuando se dieron pasos significativos orientados al fortalecimiento del control político territorial en tierras americanas, al afianzamiento de un sistema comercial basado en el monopolio de puerto único –con la celebración de las ferias anuales en Veracruz y Portobelo– y al comienzo del hostigamiento de la piratería inglesa y francesa. En esta perspectiva cabe mencionar como hito disparador la construcción de doce galeones agalerados en 1568, destinados a formar parte de la armada que debía guardar la flota de la Carrera de Indias.[2] En el caso particular del Pacífico, el antecedente inmediato de la Armada fue la «armadilla de Toledo»,[3] una pequeña flota con la que el virrey Toledo enfrentó los ataques de Drake, después que el corsario inglés atravesó el estrecho de Magallanes, asoló las costas del Perú y avanzó a paso firme hacia el norte, en 1578-79. El diminutivo empleado para referirse a dicha formación era una referencia concreta a su tamaño: dos galeras construidas en el astillero de Guayaquil. Una había sido botada para prevenir sucesos como el acaecido en 1575, cuando el pirata Oxenham cruzó el istmo de Panamá llevando consigo algunas embarcaciones menores y se apostó en las islas de las Perlas desde donde capturó el barco que llevaba el oro desde Lima hacia Panamá. La segunda galera, llamada Santiago, no tenía siquiera pertrechos ni tripulación a la llegada de Drake y se la mantuvo escondida para evitar que fuese incendiada durante sus incursiones sobre las costas peruanas. Según Pérez Turrado, la Santiago, preservada del pillaje del inglés, fue la primera embarcación de la Armada del Mar del Sur.[4]
De las situaciones acaecidas a fines del quinientos, se comprende que la necesidad de disponer de un instrumento para el combate de la piratería está en el origen de la formación de la Armada. Esa ha sido la tesis propuesta por Pérez-Mallaina & Torres Ramírez en un texto dedicado a estudiar en detalle de los distintos aspectos de la Armada del mar del Sur.[5] De acuerdo a estos autores no hay una real cédula que permita establecer una fecha precisa como momento fundacional de esta fuerza naval. Sí se puede constatar la existencia de una serie de disposiciones a partir del año 1581 orientadas a organizar una escuadra armada para el Pacífico, las cuales están contenidas en la recopilación de Leyes de Indias. La primera referencia en la legislación, sin embargo, no alude de manera directa al problema de la piratería, sino a la preservación del tesoro y a garantizar el envío seguro de las remesas de plata desde Perú hacia Panamá. La orden de Felipe II, en abril de 1581, sostenía que:
Conviene que los navíos en que se trae a la provincia de Tierra Firma, la plata y oro, vengan del Perú juntos y en forma de armada, bien artillados y apercibidos para cualquier ocasión que se pueda ofrecer: Mandamos a los virreyes del Perú, que hagan fundir la artillería y batería que fuere necesaria para el efecto […] y hagan armar los dichos navíos, para traer con seguridad el oro y la plata[6]
La misión prioritaria plasmada en el texto era la de custodiar los convoyes que trasladaban los metales preciosos desde el puerto de El Callao hacia la provincia de Tierra Firme o Panamá. Para conseguir este objetivo, se reiteró pocos meses después una ordenanza de la década de 1530, por la cual se autorizaba a los vecinos de los puertos del mar del Sur a fabricar navíos “que quisieren y por bien tuvieren”. En el texto de esa ley sí se mencionaba la cuestión de proveer la defensa del litoral y combatir las incursiones piráticas:
Una dificultad para perseguir a los corsarios en el mar del sur es que los navíos españoles son de menos consistencia de la que se requiere. Convendría que no se permitiese hacer navío que no fuese de tanta fortaleza y que anden bien ordenados, guarnecidos y artillados. Encargamos a los virreyes que considerando la importancia de esta materia, provean siempre lo más conveniente y necesario a la navegación y defensa de aquel mar[7]
A partir de este momento, se repiten con frecuencia en otras leyes el argumento sobre la indefensión de las costas, la atención que deben dispensar las autoridades para evitar las incursiones enemigas y, al mismo tiempo, perseguir el fraude comercial y el drenaje de metálico. En todo ello la Armada debía desempeñar una enérgica acción como instrumento en mano del virrey.
El ataque de Drake evidenció la vulnerabilidad del Pacífico meridional y generó alarma y preocupación entre las autoridades peruanas. En 1584 se puso en marcha una expedición de gran magnitud –su fracaso fue proporcional a su escala– conducida por Pedro Sarmiento de Gamboa con la intención de fortificar el estrecho de Magallanes, asentando allí una población y guarnición permanente.[8] Una vez finalizada la amenaza pirática inglesa, el virrey Toledo buscó una vía intermedia para patrullar las costas y para disponer de naves artilladas sin un excesivo gasto de las arcas reales.[9] Su estrategia se orientó a la compra de algunos buques mercantes para armarlos y que así cumplieran una doble función; incluso se estimuló que los propios mercaderes estuvieran en condiciones de reconvertir sus naves armándolas con cañones para situaciones de emergencia. De este modo, en 1588 la Armada no disponía de ningún buque de guerra y la flota que transportaba los caudales hacia Tierra Firme era custodiada por barcos mercantes que se armaban temporalmente para tal fin.[10] Si por un lado, esa situación evidenciaba la falta de recursos para destinar lo necesario a disponer de navíos adecuados para el patrullaje, por otro lado, se reiteraban una y otra vez las órdenes a las autoridades del virreinato para proveer lo necesario frente a la piratería. Así, en 1590, el rey Prudente reiteraba en una ordenanza que:
…el atrevimiento de los corsarios ha llegado a tan grande exceso, que nos obliga a procurar con especial cuidado la defensa de los puertos y carreras de Indias, y conviene que en tierra y en mar se hagan las prevenciones necesarias a su resistencia y castigo […] mandamos a los virreyes y gobernadores en cuyos distritos hubiere puertos y partes donde puedan surgir… que los procuren tener apercibidos, y la gente alistada en forma de prevención ordinaria…[11]
La preocupación contenida en el fragmento anterior, se reiteraba en las instrucciones que recibían los virreyes y gobernadores al momento de asumir su cargo como durante el tiempo de ejercicio de su mandando. Por ejemplo, la instrucción recibida por Luis de Velazco cuando fue promovido al virreinato establecía, en su capítulo XLIII, el especial cuidado que debía poner para procurar la seguridad del Pacífico meridional. Para ello se lo encomiaba a que conservara “la Armada del Mar del Sur con el menor costo para la Real Hacienda que fuera posible, así como tener siempre avisos ciertos de lo que pudiere saberse de los enemigos y tomar las precauciones necesarias en cada uno de los puertos, en especial en el Callao”.[12]
La piratería ejercida por ingleses, neerlandeses y franceses –muchas veces protegida y avalada por las propias monarquías de origen–, tenía efectos perjudiciales sobre el comercio y el monopolio mercantil que la Monarquía había instaurado en los Reinos de Indias. El blanco dilecto de los piratas eran los barcos que llevaban la plata y el oro y aquellos que volvían a la península llevando los fondos después de la realización de las ferias anuales en Portobelo y Veracruz. También las ciudades costeras padecían las incursiones enemigas que buscaban acrecentar sus réditos; varias ciudades sufrieron reiterados saqueos y sus pobladores tuvieron que pagar elevadas sumas para evitar los ataques o para obtener la liberación de los notables locales, apresados con el objetivo de exigir cuantiosos rescates por sus vidas.
La otra gran amenaza era de orden geopolítico y conllevaba la posibilidad de pérdidas territoriales de la Monarquía. En este asunto, la Armada se convertía en una herramienta fundamental para el patrullaje del Pacífico y la defensa de las costas, situación que también se revelaba en las Leyes de Indias, aunque no siempre de manera directa sino a través de la insistencia en mantener limpias las aguas de las amenazas piratas. Lo cierto es que el fracaso de la expedición de Sarmiento de Gamboa para fortificar el estrecho de Magallanes y el descubrimiento de otros pasos más seguros de ingreso al océano Pacífico –el paso por el estrecho de Le Maire y el cabo de Hornos–, dejaron en manos de la Armada y de las autoridades virreinales la responsabilidad de la defensa frente a los ataques enemigos.
