“Ungidos por el infortunio”. Los soldados de Malvinas en la post dictadura: entre el relato heroico y la victimización[1]

Federico Lorenz*

 

 

Resumen:

El final de la Guerra de Malvinas (abril – junio de 1982) inicia el último año de la dictadura militar que gobernó de facto la Argentina entre 1976 y 1983. En ese contexto, dominado simbólicamente por las denuncias por violaciones a los derechos humanos y la conformación de la imagen pública de los desaparecidos, las primeras agrupaciones de ex soldados combatientes encontraron notables dificultades para participar en la discusión pública a partir de su reivindicación de la experiencia bélica. Este trabajo analiza las tensiones entre esta voluntad de participación y los sentidos que el primer gobierno democrático asignó al conflicto armado del Atlántico Sur.

Palabras clave: Malvinas – Post Dictadura – Ex combatientes

Summary:

The end of the Malvinas War (April-June 1982) begins the last year of the military dictatorship that ruled de facto Argentina between 1976 and 1983. In this context, symbolically dominated by complaints of violations of human rights and shaping the public image of the missing, the first groups of veterans soldiers encountered considerable difficulties to participate in public discussion from its claim of war experience. This paper analyzes the tensions between the desire to participate and senses that the first democratic government allocated to the armed conflict in the South Atlantic.

Keywords: Malvinas – Post dictatorship – Veterans

 

 

Entre el 2 de abril y el 14 de junio de 1982 Argentina y Gran Bretaña sostuvieron una guerra por la soberanía de las Islas Malvinas, en litigio desde 1833. La Junta Militar argentina ordenó un desembarco en el archipiélago (ocupado por los ingleses desde el siglo XIX) con el fin de forzar una negociación. La respuesta británica fue el envío de una fuerza de tareas que tras dos meses de bombardeos, bloqueo aeronaval y sangrientos combates, lograron la rendición argentina y la recuperación de las islas.

Durante la guerra, diversas manifestaciones públicas en la Argentina inscribieron el conflicto en la épica de la historia nacional. En alusión a la Revolución de Mayo de 1810, algunos medios comenzaron a informar sobre las acciones bélicas en una sección titulada “los nuevos héroes de Mayo”, planteando una continuidad histórica con el hecho considerado inicial de la historia argentina independiente. Si en ese momento los argentinos habían pasado por una prueba decisiva para su futuro, la guerra en las islas constituiría un nuevo hito: “hoy el país es un libro de historia que está escribiéndose. También en este 25 de Mayo, el del año de 1982, ‘aquel año en que otra vez nos invadieron y otra vez los echamos’, como se dirá en el futuro”.[2]

El grueso de las fuerzas argentinas movilizadas a las Malvinas fueron conscriptos (ocho de cada diez en el caso del Ejército), es decir, varones de entre 18 y 20 años de edad en su mayoría. En consecuencia, la imagen pública más fuerte en relación con los acontecimientos de Malvinas fue la de los jóvenes combatientes, bautizados popularmente como “los chicos de la guerra”, inspirados a su vez por esa representación escolar de la historia nacional, de la que eran protagonistas a ojos de sus compatriotas (y de ellos mismos). Fue en torno a ellos que posteriormente se condensaron las imágenes de la derrota y los primeros relatos sobre lo que había sucedido durante el conflicto.[3] 

En el marco de la post dictadura en la Argentina  se elaboraron distintos relatos (jurídicos, testimoniales, periodísticos, literarios, cinematográficos, políticos, institucionales) sobre tres situaciones de extrema violencia que la sociedad argentina acababa de atravesar: la lucha revolucionaria, la represión, y la guerra de Malvinas. Las tres remiten a la guerra, tanto vivida como enunciada por sus actores (más allá de las caracterizaciones ex post sobre dichos procesos y experiencias), enunciaciones que fueron y son objeto de fuertes disputas por su sentido.

Uno de los elementos centrales a las narrativas bélicas es la épica. Disponemos, para el caso de las organizaciones armadas y la represión ilegal que las enfrentó, diversas explicaciones al hecho de que aún hoy el discurso de la guerra en relación con esos procesos es difícil de sostener. En el caso de la guerra de Malvinas, sin embargo, cuesta encontrar motivos inherentes al hecho histórico evocado (una guerra convencional, entre estados– nación, en el marco del derecho internacional) que expliquen la dificultad de su caracterización como una guerra convencional. Las respuestas se encuentran, más bien, en el particular contexto en el que se desplegaron las primeras interpretaciones sobre el conflicto bélico del Atlántico Sur. Si prestamos atención al escenario de la posguerra, será evidente que la conmoción social producida por las denuncias por las violaciones a los derechos humanos absorbió la especificidad de las memorias de la guerra, tiñó los relatos y las aproximaciones al conflicto y a las responsabilidades civiles en relación con este, produciendo un sincretismo entre la figura de las víctimas de la dictadura y los ex combatientes. Este trabajo ofrece algunos elementos para comprender ese proceso.

 

 

Primer homenaje democrático

 

Hasta la guerra de Malvinas, el último conflicto bélico a gran escala convencional librado por la Argentina fue la Guerra del Paraguay (1865-1870). Como resultado, hacia 1982 el repertorio patriótico asociado a la guerra se nutría fundamentalmente del que había sido acuñado a finales del siglo XIX para conmemorar las guerras de la Independencia, evocadas como fundacionales de la Argentina moderna. En este esquema, común a muchas naciones modernas, los estados republicanos reemplazan la noción de “gloria” militar por la de “sacrificio”.[4] Los soldados caídos en combate protagonizan la máxima entrega en la defensa de los valores patrios. Esa muerte es tanto un deber como un ejercicio de los derechos cívicos. La conmemoración de esos soldados, que pasan a ser “santos laicos” del culto republicano, otorga un sentido colectivo a las muertes, y ofrece vías para la elaboración del duelo individual. En este esquema, los soldados-ciudadanos mueren en defensa de una comunidad que a la vez los toma como modelos.[5]

Los soldados muertos en la guerra de Malvinas cayeron en una guerra librada en defensa de la soberanía de su país, frente a un adversario considerado usurpador de un territorio legítimamente reclamado. Sin embargo, la guerra fue producida por una dictadura militar ilegítima, que no solo fracasó en ese objetivo sino que además –comenzó a saberse masivamente después de la derrota–, había sumido al país en un terror inimaginable, también en defensa de los valores más sagrados de la nación. Esta contradicción hizo que no fuera fácil incluir esas muertes en el linaje de otras muertes en nombre de la patria.

Sin embargo, fue lo que intentó hacer el presidente Raúl Alfonsín en 1984. ¿Qué tenía para decir sobre Malvinas un presidente democrático? ¿Cómo evocar la derrota, si esta además era considerada como una de las causas de la nueva institucionalidad? La conmemoración del desembarco en un proceso de ruptura con un pasado violento planteaba el problema de incorporar un enfrentamiento armado protagonizado por unas instituciones militares muy cuestionadas. Era una contradicción no solo entre los intentos por construir una cultura “pacifista” que se buscaba consolidar (basada en los valores democráticos y de los derechos humanos) y la demanda de conmemoración de un hecho “guerrero” en un país cuya identidad cultural estaba fuertemente marcada por la presencia militar en el panteón nacional. Lo era, sobre todo, y acaso de manera excluyente, por el hecho de que amplios sectores habían considerado “justa” la recuperación, y se habían movilizado en apoyo a los soldados enviados al Sur.

