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La construcción del Estado post-independentista a partir de sus prácticas cotidianas: el caso de las finanzas públicas peruanas, 1828-1840*

 

 

Álvaro Grompone Velásquez**

 

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Cuadernos de Historia. Serie economía y sociedad, N° 20, 2018, pp. 9 a 45.

RECIBIDO: 01/05/2018. EVALUADO: 10/06/2018. ACEPTADO: 28/06/2018.

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Resumen

El presente artículo aborda el manejo de las finanzas públicas peruanas durante los primeros años de la Independencia como una manera de aproximarse a la construcción de los Estados postcoloniales a partir de sus prácticas cotidianas. Se estudia el accionar de las prefecturas y tesorerías departamentales en Junín y Ayacucho, buscando darle una dimensión más local al análisis. Pese a la imagen de completo caos estatal, se observa el cumplimiento de múltiples tareas y varios procedimientos para asegurarse un continuo flujo de ingresos -que siempre era complicado-, así como realizar gastos fundamentales para el sostén del aparato burocrático y militar.

Palabras clave:

Hacienda departamental – Prefecturas - Construcción del Estado

Summary

This article addresses the management of the Peruvian public finances during the first years after Independence as a way to approach the process of State Building in Postcolonial nations from its day-to-day practices. We study the responsibilities and actions of the prefectures and subnational treasures in Junin and Ayacucho, in an attempt of providing a local dimension to the analysis. Despite the image of complete anarchy of the period, we find the fulfilment of multiple tasks and different formalities to ensure a continuous flux of income, which was always complicate, as well as to spend the amounts that were much needed to support the military and bureaucratic apparatus.

Keywords:

Subnational Treasure – Prefectures - State-Building

 

 

 

 

Introducción

Los primeros años de la República peruana fueron complicados, convulsionados y de una secuencia casi interminable de urgencias que atosigaban al nuevo Estado en formación. En materia económica, es conocido el estado de postración que se vivía, con casi todas las actividades económicas estancadas y con las clases de mayor poder económico sumamente debilitadas. Aún más grave era la situación en materia de hacienda pública. Habrá que esperar a la aparición del guano como recurso de exportación para que el Estado pueda hacerse de los recursos necesarios para emprender el fortalecimiento del aparato burocrático; mientras tanto, los primeros veinte años de la República fueron de recursos marcadamente insuficientes para todas las urgencias que se necesitaban cubrir.

La crisis de las finanzas públicas resultó un patrón bastante generalizado en las nuevas repúblicas latinoamericanas tras la Independencia. La organización de la hacienda colonial tenía como un objetivo central mantener el flujo de recursos a la metrópoli, de modo que la Independencia acarreó una reconfiguración de los principales objetivos y mecanismos de hacienda. Esta transformación del sistema fiscal estuvo marcado por la supresión de impuestos coloniales (i.e. tributo indígena), intentos de reforma para imponer nuevos impuestos (usualmente, sin demasiado éxito) y la necesidad de enfrentar nuevos y crecientes gastos (especialmente, de corte militar). Con tamaño desafío enfrente, no sorprende que si bien algunos países lograron cierta estabilidad antes que otros (Chile, por ejemplo), lo que primó fueron los apuros y la desorganización a nivel fiscal.

Emprender esta transformación fiscal se hacía más complicado al considerar la complicada coyuntura política de estos años. El desenlace de varios años de guerras de independencia dejó un vacío de poder que fue ocupado por caudillos militares. Estos caudillos podían provenir de grupos privados vinculados a poderes regionales (i.e. caso venezolano) o, más bien, ser figuras militares de la Independencia cuyo poder se ejercía dentro de los cauces estatales (i.e. caso boliviano). En cualquier caso, lo que predomina es una imagen de caudillos que manejaban erráticamente el país y donde los proyectos nacionales modernizadores estaban ausentes o no eran adecuadamente implementados. La narrativa historiográfica, entonces, ha dejado una visión generalizada de desgobierno y caos, en la cual los asuntos fiscales eran manejados de manera bastante alejada a lo que planteaban sus reglamentos y sin ningún criterio de orden.

Si bien es conocido este estado de crisis y desgobierno de las finanzas públicas, es bastante menos lo que se ha escrito sobre su funcionamiento en la práctica. Esto último se refiere a las actividades cotidianas que debían realizarse para la recaudación, contabilidad, transferencias y gastos varios en el nuevo sistema hacendatario. Dado que gran parte de los recursos fiscales provenían de los departamentos fuera de la capital y era en éstos donde también debían efectuarse una porción bastante considerable de los gastos, estudiar las finanzas públicas “en la práctica” implica un estudio de las finanzas departamentales como elemento fundamental en la construcción del Estado nacional.

Es justamente eso lo que pretendemos hacer en este trabajo a partir del estudio de las actividades relacionadas a las finanzas departamentales en Junín y Ayacucho en el periodo caudillista. Se trata de dos departamentos ubicados en la Sierra peruana, escenarios de las dos últimas batallas que consolidaron la Independencia y con un importante componente de población indígena. En concreto, revisamos las actividades cotidianas de las prefecturas (y subprefecturas) y tesorerías departamentales, principales instituciones encargadas del cuidado de las finanzas públicas en su circunscripción. En tanto las finanzas públicas resultan un elemento fundamental en la formación del Estado y su despliegue sobre la población, un examen de las prácticas burocráticas en torno a este tema permite tener una mirada en profundidad del funcionamiento del aparato estatal en estos años. Lejos de quedarnos con la imagen tradicional de absoluto desgobierno, ver en detalle este momento de transición brinda luces importantes sobre cómo se configuró la transición hacia el régimen republicano en las excolonias hispanoamericanas.

El enfoque empleado recoge la propuesta de analizar al Estado a partir de sus prácticas antes que desde un enfoque legal-institucionalista. Siguiendo a Troulliot, el Estado no debe ser visto como un aparato orgánico, sino como un conjunto de procesos y relaciones de poder que alimentan su despliegue hacia la población; fuera de estas prácticas, no hay ninguna institución o red de instituciones que envuelva la totalidad de un Estado.[1] En la misma línea, Michel Foucault indica que “no se puede hablar del Estado cosa como si fuera un ser que se desarrolla a partir de sí mismo y se impone a los individuos en virtud de una mecánica espontánea, casi automática. El Estado es una práctica”.[2] De este modo, el foco de estudio debería estar en las actividades, formas, rutinas y rituales cotidianos del Estado, las cuales van construyendo y regulando identidades sociales. Interesan, por tanto, sus prácticas y símbolos cotidianos: una serie de rituales afirmados continuamente que favorecen ciertas capacidades y comportamientos en detrimento de otros.[3]

A partir de lo anterior, esta aproximación invita a concentrarnos en las prácticas burocráticas y los mecanismos de vinculación que se van cimentando entre estos aparatos estatales y la población a un nivel más local. Mientras que los enfoques institucionalistas observan un caos estatal que hace un ejercicio fútil examinar al Estado de los primeros años de la República peruana, aquí planteamos que acercarnos a las prácticas cotidianas del Estado da pie a importantes hallazgos relativos a la construcción y constitución del aparato público de la post-independencia en los países de la región. En este artículo, por tanto, proponemos que el estudio de estas actividades permite matizar la imagen de total anarquía y desgobierno del Estado caudillista; en su lugar, podemos observar una serie de procedimientos y tareas recurrentes que eran llevadas a cabo con cierto método. Es claro que las circunstancias hacían su tarea bastante complicada y el cumplimiento estricto parecía una utopía, pero los esfuerzos hacían que el Estado continúe, mal que bien (y probablemente, más mal que bien), operando. Las listas de matrículas de contribuyentes seguían tratando de completarse, la contribución indígena y de castas era cobrada (hasta dónde la crisis lo permitía), se efectuaban reclutajes, se les pagaba a los ejércitos y un largo etcétera de funciones que seguían siendo cumplidas. Quedarnos, entonces, en el carácter anárquico y en el papel de estrategas militares (o conspiradores perennes) de los caudillos implica omitir parte importante del funcionamiento estatal en este periodo crítico de transición.

Un episodio refleja este carácter dual de muchos de los militares caudillos de la época. A inicios de 1836, Felipe Santiago Salaverry luchaba sus últimos días contra Santa Cruz y los partidarios de la Confederación Perú-Boliviana. Sus seguidores habían enviado una embarcación, “la Isabel”, a Guayaquil para comprar 2.000 fusiles, los cuales traían de regreso al Perú. Ante ello, se optó por perseguir a la embarcación, encomendándole esta misión a Camilo Peña, coronel colombiano radicado en el Perú desde el conflicto independentista.[4] El problema era que el coronel Peña había sido nombrado apoderado fiscal de la provincia de Jauja (ya había ejercido ese cargo en años anteriores), teniendo como tarea realizar la matrícula de contribuyentes de dicha provincia. Claramente, tuvo que dejar pendiente dicho encargo para proceder a perseguir a la embarcación, pero a su regreso a Jauja sólo pudo partir a continuar con sus labores militares comprometiéndose a retornar a la brevedad para retomar el empadronamiento de contribuyentes que había dejado pendiente;[5] el compromiso sería efectivamente cumplido. Paradójicamente, tras concluir la matrícula de indígenas, ésta es aprobada en agosto de 1839 por las autoridades entrantes tras la derrota de la Confederación.[6]

De este modo, podemos observar esta dualidad entre tareas asociadas a la guerra que se vivía en la época, junto a procedimientos administrativos que le daban cuerpo, forma y continuidad al nuevo gobierno republicano. Como sugieren los recientes trabajos de Sobrevilla y Méndez, cada acción militar ejercida por los caudillos de la época requería su contraparte de administración como puntal imprescindible.[7] Dentro de estas tareas, las de hacienda eran las que recibían mayor atención y se velaba especialmente por cumplir estas funciones. Examinar estas acciones cotidianas podrá colaborar a construir una imagen más acorde a la realidad sobre este periodo usualmente abordado como uno de burocracia casi inexistente.