A pesar de que en la época se consideraba difícil que una flota enemiga llegase directamente desde Europa al Pacífico –la navegabilidad por los pasos interoceánicos eran una barrera natural complicada de franquear, sumado al clima extremo–, la amenaza permanecía siempre latente. Lo que más preocupaba a las autoridades era la instalación de algún enclave en la costa sur de Chile, que estaba desprotegida y tenía abundancia de madera de calidad para la construcción de barcos. La permanente «guerra del Arauco» dejaba abierta la puerta para que los enemigos de la corona construyeran un pequeño apostadero desde el cual preparar con seguridad un asalto contra las costas del Perú.[13] A ello venía a añadirse una segunda amenaza: la de una alianza o acuerdo entre ingleses y neerlandeses con los indios no sometidos de la Araucanía para avanzar sobre las poblaciones del Reino de Chile y del virreinato peruano. En relación a los ataques de Cavendish, a comienzos del 1600, un informe dirigido al rey sostenía que éste pretendía “juntarse con los indios araucanos y pregonar desde allí la libertad de conciencia, libertad de todos los indios y negros de la América, acogimiento a los retraídos y perdidos y a todos cuanto quisiesen, seguridad de vidas, honras, buenas compañías…”.[14] Si la intentona de Cavendish no arrojó los temidos resultados, sí estuvieron a punto de conseguirlo los ataques holandeses entre 1615 y fines de la década de 1620.[15]
En las situaciones que hemos mencionado, como en muchas otras –puesto que las amenazas se mantuvieron en todo el periodo que va desde mediados del quinientos y hasta mediados del setecientos, es decir por dos siglos–, la respuesta de la Armada del Mar del Sur fue dispar y, en la mayoría de los casos, tardía. Esto me conduce a revisar el funcionamiento de esta Armada y el papel que jugaron las autoridades que tenían jerarquía y mando sobre ella.
El funcionamiento de la Armada del Mar del Sur
Desde que comenzó su accionar, la autoridad última de la Armada estaba en manos del virrey del Perú, quien actuaba como general de ella y decidía sobre los capitanes y almirantes a quienes se entrega el mando de las embarcaciones. El asiento se fijó en el Callao, puerto natural de la capital del virreinato y sede del presidio militar. La financiación corrió por cuenta de la Real Caja de Lima, aunque en ocasiones hubo aportes de comerciantes y vecinos interesados en disponer de su auxilio, razón por la cual contribuyeron a su sostenimiento. Esta Armada presentaba características semejantes a la de Barlovento, que cumplía las mismas funciones en el mar Caribe y tenía su asiento en el puerto de Veracruz.[16] Los aspectos que acabamos de mencionar, que caracterizaron a la Armada desde su nacimiento, fueron revisados y reformados por Felipe V, como se explicará más adelante, en las décadas de 1710-1720.
La falta de dinero para sostener un número mínimo de barcos de modo permanente, junto a la tripulación necesaria para esos navíos determinó que la formación de la Armada oscilase entre una única embarcación y no más de cuatro o cinco en época de amenazas extranjeras comprobadas. En esos casos, eran los barcos mercantes los que se artillaban provisoriamente para enfrentar a los enemigos. Sin embargo la escasez de embarcaciones, la Armada siempre fue un instrumento al que se echaba mano para la defensa. Aunque su tamaño era reducido, era más viable destinar recursos a mantenerla en pie que invertir ingentes cantidades de metálico en la construcción de fortificaciones a lo largo de la costa. En ese sentido, se siguió el proyecto del virrey Marqués de Salinas (1595-1604), quien propuso fortificar solamente el Callao y mantener la Armada pues insistía en que las dificultades de navegabilidad en los territorios australes era un poderoso elemento disuasorio para aventurarse al Pacífico.[17]
En el transcurso del siglo XVII se articuló un mecanismo de complementación entre la Armada y las fuerzas militares de tierra. Después de 1616, es decir, cuando se sintieron con intensidad los embates de los corsarios holandeses, en particular la incursión de Joris van Spilbergen, se estableció un contingente permanente de cinco compañías de infantería con el objetivo de disponer de profesionales para la custodia y protección del principal puerto virreinal. Estos militares, además de ocuparse de las tareas defensivas, se embarcaban cada año para acompañar las remesas de plata hacia Panamá, por lo que tenían una doble ocupación en tierra y en mar.
Para mantener estos cuerpos y permitir economizar recursos se apeló al sistema de asiento, método que resultaba más rentable. Esta especie de simbiosis del presidio con la Armada también se encontraba entre los oficiales: al menos hasta pasado 1650, los capitanes de las compañías embarcadas asumían el mando de las embarcaciones bajo la figura de generales –en la nave capitana– y almirantes, en los barcos que acompañaban a la principal. La opción de destinar los soldados del presidio a las tareas de la Armada, muestra que no se pensó seriamente en una fuerza del mar profesionalizada. Por el contrario, el objetivo residía en disponer de una herramienta militar fácil de movilizar ante la emergencia de un ataque enemigo sobre las costas. Para las autoridades, el dinero destinado a esta fuerza no tenía un fundamento permanente, más aún cuando se mantenía que el elemento natural –expresado en un clima extremo, los fuertes vientos en el cabo de Hornos y el estrecho de Magallanes y las exigencias y peligros que conllevaba la navegación hacia latitudes tan australes para ingresar al Pacífico– era un elemento de disuasión importante.[18] En otro sentido, la ausencia de una marinería estable y bien formada fue en detrimento de una política de exploración y reconocimiento del litoral del Pacífico sur. Luego de la fallida experiencia de Sarmiento de Gamboa y del viaje de los hermanos Nodal, quienes siguieron los pasos de la expedición de Le Maire, se verificaron escasas expediciones por el litoral del reino de Chile promovidas desde el virreinato con la misión de mejorar los conocimientos de la región.
Hacia 1685, una nueva reforma determinó que tanto el general como el almirante de la armada se constituyeran en cargos independientes del de capitán del presidio, con el objetivo de aumentar el reconocimiento y dotar de mejor salario a los oficiales. Además, aunque no está dicho directamente, se buscaba que marinos de carrera ocuparan esos puestos. Eso quedó en evidencia incluso unos años antes, cuando al frente de la Armada fue nombrado Antonio de Vea, un oficial con una probada trayectoria en los asuntos de mar. Vea se incorporó a la Armada luego de un exitoso viaje de reconocimiento al estrecho de Magallanes en busca de un posible enclave inglés en dicha zona, fue nombrado general de la Armada con la reforma de 1685 y se mantuvo en dicho cargo hasta su muerte, diez años después.[19] Esta transformación ocurrió en medio de un renovado período de ataques piráticos que pusieron en alerta continúa al virreinato peruano, a fines del seiscientos, con la llegada de los filibusteros y bucaneros.
Otro aspecto, es el relacionado con el nombramiento de funcionarios encargados de la administración de los asuntos vinculados a la Armada, como provisiones, sueldos, etc. La venalidad señaló el camino más usual de acceso a los mismos. Hubo cuatro cargos principales: el pagador general, el veedor y contador, el proveedor general y capitán de artillería y el veedor de fábricas, que se mantuvieron estables a pesar de diferentes ensayos de reforma en el siglo XVII que los suprimían temporalmente para luego restituirlos, de acuerdo a las necesidades de la Real Hacienda.[20]
Junto a las cuestiones anteriores que explican a grandes rasgos cómo funcionaba la Armada, cabe mencionar que su flota, incluso en el siglo XVIII, no mantuvo un número ni significativo ni estable de barcos. A pesar de los esfuerzos para construir naves en el astillero de Guayaquil, incluso con la orden de que a los barcos mercantes que se manufacturaban allí tuviesen una estructura para adaptarles cañones y artillarnos en caso de necesidad, no se consiguió el objetivo de dotar a la Armada con embarcaciones acordes a la navegación en el Pacífico. Después de las incursiones holandesas y hasta las últimas décadas del seiscientos, la costumbre fue la de mantener uno o dos naves junto a alguna embarcación menor, licenciar a los hombres al final de cada viaje, conservando menos de la mitad de la tripulación en la capitana y almiranta.[21]
Filibusteros, bucaneros y la apertura a los franceses, 1680-1720[p1]
La situación de deterioro que mostraba la Armada hacia fines del siglo XVII poco contribuyó a enfrentar los desafíos que llegaron frente a un ciclo de renovados ataques piráticos. Hacia 1670-80 dio comienzo una etapa de incursiones de los llamados bucaneros y filibusteros. Estos aventureros de distintas nacionalidades, tenían sus bases de acción en pequeños enclaves del Mar Caribe y desde allí pasaban al Pacífico a través de Panamá. Ocultos en las islas entre Tierra Firme y el Ecuador, se dedicaron a atacar dese allí a los barcos que subían las remesas de plata del Perú como a cualquier embarcación mercante que estuvo a su alcance, llegando incluso a sitiar algunos puertos costeros y exigir elevados rescates a los vecinos para evitar daños mayores. El robo y el pillaje eran los incentivos que los animaron, antes que cualquier intento de conquista territorial o de asentamiento en el virreinato.[22]
Entre las incursiones más renombradas pueden mencionarse la de Cokson, Bournano, Saukins, Sharp, Cook, Allesson, Rowe y otros desde Jamaica hacia el Darien y las costas peruanas y chilenas (1679); Cook y Cowler desde Virginia por al cabo de Hornos al Mar del Sur (1682), Davis –flamenco– que por el Magallanes se instaló en las islas del Darién y desde allí asoló por varios años los navíos hispánicos (1683); Merceti y otros filibusteros desde la isla de Juan Fernández hostigaron a varios barcos mercantes (1685); filibusteros que llegaron con Davis y luego se separaron atacaron Nueva España y luego bajaron hacia el sur, tomando Guayaquil, ciudad a la saquearon (1687); Rogers y Dampier llegaron desde Bristol por el cabo de Hornos y tomaron nuevamente Guayaquil (1707), obteniendo un cuantioso rescate de los vecinos para evitar el pillaje; Colb (1708); Cliperton en 1720, por mencionar sólo los más significativos.[23]
La lista anterior menciona, en su mayoría, a enemigos piratas de origen inglés y neerlandés. Las respuestas de las autoridades frente a sus incursiones discurrieron por dos sendas complementarias. Por una parte, se reforzó la Armada mediante la compra de buques mercantes, los cuales fueron artillados al momento de salir en persecución de los enemigos. En 1683, por ejemplo, ante la incursión del holandés Davis, el virrey envió una fuerza de siete bajeles a hacerle frente. No obstante, no eran más que recursos transitorios, puesto que en la década del ochenta la Armada apenas disponía sólo de dos embarcaciones medianas y una pequeña permanentemente. Recién a partir de 1689 se consideró la posibilidad de reiniciar la construcción en embarcaciones.
