Calidad de vida a debate. Deriva, definición y operacionalización de una categoría sugestiva para los estudios históricos[1]

Joaquín Perren*

Laura Lamfre**

 

 

Resumen: La presente comunicación tiene por objeto realizar una aproximación al concepto de calidad de vida. Proponemos un recorrido que tiene cuatro momentos diferenciados. En el primero de ellos reconstruiremos la deriva del concepto en cuestión. En un segundo momento analizaremos lo sucedido en la década de 1980, como bisagra en el estudio de la calidad de vida. En una tercera sección, procuraremos arribar a una definición de calidad de vida, diferenciando al mismo de otras categorías de uso común en las ciencias sociales. Finalmente, instalaremos algunas discusiones en torno a la operacionalización de la idea en cuestión, prestando especial atención a la tensión existente entre aspectos objetivos y subjetivos de la calidad de vida.

Palabras Clave: calidad de vida – bienestar - historia económica - ciencias sociales

Quality of life on trial. Drift, definition and operationalization of a suggestive category for historical studies

Summary: The purpose of this communication is to make an approach to the concept of quality of life. We propose a route that has four different moments. In the first of them we will reconstruct the drift of the concept in question. In a second moment we will analyze what happened in the 1980s, as a hinge in the study of quality of life. In a third section, we will try to arrive at a definition of quality of life, differentiating it from other categories commonly used in the social sciences. Finally, we will install some discussions about the operationalization of the idea in question, paying special attention to the existing tension between objective and subjective aspects of the quality of life.

Keywords: quality of life - economic history - social sciences

 

 

Introducción

 

            Pocos términos ganaron tanta visibilidad en la agenda pública como el de “calidad de vida”. Basta con teclear estas tres palabras en cualquier motor de búsqueda para comprobarlo: en el caso de Google, este ejercicio arroja la nada despreciable cifra de veintisiete millones de entradas. El grueso de ellas está vinculado a una amplia gama de consejos que podríamos ubicar en el campo de la autoayuda, pero no son pocas las referencias a programas oficiales que fijan la calidad de vida como meta. Al interior de este universo, es bastante menor la incidencia las reflexiones académicas que han tenido este concepto como centro. Sólo algunos organismos internacionales, como la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) o la Organización Mundial de la Salud (OMS), atisbaron alguna definición al respecto y distinguieron un conjunto de dimensiones a partir de las cuales podría accederse a tal categoría. Y si enfocáramos nuestra atención a las entradas que corresponden a los aportes realizados por las ciencias sociales, resulta apreciable una más que evidente asimetría: la abundancia de abordajes sociológicos, geográficos, antropológicos y hasta médicos, contrasta con la escasez de trabajos realizados dentro de los límites disciplinares de la historia.

            Tomando en consideración este panorama general, la presente comunicación tiene por objeto realizar una primera aproximación teórico-metodológica en relación con el concepto de calidad de vida, pensando en posibles aplicaciones al estudio del pasado reciente. Con ese propósito, el texto propone un recorrido que cuenta con cuatro momentos claramente delimitados. En el primero de ellos reconstruiremos la deriva del concepto en cuestión, desde las primeras reflexiones realizadas en el siglo XVII hasta los aportes realizados en el marco de lo que, a falta de un mejor nombre, podríamos llamar economía del bienestar. En un segundo momento analizaremos in extenso lo que sucedió en la década de 1980, periodo que funcionó como bisagra en el estudio de la calidad de vida. En una tercera sección, y abrevando del itinerario previo, procuraremos arribar a una definición de calidad de vida que permita diferenciar esta categoría de otras de uso común en las ciencias sociales como pobreza, nivel de vida y bienestar. Finalmente, en la última parte de la comunicación, realizaremos un esfuerzo por volver operativo la idea en cuestión, reflexionando en clave epistemológica, pero también imaginando posibles instrumentos para acceder a la calidad de vida de la población en sociedades pretéritas.

 

 

Los inicios: el concepto de bienestar

 

            El término calidad de vida ha sido definido de diversas formas en la literatura y no hay un consenso absoluto en torno a su alcance. Sin embargo, cuando se habla de la misma, esa categoría está asociada inexorablemente a otros conceptos como nivel de vida, felicidad o bienestar. De ahí que aparezca ligada a la satisfacción de un conjunto de necesidades de la población, tanto materiales como inmateriales, que están culturalmente determinadas en función de las normas y los valores de una determinada sociedad. Aunque existe cierto consenso en definir a la década de 1920 como un auténtico parteaguas en la materia, especialmente por los aportes realizados por Arthur Cecil Pigou,[2] no podemos dejar de señalar que el análisis de las necesidades humanas ha sido objeto de estudio de las ciencias económicas desde sus inicios.