 

La situación económica en el Perú tras la independencia

Los primeros años de la República en el Perú han sido calificados, acertadamente, como de estancamiento y postración. En parte, era un proceso que venía desde el final del dominio colonial. Este periodo evidencia una minería en franca depresión, una economía peruana totalmente descapitalizada y un comercio que movía montos cada vez menores, junto a un Estado que debía hacer frente a crecientes gastos bélicos para defender al régimen colonial.[8] La coyuntura de guerra durante la independencia no hizo más que agudizar esta crisis. Haber sido escenario de la fase decisiva de la emancipación (lo que implicó una mayor destrucción de recursos productivos), así como haber financiado gran parte de la contrarrevolución realista fueron circunstancias que hicieron particularmente significativa la afectación económica al Perú.[9] De acuerdo a Quiroz, por tanto, la independencia no trajo consigo las bases para el crecimiento económico, sino que acarreó una coyuntura de inestabilidad institucional que dificultó el tránsito hacia una economía más moderna.[10]

Tal como en el periodo colonial, la minería seguía siendo la principal actividad económica, constituyéndose en el eje en torno al cual se organizaba la economía nacional. Ya sin Potosí, será la minería de Cerro de Pasco la de mayor importancia. Su producción había logrado recuperarse entre 1823 y 1850, al punto de superar los niveles de producción de inicio del siglo.[11] Sin embargo, varios problemas amenazaban constantemente la producción (desagüe, derrumbes, etc.), de modo que las actividades se vieron interrumpidas en distintos momentos. De hecho, una de las principales preocupaciones de los prefectos era superar estos inconvenientes y estimular la producción minera. Por ejemplo, Francisco de Paula Otero, prefecto de Junín y con experiencia previa en minería, será quien diseñe el mecanismo que permita que el socavón del mineral de Santa Rosa vuelva a operar tras una grave paralización. En el resto de departamentos, sin embargo, la producción había decaído de manera considerable.

El resto de sectores evidenciaba también un fuerte rezago productivo. Por un lado, la producción agrícola se vio afectada durante la guerra de independencia para luego mantenerse casi estancada durante toda la década de 1830; en parte, ello explica que la tierra no haya resultado un recurso de producción especialmente atractivo durante este periodo. En el caso de las manufacturas, no se muestran mejoras sistemáticas de la producción ni intentos ambiciosos de instalar industrias a mayor escala. La situación comercial también mostraba serios inconvenientes, al tener una articulación bastante limitada con el mercado internacional. De este modo, las exportaciones de nuestro periodo de estudio eran apenas la mitad de lo que habían sido en el decenio de 1810-1819.[12] Con todo ello, no sorprende que la economía urbana se viese fuertemente afectada, como lo muestran las matrículas de patentes. En ellas, se observa que los cinco gremios de mayor importancia en Lima muestran, en conjunto, un decrecimiento en los montos aportados (véase Tabla 1).

 

 

 

 

 

Tabla 1. Contribución de patentes de los cinco gremios principales de la ciudad de Lima, 1833-1839

Gremio

1833

1834

1838

1839

Variación 1833-1839

Chinganeros

4.668,8

3.110,3

2.495,3

3.071,2

-28,4

Almaceneros

4.655,0

4.576,0

7.092,0

6.328,0

45,4

Encomenderos

3.615,0

3.856,0

2.737,5

2.556,0

-29,1

Tenderos

2.694,0

2.373,0

2.261,4

2.825,0

0,4

Pulperos

3.482,8

2.935,4

3.055,0

2.393,0

-15,1

Total

19.115,5

16.850,7

17.641,1

17.173,1

-3,2

Fuente: AGN H-4, Matrícula de patentes de los distintos gremios de la ciudad de Lima, varios años.

Elaboración propia.

 

Las finanzas públicas en los inicios de la república

Como correlato de este estancamiento económico, las finanzas públicas peruanas tras la Independencia se encontraban igualmente complicadas. Dado que estas comparten varios rasgos con los casos de otras excolonias hispanoamericanas, una somera revisión al respecto resulta útil como marco común a esta transición de la hacienda colonial a la republicana en el proceso de formación de nuevos Estados nacionales.

La regla general en la región consiste en la tentativa de una transición hacia una hacienda más moderna, alejada de la hacienda tradicional de antiguo régimen. Como señala Pinto Bernal, este proceso inicia con las reformas borbónicas de fines del S. XVIII, cuyo objetivo consiste en extraer más recursos de actividades privadas de las colonias en detrimento del carácter patrimonial de la hacienda.[13] Durante este periodo, las cajas reales descansarían sobre impuestos al comercio, monopolios estatales y el tributo indígena (cada uno con mayor o menor peso, según el caso), los cuales permitirían al imperio español conseguir gran cantidad de recursos de sus colonias en comparación con el resto de potencias imperiales.

Las guerras de independencia marcarán el colapso del sistema hacendatario de la región. Así, mientras que los ingresos decrecen considerablemente por el desorden y falta de actividad económica, los gastos que implica el mantenimiento de la guerra generan exigencias cada vez mayores. A su vez, el proceso deriva en la fragmentación entre las haciendas de las ex colonias (por la división de territorios como en el caso de Argentina o Colombia o, en general, por la supresión de los situados) e, incluso, al interior de cada nueva república (mayor autonomía de las tesorerías locales).[14] Se manifiestan, entonces, ciertas tensiones entre la capital y el resto de provincias, lo que deriva, en algunos casos, al federalismo (i.e. México), mientras que en otros el Estado central mantiene la clara preminencia (i.e. Chile). Este será un debate inicial de carácter fiscal y político, el cual marcará el devenir de las nuevas repúblicas durante el S. XIX. No obstante, salvo excepciones, la tendencia consiste en una mayor autonomía local (formal o de facto), dado que cada localidad tenía adjudicados ciertos recursos a recaudar, mientras que las transferencias al gobierno central se hacían cada vez más irregulares.

Con los nuevos gobiernos vienen también intentos de reformas fiscales definidos por la necesidad apremiante de conseguir recursos constantes y con mayor legitimidad. En su intento de abandonar el sistema colonial la tendencia se dirige a la abolición de tributo indígena y diezmo minero y agrícola.[15] En prácticamente todos los casos, destaca que los ingresos aduaneros se vuelven la base de los ingresos fiscales, especialmente a partir de impuestos a la importación. Por citar algunos casos de nuestro periodo de estudios, la aduana se vuelve una partida fundamental en México (más del 50% de ingresos totales), Colombia (33%), Chile (61%) y Argentina (alrededor del 80%).[16] De este modo, las finanzas públicas se hacen bastante dependientes de las fluctuaciones del mercado externo, lo que evidencia la orientación económica “hacia afuera” que propugnaban ciertos grupos. Para contrarrestarlo, se tienen iniciativas como la Contribución Directa en el caso argentino o la Contribución de Patentes en el caso mexicano; sin embargo, el peso de estas innovaciones resulta ínfimo y no puede contrarrestar la fuerte dependencia de las aduanas.[17]

Por su lado, como norma general, nuestro periodo de estudio está marcado por el predominio de los gastos militares. Estos bordean el 50-80% del total de gastos de hacienda en todos los países de la región[18] y salvo casos particulares como el chileno,[19] este no desciende en el periodo.[20] Ello definirá una relación circular en la que el fuerte gasto militar socavaba las bases de la consolidación estatal y promovía la inestabilidad política, lo que, a su vez, derivaba en una mayor necesidad de gasto militar.[21] En este marco de guerra, vaivenes administrativos y estancamiento económico no sorprende que el déficit fiscal sea la regla para casi todos los países de la región.[22] Por ejemplo, en México, donde antes se solían tener excedentes que eran transferidos a otras colonias, la República viene aparejada de un déficit crónico hasta 1880. Ante ello, la salida consistió en recurrir al crédito externo hasta que tuvo que declararse la suspensión de pagos por los montos impagables de deuda. Tras ello, la mayoría de países recayó en confiscaciones o crédito interno vía “donaciones” o préstamos, casi siempre de carácter forzoso.[23]

Sin embargo, más allá de estos cambios, el manejo y administración de las finanzas púbicas siguieron los principales lineamientos que se tenían bajo el modelo colonial. Las mayores reformas sólo podían introducirse en los periodos de mayor calma y éstos fueron bastante escasos, de modo que ello pasó a segundo plano frente a las urgencias fiscales.[24] Además, los cambios que buscaban gravar a las clases propietarias enfrentaron gran oposición hasta el punto de lograr que se deroguen o se vuelvan insignificantes. En el caso chileno, por ejemplo, se busca incrementar los ingresos a partir de un control más directo desde el gobierno central antes que a través de mayores imposiciones a clases propietarias.[25] Aún más claro, en el caso boliviano –el más similar al peruano– Abbendroth describe la estructura fiscal con su título “indios sí, criollos no”, puesto que casi la mitad de ingresos fiscales provenía de exacciones al campesinado indígena, mientras que los gravámenes a criollos y mestizos eran casi inexistentes.[26] Esta mezcla de gastos que no podían reducirse e incapacidad de recaudar recursos de clases propietarias explica el constante déficit fiscal y el endeudamiento público arriba mencionado, así como la dependencia de una estructura similar a la del periodo colonial por default.

