De estancia a villa: ocupación, lazos de vecindad y relaciones de poder en Tucumán (Siglos XVIII-XIX)

Cristina del C. López*

 

 

Resumen:

La ocupación de las tierras de la campaña tucumana fue un proceso dispar aunque los poblados fueron creciendo y multiplicándose alrededor de estancias y capillas desde la primera mitad del siglo XVIII.

Nuestro objetivo es analizar el caso de la estancia de Monteros, cuyo nacimiento estuvo relacionado con la primera fundación de Tucumán en Ibatín (1565) y dio origen al pueblo homónimo. Ello permitirá comprender las diversas formas y posibilidades de acceso a la tierra, las jerarquías entre los productores de la campaña, y el accionar de las redes del poder en las relaciones sociales agrarias.

Palabras clave: pueblos – propiedad - redes de poder.

Summary:

The occupation of Tucuman’s rural area was an uneven process although the villages were growing and multiplying around estancias and chapels from the first half of the eighteenth century.

Our purpose is to analyze the case of estancia Monteros, whose birth was associated with the first foundation of Tucumán in Ibatín (1565) and which gave rise to the homonymous village. This will understand the various forms and possibilities of access to land, the hierarchies between among rural producers, and the actions of the power networks in agrarian social relations.

Keywords: Villagesproperty - power networks

 

 

La ocupación del área rural de Tucumán, caracterizada por su escasa extensión, fue un proceso dispar, con zonas de mayor densidad poblacional como la llanura del sur y el piedemonte occidental, y áreas de ocupaciones temporales donde la población hispanocriolla se veía permanentemente amenazada por las invasiones indígenas.

A pesar de ello, los poblados alrededor de estancias y capillas fueron consolidando su presencia desde la primera mitad del siglo XVIII, aunque no hubo un desarrollo urbano consistente en el ámbito rural sino hasta comienzos del siglo XIX.

El objetivo del trabajo es analizar uno de esos casos, la estancia de Monteros, cuyo nacimiento estuvo íntimamente relacionado con la primera fundación de la ciudad de Tucumán en el sitio de Ibatín (1565) y finalmente dio origen a la villa homónima. Ello permitirá comprender las diversas formas y posibilidades de acceso a la tierra en la campaña, las jerarquías que se advierten entre los productores rurales, así como la incidencia y accionar de las redes del poder en las relaciones sociales agrarias.

La región conocida como el Tucumán se caracterizó por una importante densidad de población indígena antes de la llegada de los españoles, con pueblos sedentarios, nómades y seminómades, algunos de los cuales ofrecieron importante resistencia a la conquista española. Por el oeste, las poblaciones del valle Calchaquí se opusieron a ser sometidas para ser entregadas en encomiendas, y recién después de un siglo fueron vencidas y se pudieron poblar las estancias. Por el este, la situación fue más complicada debido a las invasiones de las poblaciones indígenas nómades del Chaco de tobas y mocovíes, que sólo pudieron ser contenidas con la creación de fuertes y reducciones a fines del período colonial.

Sin embargo, a pesar de la significativa presencia indígena en la región, muy pocas villas de la campaña tucumana tuvieron su origen en los antiguos pueblos de indios y reducciones. La mayoría surgió a partir de la presencia de agregados u ocupantes mestizos e hispanocriollos que se asentaron en los terrenos cercanos a las estancias y capillas, y fueron consolidando el surgimiento de los rancheríos a lo largo del siglo XVIII.

El estudio se ubica en la segunda mitad del siglo, cuando tras un pleito para evitar el desalojo de una compañía de milicianos rurales, avecindados en el paraje de los Monteros, también conocido como estancia, comarca o sitio de la capilla de los Monteros, se pusieron en juego los intereses de un conjunto de actores caracterizados por diferentes derechos de acceso a la tierra y con distintas jerarquías sociales.[1] A la vez, el conflicto enlaza otros problemas tales como los alineamientos de las facciones de las principales familias de la elite local, la labilidad de los límites entre las jurisdicciones militar y ordinaria, los canales de movilidad social, y la tensión que se advierte entre los sectores subalternos del ámbito rural, sujetos a las cargas militares y la estigmatización.

El caso remite a la fundación de pueblos que se ha venido estudiando en las últimas décadas con renovadas propuestas de análisis, y resulta paradigmático en el contexto de los procesos vinculados con el origen de algunos otros asentamientos de la población rural de Tucumán, y con situaciones similares relacionadas con traslados de ciudades y sus poblaciones residuales.

La investigación incluyó documentación del Archivo Histórico de Tucumán (en adelante AHT), localizada en las Secciones Administrativa-Gobierno, Judicial Civil (Series A y B), Protocolos Notariales y Actas Capitulares, según se irá citando.

 

 

Antecedentes

 

Los estudios sobre el surgimiento y multiplicación de los pueblos de las campañas americanas durante el siglo XVIII y las primeras décadas del XIX han generado una importante producción académica que ha permitido reconocer la variedad de situaciones en relación con los patrones de asentamiento, origen, modalidades y composición de la población. También se ha sostenido que uno de los ejes en común en el nacimiento de los pueblos rurales fue la relativa espontaneidad de los pobladores en los procesos de conformación y erección de caseríos en torno a aguadas, cruces de caminos y postas. La presencia de estos poblados fortaleció el control de las fronteras frente a los ataques de las poblaciones indígenas no sometidas y aseguró las comunicaciones entre ciudades permitiendo la circulación de bienes y personas. En este sentido, la política implementada por los Borbones durante el siglo XVIII para la creación de pueblos de fronteras fortaleció tales objetivos.[2]

Las investigaciones han destacado asimismo la importancia de analizar las relaciones de poder que se advierten tras el surgimiento de estos pueblos. En algunos casos se trataba de situaciones conflictivas entre los habitantes y las autoridades que propiciaron los asentamientos; otras veces se manifestaron en las disputas desencadenadas con los propietarios de los terrenos ocupados, o con sus vecinos; e incluso se advierten tensiones entre los mismos pobladores. Estas últimas tenían su origen, por lo general, en los derechos diferenciales que los pobladores tenían sobre las tierras y las posibilidades de acceder al rango de propietarios. Un importante sector incluía arrendatarios, así como agregados, o simples ocupantes.

Sobre la región comprendida por el Río de la Plata las jurisdicciones de Buenos Aires y Córdoba han sido las más analizadas. En esos estudios se ha destacado, por un lado situaciones vinculadas con la política de fronteras del siglo XVIII, y por otro lado se advierten los avances de la colonización rural sobre territorios poco poblados o deshabitados como producto de emprendimientos particulares de soldados, familias de agregados, peones, o intrusos.[3]

Con respecto a la gobernación intendencia de Salta, surgida tras la división de la gobernación del Tucumán, las investigaciones han abierto un abanico de respuestas por parte de los pobladores rurales que permiten observar los diversos modos de acceder a la propiedad, así como también sobre las concentraciones de caseríos y ranchos que dieron origen a los pueblos de la campaña, fruto de la espontaneidad de los campesinos o la coacción de oficiales de la corona y jefes militares. En algunos casos esos análisis se insertaron en estudios de más vasto alcance que marcaron los avances del conocimiento sobre el comportamiento de los productores rurales, las relaciones entre el poder y los derechos de los pobladores sobre las tierras, así como la diversidad de formas de acceso a la propiedad en distintos períodos del régimen colonial y la primera mitad del siglo XIX.[4] Parte de esos análisis se retomarán en esta investigación.

Otros estudios fueron más específicos en el tratamiento del tema e incursionaron sobre la conformación de poblados creados por la política borbónica de fronteras que también se aplicó en la región a partir de la creación de reducciones y misiones a cargo de los jesuitas y franciscanos. Las misiones fundadas en las márgenes del río Salado tuvieron un destacado rol en el esquema defensivo de las fronteras ya que reunían a la población chaqueña “pacificada”, auxiliadas por la custodia de fuertes próximos. Tales fueron los casos de Miraflores, San José de Vilelas, San Ignacio de los Tobas y Nuestra Señora del Pilar, protegidas por los fortines de Río Negro, Río del Valle y Zenta. En la jurisdicción de Salta, los fuertes de Metán y Rosario de la Frontera protegían la región sur mientras que la fundación del pueblo San Ramón de la Nueva Orán, creado por el intendente Ramón García León y Pizarro en el corazón del Chaco salteño, se convirtió en la única ciudad estable de avanzada en la frontera oriental. Junto con las misiones y los fortines se fueron repartiendo mercedes de tierras que dieron lugar a la formación de estancias, muchas de ellas de grandes extensiones. Incluso las tierras de las reducciones fueron vendidas en parcelas a fines del período colonial. Los beneficiarios fueron personajes vinculados con los funcionarios de la corona que actuaban en la región.[5]

La frontera tucumano-santiagueña tuvo coincidencias y diferencias con otras zonas. El territorio tucumano, junto con las jurisdicciones de Catamarca y La Rioja quedó rodeado por la línea de misiones y fortines salto-jujeña y, por eso mismo, alejado del peligro de las invasiones que afectaron las estancias hasta entonces. La jurisdicción de Santiago del Estero, por otro lado, íntimamente vinculada con las poblaciones chaqueñas por su amplia zona fronteriza que la vinculaba con el litoral santafecino y correntino, no siempre dependió de las políticas de la corona. Un caso paradigmático fue la población de mataraes, tempranamente sometidos al dominio colonial. Por su localización geográfica y colaboración militar con el sector hispanocriollo actuó como amortiguador ante los avances guaycurúes. Con su mudanza hacia el río Salado el grupo se mantuvo con su tarea mediadora entre “gentiles” y “cristianos” dando lugar a la población homónima que hoy sobrevive.[6]

Un apartado particular merecen los estudios sobre las reducciones y pueblos de indios sujetos a encomiendas y servicios personales y que sobrevivieron hasta el siglo XVIII. Las últimas investigaciones marcan cómo las políticas implementadas por los funcionarios borbónicos tendieron a fiscalizar la población sobreviviente con fines recaudatorios y en relación con sus tierras. El resultado culminó con nuevas fusiones de pueblos y la creciente incorporación de población chaqueña y de forasteros en ellos, el traspaso de varias encomiendas a la corona y la consecuente desaparición de muchas poblaciones, como ocurrió en la jurisdicción del cabildo tucumano y se repitió en otras regiones.[7]