            En este sentido, podríamos establecer un posible punto de partida en el siglo XVII, más precisamente en esa Inglaterra que, por entonces, estaba asfaltando el camino hacia su revolución industrial. Tal como ha resaltado Amartya Sen en un texto clásico,[3] el desarrollo de una medida estadística de la calidad de vida comenzó con Sir William Petty, en su libro Aritmética Política, escrito en alrededor del año 1676, pero publicado póstumamente en 1691. En ese volumen, el reconocido y multifacético filósofo inglés proponía definir una estimación del ingreso nacional que permitiera al Estado entender mejor las condiciones de vida de las personas. Tomando distancia de las apreciaciones cualitativas, que hasta allí habían sido moneda corriente, Petty fomentaba la recopilación de información económica y demográfica, siempre cuantificable y seriable, que sirviera de insumo para el diseño de política pública, funcionando como antecedente directo de la estadística como disciplina científica.

            Una segunda parada de nuestro recorrido necesariamente nos conduce a los aportes de Adam Smith. En una economía británica que experimentaba su take off, el filósofo moral escoces intentó aislar las leyes que daban vida a la economía, buscando el orden que existía debajo del caos que significaban millones de personas intercambiando bienes y servicios en el mercado. Aunque sus reflexiones se detuvieron en los problemas del crecimiento, de la creación del valor y de las políticas económicas, Adam Smith dedicó parte de su atención a las condiciones de vida de la población. En ese sentido, incorporó a su análisis funcionalidades tales como no “sentir vergüenza por aparecer en público”, pero también llamó la atención sobre el hecho que la necesidad de artículos de consumo -entre ellos ropa, zapatos y alimentos- variaba de acuerdo con las costumbres sociales y las normas culturales.[4] De esta forma, la voluntad de medir propia de Petty, que dio origen a la vertiente más objetiva de la calidad de vida, se complementaba con el deseo de captar dimensiones difíciles de asir desde una perspectiva estadística y que abrieron un campo fértil para el futuro desarrollo de miradas de corte subjetivo.

            Este racconto de los antecedentes en torno al concepto de calidad de vida no estaría completo sin una mención a Karl Marx. Una de las categorías basales del lenguaje económico marxiano, el “fetichismo de la mercancía”, fue una herramienta para acceder al nivel de vida de una sociedad que avanzaba rauda hacia el capitalismo industrial. Después de todo, el mercado valoraba los artículos de consumo y el éxito en el mundo material se juzgaba a menudo por la opulencia. Sin embargo, y pese a esta inexorable faceta propia de una sociedad que mercantilizaba sus relaciones sociales, los artículos de consumo no dejaban de ser medios para conseguir otros fines. Este aporte de Marx es la base donde, un siglo más tarde, Amartya Sen edificó su propuesta teórica. Retomando buena parte de los argumentos del filósofo alemán, el Premio Nobel concentró su atención en la vida que se puede llevar o, dicho en términos más sencillos, en aquello que se puede hacer (o no). Sen ha llamado a las distintas condiciones de vida que se pueden alcanzar “funcionalidades” y a la capacidad para conseguirlo, “capacidades”.[5] Lo más importante en este caso es que el nivel de vida está vinculado a estas dos últimas ideas y no directamente una cuestión de opulencia, artículos de consumo o utilidades.

La economía del bienestar también ha realizado aportes importantes al estudio de la calidad de vida, constituyendo un cuarto momento del itinerario propuesto. El concepto de bienestar a nivel individual se deriva de la teoría de la maximización de la utilidad o felicidad de los individuos. Estas funciones de utilidad tratan de reflejar la felicidad, satisfacción o grado de cumplimiento de deseos y aspiraciones de los individuos a partir de cantidades o dotaciones disponibles de bienes y servicios. Esta tradición utilitarista provee una forma particular de evaluar la importancia relativa de diferentes objetos y, dada su influencia en la economía normativa (a partir de los trabajos de autores como Bentham, Mill, Jevons, Sidwick, Edgeworth, Marshall y Pigou), generalmente se asume que el término calidad de vida está basado en alguna acepción de utilidad.