La situación peruana se inserta bastante bien en este breve panorama esbozado, aunque con ciertas particularidades. Las guerras de independencia habían también significado el colapso del sistema fiscal, lo que se manifiesta en el desorden con que se manejaban las cuentas fiscales. De hecho, para el periodo 1832-1845 no existen datos continuos, confiables y comparables, puesto que “los caudillos gobernaron sin presupuesto y las tesorerías y prefecturas remitieron informas parciales al Ministerio de Hacienda”;[27] incluso, no se cuenta con memorias del ministerio de hacienda en el lapso de 1832 y 1847, y el primer presupuesto se tuvo en 1845 a partir de la gestión del ministro Del Río.

Aunque en el Perú el federalismo no resultó una propuesta política de gran apoyo, las tesorerías departamentales se volvieron fundamentales en medio de esta desorganización fiscal. El sistema fiscal funcionaba en base a una tesorería en cada departamento, la cual debía hacer frente a algunos gastos propios del departamento para luego enviar los excedentes a la tesorería general de Lima; ésta centralizaba los ingresos fiscales pero, a su vez, se encargaba de varios de los gastos más importantes. Formalmente, se trataba de una continuación del sistema colonial bajo el cual las cajas provinciales debían remitir los sobrantes de sus cuentas a la caja matriz del virreinato, de modo que ésta sería una fuente importante de recursos.[28]

Sin embargo, destaca la autosuficiencia del aparato público departamental, puesto que no se dependía de remesas desde Lima para cumplir con sus funciones sino que lograba sostenerse con sus propias recaudaciones. Así, pese a que no se cuestiona la preminencia de la capital, gran parte de los ingresos departamentales se retenían dentro de la circunscripción y sólo en ocasiones más bien excepcionales y sin exhibir mayor regularidad, los excedentes eran enviados a Lima.

Si bien en el caso peruano las aduanas también fueron el principal ramo de ingresos, la contribución indígena resultaba un rubro insustituible, lo que lo hace, junto con Bolivia, un caso un tanto particular. De esta forma, tal como en la colonia, los departamentos con mayor densidad de población indígena tributaria (varios de ellos en la zona andina) eran los que aportaban relativamente más recursos al fisco nacional. Debido a ello, así como por la relativa autonomía fiscal de los departamentos del interior, es un periodo que ha sido catalogado como “descentralismo de facto”. La cobranza, sin embargo, era muy fluctuante y ningún ramo de ingresos parecía seguro. Frente a esta incapacidad de conseguir recursos de manera recurrente de los sectores más productivos, la hacienda peruana, como la de sus pares latinoamericanas, recayó en la lógica de empréstitos tanto de empresarios locales (aunque era de difícil obtención) como del extranjero (especialmente, de Gran Bretaña).    

Como se desprende de lo anterior, el Perú es uno de los países que muestra una mayor continuidad fiscal respecto a la época colonial tanto en las fuentes de ingreso como en los procedimientos con los que se manejaba. Lo que destaca es que si bien en estos años era generalizada la intención de cancelar todo lo que evocase al régimen colonial, la realidad económica, política y fiscal obligaba a recaer en el sistema conocido. Como indica Tantaleán, “de allí que resultase el ‘nuevo’ Estado republicano utilizando los viejos mecanismos coloniales de tributación, de fiscalización y monetarios durante un buen periodo”.[29]

De hecho, la principal reforma fiscal del periodo, la realizada en 1826, se caracterizó por restaurar mecanismos coloniales antes que por la introducción de innovaciones.[30] Como principal cambio, la necesidad del erario llevó a que el tributo indígena sea reintroducido oficialmente (aunque en varios lugares nunca había dejado de cobrarse), ahora bajo el rótulo de contribución personal; ello marcaba el regreso a un impuesto de Antiguo Régimen que había sido fundamental durante todo el periodo colonial.[31] La reforma incluía también innovaciones como la contribución de castas y, como principal cambio, la contribución de patente a manera de impuesto directo. Sin embargo, los montos recaudados en ambos rubros fueron insignificantes y su cumplimiento estricto casi una quimera.[32] En corto, esta reforma no produciría mayores alteraciones en la estructura hacendataria respecto al régimen colonial precedente, lo que se corresponde con lo antes visto de un régimen fiscal inercial frente a las urgencias del periodo.

Mientras los ingresos eran siempre exiguos e irregulares, los gastos necesarios para el mantenimiento del orden no aminoraban; de ahí la situación de precariedad e insuficiencia que caracteriza al periodo. Tal como en el caso latinoamericano, la estructura de gastos estaba organizada en función a los gastos militares que se hacían fundamentales en un periodo tan convulsionado. Cabe señalar que, a diferencia del caso mexicano donde previamente primaban los gastos burocráticos, ya desde fines del siglo XVIII el gasto militar se había vuelto predominante en el virreinato peruano.[33] Como fuere, lo que resulta claro es que alrededor del 50% del gasto total se destinaba a sueldos y gastos de guerra en detrimento del fomento de la economía o fortalecimiento burocrático. Como indicador, contamos con los gastos de los ramos de hacienda y de gastos militares de la tesorería general de Lima durante la Confederación Perú-Boliviana. La tabla 2 y la tabla 3 muestran el predominio notable de estos últimos, la que será la principal preocupación fiscal hasta bien entrada la era del guano.[34] De hecho, hasta la segunda mitad del S. XIX, el gasto de guerra representaba más del doble respecto al gasto burocrático.[35] A partir de lo anterior, la búsqueda constante de ingresos locales se convertiría en el leit motiv de todas las políticas estatales, constituyéndose prácticamente en la preocupación más grande del periodo. El manejo de las finanzas departamentales, de la actividad productiva y las políticas comerciales tendrán en esto un aspecto central que no debe pasar desapercibido.

 

 

Tabla 2. Principales ramos de gasto de tesorería general de Lima, 1836-39 (pesos)

Año

Sueldos de hacienda

Gastos de hacienda

Sueldos de guerra

Gastos de guerra

Hacienda en común[p1] 

1836

136.478,4

167.424,8

461.645,5

106.502,7

192.738,1

1837

175.919,8

197.549,0

736.827,6

118.203,2

130.402,0

1838

106.972,0

48.491,1

581.882,6

163.938,8

158.282,3

1839

133.187,5

615.642,3

415.586,0

1.037.195,5

190.257,5

Fuente: O.L. 248A, Caja 304, Exp. n° 1579-1610. O.L. 256, Caja 328, Exp. n° 1851-1862. O.L. 265, Caja 347, Exp. n° 878-890. O.L. 272, Caja 371, Exp. n° 1348-1424. Ingresos y egresos de Tesorería General, 1836-1839.

Elaboración propia

 

Tabla 3. Principales ramos de gasto de tesorería general de Lima, 1836-39 (porcentaje del gasto total)

Año

Sueldos de hacienda

Gastos de hacienda

Sueldos de guerra

Gastos de guerra

Hacienda en común

1836

11.3

13.9

38.2

8.8

15.9

1837

10.5

11.8

44.1

7.1

7.8

1838

7.1

3.2

38.9

11.0

10.6

1839

5.0

23.1

15.6

38.9

7.1

Fuente: O.L. 248A, Caja 304, Exp. n° 1579-1610. O.L. 256, Caja 328, Exp. n° 1851-1862. O.L. 265, Caja 347, Exp. n° 878-890. O.L. 272, Caja 371, Exp. n° 1348-1424. Ingresos y egresos de Tesorería General, 1836-1839.

Elaboración propia

 

Las prefecturas y tesorerías departamentales

Si ya hemos mencionado una importante continuidad en el manejo fiscal respecto a la colonia, debe destacarse que el rol y funcionamiento de las prefecturas tenía también un claro antecedente en el régimen de intendencias. Los objetivos borbónicos de un gobierno más unificado económica y políticamente, un control más estricto de las colonias y una mayor recaudación fiscal llevaron a reformar el sistema político de las colonias. Bajo este nuevo esquema, aparecían las intendencias como un nivel intermedio de gobierno que articularía al gobierno central (virrey-Corona) y los gobiernos locales (corregidores). En la figura de los intendentes se daría una concentración de poder en una sola autoridad, puesto que se fusionaron varios cargos y tareas administrativas. De hecho, serían encargados de las cuatro causas fundamentales de la administración colonial: guerra, hacienda, policía y justicia; ello incluía velar por la recaudación fiscal, responsabilidad de fomento de actividades económicas y obras públicas, mando militar, resguardo del orden público, ejercicio de justicia, etc.[36]

Si el intendente fue un cargo creado por los borbones, la figura del corregidor como principal funcionario provincial fue sustituida por la del subdelegado. Para los pueblos indígenas, este subdelegado concentraba también la responsabilidad sobre las cuatro causas mencionadas,[37] las cuales se realizaban a un nivel más micro al tratarse del nivel provincial. Así, de manera equivalente, debían mantener la paz entre indios y españoles, reunir y transmitir informes económicos, alentar la industria y agricultura, conocer su localidad y la población de la misma, colaborar con el manejo de cajas reales, ejercer como jueces de primera instancia en su partido, vigilar aseos de la población, tener registro de escribanos del distrito, cuidar que los indios tuviesen tierras, etc;[38] no obstante, es claro que la recaudación del tributo indígena resultaba siendo, en la práctica, su principal preocupación.