Más allá de las disposiciones reales implementadas oficialmente en torno a la creación de pueblos se advierte también en toda la región una mayor concentración de la población rural que de manera más o menos espontánea comenzó a dar identidad a los parajes y villas que fueron surgiendo en torno a estancias, capillas, postas y aguadas. Ello se evidencia en la multiplicación de caseríos reconocidos en los padrones y censos del período. Algunos estudios analizaron el proceso a partir de la formación de derechos sobre las tierras ubicadas en zonas caracterizadas por factores ambientales adversos, como en el caso de los Llanos de la Rioja. A partir de pleitos por tierras fue posible reconstruir la historia de un número importante de pobladores que habían servido como soldados en la defensa de las fronteras chaqueñas y comenzaron a solicitar mercedes de tierras como compensación, o a formar derechos mediante la ocupación y posterior denuncia. Factores como la recuperación demográfica tardocolonial y la reactivación económica se conjugaron para el avance de la ocupación de los terrenos que por sus características agrestes y la escasez de agua sólo dejó margen para la producción ganadera. Ello terminó condicionando la forma que adquirió la tenencia de las tierras en la región, que se caracterizó por la amplia difusión de propiedades comunales o tierras indivisas, muchas de los cuales persisten hasta hoy.[8]

En lo que concierne específicamente a la jurisdicción del cabildo de Tucumán, los estudios sobre los poblados rurales pocas veces pasaron de ser una curiosidad de algunos interesados en la materia. La excepción la constituyen las investigaciones sobre los escasos pueblos de indios que sobrevivieron al proceso de la colonización y dieron origen a poblaciones reconocidas luego como villas, entre los cuales se pueden destacar las realizadas en torno a los pueblos de Amaicha, Colalao, Ingas y Chiquiligasta.[9]

El proceso de crecimiento y concentración de la población rural en parajes o poblados de la región fue particularmente notorio a fines del período colonial, según se desprende de los padrones y listas nominativas del siglo XVIII y comienzos del XIX. En ellos se advierte la multiplicación de sitios en los que se censó a la población residente, tanto en las zonas de antigua ocupación como en las fronteras de la jurisdicción. En algunos casos se trataba de estancias particulares, en otros, de antiguas reducciones o pueblos de indios muchos de los cuales se encontraban en franca retracción. También las postas concentraron a la población de la campaña que terminó dando lugar a la conformación de una villa, como ocurrió con la posta de Pozo del Pescado conocida luego como Trancas. Es decir que la urbanización de la campaña tucumana fue mucho más espontánea que en otras regiones y menos ajustada a las disposiciones reales.[10] Fueron escasos los intentos de reconocimientos legales de terrenos para conformar pueblos,[11] y si bien fue zona de frontera durante la resistencia de las poblaciones calchaquíes y de las poblaciones chaqueñas hasta mediados del siglo XVIII, no se aplicó una política directa de urbanización para la formación de pueblos, como tampoco el asentamiento de reducciones o fuertes.[12]

 

 

El traslado de la ciudad de Tucumán y sus implicancias en el conflicto

 

El primer asentamiento de la ciudad de San Miguel de 1565 en el sitio de Ibatín resultó bastante complicado por el asedio de las poblaciones nativas de los valles Calchaquíes hasta 1665, cuando fueron derrotadas y trasladadas de sus antiguos asentamientos, los desbordes de los ríos y arroyos aledaños así como por las dificultades para sostener las comunicaciones con las poblaciones altoperuanas debido a los peligros para transitar el antiguo camino del Perú.

El “camino real” fue cambiando su curso entre los siglos XVI y el XVIII. Originalmente atravesaba los valles occidentales pero la belicosidad de las poblaciones indígenas provocó que se trasladara hacia el este. El nuevo camino unía la ciudad de Santiago del Estero cruzando el río Hondo hasta San Miguel, y de allí a Madrid de las Juntas y Esteco, para dirigirse al norte hacia Salta y Jujuy. A fines del siglo XVII se reconocía también otro itinerario que se dirigía a Esteco, pero que corría más hacia el este, atravesando las estancias de Tenené, el Palomar, el Zapallar y Horcones. Este camino generó pleitos seculares entre los cabildos de Tucumán y Santiago del Estero porque por allí transitaban las carretas y recuas de mulas que se dirigían al Alto Perú, sin pasar por los controles del cabildo tucumano y sin pagar las alcabalas correspondientes. Era la ruta del contrabando.

Ciento veinte años después de la fundación de la ciudad de San Miguel de Tucumán se planteó su traslado al sitio de La Toma, generando importantes disputas entre los principales vecinos feudatarios. El enfrentamiento se produjo entre los que aún gozaban de algunas encomiendas tempranas y aquellos que resultaron beneficiarios de las encomiendas de pueblos trasladados desde el Valle Calchaquí, que fueron asentados muy cerca del nuevo sitio de la ciudad ubicado en La Toma, a doce leguas de Ibatín.[13]

Los intereses en juego en aquella oportunidad se expresaron en las facciones que se enfrentaron en el cabildo. Por un lado se encontraban los que pretendían el traslado liderados por Francisco de Abreu y Figueroa, importantes ganaderos y encomenderos de la región. El mismo Abreu era encomendero del pueblo de Amaicha y dueño de tierras que lindaban con el camino real, por donde transitaba el grueso del transporte mercantil. Junto con él se alineaban otros vecinos que habían logrado mercedes de tierras en el norte de la jurisdicción, como eran los García de Valdés, que donaron una legua de sus propiedades a todos los vientos para el nuevo asentamiento.

En 1684, un año antes de concretarse la nueva fundación, el cabildo tucumano se encontraba totalmente controlado por la facción de los García: Felipe era el alférez real, Salvador (primo hermano del anterior) se desempeñaba como alcalde de la Santa Hermandad, Claudio de Medina y Montalvo (tío de Salvador) era el alcalde de primer voto, Juan de la Lastra (yerno de Salvador) remató el oficio de alcalde provincial y Miguel de Salas y Valdés (hermano de Felipe), era el teniente de Gobernador y Justicia Mayor, y quien llevó a cabo el traslado de la ciudad con la autorización del gobernador Fernando Mate de Luna.

En la vertiente opuesta se ubicaba la facción que pretendía evitar el traslado, encabezada por el procurador del Cabildo don Francisco de Leorraga, quien puso en evidencia el riesgo que implicaba la cercanía del nuevo asentamiento con las poblaciones chaqueñas y el consecuente peligro de las invasiones de grupos mocovíes. Con él se identificaron los intereses de los Vera y Aragón, los Díaz Bernio, los Román Pastene y los Olea, encomenderos de la región cercana a Ibatín.

Las disputas entre las facciones fueron el resultado, también, de los cambios que se operaron en el espacio peruano, la reactivación minera y productiva, y los intereses económicos del grupo más dinámico de la elite local que veía la necesidad de reformular las relaciones mercantiles y espaciales. Y, en ese sentido, el traslado de la ciudad era fundamental para quedar entroncada con las comunicaciones atlánticas y altoperuanas.

Sobre este tema la historiografía más reciente confirma las fuertes relaciones entre el traslado de la ciudad al nuevo sitio y el entramado de intereses de sectores productores de ganado mular de la gobernación del Río de la Plata, especialmente de los ganaderos de Santa Fe para quienes el mercado creciente en el Alto Perú se convirtió en un gran negocio. Tales intereses se conjugaban con los de los invernadores de mulas de la gobernación del Tucumán, entre ellos los de San Miguel, cuyas propiedades ubicadas a la vera del nuevo camino real que pasaba por el sitio de La Toma les permitía participar de las ingentes ganancias. Pero a la vez posicionaba mejor a la ciudad en los circuitos interregionales del espacio económico peruano. Todo ello motivó el apoyo del gobernador, la Audiencia, y el Rey que autorizó el traslado.

Los terrenos aledaños a Ibatín que habían sido cedidos en merced un siglo antes fueron lentamente abandonados, o en algunos casos ocupados por los descendientes de los primeros propietarios que se negaron a abandonar la zona. En las estancias terminaron conviviendo españoles, indios (algunos sin encomienda ni reducción), mestizos, esclavos, libertos y mulatos en condición de agregados, arrendatarios o simples ocupantes que contribuían como mano de obra y control de los linderos. En algunos casos su presencia se advierte a partir de los deslindes de las propiedades y los expedientes criminales en los que se hacen referencias a intrusos, malhechores, vagos y malentretenidos que ocupaban las tierras abandonadas.

La imprecisión de los límites de las mercedes y las estancias, así como las dificultades generadas para efectuar las divisiones y mensuras de las herencias, provocaron innumerables pleitos entre la población de la región.

 

 

El paraje de Monteros

 

Al momento de iniciarse el pleito que dio origen al pueblo de Monteros en 1754 las tierras en cuestión se ubicaban en el curato de Chiquiligasta que hasta fines del siglo XVIII se extendía desde el río Colorado hasta el río Chico. La región pertenecía al ecosistema de las planicies onduladas de piedemonte, integrada, siglos atrás, por la selva pedemontana que se extendía entre los 450 y 750 m.s.n.m. Fue la zona conocida propiamente como el Tucumán antes de la llegada de los españoles, y según las descripciones de los conquistadores, las poblaciones que la habitaban eran los diaguitas y los juríes. Ello coincide con los estudios arqueológicos y etnohistóricos que confirman la intensa comunicación entre las poblaciones pedementonas y de las llanuras, con las que habitaban el valle contiguo tras las sierras del Aconquija (Ver mapa N° 1).[14]

Fue la región de más antigua ocupación, pero cuando se inició el pleito aquí analizado la ciudad ya se había trasladado a su actual asentamiento en el sitio de La Toma y la población, fuertemente mestizada, se dispersaba entre las estancias, los montes y las reducciones de indios sobrevivientes. Desde su nueva ubicación la jurisdicción de la ciudad se extendía 20 leguas al norte, 30 leguas al sur, 20 leguas al este y 15 leguas hasta las Cumbres Calchaquíes por el oeste, por lo que tan limitada extensión permitió que la elite local representada en el cabildo lograra extender fácilmente su brazo de poder sobre la campaña, donde contaba con sus encomiendas, estancias y potreros, y en la que ejercía justicia como alcaldes de hermandad.[15]

Lo que se identificaba como estancia de Monteros en 1754, eran ¾ de leguas de frente por una legua de fondo de tierras que habrían pertenecido a don Francisco de Leorraga, el poblador de Ibatín que se había opuesto al traslado de la ciudad. Las tierras habían sido adquiridas por compra que hizo a doña Juana Romano en 1676. Por esas tierras que en aquel momento no hacían referencia alguna a la denominación de Monteros, pagó 150 pesos que entregó al albacea Diego Romano, hermano de Juana.

En 1679 don Francisco de Leorraga tomó posesión de dichas tierras, cercanas a la ciudad que aún permanecía en Ibatín, declarando que

 

...estoy poblado como cosa de dos leguas y media de esta dicha ciudad de esta parte del río del Tejar sobre dicho río más de cinco años sin contradicción de persona por ser tierras mías propias que se las compré al alférez Diego Romano y a Juana Romano hermana natural, y que son ¾ de legua de tierras de largo y una de ancho que toda consta de escritura de venta real. Que dichas tierras dan con la estancia despoblada del Sgto. Mayor Francisco de Aragón a la parte de abajo y por la de arriba con la población de los herederos de Juan Martínez. Que la dicha venta es cuatro cuadras más arriba de donde tengo mi población. Y para poder gozar y poseer en quietud necesito de posesión de dichas mis tierras solicito se citen a las personas circunvecinas, Sgto. Mayor Francisco de Aragón, Hernando Martínez y Alonso Montero el viejo y Pedro Lazarte y demás interesados que hubiere...[16]

 

En esta declaración por primera vez se reconoce una referencia en la documentación conservada en la que se registra el apellido Montero, haciendo alusión a que era persona circunvecina de la propiedad de don Francisco de Leorraga, y fue citado como testigo para la toma de posesión de las tierras mencionadas.