            En este sentido, al interior de la teoría económica del bienestar, se plantean dos formas diferentes de ver la calidad de vida. Una de ellas piensa a la utilidad como un objeto de valor en sí mismo. Como lo planteó Pigou, “los elementos del bienestar son estados de conciencia y, quizás, las relaciones existentes entre ellos”.[6] Según este enfoque, lo valioso es la utilidad en forma de determinados estados mentales; de hecho, es lo único intrínsecamente relevante. El segundo punto de vista considera la utilidad como un recurso valorativo utilizable para evaluar otros objetos de valor, entre ellos los bienes que se poseen. Pigou interpretó el bienestar económico como un estado de ánimo subjetivo, que era ordinariamente mensurable y que podía ser relacionado con la unidad de medida del dinero. Su imagen objetiva era la renta nacional: sus variaciones eran identificadas como variaciones del bienestar económico. Este último podía mejorar con el aumento de la renta nacional, con su más amplia difusión y con su mayor estabilidad. Con todo, el paso del bienestar individual al bienestar agregado de toda la sociedad generó muchas controversias, ya que no se encontró consenso sobre cómo estimar una valoración social de las alternativas, teniendo en cuenta que cada individuo puede tener distintas valoraciones o criterios. En este sentido, Kenneth Arrow, en su trabajo Social Choice and Individual Values (1951), prueba la imposibilidad de generar un método de agregación que sea -a la vez- racional, eficiente y democrático.

            Una última parada de este itinerario nos deposita en la década de 1970, justo en el momento en que el modelo económico que modeló los límites de los “años dorados” comenzaba a desplomarse. Por aquellos años, y en buena medida influenciadas por este clima de época, las mediciones en base a la renta nacional per cápita relacionaban indisolublemente crecimiento, desarrollo y bienestar. Pero, en palabras de Molpeceres, “la realidad se encargó de demostrar que el vínculo entre crecimiento y bienestar era mucho más complejo: ni el crecimiento garantizaba mayor bienestar, ni un mayor bienestar conducía siempre a una mayor renta por habitante”.[7] En este sentido, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), una institución multilateral nacida en 1961 cuya su misión es “promover políticas que mejoren el bienestar económico y social de las personas alrededor del mundo”,[8] estableció en 1970 la necesidad de insistir que el crecimiento económico no es una finalidad en sí mismo, sino un instrumento para crear mejores condiciones de vida. En 1974, la publicación del artículo de Easterlin relacionó la economía con el bienestar personal y la felicidad, demostrando que, dentro de un país dado, la gente con mayores ingresos no necesariamente es más feliz, concepto que fue conocido en la economía de la felicidad como paradoja de Easterlin. El texto de Campbell, Converse y Rodgers “The Quality of American life: Perceptions, Evaluation and Satisfactions” de 1976 fue pionero por expresar que, para conocer la experiencia de calidad de vida de una persona, era necesario preguntarle cómo se sentía, ya que consideraban que las relaciones entre las condiciones objetivas y los estados psicológicos no eran perfectas. Este trabajo consideró que el estudio de la calidad de vida podía aproximarse a partir de un indicador de satisfacción de la vida compuesto por 17 dominios.

 

 

Una parada necesaria: los ochenta como parteaguas

 