En general, las responsabilidades de los prefectos y subprefectos seguirían estos lineamientos, como se observa en la propia Constitución (entre la de 1828 y la de 1834 prácticamente no se registran cambios al respecto).[39] Se establecía que estaba bajo dependencia inmediata del Presidente de la República y que la duración del cargo sería de 4 años; las funciones indicadas eran “mantener el orden y seguridad pública de sus respectivos territorios”, “hacer ejecutar la constitución y leyes del Congreso, y los decretos y órdenes del poder ejecutivo”, “hacer cumplir las sentencias de los tribunales y juzgados” y “cuidar de que los funcionarios de su dependencia llenen exactamente sus deberes”, entre otras.[40]

Yendo más en detalle, la ley del 29 de agosto de 1831 señalaba cuáles eran las prerrogativas y responsabilidades de los prefectos y subprefectos. Estas incluían las causas de policía (velar porque no existan vagos, cuidar mantenimiento de puentes y caminos, brindar seguridad en los caminos), hacienda (dirección de administración y recaudación de los fondos públicos del departamento como autoridad suprema de hacienda; celar los fraudes a cualquier ramo de hacienda –especialmente el contrabando–; cuidar que se proceda de acuerdo a ley en dichos temas; hacer que administradores del tesoro les remitan el estado general de valores del departamento remitiéndolo al ministerio de hacienda) y justicia (cuidar que se cumplan las leyes y la Constitución).[41]

Dentro de este cúmulo de tareas, las de hacienda serán las que le ocupen mayor parte de su tiempo y preocupación. En lo específico a la contribución, debían nombrar apoderados fiscales, hacer concluir las matrículas de contribuyentes, exigir fianzas de subprefectos así como la realización de enteros de los mismos, vigilar que el cobro de contribución se realice sin problemas.[42] Si bien no se encargaba del cobro directamente, era quien debía responder por ello, especialmente porque era el responsable de cumplir con los desembolsos que se le exigía constantemente. La seguridad de su autoridad y liderazgo se observa claramente cuando el prefecto de Ayacucho se enfrenta al Intendente Visitador –nombrado para supervisar los procedimientos referentes a los ramos de hacienda en los departamentos–, a quien le dice que la prefectura tiene la mayor autoridad sobre temas de hacienda, algo que finalmente será reconocido por el interpelado.[43]

De manera análoga, los subprefectos heredan el cargo de los subdelegados. Los subprefectos tenían como principal atribución “cuidar de la más exacta recaudación de los intereses del Estado en sus respectivas provincias y distritos bajo la inmediata inspección del prefecto”,[44] lo que debe entenderse, especialmente, como encargarse del cobro de contribución. Si bien la matrícula de contribuyentes era elaborada por el apoderado fiscal encargado, los subprefectos debían supervisar su “llenado” y, posteriormente, encargarse de la recaudación para “realizar los enteros” cada semestre en la tesorería departamental. Como debían responder por los montos de la contribución, se les exigía presentar fiadores antes de asumir el cargo; asimismo, se relacionaban con una red de recaudadores subalternos, siendo en algunos casos los descendientes de autoridades étnicas.[45] A partir de esta función primordial, los subprefectos –junto a gobernadores y recaudadores indígenas– se convirtieron en los intermediarios centrales entre el aparato estatal y los indígenas, esto es, eran la bisagra social y fiscal del departamento.[46]

Junto a ello, la tesorería departamental, heredera de las cajas reales, era la que complementaba el cuidado de las tareas de hacienda. Ésta se encargaba de supervisar, hacer cumplir y manejar todas las obligaciones del Estado en materia fiscal, lo que incluía especialmente la adecuada recolección de la contribución personal, así como el uso de recursos de acuerdo a los procedimientos establecidos. En cuanto a la contribución en concreto, eran los encargados de exigir fianzas a los subprefectos al tomar el puesto, de verificar el líquido entregado por las subprefecturas en cada semestre, remitir certificados a los subprefectos referentes a los enteros entregados e informarle a la prefectura si los enteros eran equivalentes a lo que está estipulado que se entregue. En caso de no haberse cumplido con el monto esperado, existían una serie de procedimientos que culminaba con la ejecución de los bienes en fianza para suplantar la deuda.[47]

En adición, debían mantener el registro de las deudas de los subprefectos, de modo que puedan solicitar su cobro a las autoridades departamentales. Por último, se esperaba que realizasen observaciones que consideren convenientes para una mejor recaudación y manejo de las cuentas públicas.[48] Cabe señalar que todas estas acciones se hacían en medio de dificultades notables: son múltiples las quejas respecto a que había un gran desbalance entre sus obligaciones (cada vez más grandes) y el personal con el que contaban para realizarlo. Si bien se tiene la imagen de una tesorería que funcionaba con gran desorden y no entrega a tiempo las cuentas, esta demora en entregar las cuentas departamentales, ello es explicado por el mismo prefecto:

Sus obligaciones son innumerables; los subalternos pocos y aún menos expertos; y estos pocos de escasísima inteligencia, no se hallan exentos de enfermedades y accidentes. Tampoco es prudencia exigir que los administradores sean unos héroes, que salud, vida, sus familias, todo lo sacrifiquen intrépidamente al mejor servicio[49]

 

Funciones de hacienda

A partir de lo anterior, la impresión general que da esta época es de penurias y urgencias en materia de finanzas públicas. La hacienda peruana muestra en estos años varios patrones similares al resto de la región, con lo que debía enfrentar grandes dificultades fiscales para la consolidación nacional. La salvedad importante radica en la aún enorme importancia de la contribución indígena, lo que, más bien brindaba una imagen de continuidad respecto al periodo colonial. Dentro de este entramado, resulta evidente el gran protagonismo de las instancias departamentales para asegurar el cumplimiento de las responsabilidades fiscales de la mejor manera posible. Está claro que todas las disposiciones arriba descritas estaban lejos de cumplirse con el rigor esperado, pero no pueden ignorarse todos los procedimientos y funciones administrativas que eran, efectivamente, llevadas a cabo. En la práctica, las tareas de hacienda eran la preocupación más constante de las distintas instancias de gobierno y se hacían notables esfuerzos para cumplir de manera adecuada dentro de las posibilidades de la época. Serán estas tareas las que le darían cuerpo a la política fiscal y construcción del Estado a nivel más general en estos primeros años republicanos.

 

La recaudación de la contribución personal

Tanto en Junín como en Ayacucho, la contribución personal –particularmente, la de indígenas– era la principal fuente de recursos, llegando en algunos años a representar casi la totalidad de los ingresos del departamento. Como hemos visto, aunque las aduanas eran el principal ramo de ingresos estatales, los departamentos de la Sierra resultaban fundamentales para el andamiaje estatal por el imprescindible flujo de ingresos que provenía de este ingreso por capitación. La cobranza, sin embargo, era tan difícil (solía realizarse “en pequeñas cantidades y en tiempos indeterminados”)[50] como lo era necesaria para los múltiples gastos del erario (especialmente, los gastos militares), con lo que distintas gestiones se hacían hacia tal objetivo. Los prefectos se lamentaban en varias ocasiones que era prácticamente el único ingreso de importancia del departamento, pero que su recaudación total era casi imposible. Dada su relevancia, detallamos todas las vicisitudes en torno al proceso.

Como ya hemos dicho, las responsabilidades de prefecturas y tesorería iniciaban antes de la propia recaudación, con el llenado a la matrícula de contribuyentes y las exigencias de fianzas a los subprefectos. Para lo primero, además del apoderado fiscal, participaban gobernadores, alcaldes, recaudadores, párrocos y, por supuesto, los propios subprefectos quienes ejercían como “jueces de matrículas” y supervisaban todo el proceso. Si de por sí era una tarea compleja, la coyuntura de guerra sólo la complicó aún más puesto que el registro de población se superponía a migraciones, levas y reclutamiento militar. Incluso, se llegaba a casos extremos como cuando las tropas de Felipe Santiago Salaverry que buscaban hacerse del gobierno robaron los libros de matrícula para imposibilitar la recaudación.[51]

Durante el procedimiento, se hacía énfasis en que los indígenas contribuyentes quedaban exentos de cualquier otra contribución, así como del “servicio de armas”,[52] además de señalar que en tanto contribuyente, “tiene derecho a pedir la porción de tierras que necesite de las que pertenezcan al Estado”.[53] De hecho, podemos observar una preocupación de parte de las prefecturas para que ningún contribuyente se quede sin la parcela de tierra correspondiente, debido, en parte, a que ello favorecía el cobro de la contribución en un periodo en el que el cumplimiento total era muy inusual. Tenemos, entonces, una suerte de extensión del pacto colonial planteado por Platt en el que el tributo indígena se aseguraba a cambio de la seguridad en el usufructo de la tierra.[54] Si bien trató de modificarse en los primeros años de la Independencia, lo que se observa es una importante continuidad en los mecanismos de interrelación entre el Estado y la población indígena.    

Por citar un caso, a mediados de 1835, la municipalidad de Carhuaz propone que los terrenos no ocupados en la localidad sean vendidos para costear la construcción de una escuela pública. Frente a ello, el prefecto de Junín rechaza enfáticamente esta medida al señalar que es responsabilidad del Estado asegurar la distribución de tierras entre la “clase menesterosa” de los campesinos (incluyendo en los años venideros, en los que la población sería mayor), postura que sería respaldada por el gobierno central.[55] En varias otras ocasiones, son también los prefectos y subprefectos quienes abogan para que se protejan las tierras de indígenas y se eviten mayores exacciones a una población que no podía hacerle frente. La historiografía tradicional había construido este periodo como lo que Gootenberg califica como la “rapiña liberal”, es decir, un avance desenfrenado sobre las tierras de las comunidades campesinas y el rápido predominio republicano de la gran propiedad privada.[56] Contrario a esta versión (la cual tiene más sentido para la segunda mitad del siglo), se observa que parte de las preocupaciones de las prefecturas se referían al registro de contribuyentes y velar por una adecuada distribución de tierras.