El 2 de abril de 1984 Alfonsín encabezó el acto central de conmemoración de la “recuperación de las islas Malvinas”,[6] realizado en la ciudad de Luján, sede de la basílica cuya virgen es patrona de la Argentina. Allí pronunció un discurso en el que intentó, simbólicamente, restituir su carácter civil a los muertos en Malvinas y, al mismo tiempo, quitarles el símbolo de la guerra a los defensores de la dictadura:

 

Hoy 2 de abril vengo aquí a evocar con ustedes, delante de este monumento, a nuestros caídos en batalla, a esos valientes argentinos que ofrendaron su vida o que generosamente la expusieron en esa porción austral de la patria. Si bien es cierto que el gobierno que usó la fuerza no reflexionó sobre las tremendas y trágicas consecuencias de su acción, no es menos cierto que el ideal que alentó a nuestros soldados fue, es y será el ideal de todas las generaciones de argentinos: la recuperación definitiva de las islas Malvinas, Georgias del Sur y Sándwich del Sur (...) Cuántos ciudadanos de uniforme habrán deseado dejar sus cuerpos sin vida entre las piedras, la turba y la nieve, después de haber peleado con esfuerzo y osadía. Pero Dios vio a los virtuosos y de entre ellos los valientes y los animados, de entre los dolidos y los apesadumbrados eligió a sus héroes. Eligió a estos que hoy memoramos. Ungidos por el infortunio, sin los laureles de la victoria, estos muertos que hoy honramos son una lección viva de sacrificio en la senda del cumplimiento del deber (...) Esas trágicas muertes refuerzan aún más la convicción que tenemos sobre la justicia de nuestros derechos[7]

 

En sus palabras, Alfonsín no deslegitimó el reclamo de soberanía, como así tampoco el sacrificio, la entrega y las motivaciones de quienes habían combatido en las islas. Pero en sus palabras los combatientes no son soldados, son “ciudadanos de uniforme”: el ideario patriótico que los ha llevado a combatir, además del componente guerrero propio del discurso castrense, es el de la Argentina republicana que el presidente radical tanto está intentando retomar como refundar. Estos ciudadanos, además, son “virtuosos” y “héroes”; su muerte, un compromiso con los reclamos de soberanía. Pero son héroes en la derrota: son la advertencia de que la satisfacción del reclamo de justicia debe ser buscada por otras vías que la de la violencia. Esto queda claro porque en el discurso también los separa del gobierno de la dictadura que había “usado la fuerza” irreflexivamente. Los caídos, y los sobrevivientes, sometidos a unas circunstancias superiores a sus fuerzas, habían cumplido con su deber alimentados por los ideales de “generaciones de argentinos”.

Los soldados habían sido “ungidos por el infortunio”. Pero lo que los había vuelto “santos” no era solo que habían sido derrotados a manos de los británicos, sino la dictadura que los había enviado a combatir. Había un clima de ideas que alimentaba esta aseveración. 

 

 

Reacciones a la guerra

 

Una vez producida la derrota, la brevedad de la guerra, y las formas en las que circuló la información sobre su desarrollo crearon, sobre todo en los grandes centros urbanos (que a la vez habían estado más expuestos al bombardeo informativo y propagandístico), la sensación de un engaño muy grande, proporcional a la sorpresa de un fracaso que muchos vivieron como inesperado. Cuando terminó la guerra, un semanario publicitó el envío de un corresponsal a las islas para explicar lo que consideraba las cuestiones más urgentes para la sociedad: “Por qué perdimos. Cómo perdimos. Por qué no se pudo destruir la cabeza de playa inglesa en San Carlos. Qué piensan los soldados profesionales ingleses de los jóvenes soldados argentinos. Por qué murieron 10 soldados argentinos por cada soldado inglés. Cuántos soldados argentinos murieron”.[8]

Una encuesta publicada en agosto de 1982 por el semanario El Porteño permite ver que la demanda social iba en tres direcciones: saber lo que había sucedido en las islas, exigir responsables y reconocer el sacrificio de los que habían peleado en las islas:

 

Como argentino, además, me llama poderosamente la atención la falta de homenaje a toda la muchachada que ha vuelto del Sur, casi no se le ha rendido el menor de los respetos a ellos y a quienes no han podido regresar

 

Yo creo que sobre todo nos han estafado. Nos hacían ver una realidad ficticia y las consecuencias se detectan ahora en un pueblo desanimado[9].

 

En el correo de lectores de la Revista Humor de julio de 1982 podemos encontrar algunas de las ideas que circulaban en esos meses:

 

Convengamos que la única forma que tenemos de salir a flote es apoyando a la juventud. A esa juventud que la gerontocracia militar envió al frente de combate. Pero no es la primera vez que la juventud va a la primera línea de combate, ya lo hacían los griegos. No quiero plantear una lucha contra la gerontocracia, sino que simplemente pido que se apoye a la juventud, se compartan sus ideas y se los guíe correctamente.

 

El pueblo creyó que la guerra que le mataba a sus hijos era algo serio, que el sacrificio que le imponían al gobierno era por una razón justa y la muerte de sus hijos era un sacrificio honorable, para conseguir un país digno y sin colonialismos. Tarde comprendió que la guerra para el gobierno no era más que un juego y que poco le importaba (como fue siempre) el dolor de él.[10]

 

Los fragmentos muestran un deseo de reconocimiento hacia los jóvenes soldados, caracterizados como víctimas del cálculo militar, y la sensación de los ciudadanos de que habían sido estafados en su buena fe por un poder que había gozado de impunidad hasta Malvinas. Estas sensaciones fueron exacerbadas por la difusión de los primeros relatos acerca de la guerra. Las mismas publicaciones que habían alentado el desarrollo del conflicto hicieron propios estos reclamos. La derrota en Malvinas abrió una puerta para cuestionar al régimen militar y acelerar las exigencias de convocatoria a elecciones y la “normalización institucional”:

 

¿Los soldados argentinos que murieron en las Malvinas lo hicieron para recuperar las islas o para que hubiera elecciones? Esta es una de las preguntas más urgentes que se hace la gente para saber a dónde está parada en estos momentos en que el desconcierto también es general. Parece que no hubiera pasado nada y por momentos es tan incómodo hablar de la guerra y sus consecuencias como mentar la soga en casa del ahorcado. Salimos del triunfalismo de la guerra, que según muchos iba a cambiarlo todo y entramos en el triunfalismo de la democracia como si fuera otra fórmula mágica arréglalo-todo.[11]

 

Las revelaciones y cuestionamientos alrededor de Malvinas se dieron en el contexto más amplio de la difusión de las atrocidades cometidas durante la represión ilegal, por aquel entonces todavía llamada “guerra sucia”. Los medios gráficos y televisivos otorgaron  creciente espacio a las denuncias y actividades de los organismos de derechos humanos. La prensa exhibió macabras fotografías de pilas de huesos y cráneos exhumados por los empleados de los cementerios y, al mismo tiempo, buscó y difundió por primera vez los testimonios del horror: las voces de las víctimas y de sus victimarios. Amplios sectores de la sociedad reaccionaron con una mezcla de estupor e indignación, probablemente no solo por la magnitud de los crímenes, sino por la dimensión del ocultamiento. Fue en este contexto que comenzaron a conocerse las condiciones en las que los soldados argentinos habían combatido en las Malvinas. La sensación de sorpresa, estafa y la voluntad de identificar responsables se expandieron. 