            Por su peso específico, la década de 1980 merece -sin duda- un párrafo aparte. En ese sentido, no estaríamos errados si dijéramos que a partir de aquel decenio se asistió al reforzamiento de una preocupación en torno a la calidad de vida, dando un salto adelante con relación a la estimación de indicadores económicos clásicos, especialmente los relacionados con el cálculo del producto bruto per cápita. Por aquellos años, como bien señaló Leva,[9] comenzó a prestarse atención a dimensiones no necesariamente materiales que hasta allí habían sido consideradas irrelevantes, pero que eran claves para reconstruir la condición de existencia de la población. En este marco fue que surgió el Índice de Desarrollo Humano (IDH), diseñado por el economista pakistaní Mahbub ul Haq y luego popularizado por la Organización de las Naciones Unidas. Con la inclusión de variables ligadas a los logros educativos y la esperanza de vida, el IDH se convirtió en un poderoso instrumento para examinar las desigualdades que surcaban a una economía capitalista que, luego de la caída en desgracia del socialismo realmente existente, alcanzaba una escala global. Poco tiempo después, y bajo las mismas premisas, hizo su presentación pública el phisical quality-of-life index, que promediaba, para distintas escalas espaciales, las tasas de alfabetismo, la mortalidad infantil y la esperanza de vida a la edad de un año. Simultáneamente, Nussbaum y Sen fueron los promotores de una conferencia internacional en la que se discutió en forma interdisciplinaria el concepto de “calidad de vida” y las políticas sociales necesarias que el mismo se plasme en la realidad.[10] Ya en los noventa aparecieron aproximaciones cuya singularidad radicaba en nutrirse de los aportes de la psicología. Fue el caso del Índice de Satisfacción con la Vida ideado por White y del Índice del Planeta Feliz elaborado por la New Economics Foundation. Al mismo tiempo, el monopolio norteamericano en los estudios sobre calidad de vida fue puesto en cuestión con la presentación del proyecto URBAN AUDIT, una iniciativa de la Comisión Europea tendiente a brindar a las ciudades de viejo continente una útil herramienta de autodiagnóstico.

            Este impulso, nacido en los ochenta, cubrió con su estela a la primera década del siglo XXI. En 2008, Stiglitz, Sen y Fitoussi dieron vida a una Comisión sobre la Medición del Desarrollo Económico y del Progreso Social, un organismo cuyo objetivo primario es evaluar la viabilidad de nuevos instrumentos de medición para el análisis de ambos aspectos.[11] Entre otras cuestiones, este documento consideraba necesario que los sistemas estadísticos se centraran más en la medición del bienestar de la población que en la de la producción económica, prestando especial atención en otro de los conceptos-fuerza del nuevo milenio: la sustentabilidad. Por esta razón, la noción de bienestar requiere de un abordaje pluridimensional, que incluya las condiciones de vida materiales (ingreso, consumo y riqueza) pero también otras ligadas a la salud, educación, actividades personales (entre ellas, el trabajo), participación en la vida política y social, medio ambiente e inseguridad (económica y física). Después de todo, “todas estas dimensiones modelan el bienestar de cada uno, sin embargo, muchas de ellas no son consideradas en las herramientas tradicionales de medida de los ingresos”.[12]

Este mainstream internacional no podía dejar de impactar a la Argentina. En tempranos años de la democracia, cuando el sistema universitario se estaba recuperando de la larga noche de la dictadura, surgieron las primeras investigaciones alrededor de la calidad de vida. Luego del importante antecedente que significó el Atlas Total de la República Argentina, que dedicó un capítulo a la calidad de vida, debemos señalar los trabajos de Liberali y Massa que dieron en el clavo al señalar que la tasa de suicidio, el saldo migratorio negativo o los índices de criminalidad eran aspectos claves a la hora de pensar la condición de vida de la población.[13] En similares coordenadas, pero un poco más próximos en el tiempo, debemos ubicar los aportes de Rofman[14] y los de Roccatagliata:[15] si el primero orientó sus esfuerzos a poner al descubierto las desigualdades regionales, el segundo posó su mirada en la ciudad de Buenos Aires, siguiendo los señeros planteos de Yanes y Liberali.

Luego de estas aproximaciones más bien exploratorias, los estudios sobre calidad de vida ganaron en madurez. La organización de sesiones especiales, la celebración de seminarios internacionales con fuerte presencia de especialistas argentinos y la publicación de un corpus consistente de textos alrededor de la temática en cuestión son muestras elocuentes de un campo académico que se había alejado de sus humildes comienzos, rompiendo en buena medida los habituales tabiques que suelen separar a las ciencias sociales. Como bien ha señalado Velázquez en un reciente estado del arte, “los estudios sobre geografía y calidad de vida en la Argentina se han instalado de forma progresiva en nuestra comunidad científica, ya no solo desde la misma geografía, sino también desde la sociología, la demografía, la estadística, la informática, la antropología, la economía y la arquitectura”.[16]

 

 

Calibrando la mira: el concepto de calidad de vida

 

