Christine A. Hastorf, The Social Archaeology of food. Thinking about eating from prehistory to the present, Cambridge University Press, New York, 2017.

 

El trabajo de Hastorf es un aporte fundamental a los estudios de la alimentación, especialmente si tenemos en consideración sus contribuciones a la interpretación de los contextos arqueológicos, los cuales van más allá del estudio y descripción de las materialidades para adentrarse en el mundo de agentes y relaciones que tienen lugar en torno y con el acto alimenticio. El objetivo general se plantea de manera clara, pero no por eso es más fácil de llevar a cabo: trascender los estudios utilitarios de los alimentos vegetales para imaginar a los seres humanos del pasado interactuando entre sí y con la comida. En una relación de constante retroalimentación, el análisis se encuentra atravesado y complementado por los aportes de otras disciplinas como la antropología y la etnografía. Asimismo, todo el aporte teórico es ejemplificado con estudios de caso, que van desde la prehistoria hasta la actualidad.

El libro se divide en tres partes, subdivididas en capítulos de acuerdo a los conceptos que se estén trabajando.

En la primera parte, el capítulo 1 comienza planteando el rol de la alimentación en la vida humana. Aquí se delimita y explaya aún más el objetivo que se entreveía en la introducción: “Explorar cómo las tradiciones relacionadas a la alimentación ‘energizan’ y naturalizan las diferencias de poder, qué roles juega la cocina en el discurso, el significado de la comida en contextos sociales” (Hastorf, 2017:1). Es decir, ir más allá de las materialidades para llegar a las cocinas, los menús, los ingredientes y recipientes, las comidas, su significación y contexto de consumo en el pasado.

Aquí también se entrevén algunas de sus hipótesis, sobre todo la que sostiene que la comida es el principal mediador de las interacciones sociales. Esta idea a su vez cuestiona a la arqueología tradicional y la centralidad dada a los aspectos económicos, que condujeron a que la alimentación sea estudiada únicamente como la vía para saciar el hambre. La mayor parte de la teorización acerca de este tema, está planteada en términos de relaciones costo-beneficio y las consecuentes investigaciones se centran en el estudio de propiedades calóricas, dieta, tecnología productiva, eficiencia, esfuerzo humano, etc.

En el capítulo 2 pretende hacer una revisión de los modelos que tradicionalmente fueron aplicados para entender cómo las personas eligen qué comer. Estos modelos se desarrollan de acuerdo con los conceptos de comestibilidad, gusto, nutrición y omnívoro y explican la alimentación desde perspectivas economicistas o biologicistas. Luego de una breve descripción plantea que, si bien esos términos y las actividades o actitudes que conllevan están estrechamente ligados a la biología, son categorías que en la práctica están determinadas socialmente.

De los conceptos mencionados hace especial énfasis en el gusto, probablemente porque es el que más pone en relevancia los componentes social y biológico. El gusto de las comidas se distingue a través de las papilas gustativas, pero es el buen gusto lo que distingue a las personas. Ese buen gusto es adquirido y construido de acuerdo a cada sociedad y a la posición socioeconómica que se tenga en ella. Asimismo, los gustos varían de acuerdo a franjas etarias, modas y a la necesidad de aceptación que las personas puedan tener respecto a un grupo.

Para cerrar el capítulo, Hastorf retoma las principales ideas del estructuralismo francés representado por Lévi- Strauss, cuya propuesta era que las categorías que operan en la mente humana se ven reflejadas en la forma en que las personas preparan su comida. Según su análisis, los alimentos pueden estar crudos, cocidos o podridos, pero más allá de ser sólo un estado físico del producto, eso transmite las relaciones que se tienen con el producto cocinado y con los agentes con los que se comparte. Este aporte ha sido, y sigue siendo, fundamental para que los arqueólogos dejen de ver plantas, huesos y fogones, y empiecen a pensar en las relaciones humanas que tienen lugar en torno a las prácticas alimenticias.