Pero en Malvinas, los militares habían fracasado en su función específica, en un enfrentamiento claramente identificable, a diferencia de las dificultades que generaba definirse acerca de la represión ilegal. Ambos procesos históricos comenzaron a ser asociados. Tan tempranamente como en agosto de 1982, un dirigente de la “izquierda peronista legal”, habló, en un acto realizado cuando se levantó la veda política, de dos genocidios: “el primero empezó el 24 de marzo de 1976, y el segundo el 2 de abril de 1982”.[12] La identificación simbólica de los caídos en la guerra y los sobrevivientes con las jóvenes víctimas de la dictadura militar pasaría a ser una de las vías de apropiación social de la derrota.

Pero, ¿cómo transformar en víctimas a soldados de uniforme, con las armas en la mano? ¿Qué podían tener en común los soldados combatientes en Malvinas con los desaparecidos a manos del aparato represivo ilegal? Mejor aún, ¿tenían algo en común?

Estas preguntas comenzaron a responderse subrayando la falta de idoneidad profesional y el maltrato a los conscriptos que las denuncias iniciales e investigaciones oficiales posteriores demostraron. Al pintar a los jóvenes conscriptos como víctimas de sus superiores, tales cuestionamientos se sumaron a aquellos relacionados a las violaciones a los derechos humanos. De este modo se lograba un espacio para cuestionar al régimen militar, a la vez que se reforzaba la imagen de sus funcionarios como verdugos de sus conciudadanos, aún en una situación de “guerra justa” como la de las islas. Si la derrota en la guerra había abierto el camino para criticar y cuestionar abiertamente a la dictadura militar, las denuncias que masivamente se difundían acerca del terrorismo de estado se transformaban ahora en el vehículo a través del cual los soldados conscriptos encontrarían su lugar en la historia. Pero en ese proceso, su experiencia bélica sería desdibujada e incorporada a la del terrorismo estatal.

En los meses posteriores a la guerra se publicaron testimonios, libros e informes acerca de las penosas condiciones atravesadas por los soldados en el frente, agravadas por la impericia de la conducción militar y por la superior profesionalidad de las fuerzas que enfrentaban. Si durante la guerra la juventud de los conscriptos parecía ser la garantía de que desde Malvinas los argentinos alcanzarían una suerte de concordia garantizada por la recuperación, y esta aparecía encarnada en los soldados, esa misma juventud pasó a ser la explicación de la derrota, tanto por inexperiencia como por indefensión.

 

 

La juventud

 

Durante las décadas del setenta y el ochenta, la juventud fue caracterizada desde el estado y diferentes espacios tanto como depositaria de los valores sagrados de la Patria como campo propicio para la propaganda subversiva. En consecuencia, un elemento central en los reclamos por parte de los familiares de los desaparecidos consistió en minar la base del argumento militar para la culpabilización y demonización de los jóvenes: aquel que los involucraba en actividades “subversivas”. Si para el estado represor toda actividad partidaria, política y cultural era sinónimo de la subversión, las jóvenes víctimas por las que se reclamaba debían estar libres de ese “pecado”. Esta situación generó que, por reacción, para resaltar los crímenes dictatoriales y destacar la “inocencia” de sus víctimas, la imagen de los jóvenes se apoyó en dos elementos: su carencia de toda participación política, y su escasa edad, asociada a la inmadurez.

El Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), es un buen ejemplo de este proceso. En su Prólogo, al definir a las víctimas de la represión, ubica entre numerosas formas de activismo social a los “muchachos que habían sido miembros de un centro estudiantil” y afirmaba que las víctimas eran “en su mayoría inocentes de terrorismo o siquiera pertenecer a los cuadros de la guerrilla, porque estos presentaban batalla y morían en el enfrentamiento o se suicidaban antes de entregarse, y pocos llegaban vivos a manos de los represores”.[13]

El Capítulo II del Nunca Más, “Víctimas”, dedica un apartado a los adolescentes. En la introducción a sus casos, son descriptos del siguiente modo:

 

Todavía no son maduros, pero ya no son niños. Aún no tomaron las decisiones fundamentales de la vida, pero están comenzando a trazar sus caminos. No saben mucho de los complejos vericuetos de la  política ni han completado su formación cultural. Los guía su sensibilidad. No se resignan ante las imperfecciones de un mundo que han heredado de sus mayores. En algunos, aletea el ideal, incipiente rechazo de la injusticia y la hipocresía que a veces anatematizaron en forma tan enfática como ingenua (...) Casi 250 chicas y chicos que tenían entre 13 y 18 años desaparecieron, siendo secuestrados en sus hogares, en la vía pública o a la salida de los colegios. Basta mirar la foto mural que la CONADEP preparó con las fotos de los adolescentes desaparecidos en el programa NUNCA MÁS, para que ese por qué no tenga respuesta[14]

 

Esta descripción muestra personas incompletas en su desarrollo, alimentadas por fuertes ideales pero carentes de elementos “políticos y culturales” como para resolverlos, y son estas características las que refuerzan la imposibilidad de explicar los crímenes que padecieron. Nada podía hacerlo, porque en tanto “inocentes”, nada los justificaba. En términos simbólicos, las víctimas más jóvenes de la dictadura, en la década del ochenta, fueron despojadas de su capacidad de agencia.

Estas imágenes sobre los jóvenes y adolescentes desaparecidos y asesinados en los campos de la dictadura circulaban cuando los conscriptos marcharon a Malvinas, combatieron y regresaron derrotados, y luego cuando se conformaron las primeras agrupaciones de ex soldados combatientes. ¿Qué sucedió a partir de esa confluencia?

Entre junio y septiembre de 1982 aparecieron dos libros que alcanzaron una notable difusión. Uno de ellos es la obra de Dalmiro Bustos El otro frente de la guerra. Los padres de las Malvinas. El libro, que se agotó rápidamente, confirmó la impresión de que los jóvenes soldados habían enfrentado durísimas condiciones de vida empeoradas por la ineficacia de sus jefes y por su escasa preparación: “nuestros hijos fueron enviados a una lucha que no eligieron, decidida por un gobierno que no eligieron, para la cual no estaban preparados. Había en la Argentina 40.000 profesionales preparados por vocación y estudio para una guerra. No es fácil entender por qué se envió a 10.000 muchachos de 18 a 20 años que carecían de la preparación necesaria (...) pero allá fueron y se comportaron con gran valor y dignidad. [15]

Bustos señalaba que los “chicos de la guerra” habían madurado a través de su experiencia: “A medida que las cartas de ustedes fueron llegando, un sentimiento de orgullo fue creciendo. Todos los argentinos sumamos los sentimientos de padres que despedimos a nuestros chicos. Y que ahora nos aprestamos a recibir a hombres que han comprendido en este tiempo mucho más sobre la vida que lo que normalmente se puede aprender en este tiempo”.[16] Pero esa madurez había sido adquirida al precio de tremendas penurias físicas y mentales.[17]