Treinta años más tarde, en ocasión de los empadronamientos de indios de las encomiendas que sobrevivían en la Tucumán, mandados a realizar en 1711 y 1726, se instó a comparecer, también por primera vez, a cuatro pueblos de encomienda que residían en las inmediaciones de la estancia de Monteros, por ser el caserío más importante de la zona. En aquella oportunidad era ya escasa la población indígena encomendada de la región y los pueblos citados fueron los de Tafí/Lules (encomienda de Fernando de Vera y Aragón), Yucumanita (de Francisca de Aragón)[17], Anamópila (de Gregorio Díaz Bernio) y Belicha (de Rodrigo Beltrán). Algunos de esos pueblos eran nativos y otros de origen serrano desnaturalizados de los valles Calchaquíes, pero todos habían sufrido traslados, readaptaciones ecológicas y culturales, y el agregado de “piezas” capturadas en las “entradas” al Chaco.[18]

         Las referencias aisladas parecen indicar que las estancias de Leorraga y la de Monteros eran vecinas. Pero nada permite inferir por qué causas, casi ochenta años después, cuando se generó el pleito por las tierras de Monteros, una y otra estancia tendían a referirse al mismo terreno. Es posible que hubiera cambiado la toponimia, o que la vecindad entre ambos propietarios hubiera posibilitado asentamientos que se extralimitaron más allá de cada estancia. Esto último podría sustentarse en el hecho de que al morir Leorraga la estancia permaneció abandonada pues ninguno de los herederos se instaló en ella.

Por otro lado, la imprecisión de los límites que figuraban en los títulos de aquellos años, y la escasa documentación complementaria, complica las posibilidades de delimitar los terrenos y de seguir el derrotero de la familia Montero, particularmente involucrada en el pleito por las tierras que llevaban su nombre. En 1735 en el padrón de vecinos registrados con carretas y mulas para fletamentos se registra a don José Montero, dueño de veinte mulas destinadas para transporte.[19] Esta actividad parece haber sido el medio de vida del grupo familiar que en 1744 se vio enfrentado en un pleito por reconocimiento de bienes de herencia. En esa oportunidad, Gerónimo Montero exigió a Nicolás Pedraza que hiciera efectiva la herencia de su madre, Agustina Salazar, en su favor y el de sus hermanos. En el momento del pleito, Pedraza era el tutor de los bienes de su hermana de sangre, Agustina, quien se había casado con Francisco Montero, padre de Gerónimo. El pleito fue favorable a Pedraza por haber prescripto la causa.[20]

Finalmente, cuando se inició el pleito por la estancia ocupada por la Compañía de soldados identificada como de los Monteros, tres oficiales de dicha Compañía portaban el apellido Montero.


El contexto socioeconómico y los pleitos por tierras a mediados del siglo XVIII

 

A lo largo del siglo XVIII la población local, especialmente indígena y mestiza, evidenció un leve pero continuo crecimiento que le permitió recuperarse de su estrepitosa caída del siglo anterior.[21] A la vez que aumentó la densidad demográfica, la presión por las tierras fue en aumento y la población rural se vio obligada a trasladarse hacia las fronteras, lo que conllevaba el problema relacionado con el asedio de las poblaciones indígenas del Chaco.

El crecimiento poblacional y la consecuente demanda de bienes básicos fueron acompañados de la reactivación económica apuntalada por las reformas borbónicas. Tal reactivación estuvo sustentada en la recuperación de la producción de plata de las minas altoperuanas, así como en el crecimiento del comercio ultramarino y de la producción agraria y artesanal en general. En el ámbito local, los principales ingresos procedían de la cría de vacunos, equinos y bueyes, los derivados artesanales (suelas, arneses, pellones), y las invernadas de mulas. La producción de los vecinos se complementaba con la fabricación de muebles y carretas construidas con las maderas de los bosques circundantes y el negocio de los transportes. Estas actividades, crecientes en el siglo XVIII, también incidieron en la mayor demanda de tierras y en un nivel más elevado de conflictividad social.

La ausencia de fronteras abiertas redundó en continuos pleitos con los estancieros de las ciudades vecinas de Santiago del Estero, Catamarca y Salta, que expandían sus propiedades a costa de las familias tucumanas. Los conflictos por el cobro de diezmos, los robos de ganado y el avance de ocupantes sobre los linderos poco definidos, se multiplicaron y el fenómeno se extendió sobre las pocas tierras vacantes o las de títulos dudosos. Abundando en el problema, las diversas formas de tenencia también redundaron en el incremento de los litigios, y se expresó en la presión sobre los ocupantes más “débiles”, agregados y arrendatarios, y los antiguos pueblos de indios cuyos derechos dependían de la voluntad de los propietarios y encomenderos.

Para la misma época, la consolidación de la presencia jesuita y las propiedades pertenecientes a los colegios de San Miguel y de Santiago del Estero complicó aún más las relaciones entre estancieros y dependientes de las zonas circunvecinas. Dos colegios contaban con propiedades en la jurisdicción del cabildo de Tucumán: el colegio de San Miguel, con sus instalaciones centradas en la estancia de Lules y los potreros circundantes ubicados en el piedemonte y los valles intermontanos de las cumbres Calchaquíes, y el colegio de Santiago del Estero, con sus tierras ubicadas en torno a la estancia de San Ignacio de la Cocha y los potreros pedemontanos de las sierras del Aconquija. Se estima que el conjunto de las propiedades jesuitas asentadas en la jurisdicción tucumana ocupaban, poco antes de su expulsión, el 80% de las tierras útiles de la región.

Otro problema bastante grave a lo largo del siglo XVIII fue la presión de los grupos indígenas de tobas y mocovíes, que se manifestó en las persistentes invasiones que asolaron la región nordeste de la jurisdicción y provocaron procesos de despoblamiento de importantes zonas de producción ganadera y de invernadas. Las más peligrosas se registraron entre las décadas de 1730 y 1760 y afectaron principalmente el curato de Choromoros, aunque llegaron incluso hasta las entradas de la ciudad, ya ubicada en La Toma.

Durante el período de mayores ataques se prohibió el tránsito por los caminos del Palomar, Tenené y el Zapallar, y se redujo el tráfico mercantil por el camino real utilizado por comerciantes y trajinantes que se dirigían a Salta y Jujuy. Para casos de necesidad se dispuso que los convoyes se desplazaran fuertemente armados y en los momentos de mayor peligro, el camino alternativo se trasladó hacia el viejo carril que pasaba por la ciudad de Ibatín atravesando los valles Calchaquíes. Esto favoreció a las tierras de los Monteros, por donde necesariamente se debió transitar. Para entonces el caserío de Monteros contaba con una posta que unía el camino entre Córdoba y Tucumán y entre Tucumán y Catamarca por la cuesta del Totoral. Con el mayor control y fiscalización de las transacciones mercantiles que se implementó con las reformas borbónicas, todo el comercio que se mantenía con las provincias precordilleranas y cuyanas del oeste pasó a ser registrado por la Receptoría de Monteros que dependía de la Tesorería de Tucumán.

Sin embargo el camino de los valles presentaba importantes dificultades: cuando se trataba del tráfico mular esta ruta podía ser una solución para evitar los ataques de las poblaciones chaqueñas, mientras que para las carretas el camino real que pasaba por la ciudad de San Miguel era ineludible pues el porte les impedía transitar zonas montañosas.

Para implementar un sistema más efectivo de seguridad para el tránsito mercantil y de las personas que atravesaban las ciudades de la gobernación se inició un proceso de militarización más intenso, con el aumento de la participación de la población local en los distintos rangos que permitía la incorporación en las milicias y en los cuerpos de partidarios rentados.

La organización de las compañías de milicias se había iniciado a mediados del siglo anterior, pero surgían ante el peligro de las invasiones indígenas y luego se disolvían. De cualquier modo llegaron a incluir a todos los hombres activos y a realizar eventualmente algunos ejercicios para estar preparados. Solían reconocerse por el lugar geográfico al que pertenecían y contaban con oficiales con rangos de capitanes, sargentos y cabos (o auxiliares).

El gobernador Espinosa fijó la composición y remuneración de las milicias regladas, y dispuso que se organizaran por compañías de cuarenta soldados partidarios que debían sentar plaza al menos por un año en algún sitio destinado al efecto.

De hecho estos cuerpos fueron poco efectivos porque se nutrían de la población marginada de pobres o vagos que pasó a integrar las milicias rurales. La oficialidad, compuesta por sectores de la élite cumplía con sus obligaciones militares sólo como afán de ascenso personal. El único incentivo que movilizaba a los vecinos eran las posibilidades de obtener la concesión de alguna encomienda o piezas cautivas tras la expedición.

La conformación que se reflejaba en su composición, en las que se destacaban las principales familias de cada región como oficiales, y sus peones, agregados y arrendatarios como tropas de las compañías, les adjudicó características socioterritoriales muy fuertes. El rango y las jerarquías militares convertían a los jefes en los mediadores naturales ante las pretensiones de sus subordinados y ello se expresaba en la fuerte cohesión y protección del grupo y el territorio que habitaban.[22]


El pleito por la estancia de los Montero

 

El juicio que se inició en 1754 tenía como objetivo deslindar los derechos a la posesión de las tierras conocidas en aquellos momentos como de los Monteros, y movilizó un conjunto de actores con distintas formas de tenencia y con diversas relaciones de poder, incluyendo a la Compañía de soldados de los Monteros, a algunos vecinos propietarios descendientes de antiguos encomenderos de la región, al entonces maestre de campo a cargo de las compañías militares de Tucumán don Felipe Antonio de Alurralde, e incluso al gobernador sucesor de Espinosa, don Victorino Martínez de Tineo.

Por más de setenta años las tierras que habían sido compradas por Francisco de Leorraga en 1676 permanecieron sin conflictos, aunque por testimonios posteriores se sabe que no fueron ocupadas por sus herederos, o al menos no por don Baltasar de Leorraga, protagonista de la venta de su herencia paterna una vez finalizado el juicio. Cuando se inició el pleito don Baltazar vivía en Río Chico, unas diez leguas hacia el sur de las tierras que entraron en litigio.[23]

Pero tampoco las tierras se encontraban baldías. Aunque no hay documentación que permita seguir el proceso de ocupación o usufructo a partir de la muerte de su original dueño, algunos documentos permiten entrever que tiempo antes de desencadenarse el pleito, había ocupantes que residían en la comarca de Monteros y que no todos eran integrantes de la Compañía que se pensaba expulsar sino que también había ocupantes que no prestaban servicios de armas.