No obstante la falta de barcos, en estos años se avanzó con el nombramiento de oficiales propios para la fuerza. De este modo, se dividieron los cargos de la Armada de los del presidio del Callao, como mecanismo de reforzamiento de la comandancia naval frente a un contexto adverso. En esta decisión puede haber influido, entre otras motivaciones, lo sucedido con el ataque de Davis, cuando se enfrentaron en combate en 1685 en la ensenada de Panamá. Unas líneas arriba mencioné que ante ese ataque se montó una escuadra con siete embarcaciones; la comandancia de la misma se asignó al general del Callao Tomás Palavicino (quien era cuñado del virrey), que asumió el mando de la nave capitana y fue secundado por el general Pedro Pontejos y el capitán de mar y guerra Antonio de Vea, de quien hablé con anterioridad. Conflictos entre la oficialidad por quién debía estar al mando de la escuadra decantaron en que en pleno combate y estando ganando la contienda las fuerzas hispanas favorecieron la huida del enemigo sin padecer daños significativos. Además, luego de este fracaso, en el puerto de Paita, por negligencia propia, se incendió la nave capitana, donde perecieron más de cuatrocientos tripulantes y los oficiales.[24] La reforma que dividió la oficialidad aconteció hacia fines de este mismo año; la correlación entre el conflicto entre los generales al mando de la Armada y la reforma posterior es, cuando menos, sugestiva.
Por otra parte, el virrey duque de la Palata favoreció la intervención de mercaderes privados en la defensa de las costas, dando lugar a la “privatización de la seguridad marítima”.[25] En 1687, se dio formal autorización para la constitución de una compañía dedicada al corso, bautizada Nuestra Señora de la Guía. Si se toma el relato de la Relación de las excursiones… fue el asalto a la ciudad de Guayaquil, que conllevó la profanación de varios templos, el asesinato de vecinos a manos de los filibusteros ingleses y el robo de mercaderías en gran cantidad, lo que impelió a un grupo de vecinos y mercaderes de Lima a organizar la compañía de corso. Conseguida la venia del virrey, fueron montados dos navíos de guerra que fueron puestos al mando de dos vizcaínos dedicados al comercio, quienes tenían además formación en asuntos náuticos y de navegación; ellos fueron Nicolás de Igarza y Dionisio de Artunduaga. Entre los principales patrocinadores de la empresa –varios de ellos de ascendencia vascongada– estaban el factor de la Armada, Cristóbal de Llano Jarava y los comerciantes Agustín Caicuegui y Salinas, Francisco de Oyague, Francisco de Zavala, Juan de Garay y Otáñez, Juan Fernández Dávila, Fernando Gurmendi y Francisco de Paredes.[26]
La rápida y eficaz intervención de esta compañía permitió que en menos de dos años las aguas del Mar del Sur quedaran libres de piratas. A contramano del éxito logrado, la compañía tuvo una existencia efímera, puesto que la efectiva defensa contra los piratas permitió institucionalizar el contrabando limeño a lo largo de la costa del virreinato. De manera que, vencida la amenaza extranjera, las mismas autoridades que la habían autorizado procedieron a quitarle la licencia.[27] Según Pérez Turrado, los rápidos triunfos que consiguieron estos comerciantes, con la decisiva participación de la comunidad vascongada de Lima que no solo aportó recursos sino marinos experimentados, a través de Nuestra Señora de la Guía constituye una evidencia de que las fallas de la Armada iban mucho más allá de la cuestión de la cantidad y el estado de las embarcaciones.
Una cuestión sobre la cual reflexionar apunta sobre las personas designadas para comandar esta fuerza y su preparación específica en el campo de la marinería. La potestad del virrey, en tanto comandante general de la Armada, determinó que se nombraran a personas de su estrecha confianza –siguiendo las prácticas de venalidad a la usanza– sin atender necesariamente a su cualificación como oficial del mar. El caso referenciado antes es un ejemplo entre tantos, máxime si se tiene en cuenta que Antonio de Vea estaba en Lima y en la Armada desde 1675 y su trayectoria respaldaba un nombramiento que llegó, cuando menos, con retraso frente a las derrotas padecidas por la fuerza. Se añadía también que fueron en muchas ocasiones los comandantes del presidio, militares de tierra, quienes fueron puestos a comandar los barcos, delegando en los prácticos y pilotos la responsabilidad de conducir los barcos. A ello venía a sumarse la reticencia de fondos que permitieran mantener en pie una flota estable. No resulta extraño entonces que, fueron los mercaderes limeños, interesados en defender sus inversiones y mercancías, quienes tomaron en sus manos el combate de la piratería y pusieron al frente a experimentados vascos que en menos de dos años dejaron el Pacífico sur libre piratas.
Esa lectura sobre las deficiencias de la Armada permite ofrece un indicio para pensar cómo fueron gestándose algunos cambios dentro de ella. La reforma de 1685 permitió que la Armada dispusiera de una oficialidad propia y que esos cargos fueron ocupados, en mayor medida, por marinos de carrera. Al mismo tiempo, un número importante de los nombrados a partir de ese momento mostraban un origen común siendo tanto guipuzcoanos como vizcaínos. Empero, considero que la reforma de 1685 fue una respuesta tardía e incompleta frente a un contexto complejo por la presencia de los bucaneros. El nombramiento de Antonio de Vea resultó entonces un paliativo ante una situación que exigía, además de oficiales idóneos, un decidido aporte de recursos para garantizar barcos en condiciones y una tripulación estable. Esta perspectiva encuentra asidero cuando se coteja cómo en menos de dos años la compañía de corso limeña –con recursos, hombres y barcos adecuados– pudo ejecutar una tarea para la cual la Armada se demostró incapaz por décadas.