Apelando a la propaganda acerca de la subversión, y sobre todo al papel asignado a la juventud en ellas, los padres de soldados de Malvinas señalaban la importancia de encauzar las demandas de los ex soldados:

 

Son diez mil soldados que vieron muchas cosas; son diez mil futuros líderes del país (...) Nuestro país enfrenta en forma decisiva el futuro, un mañana donde nuestros jóvenes tendrán un rol protagónico importante, y no deseamos que esta coyuntura sea aprovechada por quienes, embanderados en causas ajenas a nuestra acción, traten de llevar a nuestros hijos por caminos equivocados[18]

 

La voz de los padres, plasmada en el libro de Bustos, fue acompañada por la de los soldados. La indignación de amplios sectores sociales se nutrió fundamentalmente de otra publicación, la primera en reunir testimonios de soldados, y que en 1984 fue llevada a la pantalla por el director Bebe Kamin. Los chicos de la guerra recopila una serie de entrevistas con jóvenes que pelearon en las islas a poco de retornados al territorio continental argentino. El autor explica el origen de su libro en que “son muchos los que desconocen a esta generación nueva, ignorada, que no tiene, siquiera, la menor experiencia política; una generación sin pasado, que ha transcurrido toda su adolescencia en un país conmovido por una de las crisis más serias de su historia”.[19]

Los relatos, además de exponer con crudeza las vivencias del combate, mostraron toda una serie de calamidades debidas a fallas en la conducción y a la actitud de la oficialidad hacia los soldados. Los soldados entrevistados recordaban haber tenido que robar comida, o “cazar ovejas para comer”, y penosas condiciones de vida: “Éramos linyeras, creo que dábamos lástima, teníamos un aspecto espantoso. Yo pasé dos meses sin bañarme. Y lo más increíble es que llega un momento en que te resignás a vivir así, te acostumbrás”.[20] Los jóvenes soldados llegaron sin preparación al frente: “lo que más me duele es que esos chicos se hayan muerto por una guerra a la que llegaron sin la instrucción debida. Fuimos a ser blanco de la artillería inglesa; en muchos momentos yo me sentía como un pato en el agua, un pato al que le disparan desde todas partes”.[21] No obstante, en numerosos párrafos del libro existe un gran contraste fundamental entre la visión del entrevistador, Kon, y la de sus entrevistados, por ejemplo Ariel, “enfrentado a su destino, un subalterno pero dueño de sí mismo”.[22] Es decir: las memorias de la guerra que recogía Kon no eran las de personas pasivas, completamente víctimas de sus circunstancias.

Simbólicamente, esta victimización solo fue posible con el pasaje del libro a la película, menos de dos años después. En ella, los británicos prácticamente desaparecen de la escena, salvo cuando custodian a algunos de los protagonistas ya como prisioneros. Los oficiales argentinos, en cambio, aparecen como el enemigo central que los soldados deben enfrentar. Simbólicamente, los jóvenes en las islas estaban también en las manos de las Fuerzas Armadas, que abusaban de ellos. Y los soldados, por supuesto, eran jóvenes. El director Bebe Kamin sintetizó la cantidad de matices que aparecen en los testimonios recogidos por Kon, en cuatro destinos posibles (que son las historias de la película). Como resume Rosana Guber:

 

¿Qué sucedería después? ¿”Tratar de crecer” o de sentar cabeza”? Munido de sus esquemáticos personajes, Kamin visualiza cuatro destinos posibles en la postguerra de los cuales solo uno puede efectuar el pasaje, salir de semilla y convertirse en árbol: es Fabián, quien con otros adolescentes asiste a un concierto de música rock con sus ex camaradas (...) Las tomas documentales de la primera marcha de ex combatientes en el centro de Buenos Aires cierra el film mostrando a Fabián y a otros “chicos” (ex soldados) con banderas argentinas (...) El segundo destino posible es el de Santiago, quien se rebela contra la apatía y la hipocresía de la sociedad argentina: ebrio, pendenciero y finalmente preso, su reacción solo lo lleva a la frustración. El tercer destino es la muerte autoinfligida, el sugerido suicidio de Pablo.

Resta aún la cuarta alternativa, que tampoco pasará: es la de quienes yacen en las Islas y en el Océano Atlántico. Pablo se ha suicidado en su casa materna y Santiago está preso, es decir, fuera de la sociedad (...) Los cuatro protagonistas del film –los tres protagonistas y los muertos- ostentan un rasgo en común (...) nunca llegarán a la plena adultez[23]

 

Al igual que los desaparecidos, los soldados combatientes en Malvinas “nunca llegarán a la adultez”. En los primeros meses de la posguerra la imagen que se instaló con más fuerza fue aquella que victimizaba a los soldados no a manos de los británicos, sino de sus propios jefes, como consecuencia de la imprevisión castrense y el maltrato al que los conscriptos habían sido sometidos. En paralelo, los jóvenes civiles que no habían combatido en las islas también habían padecido tormentos sin nombre a manos de las mismas fuerzas. Los soldados de Malvinas, fueron separados de las Fuerzas Armadas, con muchos de cuyos oficiales compartían la experiencia de guerra, por su condición de conscriptos:

 

El militar, marino o aviador que se comportó como un héroe merece el reconocimiento público (...) pero esa cualidad es todavía más plausible en un civil. El militar ha elegido su carrera y sabe que la muerte en combate es su riesgo profesional. Pero el conscripto es un ciudadano que interrumpe sus estudios, sus trabajos, para cumplir con su servicio militar obligatorio. Él no eligió la guerra. [24]

 

De este modo, los soldados de Malvinas compartían con el resto de sus compatriotas el lugar protagónico que el discurso de la transición comenzaba a asignar, acríticamente, a los civiles: víctimas del poder dictatorial, con el agregado de ser jóvenes, como las decenas que protagonizaban los relatos más atroces sobre la represión. 

En esta clave, en la guerra de Malvinas, jóvenes inexpertos habían enfrentado bajo malísimas condiciones ambientales (agravadas por la inoperancia de sus jefes) a un adversario superior, y “ofrendado” sus vidas. Es el régimen militar el que estafó en su buena fe a los argentinos y mató a los hijos de los ciudadanos, no los británicos. La guerra fue explicada como una muestra más de la arbitrariedad de los uniformados, colocando en segundo plano responsabilidades colectivas respecto al acuerdo y satisfacción populares por la recuperación.

En este esquema resulta comprensible por qué el film de Kamin “suaviza” los relatos “bélicos” de los entrevistados del libro de Kon. Individuos sometidos por las circunstancias pero que reivindicaban parcialmente aspectos de su experiencia, o la describieran en forma activa, no encajaban en un contexto en el que el tono era el de ser víctimas (en los centros clandestinos de detención, en Malvinas, en suma: de los militares).