Las primeras actuaciones del juicio se iniciaron con un pedido de los oficiales de la Compañía, “…Francisco Carrasco, Jacinto Sánchez, Gerónimo Monteros y otros…”, dirigido al maestre de campo y gobernador de armas don Felipe Antonio de Alurralde para que apelara a la mediación del gobernador don Victorino Martínez de Tineo, con el objetivo de que

 

...les permita desalojar el terreno en que están situados porque pretende derecho el Capitán Nicolás Pedraza y pidiendo por esto licencia para transmigrarse de aquella jurisdicción a otra...[24]

 

La solicitud se fundamentaba en que Pedraza había solicitado merced de tierras que tenía ocupada la Compañía, por considerarlas vacantes. La concesión efectuada por el gobernador Espinosa le permitía a Pedraza expulsar a los intrusos, lo que aparentemente hizo, según testimonio de los soldados

 

...abusando de la buena fe en que hemos vivido y poseído el terreno de nuestra habitación […] que Nicolás Pedraza fraududosamente pidió al antecesor de V.S. el Sr. Dn Alonso Espinosa de los Monteros por tierras yermas y despobladas […] por ser ganadas con siniestras relaciones a mí y a mis partes […] en lo que nos hizo y obligó a desposeer nuestras casas y tomar formas de abrigo en los bosques, interín no medió la benignidad del mandamiento y amparo de V.S. en que fuimos mandados a recoger nuestras familias a nuestras antiguas habitaciones...[25]

 

Tras la situación generada, los soldados solicitaron una nueva ubicación de la Compañía, pero el desarrollo de las instancias judiciales y el accionar de cada uno de los actores intervinientes nos ubica en una compleja trama de intereses cruzados.

Para comenzar, la solicitud que presentó don Felipe Antonio de Alurralde ante el pedido de traslado de la Compañía lejos de cumplir con el objetivo para que el nuevo gobernador, Martínez de Tineo, permitiera el desalojo de los milicianos, solicitó el amparo sobre las tierras ocupadas por los soldados. El gobernador accedió amparar a la Compañía mediante un decreto que establecía taxativamente que

 

Vista la presentación hecha por la Compañía de los Monteros de la jurisdicción de Tucumán a su gobernador de Armas Don Felipe de Alurralde sobre que les permita desalojar el terreno en que están situados ya que pretende dro el Capitán Nicolás Pedraza y pidiendo licencia para transmigrarse de aquella jurisdicción a otra. Libérese despacho con inserción de este Decreto que así el dho Gobernador de Armas  como general quiera Justicias de dha ciudad del Tucumán no permitan que la expresada Compañía y soldados avecindados en la Comarca de la Capilla de los Monteros desalojen su vecindad por considerarse necesarios en ella como fieles Leales vasallos del Rey según el informe del dicho gobernador de Armas […] y así también el citado Capitán Don Nicolás Pedraza no les inquiete ni perturbe en su quieta Posesión pena de 500 pesos a las cajas reales...[26]

 

A partir de aquí la identificación de la Comarca de la Capilla de los Monteros que ocupaban los fieles Leales vasallos del Rey y las tierras de la antigua estancia de Leorraga pasaron a integrar una misma entidad en la documentación del proceso judicial, pues para fundamentar el amparo sobre las tierras ocupadas por la Compañía, el gobernador Martínez de Tineo hizo valer la mayor antigüedad de los títulos de compra de las tierras que había efectuado don Francisco de Leorraga en 1679 por sobre la merced obtenida por Nicolás Pedraza del gobernador Espinosa en 1747.[27] Si bien esto parecía responder a la premisa por la cual todas las mercedes de tierras debían hacerse sin perjuicio de terceros, las modalidades de solicitud de tierras y su efectiva concesión fueron sufriendo cambios en el tiempo, y que también se encuadraron entre las reformas borbónicas y el mayor control con fines fiscales. A mediados del siglo se exigió mayor precisión en la identificación de linderos y circunvecinos, así como de las medidas del terreno y los méritos del solicitante.[28] Sin embargo, no sabemos cuáles fueron los argumentos de Pedraza para obtener la merced sobre tierras largamente ocupadas porque no se conservó el documento sobre la solicitud de las tierras.

Mediante una disposición más que expeditiva, pues no transcurrieron más de dos meses entre el pedido de la Compañía, la intermediación de Alurralde y la disposición del gobernador, se hizo público el decreto indicando que,

 

…no deben ser perturbados ni inquietos por las Justicias ni otra persona algunas, todas las personas que residen en la Comarca de los Monteros y que se dejen pacíficamente […y que…] el Sgto. Mayor Don Francisco Carrasco ejecutará la diligencia de su intimación a los citados residentes en dicho paraje cuando cualquiera persona pretenda removerlos por sí o por orden de la Real Justicia.

 

 

El acceso a la propiedad de la tierra

 

El decreto de amparo del Gobernador Tineo para que la Compañía no fuera desalojada de la estancia de Monteros se hizo efectiva inmediatamente, pero fue entonces que los soldados decidieron comprar los terrenos en cuestión. En este punto la nueva intermediación de don Felipe de Alurralde fue fundamental para entender la resolución del conflicto que culminó con el acceso a la propiedad de la tierra por parte de los milicianos, a pesar de que se excusó de actuar en persona y comisionó al sargento mayor Francisco Carrasco.

Para proceder a la operación de compraventa se buscó a los herederos sobrevivientes de Leorraga, que resultó ser don Baltazar de Leorraga, de lo que dieron fe testigos reconocidos y el juez interviniente quien convocó a todos los circunvecinos. Ellos eran el capitán don Nicolás de Olea, el teniente don Antonio Sosa, el teniente don José de Aragón, el sargento mayor don Pedro Carrasco (hermano de don Francisco Carrasco, oficial de la Compañía) y el capitán don Felipe Román Pastene. Varios de ellos poseían restos de encomiendas y algunos estaban emparentados con los integrantes de la Compañía. Por otro lado, sus apellidos resultan familiares pues eran descendientes de los que habían apoyado a Leorraga en el momento en que se opuso al traslado de la ciudad, y mantuvieron sus estancias y bienes alrededor del antiguo asentamiento de la ciudad en Ibatín.

La escritura de venta se hizo finalmente entre el capitán don Baltasar de Leorraga y la contraparte representada por el sargento mayor Francisco Carrasco, el capitán Jacinto Sánchez y el ayudante Gerónimo Montero,

 

…a quienes en voz y a nombre de todos los del conjunto que residen en el paraje y sitio que hoy llaman de los Monteros sobre el río del Tejar las cuales dichas tierras tuve y heredé de mi difunto padre Dn Francisco de Leorraga como consta de escritura del año pasado de seiscientos y setenta y nueve, las que por ella se contienen tres cuartos de legua cuyo valor es de ciento cincuenta pesos en cuyo valor somos convenido de que me dan y pagan a excepción de la parte del capitán Nicolás de Pedraza que no entra  en este derecho de esta grey por no haber concretado voz ni parte suya a esta compra a cuya satisfacción y paga se obligan los sujetos antes mencionados del cuerpo de su compañía a darme y entregarme los cincuenta pesos en plata y los ciento en vacas a seis pesos gordas, y otras de dos años a dos pesos cabeza y caballos a veinte reales cada uno y es declarado que la expresada cantidad tengo recibidos al contado veinte pesos plata y dos varas de pañete a razón de ocho pesos vara y los dichos tres cuartos de legua de tierras se las vendo a los susos dichos…[29]

 

El monto total del terreno, valuado en ciento cincuenta pesos, fue saldado en partes. Cincuenta pesos fueron entregados de inmediato en plata y géneros, y la deuda pendiente fue cancelada por Carrasco, quien pagó los cien pesos restantes con cabezas de ganado según consta en el recibo fechado en mayo de 1754. No se puede asegurar si el monto de la deuda fue cubierto totalmente por el sargento mayor, o compartido por los demás oficiales y soldados, o fue provisto por Alurralde. Como en casi todo el pleito, la mediación de Carrasco no permite definir algunas de las situaciones que involucraban al conjunto de los actores involucrados en las actuaciones judiciales.

A comienzos de agosto del mismo año el comisionado del Cabildo, don Domingo Muñoz, procedió a las mensuras y amojonamientos para dar posesión de las tierras a los nuevos dueños, en la que se presentaron Carrasco, el Maestre de Campo Felipe de Alurralde como apoderado de la Compañía, y los circunvecinos que dieron fe del acto. El vecino más anciano, don Juan Bernio señaló el paraje de la cabecera del terreno en presencia de todos los interesados, tras lo cual el comisionado mandó

 

…dividir y distinguir lo que a cada parte le toca para que conozcan su pertenencia en cuya conformidad […] mandé medir y medí tres sogas treinta y siete medias varas que corresponde a una de las partes y en su remate mandé poner un mojón y en esta conformidad se hicieron todas las demás poniéndoles su mojón para su división hasta el cumplimiento del entero de los dichos veinte hombres incluyendo a los hijos de los referidos y habiendo conducido […] con la escritura en la mano y la comisión a mí conferida […] cogí de la mano del Gobernador de las Armas Don Felipe Antonio de Alurralde apoderado de todos los interesados de las dichas tierras y lo pasé por dentro de las dichas tierras y le di y doy por posesión real, actual, corporal […] y ordeno y mando que ninguna persona de cualquier calidad y condición los perturben e inquieten a los dichos veinte hombres…[30]

 

Entre los veinte hombres que recibieron su parcela de tierras (de los que se pudieron identificar sólo diecisiete por el deterioro de la documentación), se registraron todos los oficiales y los soldados que eran cabezas de las diez familias que integraban la Compañía. En algunos casos fueron acompañados por sus hijos, también soldados (Ver Tabla N° 1).

Como contraparte, el gran perdedor en el pleito de 1754 fue el capitán Nicolás Pedraza, quien originalmente había solicitado la merced de las tierras en litigio. Integrante, según se desprende del documento, de la grey que daba identidad a los milicianos avecindados en las tierras de Leorraga, no participó de la compra de las tierras. Su actuación, calificada de fraudulenta, le habría impedido ser parte de la operación de acceso a una parcela de tierras en el paraje de los Monteros.

 

 

Las redes del poder

 

En esta trama social que se trasluce en el juicio se ponen en evidencia las relaciones de fuerza que movilizaron a los actores y la incidencia de las redes de poder que entrelazaban a los distintos interesados, mediadas en algunos casos por lazos de parentesco. A la vez, es posible inferir las diversas formas de crear derechos sobre las tierras mediante la ocupación persistente en el tiempo, lo que finalmente les permitió, en este caso, a la Compañía de soldados de los Monteros, el acceso a la propiedad mediante la compra de las parcelas que resultaron para cada oficial y milicianos.