Junto a la presencia inglesa, a fines del siglo XVII se hizo notoria la irrupción de navíos franceses en el Pacífico sur. Hubo varias incursiones de bucaneros galos, aunque también se verificaron algunas expediciones interesadas en el comercio como en actividades de exploración y de una eventual ocupación territorial. Estos objetivos se vieron reforzados luego de la sucesión dinástica y la llegada al trono de la Monarquía hispánica de Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV. Con el argumento de proteger las posesiones americanas de las injerencias inglesas, el rey francés envió navíos hacia las Indias en el lapso de la guerra de Sucesión. La ayuda francesa fue necesaria habida cuenta de las bajas sufridas por la ya maltrecha marina luego de la batalla de Málaga y del asedio constante de los ingleses tanto en la península como en América.[28]
Se sabe que en 1695 se envió una expedición que no consiguió atravesar ninguno de los pasos interoceánicos por el Atlántico sur. Sin embargo, el regreso a Francia conllevó un caudal de información –levantada in situ por los pilotos que ajustaron las cartas náuticas y adquirieron experiencia para la navegación en las aguas australes– que redundó en la preparación de expediciones posteriores. Algunos años después, se organizó un segundo viaje al mando del capitán Beauche Govin, que sí consiguió entrar al Pacífico y recorrer las costas del virreinato del Perú. Según la información consignada en la Relación de las excursiones… esta expedición se internó por el estrecho de Magallanes, donde permaneció anclada varios meses en el maltrecho enclave donde Sarmiento de Gamboa había fundado el asentamiento tristemente conocido como Puerto del Hambre. De allí pasaron a las costas de Chile y Perú, dedicándose al comercio en diferentes puertos, para regresar a Francia por el cabo de Hornos. La duración del viaje y la estadía en el Magallanes permitió el levantamiento de numerosos mapas, descripciones de la región y del contacto con los indígenas, valiosa información que quedó en manos de la marina francesa.[29]
Lo acaecido en este viaje puede contrastarse con el relato de un partícipe del mismo, el presbítero D. Manuel Juin, quien presentó, en 1721, un proyecto a Felipe V para el establecimiento de colonias en el Magallanes con el fin de evangelizar a los indígenas y defender ese territorio de cualquier intromisión extranjera.[30] El documento resulta interesante en varios aspectos. En primer lugar, el autor fundamentó su propuesta en un viaje de más de dos décadas atrás y, a pesar de las negativas y contratiempos que tuvo en la corte francesa, continuó insistiendo en llevarlo adelante con el auspicio de Felipe V. En segundo lugar, se asoció, en 1714, con Jean N. Martinet, capitán francés comisionado por la Corona hispánica con una pequeña flota al Pacífico en 1716.[31] De ese viaje formó parte un navío conducido por Bartolomé de Urdinzu y Blas de Lezo, sobre quienes recaería luego la tarea de reorganizar la Armada y darle una nueva planta.
En tercer lugar, el proyecto de Juin dio lugar a una serie de pedidos y averiguaciones sobre su persona en París y de consultas entre Grimaldo, secretario del Despacho, el gobernador del Consejo de Indias y el confesor del rey. Además de determinar sobre la viabilidad de la propuesta, los documentos dejan entrever la sospecha de que había motivaciones comerciales encubiertas que animaban a este personaje.[32] La desconfianza se funda en argumentos que desarrolló este religioso, en diferentes pasajes de su relato, en el que historizó cómo se vinculó a la expedición de 1699 al tiempo que cuenta su derrotero personal por casi veinte años tratando de concretar su proyecto de establecer una población permanente en el estrecho de Magallanes.
De manera sintética, en el largo memorial que elevó a Felipe V contó que la expedición que partió en enero de 1699 disponía de patente real, pues se trataba del primer intento de constituir una Compañía del Mar del Sur “para establecerse en el estrecho de Magallán, y tierras circumbecinas, no habitadas por las potencias de Europa”.[33] La llegada al estrecho se concretó en el invierno, hacia el mes de junio del mismo año, la época menos propicia para atravesarlo. Esta situación determinó que tuvieran que hacer invernada allí por casi siete meses. En ese tiempo Juin aprovechó, según su testimonio, para explorarlo, identificar los puertos, costas e islas, las producciones del terreno y otros productos útiles que se pudieran obtener como también las costumbres y formas de vida de los naturales. Sobre los últimos afirmó que eran “…los más dispuestos por su docilidad a recivir la verdadera religión, por no ser inficionados a ninguna superstición, ni prevenidos de idolatría” resulta un apoyo crucial para justificar su proyecto.[34] Añadió también notas relativas a las precarias condiciones de vida de los habitantes del Estrecho, todo lo cual lo llevó a hacerse la firme proposición de catequizarlos. Después del regreso de ese primer viaje, dejó constancia de que hizo otros varios entre 1701 y 1709, cuando se estableció en la corte parisina. Hacia 1714, siempre de acuerdo a su relato, retomó su proyecto de evangelización y entró en contacto con Jean Martinet. Lo interesante es que en la entrevista que sostuvo con el Gobernador del Consejo, realizada a pedido de Grimaldo, Juin refirió que los viajes posteriores los hizo en navíos de permiso de Francia, que Felipe V había habilitado para que llevasen mercaderías al Perú. Para el gobernador ese reconocimiento confirma las intenciones no dichas del sacerdote, puesto que afirma: “[en Perú] este abate es mui conocido, según lo que he podido entender; y es de admirar, que entre los intereses del comercio, le haya venido la vocación de propagar la fee…”.[35]
El considerar las cuestiones más relevantes del proyecto de Juin, –sin pretender en este trabajo un análisis pormenorizado de los documentos que integran el expediente citado– ofrece una panorámica de la desprotección del extremo sur americano y de cómo las potencias competidas de España buscaron obtener provechos de esa situación. Este ejemplo, uno entre tantos, ilustra de manera concisa cómo la Monarquía hispánica se vio afectada por las transformaciones en el equilibrio entre las potencias europeas que se alcanzó alcanzado luego de Westfalia (1648), con el final de la Guerra de los Treinta Años. Las condiciones impuestas a Felipe IV terminaron por socavar la hegemonía hispánica. La contrapartida a la conservación íntegra del patrimonio territorial ultramarino fue la aceptación tácita de una mayor flexibilidad en las relaciones comerciales que involucraban a América, según sostiene Delgado Ribas.[36] Para este autor, los sucesivos tratados comerciales signados entre los Habsburgo y las potencias competidoras abrieron una importante brecha en las barreras proteccionistas del sistema comercial español. La paz de Westfalia (1648), marcó para España la “transición definitiva del poder a la inferioridad”.[37] Las décadas siguientes, hasta la coronación de Felipe de Anjou, fueron de una creciente competencia entre las potencias para garantizarse una mayor participación en el comercio colonial; hacia finales del siglo XVII, gobernantes y comerciantes ingleses, holandeses y franceses miraban a América como “un condominio europeo sobre el cual tenían derechos de propiedad con independencia de la opinión de la Corona española”.[38]
Las reformas de la Armada en la coyuntura intersecular
Los contextos expuestos hasta el momento facilitan una mejor compresión de la frágil situación geopolítico-defensiva del espacio virreinal frente a la continua penetración extranjera que signó la segunda mitad del seiscientos. Las incursiones de los corsarios fueron una de las manifestaciones de debilidad. Las actividades de contrabando también se cuentan denunciadas con asidua frecuencia. El temor a una pérdida territorial en manos otras potencias –miedo que crecía de manera exponencial al considerar una posible alianza entre grupos araucanos e ingleses u holandeses– también era un insumo que se repetía en los documentos. La barrera climático-ambiental que actuó de freno a muchas incursiones fue flexibilizándose frente a la experticia adquirida por más de un siglo de navegación por las aguas australes del Atlántico y el Pacífico y se demostraba que era una barrera que, con un cierto esfuerzo, podía franquearse. Este panorama, del que abundan los documentos ya en los últimos años del gobierno de Carlos II, fue parte de la herencia que encontró Felipe V y sus funcionarios.