El otro aspecto que antecedía a la propia recaudación eran las fianzas de los subprefectos. Como veremos más adelante, los enteros casi nunca se realizaban en los montos establecidos, de modo que los subprefectos podían acumular cuantiosas deudas. Por ello, era importante contar con individuos que respalden con sus propiedades su asunción del cargo a manera de garantes. Por la coyuntura que se vivía y el gran riesgo del cargo, era muy complicado conseguir fiadores; la tesorería, sin embargo, fiscalizaba continuamente que se cumpla. En medio del mencionado levantamiento de Salaverry, este proceso no pudo ser realizado oportunamente, ante lo que Valentín Salas, administrador de la tesorería de Junín, le escribe directamente al ministerio de hacienda, ya que “no puede mirar con indiferencia que los asuntos fiscales sean manejados sin las correspondientes garantías de los subprefectos”; así, señala que los subprefectos de Jauja, Pasco, Huamalíes y Conchucos no habían presentado sus respectivas fianzas. El ministro de hacienda pide, entonces, que se verifique que estas fianzas sean realizadas, lo que es confirmado meses después por el propio prefecto del departamento Francisco Quirós.[57]

Las exigencias parecen ser aún más abrumadoras en el caso de Ayacucho. Ante la dificultad de conseguir fiadores, el prefecto Gonzales propone que Francisco García, alguien de su entera confianza, asuma el cargo aún sin fianzas completamente saneadas; el argumento consistía en que era la única forma de no dejar acéfala la provincia. La respuesta desde el ministerio, sin embargo, es una negativa tajante: “las leyes sobre fianzas son demasiado terminantes y no aceptan excepción; de no haberse hecho adecuadamente, recae en prefecto y/o administrador del tesoro”; finalmente el mencionado García consigue tan solo una proporción de las fianzas, debiendo el prefecto asumir el riesgo por lo restante.[58]

Asimismo, aún si se presentaban las fianzas correspondientes, estas debían ser verificadas por la tesorería, que, en muchos casos, no dudaba en rechazarlas. Por citar un caso, cuando el subprefecto de Castrovirreyna, José María Zapater, presenta tres fiadores, los tres son rechazados al sostener que “uno de los fiadores era deudor al Estado, a otro no se le reconocieron bienes raíces, y el otro no probaba legítimo dominio de la finca que hipotecaba”, de modo que se le niega el ejercicio de funciones y se envía a un interino.[59] Tras dos años, el mismo Zapater presenta nuevas fianzas pero la tesorería vuelve a oponerse, puesto que el fiador no tenía registrado por la municipalidad si habitaba en la tierra hipotecada y porque al verificar el valor de la tierra comprueban que se trataban de “unas pequeñas tierritas de escaso sembrío”.[60] Aunque en la práctica el cumplimiento riguroso de las fianzas resultaba casi imposible, se debe destacar que los administradores del tesoro empleaban todos los recursos a su disposición para verificar que ello se cumpliera y, en algunas ocasiones, lograban que se cumplan las exigencias legales.

Habiendo superado ya estas fases previas, el propio cobro de la contribución resultaba sumamente complejo. Junto a dificultades ocasionales como el caso de robos (que eran también considerados responsabilidad del subprefecto y era éste quien debía responder por las sumas perdidas), las circunstancias de la época llevaban a que los pueblos indígenas manifiesten que era imposible cumplir con la contribución.[61] Los subprefectos contaban con medidas coercitivas para hacer cumplir el cobro impositivo, tal como lo indican sus instrucciones: “pueden reconvenir, apremiar, embargar y rematar bienes a los que se niegan al pago sacando prenda equivalente; pueden usar apremio y arresto con contribuyentes aun morosos”.[62] Sin embargo, los propios subprefectos reconocían que estas medidas distaban de ser efectivas. Por un lado, se señalaba que cumplir a cabalidad con lo exigido resultaba imposible aún si se hiciese uso de la violencia y bayonetas;[63] a su vez, los bienes a rematar eran de ínfimo valor, mientras que arrestar a los deudores generaba gran malestar y lo único que conseguía era que sea más complicado aún el pago de la contribución, puesto que se perdían días de trabajo.[64]     

Lejos de la imagen que se ha construido en torno a prefectos que cometían abusos, lograban exageradas ganancias, reprimían a indígenas, etc.,[65] lo que prima en el accionar cotidiano es la negociación. Incluso, en la que sería la primera rebelión indígena de la República protagonizada por los indígenas de Iquicha en Huanta, Ayacucho, quienes se negaban a pagar la contribución, los prefectos y subprefectos priorizan actuar inicialmente “con prudencia y sagacidad” para hacerles entender obligación de contribuir al sostén del Estado.[66] En general, las demandas más frecuentes de los indígenas tenían que ver con la rebaja o exención de la contribución (por uno o dos semestres), petición que era casi siempre apoyada por los subprefectos correspondientes. Ello no debería ser sorprendente, en tanto la exención le era conveniente al subprefecto, quien debía responder por esos montos casi incobrables por las circunstancias.

Un caso ilustrativo ocurre en Junín. El primer trimestre de 1832 fue terrible para varios pueblos de Jauja, el principal centro agrícola del departamento y el denominado “granero de Lima”. Estos pueblos se vieron afectados por las heladas y la plaga del “polvillo”, lo que había eliminado casi toda la producción agrícola; el pedido, entonces, es la exención del pago de la contribución de San Juan de dicho año. Esta solicitud debía ser elevada a través del circuito de las prefecturas, siendo los subprefectos y prefectos actores clave para acreditar este pedido. En casi todos los casos, ambos confirman el estado de crisis absoluta (al punto que muchos contribuyentes habían perdido toda su producción y/o habían migrado), con lo que la exención debería proceder. El expediente era presentado por el prefecto a la Contaduría General de Contribuciones (CGC) que, en este caso, señala inicialmente que no tiene toda la información relevante, así que solicita un informe al subprefecto. Tras una nueva acreditación, finalmente la CGC y el ministerio de hacienda confirman la exención no sólo para el semestre de San Juan, sino también para el de navidad. [67] Lejos de ser un caso excepcional, tanto en Junín como en Ayacucho son los subprefectos y prefectos actores sumamente activos en promover este tipo de expedientes.

De este modo, podemos observar el rol crucial que tenían las prefecturas en todas las causas relacionadas con la contribución personal. De hecho, eran el circuito de comunicaciones central tanto para elevar demandas como para informar resoluciones. Una vez aprobado el expediente, debían informar a los interesados, así como a la tesorería departamental para que considere estas modificaciones.

Estas solicitudes relativas a la contribución son también claves porque permiten ver una serie de procedimientos que exhiben una fuerte continuidad respecto al tributo colonial. Ello se observa desde las instrucciones dadas para el funcionamiento de las entidades de nuestro estudio. Así, mientras a las subprefecturas se les indica que su principal función es el cobro de contribuciones “conforme al artículo 1° de la instrucción del año 1784”,[68] a la tesorería de Junín se le envían “cuatro tomos de las leyes de indias y uno de la ordenanza de intendentes” para el cumplimiento de sus funciones.[69] Yendo más en detalle, es claro que el supuesto cambio hacia una contribución más individualizada[70] dista de haberse aplicado en la práctica. Tras una de las exenciones del pago de contribución concedidas a varios pueblos de Jauja, el subprefecto manifiesta que una parte ya había sido cobrada y era imposible proceder con la devolución, puesto que los recaudadores no pueden verificar qué persona realizó cada aporte; más bien, sostiene que “como ningún individuo paga la contribución entera, sino por partidas cortas, mecanismo inventado por los cobradores y que lo sufren para facilitar el entero, es regular que lo colectado sea del común de contribuyentes o de la mayor parte”.[71]

Junto a lo anterior, diversos dispositivos señalan otros elementos de semejanza. En 1832, la propuesta del subprefecto de Huancavelica, Andrés Negrón, para cobrar la deuda de contribuyentes mediante el pago en especies es aceptada pese al inicial rechazo de la CGC que sostenía que implicaba “renovar la triste época de los corregidores comerciantes”.[72] Asimismo, tres ejemplos plasman que algunas de estas solicitudes (y posterior respuesta del gobierno) sobre la contribución se realizaban en referencia a reglamentos coloniales: (i) frente al alza de un peso en la contribución en 1832, las solicitudes de rebaja son rechazadas señalando que es lo mismo que se pagaba “sin repugnancia” durante el gobierno español; (ii) ante la profunda crisis del pueblo de Humaro, en la provincia de Cangallo (Ayacucho), se concede la exención de contribución planteando que “está comprobada en los términos que previenen los artículos 114 y 125 de la Ordenanza de Intendentes”; (iii) para reclamar que la exención de contribución a personas al servicio de la doctrina era muy reducida, el cura de Vinchos (Ayacucho) basa su reclamo en “la ordenanza de intendencia, la instrucción de Escobedo y las Leyes de indias”; si bien la respuesta es negativa, ésta justamente se fundamenta “por el art. 30 de la Instrucción de Escobedo”.[73]

 

Otras fuentes de ingresos

Si la recaudación de la contribución era en extremo compleja y difícilmente alcanzable, no era distinta la historia con los otros ramos de hacienda. Nuestras fuentes de información permiten rastrear dos fuentes adicionales: los empréstitos locales y el cobro de deudas. Ante las urgencias del ejército, una alternativa fue recurrir a empréstitos, los que eran igualmente muy difíciles de conseguir. Como en el resto de la región, las fuentes de crédito externo eran ya inaccesibles por el cese de pagos, con lo que se debió recurrir a empresarios locales. Mientras el gobierno central logró acceder a algunos de estos prestamistas que, como en el caso de los agiotistas mexicanos,[74] adquirieron una importante cuota de poder en la hacienda pública,[75] la situación al interior del país era más compleja.

En el mejor de los casos, los préstamos eran levantados parcialmente. Como un caso de ejemplo, se le pide a la prefectura de Junín levantar un empréstito por 40.000 pesos y otro al poco tiempo por 30.000 pesos; del primero sólo se pueden conseguir menos de 25.000 pesos –siendo el mayor aportante Miguel Otero, primo del prefecto Francisco de Paula Otero– y el segundo ni siquiera es solicitado, pues se consideró que sería imposible cumplirlo.[76] De hecho, las redes de los prefectos eran fundamentales, puesto que los pocos fondos que podían conseguir de empréstitos muchas veces provenían de sus amistades. Por tanto, era este un criterio a considerar para la designación de las autoridades políticas en cada departamento.