Los jóvenes, que habían sido uno de los blancos preferenciales de la represión,[25] fueron resignificados en el contexto de reclamos y denuncias por violaciones a los derechos humanos:

 

El juicio de reprobación moral de la represión ilegal se asentó en un discurso que, aunque tenía antecedentes prebélicos, fue en gran medida una novedad de la transición, y operó a través del reemplazo o la torsión de las definiciones parametrales con que se había manejado entonces la cuestión: lo que se había llamado la ‘guerra interna’ era ahora la ‘represión’ o el ‘terrorismo de Estado’ y los que habían sido ‘subversivos’ ahora eran ‘militantes’, ‘jóvenes idealistas’ ‘víctimas’ y más precisamente, ‘víctimas inocentes’[26]

 

 

La victimización

 

¿Qué debían dejar en el camino los “chicos de la guerra” para ser incorporados al relato mayor de los años de la dictadura? Un artículo del filósofo Santiago Kovadloff publicado en Humor muestra la forma en que su experiencia fue socialmente procesada en aquellos años fundacionales. En primer lugar, debían incluir sus experiencias personales en el discurso público acerca de la derrota, y este, como hemos visto, los victimizaba: “Malvinas permite ensanchar hasta el escándalo el caudal de testimonios que prueban la hondura de la crueldad cometida en el frente con nuestros conscriptos. Como un prolegómeno infernal a la metralla británica, ellos debieron soportar primero las vejaciones impuestas por sus propios jefes”. Pero tanto en la guerra como en el período de la violencia política que se comenzaba a dejar atrás los jóvenes habían estado a merced de voluntades e intenciones políticas que habían dispuesto de sus vidas para lograr sus fines:

 

La juventud argentina soportó, en los últimos tres lustros, las presiones de quienes intentaron hacerla ocupar dos posiciones trágicas predominantes; de una fue responsable la guerrilla; de la otra, la represión militar. La guerrilla se empeño en persuadir a los jóvenes de la viabilidad de su axioma capital: la violencia armada equivale a la revolución social (...) La represión militar, a su turno, pretendió justificar su política de aniquilación indiscriminada, identificando a la juventud como tal, con los pocos hechizados que logró aquel axioma[27]

 

Los jóvenes, por cumplir con su deber de ciudadanos, habían ocupado un lugar que no les correspondía. La “responsabilidad” no era de ellos, sino de la dirigencia:

 

Ubicados, entre abril y junio de 1982, en el sitio que debió colmar la eficacia de guerreros profesionales, los jóvenes conscriptos que en suelo isleño combatieron contra Inglaterra fueron rápidamente reducidos después de verse quebrantados por el sadismo de quienes tuvieron la ignorada responsabilidad de conducirlos. Este terrible papel, el de inmolado, lo comparte la juventud de nuestro país, primordialmente, con el obrero argentino (...) En lo que atañe a la juventud, la efímera pero conmovedora reconquista de las Malvinas prolongó el hábito autoritario de exigir el sacrificio de quienes debieran ser preservados[28]

 

La incorporación de los muertos y sobrevivientes de la guerra de Malvinas encarnados en la figura del conscripto se produjo mediante su caracterización como “víctimas” de la dictadura, que había enviado a combatir a quienes “no estaban preparados para ello” “derrotándolos” antes de que llegaran los británicos. La forma de ingreso de la experiencia bélica de Malvinas en los años de la transición fue a través de la inclusión de los padecimientos de los soldados en el catálogo más amplio de crímenes cometidos por los militares. Como víctimas, su “inocencia” derivaba de su “inmadurez”.

Su “impericia” y “falta de entrenamiento” eran pues causales de la derrota, pero, sobre todo, el elemento que permitía victimizarlos a manos de sus superiores. Estos superiores eran los mismos que habían cometido violaciones a los derechos humanos ejercidas sobre jóvenes “inocentes”. En ambos casos, los jóvenes fueron los actores pasivos de un relato trágico que los tuvo por protagonistas. Demás está decir que, paralelamente a la eficacia con la que condenaba a las Fuerzas Armadas, este relato social colocaba a los jóvenes en un lugar que, por sus connotaciones morales (hablar de inocencia, inmolación, y sacrificio orillaba ese terreno) era muy difícil abandonar. En el caso de Malvinas, al responsabilizar con sobrados motivos a la conducción militar por la derrota, sin embargo, se cerraba la posibilidad a los sobrevivientes de la batalla de contar sus experiencias desde un punto de vista activo, que es como en muchos casos las habían vivido y las contaban.

 

 

Una mirada generacional y política

 

La exploración de la contracara de este relato permite ver los efectos despolitizadores del relato victimológico, que fueron funcionales a la transición a la democracia. El 2 de abril de 1986 se produjo una gran movilización de ex combatientes al Cabildo de Buenos Aires. Asistían al acto convocado la Coordinadora Nacional de Centros Ex Combatientes. Esa tarde Miguel Ángel Trinidad, uno de sus dirigentes, habló de este modo:

 

La idea de realizar una movilización al Cabildo surgió de la necesidad de acercar la causa de Malvinas a las causas que, por la Liberación Nacional, que embanderan cotidianamente a nuestro pueblo. Cuando la reacción y la oligarquía quieren hablar, golpean las puertas de los cuarteles; cuando es el pueblo el que quiere expresarse, golpea las puertas de la historia. En muchas oportunidades nos critican por levantar consignas que algunos ‘demócratas’ tildan de políticas. Bien saben que nuestra organización lucha por los problemas que, desde la culminación de la guerra de las Malvinas, padecemos los ex combatientes. Pero se olvidan –y lo anunciamos sin soberbiaque nuestra generación ha derramado sangre por la recuperación de nuestras islas y que eso nos otorga un derecho moral (...) Durante la guerra de Malvinas se expresó una nueva generación de argentinos que, después de la guerra, conoció las atrocidades que había cometido la dictadura. Nosotros no usamos el uniforme para reivindicar ese flagelo que solo es posible realizar cuando no se tiene dignidad. Nosotros usamos el uniforme porque somos testimonio vivo de una generación que se lo puso para defender la patria y no para torturar, reprimir y asesinar. [29]

 

Trinidad reclama para él y sus compañeros un lugar en la sociedad ganado a partir del derramamiento de sangre en la guerra del Atlántico Sur: es la experiencia bélica la que otorga a los ex combatientes ese “derecho moral”. Quienes lo escuchan no deben confundirse: ellos son el verdadero ejército, porque son los que pelearon por la Patria. Para los ex combatientes, la experiencia de la guerra era la oportunidad para refundar un país, con el protagonismo central de quienes habían llegado más alto en su sacrificio por él: los jóvenes soldados. Se trata de un discurso que entronca con el del presidente Alfonsín, dos años antes, pero difiere en dos puntos: la “unción” que reclaman los ex soldados es diferente a la de Alfonsín: el bautismo de fuego en Malvinas los transforma en combatientes, y no en víctimas.