Luego de esta breve descripción de las principales avenidas por donde circuló la producción vinculada a la calidad de vida, resulta necesario que precisemos su significado. Una buena forma de hacerlo es diferenciando aquella de otras nociones de uso común dentro de las ciencias sociales. Este ejercicio de identidad negativa debería comenzar con ese yacimiento de subjetividades que, por comodidad, llamamos pobreza.[17] En este sentido, coincidimos con Velázquez cuando dice que, “aunque los conceptos de pobreza y calidad de vida se refieren a fenómenos muy relacionados, tienen diferencias entre sí”.[18] La más importante de ellas nos conduce a los parámetros a partir de la cual podemos dar cuenta de ambas situaciones. Sabido es que la pobreza hace referencia a la existencia de una carencia e involucra, por definición, a quienes no logran superar un umbral mínimo de necesidades. Este límite inferior, a partir del cual se cataloga como pobre a una persona u hogar, puede estar asociado a un cierto nivel de ingresos (pobreza coyuntural) o bien al acceso a determinados consumos colectivos como la educación, la vivienda o un sistema de saneamiento (pobreza estructural). En el caso de la Argentina, el primer tipo de pobreza se mide en relación con una línea de la pobreza o, cuando se establecen parámetros básicos de supervivencia, a una de indigencia; mientras que la segunda se fija como un porcentaje de la población que no consigue satisfacer sus necesidades básicas (NBI).[19]

            La noción de calidad de vida -en términos metodológicos, pero también teóricos- se encuentra en las antípodas de la categoría “pobreza”. Esta última, como acabamos de ver, se modula a partir de la existencia de un mínimo de condiciones a cumplir. La primera, en cambio, constituye “una medida de logro respecto de un nivel establecido como optimo teniendo en cuenta dimensiones socioeconómicas y ambientales dependientes de la escala de valores prevaleciente en la sociedad”.[20] Así pues, y como bien señala Velázquez, “mientras la pobreza se mide con respecto a un piso, la calidad se mide respecto a un techo”.[21] Pero no podríamos resumir esta diferencia a una cuestión de mínimos y máximos. Junto a ella debemos señalar una que nos aproxima a una operacionalización del concepto de cara al metier del historiador: si el límite inferior de la pobreza es relativamente fijo, especialmente cuando de pobreza estructural se trata, el ideal que entraña el concepto de calidad de vida es variable en el tiempo, en la medida que “la escala de valores y, sobre todo, las expectativas, cambian”.[22] Ambas características vuelven a la calidad de vida una categoría adecuada para analizar las particularidades sociedades situadas tanto temporal como espacialmente.

            Un segundo límite que tenemos que establecer es el que separa a los conceptos de calidad de vida y nivel de vida. Este no es ejercicio vano habida cuenta de la profusa literatura histórica en relación con esta última problemática. Quién puede olvidarse de la bizantina polémica entre optimistas y pesimistas en torno al nivel de vida de los obreros en el take off industrial de Gran Bretaña; un debate que involucró un panteón de historiadores entre quienes no podemos dejar de mencionar a Toymbee, Clapham, Ashton, Hobsbawm, Thompson y Rule. En el caso de la historiografía argentina es menester señalar los avances realizados por los especialistas del periodo post-independista rioplatense. Inspirados en el instrumental metodológico diseñado por Allen,[23] autores como Gelman y Santilli exploraron con lujo de detalle las relaciones existentes entre salarios y una serie de productos de consumo básico en el Buenos Aires de la primera mitad del siglo XIX.[24] De todos modos, y más allá de los múltiples vasos comunicantes que existen entre calidad y nivel de vida, es preciso advertir que este último está ligado mayormente a la adquisición de bienes y servicios, dejando de lado aspectos claves que hacen a la definición de calidad de vida (por caso: cuestiones ligadas al medio ambiente). En otras palabras, el consumo es uno de los pilares donde esta última se sostiene, pero no es el único o, como bien afirman Velázquez y Linares, no todo “incremento del consumo implica necesariamente mejoras en la calidad de vida”.[25]