La situación en los primeros años del siglo XVIII muestra, por un lado, que la Armada del Mar del Sur estaba sujeta a las órdenes del virrey. Éste era su máxima autoridad en la cadena de mandos y se encargaba de nombrar a los administradores y a los oficiales siguiendo las prácticas venales a la usanza. En otro orden, los navíos disponibles eran aquellos que había hecho construir en la década de 1690 el virrey, marqués de la Monclova, en Guayaquil: el Santísimo Sacramento –nave capitana–, Nuestra Señora de la Concepción –la almiranta–, a los que se sumaba un galeón y dos pataches, embarcaciones de menor calado y capacidad. Sin embargo, los recursos destinados al mantenimiento de las naves y el pago a las tripulaciones no favorecieron que esta formación se mantuviera preparada y pronta a intervenir ante cualquier requerimiento. Por el contrario, no se invirtió siquiera lo necesario. En los primeros años del setecientos, la defensa del Pacífico quedó en manos francesas, siendo estos los encargados de perseguir a los enemigos, al menos mientras duró la guerra de Sucesión. La contrapartida fue una mayor injerencia de mercaderes galos, tolerada por las autoridades y estimulada por los comerciantes limeños, que obtenían mayores ventajas; el contrabando se mantuvo sin mayores cambios con la connivencia de los actores interesados.[39]
Las máximas autoridades de este periodo bisagra entre siglos y de recambio dinástico no introdujeron cambios perceptibles en el manejo de la Armada. Empero, de manera paulatina, desde la península, comenzaron a ordenarse algunas reformas dentro de la Armada, bajo la dirección de algunos funcionarios borbónicos preocupados en reestructurar la Marina en su conjunto. Uno de los primeros en asumir esta tarea fue don Bernardo Tinajero de la Escalera, el primer «secretario» de lo que luego fue la Secretaría de Marina e Indias, donde destacó la gestión de José Patiño, que fue quien tomó el relevo de este primer gestor reformista. Tinajero mantuvo una estrecha colaboración con el encargado de poner en marcha la construcción de navíos para proveer a las diferentes –y maltrechas– armadas, Antonio de Gaztañeta Iturribalzaga, un personaje con una activa participación en arriendos y asientos en la guerra de Sucesión.[40] La labor de este reconocido marino nacido en Motrico (Guipúzcoa) resultó crucial en la reconstrucción de la Real Marina apenas llegado Felipe de Anjou, a partir de su formación y larga trayectoria en la ingeniería naval de la época como por su acrecentada experiencia en las condiciones de navegación de los mares de la Monarquía –ocupó el cargo de Piloto Mayor de la Real Armada del Mar Océano y viajó dos veces a Buenos Aires, cinco a Tierra Firme y cuatro a Nueva España–, le posibilitó orientar la construcción de embarcaciones acordes a los requerimientos particulares de cada región.[41]
Los primeros pasos dados por Tinajero y Gaztañeta, ya que fue su acción conjunta la que motivó las primeras reformas –continuadas por José Patiño después de 1710–, estuvieron relacionados con el nombramiento directo, desde Madrid, de los principales oficiales de la armada. Se avanzaba así sobre una prerrogativa del virrey, en un intento por colocar en estos puestos a marinos de carrera, con una sólida experiencia y que, al mismo tiempo, fueran servidores leales del joven monarca. En este punto, se advierte que parte de los nombramientos recayeron en marinos que tenían algún ascendiente vizcaíno o guipuzcoano; es decir, que formaban parte de las redes de norteños que se afianzaron en la gestión de la monarquía con el recambio dinástico.[42] Sobre esta hipótesis vengo trabajando y si bien aún hay muchos puntos por clarificar, puedo ofrecer algunos datos que sostienen esta perspectiva.
La inserción en la Armada del Mar del Sur de oficiales vinculados a esas redes es, no obstante, anterior en el tiempo. Ya he indicado más arriba la simultaneidad entre la creación de la compañía de corso, en 1687, patrocinada por comerciantes vascos establecidos en Lima y la reforma de 1685 que escindió la oficialidad de la marina de las del presidio del Callao. A partir de fínales de la década de 1670 se constata que varios capitanes y almirantes tenían alguna filiación vascongada. Los cambios impulsados luego de 1705 consolidaron esta presencia vasca dentro de la Armada.
En un anterior trabajo conjunto con Tarragó,[43] comenzamos a indagar acerca de las raíces de algunos de estos oficiales. Allí destacamos que con los cambios adoptados en 1685 habían beneficiado al capitán de mar y guerra Antonio de Vea.[44] Luego de la muerte de Vea, ocupó su lugar el general Joseph de Alzamora-Ursino y Eguiluz, quien recibió su nombramiento a perpetuidad en 1695. Su hijo Pedro Ignacio de Alzamora-Ursino y Zuazo, fruto de su tercer matrimonio con María Pérez de Zuazo, limeña, también se integró en la Armada en 1681 y se desempeñó junto a su padre. De acuerdo a la relación de servicios de este último, se mantuvo como capitán hasta 1704, cuando el virrey lo designó almirante en reemplazo de Domingo de Iturri,[45] quien tenía dicho cargo a perpetuidad, pero estaba imposibilitado de ejercerlo por cuestiones de salud.[46] Vemos que ya a fines del seiscientos es posible señalar a oficiales de origen vasco en la armada: Eguiluz, Zuazo e Iturri nos remiten a Viscaya, pero también a Guipúzcoa por la rama materna, en el caso de Iturri. En estos casos, los cargos fueron provistos por el virrey, probablemente luego de recomendaciones personales y con el visto bueno de la comunidad de los poderosos comerciantes limeños, atentos a contar con oficiales de confianza para la custodia y defensa de sus barcos y para garantizar sus operaciones en el Pacífico.
En 1705 fue necesario nombrar a un nuevo general para la Armada, por encontrarse vacante el puesto. No obstante, esta vez la designación vino desde Madrid, sin consideración de la opinión del virrey. El beneficiado fue Juan de Albizuri y Orbea, natural de Eibar y caballero de la Orden de Calatrava.[47] Albizuri no era un extraño, en tanto fue registrero a Buenos Aires en el inicio de la Guerra de Sucesión, entre los años de 1700 y 1702.[48] Este cargo lo ejerció hasta su muerte, momento en que otro marino de ascendencia vascongada, por rama materna, fue designado para reemplazarlo en 1707: Pedro de Medranda y Vivanco, quien contaba con una experiencia de más de veinte años de servicio en la Armada del Mar Océano.[49] Durante el prolongado servicio en esta armada es seguro que se vinculó con Gaztañeta, a la sazón Piloto Mayor de esta armada, y hayan compartido alguno de los viajes que éste hizo a América. Esta inferencia se evidencia en las razones que da el decreto de nombramiento, que fue redactado y firmado por Tinajero de la Escalera y refrendado por el rey. Entonces, la colocación de Medranda en esta fuerza cuenta con el respaldo –es un hombre de confianza– de los dos gestores y reformadores de la marina en estos primeros años del setecientos. En el mencionado decreto se establecía que la concesión de su nombramiento afirmaba:
Por quanto en atención a los servicios de vos el capitán Don Pedro de Medranda y Bibanco echos por España de mas de veinte años en la Armada Real de el océano con plaza de soldado arcabucero aventajado, cavo de esquadra práctico, sargento alférez –y reformado y últimamente de capitán de nuestra compañía suelta que lo fue de– y guerra de a vaca Santa Rosa de la referida Armada executando todos los viajes que en este tiempo se an ofrezido; he venido por mi real decreto de treinta de enero de este año [de 1707] en haceros merced de el empleo de general de la Mar de el Sur que está vaca por muerte de Don Juan de Albizuri y Orbea…[50]
El nombramiento de Medranda desencadenó un pleito entre el virrey y el general, que nos permite observar las tensiones como consecuencia de la mayor injerencia madrileña en a Armada. Cuando Medranda llegó a Panamá y presentó el pliego con el título otorgado por el rey, le fue desconocida su autoridad de parte del general de la Armada que había sido designado por el virrey marqués de Castelldosríus. Éste había concedido el generalato a Antonio Zamudio y las Ynfantas, marqués de Villar del Tajo. Las credenciales de Medranda fueron rechazadas por la Audiencia, donde interpuso un recurso para que se reconociera su nombramiento, teniendo que apelar al Consejo de Indias. Desde allí le fue ratificado su título en 1709, pudiendo recién asumir el cargo en el año de 1710, tres años después de que fuera designado y habiendo mediado un recurso judicial que se resolvió sólo cuando Medranda regresó a España e interpuso un reclamo en el Consejo de Indias.[51]
Este conflicto de intereses permite hacer algunas reflexiones. La primera y más evidente, que los esfuerzos reformistas no se concretaron de buenas a primeras, sin resistencias. Las autoridades se mostraban celosas de sus prerrogativas, oponiendo una clara resistencia al recorte de las mismas. La sentencia del Consejo de Indias, que ratificó lo dispuesto por el rey a través de Tinajero de la Escalera, su hombre de confianza en estos asuntos, señala también la voluntad de continuar con los cambios en las formas de gobernar la monarquía. La segunda, remite a enfrentamientos solapados a partir de intereses contrapuestos entre distintos actores. Los años de gobierno del virrey marqués de Castelldosríus estuvo atravesado de denuncias y acusaciones cruzadas entre éste y sectores de poder consolidados de la sociedad limeña, en particular los comerciantes agrupados en el Consulado.[52]
Sin ánimo de extenderme en detalles, el virrey –que llegó a Lima en 1707 aunque había nombrado en 1705– tuvo enfrentamientos con miembros del Consulado por la persecución del contrabando y la regulación del comercio con Tierra Firme, así como su disposición de enviar la Armada a Panamá para asegurar la participación en la feria anual de Portobelo. El punto de fricción más álgido ocurrió en 1707 cuando fueron elegidos para prior y cónsul del Tribunal del Consulado Pedro de Olartúa, caballero del hábito de Santiago, y José de de Garazatúa, respectivamente. Fue a raíz de este enfrentamiento que comenzó una disputa que transcurrió no sólo en Lima sino también en Madrid, donde circularon memoriales en contra de Castelldosríus y a su favor, promovidos estos últimos por la pluma del virrey en persona y de su hija, dama de compañía de la reina María Luisa de Saboya.[53] A partir de este contexto, toma mejor relevancia el rechazo que recibió Medranda por parte de la Audiencia en Panamá para asumir el mando de la Armada y el nombramiento que el virrey había hecho de Antonio Zamudio y Las Infantas, hombre de su confianza para intervenir sobre el contrabando y limitarlo.