Esta reivindicación aparece en sus documentos fundacionales. El 26 de agosto de 1982 un grupo muy pequeño de ex soldados, anunció en el Club Italiano de la ciudad de Buenos Aires la formación del Centro de Ex Soldados Combatientes de Malvinas (CESCEM). En su declaración de principios establecían:

 

Si bien el 14 de junio pasado concluyeron las acciones bélicas en el Atlántico Sur, la guerra aún no ha terminado. Las armas serán otras. No al igual que las que empuñamos en el campo de batalla. Por ello, es que los ex– soldados combatientes en Malvinas, consubstanciados con los más puros sentimientos nacionales, y conscientes de la responsabilidad histórica de la hora actual que pesa sobre esta generación a la cual pertenecemos en forma ineludible e inseparable, hemos decidido nuclearnos para continuar esa batalla. Nuestras armas, esta vez, serán las más nobles: el trabajo, el estudio, la soberanía, la paz, la participación de la juventud en el quehacer de la comunidad y la solidaridad social[30]

 

Aparece en ambos fragmentos la idea de que son una generación nacida de la guerra y una clara diferenciación de las Fuerzas Armadas. Los ex combatientes se reconocían como un grupo social que a pesar de la represión sufrida, habían participado en la batalla. Hijos de la educación de un Estado represivo, esto, a sus ojos, no hacía más que realzar la forma en la que habían cumplido con el deber superior hacia su Patria:

 

Pertenecemos a una generación marcada por las frustraciones, las injusticias y el caos que imperó por mucho tiempo en nuestro país, lo que nos otorga la suficiente autoridad para expresar nuestros pensamientos. Apoyamos la lucha en la que participamos. En primer lugar, por su carácter de causa justa y en segundo lugar, porque nos enfrentábamos a un enemigo histórico de la nación Argentina: Inglaterra. Por eso, a pesar de ser una generación castigada, estuvimos hace dos años en los puestos de combate[31]

 

Más que ser parte de una continuidad en una tradición de exterminio de los más jóvenes, los ex combatientes plantearon su excepcionalidad dentro de esa línea. Es a pesar de ser educados en la represión que ellos han sido actores políticos, y pretenden seguirlo siendo; no pueden ser víctimas pues pese a las malísimas condiciones vividas (que para sus compatriotas los colocaban en ese lugar) habían cumplido con su deber. A partir de esa excepcionalidad –originada en su participación en la guerra– es donde se producirán las mayores contradicciones entre los relatos públicos de otros actores sociales acerca de la guerra y los de las agrupaciones de ex combatientes.

Los jóvenes ex soldados no vacilaron en cuestionar uno de los elementos sagrados de la transición, los derechos humanos y la lucha por su defensa. En una revista de la Juventud Peronista donde los ex combatientes publicaban regularmente sus documentos, un dibujo de Enrique Breccia, en un aniversario del 2 de abril, representaba un cadáver de un inglés, cubierto por su bandera, mientras un infante argentino está frente a él bajo la inscripción “Volveremos”. Esto originó crítica de Julio Raffo (rector de la Universidad de Lomas de Zamora entre 1973 y 1976, y coordinador del CELS entre 1985 y 1986):

 

En la contratapa se reivindica, como todo el pueblo lo hace, la soberanía argentina en Malvinas. Pero se lo hace a partir de la imagen de los hombres que fueron víctimas e instrumentos de la dictadura. Los hombres que irresponsablemente Galtieri envió al sacrificio y Menéndez condujo a la derrota. Los mismos hombres que eran la única base de sustentación de la dictadura militar (...) Además de esto, la ilustración comentada representa un acto atroz y aberrante como lo es colgar de los pies el cadáver de un vencido[32]

 

En su carta, Raffo cuestionaba desde los derechos humanos la ilustración alusiva de los ex combatientes, mientras que a la vez calificaba a los ex soldados de víctimas. En su respuesta, el CESCEM comenzaba citando la frase de Perón “Al enemigo, ni justicia”, y proponían una mirada crítica y un enfoque alternativo a la cuestión de los derechos humanos. Para los ex combatientes la lucha por su defensa, eficaz durante la dictadura, era en el presente un “desarmador de conciencias” y de efectos negativos, en tanto no habían podido enfrentar las explicaciones que equiparaban la violencia emancipatoria con la represiva estatal:

 

Ud. califica a los soldados que lucharon en Malvinas como víctimas e instrumentos de la dictadura. Nunca ha sido ese el discurso de los compañeros agrupados en el Centro de Ex - Combatientes de Malvinas que no han dudado jamás en reivindicar con la frente alta la lucha que libraron en esa parte del suelo argentino, como tampoco han vacilado en criticar duramente a la conducción de las FF.AA. por la totalidad de la política del Proceso y en particular por la dirección de la guerra. La lucidez de estos jóvenes de 18 años que asumieron el riesgo y el sacrificio, deberían hacerlo reflexionar a Ud., maduro y distante observador de ese conflicto. A nosotros, nos ratifica en la convicción de que la imagen de estos soldados combatientes –que es la del dibujo de Enrique Breccia– es la más válida para reivindicar nuestra soberanía sobre ese territorio (...) Una cosa es la lucha por la reivindicación de los derechos humanos de un pueblo sojuzgado por una dictadura: otra el “humanismo” que ha sido y es un gran desarmador de conciencias, porque no prepara para las formas feroces que asume la explotación por parte de las clases dominantes ni contra la brutal agresión imperialista. Esta, y Ud. que ha consagrado varios años al trabajo en este campo bien debe saberlo, es la razón principal de la crisis actual del movimiento de Derechos Humanos en nuestro país. El discurso humanitario sostenido durante la dictadura fue eficaz para la denuncia de la represión, pero hoy, en una etapa en la que el eje es la organización para la concientización y para la lucha contra el dominio imperialista y la explotación económica de nuestro pueblo, este discurso se reveló incapaz de enfrentar, por ejemplo, la teoría de los dos demonios que ha servido para equiparar la violencia ejercida por los luchadores populares a la de la dictadura[33]

 

En la respuesta a Raffo aparece expresada la legitimidad construida a partir de la experiencia en batalla (“la lucidez de estos jóvenes de 18 años que asumieron el riesgo y el sacrificio, deberían hacerlo reflexionar a Ud., maduro y distante observador de ese conflicto”). Es que desde la perspectiva de los ex combatientes, su experiencia debía ser la base para la construcción de una nueva Argentina en el marco de las luchas por la liberación de América latina. Sus distintas agrupaciones, sobre todo las integradas en el Centro, se posicionaron desde ella para cuestionar al gobierno que los había enviado a combatir, pero también para proponer un modelo social alternativo.

En este contexto, un enemigo clave para los ex combatientes, en cuanto a la construcción de su imagen pública, fue la película Los chicos de la guerra, estrenada en 1984. El CESCEM proponía una discusión ideológica a partir de la experiencia de la guerra y cuestionaba a sus realizadores por haberla eludido. Sobre todo, refutaba el apelativo de “chicos”:

 

Reafirmamos que ‘los chicos de la guerra’ cuando pisamos Malvinas dejamos de ser chicos para ser hombres. Los hacedores de esta película manifiestan un cipayismo que puede ejemplificarse en la escena donde se muestra los métodos militares en la conducción escolar, pero se cuida de mostrar (...) el carácter colonialista de los planes de estudio desde las épocas de Mitre y Sarmiento (...) La película es un fresco demasiado superficial. Con respecto a la guerra descubre una vez más la cobardía intelectual que impera sobre vastos sectores del pensamiento argentino, más predispuestos a defender una ‘democracia’ en abstracto que a defender la bandera de Malvinas como estandarte de redención nacional[34]

 

La experiencia bélica es la que ha hecho hombres a los jóvenes conscriptos, hombres que a la vez se consideran señalados para participar –o encabezar– un proceso de construcción que califican de “redención”. Sin embargo, el elemento más irritante a ojos de los jóvenes veteranos era la visión que la película transmitía sobre ellos y sus días en las islas, porque atacaba la base de su identidad como grupo construida a partir de la guerra. Lo que sobre todo reprochaban a la película era la forma peyorativa en la que describía a los jóvenes, a partir de tratar superficialmente su experiencia de guerra y sus convicciones:

 

Omiten en los personajes principales la amalgama de situaciones o características que puedan identificar a la generalidad de los que combatimos (...) Para cada uno de nosotros la trinchera era la extensión de nuestras personalidades (...) Allí teníamos las fotos de nuestros seres queridos, así como banderines del club de nuestra preferencia y todo lo que nos vinculara al resto de nuestra sociedad. En cambio para el realizador de esta película la trinchera es como un refugio, solo un escondite para un soldado temeroso. Para esta visión está ausente el orgullo que sentimos por ir a una guerra en defensa de nuestra soberanía[35]

 

 

¿Héroes y víctimas? ¿Héroes o víctimas?