Pero también se advierte tras el desenlace del conflicto los canales de movilidad social que eran utilizados por algunos habitantes de la campaña para llegar a ser propietarios. Y en ese aspecto es importante destacar un aspecto propio de este caso: la pertenencia de la mayoría de los protagonistas que iniciaron el juicio a un cuerpo militar que les permitió contar con el amparo y protección de los superiores que integraban la oficialidad del grupo.

Ese conjunto social constituido por la Compañía de soldados de los Monteros estaba integrada por treinta y cinco milicianos y cinco oficiales (cuatro capitanes y un ayudante).[31] A su vez, respondían al mando del Maestre de Campo y Gobernador de Armas Don Felipe Antonio de Alurralde, y su subordinado, el Sargento Mayor Francisco Carrasco.[32] Se trataba de una decena de familias (Montero, Sánchez, Robles, Sosa, Olea, Villagra, Medina, González, Pérez y Torres) compuestas por padres, hijos y hermanos, además de quienes parecían tener relación como agregados de los grupos familiares. Entre la oficialidad de la Compañía sólo figuraban tres familias: los Montero (con tres oficiales), los Sánchez y los Robles (con un oficial cada uno).

Por otro lado se advierte la presencia de los actores marginales aunque no por ello menos importantes. Se trataba de varios grupos de familias identificadas como intrusos, aparentemente muy relacionadas con la Compañía, que no eran milicianos ni prestaban servicios a la Corona de acuerdo con el informe presentado por el Alcalde de Hermandad y Juez Comisionado que fue designado para el desalojo de los ocupantes. En dicho informe se dejaba constancia que los principales integrantes del cuerpo de milicianos, como eran los Montero y los Robles, no ocupaban efectivamente las tierras sino que en nombre de dicha Compañía lo hacían otras familias con hijos pequeños, que nada aportaban como servicios de armas.

El ocasión del desalojo Alcalde Vicente Ladrón de Guevara denunció que

 

…no remuevo de los mencionados sitios […] a los mencionados en dicha lista o compañía, y de los restantes, porque solo componen dicha Compañía en el nombre, no en los servicios, por ser los más de tierna edad y aún de pechos o recién nacidos y solo conmuevo a sus padres, por estar en tierras ajenas, y según se le hace daño a su dueño…[33]

 

La presencia de ese otro grupo de familias que también parecía participar de la ocupación de las tierras de los Monteros no es suficientemente clara y es probable que luego del pleito siguieran conviviendo con los integrantes de la Compañía.

Tratando de profundizar el análisis sobre quiénes eran las familias que aparecían ocupando las tierras de la estancia de los Montero al momento que Nicolás Pedraza solicitó la merced, y a las que se les acusaba de estar asentadas en tierras ajenas, nos preguntamos qué relación existía entre ellas y quienes efectivamente componían el pie de lista de oficiales y soldados de la Compañía avecindados en el paraje. También nos preocupó saber cuándo y bajo qué condiciones ocuparon las tierras. Y finalmente, cuáles fueron los intereses que se pusieron en juego entre las familias de milicianos, los intrusos, y los oficiales de la Compañía, algunos de estos últimos integrantes de linajes reconocidos en la zona.

Para el período analizado no se cuenta con padrones o listas nominativas que permitan obtener un perfil más preciso de los ocupantes y posteriores propietarios de la estancia de Monteros. Se pueden identificar algunos de los oficiales de la Compañía a través de testamentos, inventarios post morten y documentos notariales, aunque no resulta fácil saber sobre quienes fueron las familias acusadas de estar asentadas en tierras ajenas.

En este último caso hemos apelado a ciertas prácticas que la historiografía de los últimos años ha destacado como recursos de la población rural y que demuestran que no sólo las mercedes de tierras o la compra habilitaban para lograr acceder a una parcela de tierra. Hay evidencias de que existían otros medios de los que se valían los pobladores de las campañas destinadas a la formación de derechos, como ya mencionamos anteriormente.

A lo largo del siglo XVIII, aquellos sectores de más modesta condición social que se ocupaban como soldados podían obtener alguna merced como premio a las entradas al Chaco. Los que contaban con algunos recursos, incluyendo las relaciones con personajes vinculados al poder, podían acudir a las denuncias y composiciones mediante el pago de la media anata para acceder a la propiedad.[34] También se podía formar derechos sobre propiedades compartidas a partir de herencias indivisas. La estrategia más frecuente fue la de asentarse en un lugar y, de no mediar oposición de terceros transcurrido el tiempo, se podía legitimar la ocupación mediante la denuncia. Es posible presumir que algunas, o varias, de estas modalidades fueran utilizadas entre quienes residían en la estancia de los Monteros, y que las relaciones creadas con los vecinos del lugar fueran parte significativa en el proceso de apropiación de la tierra.

Durante el siglo XIX esta práctica adquirió mayor relevancia como producto de las guerras que provocaron la pérdida frecuente de los títulos de propiedad, a lo que los dueños de terrenos contrapusieron el argumento de la posesión inmemorial.[35]

Por lo tanto, al menos para aquellos pobladores de las tierras que compartían su ocupación con la Compañía de los Monteros es posible pensar que se trataba de familias de agregados, antiguos arrendatarios, mayordomos o capataces avecindados bajo la protección de algunos vecinos o de quienes luego devinieron en oficiales del cuerpo de milicianos, pues fue una costumbre arraigada en la campaña tucumana y otras regiones de la gobernación del Tucumán que los herederos que no ocupaban sus tierras las arrendaran, prestaran o agregaran gente para que las trabajaran y cuidaran. Estas prácticas fueron motivo de muchos conflictos durante el siglo XVIII debido al crecimiento poblacional y la mayor presión sobre las pocas tierras vacantes que sobrevivían en la región o aquellas con títulos dudosos.

En cuanto a la filiación étnica o social del grupo, tampoco es fácil de definir. Se trataría de un conjunto heterogéneo de familias que convivían en el paraje.

Aquí es importante comenzar por distinguir a los oficiales de la Compañía, como los Montero, pues ellos eran portadores del apelativo don, lo que daba muestras de una condición social superior como descendientes y herederos de tierras de los primeros ocupantes de la región.[36] El resto de los soldados era ajeno a estos beneficios y es muy probable que estuviera constituido por algunos descendientes de los pueblos de indios encomendados en la zona, además de mestizos y mulatos, que según el censo de 1778 constituían el 60% de la población del curato de Chiquiligasta.

Pero el conjunto central de actores del pleito nos hace pensar que el hecho de pertenecer a una corporación militar identificada por el apellido de tres oficiales, pero a la vez topónimo de la zona, respondería a otra modalidad de acceso a la tierra por parte de estos personajes.

Creemos que dos elementos clave se conjugaron para definir la resolución del conflicto a favor de la Compañía. Por un lado, las disposiciones de la corona de crear cuerpos milicianos con asientos fijos en distintos puntos de la jurisdicción y con obligación de asistir en la defensa de la frontera. Uno de ellos fue la Compañía de soldados con asiento en el paraje de los Montero, creado durante el gobierno de Espinosa. Y por otro, la presencia de población que ocupaba tierras en la comarca y capilla de los Monteros aunque con distintas jerarquías sociales y formas de acceso a la tierra. La primera condición no habría sido posible sin la presencia de antiguos pobladores, algunos con acceso a la propiedad y otros con derechos diversos.

Pero también se advierte, aún entre quienes conformaban la oficialidad, las diferencias de relaciones entre rangos, poder y bienes. En la plana mayor se destacaban personajes de la elite local, algunos de antiguos linajes y otros recién llegados que con el propósito de hacer méritos para obtener gracias y mercedes reales como tierras y encomiendas servían a la corona defendiendo las fronteras.

En ciertos casos habían recibido herencias o derechos sobre tierras que habían sido objeto de usurpaciones de terceros por falta de ocupación efectiva, y en otros casos accedieron por mercedes de las autoridades de turno, generando con frecuencia problemas de límites que redundaron en largos pleitos para su recuperación, a la vez que movilizó las redes de relaciones con quienes tenían el poder de decisión. 

Como ya adelantamos sobre los principales actores de la trama como eran los Montero, pocos rastros han dejado en la documentación anterior al pleito. Probablemente el linaje se habría iniciado a partir de algún español o criollo asentado en la zona durante el siglo XVIII e hiciera méritos en las campañas del Chaco. Sus descendientes habrían llegado a convertirse en oficiales y contar con algunos indios de servicio obtenidos en las entradas.[37]

A pesar de la escasa y parca documentación que se refiere a esta familia, hemos podido constatar que los Montero fueron antiguos propietarios. Sus relaciones de parentesco los vinculaba con los Olea y con los Pérez, además del mismo Nicolás Pedraza, con quien ya habían tenido conflictos previos por los bienes de la herencia de Agustina Salazar, hermana de Pedraza y madre de los hermanos Montero, como ya mencionamos. También expusimos que en ocasión del pleito seguido por Gerónimo Montero contra Pedraza por reclamo de la herencia materna, Pedraza ganó el juicio por haber prescripto la causa. Tales bienes consistían en ganados, esclavos y la estancia de San Gerónimo, aledaña a la región del conflicto.[38] Aunque no podemos dar certeza, es posible pensar que al quedar desheredados los hermanos Montero se habrían convertido en arrendatarios, agregados o simples ocupantes de tierras contiguas, como las de Leorraga, que por largo tiempo se habrían mantenido vacantes. Y que hicieran habitación junto con otros pobladores.

Los negocios de los hermanos Montero seguían asociados con el transporte mular y la cría de vacunos, yeguas y mulas que usaban como transporte y arreo del resto del ganado, según se desprende de los contratos protocolizados, sus testamentos y algunos pleitos vinculados con esos negocios. Pero en lo que concierne al acceso a la propiedad de la tierra parece ser que al momento de iniciarse el pleito no contaban con las propiedades que antaño habían conseguido. Y sólo después de la compra de las tierras de Leorraga los Montero pudieron volver a convertirse en propietarios de una pequeña parcela.

La construcción de la capilla del Rosario, donde se habría registrado un milagro de la Virgen, terminó de definir los lazos comunitarios entre los soldados que integraron la Compañía, los vecinos estancieros devenidos en oficiales del cuerpo de milicianos y sus jefes superiores, lo que fortaleció la identidad de los habitantes de la comarca.

El reconocimiento del grupo bajo la identificación de Compañía de los Montero podría remitir a su presencia mayoritaria como oficiales de la corporación, considerando que tres de los cinco que la integraban portaban el apellido Montero, y su participación como representantes del conjunto de soldados dan muestras de su poder y ascendencia sobre la población de la zona.