En el caso descrito arriba se pone de manifiesto la competencia por el acceso a la gracia real y los beneficios que conlleva la misma, al mismo tiempo que se sirve al rey. Esta situación adquiere más relevancia, no obstante, porque ocurrió en un momento en que Felipe V necesitaba reforzar su poder en plena guerra de Sucesión. En esos primeros años de gobierno la llegada de hombres del norte se intensificó, a medida que ocuparon puestos dentro de las estructuras de gobierno de la Monarquía y reforzaron el recambio dentro de la elite más cercana al monarca. El enfrentamiento entre el virrey catalán con los hombres fuertes del Consulado limeño, muchos de ellos pertenecientes a la comunidad vascongada que se asentó tempranamente en América, que tuvo uno de sus tantas manifestaciones en el rechazo de Medranda como general de la Armada del Mar del Sur por parte de Castelldosríus.
En estos mismos años se produjo otro nombramiento, el de Jacinto de Segurola, quien accedió al cargo de almirante en enero de 1709 por merced real y en retribución “a vuestros servicios y al que me hicisteis de mil doblones en contado para las urgencias de la guerra…”.[54] Este es el primer caso en el que se hace explícita la “compra” del cargo bajo la forma de donativo para la guerra.[55] Segurola, antes de acceder a la armada ya había tenido una activa participación como capitán de infantería en Santiago de Veragua (Provincia de Tierra Firme) y en Panamá. Su permanencia en el cargo quedó en suspenso con la designación de Blas de Lezo como almirante en 1716; al momento de aplicación de las reformas dictadas por Patiño. Para compensar su desplazamiento, que resultó temporario, asumió como tesorero contador de la misma armada en 1722. De igual modo, cuando se le expidió el nombramiento de contador, se le confirmó el de almirante para cuando Lezo lo dejase vaco. De este modo, se pretendía mantener dentro de la órbita de la marina a un destacado oficial, como se puso en evidencia unos años más tarde. Segurola reasumió el cargo de almirante a comienzos de los años de 1740, manteniéndose al servicio de la armada del Mar del Sur hasta que ésta desapareció.
La política de introducir cambios en la conducción de la armada se vieron fortalecidos luego de finalizada la guerra de Sucesión. Concluida la contienda bélica, se buscaba erradicar la creciente injerencia francesa en el Atlántico y el Pacífico Sur, que si bien había sido permitida durante el conflicto sucesorio, luego de Utrecht aparecía como un escollo para la recuperación comercial de la Monarquía. En el marco de las propuestas sobre cómo reorganizar el comercio, hubo quienes abogaron por la supresión lisa y llana de la armada y la habilitación directa de los galeones desde Cádiz hacia El Callao por la ruta del cabo de Hornos, trasladando así la tradicional feria de Portobelo a Lima. Ese era el proyecto de Gaspar de Montejo, prior del Consulado de Lima.[56] Sin embargo, este tipo de propuestas no tuvieron gran asidero entre los principales funcionarios borbónicos, quienes optaron por continuar con las ferias en Portobelo y, en consecuencia, potenciaron la el accionar de la armada, a la que se buscó reforzar con una nueva planta.
De este modo, hacia 1716, bajo la órbita de la Secretaria de Marina e Indias, se decidió dotar a la Armada del Mar del Sur de «nueva planta» a semejanza de otras instituciones.[57] El objetivo que animó a los reformistas era la supresión del manejo autónomo –que estaba en manos del virrey– y el avance en la organización de una única armada centralizada.[58] La gestión de Bernardo Tinajero de la Escalera y de José Patiño, muestra cómo la reconstrucción de la marina de guerra estaba entre las prioridades del rey, comenzado con el fomento de la construcción de navíos y la formación de una oficialidad profesionalizada. Existía un cabal convencimiento de que una armada moderna, profesionalizada y flexible a las características propias de los distintos mares de la Monarquía era un pilar fundamental de la recuperación hispánica. Las decisiones adoptadas para con la Armada del Mar del Sur se inscribían entonces en un camino que había comenzado con el nombramiento de Tinajero de la Escalera y las propuestas de Gaztañeta para la construcción de embarcaciones –que se potenció con la apertura de astilleros y la reconstrucción de los existentes, donde destacaron Ferrol y Cartagena–. También en la supresión de la «avería» de manera de disponer de una financiación centralizada de las armadas, la creación de la Secretaría de Marina en 1714, la apertura de la Escuela de Guardiamarinas en Cádiz en 1717, por mencionar algunas de las reformas más significativas de estos primeros años.
La «nueva planta» que se aplicó a la Armada resultó entonces en un punto de llegada. Los cambios propuestos se inscriben en una trayectoria en la que entroncaron dos caminos complementarios: el primero, que se anterior al setecientos y que se orientó a incorporar oficiales formados en la marina, en condiciones de favorecer una mayor profesionalización de esta institución. El segundo, ya con la decidida intervención desde Madrid de funcionarios como Tinajero de la Escalera y Patiño, apuntaron a una administración unificada de las armadas, a una intervención más decidida para que la Armada atendiera con eficiencia la defensa del Pacífico y redujera las prácticas comerciales ilícitas (francesas y británicas, pero también de los propios españoles y americanos) y reforzó la profesionalización de los oficiales, nombrando marinos experimentados leales a Felipe V.
Si se atiende a la perspectiva indicada arriba, se comprende mejor el para qué de la «nueva planta» que se dispuso en 1716 (comenzó a aplicarse en 1718) y en 1721. Por un lado, se suprimieron los empleos de administración de la Armada, los cuales fueron reemplazados por un intendente general, a quien acompañaban un contador, un tesorero, un comisario de marina, un mayordomo de artillería y un tenedor de bastimentos, todos cargos provistos desde la Secretaría de Marina bajo la conducción de Patiño. Por otro lado, se profundizó en la elección de oficiales con una probada trayectoria, tal el caso del nombramiento de Bartolomé de Urdinzu y Arbelaiz como general de la Armada y de Blas de Lezo de almirante y segundo a cargo, ambos guipuzcoanos, quienes, una vez instalados en Lima, recibieron órdenes precisas para avanzar en la profesionalización de los oficiales.[59]
La elección de Urdinzu y Lezo fue una decisión estratégica. Blas de Lezo era un marino con una demostrada experiencia militar y de fidelidad al rey durante la guerra, habiéndose destacado tanto en la batalla de Málaga como en el bloqueo de Barcelona. Su incorporación buscaba aportar la formación profesional necesaria para el entrenamiento de las tripulaciones, al tiempo que se disponía de un estratega que podía colaborar con la defensa del Pacífico. De hecho, unos años más tarde, Lezo fue el responsable de la defensa de Cartagena que derrotó al inglés Anson en el transcurso de la guerra del asiento. Urdinzu también era un experimentado marino, que conocía con detalle el Atlántico y el Pacífico sur. Pertenecía a una familia con lazos comerciales en todo el virreinato del Perú desde los inicios del siglo XVII. Él mismo fue registrero a Buenos Aires en los primeros años de la guerra.[60]
Así, en estos dos personajes podemos observan la confluencia y arraigo de las distintas transformaciones que se fueron verificando en la Armada desde fines del seiscientos. Con Urdinzu y Lezo se consolidó la presencia vascongada, en particular guipuzcoana dentro de la Armada. Asimismo, se reforzó la orientación de profesionalización de esta institución. La etapa que se abrió en la Armada a partir de aquí se relacionó con otro poderoso “hombre del norte”, fiel servidor de Felipe V. El 14 de mayo de 1724 arribó con el cargo de virrey el pamplonés José de Armendáriz y Perurena, primer marqués de Castelfuerte, caballero de Santiago y teniente general de los Reales Ejércitos.
La llegada de Castelfuerte significó un punto de inflexión en la geopolítica del virreinato peruano y de todo el espacio austral del Atlántico y el Pacífico. Asimismo, este personaje asume el liderazgo político para continuar un camino que ya venían trazando otros dos destacados paisanos del norte, el gobernador del Tucumán Esteban de Urízar y Arespacochaga y el gobernador de Buenos Aires Bruno Mauricio de Zabala. En este sentido son muchos los interrogantes que quedan abiertos en lo que hace a continuar profundizando en las líneas rectoras que determinaron la política defensiva y territorial que llevaron adelante los Borbones continuando, en algunos casos, con prácticas del período anterior y también innovando en otros aspectos. Lo acontecido dentro de la Armada del Mar del Sur es un ejemplo de estas primeras políticas de reforma.