 

En 1984, el presidente Alfonsín se refirió a los caídos en Malvinas como soldados ciudadanos “ungidos por el infortunio”. ¿Cuál era ese infortunio? ¿La derrota en la guerra contra Gran Bretaña? ¿O sus padecimientos a manos de sus propios oficiales, que además habían sido victimarios de sus compatriotas en la represión ilegal? Como hemos visto, es posible pensar que el elemento dominante a la hora de responder esta cuestión pasa por la segunda opción. El fracaso militar en Malvinas golpeó duramente a las Fuerzas Armadas, que se vieron forzadas a adelantar la entrega del poder y a pelear una batalla de retaguardia por preservar sus “logros” en la “lucha contra la subversión” y evitar, al mismo tiempo, condenas morales y consecuencias penales.

Las denuncias de las atrocidades cometidas en la represión de la guerrilla y otros grupos considerados “subversivos” encontraron, como uno de sus canales privilegiados, la figura de los jóvenes como víctimas de la represión. Esta figura tanto “aumentaba” la magnitud de los crímenes como la “inocencia” de sus víctimas. En el relato de la represión ilegal, los jóvenes como víctimas de la dictadura fueron una pieza central: relatos como el de La noche de los lápices –un vehículo por excelencia para la difusión de los crímenes- son una prueba de esto. Los jóvenes eran puros, sobre todo, políticamente, y la política se había hecho hasta ese momento con las armas en la mano o apelando a otras formas de violencia.

El joven “construido” por las denuncias por violaciones a los derechos humanos fue el modelo en el que debieron encajar, a su vez, los ex soldados retornados de las islas. Pero ellos eran hombres jóvenes que habían estado expuestos a la violencia y combatido, con las armas en la mano, con el aval explícito o implícito de una sociedad que ahora abominaba de la misma en todas sus formas.

Los soldados combatientes en Malvinas debieron encajar en esa matriz. Sin embargo, este proceso presentaba algunas dificultades. Habían ejercido la violencia de una manera legal, conducidos por las mismas Fuerzas Armadas que estaban siendo cuestionadas, en una guerra cuyo motivo muchos compatriotas consideraban legítimo. No obstante, los aspectos de su experiencia bélica que circularon de manera dominante en los primeros años fueron aquellos que reforzaron la mirada que los victimizaba: sus principales enemigos en las islas Malvinas no habían sido los ingleses, sino sus propios oficiales, en una réplica del relato por el cual los principales enemigos de la sociedad argentina habían sido “los militares”.

El contraste entre la experiencia que las agrupaciones de ex combatientes reivindicaban y los relatos dominantes es impactante al respecto. Si los desaparecidos habían nacido a la política a partir de la violencia padecida, calificada por los represores como una “guerra” y redescubierta y denunciada como terrorismo de Estado, los soldados de Malvinas, como contrapartida, reivindicaban precisamente su nacimiento a partir de la experiencia bélica, en la que habían sido agentes. Ni qué decir de la distancia retórica que también se había construido entre los jóvenes desaparecidos y las organizaciones armadas, que habían hecho de la guerra un instrumento de su política.

En consecuencia el conflicto de Malvinas, intenso aunque breve, quedó desdibujado en el cúmulo de atrocidades que se denunciaban, o condensado en algunos casos notorios, como el de Alfredo Astiz, un oficial naval que integró los grupos de tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). En ese papel, se infiltró entre las primeras Madres de Plaza de Mayo, con el consiguiente secuestro de algunas de ellas, y también participó en el secuestro de la ciudadana sueca Dagmar Hagelin. Enviado a realizar tareas de inteligencia en Francia, fue reconocido por algunos de exiliados argentinos en ese país. En 1982, Astiz comandó un pequeño comando de la marina de guerra argentina que, al izar una bandera argentina en las Islas Georgias del Sur, desencadenó los incidentes que facilitaron el desembarco del 2 de abril en las Islas Malvinas, y la posterior guerra entre Argentina y Gran Bretaña. La fotografía de su ignominiosa rendición, semanas después alcanzó amplia difusión: un símbolo de la represión ilegal, se había rendido a los británicos sin combatir. En su persona se condensaban tanto las noticias relativas a la represión ilegal y sus aristas más perversas como la forma humillante en la que las fuerzas argentinas habían sido vencidas en Malvinas.

El discurso patriótico militar (al que apelaron las Fuerzas Armadas, pero también el gobierno democrático) resultó insuficiente. Las tradiciones patrióticas ancladas en el imaginario militar habían sufrido dos duros reveses: la derrota a manos británicas de un ejército que hasta entonces se consideraba “invicto”, y las manchas de sangre que comenzaron a aparecer en uniformes y cuarteles de toda la república, evocadas claramente en el discurso del ex combatiente Miguel Ángel Trinidad. Había poco espacio para una narración basada en las virtudes militares que no fuera asociado a una reivindicación de la dictadura cuyos crímenes comenzaba a conocerse (o, acaso, a no poder negarse).

En paralelo, las Fuerzas Armadas, para salvar su prestigio, apelaron a reivindicar la profesionalidad de sus cuadros en la guerra, mediante el sencillo expediente de levantar ejemplos que probaran que donde los ingleses habían encontrado tropas entrenadas, fundamentalmente oficiales y suboficiales como los comandos, no había habido desbande. Esto reforzó la imagen de los jóvenes como víctimas de su inexperiencia e inmadurez, y no de sus jefes, que era el que predominaba en los medios masivos de comunicación, las crónicas, los testimonios y el cine.

Por último, conviene tener en cuenta que el caso de la guerra de Malvinas debe ser inscripto en un contexto más amplio. El repertorio simbólico relativo a las muertes en guerra es muy antiguo. La virtud republicana y cívica del ciudadano muerto en batalla, propia de las polei y Roma, fue retomada y potenciada  desde la Revolución Francesa hasta comienzos del siglo XX. Pero si hasta la Primera Guerra Mundial (1914-1918) la muerte en batalla era evocada en tonos épicos, tanto el impacto masivo de este conflicto como, posteriormente, el genocidio perpetrado por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial (1939 – 1945), consolidaron un paradigma victimológico para referirse a los muertos en conflictos bélicos, aun cuando fueran soldados caídos en combate.