La relación de la familia Montero con el resto de la oficialidad parece haber incluido vínculos de vecindad, ya que algunos otros integrantes de la Compañía también habían recibido herencias familiares por lo que eran propietarios o coherederos con derechos sobre estancias y tierras aledañas a la estancia de los Montero. Pero también les unían los negocios vinculados con la cría y transporte de ganados, y en algunos casos, incluso lazos de parentesco con antiguos encomenderos de la zona.[39]

De la familia de Carrasco, Francisco (que fue beneficiario de una parcela de tierras de la estancia en cuestión), y sus hermanos Pedro y Fernando, contaban con derechos de propiedad sobre tierras que habían heredado de su bisabuelo materno. Descendían a la vez de encomenderos, pues su padre, Francisco Carrasco, casado con Francisca de Aragón, compartió la encomienda de Yucumanita.

Varios años después, Francisco (h) se vio envuelto en un pleito con don Antonio de Sosa, por intromisión en las tierras heredadas. Mientras Carrasco aducía ser heredero de las tierras que le dejara don Francisco de Aragón, quien las había recibido en merced en 1622, Sosa, también vecino de los Monteros, aducía tener derechos sobre las mismas. Carrasco lo denunció sosteniendo que Sosa contaba con el apoyo de los jueces comisionados que actuaron en el pleito, por lo que Carrasco solicitó que

 

…cuando el gobernador nombre Juez, le permita recusar tantas veces como corresponda a derecho, y al Alguacil Mayor por haber sido dicho Señor quien siempre le ha dirigido y protegido a mi contendor en este litigio…[40]

 

El expediente incluye los títulos de merced y donación de las tierras a favor de Carrasco pero deja entrever también las relaciones de poder que Sosa mantuvo con los jueces comisionados, y en particular con el Alguacil Mayor, Juan Antonio Román, quien le permitió torcer a su favor la demanda por las tierras. Una muestra más de las luchas entre quienes se decían propietarios o con derechos sobre las tierras, pero que a la vez movilizaban a las facciones familiares y a buena parte de la sociedad tucumana.

Y en cuanto al gobernador de armas don Felipe Antonio de Alurralde, sus fojas de méritos y servicios, así como la pertenencia a la segunda generación de una familia hidalga y de militares de origen vasco, lo habían convertido en un vecino muy poderoso e influyente pues se relacionaba con gobernadores, oidores y miembros del clero de las altas esferas. Se casó con doña Mariana Prieto, descendiente de la elite de Córdoba, donde Felipe vivió varios años y en donde pudo tejer importantes alianzas con gobernadores y comerciantes ganaderos.

El linaje se había iniciado con el General Don Antonio de Alurralde y Eguzquiza, descendiente de familias de la provincia de Guipúzcoa, y el grupo familiar, constituido por tres hijos herederos (Felipe, Miguel y Leonor), adquirió particular relevancia por su protagonismo en la definición del espacio social y territorial de San Miguel de Tucumán durante el siglo XVIII, pues permitieron la consolidación de la ocupación de la frontera oriental desarrollando gran parte de su trayectoria e historia familiar entre el valle de Choromoros, el valle Calchaquí y la atención de sus estancias de Río Seco, aledañas a Ibatín. Defendieron el territorio para permitir el avance sobre el Chaco e instalaron un estilo de vida caracterizado por símbolos de señorío propio de las principales ciudades del reino, aunque poco frecuente en San Miguel de Tucumán.[41]

Felipe fue hijo del primer matrimonio y desplegó una intensa actividad al servicio de la Corona. Se desempeñó como Sargento Mayor y remató, a mediados del siglo XVIII, los cargos de alférez real y regidor del Cabildo local, para lo que ofició ante importantes vecinos de Potosí y Charcas para gestionar la confirmación de tales cargos. Continuó con su desempeño al frente de las milicias que defendían las fronteras, y en reconocimiento a sus méritos se hizo acreedor al nombramiento de Maestre de Campo y Gobernador de Armas de la ciudad de Tucumán, cargo que ejercía en 1754 cuando se produjo el pleito por las tierras de Monteros.

Siguió al frente también de las empresas de su padre, vinculadas con la producción ganadera y las invernadas. Había heredado de su madre la estancia de Río Seco, próxima a las tierras de los Leorraga, donde tenía su habitación, en vecindad con las tierras de los Monteros. En sociedad con sus hermanos Miguel y Leonor, administraba las estancias de Choromoros, la estancia de San Miguel, El Acequión y Chuscha.[42]

Pero el semblante cargado de honores y méritos de Alurralde lo enfrentó con otros vecinos que conformaban la facción nucleada en el cabildo y liderada por los Aráoz, antigua familia arraigada en la región y que también contaba con tierras en Río Seco. Varios conflictos los enemistaron desde 1740 cuando Alurralde aspiró al oficio de regidor y depositario general, que consiguió recién dos años después y le permitió torcer a su favor las elecciones capitulares de 1743. De ese modo fue elegido alcalde de segundo voto, que sumó al cargo de regidor que había rematado anteriormente. Otros intereses también enfrentaron a Diego Aráoz y Felipe Alurralde. Entre ellos, las persistentes negativas de don Felipe para cumplir con las comisiones encargadas por el cabildo.[43]

Los conflictos encubrían, en muchos casos, los intereses económicos que afectaban a las familias tucumanas a mediados del siglo XVIII y que, como adelantamos, estaban relacionados con la reactivación mercantil y productiva generada por la recuperación de la producción minera y el crecimiento poblacional. Entonces se volvió indispensable asegurar las vías del comercio ganadero, afectado por el acoso de las poblaciones mocovíes sobre el camino real, y fue necesario controlar el camino alternativo que antiguamente pasaba por Ibatín y los valles Calchaquíes. En esa coyuntura, la estratégica ubicación de la estancia de los Monteros constituía la encrucijada para asegurar los arreos de ganado a través de los valles hacia las ferias de Salta, y terminó enfrentando a los estancieros de la región, representados a la vez en las facciones familiares que se expresaban en el cabildo y en las redes del poder sobre la campaña de San Miguel de Tucumán.


Lazos de vecindad y formas de identidad colectiva

 

En las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del XIX, el curato de Monteros fue uno de los más poblados y de mayor producción agraria, de acuerdo con los aportes decimales que se registraron en Tucumán. El promedio rondaba el 26%, es decir poco más del cuarto del total de la jurisdicción, seguidos por los curatos de Trancas (20%) y Burruyacu (17%). Mientras el primero se caracterizaba por ser la región de más antigua colonización, los dos restantes habían constituido la frontera de colonización hasta casi fines del período colonial. Estos últimos se destacaban por la presencia de importantes estancias ganaderas, mientras que en Monteros las propiedades estaban más fragmentadas por efecto de las herencias y particiones patrimoniales.

La estancia de Montero parece haber alcanzado gran notoriedad varias décadas antes de iniciarse el pleito por las tierras pues ya en 1719 se hacía referencia al milagro de la virgen de Nuestra Señora del Rosario que, dada su importancia, motivó una carta del Gobernador Urízar y Arescopachaga al cabildo.[44] Desde entonces mutó su nombre y comenzó a llamarse paraje de la Capilla de los Montero, y alrededor de la capilla se consolidó el asentamiento de los vecinos y los soldados partidarios.

Con esa denominación identificó el cabildo de Tucumán al sitio cuando en su reunión del 2 de noviembre de 1745 censuró las fiestas parroquiales que duraron quince días con toda clase de excesos. Don Diego de Aráoz, como fiel ejecutor consideró necesaria su prohibición y solicitó la intervención del teniente de gobernador, Diego Domínguez. Las actuaciones de ese momento brindan algunos datos más para abonar el conocimiento de la vecindad del paraje de los Montero,

 

de pocos años a esta parte han introducido la gente así españoles como indios con voz de cura celebrar la fiesta de Ntra Señora de el Rosario en el paraje y capilla de los Monteros los ocho o quince días en que se han estado con grave perjuicio de los vecinos como por las consecuencias que se han seguido y se siguen […] respecto de los pecados que se suelen seguir de hurtos, y otros como el de las puñaladas, que ha habido en dicho junta: Asimismo el de haberle perdido el respeto un secular a Un Religioso Agustino que asiste en dicha jurisdicción[45]

 

La denuncia no sólo aducía a la gravedad de los delitos sino que confirmaba que en el sitio conocido como tal y sus alrededores, tenían sus asentamientos familias de españoles e indígenas, y el centro de reunión era la parroquia en la que se oficiaban los festejos patronales. Ejercían como cura interino del partido de Chiquiligasta el Licenciado Domingo Gómez y el Dr. Don José de Frías, cura y vicario de Marapa. A ellos se dirigió el gobernador para reclamar que

 

apreciaremos que VM nos de razones si la feligresía las inventa o hace para este fin o si Vmd las ejecuta pasado el término de la víspera y día de cualquiera que deba hacer … para poner el remedio que debamos en ello pues nuestro deseo es solo evitar los escándalos que se tiene noticia acaecen de ellos de que expresamos de que por mediante el Zelo de Vmd fomentando esta causa remediar lo dho en union de las jurisdicciones de todo expresamos aviso como el que nos mande cuanto sea de su complacencia[46]

 

Este tipo de denuncias sobre abusos y excesos entre las fiestas populares se identificaban con las borracheras que atentaban contra el cuerpo social y amenazaban al control de las autoridades coloniales, pero no eran novedad en la región.[47] En este caso se incriminaba también a los curas, sospechados de alentar la dimensión que había adquirido la festividad patronal en la que las embrigueces, juegos y pendencias se extendían en el tiempo más allá de lo que las fiestas requerían. La prohibición del cabildo y el gobernador perseguía el doble propósito de minar la influencia del clero entre las comunidades rurales y restringir el espacio de aquellas expresiones que contribuían a fortalecer los sentimientos de pertenencia comunitaria.[48]

En el caso de la comunidad de los Montero, tales lazos y sentimientos de identidad entre las familias se cimentaron sobre distintas situaciones y se fortalecieron tras el pleito. Por un lado la vecindad misma, como producto de la ocupación de las tierras de la estancia y sus modos de expresión en la reciprocidad y solidaridad que se pusieron en juego al actuar conjuntamente por defender sus derechos, y en ese caso no es un dato menor el hecho de que varias familias radicadas en el lugar integraran un cuerpo miliciano cuya composición daba muestras de sus fuertes vínculos de poder socioterritorial que, sin negar la escasa vocación guerrera de la sociedad en su conjunto, marcaba con mayor nitidez las relaciones de subordinación, lealtad, protección y reciprocidad entre soldados y jefes militares. Simultáneamente ello se traducía en que unos eran propietarios y otros dependientes, marcando las dificultades que los demás poderes pretendían controlar, y ello se expresaba en la fuerte cohesión y protección del grupo y el territorio que habitaban. Los ejemplos sobre los enfrentamientos del cabildo y los oficiales, así como las actuaciones de los gobernadores a favor o en contra de estos cuerpos militares y el poder local de las familias, permitieron que en los intersticios de estos conflictos, los soldados, algunos de ellos emparentados o apadrinados por la elite, accedieran a la propiedad de la tierra, dando muestras de los canales de movilidad social que permitían pasar de una condición de dependiente a partir de los lazos de lealtad y subordinación. Fortalecía el sentido de comunidad, también, las relaciones de parentesco que se advierte entre los integrantes de la Compañía constituida por la decena de familias de soldados que eran padres, hijos y hermanos, y a la vez descendientes o emparentados con otras familias de la región.