Fuentes
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* Versiones parciales y acotadas de este trabajo –algunas formuladas en coatutoría con G. Tarragó– se discutieron en las X Jornadas Internacionales de Historia de España, Buenos Aires, 2016 (el trabajo se incluyó en las actas de dicho encuentro) y en las IX Jornadas de Historia Moderna y Contemporánea, S. M. Tucumán, 2016. Esta versión final se corresponde con lo discutido en el encuentro Interescuelas de Mar del Plata 2017 y ajustes posteriores gracias a los comentarios recibidos en la ocasión por los colegas que participaron en la mesa Política y religión en territorios americanos de la Monarquía Hispánica (siglos XVI-XVIII). Modernidades en diálogo atlántico y al ras del suelo.
** Universidad Nacional de Córdoba, Universidad Nacional de Río Cuarto. E mail: martinale11@hotmail.com
[1] Felipe V favoreció un recambio dentro de la elite de gobierno a partir del contexto excepcional de la guerra de Sucesión y de la necesidad que tuvo el joven rey de disponer de funcionarios leales a su causa durante la contienda. También se integraron al esquema de gobernanza de la Monarquía personas de estricta confianza que su abuelo, Luis XIV envió desde Francia y que fueron puestos en lugares claves (como Jean d’Orry en la gestión de las finanzas). Estos cambios beneficiaron a algunas familias de la Corona de Aragón y particularmente a hombres provenientes del norte de la Península: asturianos, montañeses de Santander y del norte de Burgos, vascos, navarros, riojanos y sorianos. Muchos de los miembros de estas familias se situaron en los más altos cargos de la administración, en las finanzas, asientos, arrendamientos de rentas, en las compañías privilegiadas de comercio que se conformaron en este período, en la alta jerarquía eclesiástica y el más elevado mando militar del Ejército y la Armada. La bibliografía al respecto es muy amplia; entre los trabajos más destacados véase Guerrero Elecalde, 2010, 2012; Imízcoz, 2004; Tarragó, 2003, 2006, 2010, 2012; Dedieu, 2001; Gentinetta, 2014.
[2] García Hernán E. & Maffi D. (eds.), 2006: 833.
[3] Flores Guzmán, 2005: 41.
[4] Pérez Turrado, 1992: 57-58.
[5] Pérez-Mallaina Bueno & Torres Ramírez, 1987. Se trata de un libro descriptivo y muy bien fundamentado en lo que hace a la reconstrucción histórica de la Armada desde su formación y hasta que fue suprimida a mediados del setecientos. Destaco en particular la exhaustiva búsqueda documental que hicieron los autores, dado que el principal archivo de la Armada se perdió como consecuencia del terremoto que afectó a Lima y el Callao en 1746.
[6] Libro IX, ley V. Felipe II, Tomar 27 de abril de 1581. Recopilación de Leyes de los Reinos de Indias, 1841, Boix editor, Madrid, tomo IV, p. 121.
[7] Libro IX, tít. XLIV, ley I. Emperador D. Carlos (6/02/1535) y Felipe II (Lisboa, 28/10/1581), Ibid., p. 121.
[8] El fracaso de este proyecto y la muerte de todos los colonos llevados al Magallanes –excepto tres que fueron rescatados por Cavendish– es un asunto bien conocido por la historiografía, no siendo necesaria otra mención al respecto, al menos en esta ponencia.
[9] Una parte de los gastos ocasionados por el mantenimiento de la Armada fueron costeados con el incremento del valor de la «avería» a las mercancías que venían de Tierra Firme y las remesas de metálico. Así lo dispuso Felipe II en 1591, dando autorización al virrey para que “…se pudiera acrecentar medio por ciento, sobre la averia del otro medio que se cobraba de las mercaderías que suben á esas Provincias, y de la plata y oro que se trae a las de Tierra Firme y servir este aumento para ayudar al entretenimiento y sustento de la armada”. Sin embargo, parece que hubo rechazo de los mercaderes a este incremento y en 1593 se mantuvo el incremento de la avería sobre los metales preciosos. Antúnez y Aceyedo, 1797: 190-191.
[10] Pérez Turrado, 1992: 60.
[11] Libro III. Tit. XIII, ley I. Felipe II (28/11/1590). Recopilación de Leyes de los Reinos de Indias, 1841, Boix editor, Madrid, tomo I, p. 64.
[12] Citado en Cruz Barney, 1999: 19.
[13] Guarda, 1984: 272 ss; Gascón, 1998, 2007 y 2011.
[14] Citado en Flores Guzmán, 2005: 40.
[15] Me refiero a la incursión que capitaneó Jacques L’Hermite en 1624-1625, con once navío y más de mil quinientos hombres a su mando, que atacó los puertos de Pisco y Guayaquil –ciudad que incendió– y el fallido sitio del puerto del Callao. Véase Pérez Turrado, 1992: 63ss; “Relación de las incursiones de los piratas que infestaron la Mar del Sur en la época del coloniaje” en Odriozola, 1864: 9-10.
[16] Baudot Monroy, 2013: 42.
[17] Soto Rodríguez, 2006: 7.
[18] A fines del seiscientos encontramos como ejemplo de esta idea bien arraigada una carta del virrey del Perú, conde de Castellar, en la que informaba al rey sobre un viaje de exploración hasta el estrecho de Magallanes en el año 1675, para corroborar el rumor sobre la instalación de una población de ingleses en esa zona. Sostenía el virrey en alusión a la tarea desempeñada por el capitán Antonio de Vea, al mando de dicha expedición que “en la vecindad de la boca del estrecho exponiendo su vida a evidente riesgo de perderla por la aspereza de aquellos parages que son inavitables de ombres y animales, siéndolo también toda la costa que avia reconocido con inumerbales islas…”. Archivo General de de Indias (AGI), Indiferente, 127, n.59. El destacado me pertenece. En relación a este mismo viaje, Antonio de Vea, indicó al comienzo de su diario de viaje sobre las condiciones de la Patagonia austral: “Peleóse con toda la naturaleza de aquella región que como tan esenta del imperio del Sol desenfrenadamente se gobierna; no admite brutas huellas, cuanto mas humanas, playas muertas y peñas vivas ciñen todo el terreno de aquellas costas, sirviendo solo de indigestible paso a la voracidad de las olas”, de Vea, 1886: 540.
[19] La formación de Antonio de Vea comenzó en la armada del Mar Océano, sirviendo tanto en el Mediterráneo como en Flandes. En 1669 fue puesto mando de la fragata Nuestra Señora del Rosario y en 1671 recibió el nombramiento de capitán de guerra y mar a cargo del navío San Jorge con el que pasó al socorro de Panamá; permaneció en la provincia de Tierra Firme y contribuyó a la defensa de Cartagena hasta que fue enviado a Lima en 1674. Al año siguiente recibió la comisión del virrey del Perú, conde de Castellar, para realizar el viaje de reconocimiento del estrecho de de Magallanes, expedición por la que se lo recuerda a partir de la información que obtuvo en dicho viaje y por su demostrada experticia, que le permitió hacer frente a los rigores de la navegación austral que pusieron en serio riesgo la conclusión del viaje. Cuando regresó a Lima y merced a su desempeño, permaneció en el presidio del Callao y participó como almirante de la Armada hasta que asumió el generalato de la misma en 1685. Parte de la trayectoria de este militar puede consultare en AGI, Indiferente, 127, n.59. Sobre los riesgos del viaje de 1675-76 y las acciones de Vea está publicado el diario de su viaje, citado ut supra.
[20] Los cargos se establecieron en 1608, momento en que el virrey marqués de Montesclaros dotó de una estructura orgánica a la Armada. Fueron suprimidos en 1613 –momento en que los oficiales de la caja de Lima asumieron la administración completa de la armada– y restablecidos definitivamente en 1650. Pérez-Mallaina & Torres Ramírez, 1987: 7-8.
[21] Pérez Turrado, 1992: 68-69.
[22] En palabras del bucanero Philip Ayres: “…lo que impulsa a los hombres a llevar a cabo las aventuras más difíciles es la sagrada sed del oro, y fue el oro el cebo que nos tentó”, citado en Flores Guzmán, 2005: 43.
[23] Me he limitado a mencionar los ataques más renombrados, aunque su número fue mayor a los anotados aquí. Para la enumeración he seguido el relato de la Relación de las incursiones, ya citado ut supra.