Sin embargo, la regla tanto en Junín como en Ayacucho era que intentos de reunir recursos entre comerciantes, hacendados y clero derivaran en una negativa rotunda. [77] Un caso crítico se observa en Junín cuando la diputación de minería, entidad que reunía al gremio de los principales mineros de la localidad, se rehúsa a otorgar un empréstito forzoso por su falta de recursos; en gran medida, ello se debía a lo fluctuante e inestable que resultaba la actividad minera en estos años. Ante ello, la prefectura llega al punto de arrestar a varios de los miembros de la diputación y perseguir a los que habían migrado por no otorgar el empréstito solicitado.[78] La respuesta del gremio de mineros es rotunda, señalando “jamás se negaría a responder al llamado que le hacen las necesidades públicas, si las circunstancias en que se halla constituido se lo permitiesen […] la medida más cruel no conseguirá realizar un empréstito imposible. De cuanto dinero ha entrado en las cajas, se ha dispuesto, lo que debe haber disminuido las necesidades del Estado”.[79] De hecho, en otra coyuntura, el propio prefecto Francisco Quirós de Junín señala como imposible levantar un empréstito similar al encontrarse la producción minera paralizada. [80]

Más allá de lo anterior, lo más usual era que se realicen esfuerzos constantes para que se cobren las deudas atrasadas que se tenían con la tesorería departamental. El caso más recurrido era las deudas que mantenían los subprefectos y exsubprefectos por los enteros no efectuados, lo que respondía justamente a los problemas asociados al cobro de la contribución. Cada semestre implicaba un nuevo dolor de cabeza para la contaduría general de contribuciones, puesto que las deudas no hacían más que acumularse, llegando a representar el íntegro de tres semestres de contribución. Tras junio de 1833, las deudas de Ayacucho y Junín superaban los 470.000 y 360.000 pesos, respectivamente. A su vez, las deudas individuales de los subprefectos podían llegar a superar los 100.000 pesos, cifra claramente impagable. [81]

Los esfuerzos por cobrar las deudas de subprefectos y asegurar que cumplan con sus enteros eran constantes, pero sus resultados no siempre eran favorables. En este caso, las tesorerías departamentales eran las principales fiscalizadoras, pues eran las encargadas de verificar la realización de enteros y, de no estar completos, registrar las deudas de los subprefectos y exigir su pago. Incluso, en 1832, los administradores del tesoro de Junín consideran inaceptable que los subprefectos acumulen deudas por más de 200.000 pesos, con lo que “no se halla más remedio que salir uno de nosotros llevando [a cada provincia] las liquidaciones respectivas para según ellas hacer los cobros de las acciones fiscales en los términos que designa la ley”.[82] Los prefectos también manifestaban que habían tomado todas las providencias necesarias, pero la “miseria” generalizada hacía imposible la realización de los enteros.

Si bien en estas circunstancias los prefectos podían destituir y reconvenir a los morosos, hacerlo era inútil y contraproducente. Esto solo lograba “dejar a las subprefecturas acéfalas sin que haya alguno que quiera hacerse cargo de ellas” o, por otro lado, “llenar las cárceles de infelices hombres sin conseguir otra ventaja más que quedar imposibilitados de pagar las deudas por las que fueron encarcelados y las de los sucesivos semestres”.[83] De nuevo, parece oportuno cuestionar también la imagen de subprefectos que se beneficiaban sobremanera una vez en el cargo. De hecho, lejos de ser una posición atractiva, la dificultad para realizar los enteros hacía que no pudiese destituirse a los morosos, pues no se tenían más opciones para ocupar el cargo.

Por su lado, también se intentaban cobrar deudas de privados (especialmente mineros que adeudaban lo correspondiente al ramo de azogues). Por ejemplo, durante la primera mitad de la década, Encarnación Carrillo y Bacilio Gobea sumaban deudas por 10.000 pesos por el concepto de novenos que habían ya vencidos. De este modo, la tesorería general le pide continuamente a la prefectura de Junín que ejecute a la brevedad estas deudas, dado que el que los individuos se hallen en el departamento lo hacía su responsabilidad.[84] Los esfuerzos incluían también exigir el pago en los casos en los que los deudores había fallecido (como el caso del minero Francisco Vigil), exigiéndole el pago semanal correspondiente a sus albaceas para la liquidación.[85] No obstante, en ninguno de estos casos se tiene registro de operaciones de cobro exitosas, con lo que no parecen haber sido medidas muy efectivas.

 

 

Los egresos de la prefectura: contingentes de dinero y sostén de tropas[p2] 

Pese a que las prefecturas experimentaban múltiples complicaciones para conseguir ingresos, los distintos y abultados gastos que debían afrontar no disminuían. Prácticamente, todos los esfuerzos que hemos mostrado tenían como objetivo responder a las dos exigencias prioritarias que se hacían a la prefectura y tesorería departamental: enviar contingentes de dinero a Lima y pagar lo que sea necesario a los ejércitos que se encuentren en su departamento.

Como hemos mencionado, lejos de depender los departamentos de los envíos de la capital, era el gobierno central el que le solicitaba recursos continuamente a las prefecturas. En general, se tenía montos establecidos a enviar a la capital por cada semestre (algo similar al contingente en el caso mexicano, aunque su carácter legal era distinto), pero, en la práctica, se remitía el dinero cuándo, en la cantidad y cómo fuese posible. Así, a diferencia del caso argentino, por ejemplo, las provincias peruanas no cuestionaron en demasía este patrón fiscal centralista, mas su cumplimiento fue bastante laxo y flexible. De hecho, los montos y plazos podían variar entre 11.345 pesos en diciembre de 1837 en Junín (o 15.537 pesos desde Ayacucho), hasta el envío de 93.000 pesos en dos armadas entre junio y julio de 1838.[86]

En los casos en que existía algún excedente, la tesorería era la encargada de canalizarlo hacia el gobierno central. Usualmente, era enviado en barras de plata, plata sellada o dinero líquido, señalando bajo cualquier modalidad a cuánto ascendía su valor monetario. La tesorería departamental también debía correr con el costo de los bagajes para su envío y, en nuestros casos que eran puntos intermedios de la capital con departamentos más alejados (i.e. Cusco), en ocasiones debían también cubrir los bagajes de quienes transitaban llevando contingentes a la capital. Una vez en la tesorería general, esta debía verificar que el monto entregado sea el estipulado. En 1833, por ejemplo, se señala que faltaban 152 pesos de los 20.000 que la tesorería de Junín indicaba haber entregado, lo que debería ser completado prontamente.[87]    

En cuanto a los mecanismos, si bien lo ideal era enviar el dinero a través de una guarnición militar en tránsito a Lima, había también otras variantes como a través de una subprefectura o vía un particular que se acerque a la capital.[88] Asimismo, también tenemos registros de envíos de dinero de una prefectura (la de Ayacucho, en este caso) a otros departamentos (Junín y Cusco) por crisis económica o rebeliones en curso.[89]

No obstante, muchas veces era imposible cumplir con las demandas del contingente. En estos casos, el prefecto debía señalar que las cajas departamentales se hallaban sin existencias, debido a los múltiples gastos que debían afrontar, sumado a los reducidos ingresos regulares (i.e. “minas no llegan a dar 200 pesos al mes, la alcabala es muy reducida, los subprefectos han remitido pequeñas cantidades por contribuciones[90]) y los mineros se negaban a dar empréstitos. Por tanto, la combinación de precariedad económica en la circunscripción y presiones constantes de parte de la capital hacían la situación fiscal de los departamento bastante apremiante y, por ende, ello explica que gran parte de sus esfuerzos se dediquen a cumplir estas tareas.

Sin embargo, la regla latinoamericana en estos años eran los abultados gastos de guerra como principal carga sobre el erario. En este caso, destacan los desembolsos que se realizaba a los batallones acantonados o en tránsito por la respectiva circunscripción; en nuestro periodo, los gastos se dirigen, sobre todo, al batallón Zepita, seguido del batallón Pichincha. Incluso, en ocasiones de conflicto, debían cubrir los presupuestos de las divisiones o batallones en la zona, ya sea a costa del envío de los contingentes a Lima, con lo que se destinaba prácticamente todo lo recaudado a los gastos militares. Cuando un batallón se encontraba en su departamento, el sostén de las tropas dependía, en gran medida, de lo que pueda ser provisto por las prefecturas, de modo que las exigencias desde la comandancia general y desde Lima eran bastante enfáticas.

Este sostén del ejército podía darse de manera más o menos organizada, según sea el caso. Cuando la situación era urgente, se realizaba un consumo desmesurado de los bienes de la provincia en cuestión con una promesa de pago que difícilmente se cumpliría. Por ejemplo, en 1834, se ordena que se recoja el pan de todas las panaderías de la provincia de Huánuco para las tropas, lo que sería pagado de lo recaudado de la contribución personal.[91] En los casos en los que la exigencia se realiza con mayor regularidad, existían ciertos protocolos para realizar los desembolsos. Al culminar el conflicto de la Confederación Perú Boliviana, el prefecto Salcedo, que había sido parte del ejército restaurador, señala que ya han sido satisfechos los pueblos en cuanto a lo entregado de “artículos de pan, papas, harina, trigos, sal, manteca, cebada en grano, y toda clase de verduras que sirvieron para los ranchos del ejército [restaurador] en los tres meses que se estacionó en esta provincia; y que solo están por pagarse la carne, leña y forrajes”, los cuales serán satisfechos con lo ingresado por la contribución personal de navidad de 1839.[92]

Con ello, estas exigencias obligaban a que, en el papel, se deba llevar un registro de los múltiples alimentos provistos por los pueblos campesinos para proceder posteriormente con la devolución, la cual provenía especialmente de la propia contribución. Sin embargo, es claro que una parte importante de los recursos arrebatados a la población no eran registrados, que la devolución estaba sujeta a haber sido recibidos los insumos de parte del bando ganador y que, aún en los casos en que ello ocurriese, la promesa de desembolsos era casi ilusoria. Por tanto, se observan múltiples reclamos relativos a la descapitalización de la población indígena y el estado de postración que implicaba el paso de tropas para su producción de subsistencia.