La grey de estas voces, como se identificaban los miembros de la Compañía de los Montero, apeló a la intermediación de sus capitanes, auxiliares y al mismo comandante de armas para lograr protección y privilegios y para acceder a la propiedad de la tierra, lo que evidencia el conocimiento entre las familias y sus interacciones previas con los sectores de la elite local que eran sus vecinos y superiores en el mando militar.

Las actuaciones como grupo cimentaron los lazos vecinales y la identidad colectiva que dio lugar finalmente al nacimiento del pueblo de Monteros.

En 1819 el Cabildo propuso al Soberano Congreso que había declarado la Independencia en Tucumán, y que para esa fecha sesionaba ya en Buenos Aires, que los pueblos de Trancas y los Monteros fueran elevados a calidad de villas, considerando que habían

 

…adquirido los necesarios conocimientos de la situación, numero de vecinos, sus facultades, proporciones de maderas y demás materiales necesarios a la construcción de edificios de gusto, con suficientes tierras de labor, cultura y pasto en capacidad y aptitud de fertilizarse mejor, con la facilidad de sacarse acequias de ríos y arroyos copiosos que tienen su curso inmediato a la población, siendo pues constante que las poblaciones nombradas…disfrutan de estas calidades…[49]

 

         El levantamiento de Bernabé Aráoz contra las autoridades nacionales, la destitución del Director Supremo por los ejércitos del Litoral y la disolución del Congreso, dejaron sin efecto la medida propuesta. En la campaña tucumana la presencia de los pobladores avecindados en torno a las estancias y parroquias, con lazos de identidad comunitaria, siguió consolidando el surgimiento de los pueblos rurales. Monteros logró su municipalización recién en 1874. [50]

 

 

Algunas consideraciones finales

 

El pleito analizado se suma a los estudios sobre la conformación de los pueblos rurales que se fueron consolidando desde el siglo XVIII de diversas formas y por distintos medios. También se reconoce el impacto que tuvo en ello el proceso de crecimiento demográfico y reactivación económica del período colonial borbónico, más allá que en el caso analizado el surgimiento del pueblo no obedeció a disposiciones oficiales sobre la materia.

La investigación presenta notas comunes con casos ya analizados por la historiografía a la vez que resulta paradigmático por sus características específicas relacionadas fundamentalmente con la ubicación de las tierras que dieron origen al pueblo, y las relaciones establecidas entre los sectores de poder (jefes militares, autoridades coloniales y estancieros) y los pobladores rurales afectados por el servicio de armas, a la vez productores con distintas jerarquías sociales y formas diversas de acceso a la tierra.

Las tierras en conflicto se ubicaban en la zona de más antigua ocupación pues allí se había ubicado la primera ciudad de Tucumán en el sitio de Ibatín. La región presentaba una alta densidad demográfica en su mayoría de población bastante mestizada. Al promediar el siglo XVIII la presión demográfica sobre los escasos predios sin dueños y los pleitos en torno a ellos se aceleraron y multiplicaron. Las tierras que entraron en conflicto, conocidas en esos momentos como estancia de los Monteros, adquirieron relevancia tras un milagro de la virgen del Rosario por lo que la capilla identificó por largo tiempo al paraje. Por otro lado, la estancia aparecía asociada también con un antiguo propietario de Ibatín, don Francisco de Leorraga, y si al momento del pleito no estaban ocupadas por los herederos legítimos tampoco estaban vacantes. Eran el asiento de una compañía de soldados conocida como de los Monteros y de algunas familias de intrusos.

 El grupo central de actores del pleito estuvo constituido por cuarenta milicianos reconocidos como leales Vasallos, lo que les permitió la permanencia en las tierras ocupadas donde habían sido destinados para sentar plaza, y el posterior acceso a la compra de una parcela de tierras amparados por sus relaciones con los grupos de poder locales. Algunos de ellos también habían podido acceder a indios capturados en las entradas al Chaco. La Compañía de soldados conformaba un conjunto socioétnico y económico heterogéneo, pues mientras algunos mostraron cierta notabilidad expresada en títulos y bienes (especialmente los oficiales), la mayoría carecía de ellos.

En el conjunto, el protagonismo de los Montero estaba relacionado con los tres hermanos que se desempeñaban como oficiales y auxiliares de la Compañía, y con destacado ascendiente entre la población de la región. Su presencia y accionar habría dado nombre al paraje.

La solicitud de las tierras que en merced pidió otro vecino de la zona, don Nicolás Pedraza, a la vez emparentado con los Montero, dio origen al pleito que finalmente fue favorable a la Compañía de soldados pues el gobernador reconoció la compra de las tierras que hiciera Leorraga varias décadas antes.

Las actuaciones seguidas en el pleito permiten reconocer:

Que la ocupación de los terrenos como práctica social y económica podía dar origen a un pueblo y ser emprendida por diferentes sectores sociales, como se ha demostrado en otras regiones del Río de la Plata.

Que los lazos de vecindad en la región venían cimentados de mucho tiempo atrás, probablemente desde el mismo momento en que se inició el traslado de la ciudad.

Que el peso del sentido de comunidad como modalidad para legitimar derechos y crear lazos de vecindad e identidad de un pueblo, también demostrado para otras regiones, habría otorgado mayores posibilidades a los milicianos de acceder a la propiedad.

Que la materialización del derecho a la propiedad de una parcela implicó, además, otros mecanismos de derecho y de poder que superaron la mera ocupación de las tierras e implicó contar con amparos, autorizaciones, pleitos y reconocimientos, en este caso, del gobernador y del cabildo.

Que la relación entre la Compañía de soldados y Alurralde al momento del conflicto entrelazaba varias situaciones. Por un lado, las relaciones propias de la jerarquía militar ya mencionadas, pero también de lealtades y reconocimientos vinculados con lazos personales y de vecindad. La intermediación del comandante de armas marcaba las fuertes bases socioterritoriales que sostenían a las corporaciones militares.[51] Por otro lado, las luchas de las facciones entre los vecinos tucumanos que se enfrentaban por la cuota de poder en la que se conjugaban los intereses locales con los de los oficiales reales y de la Corona. Finalmente, el control de los recursos, tanto de las tierras como de los caminos, para sostener la producción de las estancias y el comercio con los principales centros consumidores.

Que el paraje de Montero constituía un nudo entre las rutas del comercio interregional, las estancias ganaderas y los potreros de invernada que lo hacían muy apetecible para el control de la circulación de la producción local y la que provenía del resto de la gobernación, especialmente en momentos en que los caminos reales quedaron merced a los ataques indígenas.

Por último, la resolución del pleito permitió la consolidación del asentamiento en la zona, no sin conflictos, como se desprende de algunos otros pleitos posteriores al de 1754, agravados cada vez más por el crecimiento de la población y la carencia de fronteras abiertas de la jurisdicción, ya de por sí, de muy escasa extensión.

 

 

Fuentes

 

 

Éditas

“Padrones de indios y encomiendas realizados en 1711/1718 y 1726” en Lizondo Borda,  Manuel, 1946, Documentos coloniales, Vol. VI, Tucumán, pp. 124-162, 201-204.

 

Inéditas

Archivo Histórico de la Provincia de Tucumán

Actas Capitulares: Originales

Tomo 5, folios 247 y ss

Actas Capitulares: Transcripción Samuel Díaz

Tomo 3, folio 59, 1719

Tomo 3, folios 326-328v, 1745

Tomo 15, folio 36, 1819

Sección Administrativa:        

Tomo 3, folio 430v

Tomo 3, folios 446-450

Protocolos de Escribanía:      

Tomo  2, folio 235

Tomo 3, folio 60

Tomo 5, folios 358 y v.

Judicial Civil. Serie A:

Caja 5, Expte 26

Caja 6, Expte. 14

Caja 14, Expte 8

Caja 14, Expte. 23

Caja 20, Expte. 4

Caja 24, Expte 1.

Judicial Civil. Serie B:

Caja 11, Expte 41

 

Bibliografía

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Boixadós, Roxana y Farberman, Judith, 2009, “Oprimidos de muchos vecinos en el paraje de nuestra habitación. Tierra, casa y familia en los Llanos de La Rioja colonial” en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, Tercera serie, núm.31, pp. 11-44.

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Canedo, Mariana, 2006a “Fortines y pueblos en Buenos Aires del siglo XVIII. ¿Una política de urbanización para la frontera?” en Mundo Agrario, vol. 7, núm.13.

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Mata de López, Sara Emilia., 2005, Tierra y poder en Salta; el noroeste argentino en vísperas de la independencia, CEPHIA, Salta.

Mayo, Carlos y Latrubesse, Amalia, 1998, Terratenientes, soldados y cautivos. La frontera, 1736-1815, Biblos, Buenos Aires.

Morse, Richard. 1987. “El desarrollo urbano en Hispanoamérica colonial” en Bethell, Leslie (ed.); Historia de América Latina, Tomo III, Crítica-Grijalbo, Barcelona, pp.15-48.

Noli, Estela, 2012, Procesos de mestizaje y memoria étnica en Tucumán (siglo XVII), Prohistoria, Rosario.

Punta, Ana Inés, 2001, “Córdoba y la construcción de sus fronteras en el siglo XVIII” en Cuadernos de Historia, Serie Economía y Sociedad, Nº 4, pp. 159-194.

Punta, Ana Inés, 2010, Córdoba borbónica. Persistencias coloniales en tiempo de reformas (1750-1800), Universidad Nacional de Córdoba, Córdoba.

Rustán, María E., 2005, De perjudiciales a pobladores de la frontera. Poblamiento de la frontera sur de la Gobernación Intendencia de Córdoba a fines del siglo XVIII, Ferreyra, Córdoba.

Tell, Sonia, 2008, Córdoba rural, una sociedad campesina (1750-1850), Prometeo, Buenos Aires.

Tell, Sonia, 2011. “Títulos y derechos coloniales a la tierra en los pueblos indios de Córdoba. Una aproximación desde las fuentes del siglo XIX” en Bibliographica Americana, pp. 201-221.

Teruel, Ana A., 2005, Misiones, economía y sociedad. La frontera chaqueña del Noroeste Argentino en el siglo XIX, Universidad Nacional de Quilmes, Bernal.

Vitar, Beatriz, 1997, Guerra y misiones en la frontera chaqueña del Tucumán (1700-1767), CSIC, Madrid.