            Un tercer concepto que tenemos que diseccionar para alcanzar una ajustada definición de calidad de vida es el que corresponde al bienestar. En este sentido, las reflexiones realizadas por Camargo Mora nos brindan algunas pistas al respecto. Esta reconocida cientista venezolana ofrece dos acepciones que dialogan en la definición de bienestar: una cercana a la idea de calidad de vida que defendemos; mientras que la otra bastante más alejada.[26] Esta última, en gran medida hija de los años dorados del capitalismo, como bautizó Hobsbawm a las tres décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial,[27] poseía una fuerte connotación cuantitativa y se asociaba con la red de protección diseñada por los estados occidentales, en parte para alentar la demanda en clave keynesiana y en parte para disipar la amenaza que entrañaba el avance de las ideas comunistas. Más próximos en el tiempo, más precisamente en los ochenta, emergió una segunda definición de bienestar que, desde luego, no anuló la primera: la misma podía ser interpretada en su vertiente económica tradicional, más ligada a la idea de welfare, o bien podía adquirir un significado humanista asociado a la categoría de well-being.[28] Haciendo nuestros los planteos de Amartya Sen, en el sentido de destacar la importancia que las capacidades, las oportunidades y las ventajas tienen en el logro de distintos niveles de desarrollo humano, podríamos afirmar que esta segunda vertiente del bienestar puede imaginarse como sinónimo de calidad de vida.[29]

 

 

De la definición a la operacionalización. Algunas reflexiones (finales) sobre la potencia analítica del concepto Calidad de Vida

 

            La calidad de vida “es una noción plural, ajustada a cada contexto, constituida por múltiples factores inscriptos en diversas dimensiones temáticas de la realidad”, afectando “a cada individuo frente a sus contextos micro y macro comunitarios de articulación social”.[30] Es precisamente la amplitud de esta definición lo que nos obliga a tomar nota de algunas discusiones epistemológicas que poseen claras implicancias metodológicas. Entre ellas, por su importancia, es justo mencionar aquella que enfrentó en una irreconciliable disputa a quienes defendían una aproximación subjetiva a los fenómenos sociales y quienes privilegiaron una mirada objetiva. Si los primeros posaron su mirada en la evaluación que el mundo exterior hacía de la experiencia individual; los segundos, como bien destacan Celemín, Mikkelsen y Velázquez, analizaron cómo las personas evaluaban su propia vida, siempre tomando en consideración los condicionantes culturales que son intrínsecos a cualquier acto perceptivo.[31] Quizás el paroxismo de esta mirada relativista sean Taylor y Bogdan, quienes llegaron a decir que la calidad de vida erauna cuestión de experiencia subjetiva”, por lo que “no tiene significado más allá de los sentimientos y las experiencias de las personas”.[32] Este abismo en la forma de imaginar la construcción del conocimiento, como no podía ser de otra forma, tuvo un costado metodológico. Los “objetivistas”, en su aproximación a la calidad de vida de la población, echaron mano de datos secundarios, mayormente sociodemográficos, que provenían de distinta clase de censos. Los “subjetivistas”, por su parte, centran su atención en datos primarios, por lo general encuestas sociales con un elevado grado de desagregación, que proporcionan información sobre las escalas valorativas diseñadas por los propios actores sociales.

Aunque con sus diferencias, cada una de estas miradas permite iluminar sobre aspectos que su contendiente desconoce o ubica en un lugar secundario. El esquematismo de una, muy útil para brindar un panorama general, carece de algo que es clave en la otra: la capacidad de descubrir matices. Sin embargo, la importancia dada al detalle, fundamental para hilvanar la trayectoria de los actores sociales, se desvanece muchas veces ante la falta de un marco global de interpretación o bien por un denodado culto a la excepcionalidad. De ahí que algunos autores, provenientes de distintas tradiciones disciplinares, hayan apostado por una aproximación mixta en la que unifican en una misma mirada indicadores sociodemográficos básicos y la evaluación por parte de los propios actores sociales de su propia vida. Después de todo, como bien señalaron Felce y Perry, la calidad de vida “hace referencia a un bienestar general que comprende descriptores objetivos y evaluaciones subjetivas del bienestar físico, material, social y emocional”.[33] Esta definición, lejos de ser la excepción, pareciera ser un emergente de una tendencia holística que ha acompañado el campo académico en los últimos veinte años. En un trabajo bibliográfico monumental, Cummings demuestra que ocho de cada diez definiciones del concepto de calidad de vida incluyen en su redacción las dos dimensiones: objetiva y subjetiva.[34]