El capítulo 3 tiene dos objetivos: por un lado, discutir los distintos ingredientes de las comidas (ingredientes como partes, acciones, elementos y personas implicadas) y cómo distinguirlas en el registro arqueológico; por el otro ver cómo las comidas en conjunto constituyen una cuisine. Probablemente el mayor aporte de este capítulo sea la definición que la autora da acerca de esos dos términos, que al igual que el de banquete, son muy utilizados en la literatura arqueológica y antropológica sin especificarse la mayoría de las veces a que se refieren concretamente.

Comida (en inglés, meal) hace referencia a un evento social, a una ocasión de consumo de alimentos preparados que tiene lugar en determinado tiempo y espacio. Este evento conlleva un conjunto de reglas culturalmente construidas acerca de qué puede ser consumido con qué, cuándo y en qué secuencia. Las comidas son hábitos diarios que evocan el pasado, repitiendo acciones que permiten que los platos y comidas sean bastantes similares entre sí, tanto por la combinación de los ingredientes utilizados como por las posturas, el lugar físico, los sentidos involucrados.  Los actos de preparación no solo tienen lugar en las horas previas al evento, sino que se ramifican durante el resto del día y el año, porque “… las personas, literaria y mentalmente, cargan con esas comidas una vez que abandonan la mesa, recordándolas más tarde, concibiendo la próxima elaboración de comidas, proveyendo una rica paleta de memorias…” (Hastorf, 2017:60).

Cuisine (de origen francés) refiere al conjunto único de ingredientes, técnicas de cocina y sabores que acarrean actitudes psicológicas, emocionales, sociales y religiosas, que se tienen acerca de la comida y las prácticas de alimentación. Los gustos, las actitudes culturales, las historias regionales y las preferencias personales, además de la nutrición, son lo que dan forma a la cuisine. En este sentido, la cocina es un estilo, una tradición alimenticia, un modo de hacer las cosas que culturiza no solo la comida sino también a los comensales, revelando su posición en el mundo y siempre dirigiendo sus creencias morales y religiosas (Hastorf, 2017:68).

La cocina, como reproductora de una identidad a través de la cotidianeidad, suele ser conservadora, resguardada en ingredientes “seguros”. En los platos diarios hay una cierta recursividad, porque el que cocina usa siempre ingredientes familiares para que el gusto de la comida sea aceptable para los paladares locales. En cuanto a la variación de platos, la autora retoma a Bourdieu y afirma que la historia culinaria es historia social, y sus cambios se deben a que otra parte de la historia está cambiando.

Para pensar en cómo las comidas y las cuisines pueden identificarse en el registro arqueológico, Hastorf analiza los cambios en la alimentación ocurridos en el Neolítico europeo y plantea que no hay sustitución de ingredientes sin un replanteamiento general de toda la cuisine. En este caso se observa, además de nuevos productos alimenticios, un incremento en el compartir de la comida, reflejado en la expansión del almacenaje, y cambios en la presentación, materializados en diseños más complejos de la cerámica.

El capítulo cierra con una reflexión acerca de cómo el estudio de comidas y cuisines nos permite acceder no solo a la vida cotidiana y a las estructuras familiares, sino que también nos habla del ámbito económico, la ideología y los estilos de vida de una sociedad.

La segunda parte se centra en el estudio concreto de la alimentación en arqueología, priorizando el método comparativo. El capítulo 4 aborda las distintas actividades relacionadas a la alimentación que nos acercan al pasado, teniendo siempre en cuenta que si bien los elementos que hallamos en el registro son constituyentes de la cuisine, nosotros solo podemos acceder a un solo evento y en pequeña escala.