 

 

 

 

TABLA N° 1

 

 

INTEGRANTES DE LA COMPAÑÍA DE SOLDADOS QUE COMPRARON LAS TIERRAS DE LEORRAGA, 1754*

 

Apellido/Flia

Nº integrantes de la Compañía

beneficarios de tierras

Cargo de beneficiarios en la Compañía

Otras tierras

 

 

 

 

 

SOSA

5

2

Soldados

Herencia

OLEA

8

2

Soldados

 

VILLAGRA

5

1

Soldados

 

MEDINA

3

2

Soldados

 

GONZALEZ

2

1

Soldados

 

PEREZ

3

1

Soldados

 

ROBLES

6

2

1 capitán y 1soldado

 

MONTERO

6

3

1 ayudante, 2 capitanes

Herencia

SANCHEZ

1

1

Capitán

 

TORRES

1

1

Soldado

 

CARRASCO

1

1

Sargento Mayor

Herencia

Fuentes: Elaboración propia sobre datos citados

* Entre el total de integrantes se incluye al Sargento Mayor Francisco Carrasco, que también adquirió una parcela de tierras.

 


 

 

MAPA N° 1

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



* Universidad Nacional de Tucumán. CONICET.

[1] Antecedentes sobre el tema en Tucumán se pueden consultar en: López de Albornoz, 2002: 81-119 y López de Albornoz, 2003 entre otros.

[2] La bibliografía general sobre el tema es bastante extensa. Citamos aquí a la más reconocida, y luego ampliaremos el listado a lo largo del texto: Hoberman & Socolow (comp.), 1992 [1986], Morse, 1987: 15-48 y Mayo & Latrubesse, 1998.

[3] Mayo & Latrubesse, 1998, Canedo, 2006a, 2006b, 2012: 69-93 y 2013, Punta, 2001: 159-194, 2010 y Rustán, 2005.

[4] López, 2003, Mata de López, 2005 y Tell, 2008.

[5] Teruel, 2005 y Mata de López, 2005.

[6] Farberman & Ratto, 2015 y Farberman, 2011.

[7] López, 2006; Boixados, 2012 y Tell, 2011.

[8] La expresión de formar derechos fue citada por Boixadós, 2009: 12; también se pueden consultar Boixadós & Farberman, 2009.

[9] Cruz, 1997: 253-281, López de Albornoz & Bascary, 1998: 71-112 y Noli, 2012.

[10] López de Albornoz, 2003: 75-76.

[11] En la zona sólo se registra un caso de cesión de terrenos para fundar una ciudad, y correspondió al traslado de la ciudad de San Miguel de Tucumán desde Ibatín al sitio de La Toma. En aquel momento don Felipe García de Valdés donó las tierras para su nuevo asentamiento.

[12] En este caso nos referimos a la creación de pueblos con traslados de población de forma coercitiva como parte de la política borbónica, lo que se hizo mediante la fundación de nuevas villas como mojones de avance de la colonización como en el caso de Córdoba y Salta, así como fuertes y pueblos en las fronteras de avance contra los indígenas chaqueños y pampas, como en Jujuy, Salta, Santiago del Estero y Buenos Aires.

[13] Hubo otro traslado de una ciudad, la de Santa Fe, casi simultáneamente, y los argumentos esgrimidos en ambos casos fueron bastante similares: crecientes de los ríos que hacían muy desfavorable el tránsito de carretas, las plagas y epidemias que azotaban a la población de forma recurrente, el peligro de la frontera indígena. Las diferencias radicaban en que en el acta de la primera fundación de Santa Fé, Garay dejó previsto el posible traslado porque los desmoronamientos de las barrancas del río Paraná ponían en peligro la sobrevivencia de los pobladores.

[14] Noli, 2012: 22-31.

[15] Desde la ciudad se podía unir cada uno de los extremos de su jurisdicción en una jornada a caballo.

[16] La escritura de toma de posesión de las tierras compradas por Leorraga aparece registrada en el expediente de 1754, cuando su hijo Baltazar, vendió las tierras a “Francisco Carrasco, Jacinto Sánchez y otros”, quienes eran los representantes de la Compañía de Soldados que finalmente quedaron como nuevos dueños de las tierras de los Monteros. Archivo Histórico de Tucumán (en adelante AHT), Sección Judicial Civil, (en adelante SJC), Serie A, Caja 14, Expte. 23.

[17] La encomendera estaba casada con Francisco Carrasco, uno de los principales actores de la trama que motivó el pleito por la estancia de Monteros.

[18] AHT, SJC, Serie A, Caja 5, Expte 26 y Protocolos de Escribanía (en adelante PE), Tomo 2, folio235 y Tomo 3, folio 60. Lizondo Borda, 1946: 124-162, 201-204.

[19] AHT, Actas Capitulares (en adelante AC), Tomo 5, folios 247 y ss.

[20] Entre los protocolos de Escribanía del Cabildo se ha registrado también un poder otorgado a José Montero, de parte de sus hermanos Nicolás, Melchora (difunta, representada por su marido Nicolás Olea), y Jerónimo, para que les representara ante cualquier causa judicial. AHT, PE, Tomo 5, folios 358 y v.

[21] Este fenómeno fue común a toda América, aunque adquirió contornos propios según las regiones.

[22] Garavaglia, 1984: 21-34 y Vitar, 1997.

[23] Los descendientes de don Francisco fueron siete hijos, Francisco, que tomó los hábitos y se radicó en La Plata, Baltazar, que se hizo cargo de dos hermanos menores discapacitados que quedaron bajo su cuidado, Isabel, casada con Antonio del Moral, Juana, casada con Juan de Villagra y María Rosa, que parece haber muerto a corta edad. AHT, SJC, Serie A, Caja 6, Expte. 14. Testamento de Francisco de Leorraga.

[24] AHT, Sección Administrativa (en adelante SA), Tomo 3, folio 430v.

[25] La Compañía de soldados que representaban Sánchez, Carrasco  Montero, están individualmente identificados en el antecedente del Decreto del Gobernador Martínez de Tineo. AHT, Sección Administrativa, Vol. III, fº 430 y v.

[26] AHT SA, Tomo 3, folios 430 y v

[27] Las tierras fueron compradas varios años antes y Francisco Leorraga recién tomó posesión de ellas en 1679. AHT,  SJC, Serie A, Caja 14, Expte 8.

[28] Boixadós, 2009.

[29] AHT SA, Tomo 3, folios 430 y ss.

[30] AHT, SA, Tomo 3, folios 446-450. Una estimación aproximada de la medida de cada parcela sería de una hectárea.

[31] Entre los oficiales se registraron: el Ayudante Gerónimo Montero y los Capitanes Nicolás Montero, Francisco Montero, Jacinto Sánchez, Miguel Robles. No figura en esta lista el Capitán Francisco Carrasco por lo que es posible inferir que actuaba directamente por órdenes de Alurralde y en su nombre.

[32] En virtud del Real Servicio a su Majestad al mando de los tercios de la ciudad de Tucumán, el Virrey del Perú le confirió en 1754 el nombramiento de Maestre de Campo y Gobernador de Armas de la ciudad de San Miguel.

[33] AHT, SA, Tomo 3, folios 453 y v.

[34] Si bien este mecanismo era un recurso frecuente, una Cédula Real  de 1754 dispuso que quienes fueran ocupantes de tierras o propietarios sin títulos debían regularizar su situación presentándose ante las justicias locales para iniciar los trámites. No hay registros de su aplicación en  jurisdicción de Tucumán, pero sus efectos podrían relacionarse con el aumento de los pleitos por tierras que se observa a partir de esa fecha.

[35] Fernández Murga (1995:33), sostiene que la posesión efectiva era un recurso que permitía subsanar la falta de títulos sobre la propiedad, y que durante el siglo XIX, particularmente entre 1810 y 1830, fuera frecuente que el periódico estado de guerra hiciera válido el argumento de la pérdida o la quema de “los papeles”.

[36] Dos casos específicos son los más notorios: el del Sargento Mayor Francisco Carrasco y el del Ayudante Montero y sus parientes, los Capitanes Nicolás y Francisco Montero.

[37] En su testamento Francisco Montero declara que deja libre a María Francisca, “india mocoví que cogí en guerra”. AHT; SJC, Serie A., Caja 20, Expte. 4.

[38] También en aquella oportunidad otro de los actores involucrado en la causa fue don Felipe Antonio de Alurralde, en aquel entonces alcalde de segundo voto en el cabildo local, quien dictaminó que el Capitán Pedraza, “[…] ponga a disposición de la justicia todos los bienes que administra […]”.AHT, SJC, Serie B, Caja 11, Expte 41

[39] Alrededor de la estancia de Monteros se registraron propietarios portadores de los mismos apellidos de los integrantes de la Compañía de soldados: Torres, Sosa, Sánchez, Robles, Pérez, etc., aunque no es posible establecer la filiación.

[40] AHT, SJC, Caja 24, Expte 1.

[41] López, 2003: 139-174.

[42] Miguel vivió largas temporadas en el valle de Calchaquí de donde eran originarios los pueblos de su encomienda, los Colalao y Tolombones.

[43] Las actas capitulares del período dan muestras de las acusaciones contra Alurralde, tales como ser deudor de la Caja Real, negarse a aceptar la comisión para representar a la ciudad de Tucumán en el Sínodo a celebrarse en Córdoba, o en Salta para pactar con las poblaciones indígenas. El enfrentamiento con el Cabildo, donde la facción de los Aráoz dominó por casi un siglo, se manifestó también en enfrentamientos con el Gobernador, cuando reconoció la postura que hizo Alurralde para desempeñarse como alférez real del cabildo local, en contra de los deseos de la sala capitular que intentaba imponer a Simón Domínguez, emparentado con los Aráoz.

[44] AHT, AC, Tomo 3, folio 59, 1719. Transcripción de Samuel Díaz

[45] AHT, AC, Tomo 3, folios 326-328v, 1745. Transcripción de Samuel Díaz

[46] AHT, AC, Tomo 5 folios 326-328v, 1745. Transcripción de Samuel Díaz

[47] Farberman, 2005.

[48] Sobre el control social ejercido a través de la penalización de las fiestas y borracheras hay mucha bibliografía y en ella se advierte que otra de las medidas vinculadas con la política borbónica fue cambiar el sentido de criminalización que se vinculaba con el paradigma anterior al de la racionalización y civilización de las costumbres para evitar la “barbarie” asociada con los excesos de los pueblos, Gruzinski, 1993.

[49] AHT, AC, Tomo 15, folio 36.

[50] La constitución provincial de 1856 cumplía con el mandato de la Constitución Nacional de 1853 y fue la primera que contenía un capítulo sobre el régimen municipal. La ley de municipios del 4 de febrero de 1858 dispuso que Monteros accediera a la categoría de villa, junto con Medinas, Río Chico, Famaillá y Graneros. Pero de hecho, su municipalización recién se concretó dieciséis años después.

[51] Hoy la memoria histórica de la ciudad de Monteros relaciona la fundación de la ciudad de Monteros por obra de Felipe de Alurralde, quien habría cedido el terreno para su fundación.