Aun acordando en la necesidad de complejizar nuestra aproximación al fenómeno en cuestión, no podemos dejar de tomar algunos recaudos metodológicos. En este sentido, coincidimos con Velázquez y Gómez Lende cuando aclaran que “la dimensión subjetiva debe ser comparada, pero no asimilada con respecto a la dimensión objetiva”.[35] Los desfases que suelen existir entre la “medición” y la “percepción” de la calidad de vida nos obligan a actuar con suma cautela en relación con este tema. En efecto, algunas experiencias, como la de García en la ciudad de Tandil, muestran que los habitantes de radios y fracciones “cuya calidad de vida es baja poseen una percepción más elevada [de su condición]”.[36] Pero ese tipo de valoraciones tienen mucho de precario, pues, como bien demostró la misma autora, “muchos sujetos con perspectiva optimista de su propia realidad, rápidamente reconsideran su valoración ante un mapa que les muestra que la zona que residen está muy por debajo del promedio de la ciudad”.[37] O peor aún: la introducción de variables subjetivas en un índice único de calidad de vida puede conducir a auténticas contradicciones. Este es el caso de las mediciones realizadas en México, trabajadas en detalle por García Vega. Los guarimos oficiales en el país del norte arrojan resultados que son hasta contraintuitivos: la clase media baja registra la mayor calidad de vida; mientras que, sorprendentemente, la clase alta presenta el menor nivel.[38]

            Este tipo de problemas se multiplican sin remedio cuando de una aproximación histórica se trata, en particular cuando se implementan estrategias investigativas de corte antropológico. En efecto, cuando los entrevistados apelan a su memoria para recordar lo que sucedía en un determinado periodo de su vida se produce lo que Pierre Bourdieu definió en términos de mistificación o, lo que es igual, una atribución de sentido a algo que no lo tiene. Lo caótico, dice Bourdieu, es presentado como algo ordenado y que posee una lógica que puede ser retrospectiva o bien prospectiva; es decir, puede servir de justificación del presente o como antecedente de algo que puede suceder en el futuro. También es cierto que existen rugosidades que raramente son identificadas y reconocidas por los sujetos en sus narraciones.[39] Las reticencias de Bourdieu son compartidas por otros autores que cargaron tintas sobre la idea trayectoria vital. Detrás de la misma, existe un nombre propio, que no deja de ser un referente constante; algo que no cambia a lo largo del tiempo. Las características de esa persona, por el contrario, constituyen una realidad mutante. El relato construido a partir de la interacción de investigador y protagonista introduce una visión totalizadora y coherente, en este caso en relación con la calidad de vida “experimentada”, aun a riesgo de pulir muchas veces las aristas más irregulares de la vida de las personas. Por esta razón, tienen mucho asidero las recomendaciones hechas por Velázquez en el sentido de no incluir “elementos subjetivos en el índice de calidad de vida”.[40]

            Es precisamente el estudio en detalle la interfaz entre los aspectos “subjetivos” y “objetivos” permitiría a los estudios sobre el bienestar dar un auténtico salto de calidad. Puede que una situación hipotética nos ayude a redondear nuestra aproximación a esta cuestión. Aunque los indicadores globales de una ciudad nos muestren un retroceso en lo que a calidad de vida se refiere, puede que las percepciones alrededor de este fenómeno no hayan sido exactamente iguales. Después de todo, como bien ha señalado Milton Santos, “el espacio construido y la distribución de la población no tienen un papel neutro en la vida y en la evolución de las formaciones sociales”.[41] No resultaría extraño que el balance de los residentes de la ciudad sea hasta contrapuesto: favorable para quienes habitan donde se concentra la inversión en infraestructura; y desfavorable en los enclaves en los que se concentraron los problemas de empleo, la pobreza estructural y los riesgos ambientales. Estudiar los “efectos de lugar”, como llamó Bourdieu a esas percepciones espacializadas, constituye otra de las deudas pendientes de las investigaciones dedicadas al análisis de lo urbano.[42] En esa dirección creemos que deberían diseñarse estrategias cualitativas que permitan analizar el impacto de la gran transformación a partir de la mirada de quienes resultaron “ganadores” y “perdedores”, así como su correspondencia (o no) en relación con los indicadores “objetivos”.

 

 

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[1] Este texto fue realizado en el marco del PICT-2016-0912 “Calidad de vida en ciudades intermedias argentinas. El caso de Neuquén (1991-2001)”, dirigido por el Dr. Joaquín Perren y financiado por la Agencia de Promoción Científica y Tecnológica.

* Universidad Nacional del Comahue. CONICET.

** Universidad Nacional del Comahue.

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