Las actividades que analiza son las de Producción y Aprovisionamiento, el Procesamiento, Almacenaje, Cocción, Servicio, Consumo, Limpieza y Descarte. Si bien el análisis es extenso y detallado, y escapa al alcance limitado de esta reseña, hay algunos aportes fundamentales. Uno de ellos es que la mayor parte de los estudios de alimentación en el pasado tienen como base estudios paleoambientales que permiten una aproximación a gran escala a la producción, junto al análisis de las estructuras de cultivo y de la utilización de ciertas herramientas y productos. Según Hastorf, el análisis a microescala es posible cuando se estudian los cambios en la tecnología agrícola, porque reflejan los cambios sociales y los objetivos económicos de los habitantes. Respecto a la producción animal, esto se vería en los distintos comportamientos selectivos que reflejan el interés variable en la carne, la leche, la lana o la fuerza de tracción.

Otra idea importante es que el procesamiento (la manipulación de los productos de tal manera que se vuelvan consumibles) y la cocción, transforman los bienes naturales, productos vegetales y animales, en bienes culturales, es decir alimentos. Por eso, para la autora, el procesamiento es la estructura estructurante fundamental de los grupos sociales. Además, permite a las personas moverse a regiones nuevas, sobrevivir en condiciones extremas, comer una dieta balanceada, alimentar a los niños de modo regular, cuidar a los enfermos y aumentar la sensación de seguridad y bienestar.

Por último, es importante destacar que el análisis de las actividades es realizado con la idea siempre presente de que todas las acciones se encuentran atravesadas por las memorias identitarias de cada grupo, las cuales a su vez provocan la gran diversidad de relaciones que existen entre los humanos y la comida.

Los capítulos 5 y 6 consisten en una reflexión sobre el poder económico y social de la comida a través de la historia, partiendo de la idea de que la posesión de alimentos en la antigüedad era sinónimos de poder, tanto económico como social. La autora pretende rescatar esa importancia económica de la comida, y relativizar la idea naturalizada de que las desigualdades alimenticias son únicamente tradiciones culturales distintas. De esta manera, describe y analiza, algunos puntos de la teoría Marxista, la Economía del Deseo, la Economía Moral y la Economía Inka y concluye que la posición económica siempre se ve reflejada en la dieta y la cuisine (aunque esto no implique que las dietas más costosas sean las más balanceadas).

El mayor aporte de este segmento es probablemente la idea de banquete (feast), muy mencionada pero poco discutida en arqueología. Según Hastorf, los banquetes son acciones políticas mediadas por la comida, que mediante el compartir de los alimentos buscan la consecución de ciertos objetivos: pagar una deuda, incrementar la solidaridad del grupo, rememorar los antepasados, mantener el control social, etc. Son políticos en el sentido de que su impacto, sea generar obligaciones, prestigio o competencia, es interpersonal e interfamiliar, siempre involucrando a más de una persona (los banquetes suelen definirse como multitudinarios, pero en arqueología es difícil estimar qué cantidad de personas implica eso).   

En la tercera parte se encuentran los capítulos finales, referidos a la relación entre comida y construcción identitaria. Si bien es en cierta forma un cierre del libro, en parte se deja de lado la interpretación arqueológica es pos de analizar grupos sociales y conceptos más relacionados con la modernidad (como la idea de identidad nacional o del cuerpo individual de la revolución industrial). Sin embargo, se plantean cuestionamientos que abren el campo a nuevas investigaciones.

Uno de esos cuestionamientos, es el que atravesó todo el libro, pero que a modo de cierre, es pertinente retomar, destacando la respuesta tentativa que da la autora: ¿por qué los alimentos son tan fundamentales en las sociedades y en la construcción identitaria? Porque la alimentación es la actividad que toda la familia comparte en el cotidiano y que está embebida en las tradiciones culinarias que “… son la condensación de los factores sociales que reflejan las disposiciones y los valores de un grupo…” (Hastorf, 2017:224). Ese grupo excede a la familia, atañe a la comunidad, que comparte reglas, gustos, actitudes que se reflejan en lo que comen… en las comidas que son el lubricante que permite que la comunidad funcione.

 

Rocío María Molar[1]



[1] Universidad Nacional de Córdoba.