[24] Véase la Relación de las incursiones…, op. cit., p. 17.
[25] Flores Guzmán, 2005: 46-47.
[26] Flores Guzmán, 2005: 47; Pérez Turrado, 1992: 71; Relaciones de las excursiones, op. cit. En esta última se señala que Llano Jarava pertenecía a la Orden de Santiago y había ejercido de Gobernador y Capitán General de Santa Cruz de la Sierra.
[27] Esta es la opinión de Flores Guzmán, 2005: 47-48.
[28] Los navíos franceses fueron más que necesarios para proteger las flotas que venían a proveer las ferias de Veracruz y Portobelo como para proteger las remesas de metálico hacia España, tan necesarias para sostener el esfuerzo de la guerra.
[29] Relaciones de las excursiones, op. cit.
[30] Archivo Histórico Nacional (AHN), Estado, 3013, exp. 118. Al final de la larga exposición, el autor afirmaba que los beneficios de su proyecto se orientaban a custodiar el paso de navíos por el estrecho de Magallanes, puesto que era una de las puertas de acceso al Pacífico. La ausencia de españoles en dicho territorio podía “…cebar la codicia de las naciones extrangeras que no dejarían de sembrar la heregia en lugar de la verdadera religión”. De modo simultáneo, el poblamiento del Magallanes ayudaría a la defensa de la integridad territorial americana, en tanto “…las Indias del Peru que darían muy arriesgadas (sino perdidas) una vez qualquier otra potencia se hubiera apoderado de este estrecho […] como también lo conveniente que le será la conquista general de los indios del Chile, que por este establecimiento será infalible, y se aseguraran con las ideales poblaciones las ricas provincias de la America Meridional…”
[31] Sin embargo, de su propio testimonio se desprende que estando embarcado y próximo a partir, recibió una carta de la corte francesa en donde el rey le prohibía taxativamente emprender el viaje y le ordenaba permanecer en tierra.
[32] La respuesta final de la Corona fue negativa, prohibiéndose que Juin participara en cualquier empresa hacia el Pacífico o el Magallanes. En carta reservada Patricio Laules, informante en París de Grimaldo, le indicaba que los cargos que había ocupado Juin y que había declarado en su momento eran ciertos, no obstante “…el tal don Manuel Juin no es acreedor a ninguna consieración, ni atenzion por sus prozederes y conducta pues me aseguran que esta es muy impropia a su carácter de eclesiástico”, Carta de Laules a Grimaldo, Paris 25/01/1724. AHN, Estado, 3013, exp. 118.
[33] AHN, Estado, 3013, exp. 118, memorial de Manuel Juin. Esta perspectiva es indicativa de que Francia consideraba que los territorios australes, aunque pertenecían formalmente a España, podían ocuparse por no estar poblados de manera permanente.
[34] Ibid.
[35] AHN, Estado, 3013, exp. 118.
[36] Delgado Ribas, 2007: 26-27.
[37] Delgado Ribas, 2007: 56.
[38] Delgado Ribas, 2007: 28.
[39] Testimonio de esta situación pueden encontrarse en las acusaciones hechas contra el virrey D. Manuel de Oms y de Santa Pau, I marqués de Castelldosríus (1707-1710) y en la defensa que éste hizo de sus actuaciones en el gobierno virreinal para limitar la injerencia de barcos mercantes franceses y reducir las prácticas de contrabando, véase Sáenz-Rico Urbina, 1978: 119-135 en particular: 123-124.
[40] Sobre su participación en los asientos y negocios de la guerra de Sucesión, Guerrero Elecalde, 2010, 2012.
[41] Una semblanza de Gaztañeta puede verse en Sendagorta, 2014: 249-255.
[42] Véase las referencias ut supra.
[43] Tarrago & Gentinetta, 2016.
[44] No se tienen datos genealógicos de Antonio de Vea. Por su apellido no puedo afirmar un origen vasco, si bien puedo al menos inferir un vínculo con oficiales del norte a partir del único dato de que sirvió, mientras estuvo en Europa, en los tercios bajo el mando del maestre de campo navarro don Bernardo de Lizarazu y en Flandes bajo el maestre de campo vizcaíno Diego de Arespacochaga. Estos testimonios obran en su relación de méritos y servicios, la cual sólo se limita a informar sobre su carrera militar. Véase AGI, Indiferente, 127, n.59
[45] Hasta el momento son escasas las noticias que tenemos de este oficial, cuyo apellido materno era Gaztelu. Hay registros de actividad en Panamá desde la década de 1670, incluso de haber recibido residencia por su desempeño. Su hijo, Pablo Domingo de Iturri y Ozueta, nacido en Quito en 1687, solicitó hábito de la Orden de Santiago en 1702. Cárdenas y Vicent, 1977: 95.
[46] Archivo General de Indias (AGI), Indiferente, 139, núm. 77. El expediente que enumera los méritos de Pedro Ignacio da cuenta también de la trayectoria de su padre, ambos con una actividad intensa en la Armada del Mar del Sur. La presentación de este expediente corrió por cuenta de Miguel Antonio de Errazquin en la corte de Madrid.
[47] Su nombre era Juan de Albizuri y Orbea Arismendi y Pagoaga. AGI, Contratación, exp. 5461, N°78.
[48] Jumar, 2000.
[49] La ascendencia vasca viene por la rama materna. Aún no hemos encontrado documentación suficiente sobre su familia. Un ¿hermano? ¿primo? suyo, Pedro de Medranda y Vivanco, general, tuvo actuación destacada en Lima hacia la década de 1740.
[50] El decreto de nombramiento está transcrito en el expediente de la Casa de Contratación donde se tramitó la autorización de su pase a Indias. Lleva la firma de Tinajero de la Escalera, como secretario del Rey. Véase AGI, Contratación, exp. 5465, N°2.
[51] El expediente con el nombramiento de Mendranda contiene también referencia a la sentencia dada por el Consejo de Indias que ratificó el cargo concedido. AGI, Contratación, exp. 5465, N°2. Este caso se encuentra analizado también en Moreno Cebrian & Sala i Vila, 2004: 96.
[52] Hay excelentes trabajos que analizan en detalle estos enfrentamientos, entre ellos, Moreno Cebrian & Sala i Vila, 2004; Sala i Villa, 2004: 31-68; Burgos Lejonagoitia, 2010: 317-338 y Sáenz-Rico Urbina A. 1978.
[53] Sáenz-Rico Urbina, 1978: 124-126.
[54] AGI, Contratación, 5472, N°2. Segurola tiene su origen en la zona Azpeitia. No se tienen datos filiatorios precisos –en la documentación relevada hasta ahora–, excepto que integró la nómina de benefactores de la Real Sociedad Bascongada.
[55] Andújar Castillo, 2008. La forma que adopta en estos años este tipo de prácticas es la del donativo voluntario del beneficiario para contribuir a los esfuerzos de sostenimiento de la guerra.
[56] Bonalián, 2012: 130. Otro controvertido proyecto –atribuido a Alberoni– proponía a Buenos Aires como destino de los galeones, con el consecuente abandono de Portobelo.
[57] Gentinetta, 2014.
[58] Pérez Mallaina, 1987: 9; Baudot Monroy, 2013: 44 ss.
[59] Urdinzu y Lezo partieron de Cádiz junto a una escuadra francesa al mando de Jean N. Martinet, enviada al Pacífico para combatir la piratería inglesa. Fueron cuatro los navíos que partieron, tres de bandera francesa y el cuarto, donde venían ambos oficiales, provisto por Felipe V. Sólo dos de las embarcaciones consiguieron entrar al Pacífico, en tanto la nave de Urdinzu permaneció en Buenos Aires para ser reparada. Los cambios que siguieron a los acuerdos de paz determinaron la expulsión de los franceses del Pacífico, entre ellos Martinet. Hacia 1718, cuando Urdinzu y Lezo consiguieron llegar a Lima recibieron de Madrid las ordenes para aplicar la nueva planta a la Armada del Mar del Sur.
[60] “Remitote la gazeta a que añadiré que viniendo Urdinzu con su navio de Buenos Aires tropezó en nuestras costas con enemigos, y se hallo obligado a barar en Portugal […] y oy dizen ha venido noticia de que habiendo embiado el Consulado de Cadiz 30 barcos, han salvado lo que traia, que era un milagro que era Dios que nuestros dos navios lleguen con bien a Cadiz”, carta de 1704, Correspondencia de Don Miguel de Aguirre desde Madrid, con sus primos los señores de Veroiz, Archivo de la Casa de Olazabal, Legajo 232, 1701/00/00,1710/00/00.
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