Más allá de lo anterior, muchas veces era imposible cumplir con las demandas de sostén militar. En estas ocasiones, queda bastante claro el rol neurálgico que tenían las prefecturas para la provisión de insumos, dado que los ejércitos dependían casi por completo de las transferencias que estas le hiciesen para asegurar su manutención; de no cumplirse, ello generaba enconados reclamos de parte de la comandancia militar:

 

Hoy tan solo he podido conseguir pan y un poco de arroz para que se dispensase el batallón y para esta tarde nada tengo, y probablemente se quedará sin comer el segundo rancho. Si Vd. no toma algunas medidas para evitar este mal y otros mayores que pueden sobrevenir, si no se remedian necesidades tan urgentes como la presente. El día 11 se ha traslucido ya una conspiración de que di a Vd. parte. La caja no tiene ni un peso y diariamente se gastan 25 pesos en el rancho sin contar el pan […] Tal es el cuadro doloroso aunque verdadero de las necesidades que nos abruman[93]

 

Los prefectos debían explicar que habían tomado todas las providencias necesarias, pero los ingresos simplemente eran ínfimos. Aún más, en las pocas oportunidades en que se conseguían fondos para gastos militares (por adelanto de recaudación de contribución, por ejemplo), se remitía una cantidad superior a la estipulada, considerando las necesidades que se tenían.[94] Al mismo tiempo, la prefectura debía también encargarse del sueldo de los diputados, el montepío militar, los réditos de reforma, las pensiones militares (incluyendo a viudas), entregar los premios mensuales a los individuos de tropa, así como efectuar pagos a oficiales o civiles particulares según órdenes del gobierno. Asimismo, debían entregar bagajes a los oficiales del departamento que se unían al ejército, lo que también implicaba un pago de parte de la prefectura.[95]

Como se ha visto y como ha enfatizado también Méndez, la guerra no podía ser costeada sin una administración gubernamental eficaz;[96] hacia ello, las prefecturas y tesorerías, mediante el manejo de la hacienda eran instancias centrales en este periodo.

 

Conclusiones

A lo largo de este artículo, se ha intentado mostrar la manera en que se manejaban las finanzas públicas departamentales en el quehacer cotidiano. En un periodo que en toda la región estuvo marcada por la crisis económica, la extrema inestabilidad política y el inicio de un nuevo régimen estatal, la administración gubernamental resultaba fundamental para que las funciones básicas de Estado puedan seguir funcionando. En este marco, las tareas relacionadas con las finanzas públicas eran una acentuada prioridad y, dada la importancia de lo recaudado fuera de la capital, el rol de la autoridad pública subnacional resultaba clave para las nuevas repúblicas en formación.

En el caso peruano, como en el resto de la región, los objetivos principales a nivel subnacional consistían en remitir contingentes de dinero al gobierno central y mantener a los batallones acantonados en sus localidades, además del mantenimiento burocrático regular. Para ello, debían cumplir una serie de formalidades y, dado que su rol era clave para sostener al ejército, debían realizar grandes y continuos esfuerzos, y organizar cierta logística para ejecutar los desembolsos y tareas correspondientes.

La principal (y, en algunas casos, prácticamente única) fuente de ingresos para hacer frente a estas responsabilidades era la recaudación de la contribución personal (indígena, sobre todo), con lo que será la preocupación central. Lo que destaca el artículo es que se debían cumplir una serie de procedimientos en la fase previa, durante y tras la recaudación, lo cual, además, involucraba a distintas autoridades. Si bien cumplir a cabalidad esta recaudación resultaba casi imposible, las autoridades de la prefectura y tesorería verificaban que distintos procedimiento estén siendo cumplidos. Asimismo, debían activar un circuito de comunicaciones hacia arriba (con el gobierno central) y hacia abajo (con las propias comunidades) de manera constante, especialmente cuando habían inconvenientes específicos para cumplir con el impuesto establecido. Junto a ello, los prefectos, en alianza con los administradores del tesoro, buscaban conseguir fuentes adicionales de recursos, con parcial o casi nulo éxito. Se trataba, en corto, de una misión que implicaba esfuerzos constantes y demandas bastante apremiantes.

En general, las prefecturas y tesorerías departamentales eran las principales encargadas de cuidar las tareas de hacienda y, de hecho, era esta su principal preocupación. Distante de una imagen de total caos y anarquía, vemos que dedican gran parte de sus tareas cotidianas a asegurarse que los procedimientos exigidos sean cumplidos de la mejor manera y completar responsabilidades que demandaban atención constante.

Definitivamente, las condiciones de la época le imponían severas restricciones y debían flexibilizar o cumplir solo parcialmente los procedimientos. La imagen de incapacidad estatal, insuficiencia fiscal y desorden administrativo y burocrático no está, por tanto, injustificada; el caso peruano, de hecho, es uno de los que está más lejos de mostrarse como uno de excepcional orden fiscal. Sin embargo, planteamos que estos procedimientos proyectaban hacia la mayoría de la población una imagen de Estado bastante más consistente que la que ha producido la historiografía tradicional más interesada en las disputas caudillistas. A partir de lo anterior, aunque en Latinoamérica el análisis comparativo se ha concentrado en la consolidación (o la ausencia de esta) de un aparato central institucionalizado según los parámetros de un Estado moderno, lo que prima en estos primeros años republicanos son una serie de procedimientos más cotidianos y de un nivel más micro que definen la transición a un nuevo régimen gubernamental. Detenernos en ellos nos permite estudiar este periodo no como lo que no fue, sino como un momento que, aunque convulsionado, configuró cierta construcción estatal en un momento que se definían las nuevas identidades nacionales.

Un punto importante en ello radica en que la estructura de hacienda y varios de sus mecanismos no resultaban tan distintos respecto a aquellos del final del periodo colonial. Si bien la literatura sobre el tema sugiere un colapso del sistema fiscal durante las guerras de independencia, inmediatamente seguido de gran desorden en el manejo fiscal, este periodo exhibe varios elementos que resultaban familiares unas décadas atrás. El sistema de cargo y data en la contabilidad, los procedimientos para la recaudación de la contribución personal, la relación entre la hacienda central y la del resto de departamentos, etc. son todos elementos que estaban muy presentes ya desde las reformas borbónicas. Este elemento de continuidad –el cual se aprecia especialmente en lo referido a la contribución personal– hacía que la transición se presente como más afable (smooth) y se proyecte una imagen estatal que resultaba más familiar para la población. No se trata de sostener que los dispositivos coloniales resultaba idóneos, sino que por falta de expertise, por la urgencia y premura de lo demandado y por falta de condiciones para mayores reformas, las autoridades debían sostenerse, por un tema de practicidad, en lo conocido tanto desde el Estado como desde la propia población.

En resumen, este artículo no intenta idealizar a las autoridades subnacionales ni al periodo de nuestro estudio. Existen muchos casos de corrupción, abusos y exacciones injustificadas y, en general, la inestabilidad y el desorden hacen muy complicado el cumplimiento de funciones estatales. Sin embargo, apunta a ser una invitación a repensar este primer periodo de formación republicana, el cual ha sido descartado como un mero hiato entre la colonia y el orden que se alcanzará en la segunda mitad del S. XIX y donde se ha dado mayor importancia a las disputas y avatares de los caudillos. Por el contrario, se deberían avanzar hacia un estudio más cotidiano del Estado, dado que ello permite entender cómo este se desplegaba en la práctica hacia la población y cómo esta lo percibía y entendía los vínculos que se iban estableciendo con este nuevo régimen de gobierno.



Fuentes

Archivo General de la Nación (AGN) del Perú – Sección República

Prefecturas de Junín y Ayacucho (sección O.L.)

Expedientes particulares (sección P.L.).

Ministerio de Justicia e Instrucción (sección R.J.)

Ministerio de Hacienda (H-4)

 

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* Una versión preliminar de este artículo fue presentado como ponencia en el III Congreso de la Asociación Peruana de Historia Económica (APHE). Arequipa, 7-9 de agosto de 2017.

** Instituto de Estudios Peruanos. E mail: agrompone@iep.org.pe

[1] Troulliot, 2001.

[2] Foucault, 2006: 324.

[3] Corrigan y Sayer, 1985.

[4] Carta de Francisco de Paula Otero al Ministro de Guerra y Marina. Huascar, 15 de febrero de 1836. AHM 1836, Caja 30, Leg. 15, n° 61.

[5] Carta de Francisco de Paula Otero al Ministro de Guerra y Marina. Trujillo, 22 de marzo de 1836. AHM 1836, Caja 30, Leg. 15, n° 99.

[6] Carta de Juan José Salcedo al Jefe Superior de los Departamentos del Norte. Cerro, 20 de abril de 1839. AGN O.L. 270, Exp. n° 775.

[7] Sobrevilla, 2015 y Méndez, 2016.

[8] Contreras, 2014.

[9] Flores, 2001 y Contreras, 2010.

[10] Quiroz, 1993.

[11] Deustua, 1986.

[12] Contreras, 2010.