Inicialmente, el impacto cultural de la Gran Guerra durante las décadas de 1920 y 1930, aunque muy grande, fue absorbido por los relatos tradicionales que atenuaron las reacciones críticas frente a las matanzas patrióticas que fueron características de la guerra de trincheras y facilitaron la elaboración del duelo colectivo. Autores como Stéphane Audoin–Rouzeau y Annette Becker, han señalado que ese proceso de “olvido” de la experiencia cruenta de la Gran Guerra se acentuó, posteriormente, por efecto de la experiencia de los campos de exterminio nazis, que constituyen un non plus ultra civilizatorio que desdibujó el profundo impacto de las masacres de la Gran Guerra y transformó a los millares de combatientes de la Primera Guerra en víctimas. Si parafraseando a Adorno después de Auschwitz no puede haber poesía, tampoco fueron posibles los discursos bélicos heroicos. Así, Rouzeau y Becker citan el discurso del alcalde de Craonne, en el Chemin des Dames, una zona duramente disputada durante la guerra y escenario de una desastrosa ofensiva francesa en 1917 (que provocó motines en numerosas unidades francesas), quien planteó que “la ofensiva Nivelle había sido el primer crimen de lesa humanidad”. Esto es evidencia de que, desde el punto de vista de la reconstrucción histórica, se produce “una confusión intelectual por el hecho de profundizar excesivamente la idea de los soldados como víctimas: no solo los combatientes fueron descriptos como víctimas que no habían consentido su suerte, sino que los amotinados y los rebeldes fueron definidos como los únicos héroes verdaderos.[36]

La “confusión intelectual” que cuestionan estos autores, es importante señalarlo, deriva del hecho de que la experiencia de los combatientes pierde su especificidad (esencialmente aquella consistente en ser actores en situaciones de violencia con un grado de agencia variable, pero agencia al fin) en el marco de un paradigma interpretativo que enfatiza las miradas sobre la violencia en la figura de las víctimas.

La guerra de Malvinas debe ser pensada también en el marco de este proceso cultural en el que si algunos son héroes, lo son por enfrentar las experiencias a las que los someten las mismas sociedades que defienden, y no solamente (y acaso ni siquiera sea importante esto último) al enemigo al que marcharon a enfrentar. Esta mirada debe ser criticada históricamente. Por un lado, porque lleva a desconocer experiencias históricas específicas constitutivas del período post dictatorial. Pero más ampliamente, porque la despolitización que constatamos en las memorias de la guerra de Malvinas se transforma en una ultima ratio analítica en la que, en tanto todos los combatientes son víctimas, nada diferencia a los bandos enfrentados: ni los motivos, ni los fines, ni los métodos. Y esta precaución crítica excede al conflicto bélico del Atlántico Sur, para abarcar más ampliamente a las lecturas históricas sobre el pasado reciente argentino.

 

 

Bibliografía

 

Fuentes

 

Búsqueda

Bustos, Dalmiro M., 1982, El otro frente de la guerra. Los padres de las Malvinas. Ramos Americana Editora, Buenos Aires.

CONADEP, Nunca Más, 1984 (1997).

Centro de Ex Soldados Combatientes de Malvinas, Declaración de principios, 26 de agosto de 1982.

Centro de Ex Soldados Combatientes de Malvinas, Combatiendo: de Malvinas hacia una nueva Argentina, Año I, N° 1, septiembre de 1984.

Centro de Ex Soldados Combatientes de Malvinas, Primer Encuentro Nacional de Ex Combatientes. Documento (1983)

Centro de Ex Soldados Combatientes de Malvinas, Documentos de Post Guerra. Nº 1. Serie de Cuadernos para la Malvinización, Buenos Aires, 1986.

Centro de Ex Soldados Combatientes de Malvinas, La voz del combatiente de Malvinas.

El Porteño

Jotapé

Gente

Humor

Kon, Daniel, 1984, Los chicos de la guerra, Buenos Aires, Galerna.

La Semana

Schönfeld, Manfred, 1982,  La Guerra Austral, Buenos Aires, Desafíos Editores.

 

 

Bibliografía

 

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Guber, Rosana, 2004, De chicos a veteranos. Memorias argentinas de la guerra de Malvinas. Buenos Aires, Antropofagia.

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Lorenz, Federico, 2012, Las guerras por Malvinas. 1982 – 2012, Edhasa, Buenos Aires.

Mosse, George, 1990, Fallen Soldiers. Reshaping the Memory of the World Wars, Oxford University Press, Londres.

Novaro, Marcos y Palermo, Vicente, 2003, La dictadura militar 1976-1983: del golpe de Estado a la restauración democrática, Paidós, Buenos Aires.

Prost, Antoine, 1996-97, “Monuments to the Dead”, en Pierre Nora (dir.); Realms of Memory. The Construction of the French Past (Volumen II: “Traditions”), Columbia University Press, Nueva York.

Winter, Jay, 1995, Sites of memory, Sites of Mourning. The Great War in European Cultural History, Cambridge University Press, Cambridge.



[1] Este trabajo se benefició con el trabajo colectivo del equipo de investigación Lógicas militantes, lógicas militares y formas de recuerdo. Lo político y la política en las décadas de 1960 y 1970.UBACYT 2011-2014, IIGG/UBA dirigido por Patricia Funes, a quien agradezco su acuerdo para la presentación para esta revista.

* Universidad de Buenos Aires, CONICET.

[2] Schönfeld, 1982: 245.

[3] Por motivos de espacio no puedo desarrollar aquí en este punto. Remito al lector interesado a Lorenz, 2012.

[4] Hass, 1998: 40.

[5] Winter, 1995: 23 y ss. Ver asimismo Hass, 1998; Moss, 1990 y Prost, 1996-1997.

[6] Clarín, 03/04/1984.

[7] Clarín, 03/04/1984.

[8] La Semana, 15/07/1982.

[9] El Porteño, agosto de 1982.

[10] Humor, Nº 85, julio de 1982.

[11] Gente, 01/07/1982.

[12] Búsqueda, agosto de 1982.

[13] CONADEP, 1984 (1997): 10-11.

[14] CONADEP, 1984 (1997): 323-324.

[15] Bustos, 1982: 13.

[16] Bustos, 1982: 113.

[17] Bustos, 1982: 87.

[18] Bustos, 1982: 216-218.

[19] Kon, 1984: 10.

[20] Kon, 1984: 28.

[21] Kon, 1984: 42.

[22] Guber, 2004: 68.

[23] Guber, 2004: 90.

[24] Gente, 24 de junio de 1982.

[25] Según la CONADEP, el 70% de los desaparecidos tenía entre 15 y 30 años. Asimismo, el grueso de los muertos en Malvinas son conscriptos, es decir jóvenes de entre 18 y 20 años de edad.

[26] Novaro y Palermo, 2003: 487.

[27] Humor, 29/04/1983, pág.  40.

[28] Humor, 29/04/1983, pág.  41.

[29]  Centro de Ex Soldados Combatientes de Malvinas. Documentos de Post Guerra. Nº 1, Buenos Aires, 1986, p. 23.

[30] Centro de Ex Soldados Combatientes de Malvinas, Declaración de principios, 26/08/1982, archivo del autor.

[31] CESCEM, Documentos de Post Guerra. Nº 1 p. 4.

[32] Jotapé Nº 8 (junio de 1987).

[33] Jotapé Nº 8 (junio de 1987).

[34] Combatiendo, 1984, pág. 4.

[35] Combatiendo, 1984, pág. 4.

[36] Audoine–Rouzeau y Becker, 2002: 226.