[13] Pinto Bernal, 2015.

[14] Marichal, 2001 y 2003.

[15] No obstante, en el caso de Perú y Bolivia, que dependían en mayor medida de estos ingresos, estas reformas tendrían corta vida.

[16] Marichal, 1996; Jaramillo et al., 2001; Marichal & Jáuregui, 2009; Sánchez Santiró, 2008; López Taverne, 2010.

[17] Gelman & Santilli, 2006.

[18] Jaramillo et al., 2001; Marichal & Jáuregui, 2009; Sánchez Santiró, 2008; Pinto Bernal, 2015 y 2016.

[19] López Taverne, 2010.

[20] Reducir esta carga militar resultaba muy complicado, puesto que el Ejército tenía un gran poder en el aparato público y tener a este grupo satisfecho resultaba clave para mantenerse en el poder.

[21] Carmagnani, 1983; Cortés-Conde & McCandless, 2001.

[22] Según Jaramillo et al. 2001, Colombia sería una excepción, pues en muy pocos años se tiene déficit del fisco e, incluso, en varios años se exhibe un superávit.

[23] Marichal & Jáuregui, 2009.

[24] Pinto Bernal, 2015.

[25] López Taverne, 2010. Una imagen similar es mostrada en el caso mexicano por Carmagnani, 1983 y Jáuregui, 2005.

[26] Abbendroth, 2006.

[27] Salinas, 2011: 305.

[28] Cabe destacar, sin embargo, que como parte del esfuerzo centralizador de los borbones, la Caja Real de Lima se había vuelto una fuente de ingresos cada vez mayor frente a lo remitido por las cajas provinciales, Flores, 2010, tendencia revertida en los años de nuestro estudio.

[29] Tantaleán, 1983: 40.

[30] Contreras, 2001 y 2004.

[31] Si bien tenía ciertas variaciones, como que se rebajaba un peso respecto a los montos de 1820, se removía parcialmente el carácter étnico al incluir también a las castas y el cobro era individual en lugar de ser corporativo, estos cambios fueron de corta duración o no llegaron a ser realmente aplicados.

[32] Ibíd.

[33] Flores, 2010; Contreras, 2015.

[34] Salinas, 2011.

[35] Tantaleán, 1983.

[36] Lynch, 1962; Pietschmann, 1996; Hampe & Gálvez, 1999; Fischer, 2000.

[37] En los pueblos de españoles, solo se incluían las causas de hacienda y guerra.

[38] Lynch, 1962; Acevedo, 1992; García, 2014.

[39] Debe mencionarse como otro de sus antecedentes importantes la figura del jefe político, el cual debía asumir este rol de autoridad intermedia de acuerdo a la Constitución de Cádiz. En el Perú no tuvo mayor duración, pero sí fue una figura clave en México. Ver sobre ello Falcón, 1998 y 2014.

[40] Para el régimen interior de la República en ambas constituciones, ver Oviedo, 1870, Vol. 1: 78-118.

[41] Ley de Congreso de 29 de agosto de 1831, en Oviedo, 1870, Vol. 2: 267-269. Para un análisis de estas funciones de manera más general en el caso de Junín, ver Grompone, 2016.

[42] Sobre las contribuciones, ver Oviedo, 1870, Vol. 15: 312-315.

[43] AGN O.L. 207, Caja 164, Exp. n° 425. Prefectura de Ayacucho, 1831.

[44] Ley de Congreso de 29 de agosto de 1831, en Oviedo, 1870, Vol. 2: 267-269.

[45] Contreras, 2004.

[46] Peralta, 1997; Walker, 1992.

[47] AGN, O.L. 198, Caja 141, Legajo 944A. Extracto de leyes, reglamentos y órdenes sobre recaudación de contribuciones circulado a las prefecturas. Lima, 12 de junio de 1829.

[48] Dancuart, 1905, Vol. 3.

[49] AGN O.L. 197, Exp. n° 884. Prefectura de Ayacucho, agosto de 1830.

[50] AGN O.L. 240, Caja 272, Exp. n° 538. Prefectura de Junín, abril de 1835.

[51] AGN P.L. 16, Exp. n° 377.

[52] AGN O.L. 240, Caja 272, Exp. n°619. Prefectura de Junín, agosto de 1835

[53] Ibíd.

[54] Platt, 1988.

[55] AGN R-J 54, Leg. 49, Exp. n° 68.

[56] Gootenberg, 1995.

[57] AGN O.L 240, Caja 272, Exp. n°565. Prefectura de Junín, junio de 1835.

[58] AGN P.L. 11, Exp. n° 99.

[59] AGN P.L. 11, Exp. n° 215. AGN O.L. 207, Caja 164, Exp. n° 641. Prefectura de Ayacucho, diciembre de 1831.

[60] AGN P.L. 13, Exp. n° 264.

[61] AGN O.L. 247, Caja 295. Exp. n° 78

[62] AGN, O.L. 198, Caja 141, Exp. n° 944A. Libro de actuaciones varias de la Contaduría General de Contribuciones.

[63] AGN, P.L. 11, Exp. n° 82.

[64] AGN P.L. 13, Exp. n° 330. AGN P.L. 13, Exp. n° 336. AGN P.L. 13, Exp. n° 338.

[65] Ver, por ejemplo, Salinas, 2011, quien se basa exclusivamente en la memoria del ministro de hacienda José María Pando.

[66] AGN, P.L. 14, Exp. N° 460; AGN, P.L. 16, Exp. n° 407.

[67] AGN, P.L. 11, Exp. n° 96; AGN, P.L. 14, Exp. n° 460; AGN, P.L. 16, Exp. n° 122; AGN O.L. 240, Caja 271, Exp. N° 265. Prefectura de Ayacucho, marzo de 1835.

[68] AGN, O.L. 198, Caja 141, Exp. n° 944A. Libro de actuaciones varias de contaduría general de contribuciones.

[69] AGN, O.L. 224, Caja 216, Exp. n° 1072. Prefectura de Junín.

[70] Como plantea Contreras, 1989, por ejemplo.

[71] AGN, P.L. 13, Exp. n° 344.

[72] AGN, P.L. 12, Exp. n° 131. Vale decir que la propuesta es aceptada para suplir de granos a Jauja que, como hemos visto, se hallaba en crisis en dicho año.

[73] AGN, P.L. 12, Exp. n° 132. AGN, P.L. 15, Exp. n° 115. AGN, P.L. 12, Exp. n° 318.

[74] Tenenbaum, 1987.

[75] Gootenberg, 1997.

[76] AGN O.L. 262, Caja 339, Exp. n° 455. Prefectura de Junín, marzo de 1838. AGN O.L. 262, Caja 339, Exp. n° 471. Prefectura de Junín, mayo de 1838.

[77] AGN O.L. 262, Caja 339, Exp. n° 455. Prefectura de Junín, marzo de 1838. AGN O.L. 262, Caja 339, Exp. n° 471. Prefectura de Junín, mayo de 1838. AGN P.L. 18, Exp. n° 120.

[78]AGN O.L. 240, Caja 272, Exp. n° 576. Prefectura de Junín, junio de 1835.

[79] AGN O.L. 240, Caja 272, Exp. n° 577. Prefectura de Junín, junio de 1835.

[80] AGN O.L. 232, Caja 242, Exp. n°586. Prefectura de Junín, enero de 1834.

[81] Si consideramos que el monto de la contribución personal oscilaba entre los 3 y 7 pesos, se puede calcular la cantidad de pagos acumulados debían estos subprefectos.

[82] AGN, P.L. 11, Exp. n°132. Finalmente, el prefecto se opone a dicha medida puesto que, aunque racional, implicaría debilitar las tareas de la tesorería.

[83] AGN O.L. 207, Caja 167, Exp. n° 1806. Prefectura de Junin, noviembre de 1831. AGN O.L. 215, Caja 191, Exp. n° 586. Prefectura de Ayacucho, 1832. AGN O.L. 215, Caja 191, Exp. n° 669. Prefectura de Ayacucho, 1832.

[84] AGN, O.L. 199, Caja 146, Exp. n°1803. Oficios de la tesorería general.

[85] AGN P.L. 17, Exp. n° 94.

[86] AGN O.L. 262, Caja 339, Exp. n° 492. Prefectura de Junín, junio de 1838. AGN O.L. 262, Caja 339, Exp. n° 525. Prefectura de Junín, 525. AGN O.L. 187, Caja 122, Exp. n° 2563-2568. Tesorería Departamental de Junín. AGN O.L. 197, Exp. n° 629. Prefectura de Ayacucho, 1830.

[87] AGN, O.L. 226, Caja 225, Exp. n° 2207. Oficios de tesorería general.

[88] AGN O.L. 240, Caja 272, Exp. n° 513. Prefectura de Junín, marzo de 1835.

[89] AGN O.L. 197, Exp. n° 791. Prefectura de Ayacucho, 1830. AGN O.L. 207, Caja 164, Exp. n° 425. Prefectura de Ayacucho, 1831.

[90] AGN, O.L. 247, Caja 295, Exp. n°91. Prefectura de Junín, mayo de 1836.

[91] AGN P.L. 14, Exp. n° 492.

[92] AGN O.L. 270, Caja 360, Exp. n°667. Prefectura de Junín, octubre de 1839.

[93] AGN, O.L. 240, Caja 271. Prefectura de Ayacucho, febrero de 1835.

[94] AGN P.L. 18, n° 128. AGN O.L. 253, Caja 317, Exp. n° 351. Prefectura de Junín, julio de 1837.

[95] AHM 1833, Caja 25, Leg. 16, Exp n° 14. Francisco Quirós.

[96] Méndez, 2016.


 [p1]Esta interlineado, la tabla 3 no. unificaria

 [p2]Subtitulos interlineado?